LA INTERPRETACIÓN BÉLICA DE LA HISTORIA
I
LA interpretación económica de la historia es una de las grandes ideas del siglo XIX. Yo la he combatido ardientemente, como asimismo al otro gran pensamiento, más amplio y radical, de que ella es mero corolario: la interpretación utilitaria de la vida corporal y espiritual. Pero si la he combatido, claro es que la estimo altamente. No comprendo cómo se puede combatir lo que no se estima. Sólo los grandes errores incitan a ser debelados. Y una idea sólo puede adquirir el tamaño de grande error cuando arrastra consigo una verdad de alto porte. De otro modo no podría tenerse en pie, ganar adeptos y proliferar. Un gran error es siempre una gran verdad exagerada, violentada.
Tuvo enorme importancia la aparición de esta teoría histórica. Puede decirse que desde entonces empieza a existir algo que merezca llamarse ciencia histórica. Reveló súbitamente que la balumba de los hechos humanos no era mero ir y venir de acontecimientos suscitados por el azar, sino que bajo esa apariencia de gota de agua, donde a capricho pululan los vibriones, la vida histórica tiene una estructura, una ley profunda que la rige inexorable. Bajo la escena intrincadísima y mudable de los sucesos gobierna rigorosa la organización económica de cada época. Ella es la sustancia del proceso histórico.
Desde entonces, repito, la historia no se contenta con narrar lo acaecido, sino que aspira a reconstruir el mecanismo generador de los acaecimientos.
Era, sin embargo, excesivo el papel que al ingrediente económico se daba, haciendo de él la única auténtica realidad histórica y desvirtuando el resto —derecho, arte, ciencia, religión— como mera «superestructura», simple reflejo y proyección de la interna mecánica económica. Aquí está la exageración, cien veces demostrada. Pero merced a ella quedó para siempre despierta la atención a los datos económicos de cada época, que antes pasaban desapercibidos a la historiografía.
¡Qué magnífica iluminación la que de pronto alumbró las tinieblas del pasado, cuando Marx y sus hombres arrojaron en la gran caverna, llena de ecos y de sombras, la tea de este audaz pensamiento! Pareció una verdad evidente que los hechos mismos gritaban e imponían. Y —¡curiosa coincidencia!—, a la par que parecía venir por evidencia de los hechos externos, parecía emerger, como una adivinación lírica, del fondo de las almas. Casi siempre acontece lo mismo con las grandes ideas: las vemos a un tiempo fuera y dentro, como verdades y como deseos, como leyes del cosmos y confesiones del espíritu. Tal vez es imposible descubrir fuera una verdad que no esté preformada, como delirio magnífico, en nuestro fondo íntimo. En el caso de la interpretación económica de la historia no hay duda que fue así. La existencia social en el siglo XIX dependió, en efecto, primordialmente, del factor económico. La idea de Marx era, por lo menos grosso modo, verdadera para aquella centuria y parte de las próximas anteriores. El hombre moderno venía progresivamente convirtiéndose en homo oeconomicus. Se preocupaba, sobre todo, de allegar «medios», «útiles». Sentía la vida como un afán utilitario. Divinizó el instrumento, el útil. Franklin había ya definido al hombre como el animal instrumentificum (hoy, después de los minuciosos estudios de Köhler en la Estación para el estudio de los antropoides, de Tenerife, no se puede pensar tranquilamente en tal definición[134]. Marx hará girar el panorama histórico sobre los «instrumentos de producción». El que los posea, ése manda. La historia es una lucha para adueñarse de ellos. Cuando la forma del instrumento varía, el paisaje humano cambia.
