14

Ática, camino de Eleusis

 

Al principio, la misión de Palamedes y Perseo transcurrió bien. Por sugerencia de Artemisia vestían pantalones, caftanes y tiaras persas. La idea era que, una vez que salieran del Ática, se desprenderían de todo ese atavío y se quedarían únicamente con las túnicas que llevaban debajo, para no despertar sospechas en el territorio de la alianza griega.

Dentro del campamento persa no había demasiada vigilancia, salvo por algunas patrullas que paseaban entre las tiendas comprobando que no se produjeran peleas, borracheras o robos entre los soldados. Pero, en general, con el toque de queda dictado por Mardonio, que hacía llevar a rajatabla las ordenanzas, entre las tiendas reinaban una calma y un silencio apenas rotos por cuchicheos y ronquidos.

Palamedes, instruido por Artemisia, había estudiado durante el día el camino que él y Perseo debían seguir para cruzar aquel laberinto de lona y cuerdas y llegar al extremo oeste del campamento. Una vez llegaron al perímetro exterior, encontraron hogueras junto a las cuales había grupos de arqueros que medio vigilaban, medio dormitaban. Pero aquellos puestos se hallaban lo bastante espaciados como para colarse entre ellos de manera subrepticia. No se toparon en ningún momento con empalizadas, zanjas ni ningún otro obstáculo. Los persas, sabedores de que los griegos no contaban con caballería digna de tal nombre, no temían ataques por sorpresa: si un ejército de hoplitas decidía atacarlos, los oirían aproximarse mucho antes de que llegaran por el temblor de sus pisadas y los divisarían por la nube de polvo. El sector más vigilado se hallaba al sur, por donde se podía temer un desembarco sorpresa de los hoplitas atenienses. Pero ni siquiera eso se consideraba un peligro real, puesto que los atenienses podían movilizar como mucho diez mil soldados de infantería pesada contra un ejército siete u ocho veces superior en número.

Una vez perdieron de vista las últimas hogueras de vigilancia, tomaron el camino que conducía a Eleusis, la villa sagrada donde los atenienses celebraban unos cultos mistéricos en honor de la madre Deméter y de su hija, que bajaba a los infiernos como Perséfone y volvía a resurgir cada primavera como Core. Esa ruta debía conducirlos por el paso de Coridalo, un camino estrecho entre los montes del Parnes, al norte, y el Egáleo, al sur. Apenas tenía cuestas y era fácil de transitar, pero por eso mismo podía resultar peligroso. Decidieron apartarse de él y marchar por las laderas del Parnes, cuyas crestas se alzaban a poco más de trescientos metros sobre la llanura.

En aquella zona, pese a que se hallaba a cierta distancia del campamento, se veían ya muchos árboles cortados: la voracidad del ejército persa parecía inagotable. A unas dos horas del amanecer, se encontraron precisamente con una patrulla de soldados que habían sido enviados a las faldas del monte a recoger leña. No eran muchos, tal vez doce o quince, y estaban todos dormidos, vivaqueando alrededor de los rescoldos de un fuego, algunos tapados con sus mantos y otros no, pues la noche era cálida. Tan sólo había uno despierto montando guardia, y no con demasiado celo: estaba sentado sobre una piedra y se dedicaba a contemplar las brasas con gesto de aburrimiento.

Al parecer, aquellos forrajeadores esperaban poco peligro del oeste, lo cual no era de extrañar. No se habían tenido noticias de avances enemigos desde aquella dirección en ningún momento de la guerra. Pese a la victoria de la flota griega en Salamina, los supuestos aliados del Peloponeso ni siquiera hacían amago de abandonar la seguridad del muro que habían levantado en el istmo de Corinto, y permitían que los persas camparan a sus anchas por el territorio que los atenienses se habían visto obligados a abandonar por segunda vez.

En cuanto a un ataque por el este, ¿por qué motivo lo iban a esperar? ¿Quién iba a desertar del campamento persa para unirse a un bando, el griego, que parecía abocado a la derrota?

