SOBRE EL FASCISMO

Sine ira et studio.

I

CONTORNO Y DINTORNO

AMIGO Corpus Barga: concluye usted su viaje a través del fascismo con la sugestiva nota que publicaba El Sol bajo la muestra «La rebelión de las camisas». Esta nota es la más sugestiva, porque consiste en una interrogación. ¿Qué es el fascismo? —pregunta usted—. Ahora bien, el signo de interrogación dibuja sobre el papel un lazo de gaucho tendido hacia los pies de todos los incautos descifradores de enigmas. Como usted sabe muy bien, yo pertenezco modestamente a este gremio, cuyos máximos representantes han sido siempre los cuadradores del círculo y los cazadores de esfinges. No logro, pues, reprimir mi instinto de interpretación y dejo complacido que el lazo de su pregunta haga presa en mí, a pesar de que no he estado en Italia hace muchos años y poseo muy pocos datos sobre el fascismo. Todo será que me equivoque una vez más. Pero el ideólogo no debe temer la posibilidad del error, como al buen guerrero no le causa sorpresa la herida.

El fascismo tiene un cariz enigmático, porque aparecen en él los contenidos más opuestos. Afirma el autoritarismo, y a la vez organiza la rebelión. Combate la democracia contemporánea y, por otra parte, no cree en la restauración de nada pretérito. Parece proponerse la forja de un Estado fuerte y emplea los medios más disolventes, como si fuera una facción destructora o una sociedad secreta. Por cualquier parte que tomemos el fascismo hallamos que es una cosa, y a la vez la contraria, es A y no A. Pero esto no es una condición extraordinaria que sea peculiar al fascismo. Todas las cosas reales son contradictorias si se las analiza un poco. Como dice Ulrico de Hutten de sí mismo en el drama romántico que lleva su nombre:

Yo no soy un libro hecho con reflexión;

yo soy un hombre con mi contradicción.

Por esto son problemas, cuestiones, todas las cosas, El problema es la contradicción. Ser A o no ser A; he aquí el problema. To be or not to be; that is the question. El ejemplo escolar lo declara luminosamente: el palo sumergido en el agua, a los ojos es quebrado, y es recto al tacto. Como ambos atributos coliden radicalmente, resultará que se anulan, es decir, que la verdad del palo está más allá de sus manifestaciones antagónicas.

Lo propio acontece con el fascismo. Entre las definiciones de él que usted cita, encuentro una sobremanera modesta que pone usted en boca de los profesores a la alemana. Según ella, el fascismo «es un fenómeno histórico». ¿Por qué la desdeña usted tanto? No puede decirse menos del fascismo; pero, al menos, eso que se dice es indubitable. El fascismo es un fenómeno histórico, como el palo quebrado es un fenómeno óptico. Y ocurre con todo fenómeno, que su verdadera naturaleza está fuera de él, detrás de él. Los fenómenos o apariencias son el vocabulario que lo real adopta para hacer su presentación. La luz que vemos es un lenguaje biológico que han aprendido las fuerzas electromagnéticas para entenderse con nosotros. Parejamente, el fascismo, lo que dicen y hacen los fascistas, lo que ellos creen ser, no constituye su verdadera realidad. En cada fenómeno colaboran todos los demás. Por esta razón es ilusorio buscar en él sólo su auténtico sentido. Un grupo político no es más que una palabra suelta, y sólo adquiere una significación completa cuando se reúne a las palabras de los otros grupos y se integra la frase histórica.

Una de las paradojas más inevitables es que en la batalla, el vencedor, para vencer, necesita que el vencido le ayude. Es una abstracción hablar de la fuerza de un ejército. La fuerza de un ejército depende de la del otro, y uno de sus ingredientes es la debilidad del enemigo. Cabe decir que la mitad de nuestro ser radica en lo que sean los demás, y no se debiera olvidar que nuestro perfil depende en buena parte del hueco que los demás nos dejen.

