UNA PRIMERA VISTA SOBRE BAROJA[30]

(APÉNDICE)

UNOS CUANTOS DATOS

SI abrimos El árbol de la ciencia por la página primera y leemos hasta la sexta, aprenderemos en tan breve espacio cómo acontece el absurdo de que la dase de Química de la Facultad de Medicina se da en la Escuela de Arquitectura, que los estudiantes son unos bárbaros y el profesor «un pobre hombre presuntuoso, ridículo», que parece «un francés petulante». Andrés Hurtado se encuentra en esta primera clase con un compañero de Instituto, Aracil, a quien acompaña un amigo, Montaner. Y tenemos que ya en esta página 10, «Andrés experimenta por Julio Aracil bastante antipatía, pero mucha mayor aversión por Montaner». Además, «los dos condiscípulos se encuentran en esta primera conversación completamente en desacuerdo».

Si, empero, abren ustedes el libro por la página 67, hallarán que «el hospital aquel (San Juan de Dios), ya derruido, por fortuna, era un edificio inmundo, sucio, mal oliente»; que «el médico de la sala, amigo de Julio, era un vejete ridículo… Lo miserable y lo canallesco era que trataba con una crueldad inútil a aquellas desdichadas».

Todo esto en la página 67; pero llegándonos a la 68 tenemos que «aquel petulante idiota… era un macaco cruel este tipo», y «Aracil no podía soportar la bestialidad de aquel idiota».

Pasemos a la 69: «¡Canalla! ¡Idiota! —exclamó Aracil, acercándose al médico con el puño levantado:

»Sí, me voy, por no patear las tripas a ese idiota miserable».

En la página 87: «Julio le presentó a un sainetero, un hombre estúpido, fúnebre», y se dice que «Antoñito era un andaluz con una moral de chulo».

En la 89: «El amante de Pura, además de un acreditado imbécil, fabricante de chistes estúpidos, como la mayoría de los del gremio (saineteros), era un granuja, dispuesto a llevarse todo lo que veía».

Estas gentes «hicieron una porción de horrores con una mala intención canallesca». E inmediatamente se habla de «las hijas, dos mujeres estúpidas y feas».

En fin, en la página 100: «Pero usted es un imbécil, una mala bestia».

Aun cuando en nada de esto hubiera motivo de extrañeza, lo habría en que, después de todo esto, allá por la página 253, le ocurre a Baroja hacernos la siguiente comunicación: «Comenzaba a sentir una irritación profunda contra todo».

TEORÍA DEL IMPROPERIO

La lista de improperios que, con los cogidos al azar, queda hecha, podía ampliarse indefinidamente. Los vocablos que significan la máxima irritación son característicos de la literatura de Baroja. Yo no olvidaré jamás que en cierta ocasión, conforme salíamos del Ateneo, me manifestó «que la jota le parecía una cosa repugnante[31]».

Harto conocida es la importancia que para aprehender y fijar la individualidad de un artista literario tiene la determinación de su vocabulario predilecto. Como esas flechas que marcan en los mapamundis las grandes corrientes oceánicas, nos sirven sus palabras preferidas para descubrir los torbellinos mayores de ideación que componen el alma del poeta.

Pues bien; en este caso, los vocablos de elección son los más graves y extremados, los que habitan en los barrios bajos del Diccionario.

¿Qué quiere decir esto? ¿Cómo es posible que un escritor manipule preferentemente palabras de este linaje —canalla, estúpido, imbécil, repugnante—, que tienen significado tan poco concreto, y, por otro lado, tan fuertes, tan duras, tan excesivas, que no permiten claroscuro, entonación, perspectiva ni matiz? Esa preferencia por vocablos antiestéticos —antiestéticos no por groseros, sino por inaptos para la plástica literaria— es claramente incompatible con una poderosa voluntad de hacer arte. Y ya en este primer detalle tropezamos con lo que hemos de hallar repetidamente: Baroja no escribe, en última instancia, por amor estético, por imperiosa moción de una creadora apetencia de arte, sino que las novelas sirven a Baroja para satisfacer una necesidad psicológica suya, personalísima. Entendido cum grano salis, puede afirmarse que Baroja no escribe como artista, sino como podía organizar una familia, poner una bomba, tomar bicarbonato o aherrojarse en la Trapa.

El improperio, típico elemento en el vocabulario de Baroja, merece algunas reflexiones.

Se trata de averiguar lo que representan en la fauna de un lenguaje los improperios.

La palabra pretende hacer externo lo interno, sin que deje de ser interno. No es un signo cualquiera, sino un signo expresivo, don el traje de luto indicamos, designamos nuestra tristeza, pero no la expresamos. No hay tristeza en el traje de luto; la tristeza se supone dentro de él, en su interior, en el corazón del hombre vestido de negro. Lo interno queda interno y celado; para exteriorizarse deja de ser lo que era.

Pero una poesía que exterioriza la tristeza del poeta amargado es ella misma triste. El estado interno del poeta ha pasado tal como era al exterior, y nosotros, al leer los versos, revivimos íntima e inmediatamente el dolor que estremeció las entrañas de aquél.

Podemos suponer que la intimidad de un sabio debe estar henchida casi en su totalidad de conceptos, observaciones y razonamientos exactísimos y complicados sobre puntos de su ciencia. Este espíritu admirable debe hallarse lleno de realidades científicas, es decir, de nociones e imágenes, donde lo subjetivo, lo individual, lo sentimental apenas se mezcla. Para poner fuera ese mundo exacto, real, que lleva dentro, necesita el sabio de un idioma exacto, sumamente trabajado, capaz de toda precisión y libre de los caprichos subjetivos. Por eso se expresa en términos técnicos, palabras cristalizadas, rígidas, geométricas, de silueta expresiva tan inequívoca, que son ellas mismas como cosas.

El lenguaje técnico es una forma extrema de lenguaje en que la palabra expresa un máximo de idea y un mínimo de emoción.

Piénsese ahora en lo que habrá dentro de las almitas de vidrio que llevan los niños. Apenas si distinguen unas cosas de otras. Como decía Goethe: «las cosas son diferencias que nosotros ponemos». Los niños no han tenido tiempo de poner muchas, y las que han puesto son poco profundas, son surcos imperceptibles, como esas arrugas que suelen modelar suavísimamente la piel verde de los quietos estanques. Llevan los niños apenas conceptos, nociones, ideas de las cosas. Sus pasiones vaporosas e inquietas toman formas mudables, como las nubes que Hamlet mostraba a Polonio; pues bien: lo que los niños llaman cosas son en realidad las siluetas fugitivas que se van dibujando en sus pasiones. Por esto, los niños dan gritos de avecilla corriendo por el sol de los jardines. ¿A qué más? Gritos inarticulados. La articulación es necesaria a la palabra, a fin de aprisionar el contorno preciso y estable de los conceptos, de las imágenes exactas y complejas; mas para expresar una explosión de alegría o de la amargura donde el motivo, la causa, son informes y sin interés, donde lo importante —la realidad interna— es la conmoción del alma toda, lo subjetivo, basta con un grito.