De tal modo es esta fe en el instrumento una idea preconcebida de aquel tiempo, que, sin saber unos de otros, los pensadores más distantes la encuentran en los órdenes más distintos. El arquitecto vienés Gottfried Semper intenta una Tectónica de las artes plásticas, donde reconstruye la historia del arte desde la cerámica primera, suponiendo que las formas estéticas proceden de los instrumentos y técnica con que el objeto útil era producido. La evolución de los estilos consistía especialmente en la evolución de la técnica productora. Darwin, después de todo, no hace otra cosa que devolver al término «órgano» su valor etimológico de instrumento. La forma orgánica es un repertorio de útiles para la vida. Pero ¿qué? Las ideas mismas —las «verdades»— son consideradas instrumentalmente y se las llama working-hypothese, aparatos para el trabajo mental.
Por ventura, ¿es todo un puro error? Yo no lo creo de ninguna manera. Esta visión del siglo XIX —en rigor, de toda la Edad Moderna— es cierta; pero no lo es exclusivamente. La utilidad, especialmente la económica —«los medios de producción y tráfico», como dice Marx—, es una gran rueda de la historia, pero que rueda engranada con otras muchas. La máquina es más compleja; tanto, que aún no vislumbramos su plano completo. Y, probablemente, el descubrimiento de las restantes piezas se hará también a fuerza de exageraciones sucesivas. Su revelación traerá consigo una hora de frenesí, y luego será menester tornar a la cordura.
La interpretación económica de la historia nacida en el siglo último ilumina bastante bien la realidad de nuestra época; pero, aplicada a otras, pronto advertimos su desdibujo. No; la historia no ha sido siempre gobernada automáticamente por los medios de producción y tráfico, ni ha consistido monótonamente en una lucha económica de clases. Las clases sociales mismas no han sido en todo momento clases económicas. Tal vez no lo han sido completamente más que en las dos últimas centurias, que, en este caso, resultarían ser una excepción histórica. Así, las clases indias no son económicas: la suprema, el brahman, es pobre, no posee nada. El verdadero brahman es «el que ha comprendido», es el sabio por raza y divina prescripción. Weber ha mostrado en sus admirables estudios sobre sociología religiosa cómo, lejos de ser los credos meras consecuencias de la forma económica, influyen profundamente en ésta, bien que, a su vez, son influidos por aquélla.
Dentro del ciclo histórico europeo, conforme nos alejamos de 1800 hacia atrás, va perdiendo evidencia la teoría de Marx. Otros factores que hoy, en efecto, parecen secundarios, pasan a primer término y modelan soberanamente el cuerpo histórico. Esto hace pensar que, no sólo varía la piel de la realidad histórica —los hechos visibles y de sobrehaz—, sino que la estructura latente y sustantiva de la sociedad cambia de una edad en otra. En tal caso sería necia terquedad obstinarse en descubrir un único principio invariable que sea el rector de las mudanzas humanas. Más verosímil es que existan varias potencias últimas, cuyo diferente acomodo y combinación trae consigo los grandes cambios históricos. Recientemente ha hecho notar Scheler que en ciertas épocas parecen predominar las fuerzas biológicas —la sangre, la raza—, así en los pueblos muy jóvenes; en otras, tiranizan la vida colectiva los factores políticos —la razón de Estado, los intereses dinásticos, etc.—, y sólo en edades tan maduras que tocan ya los tiempos de descomposición se alza el principio económico con el mando sobre la historia.
Ello es que no arribaremos a una suficiente comprensión del proceso histórico si antes no se investiga y mide el influjo de cada actividad humana sobre el resto de la vida.
Una de estas investigaciones sería lo que llamo interpretación bélica de la historia. No se trata de volver a una historiografía que narre las batallas, sino de mostrar el poder plástico que sobre la constitución de la vida en cada época ha tenido el modo contemporáneo de hacer la guerra. Sorprende que no se haya aprovechado más una insinuación que, al desgaire, hace ya Aristóteles en su Política cuando dice que «en cada Estado el Soberano es el combatiente y participan del Poder los que tienen las armas».
Este pensamiento podría proporcionarnos una interpretación bélica de la historia, que formaría el perfecto «contraposto» a la interpretación económica. Según ella, la vida en cada época sería, no lo que fuesen los instrumentos de producción, sino, al revés, los instrumentos de destrucción. Una modificación de las armas de combate acarrearía una distinta configuración de la sociedad. La forma política se modelaría en la forma de la guerra, y el poder público aparecería siempre en las manos que tienen las armas.
