EL «QUIJOTE» EN LA ESCUELA
A propósito de la Real Orden que impone la lectura del Quijote en todas las escuelas primarias, escribe en La Libertad Antonio Zozaya: «El Quijote no es lectura para párvulos ni para adolescentes… En la escuda no hacen falta Don Quijote ni Hamlet». Desde que apareció la Real Orden mencionada esperaba yo que alguien se resolviese a decir esto el primero, con el fin de apresurarme a repetirlo yo el segundo. La razón por la cual esperaba cortés a que alguien se me adelantase no importa mucho, aunque podría en pocas palabras expresarse así: los que están condenados a pensar en muchas cosas de distinta suerte que sus convecinos, a ser de otra opinión, a ser heterodoxos, deben economizar cuanto puedan esta su heterodoxia, para que no se tache de afán lo que es más bien una desdicha.
Es seguro que la Real Orden quijotesca parecerá excelente a casi todo el mundo. Como a mí me parece en muchos sentidos un desatino, me complace cargar la responsabilidad de esta opinión sobre los hombros respetables de Antonio Zozaya, escritor tan mesurado y reflexivo, de quien las ideas suelen presentarse avanzando noblemente sobre un fondo de elevada filosofía.
No quiere esto decir que yo coincida con el resto del artículo que el señor Zozaya escribe. Sus ideas pedagógicas difieren notablemente de las que yo tendría si alguna vez me atreviese a tener ideas pedagógicas. Conviene, pues, para nuestra común oposición a la escolaridad del Quijote, que se advierta cómo desde puntos de vista dispares y aun antagónicos se llega a la misma conclusión.
La lectura del artículo citado me deja la impresión de que el señor Zozaya defiende una pedagogía practicista del giro usado en la segunda mitad del siglo XIX. Don Quijote y Hamlet le estorban en la escuela porque «no capacitan, no preparan para la vida». Si yo, por un desliz, me sorprendiese alguna vez en flagrante pedagogía, también habría de ser practicista, y, como el señor Zozaya, pensaría que la escuela tiene por única misión capacitar, preparar para la vida. Pero se trata sólo de una aparente coincidencia fundada en el equívoco que yace en esas palabras.
«Preparación para la vida» significa, en la intención del señor Zozaya, aprendizaje de ciertas técnicas particulares que permiten ejercer con alguna perfección determinadas funciones vitales. Si preguntamos a su artículo cuáles son esas funciones vitales cuya técnica es de máxima urgencia aprender, nos encontramos con que el señor Zozaya no se refiere a aquellas actividades esenciales de la conciencia humana que en todo tiempo y condición, con unos u otros pretextos, ejecuta el hombre, y que, por tanto, constituyen en nuestra especie el repertorio fundamental y perenne de la vida. El señor Zozaya propone que se lean en la escuela los periódicos con preferencia a toda otra literatura. Esta opinión, en que yo no puedo acompañarle, nos revela cuáles son las funciones vitales que a su juicio deberán ser más urgentemente educadas. Porque el periódico no es expresión de la vida, sino sólo de la faz que hoy tiene la vida. El periódico es actualidad y superficie. La vida íntima, personal y profunda se halla casi por entero excluida de él: el periódico hace resaltar sólo la vida social, y aun de ésta pone en primer término lp más periférico: la política, la técnica, la economía.
Lo importante —se dice— es que el niño averigüe pronto qué es un ferrocarril, una fábrica, una letra de cambio. La vida real se compone del uso de esas cosas, y cuanto mejor se conozca su estructura y manejo más fácil será el triunfo en la «lucha por la existencia».
No voy a dudar yo de la utilidad de esas averiguaciones, y claro es que si a los niños pudiera enseñarse todo, también habría que enseñarles eso. Pero la cuestión está en que la capacidad receptiva del niño y la docente del maestro son muy limitadas en volumen, en calidad y en tiempo. El problema de educación es siempre un problema de eliminación, y el problema de la educación elemental es el problema de la educación esencial.
Todo dependerá, pues, del acierto con que determinemos cuáles son las funciones esenciales de la vida en el orden psíquico, que es el más discutido, problemático y relevante en pedagogía.
LA BICICLETA, EL PIE Y EL
PSEUDÓPODO
No todas las funciones vitales, corporales o psíquicas son de un mismo rango biológico. Aparte del valor preeminente que en virtud de consideraciones ajenas a la biología otorgamos a algunas (desde el punto de vista ético, por ejemplo, es la voluntad desinteresada la función superior del ser humano), cabe disponerlas en una jerarquía puramente vital. En otras palabras: hay funciones vitales que lo son en un sentido más plenario y radical que otras.
Para aclarar esto, comparemos someramente ciertas actividades corporales que tienen evidente afinidad.
Montar en bicicleta es, sin duda, una función vital. Cuando la descomponemos en sus factores hallamos de un lado la actividad motriz de nuestras piernas y manos; de otro, un aparato mecánico, la bicicleta. Este aparato mecánico no es una creación de la actividad intelectual del hombre auxiliada por otras máquinas, manejadas a su vez por piernas y brazos. Construimos la bicicleta a fin de obtener, con un mínimum de esfuerzo vital, un máximum de rapidez en la locomoción. Con una pequeña intervención por nuestra parte, el aparato funciona según su régimen propio, extravital, mecánico. En la motocicleta se ve más patente aún la finalidad de todo instrumento o máquina, a saber: que nuestra actividad queda reducida a disparar su funcionamiento. En el uso de una máquina debe ésta ponerlo casi todo, nosotros casi nada.
La ventaja de esta economía en el esfuerzo que la máquina proporciona trae consigo, sin embargo, compensaciones desfavorables. La máquina tiene que ser hecha para un servicio muy determinado, y funciona sólo dentro de rigorosas condiciones. Cuando nuestra necesidad y las condiciones del caso coinciden con la máquina, su utilidad es superlativa. Pero cualquiera leve discrepancia la hace perfectamente inútil, más aún, la convierte en estorbo.
Sobre tierra quebrada o de grandes declives, lejos de depósitos de gasolina, una motocicleta es una desventaja en la lucha por la existencia. Además, el provecho mismo de una máquina es meramente relativo y transitorio; otra máquina más perfecta deja fuera de la concurrencia vital a quien posee aquélla anticuada.
Emparejemos ahora con el montar en bicicleta otra función vital: el andar a pie. También en el andar podemos distinguir dos factores: de un lado, la energía nerviosa y muscular que empleamos; de otro lado, el esqueleto que hacemos moverse.
Es el esqueleto de las piernas con sus pies terminales algo muy semejante a una máquina. Como ella, tiene una forma fija, se compone de piezas determinadas y posee un repertorio de posibles movimientos más amplio que una bicicleta, pero también circunscrito. Su diferencia de la máquina es puramente relativa: adaptación a un círculo mayor de condiciones y de servicios, menor dificultad para su sostenimiento y empleo, independencia de las industrias fabricantes y de los precios en el mercado; en fin, escasa probabilidad de que se inventen modelos de pies más veloces. De todas suertes, una cosa parece bien clara: que salvo en el caso concretísimo en que la bicicleta dé su normal rendimiento, el pie es una máquina de mayor utilidad vital si se suman y se restan sus mayores servicios y sus menores perjuicios.
Sería bastante absurdo que enseñásemos a los niños el uso de la bicicleta y no les enseñásemos a andar. Comparado con esta función orgánica de nuestro cuerpo es la ciclomoción una función mecánica, y, como tal, circunscrita, variable, condicionada por mil detalles, y fuera de ellos, inútil o, lo que en biología es sinónimo de inútil, perjudicial. Además, el montar en bicicleta supone la función motriz primaria del hombre, con sus aparatos óseos, nerviosos y musculares. En fin, implica el ejercicio y buen éxito de nuestras facultades científicas, creadoras del instrumento locomóvil y las facultades jurídicas, políticas, industriales, mercantiles, sin las cuales no habría bicicletas. El progreso, regresión o simple cambio de ruta en estas funciones, anula la bicicleta, sustituyéndola o suprimiéndola.
Mas si el uso de la bicicleta es mero mecanismo y, por tanto, menos vital que el uso del pie, tampoco éste representa la esencial vitalidad, también es mecanismo en comparación con otras funciones biológicamente primarias.
