MUSICALIA

I

EL público de los conciertos sigue aplaudiendo frenéticamente a Mendelssohn y continúa siseando a Debussy. La nueva música, y sobre todo la que es nueva en más hondo sentido, la nueva música francesa, carece de popularidad.

Verdad es que el gran público odia siempre lo nuevo por el mero hecho de serlo. Esto nos recuerda lo que en nuestro tiempo más suele olvidarse: que cuanto vale algo sobre la tierra ha sido hecho por unos pocos hombres selectos, a pesar del gran público, en brava lucha contra la estulticia y el rencor de las muchedumbres. Con no poca rascón media Nietzsche el valor de cada individuo por la cantidad de soledad que pudiese soportar, esto es, por la distancia de la muchedumbre a que su espíritu estuviera colocado. Tras ciento cincuenta años de halago permanente a las masas sociales, tiene un sabor blasfematorio afirmar que si imaginamos ausente del mundo un puñado de personalidades escogidas, apestaría el planeta de pura necedad y bajo egoísmo.

Ello es que el gran público, como ayer silbaba a Wagner, silba hoy a Debussy. ¿No acontecerá con éste como con aquél? Al cabo de cuarenta años, la gente se ha resuelto a aplaudir a Wagner, y este invierno el Teatro Real apenas si ha podido contener el fervor wagneriano de la grey melómana. Siempre pasa lo mismo. Ha sido preciso que la música de Wagner deje de ser nueva, que se evapore gran parte de su virtud y vernal sugestión, que sus óperas se hayan convertido bajo la usura del tiempo en unos tristes pedagógicos paisajes de tratado de Geología —rocas, flora gigante, saurios, grandes salvajes rubios—, para que la muchedumbre crea llegada la ocasión de conmoverse con ella. ¿Acontecerá lo propio con Debussy?

Probablemente, no. Si todo lo nuevo es impopular, hay, en cambio, cosas que lo siguen siendo aun llegadas a la vejez. Hay músicas, hay versos, cuadros, ideas científicas, actitudes morales, condenadas a conservar ante las muchedumbres una irremediable virginidad.

En cierto modo, cabe hablar de culturas enteras que son impopulares.

Si se comparan las culturas asiáticas con las europeas, se advierte al punto que en aquéllas no hay apenas motivos ni principios que no sean comunes al vulgo y al erudito. La filosofía del sabio indio es, en esencia, la misma que la de los hombres indoctos de su raza. El arte chino emociona igualmente al mandarín que al coolí trashumante. El tradicional empeño que se observa en los asiáticos de separar, como dos orbes distintos, la cultura superior de la vulgar, no hace sino confirmar su identidad radical a los ojos de un observador desinteresado. En la cultura europea no ha sido nunca necesario subrayar con demarcaciones forjadas esa distancia, por lo mismo que era demasiado evidente. La obra con que inicia sus destinos la literatura de Occidente, la Ilíada, está compuesta en un lenguaje convencional que no ha sido hablado por ningún pueblo, y se formó en un círculo, relativamente estrecho, de especialistas, los rapsodas; durante siglos, la espléndida epopeya sólo podía ser cantada en las fiestas cortesanas del feudalismo helénico. La ciencia griega, matriz de todo el saber occidental, comienza desde luego con tales paradojas, que la muchedumbre renunció ipso facto a ingresar en su recinto misterioso. De aquí el odio, la hostilidad inveterada del vulgo contra la minoría creadora, que atraviesan en acres bocanadas toda la historia europea y faltan por completo en las grandes civilizaciones de Oriente.

Mas dentro de nuestra propia cultura varia, según las épocas, el coeficiente de popularidad de sus producciones. Hoy, por ejemplo, vivimos una hora en que es extrema la impopularidad de cuanto crean el sabio y el artista representativos del momento. ¿Cómo podrán ser populares la matemática y la física actuales? Las ideas de Einstein, por ejemplo, sólo son comprendidas, no ya juzgadas, por unas docenas de cabezas en toda la anchura de la tierra.