II
La interpretación bélica de la historia tiene de común con la idea de Marx la convicción previa de que la realidad histórica es lucha, y que en ella, quienes luchan, más que los hombres, son los instrumentos. El poder social parece repartido en cada época según la calidad y cantidad de medios de destrucción que cada hombre posea. En rigor, este pensamiento de la lucha como substrato de la realidad cósmica, lo mismo física que histórica, yace en los más hondos senos del alma moderna. Debiera haberse hecho antes la curiosa observación de que toda la física moderna está elaborada en torno a las leyes del choque formuladas por Wren. En cambio, no se ha sabido qué hacer con la idea de «atracción universal» que, instalada en la cima de la mecánica de Newton, tuvo siempre el aire de una noción mágica y heterogénea a todas las demás de la ciencia, como caída de otro mundo espiritual distinto del moderno. Y no es el menos sugestivo síntoma de que con Einstein empieza tiempo nuevo el hecho de que haya sido el primero en destacar esa idea de «atracción» y absorber en ella, por decirlo así, toda la mecánica.
No fue Marx quien inventó el mecanismo de lucha como explicación de los cambios históricos. Guizot interpreta ya la historia de Francia como perpetua colisión entre dos clases: nobleza y burguesía. Esta contienda incesante se verifica, según Guizot, en el campo jurídico. Marx no hizo sino trasponer la sustancia «clasificadora», creadora de grupos sociales antagonistas, del derecho a la economía, siguiendo a Saint-Simon, auténtico padre de la criatura.
Yo sospecho que esa historia, para la cual la realidad es lucha, y sólo lucha, es una falsa historia, que se fija sólo en el pathos y no en el ethos de la convivencia humana; es una historia de las horas dramáticas de un pueblo, no de su continuidad vital; es una historia de sus frenesíes, no de su pulso normal; en suma: no es una historia, sino más bien un folletín. Pero es, claro está, de por sí revelador que en el siglo pasado no hubiera oído más que para las desafinaciones históricas. A decir verdad, fue ese siglo —tan grande como extremado— el sumidero que recogió todo el torrente de pesimismo que mana sin parar desde el final del Renacimiento. Desde la época del Quijote se inclina la balanza de la ecuanimidad europea decididamente hacia la tristeza. (Recuerde el lector que en el siglo XIX han escrito Byron, Schopenhauer, Flaubert y Dostoyewski. ¡Enorme, fabuloso vendaval de pesimismo!)
Para sugerir algo de lo que podría entenderse por «interpretación bélica de la historia» subrayaré algunos hechos. Europa hubiera sido imposible sin Roma, que crea su primer esquema, y como cimiento de organización. Pero, a la vez, Roma no habría existido sin Grecia. Por una razón sencilla. Hay un momento en que el Occidente parece condenado a la orientalización. Es la época en que la formidable nación persa se lanza sobre nuestro continente. Grecia desnuca su poderío con Milcíades y Temístodes en Maratón y Platea. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cuál mágica potencia ha descendido sobre este pueblo ateniense, tan poco numeroso y a la sazón tan joven, que le permite destruir una de las fuerzas nacionales más poderosas y maduras que han existido: los persas? ¿Magia? Ninguna. Todo lo contrario. Una clara invención de la helénica mente vivaz. Grecia, Roma, Europa han sido posibles gracias a la falange.
Los persas poseían un ejército enorme y brioso, pero combatían en masa informe y confuso tropel. Los griegos, en falange. La invención parece que fue dórica y, como tantas otras cosas, importada de Esparta a Atenas. Hagámonos cargo de la cuestión según la plantea el mejor historiador del arte bélico, Hans Delbrück. Merece la pena.