—Son tesalios —murmuró Palamedes, mientras él y Perseo estudiaban la situación desde detrás de unas rocas cercanas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Perseo, que ya había olvidado su conversación de esa misma tarde con el comandante tesalio Menón y más aún sus campañas como mercenario en Tesalia.

—Observa esas armas al lado del fuego y esos escudos.

Los tesalios participaban en la expedición persa como jinetes. Los caballos de aquella patrulla de forrajeadores se hallaban a poca distancia, maneados entre unos acebuches. Sacando de la vaina su cuchillo, Palamedes sugirió:

—Vamos a llevarnos dos de esos caballos. Pero antes hay que encargarse del tipo que está de guardia.

Perseo le puso la mano en el antebrazo.

—Yo me ocupo —dijo, con una seguridad que sorprendió al joven de Halicarnaso.

Perseo salió del amparo de la roca y se acercó al centinela, moviéndose con una agilidad y un sigilo pasmosos en alguien de su tamaño, como si sus pies flotaran por encima del suelo. Al llegar junto al tesalio, se agachó y lo apresó con la misma llave que había utilizado para desmayar a Masistio. En este caso, todo terminó mucho más rápido y el centinela se desplomó sin proferir el menor ruido.

Procurando ser tan silencioso como Perseo, Palamedes se acercó a los caballos y empezó a cortar las sogas que retenían a los dos últimos de la reata, sin dejar de mirar hacia la hoguera para comprobar si alguno de los tesalios se despertaba. Perseo seguía allí, de pie sobre el centinela al que acababa de dejar inconsciente. ¿Por qué demonios no venía ya?

Cuando consiguió desatar al segundo caballo, éste relinchó y el ruido alertó a los demás animales, que empezaron a resoplar y resollar inquietos. Palamedes se apresuró a montar a pelo sobre uno de los corceles que había desatado e hizo un gesto impaciente con la mano a Perseo.

Entonces comprendió.

El espartano acababa de sufrir otro ataque de amnesia, en el momento más inoportuno. Varios de los tesalios empezaban a removerse en el suelo, alertados por los ruidos de los caballos.

—¡Perseo! ¡Ven aquí! —llamó Palamedes.

Perseo ni se movió. Palamedes comprendió que en ese instante ni siquiera recordaba su nombre, ni tenía la menor idea de quién era.

¿Qué podía hacer? Dos de los tesalios ya se habían incorporado. Aunque todavía parecían aturdidos, no tardarían más que unos segundos en comprender la situación y abalanzarse sobre Perseo.

«Tengo una misión», recordó Palamedes, comprobando que el cilindro de cuero que contenía el papiro seguía bien sujeto bajo su cinturón. No quedaba tiempo para salvar al espartano. Taloneando al caballo para obligarlo a moverse ladera abajo, se agarró a sus crines y rezó a todos los dioses para que los tesalios se entretuvieran un rato acabando con Perseo antes de emprender su persecución.

Sin volver la vista atrás, Palamedes y su montura bajaron hasta el paso de Coridalo y emprendieron la cabalgata hacia Eleusis.

 

 

 

Esparta, verano de 479 a. C.

 

Pausanias estaba en su despacho, a la luz de las velas, repasando el principio de aquella crónica que había empezado a escribir hacía más de diez años. La idea se debía en buena parte a Temístocles: cuando ambos se encontraron en Maratón, sobre un campo de batalla sembrado de cadáveres persas, su amigo ateniense lo convenció de que aquella batalla no suponía el final de una guerra, sino el primer episodio de un conflicto mucho más vasto y de más alcance.

Allí, en la primera columna del primer papiro, tenía escrito:

 

Ésta es la crónica de Pausanias el espartano, hijo de Cleómbroto, sobre la guerra entre persas y griegos. Emprendió la tarea justo después de la batalla que atenienses y bárbaros libraron en Maratón, pues desde aquel momento comprendió que iba a ser más importante y digna de memoria que cualquiera de los conflictos que se habían librado en el pasado, incluyendo la guerra de Troya. Y si ha escrito este relato ha sido para evitar que los hechos de los hombres y las asombrosas empresas y proezas de griegos y de bárbaros caigan en el olvido…

 

Notaba la vista un poco borrosa y las letras le bailaban como si estuvieran escritas en agua. Tal vez había abusado del vino durante la cena. Eso sí, rebajado: no quería seguir el ejemplo de su tío Cleómenes, cuya locura muchos atribuían a su vicio de beber vino puro como los escitas.