El lenguaje de los niños, y en general el de la pasión, es otra forma extrema del lenguaje, en que la palabra, que aun casi no lo es, expresa un mínimo de idea y un máximo de afectividad. Esto es la interjección, o sea el término técnico de las pasiones.

Entre ambos extremos flota la vida del idioma; la interjección es su germen, el término técnico es su momia. Y paralelamente corre aquella interioridad por él extrinsecada, desde la psique elemental, apasionada y discontinua a la mente unificada que cristaliza en un sistema de ideas.

Toda palabra tiene, pues, dos polos, dos direcciones. Una de éstas la empuja a expresar puramente una idea; la otra tira de ella hacia atrás y la induce a expresar puramente un estado pasional. En cada momento, lo que cada palabra, expresa es un compromiso entre ambas tendencias.

La casta varia y numerosa de los vocablos ha debido originarse por diferenciación de ciertas interjecciones madres. Y todos ellos, por eruditos y doctorales que parezcan, conservan algo de la pasionalidad que su madre expresó. De aquí que sea posible volver a emplear el término más severo de la ciencia, que porta un concepto metódico con la dignidad que un estandarte el presidente de una cofradía, como si fuera una interjección.

Pues bien; los improperios son palabras que significan realidades objetivas determinadas, pero que empleamos, no en cuanto expresan éstas, sino para manifestar nuestros sentimientos personales. Cuando Baroja dice o escribe «imbécil», no quiere decir que se trate de alguien débil, sine báculo, que es su valencia original, ni de un enfermo del sistema nervioso. Lo que quiere expresar es su desprecio apasionado hacia esa persona. Los improperios son vocablos complejos usados como interjecciones; es decir, son palabras al revés.

La abundancia de improperios es el síntoma de la regresión de un vocabulario hacia su infancia o, cuando menos, de una puericia persistente y que se inyecta en el léxico de las personas mayores.

HIPÓTESIS DEL HISTERISMO
ESPAÑOL

Supongo que al llegar aquí habrá acudido a la mente del lector un tropel de fenómenos característicos de nuestra vida española, afines a esos datos del arte de Baroja.

Casi todas las palabras que usa la parlería política de nuestros conciudadanos son simplemente improperios. Clerical no quiere decir, en labios de los liberales, hombre que cree en la utilidad de las órdenes religiosas para el buen vivir histórico de un pueblo; quiere decir directamente hombre despreciable. Liberal no equivale a partidario del sufragio universal, sino que en voz de un reaccionario viene a significar hombre de escasa vergüenza.

Cuando en 1909 el digno fiscal del Tribunal Supremo fue a Barcelona realizó en la persona del señor Valenti Camp el descubrimiento de un «kantiano exaltado». Para el sobredicho fiscal, no era kantiano sencillamente una manera peculiar de imaginarse el mundo, sino un ser que le parecía odioso y temible. Este fiscal no fue a Barcelona precisamente a formar la lista razonada de las filosofías catalanas; más bien se trataba de una lista de personas aptas para ir a la cárcel. Y todo el vocabulario quedó reducido a la mínima función de expresar los odios y temores personales de su excelencia.

Mas en todas las tierras del planeta acontece cosa parecida. En cambio, es sabido que no existe pueblo en Europa que posea caudal tan rico de vocablos injuriosos, de juramentos e interjecciones, como el nuestro. Según parece, sólo los napolitanos pueden hacernos alguna concurrencia.

Como en nuestro país se publican tan pocos libros al cabo del año, si queremos averiguar el estado de espíritu nacional, tenemos que recurrir a la literatura difusa, a la que vive en las conversaciones de los cafés, en las aglomeraciones de las plazas, en los tranvías, en los pasillos del Congreso.

Esta literatura dicha se caracteriza por un elemento que da a los períodos todo su sabor y todo su ritmo: llámenlo ustedes como quieran, ajo, taco o interjección.

Tal fenómeno, por lo mismo que su frecuencia y extensión parece quitarle importancia, la tiene enorme.

En un momento de dolor dilacerante envía el alma con premura todas sus reservas de energía hacia aquel lugar por donde ha penetrado la impresión dolorosa. Queda por un instante en suspenso el resto de la vida psíquica y aun la fisiológica disminuye de pulso y el corazón se contrae y detiene: necesita el alma movilizar toda su emotividad hacia la brecha que en el flanco le han abierto. Ni se piensa, ni se ve, ni se oye. El alma íntegra es un arco a toda tensión de que va a salir como una flecha contra el enemigo dolor un ¡ay! ¡Cuán breve e insignificante el cuerpecillo sagitario de esta palabra! ¿Qué decimos, qué decimos cuando decimos ¡ay!? Nada decimos sobre las cosas del mundo, pero decimos toda nuestra alma. Esta minúscula ampolluela del ¡ayl lleva a altísima presión, condensada, toda nuestra afectividad, es propiamente una congestión de sentimiento que en ella explota. Esta explosión nos liberta del desequilibrio emocional que el dolor moral o fisiológico sobrevenido nos causara. Para este uso normal ha puesto Dios en la tierra esas cosas llamadas interjecciones.

Pero ¿qué acontece a este hermano español que fue con nosotros ayer en el tranvía de la Cibeles a la Puerta del Sol?

Hablamos de cosas indiferentes para ambos: no Obstante, nuestro amigo desparramaba entre sus frases sinnúmero de interjecciones. Eran éstas ya como un compás, como un ritmo que daba cierta arquitectura a sus frases del modo que a un edificio los cantos finos de las esquinas y los vértices agudos de los frontis. Y nuestro amigo, visiblemente sentía, cada vez que soltaba un taco, cierta fruición y descanso; se notaba que los había menester como rítmica purgación de la energía espiritual que a cada instante se le acumulaba dentro, estorbándole. ¿No es esto admirable? ¿Por qué sentía mi amigo tal fruición pronunciando palabras sin sentido o cuyo sentido le era indiferente?

