REVÉS DE ALMANAQUE
I
A la política de violencia llamaban los griegos jeirocracia; es decir, predominio de los puños.
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A la época clásica de su política, el Churn Tsin, llaman los chinos «primavera y verano».
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El nihilista, no estimándose a sí mismo, sintiéndose incapaz, busca compensación aniquilando los valores del mundo. Así se pone a la par. A su lado Luzbel es un santo, porque su acto supone: primero, entusiasta reconocimiento de que hay una cosa óptima en el mundo: Dios; segundo, deseo de ser como esa optimidad; tercero, convicción subsecuente de que hay otra cosa óptima: él, que es como Dios.
Al nihilista tiene Luzbel que parecerle un ingenuo, porque cree que hay en el mundo algo que vale la pena y se comporta ante ello con sentimientos afirmativos. Luzbel es el snob de Dios.
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Dos defectos de nuestra civilización moderna: enseña derechos y no obligaciones; carece de autoctonía; es decir, que consiste en medios y no en actitudes últimas; deja inculto el fondo de la existencia, aquello de la vida del hombre que es lo absoluto o al través de lo cual ésta se hinca en lo absoluto. En este sentido, nuestra civilización es superficial, y aceptarla o no, tomarla todo o sólo una parte, es cuestión de capricho. Por eso con facilidad creciente vemos desentenderse de su decálogo a las gentes, o tomar de éste sólo lo que en cada caso les place.
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La deserción de las minorías ha sido doble. Durante el siglo XIX consistió en halagar a las masas. Compárese la actuación política de las generaciones que vivieron durante esa centuria. Más concretamente: compárese la idea que tuvo de la democracia cada una de ellas[178]. Para la primera es democracia la obligación que el hombre tiene de conquistar y ejercitar los derechos inalienables del hombre. Los políticos de entonces son puritanos. Su doctrina política es a la vez una moral que exige mucho al individuo. Se revuelven contra las masas, que por definición son inmorales. La segunda generación habla a las muchedumbres de sus derechos, pero no de sus obligaciones. El hombre público pacta con las masas. La tercera generación no se contenta con esto: hostiga las pasiones y la propensión tiránica de las masas, les asegura que tienen todos los derechos y ninguna obligación. A esto llaman dirigir las masas.
Las minorías del siglo XX han desertado de su puesto, no sólo llevando en política al extremo esa faena miserable de la generación anterior, sino también fuera de la política, no sintiendo la urgencia de poner nuevo orden espiritual cuando la crisis sustantiva de la «cultura moderna» lo reclamaba a gritos.
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¿Cuándo hay crisis sustantiva de una cultura? La cultura, rigorosamente hablando, es el sistema de convicciones últimas sobre la vida; es lo que se cree con postrera y radical fe sobre el mundo. Esta fe puede ser científica o no, religiosa o sin Dios. La cuestión es que el hombre vea ante sí, con evidencia decisiva, la arquitectura de su mundo. Porque vivir es tratar con un contorno, afanarse en él, esperar de él y temer de él. Si ese contorno hacia el cual vive se desdibuja por completo, si carece de puntos cardinales en que orientarse, si llega el hombre en su última sinceridad a no saber lo que es posible y lo que es imposible, no puede vivir auténticamente. Como no hay más razón para que haga una cosa que para hacer la contraria se acostumbrará a vivir provisionalmente. ¿No es dramática esta situación? Porque cada cual tiene sólo una vida, y si resulta que de esa vida va a hacer una cosa provisional…
Hay crisis cultural sustantiva cuando el hombre se queda sin mundo en que vivir; es decir, en que realizar definitivamente su vida, que es para él lo único definitivo. Mundo es la arquitectura del contorno, la unidad de lo que nos rodea, el programa último de lo que es posible e imposible en la vida, debido y prohibido[179].
