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Las Termópilas, primavera de 479 a. C.

 

A sus treinta y cinco años, Artemisia, reina de Halicarnaso y vasalla de Jerjes, se conservaba en perfecta forma física gracias a la caza, las marchas, las cabalgatas y el entrenamiento con las armas. Por eso, cuando coronó el túmulo a largas zancadas y se paró a tomar aliento, sus pulsaciones no tardaron en regresar a su ritmo normal.

Aunque hacía calor, la brisa del mar soplaba con fuerza y hacía flamear el faldón de su túnica contra sus muslos. Artemisia respiró hondo y miró en derredor. Recordaba el lugar perfectamente, aunque con otra perspectiva. El verano anterior había estado al pie de ese mismo túmulo, presenciando cómo en el mismo suelo que ahora hollaba los últimos guerreros espartanos morían acribillados a flechazos mientras protegían el cadáver de Leónidas.

Una protección que a la postre resultó fútil, pues Jerjes había ordenado decapitar el cuerpo de su rival y clavar su cabeza en una pica para pasearla por el campamento como macabro trofeo.

Desde lo alto del túmulo se disfrutaba de una buena visión del paso. Abajo, a la izquierda y al pie del Calídromo, se levantaban los restos de la muralla que habían defendido los hombres de Leónidas, y más allá se extendía el angosto paso entre el monte y el mar. Por él marchaban en aquel momento las fuerzas de la Spada.

Un año antes, Artemisia las había visto pasar bajo el mando del propio Jerjes. En aquel entonces el conjunto era mucho más abigarrado, con contingentes de todos los pueblos sometidos al Gran Rey, desde Egipto hasta el río Indo. Ahora lo que veía era más homogéneo. Dentro de las lógicas variaciones de equipamiento y uniformes, la infantería irania que desfilaba en columna de a cuatro no mostraba tantas diferencias: lanza, escudo de mimbre y cuero, arco y flechas, caftanes rojos y azules. Algunos de sus miembros, los más notables y pudientes, llevaban también armaduras de escamas que destellaban bajo el sol.

El propio contingente de Artemisia ya había pasado. En esta ocasión era mucho más reducido que el que trajera para la primera expedición: veinte hombres en total. Para ser exactos, la reina de Halicarnaso no se encontraba allí por la contribución que pudieran brindar sus soldados, sino porque Mardonio, que confiaba en ella como consejera, se lo había pedido así a Jerjes.

Tras el desastre de Salamina, en el que la flota griega obtuvo una resonante victoria sobre la del Gran Rey, éste había encomendado personalmente a Artemisia que llevara en sus naves a su esposa Amestris y a los hijos e hijas que había traído consigo, tanto los engendrados con Amestris como los de otras mujeres. Artemisia, que para entonces se hallaba hastiada y desilusionada de aquella guerra, había pensado que con aquella misión finalizaban sus compromisos y que podría regresar a gobernar Halicarnaso y, lo que se antojaba una tarea mucho más complicada, educar a su díscolo hijo Pisindalis como futuro rey.

Sin embargo, todavía no había terminado de instalarse en su palacio de Halicarnaso cuando recibió un correo real. En la carta, sin preámbulos ni lisonjas, Jerjes ordenaba a Artemisia que volviera inmediatamente a Europa y se pusiera a las órdenes de Mardonio.

Aunque a Artemisia se le pasó por la cabeza rebelarse contra las órdenes y enviar un mensaje a Temístocles para declarar su apoyo a la causa griega, se impuso su sensatez. De haber sido reina de una isla, tal vez lo habría hecho, pues la flota ateniense podría haberla protegido. Pero Halicarnaso se hallaba en una península lo bastante ancha para permitir el paso a las poderosas máquinas de asedio de la Spada. Y, por otra parte, si se aliaba con los atenienses, enemigos declarados de las tiranías y otros gobiernos absolutos, Artemisia dudaba mucho de que le permitieran conservar el poder. ¡A ella, para colmo una mujer!