Él y Escaleno, el único éforo en el que confiaba, habían cenado con dos atenienses, miembros de la embajada que llevaba ya varios días en Esparta, intentando convencer a los éforos y a Latíquidas de que movilizaran al ejército y abandonaran de una vez la protección del istmo para acudir en ayuda de su ciudad. Los invitados eran Arístides, el más destacado y prestigioso de los generales atenienses elegidos en aquel año, y Cimón, un joven de la aristocracia de Atenas, pero rendido admirador de Esparta; al menos hasta entonces, porque su entusiasmo empezaba a decaer conforme pasaban los días y la embajada no hacía más que recibir largas.

Al principio de la velada los había acompañado Plistarco, el joven rey. A sus once años, mostraba la educación y el comedimiento que se esperaban de un espartano; tal vez porque no estaba su madre delante, ya que con ella siempre se mostraba más rebelde. Durante la cena, a Pausanias le llamó la atención cómo el muchacho imitaba casi sin querer el acento de los invitados, con la aspiración de la phi, la theta y la khi, marcando tanto énfasis en aquellas consonantes que a veces casi las escupía, mientras que el ateniense Cimón, en cambio, tendía a abrir las vocales y a sesear al modo espartano.

Antes de retirarse, Plistarco se despidió de los invitados con unas palabras que seguramente le había inspirado su madre antes de partir para Atenas.

—Es una lástima que yo no tenga edad suficiente para mandar un ejército, pues sé que no habrá otra ocasión como ésta para demostrar el valor de Esparta. Pero podéis confiar plenamente en mi tío Pausanias, como yo mismo confío. ¡Que los dioses protejan a Atenas y a Esparta!

La intención era buena, pero al propio Pausanias aquel breve discurso le había sonado hueco, sin convicción, como si en realidad su sobrino no depositara demasiada fe en él. Era lo mismo que les ocurría a todos los demás, y a él más que a nadie.

¡Cuánto echaba de menos el apoyo de Temístocles! Con él su confianza se habría triplicado. Se suponía que Gorgo había ido a buscarlo para traerlo a Esparta, pero Pausanias no confiaba demasiado en que regresara con él.

Uno de los dos invitados, Cimón, era hijo del difunto general Milcíades, al que todos consideraban el vencedor de Maratón. No obstante, Pausanias sabía que en Maratón, como en tantos otros hechos de aquella larga guerra —el asesinato de los embajadores persas, por ejemplo—, la inteligencia oculta entre las sombras había sido la de Temístocles. Si su amigo estuviera allí con ellos, seguramente se le habría ocurrido una solución para salir de aquella situación en la que llevaban empantanados tantos meses.

Escaleno, que no acostumbraba morderse la lengua, debía de haber pensado algo parecido, porque durante la cena preguntó a los dos atenienses:

—¿Cómo es que no ha venido Temístocles con vosotros?

—¿Por qué habría de venir? —respondió Arístides.

—Que sea el mejor general de Atenas me parece una razón más que convincente.

—¿Quién ha dicho que lo sea? —intervino Cimón.

Pausanias estudió al joven «cachorro de león», como lo llamaba Leónidas. Se había criado en política prácticamente a los pechos de Temístocles, pero después había decidido pasarse al bando de sus rivales, los conocidos en Atenas como Eupátridas, «hijos de buenos padres». Sin embargo, los dos habían firmado una especie de armisticio justo antes de la batalla de Salamina, en aras de la victoria.

Al final, fue Arístides —conocido por sus virtudes como el Justo— quien respondió con sinceridad a la pregunta de Escaleno.

—Temístocles está retirado de la política.

—¿Voluntariamente? —se extrañó Escaleno, mientras rellenaba las copas de vino de todos.

