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Al mismo tiempo que Perseo yacía inconsciente junto a los cadáveres de su antiguo pedagogo y su maestro de armas, un criado del palacio Agíada sacudía suavemente el hombro de Cleómenes para despertarlo, tal como se le había ordenado.

A ciegas, el rey le lanzó un puñetazo. El ilota, acostumbrado a esas reacciones violentas, se apartó a tiempo de esquivarlo. Sin embargo, al ver que Cleómenes se volvía a dormir, no tuvo más remedio que insistir, esta vez zarandeando a su señor con más fuerza.

El rey se incorporó de súbito, aferró al criado con sus manazas y le apretó la garganta. El ilota empezó a gorgotear algo ininteligible —le habían cauterizado la lengua de niño como represalia por la rebeldía de su padre—, pero no se atrevió a agarrar las muñecas del rey para zafarse de la presa; algo que, por otra parte, habría resultado inútil dada la gran fuerza física de Cleómenes.

—¡Déjame en paz, madre! —exclamó Cleómenes, con los ojos abiertos, mas todavía en el reino de Hipnos—. ¡Vosotras, dejadme en paz también!

Pasados unos segundos, el rey comprendió que había estado soñando y que se acababa de despertar. Sólo entonces dejó de estrangular al criado y lo apartó de sí con un empellón.

—¡Fuera de aquí! ¡Venga, fuera te he dicho!

Cleómenes se sentó en la cama, un lecho alto montado sobre gruesas patas de roble en forma de garras de león. Notaba un sabor nauseabundo en la boca, el estómago hinchado y un espantoso dolor de cabeza. Había abusado de la carne asada cenando, y también de la salsa, servida en cantidades más que generosas sobre el pan. Pero, sobre todo, se había excedido con el vino. Como solía hacer cada vez que despertaba en aquel estado, algo que sucedía muy a menudo, se maldijo a sí mismo. ¿Cómo podía ser tan estúpido de recaer en el mismo error noche tras noche, conociendo de sobra las lamentables condiciones en las que se iba a levantar?

Sobre un arcón al lado de la cama había dos jarras, una de agua y otra de vino, y también una copa. Para quitarse aquel sabor de la boca, bebió directamente de la jarra del agua hasta vaciarla. Después tomó la de vino, pues tenía más que comprobado que un pequeño grado de embriaguez aliviaba la resaca. Al percatarse de que estaba vacía, se maldijo otra vez. Cambiando de opinión de repente, se tendió boca abajo en el suelo y empezó a hacer flexiones: diez, veinte, treinta, hasta cuarenta. La última la terminó de milagro y después se dejó caer sobre las baldosas con un resoplido.

Acercándose a los sesenta años, aunque seguía conservando la fuerza física de su padre —los mismos músculos que había heredado Leónidas, pero no así el pobre Cleómbroto—, Cleómenes era consciente de los estragos de la edad. Cierto que esa conciencia únicamente lo asaltaba al levantarse de la cama, cuando se fustigaba a sí mismo por los excesos nocturnos. Por eso lo primero que solía hacer en mañanas normales era disciplinar su propio cuerpo corriendo hasta el Eurotas, cruzándolo a nado por muy fría que fuera la mañana y volviendo al palacio también a la carrera para terminar su sesión de entrenamiento con cuarenta flexiones. Antaño era capaz de hacer sesenta, pero en los últimos tiempos había ganado demasiado peso como para llegar a esa cifra.

Ahora, después de recuperarse de su sesión de fondos, se levantó del suelo con un gruñido y se palmeó la tripa. En lugar de los abdominales pétreos que tenía de joven se encontró con aquella mullida capa adiposa que odiaba más que nada en el mundo, pero que no podía dejar de pellizcar como si fuera una masa para pan. Igual que tantas otras mañanas, se prometió a sí mismo comer menos a lo largo de todo el mes siguiente y librarse de aquella molesta carga de grasa que rodeaba su cintura y redondeaba sus riñones.

Otra cosa bien distinta era dejar de beber, propósito que ni se planteaba. No tenía más remedio que recurrir al vino. La razón eran las pesadillas. El jugo de Dioniso era un remedio para ellas, o eso se decía a sí mismo, sin querer admitir que muchas noches se convertía más bien en la causa.

Era en sus sueños, en el momento en que descuidaba la guardia, cuando se le aparecían los espectros del pasado.