Después de pensárselo apenas una noche, había decidido obedecer la orden de Jerjes. La marcha hasta Grecia había sido larga y tediosa; viajar por mar era impensable para ella, ya que después de Salamina la flota griega dominaba el Egeo, y Artemisia no olvidaba que los atenienses habían puesto precio a su cabeza: nada menos que diez mil dracmas para quien la capturara viva y la llevara prisionera a Atenas.

Por fin, había dado alcance a la Spada justo allí, en un lugar tan señero como las Termópilas. Con ésta, Artemisia llevaba ya tres campañas en Grecia. Aunque las dos anteriores habían terminado en sendas derrotas, Maratón y Salamina, paradójicamente su situación personal había mejorado tras aquellos fracasos.

En Maratón había colaborado con un misterioso personaje enmascarado, Patikara, del que había acabado descubriendo que era el mismísimo Jerjes, a la sazón príncipe heredero del Imperio persa, aunque ella no le había revelado ni a él ni a nadie que lo sabía. De hecho, fue la acción del propio Jerjes en colaboración con Artemisia la que propició la derrota en Maratón: habían recurrido a un criado de ella para informar al enemigo —en concreto, al primo de Artemisia, el astuto Temístocles— del momento exacto en que las tropas persas iban a embarcar y abandonar la bahía. En ese trance de relativo caos, cuando buena parte del contingente persa estaba ya en las naves, los atenienses cargaron como suicidas… y vencieron.

Artemisia había escapado a duras penas de aquel desastre, con hoplitas atenienses pisándole los talones hasta su nave. Uno de ellos, hermano del poeta Esquilo, que tanta fama estaba ganando con sus tragedias, estuvo a punto de subir a bordo de la nave de Artemisia, pero ella había reaccionado a tiempo cortándole el brazo con un hacha mientras sus remeros se esforzaban por alejar el barco de la orilla.

Aquella conspiración a medias con Patikara, que, de haberla descubierto Darío, se habría considerado alta traición, le ganó a Artemisia el favor real cuando Jerjes subió al trono de su padre. De ser la esposa del tirano Sangodo, al enviudar había pasado primero a convertirse en tirana ella misma y después en reina, con una bula imperial firmada por el Gran Rey que la convertía en soberana de Halicarnaso y de las islas de Nisiro, Cos y Calidna.

¿Qué había movido a Jerjes a enmascararse en Maratón y boicotear la campaña del general Datis? Obviamente, Artemisia no había osado preguntárselo nunca. De hecho, no había hablado con nadie de lo sucedido aquella noche, ni tan siquiera con Fidón, el más fiel de sus oficiales. Las cábalas las había hecho a solas, y la única respuesta que se le ocurría era que Jerjes quería reservarse para sí la gloria de conquistar Grecia, aunque para ello tuviera que arrebatársela a su padre.

Diez años después de Maratón, a cambio de los favores recibidos, Artemisia había tenido que alistarse en la gran campaña de Jerjes: una flota de más de mil doscientos barcos, un ejército terrestre de ciento veinte mil hombres y un número igual o mayor de criados y acompañantes. Ella había contribuido con cinco barcos de guerra y cuatro de transporte, amén de trescientos hoplitas. Con ellos había combatido en las Termópilas, frente a frente contra los afamados espartanos. El recuerdo de aquellos minutos de encarnizado combate no era un botín que hubiera ganado, sino algo que había perdido: el lóbulo de su oreja izquierda.

Fue en aquel día cuando su admiración por Jerjes empezó a enfriarse. El Gran Rey se había acostado con ella por la noche para, al amanecer, enviar a las tropas de Halicarnaso contra las de Leónidas sin decirle nada. Artemisia había llegado a tiempo de combatir y de resultar herida; pero aquella jugarreta de Jerjes la indignó tanto que, de no haber sido por la intervención de Mardonio, que se la llevó aparte, le habría echado una reprimenda en público al monarca que, sin duda, le habría costado la vida.

Al día siguiente, Artemisia había visto de nuevo menoscabada la grandeza de Jerjes cuando éste ordenó que cortaran la cabeza de Leónidas y la clavaran en una pica para exhibirla por todo el campamento. Aun así, siguió sirviéndole con lealtad, e incluso cuando se celebró el consejo militar previo a la batalla de Salamina, ella fue la única que se atrevió a desaconsejar que la flota persa entrara en el estrecho.

