VITALIDAD, ALMA, ESPÍRITU
I
QUISIERA hacer una menuda rectificación a la amable nota en que El Sol resume mi última conferencia[123]. Pero antes… ¿no es un error que el modo de tratar periodísticamente una conferencia consista en resumirla? Aun en el mejor caso, el que la dio y los que la oyeron encuentran de ella sólo los despojos de un ave. El resumen extirpa el ala y deja la molleja y la pata. Yo creo que el punto de vista periodístico ha de ser otro. El periódico es el arte del acontecimiento como tal. Su misión no es buscar la realidad latente, que un día quedará destilada de los sucesos. Esta destilación es faena que se hace siempre mañana, lejos del hecho inmediato; es anatomía, análisis, abstracción. El periódico, por el contrario, asiste al acontecimiento, y lo que más debe interesarle es, precisamente, su apariencia, lo que de él se habrá ya mañana volatilizado. Para el periodista, una conferencia no puede ser, como para el estudiante o el oyente, una serie de ideas. Es un pequeño drama que acontece. Es un salón con su fisonomía peculiar, es un público determinado. ¿Cómo se ha formado este público a diferencia de otros públicos? ¿Cuáles son sus facciones? ¿Qué sistema de fuerzas invisibles lo ha seleccionado de la total masa posible? El título de la disertación desciende como una redada al fondo abisal de la sociedad, y captura en él su marino botín, recamado, hirviente, tal vez con algunas sirenas. Los presentes subrayan la ausencia de los ausentes, proporcionando así a éstos una virtual presencia. Cada conferencia, con perdón del conferenciante, es un animal, un organismo individual que tiene su biografía posible, de una vida que suele durar una hora. Lo que el orador dice es solamente uno de los órganos de aquel ente fugaz, tal vez sólo el esqueleto. Una conferencia no se debe resumir, sino que se debe contar, como el choque de dos automóviles, o un partido de fútbol. Las toses, los estremecimientos colectivos, la tensión de la curiosidad en una curva peligrosa que hace el monólogo del orador, o los hastíos que, de pronto, orbayan sobre el público. Y una puerta que gruñe, y un escalofrío en las bombillas, tan dramático, que pasa como una amenaza de tiniebla. Y luego, aquel terrible abismo que inesperadamente se abrió ante el orador cuando se encuentra sin la palabra donde poner el pie y agita los brazos en mortal aspaviento, en ese gran abrazo a la atmósfera del periclitado, del que se hunde en el vacío, ademán simbólico de «adiós» a lo existente —por eso los chinos llaman al morir «saludar a la vida»—, o bien el párrafo magnífico, obeso, carnoso, blando, que se infla maravillosamente en el aire como un aeróstato, y, de pronto, «¡ting!», «¡ting!», las seis, las siete lanzadas de una campana de reloj, que lo traspasan, que lo perforan y le hacen perder el gas. O bien la cuartilla de notas que se pierde y la sumersión consecuente de buzo que ha de ejecutar el orador en la pleamar de sus papeles, y, después de nadar hasta el fondo, sale de nuevo a la superficie con la perla arisca entre los dientes y goteando por las sienes…
Pero ahora yo quería sólo insinuar una leve rectificación. En la nota de El Sol se me hace afirmar que «la atracción de los sexos sirve de asiento o cimiento o plinto a la estatua espiritual». Yo no he dado nunca tan excesiva, tan exclusiva importancia a la dinámica sexual. Quien no me haya oído y haya leído esa frase, me habrá inscrito en la hueste freudiana. Y esto me serla vagamente enojoso. Oreo que en el sistema de Freud hay algunas ideas útiles y claras; pero su conjunto me es poco afín. Para no hablar de cuestiones particulares, indicaré sólo que la psicología de Freud tiende a hacer de la vida psíquica un proceso mecánico, bien que de un mecanismo mental y no físico. Ahora bien: yo creo superada en principio por la ciencia actual esa propensión mecanicista, y me parece más fecunda una teoría psicológica que no atomiza la conciencia explicándola como mero resultado de asociaciones y disociaciones entre elementos sueltos. Vamos, en psicología como en biología general, a intentar un ensayo opuesto: partir del todo psíquico para explicar sus partes. No son las sensaciones —los átomos psíquicos— quienes pueden aclarar la estructura de la persona, sino viceversa: cada sensación es una especificación del Todo psíquico. Mi distancia de Freud es, pues, radical y previa a la cuestión ya más concreta de la importancia que pueda tener la sexualidad en la arquitectura mental. Casi podría decir que soy muy anti-freudiano, a no ser por dos razones: la primera, porque ello me situaría entre gentes de mala catadura; la segunda y decisiva, que en esta época donde todo el mundo es «anti», yo aspiro a «ser» y a no «anti-ser».
Lo que yo dije es otra cosa menos audaz y que me parece sobremanera razonable. Si queremos describir puramente —antes de aventurarnos a explicar— los fenómenos psíquicos, necesitamos primero dibujar la gran topografía de nuestra intimidad. No somos una sola cosa, un área monótona y como un espacio homogéneo donde cada punto es idéntico, o poco menos, al otro. Hay en nuestro interior zonas, estratos, orbes diversos, cuya diferencia nos es, de sobra, aparente.
Con este motivo decía yo:
«Si comparamos el hambre o el placer sexual con el pensamiento en que Einstein formula su abstracta teoría o la decisión heroica que hace a un hombre sucumbir por el deber, hallaremos tal distancia y diferencia, que nos parecerá forzoso dividir nuestra intimidad en mundos u orbes diferentes. Hay, en efecto, una parte de nuestra persona que se halla como infusa o enraizada en el cuerpo y viene a ser como un alma corporal. A ella pertenecen, por ejemplo, los instintos de defensa y ofensa, de poderlo y dé juego, las sensaciones orgánicas, el placer y dolor, la atracción de un sexo sobre otro, la sensibilidad para los ritmos de música y danza, etc., etc. Sirve este alma corporal de asiento o cimiento al resto de nuestra persona. Es ella el plinto de la estatua espiritual, la raíz del árbol consciente. Lo más sublime de nuestra persona se halla unido estrechamente a ese subsuelo animal, sin que tenga sentido fijar una línea o frontera que separa lo uno de lo otro. Nuestra persona toda, lo más noble y altanero, lo más heroico de ella, asciende de ese fondo oscuro y magnífico, el cual, a su vez, se confunde con el cuerpo. Es falso, es inaceptable pretender seccionar el todo humano en alma y cuerpo. No porque no sean distintos, sino porque no hay modo de determinar dónde nuestro cuerpo termina y comienza nuestra alma. Sus fronteras son indiscernibles como lo es el límite del rojo y del anaranjado en la serie del espectro: el uno termina dentro del otro. Por eso fuera oportuno sermonear un poco a los que sermonean contra el Cuerpo y le hacen, como los antiguos místicos del platonismo, blanco dé todos sus insultos. Pero esto constituirá tema aparte, que he de tratar algún, día bajo el título “El sentido del cuerpo”. Es un tema de insuperable actualidad, porque el hombre europeo se dirige recto a una gigante reivindicación del cuerpo, a una resurrección de la carne —y la llamo así por ser, sin duda; el catolicismo la religión que en su más honda corriente ha hostilizado menos la corporeidad».
Como se advierte, la atracción sexual era para mí sólo un ejemplo, entre otros, de la enorme masa de fenómenos que integran ese alma corporal, esa porción del hombre íntimo que se halla sumergida, fundida, esencialmente confundida con el cuerpo. La falta de pulcritud, de lealtad intelectual —que unida ciertamente a calidades compensatorias ha caracterizado los dos últimos siglos de «idealismo» europeo— pretendió ocultar este evidente hecho de nuestra continuidad con la carne. No en balde el idealismo procede del Norte. Es un pajarraco que hizo su nido en los icebergs. El hombre mediterráneo está más cerca del cuerpo, llámase Francisco de Asís («¡hermano cuerpo!») o César Borgia. Y el catolicismo ha tenido siempre esta leal impresión de que el cuerpo nos es muy próximo, tanto que, por una cautela hoy menos justificada que antes, enseña a temerlo. Pero temer algo es una manera de reconocerlo, es un gesto de homenaje. Oigo que ahora se elevan las voces de los más sutiles católicos para pedir una revisión de la doctrina canónica sobre la carne, por considerarla arcaica e inconforme con el espíritu profundo de la religión romana. Y fue una de las geniales intuiciones que visitaron a Nietzsche aquella de la Reforma, del Protestantismo frente al Renacimiento. Roma, bajo los Papas, conquista una nueva madurez. El cristianismo mediterráneo se hace tan amplio, tan completo, tan universal —tan «católico»—, que ha absorbido en sí el orbe entero de la vida. Ya no necesita negar nada como los aspirantes, como los arrivistas. No se diga que pacta con todo, esto es lo que dice el raté o el pretendiente. No pacta; domina, reina sobre todo. Hora de gran vendimia en que la uva perfecta se hace glucosa y todo cobra de la miel el dulzor y el dorado. «¿Qué ocurrió? —dice Nietzsche—. Un monje tudesco, Lutero, llega a Roma. Este monje, lastrado con todos los instintos vengativos de un fraile fracasado, se subleva en Roma contra el Renacimiento… Lutero vio la corrupción del Papado cuando en rigor se tocaba con las manos lo contrario… ¡La vida se sentaba en la sede de los Pontífices! ¡El triunfo de la vida!»