En rigor, todo perfil es doble, y la línea que Jo dibuja es, más bien, sólo la frontera entre ambos. Si de la línea miramos hacia dentro de la figura, vemos una forma cerrada en sí misma, a lo que podemos llamar un dintorno. Si de la línea miramos hacia fuera, vemos un hueco limitado por el espacio infinito en derredor. A esto podemos llamar el contorno.

Sin contorno no habría dintorno, y por esta razón no puede definirse claramente un fenómeno histórico, si, después de decir lo que él es, no añadimos lo que es su ambiente.

Hay casos en que basta con enunciar el dintorno de un movimiento político. En las épocas normales y bien constituidas, la realidad histórica se ha creado un vocabulario de apariencias que expresa adecuadamente su oculta intimidad. Así, hace cincuenta años, los llamados liberales eran, en efecto, liberales, y conservadores los conservadores. Pero en otras épocas —y a ellas pertenece la actual—, la realidad histórica ha cambiado sin haber conseguido aún crear su nuevo lenguaje. Entonces, las apariencias son forzosamente equívocas y, en vez de constituir un idioma que expresa directamente la realidad, se traban en un jeroglífico que la oculta.

El fascismo y los productos similares de otras fábricas aparecen de hecho combatiendo las fuerzas que solían llamarse liberales y democráticas. Pero a nadie sorprende que éstas sean atacadas, puesto que no han dejado de serlo nunca. Recuerde cada cual sus primeras impresiones en la hora de explotar el fascismo o sus congéneres, y advertirá que la sorpresa, antes que a éstos, se dirigía a la conducta de aquellas otras fuerzas. Al preguntarnos qué es el fascismo, la primera contestación que todos nos hemos dado era una segunda pregunta: «¿qué hacen los liberales, los demócratas?» Como si cierto instinto intelectual nos hiciera sospechar que la clave de la situación, lo esencial del fenómeno, el síntoma más original, no estaba tanto en la acción del fascismo como en la inacción del liberalismo. Nuestra atención transitaba instintivamente del dintorno al contorno.

El caso no tiene nada de insólito. Yo le diría a usted que esta necesidad de definir un movimiento político más por su contorno que por su dintorno no la he sentido por primera vez con ocasión del fascismo, sino mucho antes, bajo el influjo de determinadas lecturas históricas. Se trata de una experiencia que cualquiera puede hacer sin gran dificultad. Léase un libro sobre historia romana. El lector advertirá que más o menos va entendiendo el desarrollo de los sucesos hasta llegar al año 70, antes de Cristo, que es, próximamente, la época en que aparece Julio César. En aquel punto empiezan a ponerse oscuras las cosas. Y, sin embargo, es el período de toda la historia romana que ha llegado a nosotros con mayor número de datos. Podemos reconstruir casi día por día la serie de los acontecimientos con palabras de sus propios actores. No obstante, no acertamos a comprender por qué avanza, de triunfo en triunfo, el movimiento representado por César.

La dificultad que hallamos es idéntica a la que sentimos ante el fascismo. Más que triunfar César sobre los demás, nos parece que son los demás quienes dejan triunfar a César. Al verle prescindir, una tras otra, de las instituciones establecidas, no podemos menos de preguntarnos que hacían los republicanos, o, mejor dicho, por qué no hacían nada los republicanos. Pues en ningún momento vemos que la situación de César sea, por sí misma, suficientemente sólida. Al contrario, nos parece constantemente en peligro y como en el aire. Cuando intentamos hacer balance de las fuerzas positivas con que contaba, aunque no las juzguemos desdeñables, no nos bastan para explicar su victoria.

No quiero decir con esto que la época de César sea como la nuestra. No creo que las épocas históricas puedan nunca identificarse. Pero sí pienso que el tiempo de César y el nuestro tienen algunos factores comunes, nada vagos, sino, por el contrario, muy concretos, al lado de otros completamente opuestos. De aquí que sea útil comparar, no ambas épocas, sino estrictamente ese grupo de factores comunes a una y a otra. Para darle un nombre, podría decirse: fascismo y cesarismo tienen, como supuesto común, el previo desprestigio de las instituciones establecidas.

