SOBRE LA MUERTE DE ROMA
I
LA Revista de Occidente, en su número XXXVII, realiza un deseo que desde hace años sentía: ofrecer a los lectores españoles una versión del espléndido estudio de Max Weber sobre las Causas sociales de la decadencia de la cultura antigua. Aunque Spengler no hubiera lanzado su libro apocalíptico, la situación de Europa predisponía toda mente alerta para una meditación de las decadencias. El ocaso de un enorme organismo histórico es el hecho de mayores dimensiones dramáticas que puede ofrecerse al hombre. Mayor que él, sólo sería la agonía sideral de nuestro planeta, su muerte como astro; pero, a tan grande espectáculo no estamos invitados. Por eso digo que el fenecimiento de una civilización es, para el hombre, la escena más saturada de melancolía.
Bien o mal, nos hemos habituado a la idea de que nuestra individualidad habrá de aniquilarse; pero nos resistimos a admitir que la sociedad donde aquélla iba inserta y como arraigada puede morir también. Esto nos acongoja más gravemente y duplica nuestra mortalidad. La sociedad en que vivimos es nuestro suelo, nuestro espacio moral, y nos parece que al morir queda en él de alguna manera nuestro hueco. La imagen de que ese hueco desaparezca también en todo el cuerpo social, que nos rodeó y sostuvo, da el último golpe a nuestra muerte y nos hace morir del todo. Ya sólo cabe la supervivencia abstracta que la fe religiosa propone al creyente: una inmortalidad transmundana y etérea, que para sustentarse tiene que soltar el lastre de nuestra figura histórica.
El pavor que este pensamiento sugiere inspira al hombre automáticamente la tendencia a creer que su civilización no morirá. Recuérdese la certidumbre con que el europeo de hace veinte años daba como definitiva la forma europea del mundo. Se pensaba que era ya imposible una cesura histórica como aquella atroz en que sucumbió el Imperio romano. Y, sin embargo, los hechos del último decenio han hecho vacilar esta convicción. Europa siente que su impulso mengua y entrevé por vez primera el peligro de muerte. De aquí que haya surgido en todas partes, espontáneamente, el tema de las decadencias. ¿Ha sido un bien, ha sido un mal suscitar tan grave cuestión? Hay temperamentos que al contacto con el peligro aumentan su vitalidad. Son los mejores. La existencia amenazada, llena de inminencias, cobra nuevo sabor. Lo demasiado seguro y estable que se alza con un gesto de invulnerable eternidad produce en nosotros una específica angustia. Si hay la melancolía de las ruinas, existe también lo que Nietzsche llamaba la melancolía de las construcciones eternas que se apoderaba del provincial cuando iba a Roma y contemplaba los edificios imperiales. Un mundo en que nada puede cambiar ni nada cabe emprender sería un sepulcro.
El estudio de Max Weber, escrito bastantes años antes que el libro de Spengler, lleva una intención opuesta a la de éste. En vez de mostrar lo que hay de semejante entre la cultura antigua y la nuestra, se propone marcar su diferencia esencial. El título del estudio no es, tal vez, adecuado. De las «causas sociales» apenas si analiza más que una: la económica. Pero ésta aparece tan claramente desarrollada, que es una verdadera delicia intelectual seguir con la mirada el denso resumen formulado por Weber.
Roma es un pueblo de campesinos guerreros. Combaten para ganar tierras. Sus dotes geniales de mando y batalla dan frutos tan superlativos que pronto los campos conquistados exceden a las fuerzas para labrarlos. La cultura antigua no llegó a la máquina. No cuenta con más instrumento de trabajo que el hombre y el animal doméstico. Esto movió a una segunda época de guerras en que ya no se busca ganar glebas, sino esclavos —el instrumentant vocale—, el utensilio parlante. Pero esto trae consigo la progresiva desaparición del pequeño propietario, que había sido a la vez el primer conquistador. No puede luchar con el capitalista de esclavos. El mundo romano se constituye en enormes latifundios.