Compárese el andar del hombre con la traslación del ser más elemental: la ameba. La ameba carece casi por completo de estructura; no tiene órganos especializados en funciones determinadas. Cuando quiere desplazarse hace avanzar su protoplasma en la dirección deseada, formando una especie de tentáculo o prolongación. Fabrica, pues, un pie momentáneo y ad hoc, que se tiende hacia el sitio ambicionado. Por contracción elástica, este casi pie o pseudópodo arrastra el resto del cuerpo amíbico. Llegar al lugar apetecido y desaparecer el pseudópodo son una misma cosa. Una vez utilizado, viene aquel órgano transitorio a reintegrarse, a reabsorberse en la masa total del organismo, y puede la ameba entregarse entera a la nutrición, sin tener que preocuparse de pie ni de pierna que, en el hombre, incapaces de alimentarse a sí mismos, constituyen una carga para el estómago. El pseudópodo es, por tanto, un órgano que sólo existe en tanto y mientras es útil, que es útil para la traslación sin las limitaciones y condicionamientos a que está sometido el pie humano, y más que el pie humano, la bicicleta industrial. Ciertamente que éstos, dentro de condiciones muy precisas, sirven la función de andar mucho mejor que el pseudópodo; pero fuera de ellas sirven para poco o para nada, esto es, perjudican. En el balance que la vida hace de sus cuentas milenarias, el pseudópodo lleva fabulosas ventajas al pie y a la bicicleta. Por eso la ameba tiene una existencia mucho más segura que la del hombre caminante, para no hablar del ciclista. En una sociedad de seguros de vida la prima mayor sería otorgada a la humilde ameba, mientras hoy no se concede seguro al aviador.
El andar de la ameba es, a un tiempo, creación del órgano adecuado y empleo de él. No queda resto de mecanismo. En cambio, el andar humano es relativamente mecánico. Todo órgano estable en la medida que es estable, con forma fija y funcionamiento predeterminado, tiene el carácter de una máquina, y su uso, de una función mecánica. Esto quiere decir que toda aquella zona de la vida que consiste en la actuación de estructuras fijas y especializadas representa una vitalidad mecanizada, secundaria. El plasma viviente, al crear el órgano específico, conquista algunas ventajas a cambio de quedar en parte prisionero de su obra, agarrotado por su invención. Si tras el funcionamiento de los órganos no quedase latiendo insumisa la vitalidad primigenia, inmecanizada e inespecializada, el organismo, cuanto más complicado, sería menos apto para subsistir.
Pero la máquina no marcha sin la mano o el pie, ni el pie y la mano se mueven sin una fuerza genérica de motividad previa a toda organización. Lo que en la ameba se presenta a nuestros ojos acontece en todo organismo, bien que en forma menos descubierta. La ciencia de nuestro tiempo, preocupada, en virtud de razones que no son del momento, por el estudio de los órganos y su funcionamiento mecánico, no ha estudiado aún debidamente las actividades primarias de la vida. Se ha hecho mecánica biológica, pero no propiamente biología: ha atendido, con raro exclusivismo, a aquellos fenómenos que, aconteciendo en el ser vivo, son menos vida.
Si el lector me ha seguido hasta aquí, advertirá que se llega a definiciones de la vida radicalmente distintas, según se tome como tipo de las funciones vitales una u otra de las tres bosquejadas.
CIVILIZACIÓN, CULTURA,
ESPONTANEIDAD
Traduciendo este ejemplo del orden físico al psíquico, podremos distinguir tres clases de actividad espiritual: Primera: el uso de mecanismos o técnicas, políticas, industriales, etc., que en conjunto llamamos civilización, y corresponden al montar en bicicleta. Segunda: las funciones culturales del pensar científico, de la moralidad, de la creación artística, que siendo íntimas al hombre son ya especificaciones de la vitalidad psíquica dentro de cauces normativos e infranqueables: ellas valen en el orden psíquico lo que el andar en el corpóreo. Tercera: los ímpetus originarios de la psique, como son el coraje y la curiosidad, el amor y el odio, la agilidad intelectual, el afán de gozar y triunfar, la confianza en sí y en el mundo, la imaginación, la memoria. Estas funciones espontáneas de la psique, previas a toda cristalización en aparatos y operaciones específicas, son la raíz de la existencia personal. Sin ciencia no hay técnica, pero sin curiosidad, agilidad mental, constancia en el esfuerzo, no habrá tampoco ciencia. El médico no será buen médico si no es un poco científico, y no será un poco científico si no es bastante inteligente. Ahora bien: es un error creer que a fuerza de enseñar técnica terapéutica se logrará dotar a un individuo de visión científica, y mucho menos hacerlo inteligente.
Asimismo, para que un hombre ejerza bien sus actos civiles, deberá educarse su moralidad afinando su sensibilidad para las normas éticas, robusteciendo su obediencia a los imperativos del deber; pero será estéril intentar todo esto si no se cuenta de antemano con una vigorosa potencia de voluntad, de entusiasmo, de energía básica.
Previa a la civilización transitoria de nuestros días, previa a la cultura de los últimos milenios, hay una forma eterna y radical de la vida psíquica, que es supuesto de aquéllas. Ella es, en última instancia, la vida esencial. Lo demás, incluso la cultura, es ya decantación de nuestras potencias y apetitos primigenios, es más bien que vida, precipitado de vitalidad, vida mecanizada, anquilosada.
Los grados superiores de la enseñanza podrán atender a la educación cultural y de civilización, especializando el alma del adulto y del hombre. Pero la enseñanza elemental tiene que asegurar y fomentar esa vida primaria y espontánea del espíritu, que es idéntica hoy y hace diez mil años, que es preciso defender contra la ineludible mecanización que ella misma, al crear órganos y funciones específicas, acarrea.
Pensando así, claro es que me aterra la proposición hecha por el señor Zozaya de que se lea el periódico en la escuela. Le estorban Hamlet y el Quijote, porque son del siglo XVII y hoy vivimos en el XX. La escuela ideal sería para mi opuesto gusto un instituto que hubiese podido permanecer idéntico desde los tiempos más salvajes del pasado y perdurar invariable en los tiempos más avanzados del futuro. Porque lo que ella ha de educar es inmutable en calidad y contenido; sólo es perfeccionable en intensidad.
A mi juicio, pues, no es lo más urgente educar para la vida ya hecha, sino para la vida creadora. Cuidemos primero de fortalecer la vida viviente, la natura naturans, y luego, si hay solaz, atenderemos a la cultura y la civilización, a la vida mecánica, a la natura naturata.
LA PARADOJA DEL SALVAJISMO
Hace dieciocho o veinte años sufrió España una epidemia de practicismo ingenuo y mal entendido. Un fenómeno particular de esa epidemia fue creer que el porvenir nacional e individual de los españoles estaba en la explotación minera. Numerosas familias hicieron que sus hijos, tuvieran o no la vocación de ello, siguiesen la carrera de ingenieros de minas. Cuando pocos años más tarde sobrevino la ruina de nuestra minería, los jóvenes ingenieros se encontraron, al concluir sus estudios, especializados en una función social sin horizonte favorable, y no pocos pagaron el error de sus padres con el fracaso de sus vidas.
Imagínese que se les hubiese sometido a la especialización, no ya en el postrer grado de la enseñanza, sino, como querrían los pseudo-practicistas, desde la educación elemental. Habríanse obtenido hombres totalmente incapaces para un mundo donde hay escasas minas, como los esquimales de Heine resultaron inservibles para el cielo cristiano porque en él no existen focas.
No se me ocurre negar que la vida marcha siempre en un sentido de progresiva especialización, Pero es precisamente la aberración típica de nuestra época olvidar que la vida primaria e indiferenciada perdura bajo este especialismo. Y no sólo perdura, sino que progresa también a su modo. Si llamamos al hombre relativamente exento de especialización —esto es, de cultura y civilización— hombre salvaje, yo diría que en el hombre culto perdura, como base de sustentación vital, el hombre salvaje, y que el progreso cultural procede paralelamente a un progreso en salvajismo. Esta palabra, «salvajismo», cargada con su significación peyorativa, implica ya un error. Llamar salvaje al hombre primitivo porque posee menos instrumentos materiales, políticos e intelectuales que nosotros, es condenarlo íntegramente. Llamar al hombre actual civilizado significa, de paso, hacer su completa apología. Esto sería justo si la vida fuese sólo, o siquiera principalmente, funcionamiento de órganos dados, como creía el siglo XIX, sometido al influjo de Darwin. Pero es el caso que el funcionamiento de los órganos supone, por lo pronto, la creación de esos órganos, y además su conservación, regulación e impulsión. La vida organizada, la vida como uso de órganos, es vida secundaria y derivada, es vida de segunda clase. La vida organizante es la vida primaria y radical. La biología darwiniana comienza precisamente allí donde la vida, en sentido estricto, acaba. Darwin sólo pretende explicar cómo de ciertas formas dadas, unas perduran y otras sucumben; pero deja intacta la cuestión esencial, a saber: cómo esas formas dadas son dadas; cómo y por qué son creadas. Si el darwinismo fuese cierto, que no lo es, constituiría una biología de segunda clase. Hoy queda barrido de los laboratorios por una biología más fundamental que estudia la vida primaria. En vez de observar la supuesta lucha por la existencia que riñen entre sí las formas orgánicas, investiga el principal supuesto de esa lucha, que son sencillamente los luchadores[88].
