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Las Termópilas

 

—Sé que, como espartanos, no precisáis arengas que os infundan valor.

El pecho de Leónidas y su poderoso cuello formaban una caja de resonancia tan ancha y profunda que no necesitaba desgañitarse como otros generales para que su voz llegara a todos sus hombres.

Por eso y porque, contando con los cincuenta sirvientes que completaban las filas de su pequeña falange, tan sólo tenía trescientos hombres a los que dirigirse.

Desde la época de las guerras contra los arcadios, se había extendido la costumbre de que, antes de la batalla, el enomotarca de cada sección formara un corro con sus hombres —treinta o cuarenta a lo sumo— con el fin de impartirles alguna consigna final, o simplemente para recordarles el código de honor espartano. Ahora Leónidas decidió olvidar por un momento que era rey —cargo que nunca había deseado—, recordar su pasado como simple oficial y compartir aquel instante decisivo con sus hombres.

Puesto que un corro de trescientos habría sido demasiado grande, los soldados formaron varios anillos concéntricos ordenados por alturas. Leónidas se colocó en el del centro, abriendo los brazos para enlazarse por los hombros con los guerreros que tenía al lado. Los demás, desde el círculo interior hasta el exterior, hicieron lo propio. Ahora todos formaban un gran organismo, un único cuerpo alimentado por los latidos de trescientos corazones.

El rey se puso en cuclillas y los hombres del círculo interior lo imitaron. Los músculos de las piernas de Leónidas y las articulaciones de sus rodillas se quejaron amargamente por lo incómodo de la posición, pero era el modo de que los soldados de atrás pudieran verlo todo.

—No, no necesitáis arengas —repitió—. Pero quiero daros las gracias, porque ha sido un honor combatir a vuestro lado.

Todos ellos estaban ya armados, con los yelmos colgados de los barbuquejos o a medio embutir sobre la frente, los escudos apoyados en el suelo. Las lanzas las habían dejado fuera de la formación, apoyadas unas con otras en grupos de tres, formando un pequeño bosque de madera y hierro. Cada uno sabía bien cuál era la suya, ya que los nombres de los dueños estaban grabados a cuchillo en las astas de fresno.

—Sabéis que hoy no va a ser un día como los anteriores —dijo Leónidas. «Porque vamos a morir todos», añadió para sí, pero sabía que no era necesario decirlo—. Por eso, hoy no vamos a defender la posición. Hoy no vamos a aguardar al enemigo en el muro focense. ¡Hoy, espartanos, vamos a atacar!

Eleléeeuuuu!!!

—¿Qué vamos a hacer espartanos?

—¡Atacar!

 

 

 

Tras disolver el corro, con los corazones enardecidos por las palabras de Leónidas, los guerreros embrazaron los pesados escudos de roble, empuñaron las lanzas y ocuparon sus puestos en la formación. En la primera fila sólo se veían las lambdas de Laconia, y lo mismo sucedía en la segunda, pero en la tercera y última los broqueles espartanos alternaban con otros arrebatados en el campo de batalla a los soldados griegos de Artemisia, la reina guerrera, e incluso con algunos escudos persas de mimbre y cuero.

Esas armas abigarradas las habían dejado para los cincuenta ilotas que rellenaban la última fila y que —más por azar que por intento— completaban el número de trescientos hoplitas, los mismos que habían partido de Esparta. Si esos hombres estaban allí era por propia voluntad: por orden de Leónidas, todos los guerreros espartanos habían firmado documentos para emancipar a sus criados y los habían despachado de regreso a Laconia. En agradecimiento a los servicios prestados en las Termópilas, a partir de ese momento se habían convertido en hombres libres. No espartiatas, por supuesto, no miembros de la élite de los Iguales: ciudadanos de segunda fila, mas al menos ya no serían siervos de nadie.

Sin embargo, muchos ilotas se habían negado a abandonar a sus señores. Entre ellos el sirviente más leal de Leónidas, Traso.

—¿Cómo voy a irme, mi rey? ¿Sabes cuántos años tengo?

—Alguno más que yo, Traso. Pero no muchos más.

—Son sesenta y cinco, mi rey.

—Aun así, conservas la salud de un toro. Puedes disfrutarla con tus hijos y tus nietos en tu nueva finca.