La nueva estructura económica trae consigo un completo desplazamiento de la existencia antigua. Había sido ésta una vida costera en que el comercio, nunca muy intenso, servía de nexo y ligamen entre las ciudades. La nueva agricultura traslada al hinterland la gravitación social. Pero en las tierras no hay comercio ni medios de ejercitarlo. Los caminos son calzadas militares y administrativas. (El camino militar calzado se llamó originariamente pons; los ingenieros mágicos se llamaron pontífices). Sólo existía el canje entre la industria urbana y los productos del campo próximo. Pero el pequeño propietario, no pudiendo competir con el latifundio, comienza a cubrir por sí mismo todas sus necesidades. Ya no compra en la ciudad. Se aísla en su gleba. Por otra parte, el ciudadano rico se surte de sus propios oficiales. Consecuencia: el obrero industrial urbano que nunca había sido muy numeroso, pierde toda importancia y comienza la emigración al campo.
Este sencillo ciclo de marea resume la historia antigua en su haz económico. Se inicia formando las urbes: el campesino va a la ciudad. Los sinokismos o ayuntamientos que originan siempre la ciudad clásica, no consisten en otra cosa. Los propietarios ricos del primer tiempo se van a vivir juntos en civilidad; ellos forman las «gentes», el «senado». A este flujo sigue el reflujo; la ciudad es reabsorbida por el campo. El gran propietario, con excepción de las viejas familias romanas, se recluye en su pilla, en su latifundio, donde acaba por ejercer autoridad y hacerse señor. De este modo, el Imperio queda atomizado, casi literalmente, hecho polvo.
Pero las fabulosas conquistas imperiales requieren un ejército gigantesco, y este ejército, una cantidad muy grande de numerario. El Estado aprieta entonces a las ciudades, único lugar donde los últimos restos de comercio en moneda perduran. El campo, compuesto de islillas económicas, cada una de las cuales se basta a sí misma, ha vuelto al comercio en especie. La vida en la urbe se hace imposible. Los ricos son obligados a ejercer los cargos municipales y tienen que responder con su fortuna del contingente municipal ante el erario. Otro motivo para la fuga al campo.
En esto las guerras han llegado a la expansión máxima. Se ha acabado la caza de esclavos. El utensilio humano escasea y se encarece. La economía antigua se estrangula a sí misma.
La escasez de mano de obra obliga a no permitir trashumar al obrero ni al esclavo: quedan adscritos a la gleba. Pero, a la par, el Estado renuncia a extraer del campo soldados y se entrega a las razas extremas del Imperio, a las menos romanizadas. El ejército se hace puramente mercenario, con lo cual aumenta el presupuesto de guerra, al paso que hay menos numerario en el mundo. Como dice Weber, toda la política del Imperio en sus últimos siglos es buscar dinero.
Entretanto, los bárbaros fatigan el flanco norte del enorme cuerpo romano. ¿Cabe sostener con ejércitos interiores el limes, el valla dar que corre de las Islas Británicas al Cáucaso? Llegó un momento en que no hubo más remedio que buscar en los mismos bárbaros a los defensores. Los germanos pedían tierras, y el Imperio, haciéndoles pasar los grandes ríos fronterizos, los alojaba en su propio cuerpo, encargándoles de la defensa.
Este fue el final. Como se ve, no hubo tal irrupción. Fue, al contrario, una absorción que el Imperio realizó a fin de poder respirar militarmente. Sus defensores, inevitablemente, acabaron por hacerse sus dueños. Por eso decía Schopenhauer que el Estado debe prevenir «la defensa frente a los enemigos extraños, la defensa frente a los enemigos interiores, y, por fin, la defensa frente a sus defensores».
II
La doctrina de Weber sobre la muerte de Roma puede resumirse así: la economía romana respira esclavitud. Cuando los esclavos faltan, el pez imperial muere ahogado. Conviene, sin embargo, advertir que Weber no pretende analizar en la integridad de sus factores la decadencia de Roma. No es un historiador materialista que reduzca al proceso económico los destinos de un pueblo. Precisamente ha sido nuestro maestro sin par en el arte de descubrir el maravilloso entrecruzamiento de las «causas» dentro de la realidad histórica. La economía influye en todo, claro está. Por eso se puede proyectar la historia entera de un pueblo sobre el plano económico, como la bola del mundo en el planisferio. Pero también es verdad la viceversa. En la economía influye, a su vez, todo. Por ejemplo, lo más remoto de ella en apariencia: la religión. Uno de los magnos trabajos de este magistral autor ha sido justamente volver del revés la tesis marxista y mostrar cómo la religión contribuye a regir el proceso económico. Una raza budista usará coeteris paribus diferente economía que el pueblo israelita.