«Los héroes homéricos son combatientes singulares. Si Héctor hubiese podido poner en fila a sus troyanos y mantenerlos disciplinados, toda la fuerza y la destreza de Aquiles se hubiesen estrellado ante estas firmes hileras. Aquiles pone en fuga cientos de troyanos porque es superior a cada uno de ellos y no existe una fuerza que los reúna contra él. Aun cuando se hubiesen juntado algunos para acometerle, no era probable el buen éxito, porque no existía seguridad alguna de que el primero a quien amenazase su lanza infalible no iba a huir lleno de terror; a éste hubiera seguido en la fuga el más próximo, y así el tropel entero. Sólo un grupo más numeroso y ordenado, que tras larga habituación y ejercicio sabe mantener su cohesión y obedece a un mando, puede proporcionar la garantía de que aguantará unido aun el peligro de muerte. Y este sentimiento en cada individuo de que los demás no fallarán, facilita el aguante en la medida en que disminuye el peligro de cada uno. El que está encuadrado entre colaterales y posteriores, se halla físicamente impedido para huir. La cohesión produce, pues, por sí misma, una fuerza guerrera junto, aparte y sobre la prestancia bélica del individuo. A tal cohesión y conjunto llamamos “cuerpo táctico”. Un cuerpo táctico es una pluralidad de guerreros con una voluntad única. El cuerpo táctico puede ser de tal solidez que sea posible incluir en él y utilizar bélicamente elementos nada guerreros y aun hostiles. Federico el Grande infiltraba prisioneros enemigos en sus disciplinados batallones. Toda la potencialidad guerrera se mueve entre los dos polos de la bravura y adiestramiento individuales por un lado y la solidez del cuerpo táctico por el otro, o, dicho de otra manera, entre chevalerie y disciplina. Lo sumo es unir ambas cosas, como lo hizo la falange espartana —orden lineal con unos ocho hombres de fondo—, donde cada individuo había sido educado desde la infancia para el heroísmo y vivía exclusivamente inspirado por el concepto del honor guerrero. Una leyenda refería el origen de esta falange. Un dios había prometido a los lacedemonios que vencerían siempre que entrasen en la batalla al son de flautas y no combatiesen contra flautistas. Combatir con flautas significa marchar con ritmo, en orden y fila, en suma, en cuerpo táctico. Y es curioso notar que tambores y flautas, como medio rítmico, vuelven a aparecer en la historia cuando los lansquenetes concluyen con la guerra de “caballería” medieval, que era también combate singular».
He aquí el gran instrumento de destrucción que los atenienses manejaron contra la gigante masa del poderío persa en Maratón.
La segunda guerra fue decidida en el mar. Había sido la genial previsión de Temístocles crear una gran flota, donde se insufla una disciplina pareja a la de tierra. Pero esto acarreó otra enorme transformación en la política interior de Atenas, ejemplo admirable de cómo la guerra influye en la historia jurídica; de cómo, en efecto, según la idea de Aristóteles, «mandan los que combaten y participan del Poder los que tienen las armas», creando así las formas de gobierno, la figura del Estado.
Cada nave —trirreme— necesitaba de 150 a 180 remeros: tres filas de a sesenta, más algunos soldados, capitán y pilotos. Los atenienses aprestaron hasta 127 naves. Esto supone un contingente de unos 25 000 hombres. Hasta entonces sólo habían combatido los hombres libres y nobles —los eupatridas— y la constitución ateniense se había mantenido en lo esencial dentro de los principios aristocráticos. Al necesitar para la flota movilizar toda la masculinidad hábil de Atenas, hubo que entregar las armas a los thetes, a la clase censataria inferior que no servía en la falange. Y he aquí que esta gran política imperialista, inspirada por Temístocles a Atenas, trae consigo, por una necesidad de técnica militar, el establecimiento plenario de la democracia. A la ampliación del ejercicio bélico sigue automáticamente la extensión de la soberanía a las clases ínfimas, que ni siquiera eran libres. El hecho da en rostro a la interpretación económica de la historia, porque los thetes no conquistan el Poder después de acaparar los instrumentos de producción y tráfico, sino que siguen siendo pobres y reciben los medios de influjo político por cesión de los ricos, que necesitan de ellos para una nueva organización de guerra. Vemos, pues, que el servicio militar generalizado y la democracia nacen juntos del apetito imperialista —exactamente lo mismo que aconteció en el siglo XIX. Fuera bueno que los «radicales» meditasen sobre la frecuencia con que en la historia el imperialismo ha sido un fruto democrático, y viceversa, la democracia una prenda del imperialismo
Hacia la misma época existe en Grecia un Estado rígidamente aristocrático: Esparta. Se compone de sólo 12 000 espartanos, frente a 180 000 ilotas y 50 000 periecos. ¿Cómo logran aquéllos mantener en obediencia a una masa tan superior? El misterio se aclara cuando averiguamos que los espartanos no dejan a los ilotas tomar parte en las guerras o, a lo sumo, los emplean como escuderos, y siempre sin armas. Sólo admitían en su ejército cierto número de periecos, cuando más igual al de esparciatas.