Gracias a los espías que tenía en todos los rincones, Cleómenes conocía bien cuáles eran las hablillas y rumores de los espartanos. Sus súbditos —eso es lo que eran para él, por más majaderías sobre «ciudadanos iguales» que dijeran las leyes de Licurgo—, que lo llamaban «sacrílego» sin rebozo ninguno, debían de pensar que los fantasmas del bosque de Argos atormentaban sus sueños. No podían estar más errados. Cleómenes había ordenado incendiar aquel encinar sin ninguna vacilación. Pasados los años, seguía sin albergar remordimientos. Por mucho que los espartanos lo acusaran de impiedad, bien que se aprovechaban todos ellos de haber dejado fuera de combate para una generación entera a Argos, la enemiga ancestral de su patria.

Tampoco sentía ninguna culpa por lo ocurrido con los embajadores persas. Habían cometido la insolencia de venir a pedirle sumisión a él. ¡A Cleómenes, el rey más poderoso de Grecia!

No, no eran los fantasmas de los argivos ni de los persas los que podían atormentarlo. Había otros mucho peores que lo acechaban.

Salió de la alcoba y entró en la letrina aledaña. Mientras vaciaba sus intestinos, pensó en el último sueño que lo había visitado antes de despertar. Con gesto de furia, su madre le decía: «¡Deja de calentar tu pan en el horno frío!». Detrás de ella, las Erinias lo asaeteaban con sus ojos rojos como brasas, mientras sus cabellos serpentinos siseaban con voz propia.

Eran las mujeres las que se empeñaban en perturbar sus sueños. Pues su relación con ellas era harto complicada.

Todo había empezado con su madre, Olimpia.

El rey Anaxándridas, padre de Cleómenes, estaba casado con Antusa, que resultaba ser también su sobrina y de la que estaba muy enamorado. («Encoñado», puntualizaba siempre la madre de Cleómenes). Pese al significado de su nombre, «Floreciente», el vientre de Antusa era tan estéril como un cardizal sembrado de cenizas. En seis años de matrimonio no le había dado hijos al rey, que por otra parte no tenía parientes agnados que pudieran sucederlo en el trono.

Ante el peligro de que se extinguiera la estirpe de los Agíadas, los éforos y los gerontes insistieron al rey para que tomara otra esposa. Anaxándridas así lo hizo y se casó con Olimpia, una hermosa joven que pertenecía al linaje del ilustre Quilón, uno de los afamados Siete Sabios de Grecia. Pero cuando lo hizo, no repudió a Antusa, sino que se convirtió en bígamo, en contra de las costumbres griegas y espartanas. Para colmo, en lugar de llevar a Olimpia a residir al palacio real, la alojó en una casa que tenía a orillas del Eurotas, a la que acudía para consumar el coito con ella cada cinco días. Después de cumplir con su misión, regresaba de nuevo con su primera esposa, pese a que ésta no podía competir en belleza con Olimpia.

Olimpia no tardó en quedarse embarazada y dio a luz a Cleómenes, que fue designado sucesor de Anaxándridas con gran alborozo del pueblo espartano. Pero entonces, fuese por envidia femenina —eso, al menos, era lo que creía Cleómenes, que sentía al mismo tiempo fascinación y repulsión por las mujeres— o por capricho de los dioses, Antusa se quedó embarazada después de tantos años de esterilidad y alumbró a un bebé que ya desde su nacimiento fue considerado perfecto: Dorieo. No contenta con eso, Antusa todavía le dio al rey otros dos hijos, Leónidas y poco después Cleómbroto. Aquello no hizo sino incrementar el amor que sentía Anaxándridas por su primera esposa y lo distanció todavía más de la segunda.

De ese modo, Cleómenes había crecido en una situación insólita: como primer hijo nacido siendo ya rey Anaxándridas, era heredero del trono; y, sin embargo, vivía fuera del palacio y era, de los cuatro vástagos, el que menos relación mantenía con su padre.

Cleómenes, que como heredero real estaba exento de educarse en la agogé, se había criado prácticamente a solas con su madre, en aquella casa húmeda que siempre olía a paredes bofadas y a madera podrida. Olimpia tenía que enviar mensajes constantes a Anaxándridas para que le enviara albañiles y carpinteros que repararan la casa, ya que tan cerca del río la bodega y los cimientos sufrían filtraciones constantes y solían inundarse. Aquél era un lugar lóbrego, en el que a su madre le había sido fácil aprovechar la soledad y la oscuridad para conseguir que su hijo dependiera absolutamente de ella, una mujer que alimentaba en su corazón un rencor creciente contra Anaxándridas y su primera esposa por verse preterida.

Al llegar a la pubertad, Cleómenes empezó a salir de su morada para conocer a otras personas, y su padre se tomó por fin un mínimo interés en su educación, por lo que le asignó maestros de varias disciplinas. Aquello molestó a su madre, que temía perder el monopolio sobre él. Además, fue por esa misma época cuando Olimpia lo sorprendió en un rincón de la casa magreando a una muchacha ilota, motivo por el cual lo reprendió acerbamente.