No hay duda que es esta comprensión de la carne, esta sublime idea eucarística, una de las muchas superioridades del catolicismo sobre el protestantismo —religión ésta que propende a lo espectral, a la incorporeidad y a fugarse del mundo. El catolicismo tira del cuerpo y del planeta todo hacia arriba. Con un hondo sentido católico, Unamuno demanda la salvación de su cuerpo. Se trata de eso: de salvar todo, también la materia, no de ser tránsfugas.
Necesitamos no perder ningún ingrediente: alma y cuerpo. Vamos, por fin, hacia una edad cuyo lema no puede ser: «O lo uno o lo otro» —lema teatral, sólo aprovechable para gesticulaciones. El tiempo nuevo avanza con letras en las banderas: «Lo uno y lo otro». Integración. Síntesis. No amputaciones.
II
DEL INTRACUERPO
La antropología filosófica, o, como yo prefiero decir, el conocimiento del hombre, tiene ante sí un tema, todavía no tocado por nadie y que fuera incitante acometer: la tectónica de la persona, la estructura de la intimidad humana. ¿Cómo es la figura y la anatomía de lo que vagamente solemos llamar «alma»? Aunque parezca mentira, la psicología de los últimos cien años no ha hecho sino alejarse de este asunto, al cual se ve hoy forzada a retornar. La razón de este abandono es clara. Los psicólogos del pasado siglo se propusieron exclusivamente hacer una física del alma, y por ello se interesaron sólo en descomponer ésta en sus elementos abstractos y genéricos. Las leyes de la asociación de ideas fueron el contraposto de las leges motus que la mecánica de Newton había instaurado. De esta manera se llegó a una psicología elemental, a una teoría de los elementos abstractos, no de los conjuntos concretos. Claro es que sin esa gigante labor sería hoy imposible dirigirse a mayores empresas. Pero ha llegado la hora oportuna para acometer éstas y formarnos una idea más total y compleja de la intimidad humana.
El primer paso hacia ella es una topografía de las grandes zonas o regiones de la personalidad. Yo creo que, por lo menos, hay que distinguir tres, cuyos contornos y caracteres se aclaran mutuamente^ Una es esa porción de nuestra psique que vive infusa en el cuerpo, hincada y fundida con él. En mi última conferencia decía yo de ella:
«A este alma carnal, a este cimiento y raíz de nuestra persona debemos llamar “vitalidad”, porque en ella se funden radicalmente lo somático y lo psíquico, lo corporal y lo espiritual, y no sólo se funden, sino que de ella emanan y de ella se nutren. Oída uno de nosotros es ante todo una fuerza vital: mayor o menor, rebosante o deficiente, sana o enferma. El resto de nuestro carácter dependerá de lo que sea nuestra vitalidad».
La concisión a que el tiempo obligaba me impidió determinar un poco más estrechamente el fenómeno —porque se trata de un fenómeno, de un hecho, no de una hipótesis ni de una teoría— a que con esta denominación me refiero.
Si caminamos desde la figura exterior humana hacia adentro, no es propiamente el hombre íntimo la primera estación que encontramos. Porque es el cuerpo del hombre el único objeto del universo del cual tenemos un doble conocimiento, formado por noticias de orden completamente diverso. Lo conocemos, en efecto, por fuera, como el árbol, el cisne y la estrella; pero, además, cada cual percibe su cuerpo desde dentro, tiene de él un aspecto o vista interior. Supóngase que colocamos separado lo que sabemos del cuerpo exteriormente de lo que sabemos de él internamente. ¿Giben dos cosas más distintas? Las palabras que significan acciones corporales tienen siempre doble significación, según las refiramos a nosotros o al prójimo. «Andar» significa dos hechos muy distintos en «yo ando» y en «él anda». El andar de «él» es un fenómeno que percibo con los ojos verificándose en el espacio exterior: consiste en una serie de posiciones sucesivas de unas piernas sobre la tierra. En el «yo ando», tal vez acuda la imagen visual de nuestros propios pies moviéndose; pero sobre ella, como más directamente aludido en aquella expresión, encontramos un fenómeno invisible y extraño al espacio exterior: el esfuerzo para movemos, las sensaciones musculares de tensión y resistencia. La diferencia no puede ser mayor. Diríase que en el «yo ando» nos referimos al andar visto por dentro de lo que él es, y en el «él anda», al andar visto por fuera, en su resultado exterior.
¿No merecería la pena de analizar, de describir con alguna minucia, cómo es para cada cual su cuerpo, visto desde dentro, cuál es el paisaje interno que le ofrece? Por lo pronto, lo que yo he llamado en mis cursos universitarios el intracuerpo no tiene color ni forma bien definida, como el extracuerpo; no es, en efecto, un objeto visual. En cambio, está constituido por sensaciones de movimiento o táctiles de las vísceras y los músculos, por la impresión de las dilataciones y contracciones de los vasos, por las menudas percepciones del curso de la sangre en venas y arterias, por las sensaciones de dolor y placer, etc., etc. Nuestra vida psíquica y nuestro mundo exterior se hallan ambos montados sobre esa imagen interna de nuestro cuerpo que arrastramos siempre con nosotros y viene a ser como el marco dentro del cual todo nos aparece.
Es conveniente, para lo que luego he de decir, notar la enorme importancia que el intracuerpo tiene en la arquitectura de la persona humana. El día que este asunto se investigue bien, revelaría, muy probablemente, que es muy distinta la imagen que cada uno tiene del interior de su cuerpo. En ella cala una de las raíces de nuestro carácter. Así, la euforia, la sensación de bienestar que es forzosa para que se forme un carácter confiado y optimista, no es sino el aspecto general que a algunos seres afortunados ofrece su cuerpo. El carácter atrabiliario se ha llamado así de la afra bilis, de la bilis negra, e indica que ya la sabiduría popular ha puesto en ciertas sensaciones intracorporales del hepático el origen de su temperamento malhumorado. Más de una vez, hablando con los doctores Lafora y Sacristán, nuestros psiquiatras, notábamos que es un error de la ciencia usual considerar los terrores del neurasténico como imaginarios e infundados, simplemente por no encontrar causa exterior para ellos. Esto lleva al médico a creer que lo patológico en tales neurasténicos, son esos terrores, esas angustias, cuando, a mi juicio, lo anormal sería que no las sintieran. El neurasténico suele padecer pequeños trastornos circulatorios, desórdenes vasculares, que suscitan en el interior del cuerpo sensaciones insólitas. Al llevar cada cual su intracuerpo consigo, en perenne compañía, no solemos parar mientes en él. Es el personaje invariable que interviene en todas las escenas de nuestra vida, y, por lo mismo, no atrae la atención. Mas cuando en él se producen esas insólitas sensaciones, la atención comienza a retraerse del mundo externo y a fijarse con frecuencia e insistencia anormales en la interioridad de nuestro cuerpo. Esta inversión hacia dentro de la atención es característica de todo neurasténico. Empieza a ser problema para él lo que en el hombre saludable no lo es nunca: su cuerpo interior. Y llega, con el hábito, a ser un virtuoso del escucharse a sí mismo. Normalmente no sentimos, por ejemplo, ese terrible, pavoroso acontecimiento que es el fluir de la sangre por las venas; el sentirla llegar, tal vez con esfuerzo, al extremo de los dedos en manos y pies; el notar el martilleo fatídico de la pulsación en las sienes. Pues bien; he aquí uno de los síntomas más característicos de la neurastenia: sentir la circulación de la sangre. Al poco tiempo, esta función, tan inadvertida por el sano, se convierte en el hecho de más bulto y más de primer plano en la perspectiva del enfermo. El resto del mundo parece alejarse borroso, perder realidad, y en su lugar se instala, gigantesco, formidable, el líquido drama de la sangre circulante, el golpe rítmico del corazón, que da su mágica pulsación, sostén de la vida —su mágica pulsación, que siempre parece que va a ser la última. ¿Cómo puede parecer extravagante ni patológico que a tan insólitas sensaciones reales, auténticas, reaccione el enfermo con pánicos terrores y lamentables angustias?
