APATÍA ARTÍSTICA
DESDE hace algún tiempo es frecuente que las personas mejor dotadas de sensibilidad artística se encuentren sorprendidas al salir de un concierto, de una exposición o de un museo, por la nulidad del placer recibido. Si la música escuchada o los cuadros examinados les hubiesen parecido malos, no les extrañaría hallar en sí un vacío casi perfecto de goce estético. Pero el fenómeno a que aludo consiste precisamente en que, pareciendo estimable y aun excelente la obra, no acompaña a este juicio intelectual el estremecimiento emotivo, el deliquio apasionado, que es esencial a la fruición artística. La obra bella se hace patente ante la visión espiritual: ostenta sus gracias, hace evidente sus peculiares valores, pero no conmueve, no deleita, no arrebata. Diríase que, de pronto, la música toda —vieja y nueva—, que toda la pintura han quedado desarticuladas vitalmente de nosotros y se han convertido en hechos indiferentes que acontecen fuera de nuestra esfera de afectividad. Aquellos en quienes esto no acaece de manera tan extrema reconocerán, si saben analizar sus estados íntimos y, sobre todo, ser leales consigo mismos, que en los últimos años, sin saber por qué, las obras musicales y pictóricas que antes más les conmovían han perdido mucho de su antigua eficacia sobre ellos, se han ensordecido y anublado.
Bien sé que para la mayor parte de las gentes este fenómeno carece de realidad. No echan de menos el goce actual, porque acaso no han gozado nunca verdaderamente de la obra artística. Lo más sólito es que los hombres se finjan placeres que, en rigor, no experimentan. Les falta esa lealtad consigo mismos que es necesaria para discernir los sentimientos auténticos de los contrahechos. No debiera olvidarse que, con respecto a nuestra intimidad, estamos sometidos a las mismas ilusiones y espejismos que padecemos al percibir las cosas y las otras personas. Hay en nosotros amores y odios, entusiasmos y enojos ficticios. Es más: yo creo que la mayor parte de los hombres viven una vida interior, en cierta manera, apócrifa. Sus opiniones no son, en verdad, sus opiniones, sino estados de convicción que reciben de fuera por contagio, y lo que creen sentir no lo sienten realmente, sino que, más bien, dejan repercutir en su interior emociones ajenas. Sólo ciertas individualidades de selecta condición poseen el peculiar talento de distinguir dentro de sí lo auténtico de lo apócrifo y logran eliminar cuanto ha inmigrado en ellos desde el contorno. La autoridad social, la tradición, la moda y el contagio psíquico arrojan constantemente dentro de nuestra persona opiniones, sentimientos, resoluciones que, en cierto modo, no son de nadie en particular, y por lo mismo pueden parecer de cada uno cuando los halla alojados en su interior. En la zona más privada de la vida individual es acaso fácil diferenciar lo originalmente nuestro de lo recibido y mostrenco. Pero en otros órdenes de la actividad psíquica, donde la independencia de criterio supone dotes y conocimientos especiales, lo habitual en las gentes es vivir de prestado. Esto acontece, sobre todo, en política y en arte. La opinión pública y los apasionamientos políticos son obra vil del contagio. El aplauso y el silbido a la obra de arte suele tener el mismo origen; la gente ha oído que tal pintor es un gran pintor y dócilmente siente anegarse su ánima de un apócrifo placer que la tranquiliza respecto a su capacidad de sentir el arte.
El fenómeno de embotamiento ante la belleza pictórica y musical a que antes me refería, sólo ha de buscarse en el área de los sentimientos auténticos. Durante algún tiempo he creído que se trataba simplemente de una afección peculiar padecida por las personas que me son próximas y viven, como yo, un cierto tipo de existencia. Luego he sabido que en Francia, como en Alemania, que en todas partes se advierte el mismo fenómeno y, por tanto, lo que pudiera ser morbosa decadencia en los nervios de un grupo, se convierte en hecho general de innegable trascendencia.
¿A qué debemos atribuir esta súbita apatía para las artes de la retina y del oído? ¿Cómo interpretar el sentido de este síntoma extraño?
La respuesta suficiente a estas preguntas requeriría un desarrollo tan amplio, que se hace inoportuno intentarlo aquí. Mejor será reducirnos a definir una sola de las facetas que integran la cuestión.