Mi amigo se llama Juan Español. No posee grande entendimiento, administra una moralidad reducidísima, no se conmueve ante una obra de arte, es incapaz de heroísmo, va viviendo hacia la muerte como una piedra hacia el centro de la tierra. ¿Diremos que a este hombre le sobra energía psíquica? ¿No diremos más bien que le falta, que padece astenia espiritual?

¿Será acaso ese abuso de interjecciones, ese alarde de energías frecuente en el español más bien efecto de su debilidad espiritual?

Además de las interjecciones, es curioso el prurito de nuestra raza por expresarse con gestos excesivos.

A lo mejor, un compatriota, para decirnos que acudamos a una cita a las cuatro en punto, acompaña este «punto» con ademán de formidable energía, sacude el brazo como si en la mano llevara un alfanje y bajo el alfanje se hallara el cuello de un gigante y se tratara de degollar a éste. Claro está que después nuestro compatriota no acude a la cita. Nadie ignora que también en lo desaforado de los gestos ocupamos con los napolitanos y los judíos rusos la primera categoría en el globo.

Anda hoy sugestionando a gran número de psiquiatras alemanes y norteamericanos una teoría de las psicosis e histerias, debida a Sigmund Freud, médico y profesor en Viena[32]. Reducida a términos extremos, la teoría es la siguiente:

Toda representación lleva consigo, además de una imagen de la, cosa o acción representada, un estado afectivo o energía psíquica concomitante. Un deseo fuerte es una representación lastrada con una ingente aglomeración de energía psíquica. Lo propio ocurre con la imagen de una escena violenta.

Al presentársenos ciertos deseos, nuestras convicciones morales o estéticas nos obligan a dejarlos insatisfechos. Pero un deseo que permanece insatisfecho es, según Freud, una condensación de afectividad que pugna por expandirse, por actualizarse, gastándose en forma de movimientos musculares o inyectándose en el resto de nuestras ideas y quereres. Esa pugna es dolor para el alma y resulta a menudo insoportable. Entonces nuestra conciencia, no contenta con dejar insatisfecho el deseo, lo expulsa fuera de sí misma, lo aherroja en los sótanos del alma y allí queda «inconsciente», sin poder volver, por lo común, al plano de la percatación. Con él va de lansquenete o mozo la energía psíquica, el afecto. Este permanece como un tumor de emotividad presto a estallar, a liberarse de cualquier modo. Mas habiendo sido expulsada la representación en cuyo servicio iba originariamente, se tiene que buscar otra cuyo tránsito a la plena conciencia y al mecanismo motor de los músculos no ofrezca, dificultad. ¿Cómo encontrarla?

Las representaciones se hallan asociadas en largas cadenas, que: componen la textura de nuestra alma. Gracias a esto, el afecto puede saltar de una representación a otra, de ésta a otra y así hasta llegar a una inocente, cuyo paso a la conciencia esté permitido, porque su enlace con la prohibida es remotísimo. Así penetra la emoción de contrabando, solapada, a una imagen indiferente, con la cual ya apenas si tiene que ver. Arribada a la conciencia, explota, y el espíritu en quien esto acaece se extraña de que ideas mansas que le ocurren le angustien o exalten tan desmesuradamente, y hasta le llevan a movimientos injustificados. Los brincos y gestos absurdos de los histéricos, las manías, obsesiones y tristezas de los neuróticos no son, según Freud, más que esto.

Esas intromisiones súbitas de afectos y de ideas, que no tienen que ver con el curso del pensamiento, producen, claro está, una fragmentación de la vida intelectiva. Entran en la continuidad de una mente normal como cuñas y la hacen saltar en trozos; se interponen, se interyectan entre los miembros de una construcción intelectual y la hacen imposible. Por eso las almas de histéricos y neuróticos viven una vida discontinua, incompatible generalmente con el edificio de un ideario unificado y resistente. Son almas disgregadas en átomos, inconexas; almas dispersas, cuya existencia es un nacer y morir a cada instante, menesterosas, como efímeras, de condensar en esa vida instantánea toda su vitalidad. Almas inarticuladas que se expresan en interjecciones, porque ellas mismas lo son.

No puedo en este lugar detenerme a la consideración más detallada de este tema. Me basta con haber sugerido un punto de vista desde el cual se ve España como un paisaje de histerismo, de ese histerismo étnico que a veces se ha apoderado de todo un pueblo, que es acaso síntoma de un continente entero. Lo que llenamos África, la postura africana ante el universo, quizá no sea, a la postre, sino una postura histérica.

El chulismo, el flamenquismo, la bravuconería, la exageración, el retruécano y otras muchas formas de expresión que se ha creada de una manera predilecta nuestra raza podrían muy verosímilmente reducirse a manifestaciones de histerismo colectivo.

No se me oculta que al proyectar dos tipos clínicos de la patología individual como histeria y neurosis sobre la espiritualidad colectiva, dejan de ser enfermedades, en un sentido médico. Conste así. Pero se transforman en enfermedades, según un sentido histórico. Conste también.

En cierto sentido, encuentro en Baroja una manifestación superior del histerismo nacional. Todos somos un poco como él, pero somos menos sinceros. Lo mejor y lo peor de la España actual se presenta en Baroja a la intemperie, sin pellejo. Y lejos de ser esta una censura, repito que se me aparece como el más fecundo punto de vista desde el cual puede salvarse su obra, tal y como ésta se presenta. Dentro de cincuenta años, los libros de Baroja tendrán principalmente valor de síntomas nacionales.

Como para Baroja, suele ser para nosotros los demás iberos cada palabra un jaulón, donde aprisionamos una fiera, quiero decir un: apasionamiento nuestro. En general, el humorismo español, del misma modo que el de Batoja, comienza por ser malhumorismo.

EL LEÓN PINTADO

Me ha contado Baroja que, durante su estancia en Roma, dio a leer La Feria de los discretos a una señora italiana de levantada alcurnia. Unos días más tarde preguntó el escritor a la dama «qué le parecía su novela», y ella le contestó sencillamente: «Questo Quintino e troppo impertinente!»

Si una ametralladora tuviera una opinión se parecería mucho a los personajes de La Feria de los discretos, de Paradox Rey, de Aurora Roja.

Se diría, en efecto, que a Baroja no le parece una idea digna de ser pensada si no contiene una impertinencia; esto es, si no es una idea contra algo o alguien. Sus ideas suelen ser contestaciones a ataques imaginarios que le mueven las cosas en tomo; son reacciones automáticas con un fin defensivo.

¡He aquí un hombre que piensa por instinto de conservación, que piensa contra su derredor para no ser absorbido por él! Baroja eriza las páginas de sus libros en tomo a sí mismo como un erizo sus púas.