Antes de abandonar Esparta, Leónidas había testado sus viñedos favoritos a Traso. Una recompensa justa, puesto que el ilota le había ayudado durante tres décadas a fabricar vino y mejorarlo cosecha tras cosecha.

—¿Cuántos años de vida me pueden quedar, mi rey? ¿Cinco, diez?

—Nunca se sabe lo que nos reservan los dioses.

—Sean los que sean, mi rey, ¿voy a pasarlos recordando que dejé abandonado al señor a quien he servido desde que era niño? Que los viñedos sean para mi hijo. Yo me quedo aquí, a morir contigo.

A otros espartanos, como el difunto Cleómenes, que consideraban a los criados como parte del mobiliario, las palabras de Traso les habrían resbalado junto a los oídos como el susurro de las hojas en un bosque. A Leónidas, sin embargo, le emocionaron. Apretando el hombro del ilota con aquellos dedos capaces de partir una manzana verde, dijo:

—Eres un hombre libre.

—Eso me has dicho, mi rey.

—Si te quedas, debes combatir como tal.

—Gracias, mi rey.

Al no ser un ciudadano espartiata ni estar entrenado como tal, a Traso le correspondía luchar en la última fila, junto a los demás ilotas. En otros combates, los soldados desplegados al final de la formación ni siquiera tenían la ocasión de batir sus hierros con el enemigo. Pero esta vez no sería así, pues Leónidas había desplegado una falange de muy poca profundidad: tres filas. Sin duda, al último hombre de cada fila le llegaría la ocasión de relevar a sus compañeros caídos.

Antes de caer a su vez.

 

—¿Qué es lo que pide el espartano? —preguntó Leónidas.

—¡Siempre combatir! —respondió el corro de guerreros.

—¿Le importa al espartano si es viejo?

—¡No!

—¿Le importa si está enfermo?

—¡No!

—¿Le importa si acaba de luchar y está malherido?

—¡No!

—¿Qué es lo que pide?

—¡Luchar, luchar y luchar!

 

Leónidas volvió la mirada al oeste, hacia el campo de batalla. Allí se abría una explanada triangular sembrada de arbustos y cuarteada por el sol. El vértice oriental del triángulo era la Segunda Puerta, la angostura que Leónidas y sus hombres llevaban varios días defendiendo, mientras que la base occidental marcaba el borde del territorio persa.

Allí, a unos mil metros de los griegos, las tropas de Jerjes estaban formando para el combate. Lo más preocupante no era esa primera línea, compuesta por quinientos o seiscientos escudos, sino que detrás de ella se aglomeraban incontables filas más. Acabar con esa multitud era una tarea tan inacabable como cercenar las cabezas de la Hidra de Lerna. Al pensarlo, los dedos de Leónidas acariciaron inconscientemente el relieve de su coraza que representaba a Heracles.

Por si los adversarios fueran pocos, no había que olvidar que de un momento a otro los guerreros escogidos de Jerjes iban a atacarlos por la retaguardia. Un rato antes habían llegado cincuenta focenses despavoridos para advertirles de aquello que Leónidas ya conocía por los presagios de Megistias: que los Inmortales habían tomado la senda Anopea.

«Todo será rápido», pensó Leónidas. Por muy espartano que fuese, por mucho que amase el combate, la idea de un palmo de hierro enemigo perforando sus intestinos le provocaba escalofríos.

Por fin, se puso el casco, el último gesto antes de la refriega. Sus hombres llevaban yelmos corintios, que cubrían todo el rostro, salvo los ojos y la boca, convirtiéndolos en despersonalizadas máquinas de matar. El morrión de Leónidas, en cambio, dejaba su rostro al descubierto y permitía reconocerlo perfectamente. Como la armadura de Heracles, se trataba de otra reliquia superviviente de la Edad de los Héroes. Estaba fabricado de tiras de cuero forradas de fieltro por dentro y reforzadas por fuera con ochenta colmillos de jabalí: un casco igual al que utilizó el astuto Odiseo para infiltrarse de noche en las filas troyanas junto a Diomedes.