Vaya esto sólo como ejemplo de las fecundas consecuencias que una investigación de la imagen del cuerpo puede proporcionamos. Así, el caso mismo del neurasténico nos pone sobre la pista de un ingente problema, que tampoco he visto nunca atisbado, a saber: cómo se produjo y se produce la inversión de la atención hacia lo íntimo. Porque naturalmente y en plena salud la atención iría siempre hacia lo de fuera, hacia el contorno vital más allá del organismo. Que el hombre desatienda el medio, en diálogo con el cual vive, y, haciendo virar la atención, se vuelva de espaldas a aquél y se ponga a mirar su interior, es relativamente anómalo. Y, sin embargo, gracias a esta anomalía se ha descubierto el hombre íntimo y todos los valores anejos a él que son considerados como los superiores. Si se compara a Píndaro con Sócrates, se advierte la clara diferencia entre un hombre para quien el mundo interior no existe y un hombre vuelto del revés, quiero decir vuelto hacia adentro. Ambos se preocupan de los jóvenes; pero el poeta apenas ve en ellos otra cosa que la apariencia garrida, el tobillo ligero, el puño cierto, mientras el moralista les induce a recogerse en sí mismos, a ensimismarse. Y Sócrates tiene todo el aire de un neurótico, habitado por extrañas sensaciones intracorporales, lleno de voces interiores (su «demonio»). La percepción del intracuerpo, motivada por anomalías fisiológicas, ha sido probablemente el pedagogo que ha enseñado al hombre a revertir la dirección espontánea de su fuerza atencional. Iniciada así la conversión, educada y afinada, pudo luego penetrar hasta lo psíquico y lo espiritual. No es un azar que casi todos los hombres de intensa y rica vida interior —el-místico, el poeta, el filósofo— son un poco enfermos de su intracuerpo. En éste, como en tantos otros casos, la cultura se ha logrado mediante el aprovechamiento de lo que, biológicamente, es patológico y un valor negativo. En igualdad de las demás condiciones, la mujer posee más vida interior que el hombre, y yo he creído forzoso insinuar la relación entre este hecho y la más fina percepción que de su intracuerpo tiene el ser femenino[124]. Merced a ésta, goza de mayor sensibilidad para el dolor físico que otras criaturas humanas o animales.
Pero volvamos al alma corporal, que he llamado «vitalidad». Ciertamente que apenas si sabemos lo que es; pero cada cual advierte que todos sus actos, mentales o materiales, manan, como de un hontanar, de un oculto tesoro de energía viviente, que es el fondo de su ser. Y advierte además que ese tesoro tiene una cuantía determinada y que a veces parece menguar y otras henchirse como una vena fluvial hasta cierto nivel máximo. Y no sólo percibe éste su básico tesoro de energía, sino, lo que es más sorprendente, al entrar en contacto con otro hombre, nota al punto la cantidad y calidad de la vitalidad ajena. ¿Quién no lo ha experimentado? Al separamos de cierta persona con quien hemos conversado un buen rato nos sentimos tonificados. Y no porque aquella persona sea muy inteligente, ni porque se haya mostrado bondadosa: no le debemos ni una enseñanza ni un favor. Sin embargo, salimos del trato con ella como refrescados, llenos de confianza en nosotros mismos, optimistas, saturados de impulsos y plenitud, con una firme fe en la existencia. Si queremos analizar los motivos de esta corroboración y aumento de vitalidad, no hallamos ninguno concreto. Mas hay otras personas cuya proximidad, por breve que sea, nos deja maltrechos y extenuados, llenos de desconfianza y como si la existencia hubiese cobrado un agrio sabor. Al separarnos de ellas somos menos que antes y, por decirlo así, hemos perdido calorías. Y es que, en efecto, hay dos clases de seres: unos, dotados de vitalidad rebosante, que se mantienen siempre en «superávit»; otros, de vitalidad insuficiente, siempre en «déficit». El exceso de aquéllos nos contamina favorablemente, nos corrobora y nutre; el defecto de éstos nos sorbe vida, nos deprime y mengua.
Cómo, por qué mecanismos acontezca esto, es cosa que ignoramos; pero el hecho no ofrece duda. Ni a la postre, es tan inesperado. Porque la vida es precisamente la realidad única, entre todas las del cosmos, que se contagia. Hasta el punto que cabría, por uno de sus haces, definir la vida como aquello que es capaz de contaminar y contaminarse. Toda vida es contagiosa: la corporal y la espiritual; la buena, que llamamos salud, y la mala, que llamamos enfermedad. Se contamina la mucha vida y se contamina la poca vida. Entre fuertes, nos robustecemos; entre débiles, nos extenuamos. Se contamina hasta la belleza —contra lo que dice el vulgo—; se contagia la vejez y la juventud.
«Como el rey David era viejo y entrado en días, cubríanle de vestidos, mas no se calentaba.
»Dijéronle, por tanto, sus siervos:
»—Busquen a mi señor, el rey, una moza virgen para que esté delante del rey y lo abrigue y duerma a su lado, y calentará a mi señor el rey.
»Y buscaron una moza hermosa por todo el término de Israel, y hallaron a Abisag Sunamita, y trajéronla al rey.
»Y la moza era hermosa, la cual calentaba al rey y le servía; mas el rey nunca la conoció».
La leyenda es característica del espíritu que reina en la Biblia, donde siempre andan mezclados en formas superlativas ternura y crueldad, corderos y crímenes. Esta escena, a la vez patética y perversa, nos aproxima al grave misterio de la transfusión vital. La morena juventud de la moza hebrea transita al cuerpo caduco del viejo rey, que revive unos momentos y casi puede, como en tiempos floridos, hacer su danza ante el arca.
Pero esto es una leyenda nada más. No lo es, en cambio, la reciente observación de Carrel y Ebeling, según la cual, introduciendo un extracto de tejido embrional en un cultivo de células conjuntivas, se desarrollan éstas en forma juvenil, y, viceversa, decaen sometidas al suero de un animal viejo. Hace ya tiempo que Ranke consiguió, mediante lavados, aislar de un músculo cansado sustancias con las cuales se produce la fatiga en otro músculo fresco. Para no hablar de los ensayos que ahora se hacen de rejuvenecimiento experimental.
III
ESPÍRITU Y ALMA
Ese fondo de vitalidad nutre todo el resto de nuestra persona, y como una savia animadora asciende a las cumbres de nuestro ser. No es posible, en ningún sentido, una personalidad vigorosa, de cualquier orden que sea —moral, científico, político, artístico, erótico—, sin un abundante tesoro de esa energía vital acumulada en el subsuelo de nuestra intimidad y que he llamado «alma corporal», Pero si ésta constituye el cimiento y raíz de nuestra persona, su periferia animal, la cima de ella o, por mejor decir, su centro último y superior, lo más personal de la persona, es el espíritu. Lo más personal, pero acaso no lo más individual. Y conste que no se trata —como en nada de lo que voy diciendo— de ninguna entidad metafísica, realidad oculta e hipotética que, tras de los fenómenos patentes, postulamos. Me refiero exclusivamente a fenómenos que cada cual puede hallar en si con la misma evidencia que ve las cósase en torno. Llamo espíritu al conjunto de los actos íntimos de que cada cual se siente verdadero autor y protagonista. El ejemplo más claro es la voluntad. Ese hecho interno que expresamos con la frase «yo quiero», ese resolver y decidir, nos aparece como emanando de un punto céntrico en nosotros, que es lo que estrictamente debe llamarse «yo». Cuando obramos en virtud de un deber penoso, lo hacemos en contra de una porción de inclinaciones opuestas que en nosotros hay, frente a las cuales se yergue ese núcleo personalísimo del «yo» que quiere, monarca rigoroso de un Estado inquieto. Esas inclinaciones dominadas son ciertamente «mías», pero no son «yo». Por eso me advierto como colocado fuera de ellas, frente a ellas, en contra de ellas; es decir, «yo» en contra de «mí».
Lo propio acontece con el pensamiento. El acto en que entendemos con evidencia suficiente una proposición científica sólo puede ser ejecutado por ese centro de mi ser, que es la mente o espíritu. Ni con el cuerpo, ni con el alma sensu stricto se piensa. En todo auténtico «entender», «razonar», etc., se produce un contacto inmediato entre el «yo» espiritual y lo entendido. Es como un ver las ideas y sus relaciones, donde el ver adquiere un sentido de plena actividad. Por eso no cabe «pensar» en estado de somnolencia, sino sólo en momentos de máxima tensión en que más excitado se halla ese carácter autocrático, generador de actos propios, que designábamos como distintivo del espíritu.