Lo mismo que la democracia supone el servicio militar generalizado, la aristocracia tiene que hacer del guerrear un privilegio. Siempre mandan —como insinuaba Aristóteles, hoi kektemenoi ta hopla— los que tienen las armas. La Edad Media fue de constitución aristocrática mientras supo guardar celosamente para irnos pocos este privilegio del peligro y la ofensa. De aquí el culto a la guerra, a la postura bélica, del señor medieval. En tanto que el místico, cuyo afán es triunfar en el otro mundo, pide morir de rodillas, el bárbaro Siguardo el Fuerte, anglodanés, canta en la agonía: «¡Levantadme! Quiero morir como un soldado, y no tumbado como una vaca. Vestidme la cota, cubridme con mi casco, poned mi escudo en el brazo izquierdo y mi hacha dorada en mi diestra, a fin de que expire bajo las armas».
Este amor al instrumento de destrucción que proporciona la delicia de mandar, resuena en frenéticos himnos a lo largo de la historia, y no nos sorprende que en su buen tiempo tuviesen los árabes quinientos nombres para la espada.
III
A veces la influencia de la técnica guerrera sobre los destinos históricos se ajusta tanto al detalle, que toma una apariencia cómica.
Vaga por la historia de Grecia una tradición, más bien grotesca, según la cual en tiempos de decadencia pidieron los espartanos un general al Ática prepotente. Como por burla, los atenienses les enviaron a Tirteo, un viejo poeta, deforme y ridículo. Pero éste enseñó a cantar sus poemas a los mozos de Laconia y los llevó a la victoria en todas las ocasiones. Desde entonces comienza a incorporarse Esparta, a crecer su poderío, hasta el triunfo final sobre la Hélade.
Esta leyenda oscura parece ahora haberse aclarado. Tirteo era, en efecto, un personaje risible, un viejo general y poeta anticuado. Las nuevas generaciones de militares y poetas se burlaban de su estilo arcaico en estrategia y en lírica. Sobre todo, sus poemas, compuestos en medidas antiguas, de rígido compás, contrastaban con las formas más sueltas y ligeras de la nueva poesía. Pero estos ritmos vetustos, creados en la época de más severa disciplina bélica, eran el símbolo de ésta y tenían la virtud de hacer marchar en orden apretado a la falange. El ritmo simplicísimo hipnotiza al individuo y lo encaja vigorosamente en la unidad del cuerpo táctico. A esto se debió el triunfo de los espartanos. Tirteo había restaurado la antigua y rigorosa táctica. Su papel semeja, en algún modo, al de Hindenburg en la última gran guerra.
