PARA UNA CIENCIA DEL TRAJE POPULAR[173]
CON su máquina fotográfica Ortiz Echagüe ha conseguido algo épico… No sé bien qué: ¿tragedia, comedia, fábula más bien? Pero estas páginas nos cuentan historias mudas de dos héroes. Los dos protagonistas son Paño y Piedra. Nos ostentan, con cierto cinismo entre orgulloso y zumbón, sus músculos, sus masas, sus poros, sus luces, sus sombras. La Piedra, más segura de sí misma, se suele quedar al fondo, donde afirma su dureza geológica. Y, sin embargo, juega consigo misma a curvarse como un junco en el arco, en el portal, a bombearse en la panza de los torreones, a enternecerse en los detalles íntimos de un blasón que florece sobre la sillería granítica. El Paño, menos confiado en su destino, se adelanta al primer plano, como un tenor, para cantarnos su aria romántica, para que le veamos bien y nos interesemos por su suerte. Tienen también estos trajes extemporáneos, al acercarse a quien contempla las fotografías de Ortiz Echagüe, algo de animales exóticos, que en el Zoo, tras los barrotes, se aproximan al visitante con la esperanza de que les eche algo.
No es impropia esta imagen que sugieren, porque, en efecto, como muchos animales de Zoo, no existen ya o van muriendo en sus territorios naturales. Seguramente, el que recorra estas láminas admirables recibirá una impresión extraña de equívoca mascarada. El pueblo, que si es algo peculiar es precisamente vida espontánea y que se ignora a sí misma, aparece aquí como sorprendido de ser tal y cual es, como representando, por eutrapelia, un papel que algún poeta erudito le ha compuesto, es decir, viviendo la definición que de él ha dado alguien que no es pueblo.
Y es que el pueblo, capaz de vestir con ingenuidad este indumento, ya no existe o casi no existe. Donde, por azar, perdura aún, es cuestión de horas su desaparición. Podrá usar todavía en su vida normal tales anacrónicos atavíos, pero ya ha decidido arrumbarlos. Por dentro es incompatible con su atuendo. Es la larva irnos minutos antes de rasgar su forma, cuando siente ya bajo ella agitarse la seda de unas alas definitivas.
Haber fijado este instante crítico, equívoco, irónico, es lo que da, a mi juicio, mayor calidad estética a la obra de Ortiz Echagüe. Lo otro hubiera sido o inocente o inhumano: complacerse en que unos hermanos nuestros usen un plumaje absurdo y parezcan seres infrahumanos, raras especies ornitológicas, o bien tapires y okapis.
Aunque he caminado bastante por los caminitos de España, no conozco más que un rincón donde el traje popular, tradicional, en vez de retroceder se haya afirmado. Es el pueblo de Lagartera. ¿Quiere decir esto que por un estrambótico destino los vecinos de este lugar viven hacia atrás y sufran lamentable involución? Todo lo contrario. Al decidir la repristinación de los viejos atavíos este pueblo ejercita de la manera más curiosa su modernismo. Lo moderno es Ja industria y la explotación. Pues bien, los lagarteranos, que habían ya casi abandonado sus usos indumentarios, conservaron la tradición de sus bordados. Algunos finos aficionados —sobre todo de la Institución Libre de Enseñanza—, pusieron de moda, va para treinta años, estas labores tan propias para el ornato de las casas actuales, y el bordado lagarterano se convirtió en industria que explota sobre todo al turista. Pero la industria moderna necesita del reclamo. Y he aquí que, como anuncio de su industria tradicional, resuelve el pueblo entero de Lagartera rehabilitar sus antiguas ropas. Por las calles de Madrid se ve pasar a las lagarteranas llevando las mercancías a domicilio: van con sus faldas huecas y sus colorines, con aire de faisanes. El entusiasta de lo castizo, que suele ser un alma torpe o ingenua, se conmueve ante el contraste de esas figuras que representan al pueblo eterno y las novedades técnicas de la gran urbe actual. ¡Cuál no sería su desilusión si cayesen en la cuenta de que, bajo esa tupida fronda de haldas multicolores, se oculta el espíritu hipermoderno de Mr. Ford —nada tierno, nada romántico, que cínicamente acepta la farsa de sí mismo, con tal de vender su manufactura!
Raro será el sitio donde el pueblo no sienta ya como disfraz su traje popular. Esto significa, en prieto resumen, muchas cosas; significa casi entera la lista de problemas sugestivos que el traje popular plantea.
Parece increíble, pero, que yo sepa, no existe un solo estudio sobre el traje popular. Cien veces se han descrito los usos indumentarios de tal o cual país. Pero nadie se ha parado a meditar sobre el hecho genérico del traje popular, sobre su naturaleza y las leyes de su variación.
