CARTA A UN JOVEN ARGENTINO QUE ESTUDIA FILOSOFÍA

ME ha complacido mucho su carta, amigo mío. Encuentro en ella algo que es hoy insólito encontrar en un joven, y especialmente en un joven argentino. Pregunta usted algunas cosas, es decir, admite usted la posibilidad de que las ignora. Ese poro de ignorancia que deja usted abierto en el área pulimentada de su espíritu, le salvará. Por él se infiltrará un superior conocimiento. Créame: no hay nada más fecundo que la ignorancia consciente de sí misma. Desde Platón hasta la fecha, los más agudos pensadores no han encontrado mejor definición de la ciencia que el título antepuesto por el gran Cusano a uno de sus libros: De docta ignorantia. La ciencia es, ante y sobre todo, un docto ignorar. Por la sencilla razón de que las soluciones, el saber que se sabe, son en todos sentidos algo secundario con respecto a los problemas. Si no se tiene clara noción de los problemas, mal se puede proceder a resolverlos. Además, por muy seguras que sean las soluciones, su seguridad depende de la seguridad de los problemas. Ahora bien: darse cuenta de un problema es advertir ante nosotros la existencia concreta de algo que no sabemos lo que es; por tanto, es un saber que no sabemos. Quien no sienta voluptuosamente esta delicia socrática de la concreta ignorancia, esa herida, ese hueco que hace el problema en nosotros, es inepto para el ejercicio intelectual.

No he hecho nunca misterio de sugerirme mayores esperanzas la juventud argentina que la española. Como este augurio mío ha merecido el honor de ser propalado, me conviene definirlo un poco, a fin de que no se entienda mal. La amistad, cada vez más sólida, entre algunos grupos de la mocedad argentina y mi obra, me obliga a huir con premeditación de halagar a aquélla y me impone cierta escrupulosa veracidad.

La impresión que una generación nueva produce, sólo es por completo favorable cuando suscita estas dos cosas: esperanza y confianza. La juventud argentina que conozco me inspira —¿por qué no decirlo?— más esperanza que confianza. Es imposible hacer nada importante en el mundo si no se reúne esta pareja de calidades: fuerza y disciplina. La nueva generación goza de una espléndida dosis de fuerza vital, condición primera de toda empresa histórica; por eso espero en ella. Pero, a la vez, sospecho que carece por completo de disciplina interna —sin la cual la fuerza se desagrega y volatiliza: por eso desconfío de ella. No basta curiosidad para ir hacia las cosas; hace falta rigor mental para hacerse dueño de ellas.

En las revistas y libros jóvenes que me llegan de la Argentina encuentro —respetando algunas excepciones— demasiado énfasis y poca precisión. ¿Cómo confiar en gente enfática? Nada urge tanto en Sudamérica como una general estrangulación del énfasis. Hay que ir a las cosas, hay que ir a las cosas, sin más. El americano, amigo mío —por razones que no es ocasión ahora enunciar—, propende al narcisismo y a lo que ustedes llaman «parada». Al mirar las cosas, no abandona sobre éstas la mirada, sino que tiende a usar de ellas como de un espejo donde contemplarse. De aquí que, en vez de penetrar en su interior, se quede casi siempre ante la superficie, ocupado en dar representación de sí mismo y ejecutar cuadros plásticos. Pero la ciencia y las letras no consisten en tomar posturas delante de las cosas, sino en irrumpir frenéticamente dentro de ellas, merced a un viril apetito de perforación.

Son ustedes más sensibles que precisos, y, mientras esto no varíe, dependerán ustedes íntegramente de Europa en el orden intelectual —único al que me refiero. Porque, al ser sensibles, toda idea graciosa y fértil que se produzca en Europa conmoverá, quieran o no, el fino receptor que es su organismo; pero al querer reaccionar frente a la idea recibida —juzgarla, refutarla, valorarla y oponerle otra— encontrarán ustedes dentro de sí esa impresión, esa vaguedad —llamémoslo por su nombre—, esa falta de criterio certero, firme, seguro de sí mismo, que sólo se obtiene mediante rigorosas disciplinas.