«Con razón veo un poco borroso», se dijo ahora Pausanias, recordando que Escaleno había oficiado de simposiarca extraoficial, decidiendo la proporción de agua y de vino y escanciando la bebida cuando los sirvientes andaban un poco lentos. Circunstancia que para Escaleno, que no soportaba tener la copa vacía ni un segundo, se daba casi siempre.

—Fue la contrapartida que nos ofreció a cambio de que aceptáramos su plan en Salamina —les explicó Arístides—. Nosotros cumplimos con nuestra parte en su momento, y ahora él está cumpliendo con la suya. No puede ser general, ni embajador, ni arconte. Sólo un ciudadano privado más, con derecho a votar en la asamblea como todo el mundo.

Animado por el vino, y también por la lealtad que le debía a su amigo, Pausanias, que ya conocía esos hechos, intervino en aquel punto.

—Pues a mí me parece un desperdicio. Por rivalidades personales os habéis desprendido del hombre más inteligente que he conocido en mi vida.

—Temístocles es más astuto que inteligente —repuso Cimón. «Qué edificante, apuñalando a tu antiguo mentor», se dijo Pausanias—. Y las guerras se ganan más con valor que con astucia.

Tras revolver su copa en las manos, Escaleno sacudió la muñeca y arrojó los posos del vino lejos de sí con tanta precisión que acertó de lleno a la llama de una vela que ardía sobre un candelabro y la apagó. Ajeno a las miradas de admiración provocadas por su puntería, añadió:

—Veo que eres muy admirador de nuestro carácter, mi querido Cimón.

—Así es —contestó el aludido, acariciándose involuntariamente las largas trenzas que se dejaba crecer al modo espartano.

—Pues deberías saber que nosotros los espartanos, que no cedemos en valor ante nadie, también valoramos la astucia. —Dirigiéndose a Pausanias, Escaleno preguntó—: ¿Cuál era esa frase de tu tío Cleómenes?

—«En la guerra, donde no alcanza la piel del león hay que coser un poco de piel de zorra» —citó Pausanias.

Aquello provocó sonrisas condescendientes en los dos atenienses.

—No sé qué piel hay que coser en este caso —dijo Arístides—, pero de algún modo tenemos que solucionar esta situación, regente. Nuestros compatriotas están pasando hambre y ven cómo el enemigo sigue devastando nuestros templos, nuestras casas y nuestros cultivos. Si no tomáis pronto la determinación de ayudarnos…

La conclusión de la frase era clara: nos pasaremos con nuestros navíos al bando de los persas, que nos han ofrecido su alianza. La amenaza era muy seria, pero Latíquidas y los éforos que lo apoyaban se negaban a creerla y la consideraban una baladronada.

O, como opinaba Gorgo, simplemente actuaban así porque estaban sobornados por el oro persa.

 

 

 

Recordando la conversación de la cena, Pausanias se frotó los ojos y pensó si merecía la pena seguir escribiendo. En los últimos meses, casi en el último año contando Salamina, no se había producido un solo choque de armas de importancia: tan sólo intercambios de embajadores, conversaciones interminables y cruce de cartas. Al final, tal como lo veía Pausanias, los persas iban a acabar ganando la guerra por aburrimiento.

Oyó cómo llamaban a la puerta con los nudillos. Pausanias preguntó quién era y un criado se asomó para decirle:

—Mi señor, la reina Gorgo desea verte.

Pausanias se levantó con tanta vehemencia que estuvo a punto de tirar la silla al suelo. Después se apresuró a acudir a la puerta, mientras el criado se retiraba en silencio.

Al ver a su prima, no pudo sino contener el aliento. Nunca la había visto tan bella. Gorgo traía un candelabro en la mano, llevaba el pelo suelto sobre los hombros y caminaba descalza. Ni siquiera se había puesto un chal sobre la túnica, lo que hacía que a la luz de las velas sus formas se insinuaran bajo el fino tejido de lino azul.

—¡Prima! Has vuelto por fin. ¿Has traído a…?

Ella asintió y después preguntó:

—¿Puedo pasar?