Ahora bien; esto es conocido bajo el nombre de timidez. Tímido es el hombre preocupado de su propia defensa.

Será superfluo advertir que hablo meramente de Baroja pensador, de Baroja como individuo de la república literaria. Como persona de carne y hueso, bien lo creo capaz de conquistar él solo las Indias. Mas su psicología es la de un hombre temeroso de que le arrebaten su «yo», como le roban a uno el reloj del bolsillo.

Stendhal, su maestro, tenía la misma complexión psicológica. Los personajes enérgicos que gustaba de crear equivalían a una imaginaria guardia pretoriana, que suscitaba en tomo suyo para tranquilizarse. Su filosofía del egoísmo fue la torre blindada que construyó para vivir dentro seguro.

Es curioso que el método propuesto por Baroja para «el culto del yo» consistía en hacer que fusilen al «tú» y al «él». Primero que se haga el desierto y luego se levanta el «yo» en medio, como una torre.

La obra de arte —y aunque la de Baroja comience por ser obra de nervios, es, al cabo, obra de arte— procede siempre de una exigencia de perfección, de completamiento. Cuando la obra tiene un contenido subjetivo —por ejemplo, la de Baroja, no obstante su aspecto de novela—, lo que completa el autor en ella es su propio corazón. A las pocas páginas se advierte que nuestro pantagruélico vasco, dispuesto a devorar a sus semejantes, ha resbalado, en realidad, sobre las grandes pasiones, los grandes odios, los grandes deseos, las grandes ideas y hasta los grandes libros. Ha vivido una existencia tangente a la vida misma; como esas pedrezuelas planas que tiran los chicos a la mar y van de brinco en brinco escurriendo sobre los lomos azules de las olas.

No es frecuente en Baroja aquella plenitud o hartazgo de intuición que es condición forzosa para que la obra poética adquiera la densidad necesaria, esa densidad que le permite afirmarse entre las cosas, como una de ellas o más cosa que ellas. No se sumerge al fondo del mar de la existencia para arrancar convulso con sus propias uñas las vidas que refiere. Como se las cuentan nos las cuenta.

No basta que en un libro se cuente de alguien que amó y mató para que sea una novela de amor y de muerte. La novela no es un cuento. Tampoco un reportaje o referencia.

Sin embargo, hay en la intención de todos los personajes de Baroja una nota común, poco diferenciada en cada uno, pero real y profundamente sentida: la energía bárbara de hombres que rajan la costra de la sociedad a fin de salir al aire libre.

Este es el tema general de la poesía que ejercita Baroja. Esto es lo que tiene valor positivo en su obra. Y ya es bastante.

Baroja quisiera conducirnos inmediatamente a una región donde sólo existen las fuerzas biológicas puras que, vertiginosas, enfurecidas, van y vienen azotando al mundo.

Sólo es de lamentar que para él empieza el hombre donde acaba el ciudadano, donde comienza el antropoide, organismo recipiente de las cósmicas energías vitales. Yo no he leído jamás un autor que sienta mayor nostalgia del orangután, que crea tan ingenuamente que el hombre es un orangután y nada más que un orangután. Su obra es un tratado completo de la indignidad del hombre.

Uno de los contadísimos escritores a quien Baroja admira es Nietzsche. ¿Por qué? ¡Es tan raro que Baroja admire! Pues se debe a que Nietzsche ha descubierto «el ideal del superhombre», que, en su opinión, es «el carnívoro voluptuoso errante por la vida[33]». Esto quisiera ser Baroja, y ya que no lo es, sino todo lo contrario, un asceta calvo, lleno de bondad y de ternura, que deambula calle de Alcalá arriba, calle de Alcalá abajo, aspira a completarse construyendo personajes que se parezcan a su ambición. ¡Qué cosa más melancólica! Baroja venderla su puesto en el Parnaso a quien le pusiera dos colmillos de tigre en la boca.

Pero es en alto grado valiosa esta demanda de hombres dinámicos que trasciende de sus novelas.

Las simpatías que ha mostrado hacia el anarquismo proceden de la misma raíz.

Como a Stendhal, le interesa sobre todo presenciar y reproducir los esfuerzos de esa explosión de energía que llamamos individuo para perforar la materia y lograr plena expansión. Admira en el hombre lo que hay en éste de común con la semilla que, bajo los terrones, conducida por un inmenso instinto ascendente, se va labrando un cuerpo para abrir en la tierra heridas, de las cuales, al través, surgir al aire y a la luz, erguirse sobre el haz duro, avanzar hacia el sol fuerte y exacto el individuo vegetal, como si lo dirigiera una idea.

Para el anarquismo son los individuos la única sustancia positiva del universo. Como torrentes poderosos atraviesan la materia bruta, la cosa inerte, infinita del mundo. Esta materia es sólo negación, es sólo pasividad, y se justifica como resistencia para que el dinamismo individual se ejercite. Los individuos son fuente y surtidor de toda energía, llevan en sí el «élan vital», que dice Mr. Bergson que ha descubierto. Pero la materia, transportada en aluvión por esas mismas corrientes, las encauza, las oprime y represa. Viene un momento de angustia en que, bajo las especies de ley, de orden, de costumbre, aprisiona a los individuos, hasta que éstos vuelven a saltar, brincan los cauces, rebosan los estuarios y remozan la faz del mundo.

Según Juan, de Aurora Roja, «el progreso es únicamente el resultado de la victoria del instinto de rebeldía contra el principio de autoridad». Y otro figurón borroso, el Libertario, dice en la misma novela: «Se está verificando un cambio completo en las ideas, en los valores morales, y en medio de esa transformación la ley sigue impertérrita, rígida. Y ustedes nos preguntan: ¿Qué programa tienen ustedes? Ese: acabar con las leyes actuales… Hacer la revolución; luego ya veremos lo que sale». Ve la revolución Baroja como ensayo para poner a la sociedad, de suyo holgazana y morosa, en un aprieto, a fin de obligarla a que invente algo, a que, apretada, tenga una de esas ideas felices, que sólo nos ocurren cuando nos hallamos en un apuro.

En otro lugar se lee: «En esa Rusia extraña y misteriosa, en donde las ideas toman una encarnación tan potente, cada hombre parece que lleva dentro un salvaje». Baroja no es, sin embargo, tan admirador del salvajismo como de los salvajes dentro de la civilización, de los rompedores de formas, de leyes, de órdenes, de raciocinios.