Tal cambio de perspectiva biológica nos invita a atender esta humilde perogrullada: la cultura y la civilización, que tanto nos envanece, son una creación del hombre salvaje y no del hombre culto y civilizado. La vida no organizada crea la organización, y todo progreso de ésta, su mantenimiento, su impulsión constante, son siempre obra de aquélla. Esto aclara el hecho paradójico de que todas las grandes épocas de creación y renovación cultural han coincidido, o fueron precedidas, por una explosión de salvajismo: el siglo VI de Grecia, el siglo XIII, las centurias del Renacimiento, el friso del siglo XIX[89].
Como todos los parvenus, el parvenu de la civilización se avergüenza de las horas humildes en que inició su existencia y tiende a sigilarlas. El «progresista» de nuestro tiempo es el mejor ejemplar de esta clase; de aquí su fobia hacia el pasado, sobre todo hacia el hombre primitivo. Deslumbrado por las botas nuevas de la civilización actual, cree que el pretérito no puede enseñarnos nada, y mucho menos ese pasado absoluto, fuera ya de la cronología, que habita el hombre prehistórico.
En medio de la refinada cultura del siglo XVIII, inventor del progresismo, hubo, sin embargo, gentes capaces de tornar la vista hacia ese hombre originario. Los viajes de Bougainville y de Cook atrajeron la atención de los parisienses sobre la vida silvestre de Taití, o, como entonces se decía, de O’Taiti. Hubo un día en Versalles gran desbordamiento de simpatía hacia unos taitianos que consigo trajo el primero de estos navegantes, y que representaban la sencillez, la desnudez primigenias frente a la peluca, la enciclopedia y el maestro de baile. Muchos cortesanos se ofrecían para educar a aquellos indios importados; pero, según refiere la Chronique de l’Oeil-de-boeuf una linda marquesa se interpuso diciendo: Mais vous allez leur faire perdre leur joli nature! De aquel movimiento «primitivista» nació el alma de Rousseau, su retorno a la Naturaleza, y con ello el nuevo clima moral, político y estético del siglo XIX.
Sería, no obstante, tergiversar por completo mi pensamiento emparentado con el de Rousseau. Yo pido que se atienda y fomente la vida espontánea, primitiva del espíritu, precisamente a fin de asegurar y enriquecer la cultura y la civilización. Rousseau, por el contrario, odia éstas, las califica de desvarío y enfermedad, proponiendo la vuelta a la existencia primitiva. A mí, esto me parece una salvajada. El valor de la vida primitiva es ser fontana inagotable de la organización cultural y civil. Tomarla a ella misma como tipo ideal de organización es, claro está, una perversión como tantas otras en que abunda la obra de Rousseau. Situar, según él hace, al hombre primitivo en el bosque de Fontainebleau, más que un imposible retorno al salvaje, se me ha antojado siempre gana de hacer el Robinsón.
Esta valoración de la vida espontánea, y si se quiere denominarla así, de la vida salvaje del espíritu, es, al cabo, la misma que todo el mundo acepta sin darse cuenta de ello. Nada más general en nuestra época que la admiración por el hombre «antiguo», simbolizado en la obra de Plutarco. Lo mejor que sabemos decir de ciertas personalidades vigorosas es que tienen un carácter antiguo. Pues bien; si fuese ésta la ocasión para hacer la psicología del hombre de Plutarco, veríamos que lo que nosotros admiramos en él no son estos o los otros contenidos de su cultura —la cultura griega, que tanto estimamos por otras razones, es posterior al tipo psicológico que Plutarco describe—, sino ciertas cualidades psíquicas generales, como son el ímpetu para obrar y la energía para soportar, la solidaridad e interno acuerdo con que la persona se mueve y que le presta ese cariz de sustancia íntegra (hombre íntegro decimos aún por el hombre honrado), toda ella quieta o toda ella vibrante como el bronce y el mármol; en fin, la violencia de los apetitos, el envidiable afán que aquellos hombres sabían sentir por el mando o la riqueza, por la gloria o la sabiduría. Espíritus mucho menos complejos que los nuestros, eran, en cambio, más vitales; sus últimos resortes biológicos funcionaban con mucha mayor tensión y les hacía avanzar sobre el área de la existencia certeros y retemblando como dardos bien templados.
Pues bien; como Nietzsche repetía, citando a Joubert: «el salvaje no es sino el antiguo moderno», es el hombre de Plutarco sin Plutarco. Bajo la autoridad y prestigio que envuelve la cultura greco-romana, admiramos en el hombre antiguo al hombre primitivo[90].
Una pedagogía que quiera hacerse digna de la hora presente y ponerse a la altura de la nueva biología tiene que intentar la sistematización de esta vitalidad espontánea, analizándola en sus componentes, hallando métodos para aumentarla, equilibrarla y corregir sus deformaciones.
No es, pues, lo que llamo educación de la espontaneidad cosa que ande próxima a la pedagogía de Emilio, como no se tome la semejanza en el sentido amplísimo de haber sido Rousseau uno de los jalones eminentes de la evolución de las ideas pedagógicas. «La primera educación —dice Rousseau— debe ser puramente negativa». «No hacer nada, no dejar hacer nada», añade. Pienso, por el contrario, que toda educación tiene que ser positiva, que es preciso intervenir en la vida espontánea o primitiva[91].
Lejos de abandonar la naturaleza del niño a su libérrimo desarrollo, yo pediría, por lo menos, que se potencie esa naturaleza, que se la intensifique por medio de artificios. Estos artificios son precisamente la educación. La educación negativa es el artificio que se ignora a sí mismo, es una hipocresía y una ingenuidad. La educación no podrá ser nunca una ficción de la naturalidad. Cuanto menos, se reconozca como una intervención reflexiva e innatural, cuanto más pretenda imitar a la naturaleza, más se aleja de ella haciendo más complicada, sutil y refinada la farsa.
Se trata, pues, de una cosa muy distinta de la sensiblería naturalista de Rousseau, que indujo a que las damas amamantasen sus hijos en el teatro durante las representaciones de la ópera.
PEDAGOGÍA DE SECRECIONES
INTERNAS.—LA VIDA
COMO SUMA Y COMO UNIDAD
De 1850 a 1900, por uno u otro camino, vía Darwin o vía Lamarck, se llegaba siempre a definir la vida esencial como una adaptación al medio[92]. Tal modo de pensar conducía por fuerza a atender con excesiva predilección aquellas funciones orgánicas que operan directamente sobre el medio envolvente y que consisten, bien en amoldarse a él, bien en transformarlo. El pelo blanco de la liebre polar sería la aceptación, por su parte, del color de la nieve sobre que corre milenariamente. En cambio, sus zancajos y la velocidad de su carrera son adaptaciones más positivas; merced a ellas el animal huye, esto es, cambia un medio peligroso por otro favorable. En fin: la mano, sobre todo en el hombre, es el órgano ejemplar de la adaptación creadora, que consiste en transformar provechosamente el medio.
En estas funciones, el organismo confina inmediatamente con el medio, con el exterior; son funciones que concluyen fuera del individuo, y que, por tanto, podemos llamar externas. Las secreciones digestivas son, en este sentido, no menos externas que la locomoción o la aprehensión manual, puesto que actúan sobre la realidad exterior que, en forma de alimentos, ha sido introducida en el estómago[93].
Habituados los naturalistas a considerar las funciones externas como el prototipo de la acción vitalmente útil, no sabían bien qué pensar de muchos órganos interiores cuya función no parecía rozarse directamente con el medio. Así, toda la serie de glándulas ocupadas en segregar sustancias que son absorbidas difusamente por el organismo y en él desaparecen sin tropezar en ningún punto de su trayectoria con el mundo exterior. Miradas desde la teoría en uso, tales órganos y tal función de íntimas exudaciones parecían completamente inútiles. Ahora bien: la inutilidad es el escándalo biológico, como la contradicción es el escándalo lógico.
Por razones cuyo mero enunciado prolongaría indebidamente estas páginas, la biología de la adaptación propende a considerar la vitalidad como la suma de funciones singulares relativamente independientes. Vida, sería, según esto, ver + oír + andar + digerir…, como el río es la colección de los arroyos y riberas preexistentes. Esta propensión hacía olvidar o cegarse para todos aquellos fenómenos que presentan al ser vivo funcionando integralmente, de modo que cada una de sus funciones es operación del organismo entero. No hace mucho que comenzaron los laboratorios a estudiar con mayor cuidado todos estos procesos de unidad funcional[94]. Merced a ello, se inicia una interpretación de la vida inversa de la tradicional: en lugar de aparecemos como una suma que resulta de ciertos sumandos previamente existentes, adquiere más bien el cariz de una división, esto es, de una especificación. La vitalidad es anterior y creadora de sus funciones concretas; el río es padre del arroyo[95].