Siempre me ha sorprendido la desproporción que suele haber entre la inteligencia, a menudo espléndida, del americano y esa otra facultad de mise au point que es el criterio. Tal vez, en horas de sinceridad consigo mismo, percibe todo buen intelectual americano ese extraño fenómeno secreto de la insuficiencia de su criterio. Cualquiera que sea su énfasis hacia el exterior —énfasis que en ocasiones se eleva a petulancia—, el fondo insobornable que arrastra todo hombre consigo le advierte de que no está seguro de sí mismo en el difícil manejo de las ideas. ¿Por qué es esto así? Yo aventuraría una explicación, pero su desarrollo me forzaría a entrar en cuestiones un poco abstrusas de psicología étnica. Sería preciso contrarrestar la tradicional noción que supone idénticas, poco más o menos, las almas humanas en todos los tiempos —sin más diferencias que las de sus contenidos— e ignora que son, a veces, de estructura (de anatomía y fisiología) sumamente diversas. Además hay cosas de que conviene hablar sólo entre pocos y no aventarlas con riesgo de que sean mal entendidas. En fin, usted, por sí solo, puede reconstruir mi intento de explicación fijándose en que la función ya exquisitamente desarrollada en el argentino, la sensibilidad, habría qué localizarla en la periferia de la psique, por ser función receptiva, mientras que el criterio, aún imperfectamente desenvuelto (repito que en el orden propiamente científico y literario), es una operación de dentro a fuera y afecta a las zonas más centrales, más personales de la conciencia.

Esto significaría que la nueva generación necesita completar sus magníficas potencias con una rigorosa disciplina interior. Yo quisiera ver en esos grupos jóvenes la severa exigencia de ella. Pero acontece que veo todo lo contrario: un apresurado afán por reformar el Universo, la Sociedad, el Estado, la Universidad, todo lo de fuera, sin previa reforma y construcción de la intimidad. En este punto no pactaré jamás con ustedes, y me hallarán irreductible. Todo el que incita a los jóvenes para que abandonen el sublime deporte cósmico que es la juventud y salgan de ella a ocuparse en las cosas llamadas «serias» —política, reforma del mundo— es, deliberada o indeliberadamente, dañino. Porque esas cosas serán todo lo «serias» que se quiera, pero cede a un puro prejuicio quien cree, sin más, que lo «serio» es lo importante y esencial. La política, la reforma de ese vago armazón formal que llaman el Estado, son, en todo caso, consecuencias de otras actividades previas verdaderamente creadoras. Y lo mismo digo de la riqueza. La riqueza sólida y estable es, a la postre, emanación de almas enérgicas y mentes claras. Pero esa energía y esa claridad sólo se adquieren en puros ejercicios deportivos, de aspecto superfluo.

Sobre todo, la ciencia pura, la ciencia que no se propone ninguna aplicación inmediata. Para advertencia ejemplar de los hombres existe el hecho gigantesco de que la civilización que ha obtenido mayor dominio material, práctico, sobre el cosmos —la europea— haya sido a la vez la civilización de la matemática más irreal y abstrusa. El mundo antiguo sólo produjo una técnica desmedrada y torpe —a mi juicio, una de las causas más concretas de su ruina—, porque no cultivó la matemática y el pensamiento con suficiente alegría deportiva. ¡Dígaseme qué sería de nuestra técnica sin la geometría analítica de Descartes y el calcul des infiniment petits, de Leibniz! En un trabajo próximo a publicarse —Marta y María, o Trabaje y deporte— verá usted cómo las cosas llamadas «serias» y útiles han sido en la historia míseras decantaciones, precipitados y como propinas del puro deportismo.