Pero hay otra nota que diferencia lo espiritual de la zona a la cual reservamos el nombre estricto de alma. Los fenómenos espirituales o mentales no duran; los anímicos ocupan tiempo. El entender que 2 + 2 =4 se realiza en un instante. Puede costamos mucho tiempo llegar a entender algo; pero si lo entendemos —esto es, si lo pensamos—, lo pensamos en un puro instante. No cabe, en términos rigorosos, decir que estamos pensando algo más o menos tiempo. Por «estar pensando» significamos la serie sucesiva de muchos actos de pensar, cada uno de los cuales es un relámpago mental. Del mismo modo se quiere o no de un golpe. La volición, que acaso tarda en formarse, es un raya de actividad íntima que fulmina su decisión. En cambio, todo lo que pertenece a la fauna del alma dura y se alarga en el tiempo. Mientras pensar y querer son actos, por decirlo así, puntuales, son deseos y sentimientos líneas afluyentes. Se «está triste», se «está alegre» un rato, un día o toda la vida. Cuando se ama, el amor no es una serie de puntos discontinuos que se producen en nosotros, sino una corriente continua en que, sin interrupción, actúa el sentimiento. Bastaría esta diferencia para separar radicalmente nuestra vida intelectual y volitiva de la región del alma donde todo es fluido, manar prolongado, corriente atmosférica.
Mayor claridad recibe todo esto si entramos resueltamente en esta zona y desde dentro de ella vemos su distancia al espíritu.
En efecto: entre la vitalidad, que es, en cierto modo, subconsciente, oscura y latente, que se extiende al fondo de nuestra persona como un paisaje al fondo del cuadro, y el espíritu, que vive sus actos instantáneos de pensar y querer, hay un ámbito intermedio más claro que la vitalidad, menos iluminado que el espíritu y que tiene un extraño carácter atmosférico. Es la región de los sentimientos y emociones, de los deseos, de los impulsos y apetitos: lo que vamos a llamar, en sentido estricto, alma.
El espíritu, el «yo», no es el alma: pudiera decirse que aquél está sumido, y como náufrago, en ésta, la cual le envuelve y le alimenta. La voluntad, por ejemplo, no hace sino decidir, resolver entre una u otra inclinación: prefiere lo mejor; pero no querría por si nada si no existiese fuera de ella ese teclado de las inclinaciones, donde el querer pone su dedo imperativo, como el juez no existiría si no hubiera gentes interesadas que pleitean.
Nótese lo que acontece cuando súbitamente percibimos que en nosotros se produce un estado de tristeza o brota una antipatía hacia otra persona. La tristeza se presenta como una coloración deprimente que va llenando el volumen de nuestra persona; podemos, en un momento, determinar, como en una marea, la altura a que llega: hay tristezas periféricas que no llegan al centro de la persona, hay tristezas profundas que anegan todo nuestro ser. En las primeras, el «yo» se siente aún intacto: la tristeza está en tomo a él, más o menos distante, pero no en él. En las segundas, queda sumergido y, como suele decirse, ahogado en angustia.
La antipatía, ese movimiento contra alguien que de repente brota en nosotros, no sale tampoco de nuestro yo. Yo soy el que piensa, el que decide y quiere, soy autor de mi pensamiento y de mi volición; pero la antipatía la encuentro en mí sin que yo la haya hecho; surge tal vez contra todas mis reflexiones, contra toda mi voluntad. La persona antipática es, acaso, benévola conmigo, no tengo nada que decir contra ella, y, sin embargo, ese impulso de antipatía surge en mí espontáneamente, sin mi anuencia ni colaboración. El lugar, pues, del volumen íntimo de donde mana y brota la antipatía —como la tristeza— es distinto del punto psíquico que llamamos «yo». A veces noto que mi yo llega a aceptar esa antipatía, a tomarla sobre sí, a responsabilizarse de ella. Quiere decirse que ese punto del alma donde la antipatía nació ha atraído el eje de mi persona y se ha instalado en él. En todo instante surgen en nosotros esos impulsos del alma que vemos situados en tomo a nuestro núcleo personal y a distancias diferentes.
Lo propio acontece con los deseos o apetitos que nacen y mueren con nosotros, sin contar para nada con nuestro yo. Son míos, repito; pero no son yo. Por eso, el psicólogo tiene, a mi juicio, que distinguir entre el «yo» y el «mí». El dolor de muelas, me duele a mí, y, por lo mismo, él no es yo. Si fuésemos dolor de muelas, no nos dolería: doleríamos más bien a otro, e ir a casa del dentista equivaldría a un suicidio, pues, como dice Hebbel, «cuando alguien es una pura herida, curarlo es matarlo».
«Mis» impulsos, inclinaciones, amores, odios, deseos, son míos, repito, pero no son «yo». El «yo» asiste a ellos como espectador, interviene en ellos como jefe de policía, sentencia sobre ellos como juez, los disciplina como capitán. Es curioso investigar el repertorio de eficientes acciones que posee el espíritu sobre el alma, y, por otra parte, notar sus límites. El espíritu o «yo» no puede, por ejemplo, crear un sentimiento, ni directamente aniquilarlo. En cambio, puede, una vez que ha surgido un deseo o una emoción en cierto punto del alma, cerrar el resto de ella e impedir que se derrame hasta ocupar todo su volumen. A veces nos dan una noticia sumamente penosa; por ejemplo: nos comunican la muerte de una persona amada. Coincide la ocasión con un momento en que los deberes sociales exigen de nosotros todos los arrestos. Entonces nosotros dejamos la impresión producida en aquel lugar de la periferia anímica, como acordonada y en lazareto; no la permitimos pasar de allí, seguros, no obstante, de que, transcurrido algún tiempo, podremos abrir a la emoción nuestra alma, como quien levanta la esclusa de una presa, y sentirnos inundados de angustia y de amargor. Cabe, pues, bajo el imperio de la voluntad contraer el alma, cerrando sus poros y haciéndola hermética o, por el contrario, esponjarla, dilatar sus poros, aprestándola a absorber grandes cantidades de amor o de odio, de apetitos o de entusiasmo.
Yeste «hallarse hermética» o «porosa», abierta o cerrada el alma, puede decirse en dos sentidos. Nuestra alma puede estar abierta o cerrada hacia afuera, esto es, a lo que en el mundo hay y acontece; o bien, abierta o cerrada hacia dentro; es decir, a los propios sentimientos que germinan en nuestro interior. Cuando en el alma llega a ser un hábito o una propensión constitutiva el hermetismo hada afuera, tenemos el carácter «insensible»; cuando se padece hermetismo hada dentro, el hombre es de alma «seca». Y, aunque no es frecuente, cabe ser muy sensible para recibir impresiones del mundo a la par que muy seco de propias reacciones sentimentales. ASÍ el hombre muy inteligente suele ser, al propio tiempo, muy fino receptor, exquisitamente sensible, y, sin embargo, de intimidad sumamente seca. Es muy difícil ser, a la vez, sensible y sentimental.
De ordinario, atraviesa el alma periodos de gran porosidad y otros de extremado hermetismo. Una preocupación grave o aguda suele producir un exceso de concentración en nuestra intimidad. Se vuelve ésta, por decirlo así, de espaldas al mundo y atiende con máxima tensión a la pena o conflicto que ocupa entonces el centro anímico. Nada externo llega adentro: va el alma sorda y ciega. La alegría, por el contrario, vuelve hacia afuera el alma, la desconcentra y la convierte en un amplio tejido de abiertos poros, en un como pabellón de oreja, dispuesto a recoger los menores sonidos[125].
Ycomo todo ser débil propende a la preocupación por su debilidad —así el enfermo—, acaece que los débiles suelen ser criaturas poco sensibles y extrañamente herméticas.
El famoso «cuarto de hora» de las mujeres es sólo un caso de esta oscilación entre épocas de hermetismo y épocas de gran porosidad anímica. Don Juan, que ni es tan simple ni tal fácil de dejar cesante como este querido Marañón presume, sabe muy bien que una mujer preocupada se halla inmune a todo fuerte proceso sentimental, y pasa entonces de largo, sin perjuicio de tomar más tarde a la misma mujer, cuando ve que la preocupación ha pasado. El enamoramiento, por lo mismo que es el más sutil y el más enérgico de los sucesos anímicos, sirve de aparato delicadísimo para medir la porosidad y el hermetismo de las almas. Así Don Juan me ha descrito más de una vez la época de la vida en que la mujer suele poseer mayor capacidad de enamorarse, su sazón de máxima porosidad. Pero nadie pretenderá que yo descubra este secreto profesional de ese formidable psicólogo y enorme perillán.
