PARA LA CULTURA DEL AMOR
VUELVO hoy al tema del Adolfo, al asunto del «amor». En las páginas anteriores[39] he dejado correr el equívoco múltiple que transporta siempre esta palabra. He aquí un vocablo donde se refractan por lo menos tres significaciones distintas. Rompamos la prismática voz.
El caso que el Adolfo cuenta es el típico del «amor» —he dicho—. Con ello quiero dar a entender que Constant analiza aquella especie de fenómenos eróticos que son los más frecuentes, los de mayor inflijo en la humanidad.
Entender una palabra es sustituiría en nuestra mente por la percepción de las realidades mismas a que hace referencia. Cuando la palabra es equívoca, notamos, al ensayar esa sustitución, que las realidades aludidas no tienen nacía o tienen muy poco que ver entre sí. Así acontece con la palabra amor.
En primer término nos encontramos con una clase de fenómenos espirituales que denominamos amor a Dios, amor al arte, amor a la ciencia. En último término, distinguimos en el amor cuanto nos hace sentir la atracción sexual. No dudo que aquel amor sublime y este amor corporal intervengan de alguna manera en nuestro «amor», en lo que llamamos amar a una mujer. Pero ¿cómo no advertir que este tercer amor es en lo esencial distinto de aquellos otros dos?
He de declarar que me son igualmente enojosas las dos tendencias usuales de deformar el «amor», de las que una pretende adornarlo con una decoración metafísica y la otra descomponerlo en un prurito fisiológico. Los alemanes tienden a lo primero; los franceses —salvo cuando son románticos, es decir, seudoalemanes—, a lo segundo.
Recuerdo que el gran Hermann Cohen no podía sufrir que yo no pudiese sufrir las Afinidades electivas de Goethe. Pero siempre me he preguntado qué sale ganando este menester tan humano del «amor» con que lo elevemos a una potencia mística y supongamos tras él esa intervención de Dios o de la diosa Naturaleza. Bien está que el amante, amado, crea que es con su amada uno e indiviso desde toda la eternidad y para toda la eternidad. El encanto del «amor» proviene, en parte, de su capacidad poética; puebla de iridiscencias el mundo en tomo, lo adoba y recama. En la cima del proceso amoroso, como sobre el cerro Tabor, organizase transfiguraciones. Hay un minuto de cénit, al pasar por el cual los amantes se juran amor eterno. Pero este instante transcurre y con él se evapora el vigor del juramento. El amor ha muerto en aquel pecho; mas la religión, la moral, el derecho y hasta la policía os oyeron jurar y os obligan a que llevéis el cadáver perpetuamente en vuestro corazón. En el Adolfo fermenta el romanticismo suficiente para prestar este carácter trágico y una fisonomía de crimen a la pertinaz insolvencia del juramento amoroso.
Mas el encanto, en amor como en arte, desaparece o mengua cuando lo tomamos como realidad. En el punto en que una poesía resulte verdad, se desvanece como poesía. En el punto que se mezcla Dios —religión, moral, derecho o policía— en nuestros amores, adquieren éstos un semblante terrible de ineluctables sucesos astronómicos. Si el amor en su plenitud produce esa ilusión de perennidad, ¿no es un quid pro quo tragicómico exigirle además que realice su ficción? Esto es hacer lo que aquel Sha persano a quien un poeta contó de un país donde nadie muere, y en vista de que no supo conducirle hasta allí mandó que fuese ahorcado. Pero, señor, ¿no era mérito bastante haberlo imaginado?
Como en tantas otras cosas, cometemos aquí un error de perspectiva. Ved por qué interesa tanto el asunto a El Espectador. Tenemos que preparar el nuevo progreso con una sabiduría de perspectiva. De otro modo, no lograremos una verdadera ampliación del orbe.
Nuestra cultura superficial nos induce a proyectar todo el universo sobre un solo plano en vez de respetar delicadamente sus múltiples dimensiones que le proporcionan deleitable, ilimitada concavidad. Una instancia suprime así todas las demás: la ciencia a la poesía, la poesía a la ciencia, ambas a la religión y la religión a las dos. Ved al reaccionario que trae el pasado sobre el presente con ánimo de desalojar éste; ved al radical y utopista que se obstina en hacer sobre la escena de la actualidad los gestos que corresponden al porvenir. Así no poseemos ni pasado ni futuro, y vueltos hacia el uno o hacia el otro, damos siempre la espalda al presente.