Bajo su aparente escepticismo, Baroja tiene fe en algo, en lo silvestre que en el hombre perdura, en lo biológico, en lo ultrasocial, en lo irracional. El mismo dice de uno de sus personajes: «Creía en la anarquía como en la Virgen del Pilar», a lo que otro añade: «En todo 16 que se cree, se cree lo mismo[34]».

Baroja quisiera que sus personajes fueran vórtices de vitalidad; pero sus hijos, los personajes, hacen todo lo contrario.

Los personajes de Baroja no son activos: a despecho de la presunta turbulencia y dinamismo, no suelen hacer más que andar, modestísima muestra de energía. Digo que no suelen hacer más que eso, porque lo que hacen en mayor grado suele considerarse como lo opuesto a la acción. Baroja, especialmente, odia, antes que nada, la charla y el raciocinio. Pues bien: sus personajes no acostumbran a hacer otra cosa. Son, en general, unas criaturas atacadas de la monomanía deambulatoria, que se pasan la vida andando por las calles y frecuentemente por las afueras; van mirando de paso lo que pasa, con ojos inactivos, y, sobre todo, van charlando y teorizando. El anhelo de cósmicas cascadas de energía que lleva Baroja a sus libros concluye en una pertinaz llovizna de conversaciones teoréticas. ¡Qué cosa más melancólica! Aurora Roja, fíjense bien en el título: ¡Aurora Roja!, es, en realidad, un manual de Derecho político.

Ando tan lejos de desear que Baroja deje de ser lo que él quisiera ser, que voy hacia él movido por un sincero y admirativo afecto que me invita a completarme en el trato con un personaje silvestre. Por lo mismo experimento alguna desilusión, encontrando en realidad, bajo sus ásperos gestos, un ergotista acérrimo. Mientras sus personajes caminan por las afueras, Baroja ejerce presión sobre ellos y les obliga a pensar. Y, claro está, acontece que las ideas suelen resentirse de haber sido pensadas en el paseo dé los Ocho Hilos o yendo hacia la Bombilla. El autor pone de manifiesto una fuerte mentalidad de extrarradio.

¡Qué lástima! Los leones que pinta Baroja no son tan fieros como él los sueña.

SIN EMBARGO

Esta inadecuación entre la sensibilidad de Baroja y lo que logra expresar es un dato típico que comprueba su manera dispersa de ser. La inspiración energética que le anima es una inspiración filosófica, no literaria. Las novelas de Baroja no suelen mostrar inspiración genuinamente estética.

Leemos página tras página y vamos adquiriendo la convicción de que no interesan al autor los personajes, ni lo que hacen, ni el aire que entre ellos se desliza, ni el arte de la novela, ni el arte en general. Sólo le interesa la constitución de la sociedad real en que vive él, Baroja, no la sociedad imaginaria en que debían vivir sus personajes.

La sociedad es el problema de Baroja. Si no fuera por su exquisita sensibilidad ante los colores que visten los paisajes, podríamos imaginar el sistema nervioso de Baroja como un sistema de tentáculos para las cosas sociales. No es, empero, un sociólogo. Para el sociólogo, aim el más insistente, significa la sociedad un fenómeno secundario. Para Baroja, la sociedad es un modo o manifestación de la sustancia cósmica, es la emanación de las potencias individuas.

Su inspiración filosófica es más concretamente una inspiración social.

Se me dirá con acierto que tal inspiración sólo puede conducir directamente a una de las dos formas de actividad; la ciencia ética o la operación política. Esto es muy probable, y acaso Baroja sea novelista por cortedad de genio, quiero decir, por comodidad.

Ética o política son dos faenas penosas. Escribir novelas, en cambio, una ocupada ociosidad, como del escribir las Memorias decía Goetz de Berlichingen, el soldado maniferro que Goethe puso en un drama.

El alma española de estos días anda acuciada de la preocupación política. Todos tenemos el espíritu encharcado de política. Es natural. El individuo humano no es el individuo de la especie biológica; el individuo humano es el individuo de la sociedad. Por eso, cuando la sociedad en que uno vive no es tal sociedad; cuando el medio moral que nos rodea se halla inorganizado y roto el instinto de conservación de la individualidad humana, nos obliga a pugnar con todas nuestras fuerzas por la organización de la sociedad. En España el problema político ha tomado caracteres tan perentorios, que no deja lugar en las almas para la vacación a otras preocupaciones.

Sin embargo, me parecen de gran valor los efectos a que lleva en Baroja la inspiración social. Ante todo, la impetuosidad demoledora. Hay libros, como Paradox Rey, donde al ritmo de una charla de café parece que van quedando pulverizadas todas las organizaciones de la sociedad. Esta obra de demolición es necesaria. Si yo no tuviera la sospecha de que Baroja lleva a esa labor un poco de frivolidad y no tuviera la certeza de que en sus páginas se halla ausente la conciencia de que esa destrucción es necesaria, pero triste, me extendería en largas alabanzas. Mas para Baroja la demolición es divertida. Y esto es fatal, es fatal para su propia obra. Cuando la novela de Baroja ha pasado arrasando la civilidad, lo destruido vuelve por sí mismo a alzarse, como un siempretieso. La destrucción ha sido superficial y una facecia.

Yo quisiera que fuera más profunda. Quien ama verdaderamente la sociedad ha de querer profundamente perfeccionarla. El amor es el amor a la perfección de lo amado. Y, por consiguiente, ha de procurar romper su realidad para hacer posible su perfección. Así, el escultor rompe el mármol por amor a la estatua que, entre ansias, dentro germina, prisionera del grano duro y compacto. Un novelista inglés contemporáneo escribía hace poco que el sentido de la novela ha de ser fabricar costumbres nuevas. Es menester, pues, que en el gesto triturador de la costumbre estéril y sin virtud vaya preformada y como idealmente anticipada la nueva costumbre. En Baroja esta nota afirmativa suena muy débilmente.

Sin embargo, suena. Baroja nos hace patente la dureza de las costumbres en España. ¡Qué libro podría escribirse con este título: De la dureza de las costumbres españolas! Indigna un poco la vislumbre de lo que realmente existe bajo la aparente camaradería de los españoles. En realidad, un terrible resorte de acero los mantiene separados, prestos, si cediera, a lanzarse unos sobre otros. Cada conversación está a punto de convertirse en un combate cuerpo a cuerpo; cada palabra, en un bote de lanza; cada gesto, en un navajazo. Cada español es un centro de fiereza que irradia en torno odio y desprecio.