—¡No se te ocurra mezclar tu simiente con linajes inferiores! Desciendes del mismísimo Heracles, no como esa escoria ilota. ¡No lo olvides!

Aquella misma noche Olimpia le hizo probar por primera vez dos cosas: el vino puro durante la cena y después, en su alcoba, donde se le apareció a modo de súcubo, el sexo.

Así pues, su madre había sido su primera amante. Por aquel entonces Olimpia tenía veintinueve años y se hallaba en el momento culminante de su belleza. ¿Cómo iba a resistirse a su seducción un chaval de trece años sojuzgado por ella desde su nacimiento y al que, para colmo, había emborrachado?

Recordando todo aquello, Cleómenes salió de la letrina y volvió a entrar en la alcoba. Mientras él evacuaba el vientre, el ilota mudo le había rellenado las dos jarras.

Cleómenes se sentó en un taburete y extendió la mano, dubitativo. Qué demonios, pensó, decantándose finalmente por la jarra de vino. No pensaba correr ni nadar, pues todavía era de noche. Además, noche de luna llena, con lo cual el ritual de renovación de la bruja tesalia lo iba a curar todo, ¿o no? Rellenó la copa y bebió, despacio primero y más rápido después, y cuando terminó se sirvió de nuevo.

Decían algunos, y él era bien consciente de ello, que se había acostumbrado al vino puro por culpa de unos embajadores escitas con los que había compartido varias noches de francachelas. La realidad era que le debía aquella afición a su madre, gran adepta a los misterios de Dioniso. Noche sí y noche también ella lo embriagaba y después lo visitaba en el lecho, que abandonaba antes del alba.

Al día siguiente nunca hablaban de aquello. Era como si la mujer con la que se acostaba por las noches fuera, igual que la Helena cantada por Estesícoro, un simulacro de niebla creado por Afrodita para engañarlo.

Sólo que bien sabía él que no se trataba de ningún simulacro, sino de su madre, que usaba para sojuzgarlo el mismo vientre en el que lo había tenido nueve meses.

—Te odio, madre —murmuró Cleómenes, bebiendo otro trago.

Por fin, Olimpia había gozado del placer de ser testigo de la muerte de Anaxándridas, aquel esposo remoto que después de dejarla embarazada no se había dignado volver a visitar su lecho. Pese a que muchos en Esparta consideraban que Dorieo, el primogénito de Antusa, era mejor candidato para convertirse en rey —en la agogé había destacado sobre todos los demás muchachos—, la ley era inflexible. Cleómenes, y no Dorieo, ni Leónidas, ni Cleómbroto, fue coronado rey. Cuando se mudaron al palacio, lo primero que hizo Olimpia fue expulsar de allí a su rival y a los tres hermanastros de Cleómenes.

Como madre del rey, Olimpia empezó a disfrutar de muchos privilegios, lo que pareció compensar todos los años de rencor malgastados en aquella casa húmeda y lóbrega. Durante unos meses todo fue miel sobre hojuelas. Pero Cleómenes también había descubierto los encantos del poder y, habiendo heredado la naturaleza manipuladora de su madre, se encontraba cada día más resentido con ella por su manía de intentar manejarlo como si fuera un fantoche. Para colmo, Olimpia había perdido el control sobre la bebida y, cuando se le subía el vino, le abroncaba durante la cena, bien la celebraran en privado, con amigos o incluso en público. Se llegó a decir que era ella, y no él, quien gobernaba, y hubo quienes empezaron a intrigar para derrocar a aquel títere de su madre y poner en su lugar a Dorieo.

Por suerte, el propio Dorieo, que tenía el cerebro de un carnero alojado dentro del cuerpo de un dios, se quitó de en medio partiendo a fundar colonias en el otro extremo del Mediterráneo. Con todo, Cleómenes decidió que necesitaba librarse de su madre. Por el día, su intromisión en las tareas de gobierno resultaba intolerable. Y por la noche, su influencia se había vuelto perniciosa. Para aumentar la dependencia que Cleómenes sentía por ella, Olimpia empezó a recurrir a prácticas sexuales dignas de mujeres de Lesbos con el fin de aumentar su placer: no existía perversión que no estuviera dispuesta a cometer con tal de tenerlo a él atado a su seno.

Finalmente, Cleómenes decidió recurrir a los servicios de Frixo, una hechicera de Tesalia, región conocida por sus prácticas de magia y brujería. Aquella bruja, experta en pócimas, preparó unas gotas insípidas que se mezclaban con el vino y que en menos de un mes llevaron a la tumba a su madre.

«Deja de calentar tu pan en el horno frío». Las palabras del sueño volvieron a su recuerdo, lo que le hizo servirse una tercera copa.