Al amparo de esta tendencia, confesada tácita o aim inconsciente en muchos investigadores, se ha descubierto la profunda importancia biológica de aquellos órganos y funciones que antes parecían inútiles. No hay, por ventura, en la ciencia actual capítulo más revolucionario de las viejas concepciones que la doctrina de las secreciones internas[96]. Ahora resulta que sin esas exudaciones íntimas nada funcionaría en el ser vivo. La glándula vierte su jugo en las canales sanguiníferas, y al través de su maravillosa red, acaso también por medio del sistema nervioso, hace llegar a los lugares más apartados del cuerpo su sustancia específica, excitando la actividad de aquéllos, deprimiéndola, equilibrando y regulando cada función con el resto. Considerando la acción excitadora como la más característica, Starling ha llamado a la sustancia básica de la secreción interna «hormona», lo «incitante». He aquí, pues, que la hormona no es útil para adaptación ninguna al mundo exterior; la secreción hormonal no concluye fuera del organismo, no es tangente al medio no vierte su influjo fuera, no es función externa; por el contrario, nace y termina en la intimidad fisiológica, vierte dentro, es función interna.
De esta sencilla averiguación ha nacido la rama más importante de la terapéutica actual, y gracias a ella la medicina se prepara a un gigantesco progreso. Ahora, para obtener el perfecto desarrollo de un órgano o la exactitud de su funcionamiento, no se atiende a él, no se actúa sobre él; antes bien, olvidándolo por completo, se acude a tratar en un plano más hondo de la fisiología esta o aquella secreción interna.
Aparte de sus aplicaciones médicas, dentro de la pura teoría biológica pertenecen las secreciones internas a la clase general de los fenómenos de regulación, que hoy van invadiendo la atención de los laboratorios. Ahora bien; frente a las funciones de adaptación y funcionamiento de los órganos representan las funciones de regulación un orden más profundo de la vitalidad, y están mucho más cerca que aquéllas de lo que he llamado vitalidad primaria. El uso que el cangrejo hace de sus pinzas es relativamente mecánico si se compara con el hecho de que ese mismo cangrejo, rota una de sus pinzas, hace nacer otra nueva en el mismo sitio de su cuerpo. Este es un fenómeno de regeneración, la cual Driesch y otros grandes naturalistas consideran como una forma especial de la regulación[97]. Que un infusorio puesto en movimiento prosiga en la misma dirección, es relativamente mecánico en comparación con un cambio de trayectoria en ese movimiento. Jennings ha estudiado minuciosamente todas las variaciones del movimiento como casos de regulación[98]. Y así sucesivamente, porque la lista no acabaría nunca.
Pasemos ahora a la vitalidad psíquica. También ella ha padecido los mismos errores y manías que la biología corporal durante la pasada centuria. Pero no son éstos lugar ni ocasión para hacer un esquema de la historia de la psicología en los últimos ochenta años. Lo que estrechamente importa a nuestro tema es que también, al observar la vida psíquica, hallamos, por lo pronto, funciones que, sin dejar de ser psíquicas, cabe llamar externas en el sentido que arriba he fijado. La percepción proporciona una aprehensión adecuada del medio, la memoria conserva ésta, tesauriza nuestras noticias del mundo real, y las ciencias naturales, usando de aparatos mentales económicos —como la industria de sus máquinas—, amplían nuestra recepción del medio, restaurando el pasado y anticipando el porvenir. Asimismo la conciencia moral al uso adapta nuestros apetitos al contorno social, eliminando aquellas acciones nuestras que la colectividad castiga, o, cuando menos, reprueba. De este modo sabemos querer lo que, según normas objetivas —esto es, impuestas por el medio—, se debe querer.
Todas estas funciones vierten, pues, hacia fuera, confinan con el medio y son regidas por él, o directamente en vista de él.
Pero si penetramos alma adentro, hallamos estratos más profundos de vida psíquica, que no es fácil filiar como adaptaciones al medio; antes bien, parecerían audaces inadaptaciones. Y es curioso advertir, desde luego, que esa trastierra espiritual, esa fauna psíquica inadaptada, es mucho más rica, enérgica y abundante que la prudente y útil.
EL DESEO
Escojamos un ejemplo entre mil, perteneciente a nuestra vida de voluntad. En la conversación solemos usar, como equivalentes, las ideas de querer y desear. La observación psicológica muestra, sin embargo, que una y otra se refieren a fenómenos psíquicos muy distintos. Querer es querer la realidad de algo, y, por tanto, querer los medios que lo realizan. En última sustancia, es siempre un querer «hacer» algo. Desear, en cambio, es lo que solemos expresar con más rigor cuando hablamos de mi «mero deseo». El deseo, en sentido estricto, implica el darse cuenta de que lo deseado es relativa o absolutamente imposible.
Pues bien; en el niño, esta diferencia no existe. Ignora que unas cosas son posibles y otras no. Su volición tiene mi cariz anterior a esta diferencia entre querer y desear. Cuando la experiencia le va mostrando la imposibilidad de satisfacer ciertos, apetitos, y la técnica para satisfacer otros, su voluntad propiamente tal se va retirando de muchas cosas que persisten, no obstante, como apetecibles, bien que irrealizables. El contacto con el medio selecciona del tesoro enorme de apetitos primarios unos pocos que resultan prácticos, mientras el resto perdura desarticulado de su realización exterior, en calidad de «meros deseos». Ciertamente que nada puede ser querido si no ha sido antes objeto de un apetito primario; pero no todo lo que anhelamos lo queremos. De la cuna a la sepultura es la existencia una lucha de fronteras entre nuestras voliciones y nuestros deseos, y en cada instante podríamos hallar en nosotros una zona confusa donde no sabemos si nuestro querer es un mero desear o nuestro desear es ya un querer. Entre ambas provincias interiores hay ósmosis y endósmosis constantes. El deseo es un querer fracasado, es el espectro de una volición; mas, por otra parte, sigue en él viviendo el apetito primario, siempre presto a transformarse otra vez en voluntad cuando lo que ayer era imposible parece hoy realizable. El deseo nutre el querer, lo excita, gravita constantemente sobre él, moviéndolo a ampliarse, a ensayar una vez y otra la realización de lo que ayer era imposible. El deseo es, pues, una función interna. Impráctico si se le confronta con el medio, es útil como regulador de la voluntad y de otras funciones anímicas. Cuanto mayor sea nuestro repertorio de deseos, más grande es la superficie ofrecida a la selección en que se va decantando el querer. El deseo, por tanto, vierte su influjo dentro del organismo psíquico.
Es erróneo suponer que un simple aumento de posibilidades multiplica las voliciones. El «nuevo rico» no sabe qué querer; de aquí su falta de originalidad en las adquisiciones que hace, la mayor parte de ellas sin apetito verdadero. Se orienta en los deseos de los demás y compra lo que otros querrían. Contra lo que se cree, sin embargo, el «nuevo rico», el «indiano», el «emigrado», da un pequeño contingente al lujo social, aunque casos aislados y ruidosos muevan a pensar de otro modo. Es muy característico del hombre humilde que asciende rápidamente a la riqueza y no es de condición vanidosa seguir haciendo vida modesta por carecer de «necesidades[99]». Generalmente tarda una generación en desarrollarse la vena de los apetitos hasta henchir el cauce de las posibilidades económicas.
Yo sospecho que si algún día se hace en serio la historia económica de España, aparecerá nuestra raza como mucho más pobre en deseos que en riqueza. Por este motivo no he podido nunca formar en el coro de laudes a la sobriedad ibérica, a la falta de necesidades del español. Debilidad en la secreción psíquica interna del deseo, trae consigo mengua de vitalidad e ineptitud para la cultura y la civilización, que son, a la postre, no más que el reboso y la sobra de aquélla.
En un artículo sobre «el arte fenicio» muestra Renan las vicisitudes de penuria y esplendor por que ha pasado Siria, según la varia condición de sus dueños. «Con el triunfo —dice— de los sarracenos y el Islam comienza la barbarie. La barbarie en este país es siempre el triunfo del beduino, del hombre que tiene pocas necesidades[100]».
Una pedagogía de adaptación tenderá, movida por su miope utilitarismo, a podar en el niño y el adolescente toda la fronda del deseo, dejando sólo aquellos apetitos que el maestro juzga practicables. Con ello vendrá a hacerse cada vez más angosto el círculo de la voluntad y menos briosos los ímpetus de ensayo. Una pedagogía de secreciones internas cuidará, por el contrario, de fomentar los apetitos, formando un abundante stock de ellos en el alma juvenil.
Pero hay en nuestra vida psíquica fenómenos donde el carácter de función interna aparece con mayor pureza y rigor que en el deseo.
VIDA ASCENDENTE Y DECADENTE
Más a la intemperie que el cuerpo, presenta la psique su actuación como un todo solidario, como una unidad funcional. Nuestros pensamientos y apetitos singulares no aparecen juntos merced a un zurcido, sino que se les siente nacer de cierta raíz íntima y como manar de cierto hontanar profundo y único.