Recordaba perfectamente la conversación con Mardonio, que le preguntó por qué se oponía. «Tengo un mal presentimiento —había respondido ella—. No me fío de Temístocles». Y bien conocía al ateniense; primero, porque era primo suyo por parte de su madre, natural de Halicarnaso; y segundo, porque en Maratón se había acostado con él furtivamente y en esa única noche de amor había concebido a Pisindalis, al que había hecho pasar por hijo de su legítimo esposo.

Su presentimiento resultó certero. Los barcos persas cayeron en una trampa, como atunes en una almadraba. Artemisia escapó a medias merced a su astucia, embistiendo a una nave de su propia flota, y a medias gracias a la suerte, pues Temístocles la había visto y le había facilitado la huida. De sus otros cuatro barcos de guerra, dos se habían ido a pique en la batalla.

Una vez terminada la naumaquia, Artemisia se había presentado ante Jerjes. Estaba convencida de que alguien había visto su maniobra y de que la iban a ejecutar por traidora, tal vez empalándola como a Euforión, el infortunado ateniense que había traído la falsa noticia de que la flota griega iba a abandonar sus posiciones durante la noche. Lejos de eso, Jerjes le agradeció que ella, únicamente ella, le hubiera aconsejado no librar la batalla.

El rey le había pedido su parecer. ¿Qué debía hacer a continuación? Artemisia, con hiel en los labios y plomo en las piernas y el corazón, había disimulado y le había dicho a Jerjes:

—Majestad, creo que Mardonio tiene razón. Lo más conveniente es que vuelvas a tu patria y lo dejes a él con las tropas que te ha solicitado. Sigo convencida de que los griegos caerán como fruta madura. Y tú regresarás triunfante, pues has destruido la ciudad de Atenas, cumpliendo así la voluntad de tu padre.

Con eso creía la reina de Halicarnaso que terminaban sus deberes, pues Mardonio había pedido quedarse en Grecia sólo con tres divisiones de guerreros iranios. Pero era el mismo general el que había solicitado la presencia de Artemisia. Y por eso se veía de nuevo allí, en las Termópilas.

 

 

 

Aunque no sentía ninguna ilusión por aquella guerra, a Artemisia no le quedaba más remedio que reconocer que la situación que había encontrado era mejor de la que esperaba. La expedición de Jerjes era un fastuoso espectáculo, pero la de Mardonio parecía mucho más racional. Haberse librado de la presencia del rey, con sus exigencias de protocolo y con todo el séquito que arrastraba, incluidas aquellas tiendas que parecían palacios, lo facilitaba todo.

Las tropas seguían desfilando entre el mar y la montaña, un río interminable de destellos y vivos colores. Junto con el olor a sal, la brisa arrastraba las voces de mando, los relinchos de los caballos y los toques de las trompetas. Dos jinetes se apartaron de la formación y se dirigieron hacia el túmulo, seguidos a cierta distancia por una escolta de unos veinte hombres también montados.

Los hombres de la escolta se quedaron al pie de la pequeña loma, pero los dos jinetes de cabeza la subieron sin molestarse en desmontar, ya que las laderas eran suaves y ambos eran magníficos jinetes. Como todos los persas, en realidad, pues de niños aprendían a montar a caballo y a andar prácticamente al mismo tiempo. «Y a disparar el arco y a decir la verdad», afirmaba un viejo dicho, ya que se suponía que su dios principal, Ahuramazda, era enemigo de toda mentira.

En la práctica, Artemisia había comprobado que los persas eran tan mentirosos como cualquier otro pueblo. Empezando por su rey Jerjes, capaz de recurrir a máscaras y mensajes secretos para conseguir sus propósitos.

Al llegar arriba, el primero de los dos jinetes desmontó pasando la pierna con agilidad por encima del cuello de su caballo, una magnífica bestia cuya blancura era tan inmaculada como la de las ropas de su jinete.