El fenómeno que acabo de señalar —que nuestro pueblo siente como un disfraz su traje tradicional— pone de manifiesto una de esas leyes. Por cierto, sorprendente. Es ésta. El pueblo no usa en todas las épocas históricas un traje popular, sino sólo en algunas. Por ejemplo, en la que ahora entramos se desnuda de sus pintorescos y peculiares ropajes y adopta el traje común universal. El hecho es terráqueo. En estos años cuelga el mandarín su vesta cromática de pájaro humano y se introduce en el inameno completo del europeo. En Turquía, Mustafá Kemal siega en un día todas las chechias de Anatolia y las sustituye por el chapeo occidental. Lo propio acontece en los pueblecitos de España. Hay, pues, épocas de uniformismo indumentario que hacen desaparecer los atuendos populares. El Imperio romano fue tiempo de esta índole e impuso el traje latino desde Palmira a Lusitania, desde el Sahara al Vístula, desde el Cáucaso a la isla de los britanos. En cambio, hay otras sazones de heterogeneidad triunfante en que cada pequeña región da caprichosamente su traje particular.
Dentro de Europa, las clases sociales superiores han mantenido siempre un formato común de vestimenta, bien que modulado diversamente. Las diferencias radicales eran, en cambio, atributo popular.
Conviene, sin embargo, defenderse de la ilusión óptica que suele producir todo lo popular, en virtud de la cual nos parece antiquísimo, vetusto y espontáneo. En realidad, los trajes populares no son ni más ni menos modas que los usados por las aristocracias. La única diferencia consiste en que el tempo de variación, de modificación, es mucho más lento en el pueblo. Esta lentitud hace que se olvide el origen de la vestimenta y que parezca nacida espontáneamente, por una profunda y latente inspiración étnica. De aquí el culto romántico al casticismo de los trajes pueblerinos. Pero este culto no es más que inocencia. He aquí un gracioso ejemplo. Revolución popular no ha habido en España más que una: el motín de Squilache o de las capas y sombreros. La plebe peninsular ha solido ser mansa. Sufrió todo, soportó todo lo que con ella quiso hacerse. Pero un buen día los gobernantes ilustrados de Carlos III quisieron adecentarla un poco, quitarle el aspecto pintoresco, estrafalario, extraeuropeo que su manera de vestir le proporcionaba. Con este fin se publicó un bando para que todo el mundo recortara sus capas talares y recogiera las enormes alas de sus sombreros. El pueblo se sintió ofendido en lo más recóndito de su ser: era como tocarle a la propia alma tocar a su sombrerazo, que solía llamarse chambergo y gacho. Como la guardia walona era la encargada del orden público y tuvo que ocuparse en dar cumplimiento al bando anticastizo, creció la hostilidad que ya de tiempo atrás sentían por ella los barrios bajos de Madrid. Si el bando, que procedía de un extranjero, Squilache, era ya un atentado sacrílego a Ja espontaneidad tradicional del traje popular, la intervención autoritaria de soldados extranjeros acentuaba su carácter antinacional. Reformar el sombrero castizo ¿no era como extirpar al pueblo su más autóctona personalidad? Y, en efecto, por una vez, el pueblo se sublevó y se dedicó a cazar guardias walonas.
Así cuentan el hecho los historiadores y no hay nada que rectificar a su relación. Sólo les imputo una falta: no decirnos por qué ese sombrero tan castizo, tan consustancial con la raza madrileña, se llamaba chambergo. La palabra huele enormemente a extranjería. Chambergo viene de Schömberg. Y ¿quién fue Schömberg? Schömberg fue el comandante de la guardia flamenca traída a España en tiempos de Carlos II, aproximadamente un siglo antes del motín de Squilache. Esta guardia flamenca despertó también la antipatía popular. ¡Irritaban aquellos hombres barrocos del Norte, tocados con sus enormes sombreros a lo Schömberg! Pero es el caso que, no mucho después, el pueblo matritense adoptó el amplio chapeo extranjero y que dos generaciones más tarde lo consideraban como simbólico fetiche de la más pura casta madrileña. Por defenderlo se entregó denodadamente a linchar guardias walonas, herederos de aquellos a quienes había tomado el sombrero.
Este dato nos invita a reformar nuestra manera de deleitamos con el traje popular. Su gracia no está en su efectiva antigüedad, sino precisamente en la portentosa ilusión de vetustez, más aún de sin-edad, que el pueblo da a cuanto adopta, aunque sea de ayer. Esta es su peculiar y genial ironía. Mientras las clases superiores acentúan la novedad de cuanto usan y hacen, cayendo siempre, más o menos, en una gesticulación de parvenus, aunque no lo sean, el pueblo parece complacerse en lo contrario, y da a su traje y a su canto y a su vocablo pátina de milenio y resonancias inmemorables.
Ningún traje popular es autóctono ni eterno, y, sin embargo, todos lo parecen. Esto es lo interesante, lo sugestivo. En esto revela, efectivamente, la clase inferior social su potencia de estilo. La auténtica antigüedad de un objeto usado por ella, y sólo por ella, no permitirá reconocer su fuerza de creación artística, personalísima, impregnadora de cuanta materia toca.