Aquello, lo del horno frío, había ocurrido precisamente por culpa del vino. Cleómenes había visto a su madre quieta en la cama, tan fría y tan rígida, con el rigor de la muerte. Sobre todo, callada. Por fin, por una vez, la primera desde que él podía recordar, ella no tenía nada que decir. Y Cleómenes, tan borracho que apenas se tenía en pie, había aprovechado la ocasión para despedirse de ella.

«Deja de calentar tu pan en el horno frío». ¿Por qué le insistía en «deja de calentar»? Únicamente lo había hecho una vez, ¿a qué tanto venir a torturarlo en sueños? Ella, que había recurrido al incesto para manipular a su propio hijo, ¿qué tenía que echarle en cara por una sola ocasión en que él había tomado la iniciativa?

Ssssshhhh, le saludaban las Erinias en sueños. Ssssshhh, le decían sus cabellos, cada uno de ellos una serpiente con sus propios ojos rojos y su lengua bífida. «Asesinaste a la sangre de tu sangre y después también asesinaste a tu esposa».

—Eso da igual —dijo Cleómenes, bebiendo de nuevo para sentir en sus venas el agradable calor del vino—. Una esposa puede darte sangre de tu sangre, pero ella misma no lo es.

Su esposa. La otra mujer por la que lo acosaban las Erinias.

Se había casado con Trifena tras la muerte de su madre. Era una mujer callada, tan insulsa en la cama que acostarse con ella sí que era como introducir su barra de pan en un horno helado. Pero le dio a Gorgo, la niña de sus ojos, la única mujer de su vida que merecía la pena. Después, se volvió a quedar embarazada. Cuando orinó sobre unos granos de cebada y de trigo, los de cebada germinaron primero, lo que presagiaba que el niño que había de alumbrar Trifena sería un varón.

A Cleómenes no le alegró la noticia. No hacía tanto que se había convertido en rey y se había liberado de la influencia de su madre, y ya el pueblo espartano andaba entusiasmado pensando en que iba a nacer un heredero al trono Agíada. ¿Tan pocos años creían que iba a vivir, que tenían que andar recordándole ya su propia mortalidad?

Para empeorar las cosas, la bruja Frixo consultó a los espíritus del Hades, mucho más fiables para conocer el futuro que las desdeñosas deidades del Olimpo, y le profetizó: «El hijo varón que engendres será la causa de tu caída».

Cleómenes no se anduvo con paños calientes. En los mitos, los soberanos que recibían vaticinios amenazantes de esa índole intentaban eludir el destino de formas indirectas, por temor a derramar su propia sangre y verse acosados por las Erinias. Layo de Tebas había hecho que un pastor abandonara en el monte a su hijo Edipo, pero éste había sobrevivido y reaparecido años después para asesinarlo en una encrucijada. («Y acostarse con su madre como tú —le recordaban las Erinias—. Pero al menos Edipo no fornicó con Yocasta después de muerta»). Acrisio de Argos, por su parte, había encerrado a su hija Dánae y a su nieto Perseo en un cofre y los había arrojado al mar, lo cual no había evitado que Perseo sobreviviera para, años después, partirle la cabeza a su abuelo sin querer lanzando un disco.

El destino se había burlado de Layo y de Acrisio, pero no se burlaría de Cleómenes. Nadie se burlaba de él. ¿Para qué esperar a que el niño naciera? Nada de refinamientos ni complicaciones: una simple escalera había bastado, ayudada por una patada en el vientre. Al llegar abajo, Trifena se había desnucado, y el feto había reventado dentro de sus entrañas.

Ssssshhh, volvían a sisear los cabellos agusanados de las Erinias. Sssshh. «Un hijo muerto es sangre de tu sangre».

—Era un puñetero feto. Los fetos no tienen sangre —replicó Cleómenes.

«Basta de recuerdos», se dijo y dio una voz. Instantes después, el criado mudo volvió a entrar para ayudarle a ponerse la túnica y un fino manto; aunque la noche era calurosa, dentro del palacio Agíada la temperatura se notaba más baja. Sobre todo en el ala norte, la menos frecuentada, donde Cleómenes tenía previsto celebrar su pequeña reunión.

Escoltado por el ilota, que portaba una antorcha, Cleómenes llegó hasta una puerta de roble cerrada con llave. El criado mudo la abrió y ambos entraron en un largo pasillo de paredes mohosas que bajaba en una acusada pendiente para adaptarse al relieve del terreno donde se había edificado aquella zona del palacio. Se detuvieron en el siguiente rellano ante dos puertas que se abrían en el muro de la derecha, cada una de ellas con su propia cerradura.