El propio error de perspectiva cometemos con la moral. ¡Ah, cuánto hemos de hablar sobre esto en voz queda y confidencial para que no nos oigan los periodistas, que todo lo desmesuran! Ninguna moral que verdaderamente lo sea se puede cumplir: sus normas se elevan como esquemas incorpóreos en el límite de nuestro horizonte vital. Desde allí ejercen su noble ministerio de puntos cardinales para el espíritu. ¿No es otro quid pro quo de índole semejante al antedicho que pretendamos hacer de cada punto de nuestra existencia un punto cardinal? Se puede ir hacia el Norte o hada el Sur; pero no se puede llegar a ellos: no son dos ciudades que existan a la vera de ningún camino. Dejemos, pues, a la moralidad o conjunto de las normas su ideal lejanía: como tales normas ni pueden ni tienen que ser realizadas. La contraria preocupación lleva a una de estas dos inmoralidades: o el afán de que sean prácticas, según suele decirse, nos hace elevar a la dignidad de normas torpes recetas extraídas inductivamente de la experiencia, o la vana exigencia de realizar lo irrealizable siembra en nuestra vicia constante inquietud, nociva dualidad, descontento, sensación de intimo fracaso. Esto no puede ser, no puede ser: una interpretación de la Ética que obliga formalmente al hombre a estar descontento de sí mismo, prueba ipso facto su falsedad. Y esa morbosa interpretación de la Ética es la vigente desde que Grecia se esfumó como un ensueño fugaz. Kant conduce hasta lo extremo esta equivocación…
Pero dejemos ahora a Kant. Hablaba yo del «amor» y de su ilusión de eternidad y de la policía y de la perspectiva. Si, esto era lo que yo quería decir: que el más frecuente error de perspectiva consiste en proyectar todo sobre el plano de lo real. Ahora bien: una de las dimensiones del mundo es la virtualidad, e importa sobremanera que aprendamos a andar por él[40].
Casi íntegramente es la cultura de los últimos sesenta años un ensañamiento contra lo virtual. Eue una época que inventaba con fruición razones de este linaje: «Cuando creemos obrar en puro beneficio del prójimo, no hacemos en realidad sino obedecer a un egoísmo más profundo». «Temor, alegría, tristeza, no son realmente temor, alegría, tristeza, sino sensaciones de nuestros músculos y alteraciones de nuestro pulsan». «Moral, arte, ciencia, religión, son, en realidad, sombras que arroja nuestra situación económica», etc., etc.
Ni que decir tiene que tales doctrinas han quedado convictas de error. Pero esto no es lo más grave: acaso otras análogas podrían resultar ciertas. Lo deplorable, lo absurdo es la intención en que iban envueltas. Supongamos que la belleza de la Gioconda consiste en un calambre peculiar que la vista del cuadro divino produce: ¿queda con esto borrada del Universo, pierde algunos de sus quilates la belleza de Mona Lisa? ¿No sigue siendo tan bella como antes? ¿No conserva su valor específico un mundo donde los calambres tienen esa consecuencia virtual?
Entiéndase bien mi censura. Yo no tengo nada que decir contra ese afán de realidad; al contrario, lo aplaudo y lo predico. Pero una vez que he llegado a lo real, me vuelvo hacia atrás y veo que lo virtual sigue subsistiendo, que es, a su modo, otra realidad donde me siento invitado a demorar. En el huerto hay dos rosales: uno es el que despunta en abril el jardinero con sus tijerones rojos de orín; otro es ese mismo rosal que se espeja en el aljibe tembloroso. El primero me da su olor y una lección de botánica; el segundo —me decís— es una ilusión.
Pues bien: yo insisto en que debemos aprender a respetar los derechos de la ilusión y a considerarla como uno de los haces propios y esenciales de la vida. Separemos lo real de lo imaginario; pero conservemos ambos mundos y sometamos cada cual a su exclusivo régimen. Nada, pues, de turbios misticismos que nacen de la confusión de fronteras. Hagamos una física lo más rigorosa que podamos: experimentemos, midamos, cortemos los tejidos con el micrótomo, distendamos los poros de la materia para ver bien su estructura. Pero no gastemos en eso toda nuestra energía mental: reservemos buena parte de nuestra seriedad para el cultivo del amor, de la amistad, de la metáfora, de todo lo que es virtual.