Pausanias se hizo a un lado para dejar que entrara y a continuación cerró la puerta tras ella. En cuanto lo hizo se arrepintió: no era algo propio de él quedarse a solas de noche con una mujer, y por más señas su prima. Pero Gorgo se volvió hacia él y, acercándose tanto que Pausanias pudo oler su perfume y captar la tibieza que emanaba de su piel, murmuró:

—Sí, lo he traído. Está durmiendo en los aposentos de los invitados, o maquinando algo, no sabría decirte. Esa mente tan complicada nunca descansa.

—Lo sé. Conozco bien a Temístocles.

—Pero ahora no he venido a hablar de él.

La voz de Gorgo sonaba ronca y a la vez susurrante, como si brotara de lo más profundo de su cuerpo. Pausanias sintió que se le abría un vacío en el estómago, un abismo interior por el que estaba a punto de precipitarse.

—¿A qué has venido entonces, Gorgo?

Por toda respuesta, ella dejó la vela sobre la mesa, se soltó los prendedores de la túnica y dejó que resbalara sobre sus hombros.

No llevaba nada debajo.

—A sentir algo que no siento hace más de diez años. Esta noche te necesito.

—¿Me necesitas? ¿A mí…?

Gorgo le puso una mano en la boca y le chistó suavemente para que se callara. Después retiró los dedos y los reemplazó por sus labios.

 

 

 

Pausanias soñó que estaba acostado al lado de Gorgo, abrazado a su cuerpo desnudo, su piel suave, su cabello fragante. Pegado a su espalda y rodeándola con los brazos, su mano derecha abarcando el pecho blando y tibio, uno de esos pechos con los que tantos años había soñado y que por fin había conseguido acariciar y besar.

Entonces entreabrió los párpados y recordó que no era un sueño y que aquello había ocurrido en verdad.

¿O no? Al estirar la mano para palpar el cuerpo de su prima, sólo encontró el lecho vacío.

—Estoy aquí.

Pausanias terminó de abrir los ojos y levantó la mirada. Gorgo ya se había puesto la túnica, lo que hizo que él se avergonzara de repente de su propia desnudez. Tirando de la sábana para cubrirse las partes pudendas, se sentó en el lecho.

Gorgo estaba asomada a la ventana. La brisa movía sus cabellos, que flotaban sueltos sobre su espalda. La luz de las velas alumbraba su perfil y dibujaba las transparencias de su cuerpo bajo la túnica de lino.

«Dioses, qué hermosa es», se dijo Pausanias, y aquel pensamiento le resultó físicamente doloroso.

—Debes prometerme una cosa —pidió Gorgo, con la mirada perdida en las sombras del exterior.

En circunstancias normales, Pausanias, siempre prudente, habría preguntado: «¿Qué cosa?» antes de comprometerse. Pero por Gorgo estaba dispuesto a todo, y más después de lo que había ocurrido entre ellos.

—Lo que tú me pidas.

Por fin, Gorgo se dignó volver la mirada hacia él. Su gesto, con la barbilla levantada y los ojos muy abiertos, casi sin parpadear, hizo que a Pausanias se le antojara todavía más remota, más inalcanzable que nunca.

—Esto no tiene nada que ver con la promesa que te hice yo —dijo Gorgo.

«Casarte conmigo si venzo a los persas como general», recordó Pausanias.

—Entiendo —respondió en voz alta.

—Es una promesa que te voy a pedir yo a ti.

—Lo que sea —aceptó Pausanias, imprudente por segunda vez.

—Esparta no tiene murallas porque nunca le han hecho falta. Las mujeres de Esparta jamás hemos visto los escudos de nuestros enemigos.

—Así reza nuestra tradición.

—Prométeme que va a seguir siendo así. Prométeme que las espartanas no veremos jamás los escudos de mimbre de los persas.

Pausanias tragó saliva. ¿Podía prometer eso?

Tenía que hacerlo.

—Por Heracles, por Helena y por los divinos Gemelos, te juro que así será. Las espartanas no veréis los escudos del enemigo entrando en nuestra ciudad.

Por toda respuesta, Gorgo asintió con la barbilla. Después se dirigió a la puerta de la alcoba, la abrió, salió sin mirar atrás y cerró tras de sí.