La educación agnóstica del siglo pasado debilitó el afán nativo en el hombre de buscar lo «definitivo», los puntos cardinales para la existencia, y se habituó la mente a moverse entre penultimidades, que al ser sólo esto carecen de necesidad y se presentan como meras cosas plausibles que se pueden tomar o dejar o canjear entre sí. Ejemplo máximo: la ciencia física. Es ella, sin duda, admirable; pero como no resuelve los últimos problemas ni fundamenta el último sentido de sí misma, es perfectamente razonable que un hombre se desentienda de ella. Lo mismo la técnica. El automóvil es un aparato magnífico para ir de prisa de aquí a Socuéllamos. Pero, señor, ¡si yo no tengo nada que hacer en Socuéllamos!
Siempre falta a nuestra cultura ese último garfio por el cual agarre inexorablemente nuestra adhesión. Una cultura —como las ha habido— de que el hombre no puede desentenderse porque está fundida con su existencia individual, es lo que llamo una cultura con raíces, hincada en el hombre, autóctona.
La moderna, al consistir en cosas plausibles y admirables, pero no necesarias e ineludibles, forma una mitología o pluralidad de dioses secundarios, todos convenientes y canjeables, pero ninguno necesario. Sólo el plano de la ultimidad coloca en su sitio al otro: al de las penultimidades. Sólo cuando el hombre de hoy sienta el afán absoluto de ir a algún sitio tendrá verdadero sentido el automóvil.
Una vida sin «mundo», es decir, sin un contorno definitivo, sin tierra firme en que acontecer, es una vida falsa, sin raíces ni autoctonía.
Necesidad del buen radicalismo, del «cardinalismo».
No somos el cuerpo que ha perdido su sombra, sino la sombra que ha perdido su cuerpo.
Todo ello terminará en que el hombre volverá a desear frenéticamente… un mundo.
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Una y misma cosa con el predominio de las masas es la vacación de las minorías dirigentes. La masa se niega a ser dirigida, por creer que se basta a sí misma. Viceversa, las minorías viven para sí y no se sitúan en actitud de dirigir; se especializan y se bizantinizan.
Ahora bien: lo poco que puede el espíritu intervenir en la historia lo lograban antes aquellas minorías. La masa no se dirige, sino que gravita a donde la lleva su peso bruto; por eso es ésta una de las épocas —¡quién lo diría!— en que la historia va más a la deriva de su mecánica irracional y se halla menos en su propia mano.
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El hombre del siglo XIX fue preparado en el siglo XVIII, y el que hoy domina fue preparado en el siglo XIX. Es decir, el buen liberal demócrata fue forjado en un siglo sin libertad ni democracia, y un siglo que gozó de ambas cosas ha producido un hombre antiliberal y antidemócrata.
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El problema es éste: el siglo XIX y la organización del mundo que él nos ha legado es en verdad la conclusión de la Edad Moderna. Es una iniciación también, pero en toda iniciación fenece un pasado. Por vez primera después del siglo XVII hay que volver a inventar: en ciencia, en política, en arte, en religión.
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En 1926 publicó Rostovzeff su libro The social and economic history of the roman Umpire. Es el primer estudio en grande que del Imperio romano se hace, y completa la reconstitución de la República, genialmente lograda por Mommsen. En este libro leo unas palabras terribles:
«La evolución del mundo antiguo encierra una lección y una advertencia para nosotros. Nuestra civilización no puede continuar si no llega a ser una civilización no de una clase, sino de las masas. Las orientales fueron más estables y duraderas que la grecorromana, porque, basándose principalmente en religión, estaban más cerca de las masas. Otra lección es que el ensayo violento de nivelación no ha servido jamás para elevar a las masas. Estas han destruido las clases superiores y no han conseguido más que acelerar el proceso de barbarización. Pero el problema último permanece como un espectro presente siempre e inevitable. ¿Es posible extender una civilización superior a las clases inferiores sin rebajar su nivel y diluir hasta desvanecerlas sus cualidades? ¿No está condenada toda civilización a decaer tan pronto como penetran las masas?» (pág. 486).