—Qué buena perspectiva hay desde aquí —comentó.

Artemisia conocía a aquel hombre de vista, por la campaña del año anterior, aunque nunca había llegado a conversar con él. Se llamaba Bagabigna, y a la sazón mandaba un hazarabam de caballería, mil jinetes. Aunque en las ocasiones en que entraba a deliberar en los consejos de campaña se quedaba en segunda fila, Artemisia ya se había fijado en él. Si la mayoría de oficiales de la Spada tenían buena planta —uno de los requisitos que se les exigía era cuidar su vestido y su forma física—, Bagabigna destacaba entre ellos por su apostura. Sin llegar a la estatura de Jerjes, era un hombre alto y de proporciones atléticas. Sobre todo, llamaba la atención por la mezcla de elegancia y seguridad de sus movimientos y ademanes.

En aquel entonces Artemisia había pensado que se trataba de un hombre atractivo y al mismo tiempo peligroso; tal vez lo primero se debiera a lo segundo. Ahora que lo estaba tratando más, se ratificaba en su opinión. Pese a sus ropas inmaculadas, su facilidad para sonreír y sus modales amistosos, algo hacía intuir que a su lado cualquier persona se encontraba a menos de medio latido de la muerte. Aunque nunca lo decían delante de él, era conocido entre las tropas por su mote griego, Leukofontes o Asesino Blanco, que al parecer se había ganado en la toma de Mileto.

Mardonio había ascendido a Bagabigna, que ahora dirigía la mitad de la caballería, mientras que la otra mitad la mandaba Masistio, un noble que descollaba entre todos los demás por ser el hombre más alto de todo el ejército persa.

En la práctica, Bagabigna sólo rendía cuentas ante Mardonio; además, durante su estancia en Tesalia se había convertido en su mano derecha, sobre todo por el apoyo que le había dado en sus disputas con Artabazo, un noble persa que tenía mucha influencia ante Jerjes y que rivalizaba a menudo con el general supremo de la expedición.

General que, precisamente, era el segundo jinete que había subido cabalgando a la loma. Mardonio bajó de su montura con más rigidez y menos soltura que Bagabigna. Si bien ambos hombres tenían la misma edad, en torno a los cuarenta, Mardonio parecía diez años mayor que el otro, y era más bajo y de piernas cortas y recias. En lugar de perfume de rosas, olía a cuero y sudor, y también a la grasa que usaba como fijador para su barba, teñida de un rojo carmesí que de lejos parecía una llamarada flotando sobre su pecho.

Mardonio y Artemisia habían desarrollado con el tiempo una curiosa amistad, pese a las diferencias de condición y nivel entre ambos: persa y griega, hombre y mujer, general y subordinada. Como jefe supremo del ejército, Mardonio tenía que ofrecer a los demás una imagen de poder y solemnidad. Pero para él esa imagen no era tan importante como la eficacia en el mando. Por eso no se levantaba por encima de los demás a la distancia casi divina de Jerjes y de vez en cuando se mezclaba con sus hombres, bebía y bromeaba con ellos y visitaba y consolaba a los heridos y enfermos en el hospital de campaña.

—Pensar que los espartanos nos retuvieron aquí tres días con un puñado de hombres —comentó el general, pasándose la mano por el cráneo rasurado para enjugarse el sudor.

Bagabigna hizo una mueca. Artemisia había observado que le ocurría cada vez que delante de él se mencionaba a Esparta o sus habitantes.

—Nos habíamos empeñado en un asalto frontal —dijo el Asesino Blanco—. La fuerza bruta no siempre es la mejor solución.

Mardonio enarcó una ceja. También se las pintaba de rojo y el tinte a veces le manchaba la piel.

—¿Interpreto en tus palabras una crítica a mi táctica, noble Bagabigna?

—Lejos de mi intención, mi señor. Sólo enunciaba un principio general. ¿Qué opinas tú, mi señora Artemisia?

Si bien la posición oficial de Artemisia en el ejército de Mardonio distaba de quedar clara, en ningún caso se hallaba por encima de la de Bagabigna. A pesar de ello, el persa era tan galante que siempre se dirigía a ella como «mi señora».