No es, pues, la intención de Weber decir: porque la economía romana fue tal, Roma sucumbió; sino más bien esto otro: porque Roma fue como fue se desarrolló en ella un proceso económico morboso que acaba estrangulándose a sí mismo. No aspira a revelamos por qué muere, sino cómo es su muerte mirada por el haz económico.
Nadie ha explicado todavía por qué un gran organismo histórico llega al aniquilamiento. De lo único que podemos estar seguros es de que cuanto mayor sea aquél, menos poder tendrán sobre él las causas externas. Un Municipio puede ser destruido por un terremoto o por una epidemia. Una pequeña nación puede sucumbir en unas cuantas batallas. Pero todo un «mundo», como fue Roma, está inmunizado para accidentes parejos. Tiene, pues, razón Weber cuando empieza su ensayo diciendo: «El Imperio romano no se derrumbó por causas exteriores, tal vez como consecuencia de una evidente superioridad de sus enemigos». Los «mundos» sólo mueren de muerte natural. Dentro de ellos hay que buscar los asesinos. No hay, pues, irrupción de los bárbaros. Esta idea, tan de viejo cuadro histórico, fue inventada por los literatos de la decadencia romana, que eran, como suelen ser los literatos de todas las épocas difíciles, superlativamente reaccionarios. Incapaces de crear cultura, llamaban así a la tradicional. Cuando los escritores tenían todavía talento —Tácito, por ejemplo—, entrevén que lo verdaderamente nuevo, progresivo, es el bárbaro, aunque o, precisamente, porque ni tiene Senado ni compone párrafos ciceronianos. Esta intuición fresca y abierta a lo real se pierde muy pronto y los literatos vuelven a creer que el progreso es el Senado y la elocuencia. Siempre se ha repetido el mismo curioso fenómeno: los «progresistas» de ayer son los más nocivos reaccionarios de hoy, los que impiden la verdadera acomodación a lo absolutamente nuevo que el tiempo aporta. Son progresistas en línea recta. Los chinos creen que los diablos avanzan sólo rectilíneamente, y por eso, les basta poner un biombo ante la puerta de la habitación para que el tozudo diablo tenga que detenerse. De aquí también el encorvamiento de los tejados: el diablo, al deslizarse por ellos, no puede caer a tierra, sino que sale despedido otra vez en línea recta hacia el espacio, como la pelota de la cesta vasca. El buen literato de decadencia se dedica a componer acrósticos indolentes mientras ve llegar a los grandes bárbaros blancos. Luego se queja e inventa la irrupción en largas elegías verbipotentes, mientras los pueblos salían a recibir a las huestes francas o godas como a salvadores.
La verdad es que ya en tiempo de Alejandro Severo, en el ejército no había romanos ni casi latinos. Los mejores soldados eran germanos, y en el antiguo marco de la legión comienza a articularse el sentimiento feudal.
Pero la frase de Weber antes transcrita añade algo que no comprendo bien: «El Imperio romano no se derrumbó por causas exteriores, tal vez como consecuencia de una evidente superioridad de sus enemigos o de la incapacidad de sus conductores políticos». Sorprende que la incapacidad de los conductores políticos sea considerada como una causa externa. Si por capaz se entiende sólo la figura genial —y a ello apunta extrañamente Weber nombrando a Estilicón—, no hay duda que su advenimiento o su ausencia son puro azar, y, por tanto, hechos externos al destino íntimo de un pueblo. Pero los genios no son la potencia decisiva en historia —quede para otra vez la precisión de este pensamiento—, sino que, por el contrario, el factor decisivo es el tipo medio de los individuos. Aun en los casos de aspecto absolutista no son nunca uno o varios hombres quienes conducen un pueblo, sino clases enteras de que aquél o aquéllos son el exponente y el símbolo.
Pues bien: el tipo medio del romano es, desde tiempos de César, evidentemente incapaz para la colosal misión que le incumbía. Los romanos tuvieron siempre el don de mando, un talento específico que no debe confundirse con otras calidades próximas. Pero fueron de sólito muy poco inteligentes. (Aproximadamente, los mismos síntomas que presenta el inglés). Mientras bastó con las dotes de mando, floreció la historia romana; mas en cuanto las circunstancias se fueron haciendo más apretadas, más sutiles y exigían una dosis mayor de agilidad mental, de plasticidad intelectual, comenzaron a fallar. En Roma no había más que políticos en seco, sin atmósfera intelectual ideológica, científica. Aquellos magistrados poseían unas cabezas de sillería como la empleada en sus formidables edificios. Vivían de ciertas ideas elementales y «eternas», que habían inspirado la vida romana desde su iniciación. Sería interesante y nada difícil mostrar cómo paso a paso, desde tiempo de los Gracos, la realidad se va apartando de las ideas canónicas alojadas en la inmutable testa del romano. La distancia es cada vez mayor, hasta hacerse prácticamente absoluta. En su esencia última, las instituciones son en tiempo de Diocleciano las mismas que en tiempo de Escipión. El romano no inventa.
