ELOGIO DEL «MURCIÉLAGO»

I

EL «murciélago» de quien premedito un elogio no es el volátil vespertino que inquieta con su vuelo de trapo los crepúsculos cálidos. Este «Murciélago» es el espectáculo así llamado que unos artistas rusos presentaron el último invierno en París y ahora se anuncia al público de Madrid. Consiste en una serie de escenas muy breves y del más vario carácter: bailes, canciones, coros, cuadros plásticos, bufonadas. Viene a ser este espectáculo el hermano menor, humorístico y perdidamente romántico, de las famosas danzas moscovitas; al menos, tiene con ellas una dimensión común: el efecto que produce en el público occidental.

Se ha escrito mucho sobre los ballets rusos; cada uno de ellos ha sufrido la crítica y gozado el ditirambo. No obstante, se ha desatendido lo que, a mi juicio, da mayor relieve a su aparición. Porque ya hoy vemos claramente que apenas si hay alguna de sus producciones que no sea de valor muy problemático. Comenzamos a sospechar que lo valioso en esta empresa artística no es el acierto de todas sus creaciones, ni siquiera de una determinada. Aunque cada una de estas danzas, en su singularidad, nos parezca fracasada, salimos del teatro satisfechos, al revés de lo que acontece con los espectáculos tradicionales. Del drama, comedia u ópera al uso salimos siempre descontentos, aunque no podamos reprochar nada a la obra que acabamos de presenciar. Lo insuficiente del viejo arte teatral es el género mismo, y lo acertado en estos ensayos rusos es su carácter genérico. Como a mí, a muchos occidentales han revelado las danzas rusas qué cosa sea verdaderamente un espectáculo. No lo sabíamos; era una emoción que faltaba en nuestra experiencia. Cuando leemos las notas que, estremecido aún de deleite, vertía Stendhal sobre un papel al volver del teatro de la Scala, en Milán, o de la Ópera, en Paris, nos cuesta no poco trabajo reconstruir la situación espiritual de que brotaron. Casi todas las noches, y merced a unos cuantos sueldos, era Stendhal feliz durante un par de horas, sentado en su luneta. En la biografía de Augusto Comte puede verse cómo el grupo de positivistas ingleses, que, dirigido por Stuart Mill, subvenía a la existencia del filósofo francés, tuvo que inscribir una partida para pagarle un abono a la Ópera. Comte insistía en que era para su obra una necesidad asistir a la nocturna diversión. Ambas cosas, que la ópera sea un placer eficaz y que un placer sea una necesidad, ¿no nos parecen sobremanera extemporáneas?

Es ello más significativo de lo que a primera vista puede parecer. Con evidente error suele aún creerse que lo que mejor califica una época o un pueblo es la manera de comportarse en las actividades «serias», útiles o ineludibles de la vida. Por esta razón se busca el perfil histórico de cada edad analizando la organización de su hacienda, el estado de su industria, los usos de su régimen político. Y, sin embargo, en nada de esto se expresa con pureza suficiente el espíritu individual o colectivo. Las acciones utilitarias del individuo o de la sociedad no dependen sólo de ellos; cada cual hace lo que puede, lo que las circunstancias le imponen y le permiten. El hombre de Calcuta y el de París, cuando quieren transportar algo usan idénticamente de la rueda. En cambio, se diferencian cuando se ponen a soñar. Ensueños e ideales emanan directamente de nuestra intimidad y son su auténtica manifestación.

En su Manual de Etnología (1911) advierte Graebner que no se puede determinar la procedencia de un remo atendiendo sólo a su forma útil. Porque la finalidad de movilizar a brazo una embarcación impone a todos los hombres, con mecánica forzosidad, cierta forma esquemática del remo, a la cual han de ajustarse. En cambio, es fácil filiar el utensilio cuando, aparte de su forma eficaz, contiene algún dibujo u ornamento. La forma inútil, el capricho decorativo, revela inequívocamente la individualidad que lo ha creado.

Pues bien: yo creo que pocas cosas definen tan bien una época como el programa de sus placeres. La ciencia misma no representa tan fielmente la edad en que se produce; porque, si se exceptúa la filosofía, es más bien una respuesta utilitaria a las urgencias del medio que una demanda espontánea y una intimación original al contorno. Por el contrario, nuestras aspiraciones, apetitos y fruiciones constituyen nuestro personalísimo ajuar. Son lo que nosotros traemos al mundo; el resto es lo que el mundo nos concede.