—No admiro la fuerza bruta de Ares —respondió Artemisia—. Prefiero a Atenea, que es una valiente guerrera sin que le falten ni gracia ni sutileza. De todos modos, mi señor Mardonio, tres días no son tantos para tomar una posición como ésta. Nadie podría poner el menor reproche a tu generalato.

—Si me lo dijera otra persona, Artemisia —comentó Mardonio—, pensaría que es adulación de corte. Pero agradezco tus palabras, porque sé que son sinceras.

Artemisia agradeció a su vez el comentario inclinando la barbilla. Por supuesto, sabía hasta qué punto podía ser sincera con Mardonio. Pero en este caso no mentía. Ningún ejército griego habría podido llevar a cabo con tanta disciplina aquella maniobra envolvente, de noche y por un paraje abrupto y boscoso, con la que los Anushiya habían aparecido a la espalda de Leónidas y sus hombres. Como mucho, lo habría conseguido el ejército espartano. Aunque lo dudaba.

—¿Puedo preguntarte algo, Mardonio? —dijo Artemisia.

—Los amigos siempre son libres de preguntar —contestó el general.

Días después de la batalla, cuando la Spada ya se había alejado dejando tras de sí únicamente una pequeña guarnición, los habitantes de aquellos parajes habían enterrado en el lugar a los caídos de Esparta, Tebas y Tespia, agrupándolos por ciudades. Pero Artemisia ignoraba cuál había sido el destino del cadáver del rey espartano.

—¿Qué fue del cuerpo de Leónidas?

—Yo mismo convencí al Gran Rey para que permitiera que lo enterrasen, como muestra de respeto a un noble enemigo —respondió Mardonio.

—¿Por qué habría que respetar sus cadáveres cuando ellos en vida no mostraron ningún respeto por las leyes de los dioses? —preguntó Bagabigna.

—No entiendo a qué te refieres —contestó Artemisia—. Los espartanos tienen fama de ser los más religiosos entre los hombres.

—No lo demostraron así cuando visité Esparta hace más de diez años.

—Sigo sin comprenderte.

—¿Es que no sabes lo que hicieron los atenienses y los espartanos con los embajadores que Darío envió a Grecia a pedir tierra y agua, Artemisia? —intervino Mardonio.

—No —respondió ella.

—Yo te puedo contar de primera mano lo que hicieron los espartanos —dijo Bagabigna.

—¿Qué ocurrió? —quiso saber Artemisia, despertada su curiosidad.

El gesto del persa se había demudado. La sonrisa entre irónica y divertida que adornaba normalmente su rostro se había borrado. Artemisia observó que su mano izquierda jugueteaba con la empuñadura nacarada del sable. Instintivamente se apartó de la posible trayectoria de la espada, pues lo había visto desenvainar a tal velocidad que el acero fulguraba como un rayo, y no quería que su garganta se interpusiera en el camino del filo curvado.

—Estábamos en un gimnasio —explicó Bagabigna, con la mirada lejana, perdida en el pasado—, uno de esos lugares donde a los griegos os encanta ejercitaros desnudos.

—No a todos —le interrumpió Artemisia, que jamás lo había hecho.

—¿Conoces a Perseo, el hijo del rey Damarato?

Artemisia asintió.

—Lo vi cuando lo hicieron prisionero.

—Todavía está aquí —dijo Bagabigna—. Al menos su cuerpo, no su espíritu.

—¿Quieres decir que está muerto? —inquirió Artemisia.

Bagabigna negó con la cabeza, pero no añadió más explicaciones sobre aquella frase, lo que intrigó a la reina.

—Aquel día Perseo y yo combatimos en ese gimnasio. Era un duelo entre ambos, una apuesta para demostrar si los espartanos son tan superiores a todos los demás guerreros del mundo como alardean de ser.

—¿Y cuál fue el resultado? —preguntó Artemisia.

—El único posible. Vencí. Pero fue un gran rival, a pesar de su juventud.