IV
CIENCIA, ORGÍA Y ALMA
Esta tripartición de nuestra intimidad en las tres zonas de vitalidad, alma y espíritu nos es impuesta por los hechos, y hemos llegado a ella sin otra operación que filiar estrictamente, como hace un zoólogo al clasificar la fauna, los fenómenos internos. Esos tres nombres, pues, no hacen sino denominar diferencias patentes que hallamos en nuestros íntimos sucesos: son conceptos descriptivos, no hipótesis metafísicas. Es cosa bien clara que en el dolor me duele mi cuerpo, que la tristeza está en mí, pero no viene de mi yo; en fin, que pensar o querer son actos «míos», en el sentido de que nacen de mi yo. El pronombre «mi» significa evidentemente cosa distinta en los tres casos. Porque mi cuerpo, objeto extenso y material, no puede ser «mío», en la misma forma que lo es la tristeza, y ésta, a su vez, no es «mía», de la misma suerte que una decisión emanada del yo en un creador acto de voluntad. Y, sin embargo, esa pertenencia a la persona, ese formar parte de un sujeto que el posesivo «mío» expresa, tiene lugar en los tres casos. Esto nos obliga, por lo menos provisionalmente, a hablar de tres «yo» distintos que integran trinitariamente nuestra personalidad: un «yo» de la esfera psicocorporal, un «yo» del alma, un «yo» espiritual o mental. Ahora bien; el «yo» indica siempre un término central de referencia: el diente que duele no le duele al diente, ni la cabeza a la cabeza, sino ambos a un tercero, que es mi «yo» corporal. Los tres «yo» vienen a ser tres centros personales, que no por hallarse indisolublemente articulados dejan de ser distintos. Y tan distintos son que necesitamos representárnoslos con forma diversa unos de otros. El yo espiritual tiene, como sus actos, un carácter puntual. Yo no puedo pensar una cosa con una parte de mi mente y otra contraria o meramente distinta con otra, ni puedo tener a un tiempo dos voliciones divergentes. En cambio, pueden nacer en mi alma varios y aun opuestos impulsos, deseos, sentimientos. El yo del alma tiene, pues, un área dilatada y, como si dijéramos, una extensión psíquica, en cada uno de cuyos puntos puede nacer un acto emotivo o impulsivo diferente. Y como los sentimientos, deseos, etc., son más o menos profundos, más o menos superficiales, habremos de pensar el alma a la manera de un volumen euclidiano, con sus tres dimensiones. Los que consideren poco científico el empleo de analogías espaciales en la descripción psicológica padecen un error trivial, que hace ya tiempo ha sido superado por la verdadera ciencia[126]. Nada psíquico es extenso; pero sí es «quasi extenso», con lo cual basta para una psicología descriptiva.
Este volumen esferoide del alma termina en una periferia que es el yo corporal, aun más francamente extenso, pero que no constituye, como el alma, un recinto cerrado y lleno, sino más bien una película de vario grosor, adherida de un lado a la esfera del alma; de otro, a la forma del cuerpo material.
El descubrimiento de esta trinidad en la persona invita a preguntamos cuál de los tres «yo» somos, en definitiva, y al intentar responder nos sentimos deslizados hacia consideraciones de grave sutileza, donde palpamos, como desde fuera, realidades y problemas de dramático sabor cósmico. Yo trataré, no sólo de dar a mi pensamiento claridad —lo que voy a decir es, creo yo, perfectamente claro—, sino de hacerlo asequible, cosa que empieza a no ser fácil en estas peraltadas regiones.
Entendimiento y voluntad son operaciones racionales, o, lo que es lo mismo, funcionan ajustándose a normas y necesidades objetivas. Pienso en la medida en que dejo cumplirse en mí las leyes lógicas y en que amoldo mi actividad de inteligencia al ser de las cosas. Por eso, el pensamiento puro es en principio idéntico en todos los individuos. Lo propio acontece con la voluntad. Si ésta funcionase con todo rigor, acomodándose a lo que «debe ser», todos querríamos lo mismo. Nuestro espíritu, pues, no nos diferencia a unos de otros, hasta el punto de que algunos filósofos han sospechado si no habrá un sólo espíritu universal, del que el nuestro particular es sólo un momento o pulsación.
Lo que sí parece claro es que, al pensar o al querer, abandonamos nuestra individualidad y entramos a participar de un orbe universal, donde todos los demás espíritus desembocan y participan como el nuestro. De suerte que, aun siendo lo más personal que hay en nosotros —si por persona se entiende ser origen de los propios actos—, el espíritu, en rigor, no vive de sí mismo, sino de la Verdad, de la Norma, etc., etc., de un mundo objetivo, en el cual se apoya, del cual recibe su peculiar contextura. Dicho de otra manera: el espíritu no descansa en sí mismo, sino que tiene sus raíces y fundamento en ese orbe universal y transubjetivo. Un espíritu que funcionase por sí y ante sí, a su modo, gusto y genio, no sería un espíritu, sino un alma.
Porque, en efecto, sentir, conmovernos, desear, advertimos que son actos, en un pleno sentido, privados, individuales. El que piensa una verdad se da cuenta de que todo espíritu tiene que pensarla de hecho o de derecho como él. En cambio, mi tristeza es mía sola, nadie la puede sentir conmigo y como yo, ni cabe que varios pongamos los belfos en la misma corriente de alegría para abrevamos de ella, como cabe que se nutran de la misma verdad seres innumerables.
Parejamente define Kant la voluntad espiritual por el imperativo categórico, según el cual sólo se puede querer lo que todos pueden querer. De modo que el espíritu, intelectual o volitivo, excluye la exclusión, elimina la singularidad, nos suma è identifica con los demás, al paso que el alma vive de sí misma y por su cuenta, aparte del mundo y de todo otro sujeto, llevándose a sí misma en vilo y sin apoyo en orbe objetivo alguno. Pensar es salir fuera de sí y diluirse en la región del espíritu universal. Amar, en cambio, es situarse fuera de todo lo que no sea yo y ejercer por propio impulso y propio riesgo esa peculiar acción sentimental. El alma forma, pues, un recinto privado frente al resto del universo, que es, en cierto modo, región de lo público. El alma es «morada», aposento, lugar acotado para el individuo como tal, que vive así «desde» sí mismo y «sobre» sí mismo, no «desde» la lógica o «desde» el deber, apoyándose «sobre» la Verdad eterna y la eterna Norma.
Se aclara algo más esta diferencia entre lo «privado» del alma y lo «público» del espíritu si descendemos nuevamente a la vitalidad, al alma corporal.
Nuestro cuerpo tampoco vive sobre sí mismo y desde sí mismo. La especie, la herencia, son poderes extraindividuales que actúan en el cuerpo de cada individuo. Va éste como dirigido y prisionero de una fuerza externa a él y previa a él, que se manifiesta, por ejemplo, en los instintos. Son éstos un repertorio vital ya hecho, acabado, perfecto, que el cuerpo recibe como un actor se encarga de un papel preconcebido por el poeta. Todo induce a creer que si al fenómeno que llamamos vitalidad corresponde una realidad efectiva, ésta será como un torrente cósmico unitario; es decir, que habrá una sola y universal vitalidad, de que cada organismo es sólo un momento o pulsación. Ello es que los más agudos problemas biológicos no resultan inteligibles si no se supone esa vida única y armónica en todo el cosmos. (Por ejemplo: el hecho de la adaptación mutua entre especies diversas y, en general, la armonía entre «todas» las especies, sólo comprensible si un principio vital único ha organizado su conjunto, lo mismo que organiza el cuerpo de cada individuo). No es síntoma desdeñable el extraño fenómeno de que el ser vivo perciba desde luego la vida —que es cosa latente— de los demás seres vivos y asimismo la simpatía universal, la maravillosa comprensión que actúa entre todos los animales y es base inclusive de sus luchas y odios. (El odio entre razas humanas, el antagonismo entre especies infrahumanas, implica percepción de las diferencias vitales). En fin: las situaciones de máxima exaltación corporal, como son la embriaguez, el orgasmo sexual y la danza orgiástica, traen consigo la disolución de la conciencia individual y un delicioso aniquilamiento en la unidad cósmica
El predominio del espíritu y el del cuerpo tienden a desindividualizarnos y, al propio tiempo, a suspender nuestra vida de alma. La ciencia y la orgía nos vacían de la emoción y del deseo y nos arrojan de ese recinto, desde el cual vivíamos frente a todo lo demás, sumidos en nosotros mismos, y nos vuelcan sobre regiones extraindividuales, sea la superior de lo Ideal, sea la inferior de lo Vital y cósmico. Pero aún podemos acusar con mayor realce este peculiar carácter recluso del alma.
V
EL ALMA COMO EXCENTRICIDAD
Contemplemos la vida del niño. Su alma apenas si ha comenzado a formarse y su espíritu no ha despertado aún. Las acciones que le vemos ejecutar, su existencia toda, están dominadas casi exclusivamente por el alma corporal. Si le comparamos con el adulto, nos parece muy próximo al animal, y, como éste, sin plena individualidad. ¿De qué centro emanan sus actos? En el niño, como en el animal, tenderíamos a no hablar de centro alguno, y juzgaríamos más adecuado decir que son meramente periferia. El niño va de acto en acto, como empujado por una fuerza externa a él. Estos actos se suceden y enlazan como los eslabones de una cadena, en que una pieza arrastra la otra; pero no emanan de un centro interior a él. El niño, como el animal, no se siente «frente» al cosmos, sino que es trozo del cosmos. No tiene cámara ni «recámara». Por esta razón, su existencia parece exenta de centro radiante. En realidad, niño y animal viven cósmicamente, y su centro es el mismo del cosmos, con quien maravillosamente coinciden. Tal coincidencia del centro animal e infantil con el de la Naturaleza es el hecho biológico en que se realiza nuestra idea de «inocencia».