Para que se entienda lo que pretendo decir, atendamos, por lo pronto, no al conjunto, sino sólo a un menudo trozo de nuestra vida psíquica; los pensamientos e intenciones que sobre una persona tenemos y los actos que hacia ella ejecutamos, se revelan, si miramos bien, como concreciones particulares de un sentimiento inicial o previa actitud de simpatía o antipatía que, desde luego, surgió en nosotros respecto a ella. Lo mismo que las flores, hojas y frutas van saliendo del árbol según la ocasión de las estaciones y los cambios de clima, así de aquella emoción primera brotan nuestras opiniones, propósitos y actos hacia el prójimo. Todos ellos, sea cualquiera su contenido particular, van teñidos de aquel sentimiento inicial favorable o adverso. Un mismo juicio sobre dos personas distintas aparece, a lo mejor, ante nuestra visión íntima como cargado de electricidades contrarias. La censura que a alguien hacemos nace acaso en nosotros de un sentimiento de amor, mientras esa misma censura dirigida a otro sale envenenada de una fuente rencorosa.
Pues esas emociones matrices de nuestras ideas y actos se originan a su vez de una radical fluencia psíquica que lleva sobre sí toda nuestra fauna íntima, más aún, que la suscita o anula, la alimenta o deprime, la dirige o regula. Llamarla sentimiento es impropio, porque de ella nacen los sentimientos mismos y es menos concreta, más imprecisa que éstos. Es más bien como el pulso de vitalidad propio a cada alma, manantial que luego se deshace en los mil arroyos de nuestro pensar, sentir y querer, y que, deshecho en ellos, adopta las formas más claras, pero también más mecanizadas, de los cauces por donde fluye.
Alguna claridad obtendremos si decimos que ese pulso psíquico o, llamándolo impropiamente, ese sentimiento de vitalidad, es en unos hombres de tonalidad ascendente; en otros, de tonalidad descendente. Hay quien siente brotar su actuación espiritual de un torrente pleno de energía, que no percibe su propia limitación, que parece saturado de sí mismo. Todo esto nace en almas de este tipo con la plenitud magnánima de un lujo, como un rebosamiento de la interna abundancia. En este clima vital no se dan, por lo menos con carácter normal, las envidias, los pequeños rencores y resentimientos. Hay, por el contrario, en otros hombres un pulso vital descendente, una constante impresión de debilidad constitutiva, de insuficiencia, de desconfianza en sí mismos[101]. No necesitan temperamentos tales compararse con otros individuos para encontrarse menguados. Lo típico de este fenómeno es que el sujeto siente su vivir como inferior a sí mismo, como falto de propia saturación. La fauna y la flora internas de este clima vital decadente llevan el estigma de su origen. Todo en ellas será pequeño, canijo, reptante, temblón, torvo. Es la atmósfera en que la envidia fructifica y el resentimiento sustituye a la actitud amorosa, la suspicacia a la generosidad[102].
Cuanta atención se preste a estas dos formas de pulso vital será escasa. De que dominen la una o la otra entre los hombres de una época depende todo: la ciencia como el arte, la moral como la política. En un caso, la historia asciende; la energía y el amor, la nobleza y la liberalidad, la idea clara y el buen donaire se elevan dondequiera sobre el haz planetario como espléndidos surtidores de vital dinamismo. En el caso opuesto, la historia declina, la humanidad se contrae estremecida por convulsiones de rencor, el intelecto se detiene, el arte se congela en las academias y los corazones se arrastran tullidos y decrépitos.
Del mismo modo, a poco que tratemos un individuo, percibimos inequívocamente a qué tipo de pulsación vital pertenece. Si es de tonalidad ascendente, nos sentimos, al apartamos de él, como contagiados de su plenitud y mejorados por una inefable corroboración vital. Si es de tonalidad descendente, notamos que, sin saber por qué, se nos han cegado de pronto fuentes de interna actividad, que trozos de nuestra alma han caído en parálisis, que su periferia experimenta una rara contracción y encogimiento; en fin, que en nuestra atmósfera íntima soplan insólitas ráfagas de acritud.
No hay que esperar a la valoración ética de estos dos tipos de pulso vital. Antes que hable la ética, tiene derecho a hablar la pura biología. Sin salir de ella, desde el punto de vista estrictamente vital, nos aparece el uno como un valor biológico positivo, como vitalmente bueno; el otro, como un valor biológico negativo, como vitalmente malo. Luego vendrá la ética y habrá lugar para discutir si lo moralmente bueno y lo moralmente malo coinciden o no con esos otros valores vitales.
Por lo pronto, tenemos que asegurar la salud vital, supuesto de toda otra salud. Y el sentido de este ensayo no es otro que inducir a la pedagogía para que someta toda la primera etapa de la educación al imperativo de la vitalidad. La enseñanza elemental debe ir gobernada por el propósito último de producir el mayor número de hombres vitalmente perfectos. Lo demás, la bondad moral, la destreza técnica, el sabio y el «buen ciudadano», serán atendidos después[103]. Antes de poner la turbina necesitamos alumbrar el salto de agua.
La pedagogía al uso se ocupa en adaptar nuestra vitalidad al medio; es decir, no se ocupa de nuestra vitalidad. Para cultivar ésta tendría que cambiar por completo de principios y de hábitos, resolverse a lo que aún hoy se escuchará como una paradoja, a saber: la educación, sobre todo en su primera etapa, en vez de adaptar el hombre al medio, tiene que adaptar el medio al hombre[104]; en lugar de apresurarse a convertirnos en instrumentos eficaces para tales o cuales formas transitorias de la civilización, debe fomentar con desinterés y sin prejuicios el tono vital primigenio de nuestra personalidad.
Para ello se necesita aprender el tratamiento de las funciones psíquicas internas.
EL SENTIMIENTO
Entre éstas, las más profundas y eficaces son los sentimientos. Sería interesante, si el espacio no lo vedara, desarrollar con alguna minucia el paralelismo entre sentimientos y emociones, de un lado, y las secreciones internas de otro[105]. Sabido es que la actividad sentimental constituye una de las grandes objeciones contra el darwinismo y, a la par, uno de los problemas más difíciles en biología. El sentimiento, por lo menos primariamente, carece de utilidad externa. Que al tocar con el dedo una llama experimente el sujeto una sensación de dolor es útil, porque provoca el movimiento de retirar la mano. Pero que esa sensación de dolor suscite además un sentimiento de desagrado, a veces tan vivo que lleva a contraer los músculos de la cara y a verter lágrimas, no parece de provecho alguno. A veces, el perjuicio es evidente. El miedo que la percepción de un peligro origina produce en ocasiones la paralización de la motilidad, impidiendo la huida oportuna.
Pero no voy ahora a perderme en esta sugestiva ruta de la biología del sentimiento y de los gestos expresivos que de él se disparan. Me basta hacer notar al lector la superfluidad del sentimiento mirado desde el punto de vista de las actividades externas. La alegría o la tristeza son funciones internas, inútiles si se las refiere a la periferia de la vida, a la adaptación exterior, pero de clara eficacia si se mira hacia el centro íntimo de la vida. Porque, en resolución, ese pulso vital de que antes hablaba se nutre, potencia y regula a sí mismo por medio de emanaciones sentimentales.
Cuando en una corriente eléctrica se abre o cierra un circuito prodúcense corrientes inducidas que reobran sobre la corriente primaria de donde nacieron. Muy semejante a este fenómeno físico es la fisonomía de los sentimientos. Presentad al niño la imagen de Hércules echándose al hombro el toro de Creta, o a Ulises sonriendo desde la marina mientras el Cíclope aúlla de dolor con el asta astuta clavada en la frente: en la fontana vital del niño se producirá un estremecimiento y de él brotará a poco una fluida oleada de cálida, irreal materia, que inundará el volumen entero de su alma. Es el entusiasmo, ardiente ráfaga íntima que cruza nuestro paisaje psíquico con todo el dinamismo exaltador de una primavera momentánea. Las porciones de la psique, que acaso estaban entumecidas y como solidificadas, vuelven a licuarse y fluir bajo el nuevo calor. Nos parece haber perdido de peso, nos sentimos capaces de todo, e inertes un momento antes, advertimos con sorpresa en nosotros una súbita posibilidad de heroísmo.
La alegría, la tristeza, la esperanza, la melancolía, la compasión, la vergüenza, la ambición, el rencor, la simpatía y otras innumerables fuerzas del sentimiento tienen este mismo carácter de flujo humoral, que en el cuerpo caracteriza a las secreciones internas[106]. La terminología más antigua indica ya la percepción de que los sentimientos tienen una consistencia fluida en comparación, por ejemplo, con los conceptos que son contenidos psíquicos de contornos precisos y que, pulidos por la ciencia, adquieren rigorosas aristas hasta parecer geométricos diamantes. Así, melancolía significa propiamente «flujo negro», y nuestro idioma habla aún de buen humor y mal humor para denominar nuestro estado emocional. «Derramósele la melancolía por el corazón», dice Cervantes de Don Quijote en aquellos últimos capítulos tan delicadamente tristes.