No había ninguna jactancia en la voz de Bagabigna. Podría haber estado enunciando una ley natural, como «en invierno hace más frío» o «el sol sale por el este».

—¿Y qué ocurrió después? ¿Los espartanos no se tomaron a bien que derrotaras a su campeón?

—No, no creo que fuera eso. Aquello estaba orquestado. —El persa entrecerró los ojos, recordando—. Fue todo muy rápido y confuso. Yo estaba explicando a los espartanos los términos del acuerdo que les proponía el Gran Rey cuando se desató todo.

—¿Les proponías un acuerdo en un gimnasio, después de un combate? —Artemisia echó atrás la barbilla—. Para esas decisiones los griegos recurrimos a nuestros consejos y asambleas. Incluso yo debo tener en cuenta a los ciudadanos de Halicarnaso y respetar las formalidades.

Bagabigna se quedó mirándola de un modo raro. Artemisia se preguntó si su objeción le había molestado más por ser mujer o por ser griega, y de nuevo vigiló la mano derecha de Bagabigna. Pero los dedos del persa no se acercaron en ningún momento a la espada.

—Ya te avisé, Bagabigna —intervino Mardonio, con una carcajada seca—. Artemisia es una mujer que dice lo que piensa.

—No hay mayor virtud que la verdad —sentenció Bagabigna, como quien recita una fórmula.

—En cualquier caso —continuó Mardonio—, lo que ocurrió no tuvo nada que ver con el lugar donde se encontraban. Los atenienses cometieron con nuestros embajadores el mismo sacrilegio que los espartanos, y lo hicieron en una de esas asambleas de las que tú hablas, Artemisia.

—¿Qué clase de sacrilegio? —preguntó Artemisia.

Mardonio le hizo una seña a Bagabigna para que continuara su relato. Al hacerlo, su barba tiesa y roja crujió contra su pecho.

—Cuando les hablé de la ofrenda simbólica de agua y tierra que pedía Darío —prosiguió Bagabigna—, la muchedumbre se abalanzó sobre mí y sobre mis compañeros de embajada. Ni siquiera yo pude contra tanta multitud. Entre patadas y puñetazos, nos sacaron a rastras de aquel lugar y nos arrojaron uno por uno al pozo más hondo que encontraron. —Los ojos de Bagabigna se empañaban conforme avanzaba en su relato. A Artemisia le sorprendió; no parecía un hombre propenso a demostrar sus emociones—. A mí me tiraron el último. Caí sobre los demás, y con los pies le rompí el cuello al anciano Istafernes, el jefe de nuestra embajada. Allí nos dejaron, tapando el brocal y diciéndonos que, si queríamos agua para Darío, la sacáramos del pozo y se la lleváramos.

—Qué barbaridad —musitó Artemisia en tono sincero. Antes de enviar una embajada a una ciudad extranjera, se intercambiaban decenas de votos y juramentos. Lo que contaba Bagabigna era más propio de cíclopes antropófagos que de griegos civilizados.

—Los atenienses hicieron algo parecido —intervino Mardonio—. Despeñaron a nuestros embajadores por una cantera de piedra y les dijeron que sacaran de allí la tierra. No sobrevivió ninguno para contarlo.

«Pero Bagabigna sí, obviamente», pensó Artemisia y preguntó en voz alta:

—¿Qué sucedió después?

—«Después» es una palabra demasiado sencilla y breve para resumir aquel horror. El pozo no era lo bastante ancho para que todos pudiéramos respirar a la vez sacando la cabeza del agua. Ordené a los sirvientes de menos categoría que tragaran agua para ahogarse y hundirse hasta el fondo. Murieron con dignidad, salvo dos a los que tuve que degollar yo mismo con mi cuchillo.

Por la frialdad de su tono, Artemisia dedujo que no era la muerte de aquellos criados lo que atormentaba al noble persa y convertía su sonrisa en un rictus al recordar aquella historia. En sus palabras no se percibía ni el más leve temblor de remordimiento.

—Los demás tampoco fueron capaces de aguantar demasiado tiempo flotando. O tal vez sí. En la oscuridad de aquel pozo se perdía la noción del tiempo.