La primera de aquellas puertas estaba entornada. El ilota pasó primero, seguido por Cleómenes. Entraron en una celda de construcción tosca, con paredes de zócalo de piedra hasta medio metro de altura rematadas por adobe y con suelo de tierra compactada y mezclada con guijarros.

Amén de diversos habitantes ocasionales, sabandijas de todo tipo que se refugiaban en los rincones más oscuros, había tres ocupantes en la celda. Uno de ellos era un hombre de unos cuarenta años, desnudo y con el cuerpo lleno de moratones y heridas. Tenía los pies metidos en un gran cepo de madera, las manos atadas y la boca amordazada con un trapo manchado con su propia sangre.

En el techo, justo en el centro de la estancia, había una argolla de la que colgaba una cadena con dos grilletes, que aherrojaban las muñecas de una muchacha que a lo sumo tendría catorce años. Estaba un tanto entrada en carnes y, al tener los brazos en alto sobre la cabeza, sus pechos se marcaban perfectamente bajo los jirones de su túnica. Por alguna razón aquellos senos, bastante desarrollados para su edad, le recordaron a Cleómenes los de su hija Gorgo, quien a su vez los había heredado de Olimpia, la abuela a la que no había llegado a conocer.

Ssssshhh, volvieron a sisear los cabellos serpentinos de las Erinias. Ssssshhh, apártate de tu hija.

—Mi amor por ella es puro —murmuró Cleómenes.

—¿Qué has dicho, mi rey?

Cleómenes volvió su atención al tercer ocupante de la celda, el único que no estaba inmovilizado. Era él, de hecho, quien se había encargado de traer a los dos prisioneros, al padre y a la hija. Se trataba de un hombre joven, de piernas cortas y arqueadas, que al bajarse la capucha de la clámide descubrió un rostro moreno de ojos estrechos, tan apagados como los de un pescado muerto en un puesto del ágora. Uno de ellos se veía hinchado y morado, algo bastante frecuente en los muchachos de la agogé.

—Nada, Nabis. No he dicho nada de tu incumbencia.

Desde que se convirtiera en rey, Cleómenes había comprendido la importancia vital de obtener información, en particular sobre sus enemigos. Donde más útil le resultaba disponer de ella era en el palacio de la dinastía rival, los Euripóntidas. Por otra parte, su madre, que siempre sabía encontrar lo peor en las personas, le había inculcado un principio básico: llegado el momento de manipular a la gente, resultaba mucho más fácil aprovecharse de sus defectos que de sus virtudes.

Con Nabis lo tenía sencillo, ya que el hijo de Damarato era la jarra de Pandora encarnada, un auténtico dechado de defectos. El más útil para Cleómenes era el que más atormentaba y emponzoñaba al joven: la envidia. Se trataba de la misma envidia que debió de experimentar durante toda su vida Ificles contra su medio hermano mellizo Heracles, el gran héroe, engendrado de la sangre de Zeus y superior a él en todo.

El símil no era banal. Nabis y Perseo tenían más puntos en común con Ificles y Heracles de los que ellos mismos sospechaban. Pues en el palacio Euripóntida —y eso lo sabía bien Cleómenes, que, aparte de Nabis, contaba con más informantes— casi nada y casi nadie eran lo que parecían.

De aquello precisamente —de quién era quién— venía a hablarle Nabis.

Procurarse el apoyo del muchacho había resultado sumamente fácil. Nabis era el típico chico al que en la agogé sometían a todo tipo de humillaciones y que sólo sobrevivía buscando a otros más débiles a los que mortificar. Al principio sus compañeros se habían cohibido un poco con él por ser hijo del rey; pero, en cuanto comprobaron que su padre no ponía el menor interés en su bienestar, los más matones del campamento no tardaron en infligirle pequeñas novatadas que con el tiempo se tornaron cada vez peores.

Ante la negligencia de Damarato, Cleómenes había intervenido para hacerle la vida más cómoda al débil Nabis. Gracias a eso, y a diversas prebendas que le había ido ofreciendo, lo había convertido en su agente más valioso en el palacio Euripóntida. Tan valioso como en el pasado lo había sido su madre, Pércalo, otro personaje cuyos muchos defectos de carácter —empezando por los más evidentes, su vanidad y su lujuria— no resultaban complicados de explotar.

—Espero que te satisfaga lo que te he traído hoy, mi rey —dijo Nabis, señalando a la muchacha. Como su padre, la chica también estaba amordazada, aunque no habría hecho falta para silenciarla: saltaba a la vista que la habían sedado con alguna droga, y se limitaba a colgar de los grilletes con las rodillas flexionadas, la mirada en el suelo y la boca entreabierta.

—Puntual, como cada luna llena —respondió Cleómenes, acercándose a la muchacha ilota para palparla. Sus senos se notaban duros; pero, a juzgar por su constitución, en cuanto madurara un poco más aquellas tetas se le caerían hasta acabar en la cintura.