EL MITO
Mediante reacciones sentimentales podemos, pues, favorecer o corregir el pulso radical de la vida psíquica. La técnica de estos influjos, la proporción o combinación en que deben suministrarse las corrientes emotivas es, sin duda, bastante complicada. Sin embargo, la importancia pedagógica de ciertas emociones corroborantes no ofrece lugar a duda. El niño debe ser envuelto en una atmósfera de sentimientos audaces y magnánimos, ambiciosos y entusiastas. Un poco de violencia y un poco de dureza convendría también fomentar en él. Por el contrario, deberá apartarse de su derredor cuanto pueda deprimir su confianza en sí mismo y en la vida cósmica, cuanto siembre en su interior suspicacia y le haga presentir lo equívoco de la existencia.
Por esto yo creo que imágenes como las de Hércules y Ulises serán eternamente escolares. Gozan de una irradiación inmarcesible, generatriz de inagotables entusiasmos[107]. Un pedagogo practicista despreciará estos mitos y en lugar de tales imágenes fantásticas procurará desde el primer día implantar en el alma del niño ideas exactas de las cosas. «¡Hechos, nada más que hechos!», grita el personaje de los Tiempos difíciles, a quien luego hace coro monsieur Homais. Para mí, los hechos deben ser el final de la educación: primero, mitos; sobre todo, mitos. Los hechos no provocan sentimientos. ¿Qué sería, no ya de un niño, sino del hombre más sabio de la tierra, si súbitamente fueran aventados de su alma todos los mitos eficaces? El mito, la noble imagen fantástica, es una función interna sin la cual la vida psíquica se detendría paralítica. Ciertamente que no nos proporciona una adaptación intelectual a la realidad. El mito no encuentra en el mundo externo su objeto adecuado. Pero, en cambio, suscita en nosotros las corrientes inducidas de los sentimientos que nutren el pulso vital, mantienen a flote nuestro afán de vivir y aumentan la tensión de los más profundos resortes biológicos. El mito es la hormona psíquica[108].
El arte en general tiene, comparado con la ciencia, un carácter de función interna. Es él una fabulosa inadaptación al medio y vive entero de irrealizar, de trastrocar, de fantasmagorizar el mundo exterior. Por lo mismo, suele haber más vitalidad en el artista que en el científico, en el empleado o en el comerciante. Las personas exentas de sensibilidad y atención para el arte, esto es, los filisteos, son recognoscibles por un peculiar anquilosamiento de todas aquellas funciones que no son su estrecho oficio. Hasta sus movimientos físicos suelen ser torpes sin gracia ni soltura. Lo propio advertimos en el sesgo de su alma. Juzgado desde un punto de vista ampliamente vital, el «especialista» suele producir la impresión de un idiota. Y es que falta en él la potencia fundente y efusiva del arte, que mantiene siempre despierta la fluidez psíquica, azuzándola en todos sentidos, alerta y vivaz.
Pero no quiero yo ahora entrar en tan complejas cuestiones. Mi propósito en este ensayo se reducía a empujar la curiosidad de mis lectores habituales hacia problemas y aspectos pedagógicos poco frecuentados. Algún día, en lugar más idóneo, tal vez vuelva sobre estas ideas con mejor orden y más amplitud, si entretanto no se me derrama por el corazón demasiada melancolía.
LA VIDA INFANTIL
Mi oposición a la escolaridad del Quijote no se fonda en un practicismo miope. No me estorba el Quijote en la escuela porque sea un libro añejo, inadaptado a la realidad contemporánea; al contrario, me parece un libro de espíritu demasiado moderno para el ambiente de las aulas infantiles, que debe mantenerse perennemente antiguo, primitivo, siempre entre luces y rumores de aurora.
La discriminación entre lo que han de leer y no han de leer los niños debiera ser, por lo menos en principio, bastante clara, y derivarse como un corolario de la noción de vida infantil.
EL MEDIO VITAL
Pero no hay modo de acercarse con alguna pulcritud a la esencia de la vida infantil si antes no rectificamos las ideas recibidas sobre lo que es el# medio. Para la biología del pasado siglo, el, medio era, en definitiva, el mundo fisicoquímico, un escenario único donde caen los individuos y las especies como en un contorno hostil y frente al cual no les queda otro papel que el de adaptarse con la mayor humildad posible. Si el medio no tolera un órgano o una función, la vida, servilmente, habrá de amputar aquél y atrofiar ésta.
Parejo pensamiento ha mantenido durante cincuenta años obturado el ingreso a la biología. Por la sencilla razón de que el mundo fisicoquímico, el mundo compuesto de átomos, de iones, de energías, es indiferente a la vida. Los fenómenos vitales comienzan donde los fenómenos mecánicos concluyen. Ciertamente que una retina se compone de átomos, lo mismo que una piedra; pero cuando una retina ve una piedra, no es un átomo quien ve a otro átomo. La luz que la física investiga se resuelve, a la postre, en radiación eléctrica; pero la luz que ve el lince y no ve el topo no es radiación eléctrica, sino esa cosa mucho más simple que simplemente llamamos luz. El enamorado que se consume de deliquio contemplando el divino óvalo de la faz de la amada no se extasía ante una disposición oval de átomos, y la liebre que huye del galgo no huye de una ecuación fisicoquímica.
Medio biológico es sólo aquello que existe «vitalmente» para el organismo. La vida, antes de adaptarse al medio, antes de poder reaccionar frente a él, necesita de alguna manera recibirlo, sentirlo. Y como cada especie goza de aparatos receptores distintos, de una sensibilidad diferente, no podrá hablarse de un medio único e idéntico, al cual hayan de adaptarse todas. Compárese lo que para nosotros es el mundo formado por una fabulosa variedad de objetos, colores, sonidos, resistencias, que de tan múltiples maneras provocan constantemente la reacción de nuestro organismo, con el mundo que para las medusas existe. Estos animales primarios son como campanas cristalinas que flotan en profundidades medias del mar. Su alimento consiste en algas microscópicas, que atraviesan como prados móviles esas profundidades. Pues bien; la medusa ni ve, ni oye, ni olfatea, ni palpa. No tiene órgano de sensibilidad más que para una cosa: las variaciones de presión producidas por los cambios de densidad del agua. Todo su mundo se reduce a esta única peripecia: mayor presión o menor presión. Cuanto nosotros vemos en torno a ella, el ameno paisaje intramarino que el buzo contempla, no existe para la medusa. Su único problema vital es coincidir con las cañadas acuáticas, por donde pasan las nutritivas diatomeas. Y como éstas desvían su camino cuando la densidad del agua cambia, conviene a la medusa percibir a tiempo las variaciones de presión. En efecto, el sencillo aparato nervioso de la medusa siente el cambio de presión, y al punto dispara su aparato muscular: la campana cristalina se cierra como un paraguas, y el animal asciende hasta ponerse al nivel de las sabrosas algas errantes. Como se advierte, la medusa está maravillosamente adaptada al medio, se entiende al suyo, al escogido y creado por su sensibilidad[109]. Puestos a resolver el problema vital de la medusa, nosotros fracasaríamos, porque carecemos de órgano apto para percibir las modificaciones de la densidad marina. Asimismo, la medusa haría muy mal papel enfrontada con el medio del hombre. Por esto carece de sentido preguntarse si el hombre o la medusa están mejor adaptados al medio. Cada especie, merced a su sensibilidad, selecciona del mundo infinito un repertorio de objetos, únicos que para el animal existirán y que, articulados en admirable arquitectura, formarán su contorno. Hay un mundo para el hombre y otro para el águila, y otro para la araña. No sólo el organismo se adapta al medio, sino que el medio se adapta al organismo, hasta el punto de que es una abstracción, cuando se habla de un ser vivo, atender sólo a su cuerpo. El cuerpo es sólo la mitad del ser viviente: su otra mitad son los objetos que para él existen, que le incitan a moverse, a vivir.
De aquí se desprende que para entender una vida, sea ella la que quiera, humana o animal, habrá que hacer antes el inventario de los objetos que integran su medio propio o, como yo prefiero decir, su paisaje[110].
LA PSICOLOGÍA DEL CASCABEL
La incomprensión de la vida infantil que solemos padecer procede de que juzgamos los actos de los niños suponiendo a éstos sumergidos en el mismo medio que nosotros. Partimos de nuestro mundo como de algo definitivo; y en vista de que el niño se mueve torpemente por este paisaje nuestro, consideramos la infancia como una etapa enfermiza, defectuosa, que la vida humana atraviesa para llegar a la madurez.