»Al ver que cada vez les costaba más mantenerse a flote y empezaban a ahogarse poco a poco, yo mismo los hundí, y me sumergí en el agua como pude en aquel lugar angosto y apilé sus cuerpos de modo que sirvieran como una especie de escalera para apoyarse.

«¿Los degollaste también?», pensó Artemisia, pero no se atrevió a preguntarlo en voz alta. Imaginando que ella pudiera encontrarse en una situación así con alguien como el Asesino Blanco, sintió un escalofrío de horror. Y, sin embargo, el fin de aquellos que habían perecido primero tal vez había sido más piadoso que el de los últimos.

—Era casi imposible, pero lo logré. Conseguí que Sura pudiera poner los pies sobre el cuerpo de uno de los nuestros para que no tuviera que gastar sus energías manteniéndose a flote.

»En verdad no lo hice porque tuviera esperanzas de que nos salváramos. Estaba convencido de que íbamos a morir, pero únicamente quería vivir un rato más, aguantar más tiempo junto a ella.

—¿Quién era Sura? —preguntó Artemisia.

—Sura era el sol de mis días y la luna de mis noches, la brisa en el desierto y el fuego en la montaña —respondió Bagabigna.

La sinceridad y poesía de su tono conmovió a Artemisia, que se encontró deseando que aquella mujer hubiera sobrevivido, aunque fuera pisando sobre los cadáveres de los demás.

—No se ahogó, no —dijo Bagabigna, sacudiendo la cabeza—. Pero el agua estaba fría. Muy fría. Yo la abrazaba, le intentaba dar el calor de mi cuerpo, pero el agua del pozo me lo robaba igual que a ella. No sé cuándo murió. Cuando llevaba un largo rato sin decir nada ni moverse, me di cuenta de que había dejado de sentir su respiración en su cuello.

El persa apartó la mirada hacia el mar, para evitar que Artemisia viera que tenía los ojos húmedos.

—¿Cuánto tiempo estuviste en el pozo? —preguntó ella.

—Un día y medio.

Artemisia conocía lo rápido que podía matar la gelidez del agua y, por lo que contaba el persa, aquel pozo no era precisamente cálido como los baños de las Termópilas.

—¿Cómo pudiste aguantar tanto tiempo el frío?

Bagabigna, la mirada fija en las aguas del golfo, sonrió sin alegría.

—La esperanza de vengarse da mucho calor a la sangre. Eso me mantuvo con vida cuando todos los demás habían perecido.

—Pero… ¿cómo saliste del pozo?

—La segunda noche, alguien levantó la tapa del pozo y echó una cuerda dentro. Así conseguí escapar.

—¿Quién lo hizo? —preguntó Artemisia.

—Eso da igual. El hombre que lo hizo ya no existe. Al menos como tal.

—¿Mataste a quien te salvó? —se extrañó ella.

Bagabigna entrecerró los ojos y no contestó. «El hombre que lo hizo ya no existe. Al menos como tal», se repitió Artemisia. Una expresión enigmática si lo que Bagabigna quería decir era que lo había matado.

Ahí se ocultaba algo más.

—Esparta pagará por ello —masculló Bagabigna—. Si en mi mano está, no quedará de ella piedra sobre piedra.

Artemisia observó que, al pronunciar esas palabras, el persa tamborileaba con los dedos sobre un cilindro de cuero negro que llevaba bajo la faja. El cilindro estaba atado con cinta roja y sellado con una pequeña bula de barro, en la que creyó reconocer el emblema del Gran Rey. Ya había reparado antes en que varios de los altos mandos del ejército portaban tubos de cuero similares; entre ellos el mismo Mardonio. Sospechaba que en su interior guardaban papiros con órdenes y se preguntaba por qué ella, como bandaka, no había recibido nada similar.

—Ya te he dicho que buscas una venganza personal —le dijo Mardonio, en tono más amistoso que severo. Artemisia intuyó que habían discutido sobre aquello más de una vez.

—La guerra sólo puede tomarse de una manera, y es personal. Hay que poner todo en ella. La cabeza, el corazón, las vísceras. Es la única forma de ganarla.