Sobre este desprestigio, que no es exclusivo a Italia, se ha hablado mucho, pero sin reconocerle la debida importancia. Se supone que es un hecho superficial, transitorio, originado en abusos particulares de estos o de los otros hombres encargados de ejercer los diferentes poderes, de suerte que una simple corrección de tales abusos traería nueva autoridad y como virginidad a los usos.

Yo creo, por el contrario, que se trata del síntoma más grave en toda la vida pública contemporánea. Procede de modificaciones radicales en las ideas y los sentimientos del europeo, y él va a ser el agente secreto de todo el largo proceso en que ahora ingresan las naciones continentales, quién sabe si también Inglaterra.

De todos modos, no se aclara suficientemente un movimiento político de alto bordo mientras no se encuentra un hecho lo bastante radical y subterráneo para que puedan derivarse de él a un tiempo la fisonomía de ese movimiento y la de sus contrarios. Todos los fenómenos de una época son hermanos uterinos, aunque sean hermanos enemigos. Y es preciso explorar hasta que hallemos su común cuenca maternal.

II

ILEGITIMIDAD

No creo, pues, que lo más interesante del fascismo se haga patente cuando se le mira por dentro. Por su dintorno, el fascismo es un partido autoritario, como lo son otros muchos; confusamente antidemocrático, como lo venían siendo todas las derechas e izquierdas extremas; nacionalista, cómo otra media docena de grupos, y revolucionario, como los comunistas, socialistas, realistas, carlistas, etc. Es más interesante la fisonomía que el fascismo presenta cuando se le mira desde fuera y se atiende exclusivamente a lo que de hecho es, no a la canción interior que él canta. Entonces vemos destacar dos caracteres, uno de los cuales, el más importante, no he visto que haya sido suficientemente subrayado. Estos caracteres son la violencia y la ilegitimidad. De ambos, es el primero consecuencia del segundo, y sólo en unión con éste adquiere un significado peculiar. Porque la violencia venía siendo predicada por otros partidos y, más o menos, ejercida a su hora por casi todos.

En cambio, es el fascismo ilegítimo, cabría decir ilegitimista, en un sentido privativo, verdaderamente extraño y casi paradójico. Todo movimiento revolucionario se adueña del poder ilegítimamente; pero lo curioso en el fascismo es que, no sólo se adueña del poder ilegítimamente, sino que, una vez establecido en él, lo ejerce también con ilegitimidad. Esto le diferencia radicalmente de todos los demás movimientos revolucionarios. Quien no advierta la importancia de este síntoma no podrá, a mi juicio, hacerse cargo del significado genuino que el fascismo tiene como fenómeno histórico, y tenderá deplorablemente a emparejarlo con otros hechos contemporáneos, sobremanera heterogéneos. Así, el señor Cambó, en su reciente libro En tomo al fascismo, comienza por aproximar —siguiendo el declive mental más próximo— fascismo y bolchevismo. Esto es un desliz que luego prácticamente rectifica el señor Cambó, renunciando a extraer ninguna consecuencia útil de ese paralelismo, en su análisis del hecho italiano.

Por mi parte, desde que el bolchevismo apareció he sostenido que se trata de un movimiento completamente inconexo con la política europea, específicamente ruso, en la medida en que Rusia no es Europa, y donde sólo hay de europeo cierto repertorio de teorías; tal vez fuera mejor decir de terminologías.

El bolchevismo, como todos los movimientos propiamente revolucionarios, tritura ilegalmente un estado legal a fin de instaurar otro. Sus partidarios creen ejercer hoy el poder en nombre de una legitimidad fundada en razones jurídicas, tan firmes como las que más, las cuales, a su vez, se presentan sostenidas por toda una ética y aun por toda una concepción del universo. El Gobierno soviético usa de la violencia para asegurar su derecho; pero no hace de aquélla su derecho.