De aquí que la pedagogía tienda siempre a actuar contra la niñez del niño, a reducir cuanto puede su puerilidad, introduciendo en él la mayor cantidad posible de hombre. Las ideas de Froebel, que permitían la invasión del juego en la seriedad triste de las escuelas, sonaron durante mucho tiempo a paradoja. Y eso que la afirmación de los derechos infantiles hecha por Froebel no tiene carácter radical. Al fin y al cabo, Froebel usa arteramente del juego como de un mecanismo para educar al hombre en el niño; pero no porque el juego por sí mismo —esto es, la niñez por sí misma— le parezca cosa importante. Siempre se hace que la madurez gravite sobre la infancia, oprimiéndola, amputándola, deformándola.
Suele pensarse que el procedimiento mejor para obtener hombres perfectos consiste en adaptar desde luego el niño al ideal que tengamos del hombre maduro. En los artículos anteriores va insinuada la necesidad de iniciar un método inverso. La madurez y la cultura son creación, no del adulto y del sabio, sino que nacieron del niño y del salvaje. Hagamos niños perfectos, abstrayendo en la medida posible de que van a ser hombres; eduquemos la infancia como tal, rigiéndola, no por un ideal de hombre ejemplar, sino por un standard de puerilidad. El hombre mejor no es nunca el que fue menos niño, sino al revés: el que al frisar los treinta años encuentra acumulado en su corazón más espléndido tesoro de infancia.
Las personalidades culminantes suelen parecer algo pueriles al ciudadano mediocre. El comerciante —a mi entender, el tipo inferior del hombre— encuentra siempre un tanto infantil al poeta y al sabio, al general y al político; le parecen gentes que se ocupan de cosas superfluas y cuyo trabajo tiene siempre un aire de juego. Esta impresión que el filisteo recibe del hombre genial no es inmotivada; sólo que de esa propensión a gastar esfuerzo en lo superfluo ha nacido cuanto en el mundo hallamos de respetable, incluso los inventos, que, una vez logrados, enriquecen al mediocre mercader. Hay hombres que llevan en el ángulo de la pupila una inquietud latente, la cual hace pensar en un niño acurrucado y escondido, presto a dar el brinco genial sobre la vida, la carrera loca y alegre que proporciona el gran botín de la ciencia, del arte y del imperio. Sólo esos hombres me parecen estimables, y el resto es contabilidad.
Más arriba[111] he combatido la tendencia a creer que en la evolución de la cultura cada nuevo estadio suprime el anterior y todos ellos suponen la muerte previa del salvajismo. Del mismo modo se imagina que en el desarrollo del organismo, hasta su culminación, cada etapa implica la supresión de la antecedente; por tanto, que la madurez trae consigo la desaparición de la niñez en el hombre. Nada más falso. Hegel vio muy bien que en todo lo vivo —la idea o la carne— superar es negar; pero negar es conservar. El siglo XX supera al XIX en la medida que niega sus peculiaridades; pero esta negación supone que el siglo pasado perdura dentro del actual, como el alimento en el estómago que lo digiere.
Así, es la madurez no una supresión, sino una integración de la infancia. Todo el que tenga fino oído psicológico habrá notado que su personalidad adulta forma una sólida coraza hecha de buen sentido, de previsión y cálculo, de enérgica voluntad, dentro de la cual se agita, incansable y prisionero, un niño audaz. Este díscolo personaje interior es el que nos hace tal vez reír en medio de un duelo, o decir una impertinencia a un grave magistrado, o seguir tomando el sol cuando el deber nos obliga a ausentamos. Somos todos, en varia medida, como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa, que aprisiona un núcleo íntimo, siempre agitado y vivaz. Y es el caso que, como el cascabel, lo mejor de nosotros está en el son que hace el niño interior al dar un brinco para libertarse y chocar con las paredes inexorables de su prisión. El trino alegre que hacia fuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas doloridas de su cordial pedrezuela. Así, el canto del poeta y la palabra del sabio, la ambición del político y el gesto del guerrero son siempre ecos adultos de un incorregible niño prisionero.
Influidos por una psicología ya anticuada, queremos cegarnos ante el hecho palmario de que, en la realidad psíquica, el pasado no muere, sino que persiste, formando parte de nuestro hoy. Y no sólo perduran aquellos breves trozos de nuestro personal pretérito que recordamos, sino que todo él, íntegramente, colabora en nuestro ser actual, como en el fin de una melodía actúa su comienzo, inyectándolo de sentido peculiar.
El genial psiquiatra Freud descubre la génesis de muchas enfermedades mentales y de ciertas formas del histerismo en la explosión anómala que hace dentro del hombre adulto su niñez maltratada. Fue acaso una escena violenta presenciada en los primeros años, una cruda negativa de los padres a satisfacer un enérgico deseo del niño; el choque afectivo experimentado entonces forma a modo de un quiste o tumor psíquico que acompaña al alma en su crecimiento, deformándola, hasta el día en que explota como una carga de espiritual dinamita. ¡Cuántas veces, al mirar los ojos de un hombre maduro, vemos deslizarse por el fondo de ellos su niño inicial, que se arrastra, todavía doliente, con un plomo en el ala[112]!.
Pues grande parte de la pedagogía actual —no obstante los progresos innegables, que comienzan con Rousseau y Pestalozzi— tiene el carácter de una caza al niño, de un método cruel para vulnerar la infancia y producir hombres que llevan dentro una puerilidad gangrenada.
Y todo ello por querer suplantar el paisaje natural del niño con el medio que rodea a las personas mayores.
PAISAJE UTILITARIO. PAISAJE DEPORTIVO
El medio vital, decía yo, no es el mundo, sino sólo aquel conjunto de objetos o porciones de ese mundo que existen vitalmente para el animal. La estructura de cada especie puede imaginarse como un cedazo o retícula que deja pasar ciertos objetos y elimina los restantes. Así el aparato visual del hombre percibe sólo los colores que se ordenan del rojo al violeta. No obstante, sabemos que existen más colores a ultranza del violeta, los cuales quedan detenidos por nuestra retina, ciega para ellos. Asimismo de entre los innumerables sonidos selecciona la audición humana los que median entre 20 y 40 000 vibraciones por segundo. Sin embargo, esta primera selección efectuada por los órganos sensoriales es sólo la primaria y más grosera. Tras éstos se halla la conciencia, con todos sus mecanismos psíquicos, ocupada en una más fina selección. Porque el hombre entero con todo su cuerpo y toda su alma viene a ser un órgano receptivo, viviente antena radiotelegráfica que recoge e intercepta los infinitos temblores de la realidad circunstante. Para reconocer esto basta con mentar el influjo que la atención ejerce. Sobre la superficie de sonidos que nuestro oído deja pasar realiza la atención una nueva faena selectiva, de modo que en cada momento no oímos todo lo que materialmente podríamos oír, sino sólo aquellos sones y ruidos que escoge nuestra atención pasiva o activa. Hay una sordera y una ceguera que no provienen de oídos y ojos, sino que se originan en nuestra intimidad psíquica y aniquilan innumerables objetos de nuestro contorno. Así, los que habitan junto a una catarata no perciben su estruendo, y, en cambio, si por azar cesa éste, oyen lo que menos podía pensarse: el silencio.
El medio, por tanto, no depende sólo de nuestra estructura corporal, sino también de nuestra estructura psicológica. Cada individuo posee un régimen de atención distinto, o, como suele decirse, «se fija» en unas cosas y se ciega para otras. El que es cazador y pasea por el campo con un agricultor nota pronto la diferencia entre el paisaje que ante sí tiene y el que existe para su acompañante. El agricultor, por ejemplo, no suele oír y, desde luego, no percibe distintamente los ruidos campesinos. Las lejanas voces de las aves no son por él reconocidas: los rumores mágicos de la campiña, que para el cazador son signos inequívocos de un claro lenguaje telúrico, no dicen nada al que vive en el campo con el fin de explotarlo. Viceversa, ciertos detalles de la campiña notados por éste escapan al cazador; pero, en definitiva, no puede negarse que el paisaje del cazador es mucho más rico en objetos que el del hombre agrícola. Cien veces hemos advertido, con sorpresa, lo poco que saben del campo los campesinos.
Este tema merecería por sí mismo ser desarrollado y nos llevaría directamente a las cimas más sugestivas de los problemas humanos. Al hilo de él descubriríamos que si el paisaje del labriego es menos henchido que el del cazador se debe a que aquél adopta ante el campo una actitud más utilitaria. El utilitarismo proporciona ciertamente mayor agudeza para percibir algunas cosas, pero es a costa de estrechar el horizonte vital. Cuanto más desprendida de intereses prácticos sea nuestra visión, más amplio y múltiple será nuestro contorno. Marta la hacendosa tuvo de Jesús una imagen mucho menos adecuada y completa que la extática María, la sublime y ardiente espectadora, absorta siempre en un aparente ocio contemplativo e impráctico.