Yo he sostenido que en los últimos dos siglos de Europa la política ha padecido un exceso de intelectualidad, con perjuicio de las dotes imperativas. El caso de Roma es perfectamente inverso: sobra de don de mando —terquedad, dureza y soberbia— y falta de aquel mínimo de deporte intelectual que mantiene alerta el espíritu y le permite modelarse blanda y exactamente sobre la cambiante realidad. En esto, como en todo lo vital, el acierto es cuestión de tacto y mesura. Ni política de ideas, ni política sin ideas.
Pero conviene describir concretamente, siquiera sea en esquema, esa limitación de la mente romana que le impidió inventar modos de gobierno donde la realidad se holgase fructuosamente. Ello dejará en el ánimo como un dibujo ideal de la ecuación perfecta en que debe hallarse el don de mando y la agudeza intelectual. Siempre he sido hostil a Platón, porque sostuvo que los filósofos debían gobernar. ¿Qué mal habían hecho a Platón para desearles semejante destino? Preferible es que los filósofos se ocupen sólo en pensar y que, de cuando en cuando, los gobernantes lean lo que los filósofos han pensado, no para hacerles caso —¡eso de ninguna manera!—, sino tan sólo por vía gimnástica y como puro ejercicio.
III
Sabido es que el Mediterráneo no da a gusto otros frutos políticos que el Estado-Ciudad, la Polis, una urbe con su breve cinturón de campiña en derredor que se otea desde la plaza ciudadana. La urbe es, ante todo, esto: plazuela, foro, ágora. Lugar para la conversación, la disputa, la elocuencia, la política. En rigor, la urbe clásica no debía tener casas, sino sólo las fachadas que son necesarias para cerrar una plaza, escena artificial que el animal político acota sobre el espacio agrícola. Esto fue Roma también. A esto tendería, abandonado a sí mismo, nuestro Levante. Siempre que se le deja, echa a correr hacia el cantonalismo.
El Estado romano es una democracia, bien que aristocrática. El pueblo —populas— decide, mediante elecciones periódicas, de los destinos nacionales.
El campesino viene a votar a la ciudad, en persona. Perfectamente. ¡El ideal de la democracia! Pero he aquí que Roma conquista el Lacio. Al cabo de poco tiempo, y a fin de asegurar la solidaridad de los latinos, les otorga la ciudadanía. Ya tenemos con esto la primera incongruencia entre la forma política romana y la realidad social bajo ella. Porque el Lacio no es ya la franja rural en torno a la urbe. Es una ancha provincia. ¿Cómo pretender que los ciudadanos latinos vengan a votar a la ciudad? Inevitablemente empieza a crearse un número de electores profesionales que suplantan la voluntad ausente de los lejanos. La urbe propiamente tal ha crecido. Se ha formado en ella una plebe numerosa, que formará el material votante sobre el cual van a ejercer sus manejos los inquietos, los ambiciosos, los díscolos.
Pero he aquí que Roma conquista toda Italia. Los italiotas —como en su tiempo los latinos— aparecen primero bajo la especie de aliados. Esto quiere decir que soportan todas las cargas y no tienen casi ningún derecho. En este momento sobrevienen los Gracos, cabezas confusas de revolucionarios siglo XIX. No saben bien lo que quieren ni lo que no quieren. Valientes y torpes, ambiciosos y a la par generosos, pertenecen a ese tipo de hombres nacidos para disparar juntos todos los problemas y no resolver ninguno. Son mentes vagas, almas patéticas, atraídas teatralmente por gesticulaciones heroicas que han visto antes en libros. Los Gracos se embriagan hablando, por cierto, muy bien, a lo Chateaubriand, en tiradas sentimentales que producen la borrachera demagógica en la enorme plazuela de los comicios. Ello es que los Gracos desencadenan de golpe la tempestad de todos los conflictos latentes, y Roma no vuelve nunca a estar tranquila. Prometen a los italiotas la ciudadanía, revuelven a los pobres contra los ricos (ley agraria), indisponen a la burguesía (équités) contra los nobles (senatoriales). El primer resultado fue la rebelión de los aliados y la penosa guerra subsecuente.