La brisa, caprichosa, traía a ratos los ruidos del campamento persa: trompetas, gritos, tambores, cánticos, relinchos. El sol seguía su camino inexorable a sus espaldas. Leónidas miró a sus pies y observó su propia sombra, flanqueada por las de sus compañeros de filas. Antes de que él lo pensara, esa sombra, como dotada de voluntad propia, levantó la lanza hacia el cielo. A la señal, los tres flautistas que seguían a la formación empezaron a tocar el himno de Cástor, mientras que el portaestandarte levantaba sobre su cabeza el pendón rojo en el que se representaba con hilos negros, blancos y dorados la figura del héroe.

Y los trescientos se pusieron en marcha por última vez.

 

Recordad nuestro código, espartanos. ¡No hay emblema más glorioso…!

—¡Que el escudo de Esparta!

—¡Mi escudo no me protege a mí…!

—¡Sino a mi compañero!

—¡Jamás abandonaré el escudo…!

—¡A no ser que ya no me quede otra arma y lo rompa aplastando a mi enemigo!

 

Avanzaban con los escudos solapados, de modo que cada hombre cubría con el sobrante de su broquel el costado derecho del compañero que tenía a su izquierda. Las manos, con la palma hacia abajo, aferraban con fuerza las lanzas, cuyas largas puntas de hierro asomaban por debajo de los broqueles. Marchaban con esa disciplina lenta y silenciosa que tanto inquietaba a los enemigos, nunca tan adiestrados en el arte de matar como los espartanos.

Sin embargo, en esta ocasión no formaban con el frente habitual, un muro de escudos recto, sino que su línea dibujaba una gran lambda. Y en la punta acerada de esa flecha, en el vértice de la lambda, marchaba Leónidas. Pues como todos ellos llevaban escuchando desde niños, como el gran Licurgo había establecido en sus leyes, un rey espartano debía ser el primero en entrar en la batalla y el último en abandonarla.

 

—¿Le importa al espartano quiénes son los enemigos?

—¡No!

—¿Le importa cuáles son los enemigos?

—¡No!

—¿Qué es lo único que le importa de ellos?

—¡Dónde están!

 

Se hallaban ya a tan poca distancia de los enemigos que se distinguía a los combatientes individuales. Decidido a conquistar Grecia, Jerjes había traído de Asia abigarradas tropas de todas las naciones: sacas, bactrios, asirios, etíopes, libios, frigios, armenios, árabes. Y, por supuesto, muchos griegos renegados como Artemisia, la reina guerrera de Halicarnaso.

Pero hoy, el Gran Rey, convencido de su victoria y dispuesto a honrar a su pueblo por encima de los demás, había puesto en primera fila a las tropas de su propia nación, a los guerreros iranios de la Spada. Venían ataviados con caftanes azules y rojos, y protegidos con escudos de armaduras de escamas que reflejaban los rayos del sol. Sus líneas prietas y ordenadas ofrecían un espectáculo que otros hombres habrían encontrado atemorizador, pero que para un espartano resultaba tan bello como una puesta de sol sobre el Taigeto nevado.

«Ya que uno ha de morir, que sea ante un enemigo limpio y disciplinado», pensó Leónidas.

Si bien su casco tenía dos carrilleras que le cubrían los oídos, no amortiguaba tanto los sonidos como el yelmo corintio. Debido a eso, por encima del seco sonido de sus pisadas y las de sus hombres en la tierra agostada, pudo escuchar perfectamente las trompetas que llamaban a la batalla en el ejército persa.

En la primera fila formaban los sparabara, guerreros que portaban escudos grandes como puertas tras los que se parapetaban los arqueros. Esperando un avance lento y cadencioso de los espartanos, como era habitual, pensaban sin duda en mantenerlos a distancia con andanadas de flechas mientras aguardaban a la llegada de los Inmortales por la retaguardia.

Iban a llevarse una sorpresa.

 

—¿Qué busca siempre el espartano?

—¡Acortar la distancia con el enemigo!

—¡Mejor que la flecha…!

—¡La lanza!

—¡Mejor que la lanza…!

—¡La espada!

—¡Y cuando toda arma se haya roto…!

—¡A puño y a pie, a uña y a diente!

 

Llegado ese momento, las venas de la garganta de Leónidas se hincharon y su voz brotó de su ancho pecho como el rugido del león del que llevaba el nombre.