El único indumento popular que es de verdad eterno es el harapo. El mendigo que con fruición dibuja una y otra vez Rembrandt es idéntico al de Goya, y ambos no se diferencian del mendigo medieval. Lo cual —entre paréntesis— nos insinúa sutilmente que, como el harapo, el oficio que simboliza es un modo eterno de ser hombre, un modo radical, invariable, categórico, en comparación con el cual todos los otros modos de ser hombre resultan transitorios, mudables y anecdóticos. El mendigo es acaso la forma más pura de conservarse Adán al través de la historia. Por ello, nuestro lenguaje vulgar dice del que va harapiento que va hecho un Adán.
Pero prosigamos un poco más estos primeros apuntes para una historia natural del traje popular. Hemos dicho que no suele ser muy antigua; ahora añadamos que su origen no suele ser popular. ¿De dónde proviene entonces? No cabe duda; de las aristocracias. El traje de la hembra popular aragonesa y el de la valenciana son el traje de la dama dieciochesca, interpretado en material humilde por oficiales toscos. El traje de la ansotana y de casi todos los valles altos es el traje mundano, usado por las señoras a fines de la Edad Media y durante el Renacimiento. ¿Se advierte la curiosa ley que esta observación nos descubre? En las tierras bajas y abiertas, el traje popular femenino procede de una moda aristocrática relativamente reciente. Es decir, que la aragonesa adoptó lo que hoy consideramos como su ropa castiza, cuando esa ropa era el uso universal en las clases superiores, en Madrid como en Versalles. Por tanto, en una época de uniformismo, en que el pueblo no quiere parecer heteróclito, ni pintoresco, ni castizo. Por el contrario, en las aldeas de la alta montaña, en los vallecitos angostos y perdidos del Pirineo ha quedado retenida una moda aristocrática mucho más antigua. Evidentemente hubo un tiempo de pleamar, uniformador a fines del Renacimiento, que llevó los usos de vestimenta a la sazón vigentes hasta los últimos pueblos montañeses, como el diluvio elevó el arca de Noé hasta la cima del monte Ararat. Aquella pleamar fue seguida de un reflujo de siglos, en que predominó la heterogeneidad en el vestir regional, y las modas popularizadas hacia 1500 quedaron encalladas en la montaña, fijas, estabilizadas. De esta manera, los trajes de cada región son como los putrefactos signos de corrientes sociales que un día llegaron hasta allí, depositando en aluvión formas de ornato y vestidura, que procedían de los centros urbanos más refinados y remotos.
Hay, es cierto, trajes populares femeninos cuya oriundez aristocrática es menos clara. Pero da la casualidad de que esos trajes parecen todavía menos autóctonos y peculiares que los citados. Así, el vestido lagarterano es casi un lugar común de toda Europa; con ligeras diferencias se encuentra en todo el centro y el norte del continente. A veces, como ante el traje de joven jamallera o de la nena en fiesta, que Ortiz Echagüe reproduce maravillosamente, recordamos atavíos centroasiáticos o de Siam.
Con todo respeto para opiniones divergentes de la mía, diré que, a mi juicio, el traje más misterioso, más relativamente autóctono, más extraño y de más fino sabor castizo es el que pudiera parecer más moderno de todos: el traje andaluz femenino, con volantes o faralaes. No creo que se encuentre nada parecido en el resto de Europa ni en Asia. Sólo lo hallamos donde los españoles lo llevaron, como en América. Sin embargo, la arquitectura de esta falda parece circunscribirla al siglo XIX. En la galería de Ortiz Echagüe —y en la realidad— no hay otro indumento popular de aspecto más contemporáneo. Pero si desandamos cuatro mil años, la volvemos a encontrar idéntica en las diosas de Creta. Allá, en el Oriente mediterráneo, las mujeres vistieron faldas gitanas hace cuatro milenios. Y —¡curiosa coincidencia!— esas mujeres de Creta asistían con mantillas a corridas de toros. Se conservan trozos de mosaico, donde aparecen unas damas, contemporáneas del rey Minos, o poco menos, que desde un palco contemplan una fiesta tauromáquica. Son unas sevillanas o malagueñas inconfundibles. A mí la cosa no me sorprende demasiado, porque desde hace mucho sostengo que los andaluces proceden del Asia menor, y son parientes de los cretenses, de los etruscos y de otros pueblos, hasta hace poco misteriosos, que en cierta altura de la historia se desparramaron por el Mediterráneo y fundaron Estados admirables, entre ellos Tartasia. En el libro de Schulten puede verse una descripción de la vida tartesia hacia el año 1000 a. de C., y sorprenderá la identidad de carácter y usos entre aquellos hombres y nuestros floridos contemporáneos los andaluces.
Diciembre 1929.