Pausanias sintió un nudo en la garganta. En un banquete había escuchado un poema que aseguraba que, en contra de la opinión común, era peor perder lo que se había poseído una vez que no haberlo tenido nunca.

Él había poseído a Gorgo durante unas horas, breves, tan intangibles como un sueño ahora que habían pasado. Pese a su juramento, Pausanias estaba convencido de que jamás volvería a disfrutar de su cuerpo.

Se le presentaban dos tareas irrealizables. La primera, convencer a las demás autoridades de que era necesario sacar las tropas de Esparta. La segunda, dirigirlas en la batalla.

Y vencer.

Cualquiera de ellas se hallaba tan por encima de sus fuerzas como lo habría estado matar a la Hidra de Lerna o capturar al infernal Cerbero.

 

 

 

Al día siguiente, en el Eforión, se celebró una nueva reunión. Los cinco éforos estaban sentados en su banco de piedra y Latíquidas y Pausanias, en sus respectivos sitiales de roble. Hacía calor, por lo que las celosías de las ventanas se encontraban abiertas. Para evitar oídos indiscretos, en el exterior del edificio había un cordón de guardias reales y del Eforión situados a cinco pasos de cada pared.

También habían acudido los embajadores atenienses, una legación de seis personas que insistían en sus argumentos una y otra vez. Latíquidas los escuchaba con una sonrisa desdeñosa, aunque al menos no repetía en voz alta lo que todos le habían oído decir cuando los atenienses no estaban delante:

—¿Cómo se atreven a amenazarnos unos cobardes que se han dejado arrebatar su ciudad por unos bárbaros no una, sino dos veces?

Por detrás de los embajadores se encontraba Temístocles, sentado en un taburete, con el codo apoyado en un muslo y la barbilla en la mano. Parecía estar escuchando con atención, aunque Pausanias sospechaba que andaba rumiando sus propios designios.

—¿Tienes algún plan para convencer a los demás de que saquemos al ejército de Esparta? —le había preguntado Pausanias cuando ambos se reunieron en palacio muy temprano para tomar un frugal desayuno.

—Todavía no —le había contestado Temístocles—. Pero algo se me ocurrirá.

—¿Me estás tomando el pelo? La situación es muy grave.

Temístocles le había sonreído.

—Ten paciencia, Pausanias. Si todo va bien, es posible que hoy mismo recibamos noticias muy interesantes para nuestra causa.

Pausanias había dejado caer los hombros, desesperado.

—A veces llego a olvidar cuál es nuestra causa.

—¿No recuerdas una conversación que tuvimos hace años, junto a ese pozo donde tus compatriotas arrojaron a los embajadores persas?

—Te veía en el futuro una alianza de ciudades griegas libres. Una gran flota dirigida por mí. Y el más grande ejército jamás reunido en Grecia mandado por ti.

—La recuerdo, sí.

—Entre la providencia divina y la inteligencia humana han conseguido que la primera parte de mi sueño se cumpla. Ésa es una señal de que la segunda parte también se cumplirá. Confía en los dioses. Confía en mí. —Temístocles había tomado la mano de Pausanias y la había apretado con fuerza—. Y confía un poco en ti.

 

 

 

Iniciada la reunión con un sacrificio y un voto a los dioses, el éforo Zeuxipo se levantó y se dirigió a los embajadores.

—Tened paciencia, atenienses. En este momento no podemos enviar tropas fuera de la ciudad. Estamos celebrando las fiestas Jacintias y no queremos ofender a Apolo.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Arístides, que día a día se mostraba más impaciente pese a la petición de Zeuxipo—. ¿Cuándo hacéis la guerra, si se puede saber? Cuando no son las Carneas son las Jacintias, pero el caso es que nunca es buen momento para vosotros.

—Hacemos la guerra cuando le conviene a nuestra ciudad —respondió Latíquidas—, no cuando os interesa a vosotros, atenienses.

El desprecio que mostraba el rey Euripóntida por Atenas resultaba demasiado evidente, incluso en su postura, casi recostado en el sitial y con las piernas abiertas. Pausanias, que cuidaba de mantener una compostura exquisita, observó cómo Cimón, más joven e impulsivo, tenía los nudillos blancos de apretar los puños. Era evidente que se moría de ganas de estampárselos a Latíquidas en la cara.