En lugar de invitar al joven a hazañas patéticas, de falsa gesticulación solemne, yo le diría: «Amigo mío: ciencia, arte, moral inclusive, no son cosas “serias”, graves, sacerdotales. Se trata meramente de un juego. Pero así como la acción que no nos es dado eludir puede, sin desdoro, ser mal ejecutada, ya que nos viene impuesta, el juego exige que se juegue lo mejor posible. Precisamente su falta de “seriedad” hacia afuera —su falta de forzosidad— le dota espontáneamente de una rigorosa “seriedad” interna. ¡Dígame usted si cabe pensar que el cálculo infinitesimal hubiera podido inventarse en “serio” y por obligación, por necesidad opresora y a hora fija! Pues bien, joven amigo mío, usted juega mal, no sabe jugar y tiene que aprender».

Yo espero mucho de la juventud intelectual argentina; pero sólo confiaré en ella cuando la encuentre resuelta a cultivar muy en serio el gran deporte de la precisión mental.


Más de una vez —y por cierto con anterioridad a las voces que ahora comienzan fuera de España a insinuar algo parecido— he hecho notar que la historia avanza según grandes ritmos biológicos, de los cuales es uno el de la edad. «Hay tiempos de jóvenes y tiempos de viejos», decía yo en El tema de nuestro tiempo. La manera de reconocer a qué sazón vital pertenece una época es determinar si las ocupaciones que en ella dan el tono son de tono «serio» o de tono «alegre». Porque las cosas todas del mundo se pueden repartir en esas dos clases de tonalidad. Hay paisajes tristes y paisajes jocundos. Y esta diferencia de matiz expresivo no proviene, como ha solido creerse, de una mera proyección sobre el paisaje indiferente de nuestros estados subjetivos. El paisaje triste —ciertos puertos lívidos y cardenosos de España—, Somosierra, Piqueras, por ejemplo, lo son por sí mismos. El que va alegre por ellos nota su tristeza, sólo que el hervor de su interno regocijo le defiende e inmuniza de la tristeza, invasora que el paisaje comprime contra su persona. Del mismo modo, al salir de una habitación caldeada, el fuego acumulado en nuestro cuerpo impide que sea penetrado por el frío exterior que percibimos, pero, por decirlo así, mantenemos a raya, sin transitar la frontera de nuestra piel.

Pues bien; en este sentido hay ocupaciones «serias», como son la política y la industria en general, el derecho y la economía. Son puros formalismos, y como tales, tristes, grises, sin interior suficiencia. La «seriedad» del magistrado y del contable; en general, la gravedad del burgués es un reflejo de sus serias preocupaciones. En cambio, la ciencia, la mejor ciencia, por ejemplo, la filosofía, ríe y sonríe en los diálogos de Platón con un ruido un poco de algazara escolar. Cosa nada sorprendente si se advierte que la filosofía se inventó por unos viejos sonrientes en conversación con los muchachos que salían del gimnasio triscando delante de sus ayos o «pedagogos». (Véase el Lysias).

El predominio del deporte físico, con su tono de alegría muscular, es, acaso, un síntoma del cariz que la vida va a ir tomando. Parece como si Europa se entregase a una salvadora puerilidad. Este es un punto sobre el que algún día quisiera hablar largamente, porque lo considero de sumo interés. Un profundo instinto hace entrever a nuestras viejas naciones que necesitan, después de una etapa de triste trabajo, dominada por la idiosincrasia del burgués y el obrero, una etapa de puerilidad y juventud. Pero es el caso que el espíritu —en cuanto cabe distinguirlo de la carne— es siempre más viejo que el cuerpo, y, desde luego, un exceso de espiritualidad avejenta. Bien; y ¿qué inconveniente hay en que sobrevenga una época durante la cual el cuerpo se anteponga al espíritu a fin de equilibrar la exageración de éste, que los últimos siglos han padecido? Sazón de convalecencia para Europa. Toda convalecencia mima al cuerpo, y, además, tiene no sé qué de admirablemente pueril.

1924.