Opongamos a esta imagen de la vida pueril el del sabio tradicional absorto en su elucubración. El «sabio» es casi espíritu puro. Piensa. Y su existencia meditabunda tampoco está en su mano. La persona del gran matemático —recuérdese la leyenda de Arquímedes— tiene algo de fenómeno elemental, ajeno a la individuación e «irresponsable» como lo son el fuego y el viento. El sabio tampoco tiene en sí su propio centro de vida; también coincide con un centro sobreindividual: la Razón del Universo. El «sabio» es también inocente. El juego del niño y la tabla de logaritmos son igualmente «inocencias».
Sólo el hombre en quien el alma se ha formado plenamente posee un centro aparte y suyo, desde el cual vive sin coincidir con el cosmos. ¡Dualidad terrible, antagonismo delicioso! Ahí, el mundo que existe y opera desde su centro metafísico. Aquí, yo, encerrado en el reducto de mi alma, «fuera del Universo», manando sentires y anhelos desde un centro que soy yo y no es del Universo. Nos sentimos individuales merced a esta misteriosa excentricidad de nuestra alma. Porque frente a la naturaleza y espíritu, alma es eso: vida excéntrica.
Con el nacimiento del alma, alumbra el mágico hontanar de los grandes deleites y las grandes angustias. El mundo se hace incomparablemente sabroso sentido bajo esta nueva e individualísima perspectiva del yo excéntrico. Porque el mundo del cuerpo y el del espíritu son relativamente abstractos y genéricos. Pero los amores y odios dotan al cosmos de una topografía afectiva y le proporcionan modelado. (¿Se ha advertido la geometría sentimental que actúa en el hombre enamorado?) El mundo mostrenco, igual para todos, se hace entonces «mi» mundo privado.
Mas, por otra parte, cae el hombre prisionero de su alma. La ciudadela, el hogar, son a la vez prisión y mazmorra. Quiéralo o no, tengo que ser yo, y sólo yo. Me siento desterrado del resto de las cosas y en una trágica secesión de la existencia unánime del Universo. ¿Soy un tránsfuga del mundo o un arrojado de él? ¿No es el alma —en el sentido que aquí doy al término— el auténtico pecado original de que habla el Cristianismo? Antes sólo había Paraíso, cuerpo y espíritu —coincidencia con el paisaje, que es por esto jardín, aunque sólo fuera campo—, coincidencia con los animales y hermandad con los astros: inocencia, en suma. Mas, después del pecado, Adán y Eva hacen un gesto que para un psicólogo es inequívoco: se cubren. Como todo gesto tiene un origen simbólico y representa en figuras de espacio lo psíquico, cubrir el cuerpo equivale a separarlo del contorno, cerrarlo, prestarle intimidad. A la intimidad y recinto excéntrico que es el alma corresponde ese gesto pudoroso. El hombre que siente la delicia de ser él mismo, siente a la vez que con ello comete un pecado y recibe un castigo. Diríase que esa porción de realidad que es su alma, y que ha acotado irremediablemente para sí, la ha sustraído de modo fraudulento a la inmensa publicidad de natura y espíritu. Queda así condenado, como Ugolino, a pesar eternamente sobre su presa, que es él mismo, y morderle sin descanso la cerviz.
Todo hombre o mujer que llega a madurez sintió en una hora ese gigante cansancio de vivir sobre sí mismo, de mantenerse a pulso sobre la existencia, parecido al odium professions que acomete a los monjes en los cenobios. Es como si al alma se le fatigasen los propios músculos y ambicionase reposar sobre algo que no sea ella misma, abandonarse, como una carga penosa al borde del camino. No hay remedio, hay que seguir ruta adelante, hay que seguir siendo el que se es… Pero sí, un remedio existe, sólo uno, para que el alma descanse: un amor ferviente a otra alma. La mujer conoce mejor que el varón este maravilloso descanso, que consiste en ser arrebatada por otro ser. También aquí la imagen plástica de arrebato, de rapto, deja rezumar el sentido de la oculta realidad psicológica. En el rapto, la ninfa galopa sobre el lomo del centauro; sus pies delicados no pisan el suelo, no se lleva a si misma, va en otro. Del mismo modo, el alma enamorada realiza la mágica empresa de transferir a otra alma su centro de gravedad, y esto, sin dejar de ser alma. Entonces reposa. La excentricidad esencial queda en un punto corregida: hay, por lo menos, otro ser con cuyo centro coincide el nuestro. Pues ¿qué es amor, sino hacer de otro nuestro centro y fundir nuestra perspectiva con la suya?
GEOMETRÍA SENTIMENTAL
Entre los muchos recuerdos y papeles que conservo de mi amigo A…, hallo éste, donde se alude a la geometría sentimental y puede corroborar lo antedicho a guisa de documento o corolario:
«Hoy me he enterado de que Soledad se fue ayer de Madrid para una ausencia de varios días. He tenido al punto la sensación de que Madrid se quedaba vacío y como exangüe. ¡Una impresión que han sentido todos los enamorados del mundo, pero no por eso menos extraña! Madrid sigue igual, con sus mismas plazas y calles, el mismo rumor de tranvías y bocinas, la misma gente y el mismo tráfago; los mismos árboles en los jardines, y sobre los tejados, el mismo tránsito de nubes blancas y redondas que ayer y anteayer. Sin embargo, todo eso parece haberse vaciado de sí mismo y conservar sólo su exterior, su careta. Lo que han perdido es una peculiar dimensión de realidad: perduran ante mis ojos y oídos; pero han dejado de existir para mi interés.
»Ahora noto hasta qué punto mi amor a Soledad irradiaba sobre toda la ciudad y toda mi vida en ella. Ahora advierto que aun las cosas más remotas, que menos parecían tener que ver con Soledad, habían adquirido una cualidad suplementaria en relación con ella, y que esa cualidad era para mí lo decisivo en cada una.
»Los mismos atributos geométricos, topográficos, de Madrid han perdido toda vigencia. Y es que hasta la geometría sólo es real cuando es sentimental. Antes tenía para mí esta ciudad un centro y una periferia. El centro era la casa de Soledad; la periferia, todos aquellos sitios donde Soledad nunca aparecía, vago confín casi inexistente, como lo fue para los griegos la región sobre el Cáucaso que medrosamente titulaban “tierra de los Hiperbóreos”. Unas cosas estaban cerca y otras lejos, según su distancia del lugar donde yo esperaba ver a la dulce criatura. A veces estas medidas parecían inversas de las que un agrimensor hubiera abstractamente calculado. Cuando yo estaba seguro de que iba a hallar en algún punto a Soledad, un camino largo hasta ella era para mí la más corta distancia, y en cambio, un breve trecho recorrido sin la esperanza de hallar a su cabo la suave piel mate de Soledad era una distancia interplanetaria.
»Asimismo, las personas se me presentaban con un perfil minuciosamente diferenciado, consistente en una línea expresiva de su relación con Soledad. Este era su amigo, y acaso venía de verla, lo cual le dotaba a mis ojos de un divino prestigio, que casi se concretaba en una extraña aura o luz dorada en tomo a su persona. (Lo mismo he notado en los paisajes donde ha vivido Soledad: se impregnaban siempre de una mágica sonrisa dorada, como de sol poniente en estío, suave fotosfera que parecía emanar deliciosamente de todas las cosas). Aquél me ha hablado una vez de ella; por tanto, existe en él su imagen, y le veo pasar siempre como un ser ungido, como un bajel que llevase en la bodega una reliquia irradiando taumaturgia. Esta mujer es la que encuentro en tal calle cuando voy a ver a Soledad, y aquélla veranea en la misma población o tiene un sombrero parecido. ¡Este dulce drama, de circuito corto, que nos proporcionan las mujeres parecidas, sobre todo de espaldas, a la mujer que amamos! “¡Parece que es ella!”, y nuestro corazón da un brinco, concentrando sus fluidos de emoción para lanzarlos como gases asfixiantes hacia Soledad y formar bajo sus pies la nube donde caminan los dioses de Homero y las mujeres amadas. Pero no; fue un error, es otra, y hay que ir dando salida poco a poco, en pura pérdida, a la fluencia sentimental que habíamos acumulado, como hace el freno de vapor en los trenes.