O se le habrían caído. Pues no llegaría a sufrir la decadencia de la carne. Eso debería agradecérselo a él, a Cleómenes.

En un rincón de la celda había una escudilla con la mixtura preparada por Frixo, la bruja tesalia que le había librado de su madre. Se trataba de una variación del caldo negro, pero servido en frío y con algunos otros componentes que aumentaban el vigor de todos sus miembros, incluyendo el que se había hinchado de sangre al sobar los pechos de la chica.

Cleómenes se sentó en un poyo de piedra, desde el que podía ver a la muchacha de frente y controlar también los escasos movimientos de su padre, y empezó a beberse el contenido de la escudilla. Lo hizo con calma; tanto el sabor agrio como la textura grumosa resultaban desagradables y engullirlo de golpe le habría hecho vomitar, como sabía por experiencia.

—¿Qué más me traes, Nabis? ¿Has averiguado algo de ese asunto del que hablamos?

Asintiendo con vehemencia, el hijo de Damarato le mostró un díptico de madera que traía en el zurrón.

—He traído el original —anunció con una sonrisa triunfal.

Todo provenía de una conversación que habían mantenido un mes antes, cuando Nabis le trajo a otra muchacha como la que ahora colgaba de los grilletes, aunque en aquella ocasión no había añadido el refinamiento de apresar también al padre.

Lo bueno de haber introducido a Nabis en la Criptía, aquel cuerpo secreto de asesinos que Cleómenes había creado para sembrar el terror entre los ilotas, era que el joven se las apañaba para matar varios pájaros con la misma flecha. Cuando se le señalaba un objetivo al que había que eliminar, normalmente un ilota que destacaba por su valor, su rebeldía o sus influencias entre los demás de su clase, solía arreglárselas para encontrar entre su familia alguna chica que cumpliera los requisitos —púber, virgen— indicados por Frixo para el ritual de renovación.

Si, además de reprimir ilotas y traerle doncellas, le brindaba información que podía utilizar contra su padre, ¿qué más se le podía pedir a aquel muchacho, pese a su aspecto tan poco prometedor?

En la última ocasión, Nabis le había hablado de un criado de palacio, un antiguo ayuda de cámara al que ahora, medio ciego y un tanto senil, habían relegado a limpiar los establos. A aquel viejo ilota se le había escapado un comentario que interesó a Nabis, por lo que una noche que estaba libre de servicio en la agogé lo sacó del palacio para interrogarlo a fuerza de vino. Después le fue con el cuento a Cleómenes, sabiendo que podía obtener una recompensa por aquella información.

—El criado ha guardado silencio todos estos años —le había explicado Nabis—, porque mi abuelo lo amenazó no sólo con matarlo a él, sino con asesinar también a su esposa y sus hijos. Pero ahora está viudo y sus dos hijos también fallecieron. Dándole un poco de vino, no tardó en contármelo todo.

—¿Y qué te contó? —había preguntado Cleómenes.

—Que cuando mi abuela Ferenice dio a luz a mi padre, fue él quien se encargó de ir a darle la noticia al rey Aristón. El rey estaba reunido con los éforos de aquel año tratando no sé qué asuntos, y cuando el criado le comunicó que mi padre había nacido, él se puso a contar con los dedos los meses transcurridos desde el día en que se había casado y dijo en voz baja: «No puede ser mío».

A Cleómenes se le habían afilado los dientes al oír aquella historia. ¿Cómo no se había enterado hasta entonces? Por eso le había sacado a Nabis los demás pormenores. Al parecer, el rey Aristón se había arrepentido enseguida de aquel comentario, seguramente porque su esposa, que por aquel entonces era la mujer más bella de Esparta, lo tenía encandilado. Además, los espartanos ansiaban tanto que su rey les diera un heredero que él no se atrevió a frustrarlos. Precisamente por ese motivo le había impuesto el nombre de Damarato, «deseado por el pueblo».

—Si eso es verdad, si tu padre es hijo del anterior marido de tu abuela… sabes lo que implica eso, ¿verdad?

Nabis había asentido.

—Que mi hermano Perseo ya no será rey.

Ni siquiera había dicho: «Que mi padre perderá el trono». Tan sólo: «Que mi hermano Perseo ya no será rey». Su rencor por haber sido preterido en la sucesión pese a haber nacido el primero llegaba a tal grado que prefería hundir a toda la familia con tal de perjudicar a su hermano.

Cleómenes le había pedido a Nabis que indagara más sobre el asunto. Y ahora el joven le traía aquella prueba material.