Por el contrario, el fascismo no pretende instaurar un nuevo derecho, no se preocupa de dar fundamento jurídico a su poder, no consagra su actuación con título alguno ni teoría ninguna política. Mussolini ha procurado conservar el aparato parlamentario, pero no con ánimo de fingir una legitimidad para su magistratura. Siempre ha hecho constar que conservaría el Parlamento mientras fuese dócil. Le sirve, pues, para obtener una continuidad administrativa, no un nexo jurídico con principios constitucionales de legalidad. La legitimidad es la fuerza consagrada por un principio. El fascismo gobierna con Ja fuerza de sus camisas —las 300 000 camisas de fuerza—, y cuando se le pregunta por su principio de derecho, señala sus escuadras de combatientes. La camisa negra, o CN, es como el HP, o caballo de fuerza, la unidad dinámica de la política italiana, pero no un principio de derecho político. No pretende el fascismo gobernar con derecho; no aspira siquiera a ser legítimo. Esta es, a mi juicio, su gran originalidad, por lo menos su peculiaridad; yo añadiría: su profundidad y su virtud.

Ahora se comprende el papel singularísimo que representa la violencia fascista y que la diferencia de las demás. En el fascismo, la violencia no se usa para afirmar e imponer un derecho, sino que llena el hueco, sustituye la ausencia de toda ilegitimidad. Es el sucedáneo de una legalidad inexistente. Y esto, rigorosamente entendido. Porque no se trata tampoco de que el fascismo caiga en la trivialidad de decir: la violencia, la fuerza es derecho. Esta afirmación es, nadie lo ignora, una de tantas teorías jurídicas, uno de tantos principios legitimadores. Lo que otorga un altísimo rango como síntoma histórico al hecho italiano es que nos presenta el gobierno de un poder ilegítimo «como tal». Toda preocupación por consagrar mediante un derecho el ejercicio del poder está sustituida por la mera declaración de un motivo: «hay que salvar a Italia». Y esto, que baste un motivo, que no haga falta ni siquiera la pretensión de un derecho para que un partido triunfe y se afirme y sea aceptado de hecho por una nación contemporánea, es, cuanto más se mira, lo sorprendente, lo sintomático, lo esencial del fascismo como fenómeno histórico.

Porque venimos de una época —dos siglos— que se caracterizaba por todo lo contrario; una edad dotada de la más extrema hiperestesia jurídica; un tiempo de fervor, casi de misticismo legalista; la etapa humana que ha vivido más intensamente del «constitucionalismo», es decir, del legitimismo.

Todos los demás rasgos del fascismo se encuentran repetidos en ese pasado de dos centurias; sólo éste es completamente nuevo. Pues el propio anarquismo del siglo XIX, que niega la ley, el principio de constitución, la «arquía», la niega a su vez por razones y por principios morales y políticos; es decir, consagra y legitima teóricamente su legitimismo.

Por ser tan inaudito el hecho del triunfo, fascista —que significa el hecho de la «ilegitimidad constituida, establecida» —es por lo que instintivamente nos preguntamos: ¿Cómo las demás fuerzas sociales, que han sido hasta ahora entusiastas de la ley, no logran oponerse a esa victoria del caos jurídico? Y una respuesta se incorpora, espontánea, en nuestra mente: «Por la sencilla razón de que hoy no existen fuerzas sociales importantes que posean vivaz ese entusiasmo»; o, lo que es lo mismo, porque hoy no existe en las naciones continentales ninguna forma de legitimidad que satisfaga e ilusione a los espíritus. No es dudoso que en el momento que aparezca un nuevo principio de ley política capaz de entusiasmar sin vacilaciones a un grupo social, el fascismo se evaporará automáticamente. Esto nos aclararía de un golpe la paradójica situación. Si nadie cree firmemente en ninguna forma política legal, si no existe ninguna institución que enardezca los corazones, es natural que triunfe quien francamente se despreocupa de todas ellas y va derecho a ocuparse de otras cosas. Entonces resultaría que la fuerza de las camisas fascistas consiste más bien en el escepticismo de liberales y demócratas, en su falta de fe en el antiguo ideal, en su descamisamiento político. Y la ilegitimidad extraña que practica el fascismo sería, pura y simplemente, un signo de que la sociedad entera se halla exenta de normas legítimas. Su triunfo se debería, pues, a que representa con sinceridad y energía la realidad total del espíritu público. La gran política, decía Fichte, consiste sólo en «expresar lo que es», en dar forma externa a la profunda realidad oculta en los corazones. Con unos u otros aditamentos o reservas, hoy todo el mundo presiente que las «formas establecidas» de democracia y liberalismo han degenerado hasta convertirse en meros vocablos. El fascismo ha tenido la resolución de declarar ese secreto y comportarse en consecuencia. Por eso ha vencido. En otro lugar de la historia hallaremos una declaración idéntica que produjo un resultado semejante.