—¡Por Esparta! ¡Por Heracles! ¡Por Cástor y por Pólux y por la divina Helena! ¡¡Hijos de Esparta!! ¡¡¡Cargaaaaaaaaad!!!

A la orden de su rey, los hombres de Leónidas levantaron los escudos y, tal como habían hecho los atenienses en Maratón, corrieron.

Y Leónidas corría el primero de ellos, a sus sesenta años y con treinta kilos de armas encima. Sus latidos resonaban como el batir de los tambores en el momento culminante de la danza pírrica. Se preguntó si aguantaría ese ritmo. Había visto a hombres diez e incluso veinte años más jóvenes que él caer fulminados por exigir a su corazón esfuerzos como aquél. Pero no se preocupó demasiado por ello, ya que notaba que por las venas le corría un fuego como no había inflamado su cuerpo en los combates de los dos días anteriores.

Los espartanos estaban rompiendo otra inveterada costumbre, pues, además de cargar a la carrera, lo hacían entre alaridos y aullidos demoníacos. Las puntas de las lanzas persas, que asomaban casi inmóviles por encima de los inmensos escudos, empezaron ahora a agitarse como juncos en un vendaval. Leónidas comprendió que era la obra de Fobos, y se lo agradeció: el Miedo es el mayor aliado de los espartanos, que conviven con él desde el mismo día en que nacen. El pánico hacía que los ojos de los persas se abrieran desmesuradamente, tanto que se distinguía perfectamente el blanco de la esclerótica rodeando el iris. O esa impresión tuvo Leónidas; sin poseer la vista privilegiada de un dios, difícil le habría sido captar tal detalle, que tal vez aportó su imaginación.

 

Hasta ahora os habéis contenido, habéis guardado energías para aguantar y combatir al día siguiente. Hoy no tenéis que reservar nada. ¡Hoy tenéis que darlo todo!

—¡Hoy lo daremos todo! —clamó el corro de guerreros.

—¡No os vayáis a la otra orilla de la Estigia lamentando haberos guardado fuerzas, pues de nada os van a valer en el infierno!

 

Una andanada de proyectiles cayó sobre ellos y convirtió los escudos espartanos en alfileteros acribillados de flechas. Pero los arqueros persas, afamados por su velocidad, no tuvieron tiempo para disparar una segunda ráfaga, pues los espartanos ya estaban encima.

Y entonces se produjo el choque, mucho más violento que en las contiendas de la víspera y la antevíspera. Pues hasta ahora habían sido los persas y sus aliados quienes embestían, y siempre el temor los había forzado a refrenar la carga unos metros antes, y detenerse a distancia de lanza para tentar los escudos espartanos.

 

—¡Acabad con todos! ¡Segadlos como mieses! Por última vez, ofreced un sacrificio a Zeus Agétor y a Ártemis Agrotera, y también a las divinidades infernales. ¡Que los dioses no beban la sangre espartana hasta que estén bien saciados de sangre persa!

 

¿Saciarse los dioses?, se preguntó Leónidas. ¿De la sangre y el humo de los sacrificios, de la carne humana, del espectáculo de las breves, miserables y turbulentas vidas de los mortales?

No, los dioses nunca se saciaban. Y a los espartanos no les importaba ofrecerles ese espectáculo.

El combate fue mucho más salvaje que los de los días anteriores. Aunque la guerra era brutal siempre, la mayoría de las veces los contendientes mostraban un punto de contención, de freno, y había más de exhibición y de danza guerrera en sus actos que de auténtica carnicería, como cuando los machos de una manada competían por impresionar a las hembras más que por aniquilarse entre ellos.

Pero aquel día no fue así.

Aquel día, en la tercera jornada de las Termópilas, la barbarie de la refriega llegó a tal grado que incluso el sanguinario Ares se lo habría pensado antes de entrar en combate.

La lambda espartana se abrió paso entre las filas persas como el bisturí que saja una herida purulenta. Los hombres de Leónidas dejaron atrás enseguida a los batallones de los aliados que combatían en los flancos. Pese a que tespios y tebanos combatían con denuedo, no tardaron en quedar absorbidos por la marea persa, como gotas de aceite flotando en el agua; con la diferencia de que las gotas de aceite mantienen su tamaño, mientras que las falanges de tespios y tebanos poco a poco iban reduciéndose a la nada.

