DESTINOS DIFERENTES
UN análisis apretado de la situación actual italiana en comparación con la española permitiría formar dos listas: una, de los atributos en que ambas coinciden; otra, de aquellos en que divergen. El resultado sería, sobre instructivo, útil, porque contribuiría a prevenir el futuro. Es lo más probable que en ese futuro se acentúe la divergencia entre los destinos de una y otra nación que un momento han podido parecer coincidentes. Una grande razón hay para ello: la diferencia profunda entre el alma italiana y la española, e importa mucho que los gobernantes no la echen en olvido si quieren evitarse sorpresas. Si de esta suerte tomamos a larga distancia una vista del alma italiana y del alma española, nos encontraremos sorprendidos por su radical diferencia. Son los dos pueblos más viejos de Europa, batidos por las mismas olas, trabados históricamente en tratos seculares, y, sin embargo, el ethos del uno es casi opuesto al del otro. Siento emplear el vocablo ethos, que es demasiado académico para no ser desagradable. Pero urge inculcarlo en el uso banal, porque, de una parte, no es fácil sustituirlo, y de otra, se refiere a cuestiones sobre que cada día será forzoso hablar más. Entiendo por ethos, sencillamente, el sistema de reacciones morales que actúan en la espontaneidad de cada individuo, clase, pueblo, época. El ethos no es la ética ni la moral que poseamos. La ética representa la justificación ideológica de una moral, y es, a la postre, una ciencia. La moral consiste en el conjunto de las normas ideales que tal vez aceptamos con la mente, pero que a menudo no cumplimos. Más o menos, la moral es siempre una utopía. El ethos, por el contrario, vendría a ser como la moral auténtica, efectiva y espontánea que de hecho informa cada vida. En este sentido el ethos de una clase social, del militar, por ejemplo, es diferente del ethos del intelectual o del industrial, y, sin embargo, sobre todos ellos impera —idealmente— una sola y misma moral.
Frente al español se caracteriza el ethos italiano —para escoger una nota entre muchas— por una evidente preferencia de cuanto en la vida es exteriorization. El italiano tiene el genio plástico. En lo estético y en lo social. Cultiva el gesto, la actitud, la vertiente de sí mismo que da al prójimo. Se complace en las formas opulentas. Él dio al catolicismo su magnificencia ornamental y suscitó en los lienzos del Renacimiento aquel espléndido boato de fiesta. Siente, en efecto, la vida como fiesta, ceremonia, solemnidad y carnaval. En arte es el único pueblo europeo que ha cultivado el desnudo (en el estilo francés, la mujer no se desnuda para el arte, sino con fines ulteriores). El ethos español parte de preferir lo interno. Es sorprendente que, siendo meridional, sea tan reconcentrado. No es sensual ni ostenta el desnudo. Sus fiestas son de escasa apariencia —las fiestas negras de Vasconia y Castilla—, y la gracia evidente que rezuman es, en efecto, zumo, exhalación de una intimidad, alma que se escapa, no carne que se exhibe. Una excepción hay en todo esto: la zona levantina, que en muchas cosas se parece más a Italia que al hinterland ibérico.
Otra diferencia paralela encuentro en un orden que tiene importancia decisiva para los destinos políticos de ambos pueblos. El italiano antepone la vida pública a la vida privada. Siempre ha sido así. En la Edad Media, cuando el resto de Europa conoce apenas otra cosa que relaciones privadas, las pequeñas villas italianas retiemblan del foso a la almena, estremecidas por la vida pública. Dante, que viaja por las postrimerías, que desciende al Infierno y se desliza en el Empíreo, arrastra un equipaje compuesto casi exclusivamente de pasiones políticas. De aquí que haya sido tan frecuente en la historia italiana la violencia pública.
En España ha acontecido siempre lo inverso. La razón de Estado ha solido detenerse con tacto sorprendente ante el hombre privado. Ahora bien: la violencia política consiste precisamente en que el Estado constituido o la organización revolucionaria atente a lo privado del individuo —su vida, su libertad corporal, su hacienda, su honor. A esta propensión del ethos español se debe que no haya habido revoluciones; pero, a la par, que no haya habido tiranías. Cuando en Barcelona comenzaron a producirse crímenes políticos de especie cruenta, la nación sintió tan grande repugnancia que hizo posible el golpe de Estado. Viceversa: un Gobierno de fuerza que ejercitase ésta resueltamente, que empezase a violar la existencia privada de los ciudadanos, suscitaría en el país la misma reacción. Así somos. Anteponemos lo privado a lo público. Esto traerá consigo algunos inconvenientes, pero también los trae —y terribles— el ethos contrario.
Nos repugna la tragedia política. Nos repugna que para obtener ciertos resultados de carácter público —por ejemplo: constituir un Estado fuerte y rigoroso— se cometan crueldades con las gentes, vejándolas, castigándolas, atropellándolas. Por esto, a mi juicio, es poco verosímil un fascismo español. ¿Y no es ello una superioridad de nuestro ethos? ¿No es algo finamente profundo, exquisitamente humano, esta ironía ante lo público, cuando lo público quiere, haciendo de atroz Moloch, engullirse lo privado? Bien está el deseo entusiasta de edificar un Estado magnífico. Yo espero que ha llegado en España el momento de intentar esa ingente creación. Pero con delicada voluntad de evitar toda falta de mesura. La vida es antes y más hondamente vida privada que vida pública. Supeditar por completo aquélla a ésta es una perversión y un error.
Un alma que sin protesta ni nostalgia acepta la absorción completa de lo privado por lo público, nos parece —y con razón— una supervivencia de otros tiempos menos sensibles y maduros. En efecto, el alma italiana es un alma «antigua». El griego y el romano sentían así. Por eso en su historia el crimen es habitual. El individuo no tiene valor como ente privado. Por lo mismo, no tiene derechos. El Estado los asume todos. Cuando Cicerón, ante el crescendo tiránico de César, gime por la libertas perdida, su idea de libertad no tiene nada que ver con la nuestra. Libertad quiere decir, para él, estrictamente, vigencia de las instituciones establecidas. Pero estas instituciones negaban toda libertad al individuo, al hombre privado. El poder público no tenía límites. La libertad romántica —la europea, que brota en la Edad Media y no en 1789, como una noción superficial supone— implica la resolución de poner coto al poder público, de limitarlo, abriendo un amplio margen del derecho al hombre privado como tal.
En España, sólo el levantino posee algunos rasgos de alma «antigua». Los demás preferimos a la tragedia política una suave e irónica familiaridad. Si no fuese así, piense el lector las consecuencias a que el resto de los atributos españoles nos hubiesen llevado. Porque somos frenéticos, fanáticos en nuestra intimidad. Si no existiese en nosotros, como compensación, el asco a usar de la política para aplastar a los enemigos, la historia de España habría sido la más sanguinolenta del mundo.
Este sentimiento de que la gobernación es un ejercicio de suavidad, una operación más bien patriarcal, me parece una exquisita virtud de nuestra alma vieja, que no hay razón para extirpar. La violencia continuada, aunque la ejecute el Estado, revela cierta propensión criminosa en el ethos social de que emana. Esta atmósfera de criminosidad nativa llega a nosotros, en bocanadas, apenas abrimos un libro de historia antigua.
Admiro mucho a Italia, pero no admiro su genio gesticulante y su política violenta. Prefiero el destino español, más delicado y más humano que no hace del Poder público un ídolo y se opone resueltamente a que el Estado machaque a los ciudadanos.
Julio 1926.