Mardonio puso la mano en el pecho de Bagabigna.

—Amigo mío, tú pon tu corazón cuando llegue el momento de combatir, pero deja que sea esta cabeza —le aconsejó, tocando con los dedos de la otra mano su propio cráneo pelado— la que dirija esta guerra. Así me lo ha encomendado el Rey de Reyes, así se lo ha inspirado a él el Señor de la Sabiduría.

Con esas palabras, Mardonio montó a caballo de nuevo, rígido pero sin ayuda ajena, y se marchó ladera abajo. En lo alto del túmulo quedaron solos Bagabigna y Artemisia. De pronto, ella se sintió extrañamente tímida, consciente a la vez de la amenaza y el atractivo del persa.

—Mi señora Artemisia —dijo Bagabigna—, ¿te es familiar el nombre de Patikara?

A Artemisia se le heló la sangre en las venas al oír, once años después, el nombre de aquel guerrero alto de la armadura negra y la máscara de oro, que no era otro que un alias de Jerjes.

—Puedes contestar sin temor —prosiguió Bagabigna al comprobar que ella no articulaba palabra—. La pregunta te la hago en nombre del mismísimo Gran Rey, señor de las tierras.

—Sí, el nombre me resulta familiar —respondió Artemisia—. Ambos estuvimos en la campaña del general Datis.

—El Gran Rey quiere recordarte que en aquella ocasión hubo planes dentro de los planes y que no todos los conocía quien teóricamente mandaba la expedición. ¿Ocurrió tal como te estoy diciendo?

—Ocurrió —contestó Artemisia, con la boca seca.

Jamás había hablado de aquello con nadie. Si se sabía que era ella quien había enviado un mensaje a Temístocles para avisarle de la maniobra de la flota persa y que ese mensaje había propiciado la derrota de Maratón, nadie le echaría la culpa a Patikara, que no era otro que Jerjes, sino a ella. Y la crucifixión sería tal vez el destino más piadoso que podía aguardarla.

—Pues el Gran Rey quiere que sepas que ahora mismo, en esta campaña, no todos los planes los conoce quien dirige el ejército. De nuevo hay planes dentro de los planes.

Artemisia agachó la cabeza, pensando: «Oh, no». Otra vez se veía en conspiraciones, como en Maratón.

—Cuando llegue el momento —prosiguió Bagabigna—, y se conozcan las verdaderas instrucciones de Jerjes, ¿con quién estarás, Artemisia? ¿Con el Rey de Reyes o con tu amigo Mardonio?

—Yo soy fiel bandaka de mi señor Jerjes —respondió Artemisia sin levantar la mirada, utilizando el término persa que indicaba un lazo de amistad y vasallaje con el emperador persa.

Bagabigna le puso la mano en la barbilla y tiró de ella para obligarla a que lo mirara a los ojos.

—No son necesarias más palabras. Ahora, ¿quieres bajar conmigo, mi señora? Mi corcel niseo es lo bastante fuerte para cargar con nosotros dos.

—No es necesario, noble Bagabigna —contestó Artemisia, tratando de afirmar el tono de su voz—. Me gusta recorrer a pie los campos, como lo hace la diosa por la que me impusieron el nombre.

Rozando apenas el pomo de la espada, el persa esbozó una sonrisa. La calidez de aquellos labios carnosos no llegó a encender el frío de sus ojos y Artemisia no pudo sino recordar que lo llamaban el Asesino Blanco por algo. Después, Bagabigna montó en su caballo blanco con aquella elegancia que jamás lo abandonaba y, con un gesto de despedida, bajó cabalgando de la loma.

En pie sobre el túmulo donde había caído hasta el último de los hombres de Leónidas, Artemisia comprendió que, pese a su frialdad, la pasión de Bagabigna había delatado parte de sus planes.

Fuera porque él mismo hubiera convencido a Jerjes o por designio de éste, el Asesino Blanco no descansaría hasta haber reducido a cenizas Esparta y cosechar su venganza aniquilando a todos sus habitantes.