La disciplina bélica ha sido una de las máximas potencias de la historia. Toda otra disciplina, muy especialmente la que es supuesto de cualquier industria complicada, viene de este orden espiritual inventado por el hombre para combatir. Cuando un español genial intenta detener la desbandada mística que significó el Protestantismo, encuentra en sus hábitos de guerrero el remedio y funda una «compañía», cuya educación y régimen provienen de unas «ordenanzas» morales, que llamó, con vocabulario de capitán, «Ejercicios espirituales». Allí está la famosa meditación de «Las dos banderas», que parece pensada junto a la tienda de campaña en un alborear rojizo de cruenta jornada. (A los «Ejercicios espirituales» ha sucedido otro tremendo librito de «ordenanzas», donde se organizan nuevas fuerzas históricas en escuadrones formidables: el Manifiesto comunista. No se pueden leer sus páginas sin escuchar alucinatoriamente la marcha rítmica de una multitud interminable que avanza).
La sorprendente eficacia que va adscrita al puño romano desde que aparece sobre el área histórica se debe, ante todo, a una intensificación de la disciplina. El Ejército ateniense sólo había tenido Ja que resulta mecánicamente del cuerpo táctico y su ejercicio. Faltaba, en cambio, el factor coercitivo. Cualquier soldado, en plena campaña, podía reclamar ante el Areópago contra su estratega que carecía de jurisdicción. De aquí el frecuente relevo de generales durante las campañas. Roma, por el contrario, entrega la justicia absoluta al jefe del Ejército: al cónsul.
Como ejemplo del rigor vigente se recordaba una de las pocas noticias auténticas de la Roma anterior a las guerras púnicas: que en el año 425 el cónsul Aulus Pastummius hizo decapitar a su hijo por haber abandonado la formación y haberse trabado con un enemigo en combate singular, de que salió victorioso.
Verdad es que el cuerpo público de Roma se moldea más estrictamente que los helénicos sobre la anatomía de su ejército. Los electores se dividen en clases, y el principio de la clasificación es la estructura de la fuerza armada. Significaba ésta un progreso admirable sobre la falange. La falange larga y delgada ondula peligrosamente en el campo de batalla. Tiene escaso fondo y no es difícil abrir en ella un boquete por donde se precipite el enemigo. A su través es siempre probable un envolvimiento, peligro constante en las alas. De donde resulta que la excesiva continuidad de la línea sólo en apariencia es una fuerza. Los romanos tuvieron una idea genial, muy parecida a la de los arquitectos que de la construcción románica extrajeron el aéreo edificio gótico. Cayendo en la cuenta de que la masa del muro continuo era innecesaria y bastaba con los contrafuertes, suprimieron o calaron las paredes y dejaron sólo los nervios dinámicos de la arquitectura. Por mera sustracción resolvieron elegantemente el problema de obtener un edificio más grande, más sólido y más luminoso. Parejamente, el romano escinde la falange en porciones más cortas, y lo que quita del frente lo añade de fondo. Así resulta el manípulo, cuerpo táctico de 120 hombres, casi cuadrado, igual de frente que de flanco, menos fácil de envolver, y, sobre todo, pasmosamente móvil. Cuando la primera línea cede en un punto, el manípulo zaguero acude pronto a llenarlo. Ahora bien: el manípulo se componía de dos centurias de a 60 hombres. La centuria y el centurión han fraguado la historia de Roma. Célula del cuerpo beligerante era, a la par, la centuria, la unidad electoral en que se organizaba el cuerpo de votantes.
Junto a ambas innovaciones —jurisdicción consular y manípulo—, no son de menor importancia estas otras: el pilum y el campamento. El hoplita griego combate con lanza; el romano, con azcona o dardo, que arroja, dividiendo así el encuentro en dos actos: uno, de guerra a distancia, que prepara el segundo, de lucha próxima con la espada. Por la noche el ejército no se entregaba al sueño sin cavar una fosa en derredor y plantar detrás una empalizada; este campamento fortificado constituye, a la larga, una de las grandes fuerzas del pueblo romano.