De otro modo, viviremos en perpetuo desacuerdo con nosotros mismos y no evitaremos nunca crueldades inútiles como esa que sobre el hombre cae cuando ama; jura él amor eterno, y la sociedad le obliga, ex amante, a cumplir su palabra.
Esto sería justo si fuese posible al «amor» elegir entre jurar o no jurar su propia eternidad. Bien que entonces se hiciese responsable al hombre de ese añadido que voluntariamente ponía. Pero en este caso no existe el albedrío. No es el amante quien jura, sino que el «amor» mismo es, en su plenitud, juramento. Mientras la moral no consiga modificar la naturaleza del amor, éste es el responsable y no el hombre a quien sobrecoge.
Si analizamos el estado de culminación amorosa, lo hallaremos constituido por la conciencia de absoluta compenetración. El amante siente que la persona[41] de la amada penetra la suya hasta las últimas parcelas; que se halla disuelto, fundido, poseído en aquella. Todo él, enteramente, pertenece al ser amado; por tanto, su pasado, cuanto en él existe actualmente en forma de recuerdo; por tanto, el futuro, cuanto en él hay de propósitos y proyectos, esperanzas e intenciones. Lo que mejor califica esta situación es notar cómo resulta incompatible con ella la más leve reserva. Es psicológicamente imposible a la par sentir una reserva y plenitud de «amor». Más aún: ésta consiste en el goce de no percibir reserva alguna y sentirse transido íntegramente por la persona a quien se ama. Semejante estado puede durar más o menos, pero cada momento de su duración se dilata para dar cabida a todo el pasado y a todo el porvenir de que el amante tiene noticia. En el transcurso de tiempo, donde un reloj que fuera un cerebro contaría sólo un minuto, el amante vive una existencia sin límites; por consiguiente, desde su punto de vista, eterna. No siente sólo que ama en ese instante, sino siente que no hay en su conciencia un lugar donde quepa la sospecha de otro instante futuro en que no ame. El instante real del reloj experimenta una dilatación virtual de eternidad, y el juramento de perpetua pertenencia es la expresión fatal y única de ese estado afectivo.
Si hay, pues, en el hombre, un acto plenamente moral, lo es, a no dudar, ese juramento que asciende por sí mismo de la entera personalidad, como la savia en el árbol. Y hasta que haya durado un punto de plenitud de «amor» para que esté justificado y con él sus consecuencias.
Estas consecuencias son a veces dolorosas y a veces terribles. Conmovido ante ellas, Benjamín Constant nos habla en el prólogo al Adolfo de crimen, de perversión. ¿No es esto cortar el nudo gordiano? Porque acaso sea normal al «amor» sucederse a sí mismo: acaso exija la facultad amorosa multiplicidad sucesiva de «amores[42]». Y entonces tropezamos con una contradicción esencial entre él y sus consecuencias. Mientras él es bueno y divino, son infernales sus consecuencias.
He aquí por qué es precisa la cultura del amor. Yoda cultura consiste en la resolución de contradicciones. Barbarie, en cambio, es aquella ceguera para la contradicción que nos permite quedamos con uno solo de los términos.
Nuestra edad, estúpidamente sensual, es una de las que menos han pensado sobre el amor, de las menos cultas en «amor». Hasta el extremo de que yo tengo que hablar del «amor» entre comillas para advertir que hablo del amor entre personas y no entre cuerpos.
Pero ¿hay quien crea que tal «amor» existe? Únicamente los que creen en el amor platónico, en el cual yo no creo, ni Platón tampoco… Y, sin embargo, ya Plotino distingue del divino Eros, de la Urania Afrodita lo que él llama Afrodita Pandemos, esto es, el amor de todo el mundo, el vulgar amor. Pues bien: a ese me refiero. Y quisiera mostrar que, lejos de contener fuerza mística alguna, es un trivial mecanismo psicológico que a toda hora está funcionando en nosotros. Mas por lo mismo que es trivial, yo veo en él una magnífica potencia pedagógica que debíamos más ampliamente cultivar.
1917.