»Imposible enumerar la variadísima cantidad de notas, matices y emblemas que sobre personas innumerables arroja como reflejos el solo ser de Soledad.
»Ahora percibo hasta qué punto era el centro auténtico de gravitación a que todas las cosas se inclinaban, el centro de su realidad para mí. Y yo me orientaba materialmente, sin necesidad de señales externas, por un más o menos de tensión íntima que en mí hallaba. Al andar sabía si mis pasos me llevaban hacia ella o me alejaban, como la piedra, sin ojos, debe de sentir en el aire su curva trayectoria al sentir la atracción de la tierra que tira más o menos de su materia.
»Viceversa: la ciudad donde sé que está ahora —ayer indiferente— comienza a adquirir el más sugestivo modelado. Es un esquema cuyas líneas comenzasen a palpitar. Es una estatua de sal que volviese a ser de carne. Todo, en fin, parece trastrocar su ordenación e irse articulando en el sentido y bajo el influjo del nuevo centro geométrico de atracción sentimental…»
VI
PARA UNA CARACTEROLOGÍA
La distinción en la intimidad humana de estas tres zonas —«vitalidad», alma, espíritu— nos proporciona un buen instrumento para aclararnos ciertas diferencias elementales en los caracteres y modos de ser.
Cada uno de nosotros representa una ecuación diversa en la combinación de esos tres ingredientes. Por lo pronto, nos caracteriza la cantidad proporcional que poseemos de ellos. Hay gentes con «mucha alma» y «poco espíritu», o bien con abundante vitalidad y gran escasez de las otras dos zonas.
Pero más importante que la cantidad es el orden o colocación de esas que podemos llamar potencias psíquicas. Siempre que entro en relación con un nuevo prójimo, me pregunto «desde dónde» vive, es decir, cuál de esas tres potencias sirve de base y raíz a su vida. También puede expresarse este fenómeno diciendo: nuestra existencia íntima, el movimiento vital de nuestro ser, sus actuaciones e inhibiciones de todo orden, gravita hacia uno u otro de esos tres orbes. Vivimos, o principalmente de nuestra «alma corporal», o principalmente de nuestra emotividad, o principalmente de nuestro espíritu (intelecto y voluntad).
Así, es evidente que el niño vive principalmente de su cuerpo, muy poco de su alma y casi nada de su espíritu. O buscando la fórmula inversa: que el niño no posee apenas espíritu, tiene un breve volumen de alma y una gran periferia de vitalidad.
Si, entre los adultos, comparamos a la mujer con el hombre, fácil es convencerse de que en aquélla predomina el alma, tras de la cual va el cuerpo, pero muy raramente interviene el espíritu. El ser femenino florece sólo en regiones de cálida temperatura. Ahora bien: el espíritu es la región de las nieves perpetuas. En el mundo psíquico son los sentimientos los que arrastran calorías. No tiene sentido hablar de pensamientos ardientes. Un teorema geométrico es siempre cosa sin temperatura. En cambio, con aguda percepción, todos los idiomas vulgares hablan de sentimientos fogosos.
La falta de lógica que el hombre frecuentemente imputa a la mujer es consecuencia inevitable de esa arquitectura natural a la psique femenina, que ha obligado siempre a Eva a vivir desde su alma, emboscada en su alma. La lógica sólo posee influjo eficaz sobre el espíritu, que es el logos. Al ser caprichosa la mujer, cumple su destino y se mantiene fiel a su estructura íntima. Hemos visto cómo es imposible querer —en el sentido de la voluntad— dos cosas opuestas. En cambio, se pueden desear cosas antagónicas, sentir simpatía y antipatía hacia lo mismo. Así se explica que siendo la mujer, de ordinario, menos rica de contenido interno que el hombre, su actitud ante un mismo objeto puede parecer a éste de una complejidad desesperante. El espíritu propende al sí o al no rotundos, que mutuamente se excluyen. La mujer suele vivir en un perpetuo y deleitable sí-no, en un balanceo y columpiamiento que da ese maravilloso sabor irracional, ese sugestivo problematismo a la conducta femenina.
En general, juventud —no niñez— implica predominio del alma. Esto se manifiesta inclusive en el curioso fenómeno de rejuvenecimiento colectivo que son los pueblos «criollos».
Porque esta tripartición del ser íntimo no agota su fuerza de esclarecimiento referida a los individuos y sus diferentes edades, sino que resulta sobremanera fecunda cuando se aplica a las grandes masas históricas. Cada pueblo y cada época reciben así una clara base de caracterización.
El hombre griego vive desde su cuerpo, y sin pasar por el alma asciende hacia el espíritu. Así se comprende esa doble y contradictoria impresión que nos produce el arte, el libro y la existencia toda de Grecia. Por un lado sentimos una extraña inocencia y como desnudez de animal; por otro, una sorprendente claridad y pureza que toca lo sobrehumano. Al helénico animal no le cubre la atmósfera de un alma, y en las Panateneas va la cerviz del potro junto al cuello del efebo sin esencial disparidad. En cambio, la acción de crear tal escultura parece inspirada por un puro espíritu, por la Nous anónima de la geometría, que se complace en esculpir las ideas de Platón.
En la vida, en los hombres de Grecia echamos de menos la individualidad —como asimismo falta, rigorosamente hablando, en toda su filosofía. No encontramos nunca ese recinto hermético, esa «morada» aparte del resto del cosmos, ese privatissime que nos hace sentimos solos frente al Universo, aislados en nosotros, viviendo desde un punto exclusivo de todos los demás puntos cósmicos, que es nuestro yo anímico. El griego, comparado con nosotros, es mínimamente excéntrico. Existe como si fuese un «género» —un eidos—, viviente.
Claro es que el griego del que solemos hablar y que ha influido de manera ejemplar en la historia, es —prácticamente— sólo un heleno caduco. Nos distrae de esta advertencia el hecho de que ese griego viejo —Sócrates, Platón, Fidias— nos habla de jóvenes. Precisamente porque Grecia había caído en decrepitud, la vemos derretida de ilusión ante el efebo. Ello es que el siglo de Pericles significa en la evolución de los pueblos helénicos la línea divisoria de las alturas vitales, que es, a la par, cima de una ascensión y comienzo de un derrumbamiento. No sabemos bien si en tiempos más antiguos de su historia tuvo el griego más alma. El periodo anterior al clásico no había aún descubierto el nous, que es un ideal intelectual compuesto de «generalidades». Es la época del griego agonal, del hombre olímpico. El ideal que preside en Olimpia a las selecciones era la kalokaiagathia. Nunca como en esa fórmula ha logrado expresión tan clara el alma corporal. El joven vencedor que Píndaro encomia es —como ya he dicho— un delicioso animal humano. La kalokaiagathia es la unidad de riqueza, belleza y destreza. Agathos, bueno, significó siempre en Grecia «bueno para algo», esto es, diestro. Pero hasta Sócrates, la destreza que se estima es, ante todo, la corporal, o, por lo menos, incluye siempre las dotes deportivas. Mas cuerpo y espíritu —según hemos visto— representan frente al alma lo genérico.
Lo que entrevemos, pues, de su pretérito indica que, relativamente a otros pueblos, ha sido el hombre heleno el menos anímico, el menos excéntrico. Por no serlo, ha producido una cultura dotada de sorprendente ubicuidad. Por no haber vivido desde un punto cósmico exclusivo, sus ideas, su moral, su arte, valen, en cierta medida, para todos los demás lugares del orbe histórico. El magisterio que Grecia ejerce en el ancho panorama de las edades humanas no proviene sólo de virtudes, sino que supone también defectos, por lo menos ausencia de ciertas calidades. Hace mucho, y con motivo muy distante del actual, recuerdo haber escrito que el pedagogo, para serlo, tiene que hacer el heroico sacrificio de su individualidad. Porque la cultura griega lo hizo sin sacrificio, es la cultura pedagoga por excelencia.
Viniendo de la Hélade, la entrada en la Edad Media nos parece el ingreso en un horno. No se ve claro; la energía vital no se consume en luz derramada Sobre el Universo; se concentra en calor dentro de la persona. El germano vive de su alma y de su vitalidad. El espíritu es cosa a la que va poco a poco llegando, merced a aprendizaje y adquisición. Relativamente —recuérdese que sólo hablamos de relatividades— no le es nativo. Necesita beberlo en las ubres de Grecia.