Hubo un momento en que los aliados tuvieron ganada la partida. Entonces deciden crear frente a Roma otro Estado. Pero el Estado que forman es idéntico al romano. Las mismas instituciones, el mismo método electoral con presencia de cuerpo. Designaron como capital a Corfinium —si no padezco error.
(Los lectores sabrán ser indulgentes si se desliza alguna equivocación adjetiva; no escribo rodeado de libros ni de notas, sino como un romántico, entre rocas ásperas y lentiscos, mientras delante, al horizonte, forma el mar su gran curva de ballesta pronta a disparar nuestro corazón, que siente afanes de flecha y es ya de suyo una cruenta herida).
Poco después concede Roma de buen grado a los italiotas los plenos derechos civiles. Pero ¿cómo irnos y otros no advierten el carácter ilusorio de éstos? ¿Cómo iban a votar en Roma electores tan distantes? Italia está ya hecha. Es un cuerpo enorme; pero se sigue queriendo que venga a votar a la plazuela, junto al Tiber.
Los pueblos se van haciendo mediante la aglutinación progresiva de elementos extraños entre sí. Viven de la cohesión lograda, y mueren por disociación de lo que un tiempo estuvo unido, sólido, compacto.
Si antes hemos tomado, siguiendo a Weber, una vista económica de la decadencia romana, ahora podemos verla en su aspecto político. Y nos sorprende encontrar que un simple defecto de técnica electoral pueda traer consigo la ruina de tan magnífico cuerpo social. Sin embargo, es así. Parece inconcebible que no viniera a la mente del romano una idea tan simple, para nosotros tan obvia, que desde sus comienzos, como la cosa más natural del mundo, existió en las naciones europeas: la idea de la representación política. La porción ausente y lejana de la sociedad puede estar presente de manera virtual, sin más que elegir un representante de ella. Para poseer tal idea, basta con ejecutar una sencilla abstracción y advertir que la voluntad de un ser puede actuar donde no llega su cuerpo. Si el romano no arriba a ella es simplemente porque era incapaz de esta abstracción. Topamos, pues, con una limitación absoluta, en seco, sin motivo ni justificación. No se trata, sin embargo, de un azar. Todo Jo contrario. Al romano le faltó esta idea de representación política, lo mismo que al carnero le faltan las alas. Es una limitación constitutiva. Las causas internas de toda gran decadencia histórica no son más que esto: las limitaciones nativas, iniciales. Cada raza ha llegado al área histórica con su destino preformado, su curva prescrita, y no ha habido manera de reformar su trayectoria. La salvación sólo podría venir si en un cierto momento esa raza tuviese la clara conciencia de su limitación y se esforzase en corregirla con heroico denuedo, tanto más heroico cuanto que habría de ejercitarse sobre su propio ser. Este es hoy el problema de Europa en general, y de España en particular. O vemos bien nuestras limitaciones y nos resolvemos a subsanarlas, o moriremos sin remisión.
La estupidez de los que predican casticismo no les deja ver esta razón profunda e irónica que me ha llevado siempre a no halagar las viejas virtudes españolas y a pedir, en cambio, su complemento. Las virtudes que no tenemos son las que más importan. Los flancos restantes se hallan de sobra defendidos.
La exigencia de que el votante estuviese presente, no representado, produjo en Roma efectos tan decisivos como desastrosos.
Sobre todo, el más gravé: la disociación entre la provincia y Roma. Los habitantes de ésta son, a la postre, los únicos votantes efectivos y, en consecuencia, la única porción políticamente activa de aquel inmenso Imperio. El resto del cuerpo social no cuenta. Esto trae consigo una condensación fabulosa de politicismo en Roma, una hiperactividad francamente neurótica, formalista, sin contenido. Por el contrario, la provincia se acostumbra a no intervenir en los destinos del Imperio, ni en los suyos, cada vez más absorbidos por el Poder central. La depresión, la desmoralización, la inercia crecen. No puede surgir ningún movimiento que reúna en amplia solidaridad un territorio provincial. Al revés: la provincia se atomiza políticamente —como la vimos atomizarse económicamente. Es inútil esperar que en ella se preparen nuevas fuerzas directoras para el Imperio. No pudiendo actuar, los provinciales pierden todo entrenamiento público y, sin la enérgica selección, que sólo es posible sobre gente que está en ejercicio, degeneran día por día.