Y como siendo ésta la sustancia de nuestra vida resultaría imposible la convivencia, un mutuo y tácito acuerdo aherroja a cada español dentro de un mecanismo de costumbres rígidas. Las formas de relación social se hallan reducidas a una mínima variedad de categorías. Yo no sé si esto procede de una definitiva predisposición étnica o si viene exclusivamente de que España vive todavía en un estadio anacrónico de la evolución económica. Me inclino a creer esto último.

Una economía de reducidas proporciones modela una sociedad muy poco diferenciada. Así, en los pueblos primitivos el individuo puede elegir entre ser sacerdote, o guerrero, o forjador, u ollero, o pastor. En estos moldes férreos y esquemáticos tiene que vaciarse la individualidad; es decir, lo que se resiste a toda forma general, a todo esquema y moldura. En España hay dos docenas de maneras de vivir y nada más. El individuo, al llegar a la mocedad, es forzado a aceptar una de ellas, y quiera o no tiene que verificar la ablación o la compresión de aquellos miembros espirituales que no coinciden con el volumen del molde. Y así se compone nuestro pueblo de individuos fracasados, de cojos, de mancos, de ciegos, de paralíticos, de desasosegados, de descontentos; gentes esterilizadas por su oficio, que no coincide con su genialidad personal, con sus facultades e inclinaciones. Ni los hombres pueden ejercer suficientemente la función que aparentan servir, ni ésta permite la expansión de las energías peculiarísimas que cada hombre trae al mundo. Piénsese lo que ocurrirá cuando la evolución general de la economía europea acabe, sin necesidad de nuestro concurso, por adelantar la nuestra. Sobrevendrá una mayor diferenciación de las funciones sociales, con ella una multiplicación de las categorías del vivir, consecuentemente el aumento del número de individuos que arriban a plenitud.

Hace algunos años salí yo un día huyendo del achabacanamiento de mi patria, y como un escolar medieval llegué otro a Leipzig, famosa por sus librerías y su Universidad. Según es allá uso, mandé insertar un anuncio en los periódicos solicitando cambio de conversación con un estudiante.

Entre las varias ofertas que recibí, fue una la de Max Funke, Studiosus rerum naturalium et linguarum orientalium. Me pareció la más pintoresca y la elegí. Una tarde, el propio Max Funke se presentó; era un mozo de mi tiempo, sajón, braquicéfalo si los hay, de narices anchas y pómulos rojos.

¡Cómo te he de olvidar, Max Funke! ¡Cómo he de olvidar los paseos que dábamos, en las frígidas siestas de invierno, por el Rosenthal, el Valle de las Rosas, aquel parque enorme, donde había largas praderas de grama verdinegra, unas sendas de tierra oscura, árboles altos y dormidos, con troncos verdosos de humedad, bandadas de cuervos que graznaban, y ni una sola rosa!

Max Funke me dijo que era su padre un modesto viajante de comercio; que él estudiaba en la Universidad Geografía, Mineralogía, Botánica, Zoología y, además, chino y tibetano.

—Pero ¿qué quiere usted ser, señor Max Funke? —le pregunté.

Y él:

—Explorador del Tibet, señor doctor.

Yo entonces pedí algunas aclaraciones, y mi amigo me las dio. De niño cayóle en las manos el libro en que Sven Hedin narra su famoso viaje a Lhasa, ciudad santa de los chinos, en la entraña misteriosa del Tibet. Fue una revelación. Él sería explorador del Tibet. Luego de cursar sus estudios comenzaría a publicar en los periódicos y en las revistas especiales trabajos sobre aquella región; llegaría a hacerse un nombre científico. Más tarde conseguiría una subvención del Gobierno y una participación de capitales privados para realizar la expedición.

A la vuelta publicaría un libro refiriendo su excursión; como es sabido, estos libros rinden una pequeña fortuna. Entonces sería profesor o, cuando menos, hallaría una señorita de buena dote que le haría posible la secuencia de sus investigaciones.

Todo esto, rigurosamente histórico. Hoy leo con frecuencia en la Frankfurter Zeitung artículos de Max Funke sobre asuntos del Tibet.

Está ya en el segundo paso de su carrera de explorador asiático, y no dudo que la concluya con la normalidad y el buen compás con que el hijo de un cacique se hace en España bachiller primero, luego licenciado en Derecho, y al cabo juez o registrador o notario. Max Funke valía para muy poco; acaso valía sólo para ir una vez al Tibet. Si llega a ir, habrá realizado su definición. Y no tardará Alemania en tener en Lhasa una factoría.

Mas no es lo peor que sean tan pocas las maneras de vivir entre que puede elegir el español venido al mundo. Mucho peor es que, siendo tan pocas sean tan rígidas. Entre nosotros no tolera la opinión pública esa penumbra en tomo al tipo de vida adscrito a cada oficio, donde puede dar el individuo alimento a las apetencias más delicadas de su fantasía, a las efervescencias de su sentimentalidad.

El caso más grave se ofrece en la categoría de las relaciones sociales entre el hombre y la mujer. ¡Qué dureza, qué usos pétreos regulan el trato de ambos sexos! Ahora bien; sin la mujer es imposible la educación sentimental. Tal vez lo único esencial que la civilización nueva de Occidente ha añadido a la herencia básica de Grecia es la mujer como el otro módulo humano, en persecución del cual llega el hombre a encontrar los últimos tesoros de sí mismo: la mujer, como integración del hombre.

Y el español se encuentra a la mujer en el callejón sin salida de la pasión. Y de la pasión ya conclusa, ya llegada a su momento álgido, en su forma dolorosa y perentoria, cuando se retuerce sobre sí misma, y nacida de la vaga sensualidad salubre, vuelve, luego de levantarse en un arco espiritual, a morder rabiosamente las energías libidinosas[35].

Mi amigo Alcántara suele decir que la sensualidad del español es de candil apagado, como la del hidalgo que, interrumpiendo una castidad de cincuenta años, mata un día la luz, y en la tiniebla aprieta a su ama de llaves. El español conoce a la mujer según el método de la Biblia, como la tangente conoce el arco, como la bala la herida que abre en la carrera. Es de tal suerte momentáneo, solapado y fugaz nuestro trato de la mujer, que el idioma lo ha llamado cita.

¡Ay, ay! ¿Cómo llegar a la vida plenaria sin la mujer, sin la labradora del sentimiento? ¿En qué alma de hombre nacerán espigas? ¿Cómo habrá en nuestro espíritu irisaciones si no lo ha pulido el paso lento y complejo del «eterno femenino»?

Mas en España la única forma de trato con la mujer es el contrato; todas las demás son irregulares.