¡El pueblo romano! Convendría, tal vez, que nos entendiésemos sobre el sentido estricto de esta expresión. Siempre que hablaba el Poder público lo hacía en nombre del Senado y del pueblo —Senatus populusque romanus— el S. P. Q. R. de los tirsos oficiales —(que aparecen en las procesiones de Sevilla, y un ingenuo deportista, maravillado, leía: SPORT). Sorprende, ante todo, la dualidad: Roma no es, por lo visto, una sola cosa, sino dos: un Senado y un pueblo. Cuando Roma dejó de ser esas dos cosas y se hizo una sola —al modo que las naciones actuales— dejó de existir. Esa dualidad tiene una enjundia incalculable, que fuera beneficioso presentar a la meditación de los políticos contemporáneos. En ella va oculto el secreto de la grandeza romana —y digo el secreto, porque, en efecto, se trata de un misterio, de una constitución, la más irracional que ha existido nunca, y, a pesar de ello, o tal vez por ello, la más eficaz de la historia. Pero no es ahora ocasión para tanto.
Quería decir que si traducimos el Senatus populusque por el Senado y el pueblo, habremos dado una versión literal, pero falsa. Por pueblo entendemos hoy el cuerpo civil. Pues bien: el sentido verdadero de populus fue originariamente el de cuerpo armado. Para quien quisiera expresar el significado más hondo de esa fórmula, según el espíritu de Roma, tendría que invertir paradójicamente los términos, y decir: el pueblo y el Ejército. En la mente romana lo civil era el Senado: los señores territoriales, las viejas familias o gentes que gozaban de derecho sagrado, se casaban por confarreatio y podían dejar herederos. Estos herederos —que heredan todo, hacienda y plenitud de derechos— son los únicos hijos de padre, los patricios. Los demás no tienen padre, en puro estilo jurídico romano, sino sólo generador; son prole —de aquí proletarios. Estos viejos agricultores, el pueblo civil, combate con las armas en la mano, pero necesita auxiliares para sus campañas, y entonces organizan en torno a sí un cuerpo de guerreros —el populus—, compuesto de los pequeños terratenientes asentados en la campiña. Mommsen pone este vocablo en relación con popularly que no es poblar, sino, al contrario, despoblar, devastar. (El que hería la víctima del sacrificio se llamaba popa). El populus primitivamente no interviene sino en faenas de guerra, y su ingreso en la política se hace a fuerza de huelgas militares. Cuando el enemigo se acerca a las Siete Colinas, el populus se niega a formar y partir a la guerra. De aquí las innumerables y legendarias retiradas a uno u otro monte —Aventino, Sacro, Janículo, etcétera—, que tantas cabezas de eruditos han quebrado.
El romano pura sangre del buen tiempo de la República no concebía un ciudadano que no fuese agricultor. Y esto por la sencilla razón de que no concebía que se pudiese ser ciudadano si no se era guerrero. Ahora bien: el guerrero necesitaba entonces equiparse a sí mismo, cosa imposible si no tenía alguna hacienda. Pero no es la tierra quien directamente le proporciona el mando, sino el arma que la tierra le proporciona. Por esta razón no adquiere los derechos políticos hasta que ha combatido, a pesar de que era propietario mucho tiempo antes. Puede decirse que con motivo de la guerra contra las Samnitas logra esta plebe rural torcer el brazo a los señores del Senado y convertirse verdaderamente en el populus romanas[135].
No se puede entender la historia romana si no se advierte esta dualidad de grandes terratenientes que viven en la urbe y pequeños propietarios que habitan la comarca. Entre unos y otros se encienden las grandes luchas políticas hasta la época de César. Los señores del Senado son los oficiales; los labriegos del contorno son los soldados. Unos necesitan de otros, y esto origina la admirable, orgánica cohesión de la acción romana hasta el siglo II antes de Cristo.
De esta manera la palabra más mansa y civil de todas, pueblo, aquella a que recurren los pacifistas, tiene un inquietante origen bélico. Por cierto que lo mismo acontece con la otra voz que simboliza la paz en algunos idiomas: Aldea, en tudesco, es dorf, que en antiguo alemán del Norte es thorps de donde viene nuestra tropa; como en ruso, pueblo es polk, y significa ejército.
Octubre 1925.