El porqué de esta incomprensión tiene, a mi juicio, sumo interés. Se le atribuye de ordinario a la dificultad de la ciencia y el arte actuales. «¡Son tan difíciles!», se dice. Si llamamos difícil a todo lo que no comprendemos, no hay duda que lo son; pero, en tal caso, nada hemos explicado. En un sentido más concreto solemos decir que es difícil lo que es intrincado, complicado. Pues bien; en este sentido es falso atribuir una peculiar dificultad a la ciencia o al arte que hoy hacemos. En rigor, las teorías de Einstein son sumamente sencillas, por lo menos más sencillas que las de Kepler o Newton.

Yo creo que la música de Debussy pertenece a este linaje de cosas irremediablemente impopulares. Todo induce a creer que compartirá la suerte de los estilos paralelos a ella en poesía y en pintura. Es la hermana menor del simbolismo poético —Verlaine, Laforgue— y del impresionismo pictórico. Ahora bien: Verlaine, o entre nosotros Rubén Darío, no serán nunca populares como lo fueron Lamartine o Zorrilla, y Claude Monet gustará siempre a menos mortales que Meissonier o Bouguereau. Y, sin embargo, me parece indiscutible que el arte de Verlaine es mucho más sencillo que el de Victor Hugo o Núñez de Arce, así como los impresionistas son enormemente menos complicados que Rafael o Guido Reni.

Se trata, pues, de otro género de dificultad, y la música de Debussy ofrece la mejor ocasión para indicar en qué consiste. Porque nadie, pienso, desconocerá que Beethoven y Wagner, populares, son incomparablemente más complicados que el impopular autor de Pelléas. Cest simple comme bonjour —ha dicho recientemente Cocteau hablando de la nueva música. Beethoven y Wagner son, en cambio, intrincadísimas arquitecturas cuya inteligencia demuestra que el gran público no se arredra ante lo complicado con tal de que el artista se mantenga en una actitud vulgar, análoga a la suya. A mi modo de ver, éste es todo el secreto de la dificultad que suele encontrarse en la audición de la nueva música: es ésta sencillísima de procedimientos; pero va inspirada por una actitud espiritual radicalmente opuesta a la del vulgo. De suerte que no es impopular porque es difícil, sino que es difícil porque es impopular.

* * *

Por uno u otro rodeo, en uno u otro sentido, siempre vendremos a reconocer que el arte es expresión de sentimientos. No es esto solo ciertamente; pero nos parece lo más genuino que hay en él. ¿Qué queda, sobre todo, de la música si abstraemos su capacidad para expresar emociones?

Hablando, pues, con algún rigor, el tema artístico, especialmente el de la música, es siempre sentimental, y cuando cambia de estilo es que pasa de expresar sentimientos de una clase a expresar sentimientos de otra.

Tómese una situación cualquiera; por ejemplo, una campiña bajo el imperio floreal de primavera. El pacífico comerciante, el virtuoso profesor, el ingenuo empleado, al encontrarse ante ella, se sentirán anegados en un abundante flujo de deleitables emociones. Son los sentimientos que cualquier hombre de tipo mediocre experimenta bajo el influjo de los alientos botánicos y el festival luminoso que con honesta puntualidad da de sí en tal sazón Naturaleza. Llamad a un gran músico y haced que ponga en sonido esos sentimientos vulgares, filisteos, mediocres. El resultado será aquel trozo de la Sexta Sinfonía, que se titula Sentimientos agradables al llegar al campo. El trozo es admirable: no cabe expresar más perfectamente emociones más perfectamente triviales.

Pero ante la campiña llega un hombre de sensibilidad exquisita, un artista que lo sea en verdad. Si por azar germinan en él aquellos sentimientos primarios, de mediocre carácter, se apresurará a ahogarlos, avergonzado, y no dejará desarrollara sino los estremecimientos que en el lado artista de su espíritu brotan. Eliminando sus reacciones de hombre cualquiera, retendrá, por selección, exclusivamente, sus sentimientos de artista. Si un músico de menor tamaño que Beethoven da armónica expresión a los sentimientos estéticos de ese hombre, y sólo a ellos, resultará La siesta del fauno, de Debussy.