Y si se mira la Europa continental, se advierte que el poder legítimo está, dondequiera, apoyado en telarañas y a merced del primer puño ilegítimo que quiera dar al traste con él.

Ante pareja situación, se me antoja que es igualmente inepto entonar elegías patéticas en honor de la legitimidad difunta como, en nombre de un falso realismo político, consagrar la fuerza, el hecho, como la auténtica legitimidad. El verdadero realismo desdeña los místicos formalismos, pero, a la vez, se abstiene de divinizar los hechos. El culto al hecho es una idolatría, un formalismo como cualesquiera otros. Al temperamento realista le importa sólo abrir bien los ojos para intentar sorprender el maravilloso enigma de la realidad y extraer de lo que averigüe hoy fértiles sugestiones para mañana.

Una consideración realista de esta clase es la que nos descubre, bajo el ademán afirmativo del fascismo su carácter predominantemente negativo. Su aparente fuerza consiste realmente en la debilidad de los demás.

Así se explica que, siendo por completo dueño del presente, tenga el fascismo que vivir al día y a nadie se le ocurra verlo proyectado sobre el futuro. Ni siquiera teóricamente conseguimos imaginar una forma futura y estable de organización política derivándose de él. Es un resultado y no un comienzo, una táctica y no una solución.

El fascismo y sus similares administran certeramente una fuerza negativa, una fuerza que no es suya —la debilidad de los demás. Por esta razón son movimientos esencialmente transitorios, lo cual no quiere decir que duren poco.

Esta manera de interpretar el caso italiano nos evita caer en un error que hoy veo aceptado por casi todo el mundo. El hecho de que en Rusia y en Italia un grupo reducido de ciudadanos se haya apoderado de la gobernación, ha sido ocasión para que, generalizando, se diga que la historia política es siempre obra de minorías resueltas y compactas. Con esto se quiere insinuar que un puñado de hombres decididos puede siempre hacerse dueño del poder público. Me sorprende que el propio señor Cambó haya acogido también, sin la oportuna cautela, este lugar común de reciente forja. Porque tal pensamiento es falso. Precisamente en la vida política no pueden nunca alcanzar un triunfo normal las minorías. Para vencer tienen que convertirse, de uno u otro modo, en mayorías. En la política decide siempre el torso social y ejerce el poder quien logra representarlo. Cabe, sin duda, un golpe de mano, una sorpresa, que entregue el Estado efímeramente a unos aventureros, los cuales concluyen pronto en la horca.

Pero bolchevistas y fascistas —que sólo en esto se parecen— no son unos aventureros.

El papel en política de las minorías coherentes es cosa más complicada que todo eso. Sin ellas no puede existir un vigoroso organismo de Estado; pero ellas no se bastan para crearlo o manejarlo. Sólo puede imaginarse una situación en que, efectivamente, a un puñado de hombres le es fácil adueñarse del poder público: cuando éste es res nullius, cuando el resto del cuerpo social no se siente solidario de él, cuando nadie estima las instituciones vigentes. Entonces, claro está, cualquiera que tenga alguna resolución y no se ande con miramientos podrá echar mano de mi Gobierno que todos, en rigor, han desamparado. Pero esto nos lleva a una regla contradictoria de la que el susodicho lugar común formula; basta que una minoría resuelta se haga dueña del poder público para poder afirmar que la vida política en ese país atraviesa mía etapa de gravísima anormalidad. Cuando más indómito vea al fascismo ejercer la gobernación, peor pensaré de la salud política de Italia. No hay salud política cuando el Gobierno no gobierna con la adhesión activa de Jas mayorías sociales. Tal vez por esto la política me parece siempre una faena de segunda clase.

Febrero 1925.