LEYENDO EL «ADOLFO»,
LIBRO DE AMOR

Un azar ha traído a mis manos el Adolfo, de Benjamín Constant. No había yo leído este libro. Siempre me ha causado miedo la literatura romántica francesa. Miedo de lector; es decir, temor de aburrirme.

Todo clasicismo que no sea una mera reproducción arcaizante de un clasicismo pretérito supone una limitación previa del horizonte ideológico y sentimental. Merced a esta reducción el espíritu domina lo que ve y es su visión clara y exacta. Por esto lleva el clasicismo anejo el carácter de perfección. Sólo hacemos perfectamente lo que es un poco inferior a nuestras facultades. La sociedad sería perfecta si los ministros fuesen gobernadores de provincia; los profesores de Universidad, maestros de segunda enseñanza, y los coroneles, capitanes. No sé qué adverso sino obliga a los hombres a lo contrario, sobre todo en la edad contemporánea.

La cultura griega, ejemplo del clasicismo, se caracteriza por la limitación de su campo visual. No creo que pueda entenderse ni admirarse lo verdaderamente helénico sino después de haber notado la preconsciente contracción a que somete la realidad. No hay mundo más espléndido, más lleno de claridad que el mundo visto por la pupila griega. Todos sus detalles adquieren tal relieve y precisión, que el conjunto parece inagotable, infinito. Y, sin embargo, cuando hacemos el ensayo de trasladar a él nuestro corazón vivo; cuando en vez de aprender filología helénica intentamos ser griegos, como Goethe lo intentó, advertimos la angostura de aquel paisaje. Es un orbe reducido, «borné», donde la mitad de nuestro pulmón queda inactiva por no hallar el aire adecuado.

¿Quién no siente al punto de ponerse en contacto con lo griego la pobreza de su cultura emocional y de su pensamiento religioso? El teclado de emociones que lleva dentro de sí el hombre de hoy no rebasa menos la sentimentalidad griega que una orquesta alemana supera las modulaciones posibles de un rabel morisco. Y en cuanto a Dios, nombre colectivo que damos a lo que es ilimitado, infinito en extensión o en calidad, a cuanto rebosa nuestro poder de medir y prever, ¿hay nada más antihelénico? Es curioso perseguir el desarrollo de la indignación griega contra todo lo infinito. El ἄπειρον, lo in-definido, lo sin-límites, les saca de quicio. Cuando los pitagóricos descubrieron el número irracional, sintieron el vértigo y lo consideraron como algo «escandaloso». Por una sublime fidelidad a sus capacidades, que fue el secreto de Grecia, lograron los beleños suprimir de su preocupación cuanto no puede ser fácilmente gobernado con la medida. Metro, proporción, armonía, ley son las palabras que se articulan en todo buen párrafo griego.

Por el contrario, el romanticismo es una voluptuosidad de infinitudes, una ansia de integridad ilimitada. Es un quererlo todo y ser incapaz de renunciar a nada. Por esto hay en él siempre confusión e imperfección. Toda obra romántica tiene un aspecto fragmentario. Además, se ve al autor sudar por hacerse dueño de su tema, que es inmenso y turbulento como una fuerza del cosmos. Si el temperamento romántico no coincide con una genialidad de primer orden, la visión es confusa, vaga, inconcreta. En rigor, no es una visión, sino un ciego palpar no se sabe qué misteriosas realidades. Y puesto a escribir, necesita rellenar con montones de palabras el inmenso hueco de su percepción.

El sujeto romántico encuentra siempre dentro de si la impresión de que fuera de él algo colosal acontece; pero a menudo, cuando quiere precisar esa enorme contingencia, se sorprende sin nada entre las manos. En tal situación lo mejor sería callarse; mas el silencio es un género literario de sentido clásico, y el romántico prefiere hacer retórica. Completando una frase ilustre, yo diría que el clásico, como Saúl, parte en busca de unas asnillas que ha perdido y vuelve con un reino, mientras el romántico sale en busca de un reino y vuelve a menudo con las asnillas de Saúl.

Este es el motivo de mi temor hacia los libros del romanticismo francés. El motivo, no la justificación. Ningún temor es susceptible de plena justificación. Así, la lectura del Adolfo me amonesta para que renuncie a estos prejuicios.

El Adolfo es un librito claro, sobrio y exacto. Casi no es una obra poética. Es casi un tratadito psicológico del «amor». La historia que refiere es la eterna historia, el caso típico, siempre idéntico en lo esencial, del «amor».

Suponiendo que debamos llamar amor a ese encadenamiento entre dos seres. Tal vez conviniera elaborar otra denominación menos cargada de confusas alusiones a fenómenos de muy distinta naturaleza. La religión y el amor tienen la desgracia de que no se suele pensar en ellos sino religiosamente y amorosamente. De esta manera hemos hecho de esas dos cosas radiantes y benéficas dos cosas turbias, exageradas, fantasmagóricas, cuando no atroces instrumentos de martirio.