En la Sexta Sinfonía, el pacífico comerciante, el virtuoso profesor, el ingenuo empleado, la señorita de comptoir ven pasar sus propios afectos y, al reconocerlos, se conmueven agradecidos. La siesta del fauno, en cambio, les habla con un vocabulario sentimental que no han usado nunca y no pueden entender. Nada más difícil para el temperamento no artista que acertar con aquel sesgo, aquella rara inclinación de nuestro ánimo en que éste da sus maravillosos reflejos estéticos.

Este es, a mi juicio, el verdadero motivo de la impopularidad a que está condenada la nueva música francesa. Debussy, en La siesta del fauno, ha descrito la campiña que ve un artista, no la que ve el buen burgués.

* * *

Los músicos románticos, Beethoven inclusive, han solido dedicar su talento melódico a la expresión de los sentimientos primarios que acometen al buen burgués. Lo mismo hicieron con sus versos los poetas hasta 1850. El romanticismo pertenece a la prole numerosa que trajeron al mundo las revoluciones políticas e ideológicas del siglo XVIII. Estas vienen a resumirse en el advenimiento de la burguesía. La proclamación de los derechos del hombre, sublime en teoría se convirtió de hecho en el triunfo de los derechos del buen burgués. Cuando se pone a los hombres en igualdad de condiciones ante la lucha por la existencia, es seguro que triunfarán los peores, porque son los más. Hasta ahora, el espíritu democrático se ha caracterizado por una monomaníaca y susceptible ostentación de los derechos que cada uno tiene. Yo presumo que este primer ensayo de democracia fracasará si no se le completa. A la proclamación de derechos es preciso agregar una proclamación de obligaciones. Los espíritus más delicados de nuestro tiempo, ahítos de no ver en tomo suyo sino gentes que blanden amenazadoras sus derechos, empiezan a buscar algún reposo en la contemplación de la Edad Media, que antepuso a la idea de derecho la idea de obligación. Noblesse oblige ha sido el Jema admirable de una época ferviente, transida por un generoso impulso de sesgo ascendente y creador. La democracia tiene derechos; la nobleza tiene obligaciones.

Pues bien; como la democracia reconoce los derechos políticos que todo hombre, sólo por nacer, posee, el romanticismo proclamó los derechos artísticos de todo sentimiento por el mero hecho de ser sentido. Siempre la libertad trae algunas ventajas: el derecho a la libre expansión de la personalidad es sobremanera fecundo en arte, cuando la personalidad que se expansiona es interesante. Pero ¿no será funesta tal libertad cuando los sentimientos a que se da suelta son bobos o ruines?

Música y poesía del romanticismo han sido una inacabable confesión en que cada artista nos refería con notable impudor sus sentimientos de ciudadano particular. A veces, este ciudadano particular alojado dentro del artista era un egregio tipo humano, dotado de una sensibilidad noble, o sugestiva, o genial. Entonces —es el caso de Chateaubriand, Stendhal, Heine— el fruto romántico tiene sabores que ponen en olvido los de todo otro estilo artístico. Pero como es mucho más fácil ser un gran artista que un hombre interesante, lo más frecuente ha sido que con excelentes medios de música y poesía se nos describan, con ánimo de que los compartamos, los sentimientos de un mancebo de botica.

He aquí, por ejemplo, un hombre que ha perdido a su amada y visita un lago y donde un año atrás hizo con ella una jira de erotismo acuático y probablemente dominguero. Hay enormes probabilidades de que los sentimientos de ese hombre sean de una trivialidad pavorosa. Aun en el mejor caso, no serán sentimientos estéticos. En tal situación, a un poeta actual, si tiene también su corazoncito, le sobrecogerán emociones muy parecidas a las que experimenta cualquier otro hombre no artista. Pero comprendiendo que el arte no es sólo un ornato bello, una especie de toilette que se hace a un tema extraestético, apartará de sí con sacro furor de musageta la idea de rimar semejantes afectos. Lamartine, en cambio, con ejemplar denuedo, los pondrá en verso sin perdonar uno solo, y tendremos el famoso e insoportable Lago:

«O lac!, l’année à peine a fini sa carrière,

Et, près des flots chéris qu’elle devait revoir,

Regarde!, je viens seul m’asseoir sur cette pierre

Où tu la vis s’asseoir!»