La estatua gótica manifiesta en forma extremada[127] este imperio del alma. En la estatua griega vemos un trozo de mármol que da ocasión a una forma. Esta forma, a que la materia proporciona presencia visible, tiene sentido y valor por sí misma. Es bella en sí; es una divina proporción, un ideal de cuerpo humano, como el triángulo geométrico es un ideal de triángulo. Por el contrario, en la visión adecuada de una estatua gótica —¡es curioso!— no vemos el mármol o la madera de la talla, ni, por otra parte, vemos la forma como tal, por sí, según sus componentes visibles. En vez de todo esto vemos sólo una figura expresiva. La línea y el plano tienen aquí una función transitiva: la de expresar una intimidad sentimental. El sentido y valor de la forma no reside, góticamente pensando y mirando, en lo que ella es a los ojos, sino en su funcionamiento o eficiencia expresiva. Está ahí para aludir a otra cosa por esencia latente: el alma del que esculpe. Goticismo es, originaria e inevitablemente, lirismo, fluencia y emanación de un dentro invisible a un fuera visible. Si miramos la forma gótica según es, como mera presencia plástica —que es como miramos la griega—, nos parecerá fea, monstruosa y sin gracia. La obra medieval existe toda con el fin de lanzarnos más allá de ella, al recinto invisible, transvisible de una intimidad excéntrica que vibra estremecida y ardiente, compuesta de deseos y emociones, de anhelos, angustias y alegrías, de amores y de odios. Por esta razón, la estatua, al ser convenientemente mirada, desaparece, se niega a sí misma; sobre todo, nos distrae de toda atención a su materia. La expresión se derrama como un zumo o jugo sobre el objeto, y lo cubre, tapando el puro mármol que es, o la pura madera.
Si el arte griego es plasticidad == pura presencia, el arte medieval es expresividad = alusión a algo ausente. Pero sólo se expresa el alma. Luego donde hay expresivismo hay predominio del alma[128].
En el Renacimiento comienza una relativa congelación del alma europea. El cuerpo la absorbe en pura vitalidad, y sobre ella se inicia de nuevo la gravitación y disciplina del espíritu. El proceso de los siglos siguientes —que culmina en el XVII— consiste en un enorme crecimiento de la espiritualidad, que esta vez —no como en Grecia— llega a reducir, no sólo el alma, sino también el «psicocuerpo». Nunca ha vivido el hombre tan exclusivamente del espíritu como en la gran centuria barroca[129]. Es la jornada de la raison triunfante. No puede verse un azar en que dentro de esos cien años hayan venido a darse cita —desde no se sabe qué insondables senos cósmicos— Descartes, Spinoza, Newton, Leibniz. No se vive del alma; sin embargo, ésta, secretamente, prosigue su germinación y reaparecerá en su hora —el siglo XIX— prodigiosamente pulimentada.
En el siglo XVIII sigue reinando en la psique europea el espíritu —pero se nota un recrudecimiento de la corporeidad. La disposición de las zonas íntimas que caracteriza esta época aparece clara en el amor al uso. El amor dieciochesco es sexualidad complicada, hostigada maniáticamente, y… ¿espíritu? Sin duda. La prueba brinca del papel con sólo sustituir «espíritu» por esprit. Lo que no se ve triunfar por parte alguna es el alma —sentimiento o fantasía. Ha quedado reducida a un tibio halo en torno a la pura sensación y a la pura idea. Los principios del arte, vigentes a la sazón, confirman este diagnóstico. Sobre todo, en música y poesía.
El sentido que ambas artes tuvieron en el XVIII se hace patente si las miramos desde la música y la poesía del siglo XIX, desde el Romanticismo. En pocos años, la transformación es radical. La música y la poesía romántica se proponen estrictamente lo contrario que en la generación anterior. No creo que haya en la historia europea un cambio remotamente comparable a éste, por lo súbito y lo extremado. Poesía de Voltaire a Delille: ¿qué se propone? Decir ideas graves, esenciales, o juegos de ideas, embelleciendo su enunciado con gracias formales y abstractas. Entiendo por tales contraposiciones, elisiones, alegorías, fórmulas enigmáticas que luego se aclaran, etcétera. La fantasía es retenida dentro de lo razonable, de la racionalidad. El vocablo poético no se usa para disparar vagas resonancias asociativas, ni por su deleite sonoro, sino estrictamente como signo de un concepto. Poesía desde Chateaubriand: ¿qué pretende? Complacerse en la «asociación» de imágenes precisamente en la medida que ésta rompe el enlace lógico, conceptual, de las ideas. Se goza en el ilogismo como tal. La fantasía se subleva contra la raison. Comienza la delicia de lo vago en sí y por sí, que es la liberación del concepto, de lo estricto en sí y por sí. Es simbólico el escándalo producido por una frase de Atala, donde se habla de la «cima indeterminada de los bosques». Aquí, el objeto que se nombra es de suyo vago, y la fórmula que lo enuncia es, a su vez, vaporosa, indecisa. De ahí precisamente su delicia.
Pero aún hay un atributo de la poesía romántica más radicalmente opuesto a la clásica. Al fin y al cabo, la fantasía es pariente de la razón, del intelecto. Es, en cierto modo, la demencia del entendimiento, la sinrazón de la razón. El verdadero antagonista de ésta es el sentimiento. En la imagen está preformado un concepto; en la emoción, no. Pues bien: la poesía romántica usará la palabra para expresar sentimientos; no conceptos, no cosas, sino afectos.
La inversión es perfecta. Se toma la palabra del revés, por el polo subjetivo en que expresa el último y vago secreto de la emoción. Su otro polo, el conceptual, queda reducido a la condición de estimulante para un sentimiento. El ci-devant señor es ahora ayuda de cámara. El vuelco de los órdenes a que aspiraba la Revolución francesa se ha ejecutado en la poesía romántica.
La vicisitud es idéntica en la música. Entre Bach y Beethoven existe toda la distancia que media entre una música de «ideas» y una música de sentimientos[130].
Lo que cabe llamar idea o concepto, en música no es excesivamente abstruso ni inverosímil. Dado el dibujo de una melodía, hemos de preguntamos quién ha dirigido la mano para producir tal tipo de línea, y no otro diferente. Beethoven parte de una situación real en que la vida le coloca —la ausencia de la amada o la ausencia de Napoleón; la primavera sobre la campiña, etc.—: esta situación dispara en su interior corrientes sentimentales, tenues o borrascosas. Beethoven, vuelto de espaldas al universo, sigue con la mirada la línea sinuosa de esas sus emociones privadas, y procura trasponerla, traducirla en un perfil sonoro. Quien dirige la mano es el sentimiento humano del músico. El propósito de la música romántica es expresar sentimientos en la «bella» materia preexistente de los sonidos y leyes eufónicas.
Si a Bach se le hubiese propuesto hacer lo mismo, lo habría rechazado por varias razones. Ante todo, le parecería una impertinencia: ¿qué valor y sentido «objetivo» pueden tener las personales pasiones? Eso no es tema artístico. Pero, además, aunque tuviese sentido, una música orientada principalmente a expresar sentimientos privados seria… fea. Los sentimientos son realidades, materia de prosa. La belleza consiste en ciertas proporciones formales. El músico debe proponerse la construcción de puras formas, específicamente bellas, a que dan lugar las distancias entre los sonidos. No, pues, contar lo que pasa, sino fabricar un objeto impersonal, que ni ha pasado ni puede pasar a nadie, porque no es subjetivo. Lo que más se parece a estas formas musicales es el ornamento en la decoración, cuyas formas quisieran no ser formas de cosa alguna, sino líneas dotadas de pura gracia abstracta. Mas así como el ornamento procede siempre de alguna forma real e inevitablemente conserva de ella algún recuerdo, así en la línea melódica va larvada, queramos o no, alguna resonancia sentimental, residuo de prosaísmo, que calienta la idea musical, de suyo fría y como astral.
En la época romántica conquistan los sentimientos, por primera vez en la historia, sus droits de Vhomme et du citoyen. De cuantas épocas conocemos bien, es la que ha vivido más decididamente desde su alma[131], con máxima anulación del cuerpo y —relativamente— muy poco espíritu. Sólo a mediados de siglo recobra éste la primacía bajo la especie menos gloriosa: el utilitarismo.
El producto más puro y clásico del Romanticismo fue —congruentemente— el amor. Cuando se corrompan por completo el arte, la ideología y la política romántica, quedará perviviente la imagen admirable del romántico amor, hecho todo de alma, sin mezcla grave de cuerpo ni de espíritu.
Lo mismo que las épocas, cabría mirar los pueblos actuales bajo este prisma de caracterización, calculando la ecuación de los tres elementos que corresponde a cada uno. Así, las razas del Norte tienen menos «vitalidad» que las del Sur, pero mayor porción de espíritu. Comparando el español con el italiano, se advierte aún más insistente «corporeidad» (sensualidad) en éste que en aquél; en cambio, mucha menos alma. El francés representa una feliz compensación de sus tres potencias (a lo sumo, cabría diagnosticar una ligera mengua de alma). Por eso, tal vez, ha sufrido en la historia menos fracasos que los demás pueblos europeos. Es un tetraedro casi perfecto; cuando le falla una de las superficies, cambia de postura y se pone a vivir desde la otra.
Mayo 1924.