Sin nada que perder salvo la vida, los trescientos de Leónidas masacraron las primeras filas enemigas. Entre los infantes persas había oficiales montados a caballo y vestidos con vistosos ropajes, y contra ésos se dirigió primero la ira de los espartanos. A uno de ellos lo abatieron entre Leónidas y Diéneces: fue éste quien alanceó al caballo y Leónidas quien remató al jinete caído con la espada, pues la lanza la había partido en dos al ensartar de parte a parte a un sparabara.

Ellos no podían saberlo, ya que no habían mantenido conversaciones diplomáticas antes de la batalla, pero el notable al que mataron era un hermano de Jerjes llamado Aurvataspa. Más tarde los griegos, que siempre habían tenido el oído un poco duro para las lenguas extranjeras, lo rebautizaron como Abrocomas.

A esas alturas del combate no era Leónidas el único que había quebrado la lanza. Muchos de sus hombres, rotos los astiles de las picas, seguían hiriendo y matando enemigos con las espadas, pero también usaban los escudos como armas y, tal como rezaba el código espartano, incluso los puños y los pies y, si un persa se acercaba lo bastante, la emprendían con él a dentelladas.

Leónidas había participado desde muy joven en maniobras, batallas campales, escaramuzas y emboscadas de todo tipo, pero jamás se había visto en una refriega tan violenta. Diéneces debió de leerle el pensamiento en la frente, porque, escupiendo una mezcla de saliva, polvo y sangre, exclamó:

—¡Nunca me había visto en otra como ésta!

—¡Ni yo, amigo!

Ahítos de matar, con la mitad de las lanzas astilladas, los espartanos hicieron un alto para apoyar rodillas y escudos en el suelo y recobrar el aliento. Delante de ellos, las líneas persas reculaban, pero únicamente para abrirse y dejar paso a tropas de refresco.

—Esos persas que nos iban a sodomizar todavía no llegan —comentó Diéneces, mirando hacia atrás—. ¿Y si ha sido un embuste para que abandonáramos la posición?

Leónidas giró el cuello y los soldados que tenía detrás se apartaron un poco para no estorbarle la vista. Se hallaban a casi un kilómetro del Muro Focense, más lejos de su posición de lo que habían llegado en los días anteriores. La explanada que habían dejado atrás se veía alfombrada de cuerpos; Leónidas sintió una truculenta satisfacción al comprobar que había más cadáveres ataviados con caftanes que con corazas de lino.

A unos trescientos metros a su izquierda, junto al Calídromo, se libraba un confuso combate entre los persas y los supervivientes tebanos, cuyos detalles resultaba imposible captar entre el caos y las nubes de polvo. Pero el hecho de que los tebanos hubieran roto sus líneas significaba que estaban condenados.

«Como nosotros», se recordó a sí mismo Leónidas. Sólo era cuestión de tiempo.

Detrás de él, Megistias aguantaba todavía en pie. El adivino había perdido el yelmo en algún momento o se había desembarazado de él. Tenía el rostro del color de los rescoldos de una hoguera apagada, y su pecho silbaba como un fuelle roto. Leónidas pensó que no iba a hacer falta ninguna lanza enemiga para enviarlo en breve al inframundo.

Aun así, Megistias, que había escuchado las palabras de Diéneces, encontró suficiente aire en sus pulmones para contestar:

—No es ningún embuste. Los dioses han sido muy claros.

—Qué le vamos a hacer —respondió Diéneces—. De todos modos, con los persas que tenemos delante hay más que suficiente. ¿Cuántos has matado tú, mi rey?

Sin soltar el puño de la espada, Leónidas abrió tres dedos.

—No está mal para un sesentón en su último día de vida, ¿no crees, amigo? —dijo entre dientes. La boca le sabía a metal, o a sangre, o los dos sabores eran uno y el mismo.

Diéneces y él se miraron a los ojos durante un par de segundos.

Leónidas presintió que aquélla iba a ser la última mirada que intercambiaran.

Algo oscureció el sol un instante. Leónidas no se molestó en alzar la vista para comprobar si se trataba de una gaviota, un cuervo o alguna otra ave. De sobra sabía lo que aleteaba sobre su cabeza.

Las Keres.