Esto es, exactamente, la música romántica: expresión del lugar común sentimental, halago al pacífico comerciante, al empleado del Municipio, al virtuoso profesor y a todas las señoritas de comptoir.

II

Los reparos que be puesto a la tendencia general de la música romántica no implican desestima hacia el romanticismo. Tan lejos estoy de sentirla, que aquella férvida revolución de los espíritus me ha parecido siempre una de las más gloriosas aventuras históricas. Antes de ella, a los sentimientos se los llamaba con preferencia pasiones, pathos; es decir, que desde luego eran consignados a la patología, al hospital, al confesonario, o bien directamente al infierno. En el círculo segundo del suyo pone Dante a las criaturas apasionadas

que la ragion somettono al talento,

esto es, al sentimiento. Un vendaval negro y perenne las arrebata, y suspensas sobre el vado, formando largas hileras oscuras, como los estorninos al friso del invierno, ejecutan su eterno vuelo punitivo las almas sentimentales. Y es un grave síntoma de nuestro radical romanticismo que al ver pasar enlajados a Paolo y Francesca, sesgando como aves negras la bruma tormentosa, nos contagie su arrebato y quisiéramos seguir su fatal trayectoria, sintiendo en nuestros lomos el latigazo de la ráfaga infernal. No de otra manera los muchachos, cuando past un regimiento, son arrebatados por el compás marcial y se agregan a la milicia transeúnte.

El romanticismo fue el libertador de la fauna emotiva viviente en nosotros. Merced a esta consagración del sentimiento hay, por ejemplo, en la literatura desde 1800 dos calidades deliciosas que antes faltaron siempre: color y temperatura. Con divinas excepciones, todo verso, toda prosa prerrománticos nos parecen hoy cuerpos muertos, materia exánime de lívidas formas y venas sin licor ni latido. Un párrafo latino o griego es, al tacto, frígido como el bronce o el mármol. Goethe y Chateaubriand fueron los sensibilizadores del arte literario: abrieron heroicamente sus arterias y dejaron correr el vital flujo de su sangre por el caz del verso y el curvo estuario del periodo[80]. Más o menos fieles, todos los que hoy escribimos somos nietos de aquellos dos semidioses. El propio Pío Baroja, que detesta a Chateaubriand, no hace otra cosa, en resumidas cuentas, que prolongar el gesto iniciado por el vizconde francés en el bosque de Combourg. El protagonista de su última novela —La sensualidad pervertida—, ¿qué es sino un René artrítico y sin heráldica a quien no hacen caso las mujeres?

Pero la etapa primera de esa consagración del sentimiento, la época sensu stricto romántica y fue insuficiente. Como ya he dicho, proclama un derecho y olvida la obligación aneja, sin la cual todo derecho es injusto y estéril. Cada cual tiene en arte derecho a expresar lo que siente. Muy bien, con tal que se comprometa a sentir lo que debe.

La liberación, en arte o en política, sólo tiene valor como tránsito de un orden imperfecto a otro más perfecto. El liberalismo político liberta a los hombres del ancien régime, que era un orden injusto, y para ello reconoce a todos los nacidos ciertos derechos mínimos. Quedarse en este estadio transitorio, que sólo tiene sentido como negación de un pasado opresor, es hacer posada en medio del camino. De aquí el carácter provisional e insólito que llevan en la cara todas las instituciones de la actual democracia. Es preciso avanzar más y crear el nuevo orden, el nouveau régime, la nueva estructura social, la nueva jerarquía. No basta con una legislación de derechos comunes y mínimos que hace pardos a todos los gatos: hacen falta los derechos diferenciales y máximos, un sistema de rangos. Todas las crisis que ahora inquietan el mundo son necesarias para que la sociedad vuelva a organizarse en nueva aristocracia.