Como con esta categoría de mutación sentimental acaece con las demás. Mientras la aspereza de nuestros libros nos impide educarnos el intelecto, las rígidas costumbres nacionales nos prohíben la educación del sentimiento y de la fantasía.

Sin que Baroja haya escrito, que yo sepa, formalmente sobre esto que digo, me parece constituir uno de sus impulsos originales el anhelo por unas maneras más complicadas y múltiples de convivencia. Por ello, Se siente atraído hacia figuras heteróclitas que rebosan de toda categoría social, de todo oficio y postura y caen de unas en otras, sin llegar a asiento definitivo. Son gentes díscolas que no toleran la sección o poda de sus pretensiones ante la vida, y, en consecuencia, tienen que saltar las normas y convertirse en irregulares ciudadanos.

Si pudiéramos en una sola visión abarcar el mundo interior de una novela de Baroja, si pudiéramos mirar el tomo al trasluz, veríamos lo que se ve en una gota de agua al través de una lente: infusorios que van y vienen, bajan y suben, se persiguen o se evitan, chocan y se ayuntan o se desprenden, según una dinámica brutalmente caprichosa y sin sentido. Es la aspereza de la vida española. Baroja parece, al mostrárnosla, invitamos a que lubriquemos nuestros usos y conquistemos nuevas costumbres.

Como la ley inmoviliza las costumbres relativamente más fluidas, éstas, a su vez, inmovilizan los ánimos. Baroja no es sólo anárquico o enemigo de las leyes, sino anético o enemigo de las costumbres. Le gustan las gentes que rompen unas y otras, a fin de suscitar mejores cauces donde fluya libremente y en triunfo el elemento más sutil y expansivo: su majestad la Vida.

Todo lo germinal necesita lugares lientos y repuestos, entre la luz tórrida y la sombra gélida, para llegar a dar raíces y sobre ellas erguirse. Así, en la sociedad son menester las penumbras para que las simientes más delicadas prendan. En esa blanda atmósfera se han preparado siempre las cosas humanas de mejor jugo.

LA PICARDÍA ORIGINAL DE
LA NOVELA PICARESCA

Esta crítica de las costumbres vigentes, esta flagelación de la sociedad que yace en los secretos últimos de la inspiración de Baroja, le han inducido a componer novelas que son del género picaresco. Sí, Baroja prolonga una tradición muy honda de nuestra literatura, y es más entrañablemente castizo que la Real Academia Española. No ha leído apenas otra cosa que libros extranjeros, su idioma es rebelde a la gramática normal, siente un desdén de indio nuevo hacia nuestra vieja excelencia literaria, y, sin embargo, es castizo hasta más no poder. ¿Por qué, sin embargo? Justamente por eso es castizo.

Castizo es el nombre de lo absolutamente espontáneo, la manifestación de los instintos de una especie en un su individuo, la espontaneidad sobreindividual, aquella de que el individuo mismo no se percata. Por eso, preocuparse en ser castizo es cerrarse las puertas para serlo. El casticista es el enemigo nato de lo castizo.

Yo me complazco en mirar cómo por el espíritu de Baroja, del modo que al través de un agujero abierto por una catástrofe geológica, vuelven a manar los añejos humores de la casta española. Lo que no puedo decir sin algunos reparos es que me parezcan esencias y ambrosía esos licores oriundos de las vetustas entrañas.

¿Qué es esto de la novela picaresca? Hay una común vanagloria entre nuestros compatriotas por sentirse herederos de los cuentos de pícaros. ¿Por qué? ¿Por qué rinde honor esta manera de creación literaria? ¿Se sabe lo que significa?

Porque una forma de creación literaria que ha educido tan numerosas producciones y que es reputada síntoma de un espíritu nacional, no viene al mundo por casualidad. Dejando para otra coyuntura la discusión con Benedetto Croce sobre si hay o no hay géneros literarios, yo creo firmemente que los hay. La obra artística, como la obra de la vida, es individual; pero de la misma suerte que necesita la biología del concepto de especie para aproximarse al individuo orgánico, ha menester la estética descriptiva del concepto del género literario para acercarse al libro bello. Y como de una manera o de otra hay que buscar en el medio físico el motivo de aparecer una especie zoológica, hay que inquirir en el medio psicológico el origen de un género literario. Por algo hay elefantes en el junco y por algo novelas picarescas en la lengua castellana.

Durante los últimos tiempos de la Edad Media coexisten dos literaturas en Europa que no tienen apenas intercomunicación: la de los nobles y la de los plebeyos. Aquélla suscita los Minnesinger, los trovadores, las gestas y epos de guerra y de pasión. Es una literatura irrealista que, alimentándose, no de lo que se ve y se palpa, sino de las condensaciones míticas, de las leyendas genealógicas, construye un mundo de realidades levantadas, estilizadas en bellas y fuertes formas. En esta producción convergen todas las emociones trascendentes, lo mismo las sutiles aspiraciones hacia un trasmundo donde todo es lindo y conceptuoso, que aquellas pasiones del hombre, rudas tal vez y bárbaras, pero afirmativas y creadoras. Lo esencial es que el poeta noble crea, sobre las cosas y personas terrenas, una vivencia original de seres y relaciones ideales, un cosmos novísimo, íntegramente nacido del arte. Esta literatura aumenta el universo, crea.

A fines del siglo XI o principios del XII, la poesía aristocrática, en el mejor sentido de esta palabra, promueve un cantor, Bledri el Latinator, que da a la luz el Tristán. Esta obra, en que condensa su último suspiro, el esencial, la raza más melancólica que ha existido, la raza céltica, es la primera iniciación de la novela moderna en uno de sus dos temas sustantivos. Tristón es la novela del amor; del amor en toda su excelsitud y sublimidad, no el instinto sexual, que es un efecto como el caer de los cuerpos, sino esa genial emoción que es pura causa incausada, que es divinamente superflua y divinamente fecunda, el amor que mueve el sol y las otras estrellas.

Este tema del amor caballero pone a la vez de manifiesto el origen psicológico de toda esta literatura generosa. La ha ideado el amor, es el universo transfigurado por un corazón amoroso.

Paralela a ella, pero reptando sobre la tierra, se desenvuelve la literatura del pueblo ínfima. Son las consejas, son las burlas y farsas, son los motes, fábulas y cuentos equívocos. Muy típicas son las Danzas de la Muerte. La Muerte, la amiga de Sancho, es la vengadora de los pequeños, simples y mal dotados, la demócrata. Y el cantor villano, harto de angustias, dolido de muchas faenas, socarrón y maligno, conduce a la Muerte las altas clases sociales.