El éforo Brásidas levantó la mano e intervino en un tono más contemporizador.

—El muro del istmo ya está completado, con parapeto y almenas en todo su recorrido, de mar a mar. Desde él podemos rechazar todas las andanadas de flechas que nos quieran mandar los arqueros persas. Mientras los persas sigan en Grecia, podéis trasladaros vosotros y vuestras familias al Peloponeso. Allí os buscaremos tierras y estaréis protegidos.

—¿De qué servirá el muro si los persas lo pasan de largo con barcos y desembarcan más al sur? —preguntó Arístides.

—Eso no ocurrirá. No tienen flota —respondió Latíquidas en tono seco.

—Por ahora —masculló Cimón.

—¿Qué has dicho, joven? —inquirió Latíquidas, enderezándose en el sitial.

Arístides hizo un gesto para calmar a Cimón y contestó en su lugar.

—Estáis hablando de buscarnos tierras. Pero los persas también nos las han ofrecido. Las que nosotros queramos y donde queramos. Nos hemos negado por Zeus Helenio y por nuestro honor. Pero nuestra paciencia tiene un límite.

—¿Qué quieres decir, ateniense? ¿Nos estás amenazando? —preguntó Latíquidas. Su indignación sonaba más exagerada que auténtica.

—Estoy diciendo exactamente lo que has oído —respondió Arístides, sin dejarse intimidar. En cierto modo se parecía a Latíquidas, alto y de piel y cabellos claros, pero no había en él ningún asomo de blandura. A decir verdad, habría lucido mejor como rey de Esparta que el Euripóntida.

«Y que yo mismo», se dijo para sus adentros Pausanias.

En ese momento de tensión, las hojas de la puerta exterior se abrieron. Un oficial de la guardia del Eforión —un cuerpo independiente de la guardia real, aunque menos nutrido— informó:

—Nobles éforos, acaban de llegar dos mensajeros que desean veros.

Zeuxipo, que como éforo epónimo llevaba todo su mandato arrogándose la potestad de hablar en nombre de los demás, se levantó y caminó hacia la puerta, golpeteando las losas del suelo con su báculo.

—¿Dos nada menos? Que esperen. ¿No veis que estamos reunidos tratando asuntos de la guerra contra los persas?

—De esa guerra se trata, noble Zeuxipo —respondió el oficial, sin arredrarse—. Si no, no me habría molestado en avisaros.

Zeuxipo soltó un gruñido difícil de interpretar. Al ver que nadie se decidía, Pausanias se levantó a su vez y le hizo un gesto al oficial.

—Haz que pasen.

—Zeuxipo ya lo ha dicho —gruñó Latíquidas—. Estamos en una reunión.

Pausanias notó cómo la sangre afluía a su rostro, pero esta vez no se acobardó, bien fuera porque se sentía más seguro gracias a la presencia de Temístocles o por la promesa que le había hecho a su prima. «No verás escudos persas en Esparta».

—Una reunión en la que no avanzamos nada y no dejamos de repetirnos —dijo Pausanias—. ¡Yo digo que hagamos pasar a esos mensajeros!

—Y yo secundo la propuesta —intervino Escaleno, levantando la mano desde el banco.

En cualquier caso, ya era tarde para votar. Por propia iniciativa, el oficial había dejado pasar a los dos personajes en cuestión. Uno era un auténtico heraldo, con su caduceo y otros admnículos de su oficio; un hombre de estatura menos que mediana y cuerpo fibroso, con la piel curtida por el sol. Pausanias lo conocía, pues había estado muchas veces en Esparta y además era el mensajero más famoso de Grecia: Fidípides el ateniense, que había recorrido la distancia entre Atenas y Esparta en un viaje de ida y vuelta ya legendario en menos de dos días.

El otro era un hombre más joven, alto y musculoso, vestido con ropas militares polvorientas. Griego, sin duda, si bien Pausanias no supo identificar su procedencia a simple vista.