Del mismo modo, la más honda intención del romanticismo radica en creer que las emociones constituyen una zona del alma humana más profunda que razón y voluntad, únicas potencias que el pasado atendía, y como ellas, capaz de un orden, de una regulación, de una jerarquía; en suma, de una cultura. En este sentido, todos somos hoy románticos, y yo ilimitadamente. Cuando Dante opone la ragion al sentimiento se refiere a la razón intelectual. Pero es el caso que existe otra razón sentimental una raison du coeur, como Pascal decía, que no por ser cordial es menos razonable que la otra. Su alumbramiento y desarrollo es el gran tema de nuestra época que Comte ya entrevió cuando postulaba una organisation des sentiments.

Al primer romanticismo de la liberación sigue este segundo, que hace años se inició en el arte, cuyo lema es selección y jerarquía. No nos parece, pues, del todo indiferente qué guste y qué no guste en música. Es preciso reobrar contra la anarquía de los gustos que ha hecho descender gravemente el nivel de la Sensibilidad europea.

* * *

El arte evoluciona inexorablemente en el sentido de una progresiva purificación; esto es, va eliminando de su interior cuanto no sea puramente estético.

A Pedro se le muere la novia, y experimenta la congrua tristeza. Esta tristeza es un sentimiento primario, que nace en nuestro trato activo y vital con las cosas —por lo mismo, no es artístico, no es estético. Si, insatisfecho de expresar su pena como cada hijo de vecino, Pedro compone además una sonatina sobre su tristeza, habrá dado expresión artística a algo que no es estético.

Pablo, el compasivo, y Juan, el artista, asisten a la desventura de Pedro. Aquél, siguiendo su propensión, se contagia con la amargura de su amigo, y… le acompaña en el sentimiento, se le compunge el corazón, vive la pena del prójimo. Juan, el artista, resiste ese contagio, e interponiendo una distancia espiritual entre sí y la tristeza que ve, permanece como puro espectador, bien que espectador artista. El espectáculo de la dolorida vena que mana del amante transido suscita en él sentimientos secundarios que no son de participante, sino de contemplador estético. Si luego modula en claros tonos esas sus emociones, tendremos un tipo de creación en que es artístico, no sólo el medio de expresión, sino también el tema expresado.

Yo no sabría formular con más claridad y rigor la diferencia entre la música romántica y la nueva música, entre Schumann y Mendelssohn de un lach, Debussy y Stravinsky de otro. Pedro, el novio triste, es Mendelssohn; Juan puede ser Debussy; en cuanto a Pablo, el compasivo, yo suelo reconocerlo en el público que se entusiasma con los melismos del primero.

Todas las demás divergencias entre la vieja y la nueva música, especialmente las de orden técnico, son derivadas de esta radical; se trata de dos estilos que expresan estratos de sentimientos muy distantes entre sí. Para el uno, es arte la bella envoltura que se adosa a lo vulgar. Para el otro, es arte un arisco imperativo de belleza integral. Con ello se sitúan automáticamente en dos rangos distintos de la jerarquía estética. No es cuestión de albedrío. Preferir Mendelssohn a Debussy es un acto subversivo: es exaltar lo inferior y violar lo superior. El honrado público que aplaude la Marcha nupcial y silba la Iberia del egregio moderno ejerce un terrorismo artístico.

* * *

La misma diferencia de rango estético hallamos entre románticos y modernos si del análisis de sus estilos pasamos a considerar la manera como son gozadas ambas clases de música.

Porque es la obra de arte como un paisaje que rinde su máximum de belleza cuando es mirado desde cierto punto de vista. Es más: yo creo que para salvar música y pintura del fracaso que las amenaza, urgiría componer toda una doctrina de la fruición, una disciplina y técnica del goce, un arte del arte.

Pero dejando a un lado tamaña empresa, yo quisiera ahora tan sólo hacer notar que posee nuestra alma dos actitudes antagónicas de que usa alternativamente cuando se dispone a gozar de la música. Algunos psicólogos recientes han llamado a esas dos actitudes concentración hacia dentro y concentración hacia fuera.