Si entendemos por trabajo el esfuerzo que la necesidad impone y la utilidad regula, yo sostengo que cuanto vale algo sobre la tierra no es obra del trabajo. Al contrario, ha nacido como espontánea eflorescencia del esfuerzo superfluo y desinteresado en que toda naturaleza pletórica suele buscar esparcimiento. La cultura no es hija del trabajo, sino del deporte.
Bien sé que a la hora presente me hallo solo entre mis contemporáneos para afirmar que la forma superior de la existencia humana es el deporte. Algún día trataré de explicar por qué he llegado a esta convicción, mostrando cómo la marcha de la sociedad, junto con los nuevos descubrimientos de las ciencias, obligan a una reforma radical de las ideas en este punto y anuncian un viraje de la historia hacia un sentido deportivo y festival de la vida[113].
LA VARITA DE VIRTUDES
Pero quede esta cuestión intacta para mejor oportunidad. Ahora se trata de filiar en dos palabras el medio natural del niño. ¿Cuál es el paisaje pueril? ¿Qué carácter general tienen los objetos que predominan en el contorno de la infancia? En la teoría por mí expuesta, a cada especie corresponde un pequeño mundo de objetos, y así como aquélla se reconoce por un cierto perfil general y permanente, sus objetos afines, su medio específico, tendrán también una específica silueta. Un mismo edificio sobre la larga estepa manchega presenta a Don Quijote rostro de castillo y hace a Sancho una mueca de venta.
Pues bien; yo diría que si comparamos el medio de las personas mayores con el de los niños salta pronto a la vista la diferencia. Los objetos que para el niño vitalmente existen, que le ocupan y preocupan, que fijan su atención, que disparan sus afanes, sus pasiones y sus movimientos, no son los objetos reales, sino los objetos deseables. Podrá ocurrir que a veces un objeto deseable sea además real; sin embargo, al niño le interesará porque es deseable, no porque sea real. Al hombre maduro le acontece lo inverso: le interesa lo real por serlo, aunque no sea deseable.
Suele decirse de la infancia y de su prolongación, la juventud, que «viven de ilusiones». El sentido que estas palabras arrastran me parece un poco erróneo: quiere indicarse con ellas que el niño imagina una realidad deliciosa muy diferente de la verdadera, y luego los años le van desilusionando; esto es, le van mostrando cómo lo que él suponía real no lo es. Si un infante pudiera entender estas palabras, yo pienso que nos miraría con la cara más picara del mundo, como diciendo: «Señor mayor, padece usted una grosera equivocación. Para usted, precisamente por ser persona mayor, la cuestión de si algo es real o imaginario es la más importante, la que se instala en el primer término de sus preocupaciones. Pero a mí y a mis compañeros nos importa muy poco: sólo allá, en último término y con carácter muy borroso, se nos presenta esta cuestión. Lo que nos interesa es que las cosas sean bonitas. Pero dejemos esta conversación frívola; señor mayor, hablemos en serio; cuénteme usted un cuento».
El individuo normal, al pasar de niño a hombre, no sufre una desilusión. Los «desilusionados» son casos anómalos y, desde luego, patológicos. El tránsito de la niñez a la madurez significa simplemente un cambio de régimen vital: el alma que antes gravitaba hacia lo deseable, ahora gravita hacia la realidad. Dejad correr un poco el tiempo y veréis que el individuo, ingresando en un tercer régimen psicológico, comienza a gravitar hacia algo que ni es real ni puramente imaginario, a saber, hacia el pasado. Es la etapa postrera, es la vejez. ¿Habéis notado la heroica energía que el anciano derrocha para no enterarse de la realidad presente? Desinteresado de ella, desarticulado de ella, libertado de ella, su espíritu, como el heliotropo, experimenta una patética torsión hacia los días solares de su adolescencia. Del mismo modo, el niño goza de un poder gigantesco para eliminar las realidades, es decir, las cosas según son. Su almita, como una fina retícula que puesta en el arroyo intercepta todo detritus sólido y deja pasar únicamente la clara danza fluida del agua, que cauce abajo corre y canta, elimina lo real y se queda sólo con lo deseable; esto es, con las cosas según debían ser.
¿De dónde salen los objetos deseables? Todo hecho, toda cosa que llega a punzar la periferia de nuestra alma provoca en ella dos reacciones, en cierta manera, antagónicas. Por una parte, nuestra razón comienza a trabajar, según sus leyes, en torno al nuevo objeto intruso: todo su trabajo va guiado por el afán de obtener una noción exacta de él, de elaborar una copia intelectual que fielmente lo transcriba tal y como es. Por este camino llegamos a conocer la realidad: nuestra mente fabrica historia. Mas de otra parte, nuestra fantasía sale a recibir el hecho recién llegado, y, en vez de contentarse, como la razón, con reflejarlo exactamente, penetra audazmente en él, lo hace pedazos, aleja algunos de ellos, se queda con otros, acaso funde éstos con elementos de otras cosas, en una palabra, descompone la realidad y obtiene un nuevo objeto compuesto sólo de ingredientes selectos. Frente al objeto real que la razón descubre nace así el objeto deseable o desideratum que la fantasía, orientada por el deseo, construye. Nuestra mente fabrica leyenda.
No hay cosa que al llegar a nosotros no suscite esta doble reacción: historia y leyenda. Unas veces dominará aquélla, otras ésta. A menudo el halo legendario que se forma en torno al objeto o suceso puesto en contacto con nuestra fantasía es prácticamente imperceptible. Faltar no falta nunca; es más, la leyenda ocupa tanta porción de nuestro paisaje, que no acertamos en muchos casos a separarla de la realidad, ni siquiera nos damos cuenta de que es leyenda. Las nociones más estrictas de la ciencia ruedan por el alma del sabio envueltas en magníficas resonancias legendarias. No se olvide que de una cosa llamada «positivismo» ha podido hacerse una religión; por tanto, un mito. En fin, la idea misma de ciencia es una leyenda, un desideratum que ni ha sido ni será nunca rigorosamente realidad.
Ofrece, pues, el mundo en su conjunto y en cada una de sus partes dos vertientes: la histórica y la legendaria, la real y la deseable. Hay individuos con mayor capacidad para percibir la una que la otra, temperamentos hiperpoéticos e hipopoéticos. Aunque en España no es muy frecuente, todos hemos tropezado alguna vez con un hombre que, al hablar de cosas y personas, del presente, del pasado o del porvenir, parecía dotar a cuanto nombraba de un brillo divino que hacía nuevos para nosotros los objetos más habituales. Sentíamos que, evocadas por su alma generosa, llegaban las cosas a nosotros como por vez primera, cargadas de sugestivas irradiaciones, despertando en nuestro corazón insospechados deseos y ansias de vivirlas. Todo se acercaba a nuestra sensibilidad mágicamente recamado y en la aureola rutilante de una transfiguración. Y, sin embargo, no había en ello nada de fantasmagoría, ni nos hablaba sólo de cosas espléndidas. Lo humilde seguía siendo humilde, y enfermo lo enfermo. Pero el secreto don de su voz hacía que súbitamente la humildad y la enfermedad mismas cobrasen una gracia inesperada, y, sin dejar de ser lo que son, se tornasen en calidades amables y atractivos poderes. Durante un rato nuestro paisaje perduraba deliciosamente incendiado: todo nos impulsaba a vivir, todo era incitante, todo atraía nuestro esfuerzo. Poco después el incendio se borraba y el sordo contorno habitual reaparecía tristemente, como las áureas arquitecturas que el crepúsculo prende en el ocaso son disueltas en gris y ceniza por la noche vecina. Este es el temperamento hiperpoético que arranca al mundo su antifaz de realidad y descubre su eterna faz deseable.
Comparado con las personas mayores, el niño es un heroico creador de leyendas. Cuanto toca su alma queda transfigurado, y su paisaje se compone casi exclusivamente de desiderata. Todo lo que ve en torno suyo es como debía ser, y lo que no es así no lo ve. Los vicios mismos, hasta la muerte y el crimen, quedan purificados por su alquimia espiritual y le presentan sólo su vertiente atractiva. Mi hijo, que tiene una sensibilidad de caballerito de la Tabla Redonda, prefiere, sin embargo, entre sus juegos, aquel en que pueda hacer de ladrón. Y es que su alma sólo deja pasar del ladrón real aquellas cualidades en efecto deseables: la audacia, la serenidad, el afán de aventuras. Del mismo modo, la muerte es para los niños una variación del escondite: el hombre se ausenta para reaparecer en medio de la alegría general. Por eso, en los cuentos de hadas, la muerte suele ser la carrerilla que se toma para una resurrección.
Esta literatura, genuinamente infantil, ha proyectado, sin darse cuenta, el secreto de la psicología pueril sobre ciertos objetos simbólicos, dotados de mágica eficiencia. La ¡Mesita, componte!, la varita de virtudes poseen la gracia de convertir el universo en un paisaje habitado por cosas deseadas.
Pues bien; la auténtica varita de virtudes es el alma misma del niño.
1920[114].