Ante la Muerte se patentizan asquerosas las lacras, gangrenas y poderes de todo lo que en la sociedad de los vivos parece robusto, granado y brillante.

La misma intención anima las «romanzas de la zorra». La sociedad de los hombres es en ellas sometida a la perspectiva psicológica de una sociedad de animales. Porque ciertamente el animal habita el piso bajo del hombre; pero los ojuelos torvos y maliciosos del cantor villano sólo alcanzan a ver este primer piso. El héroe es la zorra, Aquiles de la suspicacia, Diómedes de la malignidad. Es el triunfo de la astucia en la persona de la menuda vulpeja ulísea.

El cantor villano ve al hombre con pupilas de ayuda de cámara.

No crea un mundo; ¿de dónde va a sacar él sin vacilar, cercado de hambre y de angustias, el destripaterrones, el hambriento, el deshonrado, de ijares jadeosos, de alma roída, el esfuerzo superabundante para crear existencias, formas de la nada? Copia la realidad que ante sí tiene, con fiero ojo de cazador furtivo: no olvida un pelo, una mácula, una costrica, un lunar. La copia es crítica. Y ésta es su intención; no crear, criticar. Le mueve el rencor.

En los siglos XV, XVI, XVII, estas dos literaturas, la amante y la rencorosa, dan proporciones clásicas a su interpretación de la novela, parcial en ambas. El tema de amor e imaginación se enciende como un espléndido fuego de artificio en el libro de caballerías. El tema del rencor y la crítica madurece en la novela picaresca. La primera novela integral que se escribe, en mi entender la novela, es el Quijote, y en ella se dan un abrazo momentáneo, en la tregua de Dios que el corazón de un genio les ofrece, amor y rencor, el mundo imaginario e ingrávido de las formas y el gravitante, áspero de la materia. Cervantes es el Hombre; ni lacayo, ni señor.

La novela picaresca echa mano de un figurón nacido en las capas inferiores de la sociedad, un gusarapo humano fermentado en el cieno y presto a curar al sol sobre un estiércol. Y le hace mozo de muchos amos: va pasando de servir a un clérigo a adobar los tiros de un capitán, de un magistrado, de una dama, de un truhán viento en popa. Este personaje mira la sociedad de abajo arriba ridículamente escorzada, y una tras otra las categorías sociales, los ministerios, los oficios se van desmoronando, y vamos viendo que por dentro no eran más que miseria, farsa, vanidad, empaque e intriga.

La novela picaresca es en su forma extrema una literatura corrosiva, compuesta con puras negaciones, empujada por un pesimismo preconcebido, que hace inventario escrupuloso de los males por la tierra esparcidos, sin órgano para percibir armonías ni optimidades. Es un arte, y aquí hallo su mayor defecto, que no tiene independencia estética; necesita de la realidad fuera de ella, de la cual es ella crítica, de la que vive como carcoma de la madera. La novela picaresca no puede ser sino realista en el sentido menos grato de la palabra; lo que posee de valor estético consiste justamente en que al leer el libro levantamos a cada momento los ojos de la plana y miramos la vida real y la contrastamos con la del libro y nos gozamos en la confirmación de su exactitud. Es arte de copia.

Ahora bien; el rasgo distintivo de la alta poesía consiste en vivir de sí misma, no haber menester de tierra en que apoyarse, constituir ella un íntegro universo. Sólo así es plenamente creación, póiesis.

La picardía original de la novela picaresca ha de buscarse, pues, en la mirada insolente que de abajo arriba lanza a la sociedad el pícaro autor.

Los libros de Baroja representan un compromiso entre el puro apicaramiento y unos fuertes ímpetus, bien que discontinuos, de aspiración a cosas mejores. Es posible que un día nos sorprenda con una obra firme en que ambas tendencias den toda su flor. Por ahora, predomina en su literatura el elemento rencoroso y crítico que le ha llevado a convertirse en Homero de la canalla. Los tres tomos de La lucha por la vida nos refieren las andanzas de un pueblo de gusanos sobre un cadáver abyecto. En el tercero, Aurora Roja, parece como que quiere sonar un clarín de alborada, pero el sonido no se condensa y exánime se deshace, se rompe en un quejido. La Salvadora, una moza del pueblo, nos ofrece en este libro, por un momento, la posibilidad de una vida somera, limpia, virtuosa y afirmativa. Mas Baroja no se atreve a dibujarla; la deja, borrosa, moverse al fondo del libro como esas Martas que en las pinturas evangélicas entrevemos allá en el último plano vacar hacendosas a sus menesteres. Diríase que el autor siente algún rubor de contarnos que hay gentes en la tierra que cumplen con su deber.

El héroe de Baroja es el vagabundo. Nada mejor podía hallar para reunir en un solo individuo sus dos tendencias: la crítica y el momento dinámico. El vagabundo es una mixtura del pícaro y del idealista.

Pero aunque se componga de ambos simples, es, primero y más hondamente que pícaro, idealista. Yo me imagino al vagabundo como un hombre que se afana contra el viento: el cuello erecto, el mentón avanzado como una proa que hiende la oposición elemental, las haldas del hábito repelidas hacia atrás, azotándole las piernas, de tendones tensos;

El vagabundo no vaga el mundo por motivos externos; no es un fracasado, no es una hoja inerte arrastrada de acá para allá. Vaga como el cenobiarca se fabrica una soledad en torno; como el poeta levanta un verso; como el lonjista pone en limpio sus cuentas y el pensador construye su ideal edificio. Vaga por genialidad. Fomenta en sus entrañas yo no sé qué inquietud, qué estímulo trashumante, algo que le libra de quedar ligado en los lazos que las costumbres, los oficios, las tradiciones le tienden. Sólo sabe que lo que llegamos a ver no vale nunca lo que aún no hemos visto. De modo que sus actos no los rige la realidad circunstante, sino que obra siempre en vista de una anticipación. Le mueve la ultranza. Ahora bien; en esto consiste la condición idealista.

El vagabundo es un hombre que no se atiene a un medio; fugitivo de todas las costumbres, llega, echa una ojeada y se va. Es un Don Juan de los pueblos, de los oficios y de los paisajes. Atraviesa todos los medios sin fijarse en ninguno. Tiene el alma dinámica de una flecha que en el aire hubiera olvidado su blanco.

He aquí todo lo malo que tenía que decir sobre Baroja. No creo haber sido parco en mi franqueza. Pero ahora falta por decir casi todo lo bueno que de Baroja se debe decir.

1910.