A veces se abre en el fondo de nuestra intimidad un manantial de deleitables recuerdos. Entonces parece que nos cerramos al mundo exterior, y recogiéndonos sobre nosotros mismos, permanecemos atentos al íntimo hontanar, degustando ensimismados el trémulo brotar de las fragantes reminiscencias. Esta actitud es la concentración hacia adentro. Si de pronto suenan unos pistoletazos en la calle, salimos de la inmersión en nosotros mismos, emergemos al mundo exterior, y asomándonos al balcón, ponemos, como suele decirse, los cinco sentidos, toda la atención, en el hecho que acontece en la rúa. Esta es la concentración hacia afuera.

Pues bien; cuando oímos la romanza en fa, de Beethoven, u otra música típicamente romántica, solemos gozar de ella concentrados hacia dentro. Vueltos, por decirlo así, de espaldas a lo que acontece allá en el violín, atendemos al flujo de emociones que suscita en nosotros. No nos interesa la música por sí misma, sino su repercusión mecánica en nosotros, la irisada polvareda sentimental que el son pasajero levanta en nuestro interior con su talón fugitivo. En cierto modo, pues, gozamos, no de la música, sino de nosotros mismos. En tal linaje musical viene a ser la música mero pretexto, resorte, choque que pone en emanación los fluidos vahos de nuestras emociones. Los valores estéticos se prenden, por tanto, más bien en éstas que en la línea musical objetiva, en el tropel de sones que transita sobre el puente del rubio violín. Yo diría que oímos la romanza en fa, pero escuchamos el íntimo canto nuestro.

La música de Debussy o de Stravinsky nos invita a una actitud contraria. En vez lender al eco sentimental de ella en nosotros, ponemos el oído y toda nuestra fijeza en los sonidos mismos, en el suceso encantador que se está realmente verificando allá en la orquesta. Vamos recogiendo una sonoridad tras otra, paladeándola, apreciando su color, y hasta cabría decir que su forma. Esta música es algo externo a nosotros: es un objeto distante, perfectamente localizado fuera de nuestro yo y ante el cual nos sentimos puros contempladores. Gozamos la nueva música en concentración hacia fuera. Es ella lo que nos interesa, no su resonancia en nosotros.

Muchas y fecundas son las consecuencias que de esta observación pudieran extraerse. Aun cuando yo no entiendo nada de música —sobre esto conviene que el lector se halle libre de dudas—, me atrevo a recomendársela a los jóvenes críticos del arte musical.

Por mi parte, concluyo deduciendo sólo esta advertencia: todo estilo artístico que vive de los efectos mecánicos obtenidos por repercusión y contagio en el alma del espectador es naturalmente una forma inferior de arte. El melodrama, el folletín y la novela pornográfica son ejemplos extremos de una producción artística que vive de la repercusión mecánica causada en el lector. Nótese que en intensidad de efectos, en poder de arrebato, nada puede comparárseles. Ello aclara el error de creer que el valor de una obra se mide por su capacidad de arrebatar, de penetrar violentamente en los sujetos. Si así fuera, los géneros artísticos superiores serían las cosquillas y el alcohol.

No; todo placer originado en una sugestión mecánica, en un contagio, es ínfimo, porque es inconsciente. No se goza en él de la obra que lo produce, sino de su efecto ciego. El átomo a quien otro átomo empuja, se siente proyectado en el vacío, pero no sabe por quién ni por qué. Arte es contemplación, no empujón. Esto supone una distancia entre el que ve y lo que ve. La belleza, suprema distinción, exige que se guarden las distancias.

Sepamos, pues, ante el negro vuelo ululante de Paolo y Francesca contener nuestro arrebato; no es arrastrados por ellos en su trágico turismo infernal como gozaremos la más fina flor de su doliente frenesí, sino dejándolos pasar, siguiendo con la mirada más aguda los dos pájaros eróticos y oyendo que

comme i gru van cantando lor lai.