—¡Ya vuelven! —exclamó a su izquierda el gemelo Alfeo.

Por entre las filas que habían retrocedido, abriéndose paso a latigazos o directamente pisoteando a sus compañeros, venía una nueva unidad de lanceros, arshtika uniformados con túnicas azules tan inmaculadas como si acabaran de traérselas del lavadero.

Al frente de ellos cabalgaba un oficial ataviado con una casaca y unos pantalones tan blancos como el corcel que montaba, adornados únicamente por quebradas grecas negras. Blindado por una larga coraza de escamas doradas, no llevaba escudo; únicamente una larga lanza que empuñaba con ambas manos mientras manejaba a su montura con las rodillas.

A Leónidas se le paró el corazón un instante.

—Yo conozco a ese hombre —murmuró, mientras sus guerreros, sin terciar orden alguna, levantaban los escudos y se disponían a otro asalto.

A un gesto del oficial persa, sus lanceros se lanzaron a la carrera entre alaridos. «¡Venid a por más, hijos de puta!», exclamó alguien cerca de Leónidas. Habría jurado que era la voz de su ilota Traso.

El oficial estaba ya tan cerca que Leónidas pudo distinguir sus rasgos bajo la mitra. Unos labios gruesos y burlones, una barba recortada y fina, muy distinta de las barbazas luengas y rizadas que solían llevar los persas. «Yo conozco a ese hombre», repitió Leónidas.

A ambos lados, el combate se había reanudado, entre golpes de metal y madera, jadeos y gruñidos guturales. Pero para Leónidas el mundo había quedado reducido al oficial persa. Aunque habían pasado más de diez años, se acordaba perfectamente de su rostro.

A cinco pasos de Leónidas, el persa desmontó. Lo hizo con un movimiento líquido, pasando una pierna por encima de la cruz del caballo, con la misma facilidad insultante con que —Leónidas lo recordó ahora— combatía a dos manos con aquella lanza.

De pronto, el fuego que recorría sus venas se había apagado. Un dolor sordo, profundo, le recorría todos los miembros partiendo de los riñones.

—Es un placer verte de nuevo, Leónidas —dijo el persa en un griego casi perfecto.

El nombre acudió por fin a su memoria.

Bagabigna, conocido como el Asesino Blanco tras masacrar a los defensores de Mileto. El mismo que había derrotado a Perseo en el gimnasio de Heracles.

Ahora comprendía a qué se refería Perseo cuando decía que había venido a las Termópilas a saldar cuentas. No se refería ni a su padre ni a su hermano, sino al guerrero persa.

—Pero no puede ser —balbuceó—. Estás muerto. Después del duelo te arrojaron al…

No pudo completar la frase. Como una serpiente, el persa atacó. Leónidas levantó el escudo a tiempo de interceptar la lanza que se proyectaba hacia su rostro. Pero un instante después, o quizás al mismo tiempo —¿cómo podía alguien ser tan rápido?—, sintió un golpe muy fuerte casi en la ingle.

«Me ha dado una patada», pensó Leónidas, porque el impacto había sido más contundente que punzante. Pero cuando miró abajo, vio que la punta de la lanza, alargada como una hoja de laurel, había atravesado una de las tiras de cuero que reforzaban su coraza, y también la túnica roja, y se había clavado en su muslo.

Leónidas soltó el escudo y agarró la lanza con la mano izquierda, con la intención no de arrancarla de su cuerpo, sino de usarla para acercarse al persa y clavarle la espada en la garganta. Pero Bagabigna, de nuevo, fue mucho más rápido que él y tiró de su arma con tanta violencia que la hoja de hierro cortó los dedos del rey espartano y dejó dos de ellos colgando de unos restos de pellejo.

Sólo eran unos dedos. No tenían importancia.

—¡¡Leónidassss!!

La voz de Diéneces le llegó desde una distancia infinita, aunque su amigo estaba prácticamente pegado a su costado derecho. Con un extraño desapego, Leónidas observó cómo un chorro de sangre roja y limpia brotaba de la herida. No notaba dolor, tan sólo una sensación extrañamente dulce.

«Me ha dado en el triángulo de Tánatos», pensó Leónidas. Allí, donde se juntaban la vena y la arteria femorales, cualquier herida era mortal de necesidad.