—Lo he sacado del santuario de Procles, el gemelo del que desciende nuestra estirpe. Ahí se guardan los archivos donde los sacerdotes apuntan los nacimientos de todos los Euripóntidas.

—Dámelo —dijo Cleómenes, extendiendo la mano.

—Tuyo es, mi rey.

Cleómenes, que casi había terminado con aquel repulsivo caldo, desató la cinta que cerraba el díptico y lo abrió. A la luz de la antorcha que ardía en el nicho de la pared, tan sólo pudo ver que las tablillas estaban escritas con tinta roja. Distinguir las letras a su edad le resultaba impensable. Aunque juraría que las veía un poco mejor desde que se sometía al ritual de renovación de Frixo, o eso quería creer, la mejoría no era suficiente para leer lo que estaba apuntado en aquel documento.

Pero eso no se lo iba a reconocer a Nabis.

—Ya veo. Así que ésta es la prueba.

El muchacho se acercó a él y señaló con el dedo en la tablilla de la derecha.

—Aquí lo dice. Mi padre nació siete meses después de la boda entre Aristón y Ferenice.

—Eso no es del todo imposible —repuso Cleómenes—. Hay sietemesinos que sobreviven.

Nabis movió la cabeza a ambos lados, negando con vehemencia. Resultaba obvio que le entusiasmaba aquella conspiración contra su propia familia.

—Por eso fui a hablar con mi abuela y le pregunté quién nació con más peso, si mi padre o yo, ya que nos parecemos tanto. Ella me dijo que mi padre había sido un bebé bastante grande y gordo, incluso más de lo normal, aunque con el tiempo no creció tanto y se volvió muy enjuto. En cambio, según ella yo era mucho más pequeño, porque mi madre no tenía carnes para alimentar a dos fetos y mi hermano nació midiendo medio palmo más que yo.

Cleómenes emitió un sonido gutural. Él sabía de sobra por qué Perseo había nacido con más tamaño que Nabis, pero se lo calló. Aquella información, de momento, no le resultaba útil. En cambio, la que le ofrecía Nabis sí lo era. Pues demostraba que Ferenice había llegado al matrimonio con el rey Aristón embarazada de su primer marido, Ageto. Y que Damarato no pertenecía al linaje de los Euripóntidas.

Luego por sus venas no corría la sangre de Heracles.

Luego no podía seguir siendo rey de Esparta.

La tablilla que sujetaba en la mano significaba que se iba a librar de Damarato y a vengarse de las jugarretas que le había gastado. Aquel bastardo —cada vez tenía más claro que aquel término lo definía literalmente— se las había prometido muy felices cuando boicoteó su expedición contra Atenas para reinstaurar en el poder a Iságoras, el amigo de Cleómenes. Habían pasado catorce años de aquello, pero, como decía su madre Olimpia, «El plato de la venganza es mejor servirlo frío». Tan frío como aquel repulsivo caldo que, por fin, había terminado de beber.

Fuera por la pócima de la bruja o por la excitación de la revancha, la mente de Cleómenes había empezado a funcionar con la precisión de un mecanismo celeste, atando cabos.

Había que sacar todo aquello a la luz. Pero Cleómenes no quería que la iniciativa partiera de él. ¿A quién recurrir?

A Latíquidas, sin duda, primo de Damarato —o eso había creído todo el mundo hasta entonces— y un auténtico Euripóntida, lo que lo convertía en el primer candidato para conseguir el trono. Un trono que obtendría gracias a Cleómenes, de modo que estaría en deuda con él.

Sin duda, llegar a rey supondría un incentivo para Latíquidas. Éste, además, se la tenía jurada a Damarato por haberle robado a su prometida Pércalo. Con la que, según le constaba a Cleómenes, Latíquidas seguía acostándose de vez en cuando. Podía entenderlo, ya que aquella mujer, pese a su carácter insufrible, siempre había sido muy deseable. El mismo Cleómenes, que había disfrutado de sus encantos en alguna que otra ocasión, podía dar fe de ello.

Sí, lo más conveniente era que fuese Latíquidas quien denunciara a su primo. Pero había más acciones que se podían llevar a cabo para reforzar la prueba del archivo. El testimonio del criado, por supuesto. ¿Habría algún otro testigo?

Cleómenes cerró la tablilla y se la devolvió a Nabis. Después, como si se le acabara de ocurrir, dijo:

—Así que tu padre nació en el año en que era éforo epónimo… —Haciendo una castañeta con los dedos, exclamó—: Maldita sea, se me acaba de ir el nombre.

—Isanor —se apresuró a contestar Nabis, siempre tan servicial.

—Ése es, Isanor —repitió Cleómenes como si hubiera sido capaz de leerlo.