Abrigo la creencia de que nuestra época va a ocuparse del amor un poco más seriamente que era uso. Va a tener el valor de mirar cara a cara el problema del amor. ¿Quién puede calcular las revelaciones que el estudio y la política del amor nos reservan? Baste con advertir que desde todos los tiempos ha sido lo erótico sometido a un régimen de ocultación. ¿Por qui? La cuestión parece demasiado difícil para ser ahora ni siquiera robada. El hecho es que el hombre se ha acostumbrado a encerrar su vida erótica en una cárcel secreta del alma. Cuanto a ella se refiere toma un disfraz habla quedo, se escurre medrosamente por los rincones de nuestra existencia. En ninguna otra actividad de la persona hallamos tan monstruosa desproporción entre el influjo que sobre el individuo ejerce y su manifestación, su cultivo social. Todo hombre o mujer que encontramos pasa ante nosotros como una máscara bajo la cual gesticula doliente o goloso el misterio de su personalidad erótica.

De suerte que bajo la conducta aparente de nuestros prójimos se afana subterráneo e incansable el secreto del amor, poder mucho más eficaz y misterioso que todas las sociedades secretas. ¡Cuántas cosas, sobre todo cuántas acciones de los hombres que nos parecen incomprensibles tienen su origen y su explicación en esas oficinas ocultas del amor! ¡Cuánta amargura, cuánta acritud y cuánta perversión de ignorada oriundez desembocan sobre la vida que vemos, procedentes en realidad de ese encubierto manantial! El amor es el maestro de todo jesuitismo.

El psiquiatra Freud ha intentado derivar de la ocultación erótica buen número de enfermedades mentales. Es lo más probable que sus teorías queden pronto arrinconadas en virtud de la caprichosidad de sus métodos. Pero siempre le pertenecerá la gloria de haber puesto el dedo en esta llaga de nuestra personalidad y haber tenido la valentía de aislar una punta del velo tras del cual se esconde esa potencia enmascarada que dirige anónima e irresponsable la mitad de nuestra conducta.

El Espectador se resiste a aceptar que en el espectáculo de la vida haya departamentos prohibidos. Hablará, pues, a menudo de estas cosas, las únicas en que Sócrates se declaraba especialista: τἀ ἐρωτιχά.

Me hago cargo de que es el tema sumamente delicado. Hay una forma de erotismo que es la más repugnante de todas: la curiosidad erótica. Se origina precisamente en ese hábito antiquísimo de substraer lo amoroso a la pura contemplación. Ya irá viendo el lector cómo para mi contemplar, visión, teoría, quieren decir aquella sola actitud del hombre en que éste trata con los objetos sin fundirse con ellos. Contemplar es superar lo contemplado, libertarse de su influjo, inmunizarse contra sus poderes. Por este motivo, yo espero de la meditación del erotismo su purificación.

Según cierto sesgo, el progreso de la cultura se nos aparece como un progreso desde lo lejano hacia lo próximo. El hombre ha empegado por no ocuparse sino de los dioses, que son la mayor lontananza; luego ha ido tomando en consideración, deteniéndose sobre temas que parecían más humildes, demasiado humildes y consuetudinarios, y con sorpresa siempre renovada ha visto que en ellos encontraban su asiento y causa aquellos asuntos sublimes. En ciencia, como en arte o en política, todos los avances han consistido en que algún espíritu genial lograba transferir la seria atención humana de las cosas que eran reconocidas como interesantes a otras en que nadie se había fijado (fijarse es detenerse, demorar en algo, plantar las tiendas sobre una superficie y cargar sobre ella la seriedad de nuestro ánimo). Velázquez, de los cuerpos retrotrae la mirada al aire, que entre ellos y nuestra córnea tiembla sin ser advertido. El gran invento de Goethe —su lírica— radica en haberse atrevido a cantar aquellas personalísimas inquietudes de su pecho en que nadie se había antes parado. Por eso, cuando habla de sus obras completas, puede llamarlas: «Ja edición de las huellas de mi vida…». En ciencia y en política acontece lo propio: el progreso coincide siempre con una ampliación de nuestra seriedad a cosas antes desapercibidas o tachadas de poco serias.

¡Poetas, pensadores, políticos, los que aspiráis a la originalidad y a mundos siempre nuevos! No pretendáis crear las cosas, porque esto sería una objeción contra vuestra obra. Una cosa creada no puede menos de ser una ficción. Las cosas no se crean, se inventan en la buena acepción vieja de la palabra: se hallan. Y las cosas nuevas, las minas aún no denunciadas, se encuentran no más allá, sino más acá de lo ya conocido y consagrado, más cerca de vuestra intimidad y domesticidad, en torno de vuestras entrañas, llenando en inmenso filón las horas más humildes de vuestra vida. No insistáis sobre lo que ya triunfa santificado; esforzaos, por el contrario, en hacer arte con lo que, dado que sea percibido, parece antiartístico; en hacer ciencia sobre lo que la ciencia de hoy ignora, y política con los intereses que hoy se antojan antipolíticos. Eso mismo han hecho cuantos alguna ve% hicieron verdaderamente arte y ciencia y política.

1916.