Entretanto, la política de Roma va siendo presa exclusiva de la técnica electoral, y tiene que entregarse a los jefes de bandas. Pronto estas bandas operan con armas. Hacia el año 70 antes de Cristo dominan en Roma unas cuantas partidas de la porra —las famosas bandas de Clodio, ni siquiera compuestas por verdaderos ciudadanos. Hay una carta de Cicerón —no puedo recordar su singladura— donde se queja amargamente de esto y hace notar que en los comicios ya no intervienen romanos, sino frigios y misios, griegos y judíos, esclavos y gladiadores. Se ha llegado, como siempre en estos procesos de degeneración política, a la acción directa. No va a tardar en producirse el hecho irremisible; las legiones recabarán para sí el exclusivo ejercicio electoral y nombrarán emperador. Pero esto pertenece a otro haz de la historia romana, que apuntaré otro día; es la otra grande y progresiva disociación entre el cuerpo de votantes y el cuerpo de guerreros que primitivamente eran uno solo y formaban el populas, vocablo que significa propiamente «nación armada». Hay un momento decisivo en la historia de Roma: el siglo 1 antes de Cristo. Vemos hoy con suficiente claridad que la civilización antigua pudo salvarse, a no ser por las limitaciones y la testarudez de la mente romana. El organismo social gobernado por ésta había adquirido proporciones gigantescas y no podía ya vivir políticamente de Roma. Era menester vivir de otras potencias sociales nuevas, y éstas no podían ser más que las provincias. Siempre hubiera quedado a Roma el papel tradicional de cabeza pública y suprema rectora de los pueblos. Pero el tratamiento a que las provincias estaban sometidas las habían envilecido.
Un hombre maravilloso tuvo la genial intuición de que para salvar a Roma era preciso exaltar la provincia. Este hombre, para mi gusto el más grande que ha existido nunca, se llamaba César y era de la gente Julia.
Como decía Goethe, todo ser en que una especie culmina no pertenece ya a esa especie. En César, el alma romana se escapa de sí misma. Es milagroso el caso, pero en medio de las limitaciones «antiguas» aparece de pronto un hombre «moderno». Lo es en tal medida, que no nos extraña su «modernidad» en el detalle; por ejemplo, su invención del periódico y del Diario de Sesiones, que debía unir a Roma con todo el orbe —Urbi et Orbi—; su preocupación por la medida del tiempo (reforma Juliana del calendario), todo en él nos parece perfecto, elegante, sustancioso y sublime. «Formidable y encantador» le llama un autor reciente. Lo único que nos perturba un poco es su pederastia accidental.
Pues bien: este César, hijo de Venus, en quien se ha destilado exquisitamente todo el pasado de Roma, comprende que el Estado tiene que cambiar de forma y de fondo. Es preciso inventar nuevas instituciones y despertar nuevas energías sociales de especie orgánica. Él va a dignificar la provincia frente a Roma. Y como las provincias asiáticas son razas caducas, enquistadas en arcaicas y petulantes civilizaciones, César se vuelve hacia los pueblos jóvenes y se determina a poner en forma «las naciones bárbaras». De aquí la conquista de las Galias. Pero la idea era demasiado sutil, demasiado compleja y vasta para alojarse en las cabezas putrefactas de la vieja aristocracia romana, inscritas fatalmente dentro de la idea «República», es decir: Senado, tribunos, comicios con presencia corporal. «La república es ya sólo un vocablo» —decía el genio de César—. Y esto le ponía frenético a Cicerón, literato y orador, para quien los vocablos lo eran todo. El intento de superar la limitación romana costó la vida a César. Ninguna otra mente antigua logró «ver» de nuevo su idea. Menos que nadie su heredero, el discreto Augusto, que se instala, desde luego, en los límites del alma romana.
En grande o en pequeño, toda historia nacional llega a un punto en que para recrecer necesita dejar descansar la vieja capital y esperarlo todo de la provincia; un momento en que es preciso despertar la periferia del gran cuerpo político y gritar: «¡Eh, vosotras, las provincias: es preciso que dejéis de ser provincianas! He aquí llegada la hora en que tenéis que aprontar vuestros impulsos intactos. El Estado renacerá de vosotras o no renacerá. ¡Eh, las provincias: de pie!»
Agosto 1926.