PALABRAS A LOS SUSCRIPTORES

AL tiempo mismo que se repartía el tomo primero de El Espectador tuve que aceptar el compromiso de hacer un viaje a América y dar en la Universidad de Buenos Aires un ciclo de conferencias filosóficas. Fui allá, pues, para ocupar la cátedra que en ese centro de enseñanza ha creado la «Institución Cultural Española» —tal vez el organismo de propaganda nacional más serio, discreto y entusiasta que conozco.

Si pocos días antes de mi partida hubiera yo previsto la verosimilitud de este viaje habría detenido la publicación de El Espectador, a fin de no exponer su frecuencia a interrupciones.

Desde hace años sentía latir dentro de mí un afán hacia América, una como inquietud orientada, de índole pareja al nisus migratorio que empuja periódicamente las aves de Norte a Sur. La vida europea en los últimos tiempos —aun antes de la guerra— carecía de poder atractivo sobre temperamentos que, como el mío, exigen al contorno emociones nuevas de vida ascendente. Comenzaba todo en Europa a tomar una cansada actitud de pretérito, un color desteñido y palúdico. Dondequiera aparecían síntomas de vitalidad menguante. Heine hubiera dicho que el mundo europeo olía a violetas viejas.

Preveía, pues, en el viaje a América la experiencia más aguda que puede hacer un español espiritual. Por todo ello, me hallaba resuelto a demorar la aventura hasta poder emprenderla en las mejores circunstancias de humor y de reposo. Tengo una noción demasiado clara de lo que hemos dejado de hacer los españoles en la América española durante el último siglo para mirar frívolamente las responsabilidades de un meditador peninsular que cruza el Atlántico.

Las personas que me indujeron a realizar prematuramente el viaje conocen las repugnancias mías a emprenderlo. Me sentí forzado por razonamientos patrióticos que no es oportuno desarrollar aquí, y en cuatro meses de existencia vertiginosa tuve que improvisar, día a día y aun hora por hora, un curso profesional y una campaña ideológica muy inferiores a lo que merecían la sensibilidad y el entusiasmo del público argentino y uruguayo.

Resuelta mi partida, hice un violento esfuerzo para dejar concluido el segundo volumen de El Espectador. Y, en efecto, fue entregado a la imprenta el original, salvo algunas páginas que me proponía concluir durante la travesía. Yo ignoraba hasta qué punto soy incompatible con la navegación de altura. El clima oceánico y la vida interior del buque —vida consistente en que doscientas personas se dedican a inspeccionar vuestros actos— paralizan toda mi discreción. Está visto que yo no podré escribir nunca una línea si no es en tierra y a algunos metros de distancia de los demás seres humanos. Afortunadamente, el alta mar es un espectáculo que no tiene interés alguno, ni siquiera para El Espectador. En la belleza de la marina próxima a la costa lo pone casi todo la tierra. Es, pues, preferible navegar como Ulises, sin perder de vista la gracia quieta y perfilada de la ribera.

Pero estos enojos marítimos, y aim la tardanza con que por fuerza mayor va a mis amigos este segundo tomo, juzgo compensados crecidamente al haber conocido la Argentina. (No hablo del Uruguay, porque mi estancia en él, rápida y abrumada de labor, no me permitió conocerlo).

El Espectador será en lo sucesivo tan argentino como español —¿puedo decir más? Cuando se discutía el problema astronómico de la acción a distancia, los mejores físicos afirmaban que un cuerpo está allí donde actúa. Del mismo modo yo diría que un libro es de allí donde es entendido. El Espectador es y tal vez será mejor entendido —mejor sentido— en la Argentina que en España. Podrá herir nuestra nacional presunción; pero es el caso que ese pueblo, hijo de España, parece hoy más perspicaz, más curioso, más capaz de emoción que el metropolitano. Tiene, sobre todo, una cualidad que para mi estimación es decisiva: la de distinguir finamente de valores. Podrá aceptar cosas que en rigor no son aceptables: su lujo de vitalidad, su optimismo de abundancia y juventud le llevan a derramar admiración incluso donde huelga. Pero dentro de lo que atiende y acepta establece una exquisita jerarquía.

Ahora bien: ésta es la virtud de la conciencia pública que más puede estimar quien avance por la vida con un corazón honestó y una obra seria y cuidada. Más irritante que no ser notado es ser confundido. Todas las menguas y defectos de la vida española serán incorregibles mientras nos complazcamos en confundir al diestro con el inepto, al noble con el ruin. En su Historia de la decadencia del mundo antiguo titula Otto Seeck el capítulo más grave: Aniquilamiento de los mejores. La historia nacional del tiempo que voy viviendo puede titularse con esas mismas palabras. Desde que tengo uso de razón asisto al indefectible fracaso de nuestros hombres mejores, rendidos por tener que «emplear sus facultades arcangélicas contra boxeadores cotidianos[36]».

Los espíritus selectos que en la península se esfuerzan por aumentar la cultura española deberían hacer la travesía del Atlántico a fin de reconfortarse. Estén seguros de que allende el mar no serán confundidos y cobrarán fe en el sentido de su esfuerzo.

Mas sobre esto recibirán con el vigor irremplazable, que posee lo intuitivo, la más importante experiencia. Para un escritor, para un poeta u hombre científico, las separaciones políticas de los Estados son inexistentes cuando bajo ellas fluye, quiérase o no, la identidad lingüística. El pico de la pluma o el aire trémulo que hace la voz conmoverán indistintamente los nervios de hombres que pertenecen a Estados muy diversos. Un escritor español no debiera, pues, sentirse a más distancia de Buenos Aires que de Madrid.

Allende la guerra, envueltas en la rosada bruma matinal, se entrevén las costas de una edad nueva, que relegará a segundo plano todas las diferencias políticas, inclusive las que delimitan los Estados, y atenderá preferentemente a esa comunidad de modulaciones espirituales que llamamos la raza. Entonces veremos que en el último siglo, y gracias a la independencia de los pueblos centro y sudamericanos, se ha preparado un nuevo ingrediente presto a actuar en la historia del planeta: la raza española, una España mayor, de quien es nuestra península sólo una provincia.

Mas para ello es preciso que los escritores españoles —y por su parte los americanos— se liberten del gesto provinciano, aldeano, que quita toda elegancia a su obra, entumece sus ideas y trivializa su sensibilidad. El literato de Madrid debe corregir su provincianismo en Buenos Aires, y viceversa. El habla castellana ha adquirido un volumen mundial; conviene qué se haga el ensayo de henchir ese volumen con otra cosa que emociones y pensamientos de aldea.

La cosa es más sencilla y no tan inmodesta como pudiera parecer. Dentro del reducido círculo de atención a que mi obra aspira, puedo afirmar que buena parte de mis lectores preferidos están en Buenos Aires.

Mi viaje ha retrasado la publicación de este segundo tomo; pero, en cambio, me es lícito decir al sacarlo a luz, hinchando un tanto la voz:

—En las páginas de El Espectador no se pone el sol.

Mayo 1917.