Si cada cual analiza esa impresión de sordera estética que experimenta en el concierto o en la exposición, notará que se halla dotada de poder retroactivo. Quiero decir que, no sólo nos encontramos insensibles ante la belleza que ahora transita por delante de nosotros, sino que, al recordar nuestras efusiones artísticas de otro tiempo, reciben éstas una especie de descalificación. Nos parece que, aun siendo sinceras, fueron turbias y confusas. Descubrimos que para sentirlas pusimos demasiado de nuestra parte, empeñándonos con exceso en hallar dentro de la obra de arte lo que ideas preconcebidas nos inducían a buscar en ella. Y juzgamos que nuestra actitud de hoy ante el cuadro o trozo musical es más justa, por lo mismo que es menos violentamente favorable. En vez de proyectar trabajosamente sobre ellos lo que no poseían, esperamos con pasivo temperamento a que ellos nos conquisten, si son capaces. Nuestra antigua postura era propiamente de servilismo ante la obra de arte, como si necesitásemos justificarnos a nuestros propios ojos haciéndonos dignos de ella; ahora sospechamos que es la obra de arte quien debe hacerse digna de nosotros; esto es, invadir triunfalmente nuestra sensibilidad, merced a sus propias fuerzas y sin previo soborno de nuestro juicio. Se trata, pues, de un cambio de actitud, respecto a música y pintura, acaecido en el alma contemporánea. El diafragma de nuestro sentir artístico se ha hecho más angosto, y las emociones a que deja paso no sólo son menos numerosas que antaño, sino también de menor calibre. La música de Strawinsky cuenta hoy con más probabilidades de satisfacernos que la de Wagner[119]. Sin embargo, la fruición que Strawinsky nos proporciona se compone de calidades modestas: gracia, ingenio, agilidad, colorido, etc., en tanto que nuestros viejos deleites wagnerianos poseían dimensiones gigantescas. Con Wagner sentíamos un patetismo universal: nuestro organismo creía tomar contacto con las venas secretas del mundo y sumirse en el aliento cósmico. ¡Lástima que no podamos hoy renovar tales éxtasis, y los gozados otro tiempo nos parezcan equívocos, exentos de última sinceridad! Por el contrario, la música de Strawinsky, reduciendo sus aspiraciones, logra proveemos de goces más auténticos. No veríamos claro el sentido de esta mutación en la sensibilidad estética, si no pudiéramos emparejarla con otra de signo inverso acaecida hacia 1800. Como ahora experimentamos un angostamiento de nuestras sensaciones artísticas, los europeos de aquella fecha percibieron una desmesurada ampliación.
Nadie ignora, aunque muchos no lo aprovechan al razonar sobre cosas estéticas, que la situación de música y pintura fue, desde 1600 hasta las postrimerías del siglo XVIII, muy distinta de la que ha sido en la pasada centuria. Ocupaban, en efecto, un rango mucho menos elevado en la jerarquía de las actividades humanas. El arte, en todas sus formas, era sentido como un orbe inferior al de la religión y al del pensamiento. Dentro del orbe artístico, música y pintura se alzaban a larga distancia detrás de la poesía. Lo importante de esta perspectiva es que nadie pedía a música y pintura emociones de calidad y valor correspondientes a las actividades de primer orden. Eran sólo deleitables pasatiempos, encantadores ingredientes del paisaje vital. Pero he aquí que hacia 1800, en rigor un poco antes, comienzan literatos y filósofos a hinchar los perros de música y pintura. Una generación más tarde, ambas artes habían desalojado de sus rangos superiores a la poesía y al pensamiento. Schopenhauer había descubierto en la musicalidad un intérprete supremo de los arcanos cósmicos y hecho de ella una «metafísica sin conceptos». Goethe, movido por Winckelmann y Diderot, por su propio genio, había labrado un estilo paralelo a la pintura. La poesía destronada, acabó, con Verlaine, por guarecerse en el hospital, mientras Wagner, sobrepasando al flautista Schopenhauer, proponía en Parsifal un sustituto de la religión.
En este sistema de valores hemos sido educados, y el error de perspectiva que en él se cometió ha contribuido no poco a la crisis de placer artístico que ahora sufrimos. Porque no es indiferente donde coloquemos las cosas. La ley de perspectiva vital no es meramente subjetiva, sino que está fundada en la esencia misma de los objetos que habitan el círculo de nuestra existencia. Es la perspectiva un orden, una estructura, una jerarquía que imponemos al mundo en torno, acomodando su contenido en una serie de planos. El error está en suponer que puede nuestro albedrío decidir cuáles cosas han de ocupar el primer plano, cuáles el segundo, y así sucesivamente. Nada de eso; las cosas por sí, y previamente a la localización que las damos, pertenecen a uno u otro rango. Hay cosas de primer plano y cosas de orden ínfimo. Dejan ciertamente a nuestro capricho un pequeño margen, dentro del cual podemos movilizarlas, dislocarlas sin daño apreciable; pero si traspasamos los límites concedidos, quedan maltrechas, aniquiladas, y la vida, que no es sino nuestro trato con ellas, se desorganiza y degenera. Las cosas de primer plano, relegadas al último término, se debilitan y sucumben; viceversa —y es el caso que ahora interesa—, las cosas de orden subalterno, destacadas en primer plano, se agostan y fracasan.