Por esta razón me parece muy significativo el hecho de que hayamos vivido los occidentales durante treinta años sin gozar de un espectáculo afín. ¿Por qué no ha sabido la generación anterior a la nuestra crear una forma nueva de diversión colectiva que-coincidiese plenamente con su sensibilidad? A la manera que los sacerdotes de un dios fenecido, asistimos sin fe a espectáculos supervivientes qué hicieron las delicias de nuestros abuelos, pero no son para nosotros más que una penosa obligación. Yo desconfío mucho de quien no es leal con sus propios placeres, quiero decir de quien no sabe claramente cuándo se aburre o cuándo se divierte, o no se atreve a ocuparse con denuedo en gozar, o no acierta a satisfacer sus aspiraciones de deleite. Todo organismo sano presenta a la existencia un presupuesto de placer que ha de ser satisfecho, so pena de morboso desequilibrio. Viceversa, el animal enfermo suele perder, antes que nada, su afán placentero.

Alguna vez me ha ocurrido pensar que hay dos clases de épocas históricas: en unas, los hombres se preocupan más de agenciarse placeres que de evitar los dolores; en otras, acontece lo inverso. Un síntoma económico puede servir de índice para diferenciarlas; en las primeras se paga más al juglar proveedor de placeres que al médico quitador de dolores; en las segundas, más al médico que al juglar. Nosotros vivimos resueltamente en una edad de esta segunda especie: poseemos excelentes clínicas y detestables espectáculos; inventamos analgésicos nuevos, pero no diversiones. No aceptamos otra medicina que la más reciente, y en cambio fingimos complacernos asistiendo a un drama donde todavía, como hace cincuenta años, dialogan un marqués y una adúltera. Nadie extrañe que esta capacidad de fingir la adaptación a formas que para nosotros mismos han perdido virtud y prestigio se manifieste en toda la vida contemporánea. Si somos insinceros en nuestros placeres, ¿cómo no lo seremos en todo lo demás? Nos inscribimos en partidos políticos cuyos programas no despiertan ya nuestro entusiasmo, conservamos instituciones disecadas, leemos autores clásicos que no entendemos o que nos hablan de lo que no nos importa, etc., etc.

Los espectáculos al uso permitirían, pues, reconstruir el resto de nuestro carácter, ya que en todos los actos de un ser vivo reside cierta unidad de estilo y una ineludible solidaridad. Cuanto más superfluos parezcan aquéllos, son más libres y, por tanto, más expresivos de la personalidad que los ejecuta. Dime cómo te diviertes y te diré quién eres.

Según esto, el placer que hemos sentido asistiendo a las danzas rusas y a este pequeño «Murciélago» resume, en cierto modo, lo que va a ser la edad naciente. El perfil de nuestros deleites es acaso nuestro más verídico perfil.

Cuando se recogen datos fehacientes sobre los goces preferidos en las más diversas edades y razas, hallamos siempre que en ellos hacen cada generación y cada hombre, por decirlo así, su confesión general. Vaya sólo un ejemplo. En sus Paseos por Roma dice Stendhal, de un cierto día que ha sido para él un buen día. ¿Y cuándo es para Stendhal bueno un día? He aquí la respuesta: ha visto unos frescos de Rafael y unos lienzos del Guido; ha asistido desde San Pedro a una puesta de sol; ha comido excelentemente por tres francos; le han contado una anécdota donde un correo francés mata, de tres, a dos bandidos y coge preso al otro; asiste por la noche a un concierto mundano en casa de la señora L., y sorprende les yeux divins de madame C. écoutant un certain air bouffe de Paisiello. Este programa de delicias ¿no contiene, en germen, todo Stendhal; no dibuja el perfil de su personalidad con precisión insuperable?

Del mismo modo, nuestra afición a las danzas rusas y al pequeño «Murciélago» puede servirnos para ponernos en claro sobre muchas cosas íntimas, de esa verdadera intimidad que no se encuentra fácilmente al volver la atención hacia nosotros, sino que necesita ser descubierta, no menos que el remoto secreto de un astro o el misterio botánico de una flor.

Ello es que, en tanto Europa sigue empujando sin fe las momias de sus instituciones y los espectros de sus fiestas exangües, Rusia revoluciona y danza. Allá, al fondo del planeta, el enorme cuerpo eslavo se contorsiona, y lo imaginamos como un saurio prediluvial que retuerce la cordillera de sus vértebras. Al mismo tiempo, en Londres, en París, en Madrid, la tropa moscovita brinca, elástica y fulgida, sobre la escena. Y ambas cosas, el baile y la subversión, nos parecen sucesos tan esenciales a nuestro tiempo, que un momento llegan a confundirse en nuestra sensibilidad. El Comité de Delegados Obreros y Soldados que inició la gran revuelta se nos presenta, queramos o no, bajo la especie de un coro de danzarines, con sus botas altas de charol, largos abrigos de astracán y música de Strawinsky, mientras que, asistiendo a la ejecución de Petrucbka, la masa de pueblo palpitante y rítmico que inunda la escena nos parece una vista de la revolución petersburguesa tomada desde un arrabal.