El rey se quedó pensativo. Aquel hombre todavía estaba vivo, aunque debía de tener más de ochenta años. Por lo que recordaba de él, no había perdido la chaveta todavía, si bien se movía con mucha dificultad. Pero, por más despacio que caminara, con la ayuda de un bastón le sobraría para llegar al tribunal y atestiguar contra Damarato, si es que había llegado a escuchar el comentario del rey Aristón.

«No puede ser mío». Cleómenes se relamía imaginándose a Aristón, con quien había llegado a correinar, pronunciando esas palabras.

Siguió cavilando su plan. Todo estaba encajando a la perfección. Precisamente acababan de cumplirse nueve años desde la última vez que los éforos se retiraron al santuario de Ino Pasífae, donde escudriñaban los cielos en busca de signos que demostraran si los dioses seguían protegiendo a los reyes o si alguno de ellos había cometido alguna irregularidad. Eso significaba que los éforos actuales tenían que repetir el ritual en breve. Cuando Alcámenes o alguno de los otros magistrados que comían de su mano declararan haber visto una estrella fugaz de mal agüero en el sector del cielo asignado a Damarato, ¿quién podría contradecirlos? Esos astros eran fugaces por su propia definición.

Todavía guardaba un dado cargado, el más poderoso de todos. El que le había ofrecido Temístocles el ateniense a cambio de organizar el linchamiento de los embajadores. El testimonio del mismísimo dios Apolo, patrón del oráculo de Delfos.

Eufórico, Cleómenes se puso en pie, se desató el cinturón y se quitó la túnica. Nabis, comprendiendo lo que tenía que hacer, se acercó a la muchacha y con un cuchillo le rasgó los restos de la ropa hasta dejarla completamente desnuda.

Entre la pócima de Frixo, el cuerpo mórbido de la joven, los ojos de terror y los gruñidos sofocados del padre y la perspectiva de hacérselo perder todo al aborrecible Damarato, la excitación que sentía Cleómenes era tal que él mismo se sorprendió al ver el ángulo y la dureza con que se le había levantado el miembro.

Todo tenía que hacerse de forma sincronizada. El momento en que la vida escapara de la doncella debía ser el mismo en que perdiera la virginidad. Era la efusión de las dos sangres bañando a Cleómenes lo que renovaba su juventud.

De eso se encargaban Nabis y su puñal. El muchacho era muy eficaz. No sólo le conseguía las muchachas, sino que remataba el ritual y después se encargaba de desprenderse de los cuerpos. Lo último no debía de ser una misión demasiado complicada. La primera vez que Cleómenes se sometió a la renovación, diez años antes, lo había hecho con una joven espartana de buena cuna, y hacer desaparecer las pruebas del sacrificio sin que la familia se enterara de lo sucedido se había convertido en una pesadilla. Desde entonces había comprendido que tenía una reserva de carne humana inagotable a la que recurrir sin que nadie en Esparta se hiciera preguntas.

Los ilotas.

Ya que él mismo había creado la Criptía para reprimir a los más levantiscos de entre ellos, ¿por qué no utilizar a algunos de sus miembros para que le suministrasen vírgenes de las mismas familias a las que atacaban en la noche?

Como en otras noches de luna llena, en ésta todo funcionó a la perfección. Cuando Nabis levantó la mandíbula de la muchacha con una mano, le clavó el cuchillo con la otra y lo arrastró de lado a lado para degollarla, Cleómenes pensó por su gesto de salvaje placer que el muchacho debía de estar experimentando una erección tan intensa como la suya.

«¡Deja de calentar tu pan en el horno frío!». «No, madre —respondió Cleómenes en su mente—. Este horno todavía conserva el calor suficiente».

Mientras la sangre de la joven bañaba su pecho desnudo y corría por su tripa resbalando cálida y viscosa hasta sus ingles, y mientras él mismo inoculaba su semilla en ella, sintió cómo la psyché, el aliento vital, abandonaba aquel cuerpo y penetraba en el suyo, prolongando su existencia para que él, Cleómenes, gozara de un reinado más largo que los de Cronos y Zeus juntos.

Era consciente de que en su camino tendría que librarse de algún obstáculo. Si para él era vital poseer información sobre los demás, no menos crucial resultaba que los demás no la poseyeran sobre él. Al mismo tiempo que se apartaba del cuerpo de la muchacha, que colgaba ya flácido de las argollas, observó la cadena con ojo crítico y después miró a Nabis.

—¿Te he servido bien, mi rey? —preguntó el joven, pasándose las manos por los antebrazos para limpiarse la sangre, o tal vez para extenderla más por su piel.

—Perfectamente, Nabis. Nadie me ha servido nunca mejor que tú.

«Pero tengo que ir buscándote ya un sustituto que te reemplace», añadió para sí.