La razón de ello es sencilla: cada uno de los planos en la perspectiva significa un grado y calidad peculiares de nuestra atención. La atención es la facultad jerárquica y organizadora por excelencia. No se puede atender a un punto sin crear en tomo a él lo que yo suelo llamar en mis cursos universitarios una zona de desatención, ni es posible hacer más intensa nuestra atención a algo sin deprimir nuestra atención hacia otras cosas. Esta gradación dinámica de la atención es la que crea fuera de nosotros los planos de la perspectiva. Pues bien: si un objeto de escasa entidad es sometido a una atención de alto temple, no encuentra ésta en él pasto adecuado; la fuerza de succión en que consiste el atender no halla jugo bastante de que apoderarse, y la pobre cosa, torpemente favorecida por nuestro capricho, nos parecerá seca y miserable. Puesta, en cambio, en su rango natural, acaso satisfaga una atención de menor cuantía y la sintamos justificada y suficiente.
Yo creo que, mirando el hecho desde estos pensamientos, se explica en buena parte el fracaso evidente de música y pintura. Relea el lector las obras teóricas de Wagner y considere lo que este hombre y su generación quisieron hacer de la música. ¿No es a todas luces monstruoso esperar tanto de los sonidos concertados? ¿Puede un director de orquesta dirigir el corazón humano, la sociedad y la historia? ¿Puede una melodía sustituir a una religión? Quedaba consignada al siglo XIX, centuria del desmesuramiento en todo, la monstruosidad de este superlativo musical osado por Wagner. Edad, de imperialismo omnímodo, no hubo en ella cosa que no quisiera imperar a las demás, ser la primera o la única. Cada arte aspiró a la ilimitación de su esfera. Quiso —muy especialmente la música —convertirse en un idioma de tema universal. Con Wagner, que era un Bismarck del pentagrama, pretendió el sonido ser pintura y narración, poesía y ciencia, política y religión. Los menos perspicaces advirtieron la exorbitancia cuando Strauss les puso en los programas de sus poemas sinfónicos cara a cara con lo grotesco.
Un concierto al modo usado, ¿no es ya un error de perspectiva, como lo es un museo? Se reúne en una sala a centenares de personas extrañas entre sí; se las propone, de tal hora a tal otra, no ocuparse sino de oír, y se enfoca irremisiblemente su atención superior hacia irnos instrumentos. Queda así la obra de arte abstraída, segada de su fondo nativo, que es nuestra vida personally, una vez destacada violentamente, parece que aspira, a suplantar aquélla. Como esto no es posible, salimos del concierto con una impresión de íntimo fracaso. En cambio, mientras caminamos por la ciudad, atentos a nuestros afanes vitales, acaso el violín de un ciego que se lamenta en el rincón de una plazuela desliza su son querulante en el confín de nuestra conciencia, y penetrando por una humilde rendija de ella nos punza el corazón deliciosamente. Está hecho el violín del ciego para sonar al fondo del paisaje urbano donde se desarrolla nuestra vida, donde amamos y odiamos, donde somos vencidos y vencedores. Puesto allí, en su rango propio, llega el sórdido instrumento a la plenitud de su valor.
El imperialismo de la poesía condujo ésta al fracaso. ¿Quién se atreve hoy a dar una sesión de lecturas poéticas? El mismo destino llevan música y pintura. Pronto el concierto público parecerá una penosa obligación, y el arte mélico volverá a recluirse en la intimidad de los privados apetitos.
El siglo XVII y la mejor parte del XVIII supieron que música y pintura son de aquel linaje de cosas nacidas para ser fondo de otras y como su alrededor. Nada hace perder tanto su gracia al paisaje como suspender nuestra vida en él y ponernos a mirarlo atentamente. Y es que el paisaje tiene el destino de ser fondo de algo que no es él y servir de escenario a una escena vital. La manera mejor de absorber el encanto de un paisaje es no mirarlo y amar u odiar en él. Por eso los siglos prudentes situaron la música al fondo de un banquete, en el rincón del sarao o tras las ramas de un jardín.
1921.