Ambos traían en la mano sendos cilindros de cuero, que sin duda contenían cartas o algún otro tipo de documento.

—¿Quién de vosotros hablará primero? —preguntó Zeuxipo, al comprobar que la entrada de los mensajeros en el Eforión era ya un hecho consumado.

—¡Un momento! —exclamó Temístocles, levantándose del asiento donde había permanecido en silencio—. Uno de los mensajeros viene a verme a mí, ¿verdad, Fidípides?

El ilustre corredor asintió y se dirigió hacia él sin vacilar.

—¿Desde cuándo un ateniense utiliza el Eforión como su oficina particular? —protestó Zeuxipo en tono indignado.

—Discúlpame, le dije a Fidípides que el mensaje era muy urgente y que debía entregármelo dondequiera que me encontrara —respondió Temístocles—. Ha sido casualidad que coincida con esta reunión.

—A la que no has sido invitado, ateniense —terció Latíquidas.

—Lo he invitado yo —replicó Pausanias.

Temístocles, sin inmutarse ante la palmaria hostilidad del rey y del éforo epónimo, quitó la tapa del tubo que le había entregado Fidípides y extrajo de su interior varios papiros enrollados. Al ver en su rostro un amago de sonrisa, Pausanias sintió que el ánimo se le levantaba, como si tras días de tormenta un rayo de sol acabara de asomar por un resquicio entre las nubes.

—Y, sin embargo, mi admirado rey Latíquidas —dijo Temístocles, sin levantar la vista de los documentos que estaba examinando—, te aseguro que te interesa, y mucho, que yo haya acudido a esta reunión. ¿Te he dicho que mi buen amigo Fidípides ha venido corriendo directamente desde Delfos?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Latíquidas, levantándose por fin de su asiento.

—Si eres tan amable de venir a comprobarlo, te lo enseñaré.

Como si hubiera olvidado que allí él era el rey y Temístocles un simple extranjero, Latíquidas se apresuró a acercarse al rincón donde el ateniense había extendido aquellos papiros sobre un banco de madera y los estudiaba con unos gestos de interés que Pausanias encontró un tanto exagerados.

Mientras tanto, el otro mensajero se presentó.

—Vengo del campamento persa en Atenas. Me llamo Palamedes. Traigo un mensaje de alguien muy importante y debo entregarlo en mano a uno de los dos reyes.

Latíquidas, que se había inclinado por encima del hombro de Temístocles para examinar los documentos, levantó la cabeza desde allí y chasqueó los dedos.

—¡Aquí hay un único rey y soy yo! ¡Tráeme ese mensaje, muchacho!

—¡Qué acaparador! —exclamó Escaleno, que a esas alturas de la reunión ya había dado cuenta de tres copas de vino—. ¿No conoces la fábula del perro que cruzaba el río con un trozo de carne, vio su reflejo en el agua, creyó que allí había más carne y al abrir la boca para cogerla perdió el trozo de carne que ya era suyo? La codicia nunca es buena.

La mirada furiosa de Latíquidas hizo pensar a Pausanias que Escaleno había utilizado la palabra «codicia» con toda la intención y que había dado en el clavo.

El hombre que decía llamarse Palamedes, tras quedarse unos instantes dubitativo a media distancia entre Latíquidas y Pausanias, habló:

—La persona que me encargó traer este mensaje me dijo que no debía entregárselo al rey que sucedió a Damarato, sino al que sucedió a Leónidas.

—Eso se refiere al rey Plistarco —intervino el éforo Zeuxipo—. Habrá que traerlo aquí.

—No seas absurdo, Zeuxipo —dijo Escaleno, con la lengua cada vez más suelta—. A todos los efectos, el sucesor de Leónidas es Pausanias. Amigo Palamedes, puedes darle tu mensaje.

El mensajero, fuese un heraldo o, como sospechaba Pausanias, un desertor, se acercó a él y le entregó aquel canuto de piel. Tenía un sello de barro en el que se representaba a un personaje de porte heroico, tal vez un rey, luchando contra un león bajo el típico sol alado de los persas.

—Es el sello del mismísimo Jerjes —le informó Palamedes al observar sus dudas.

Pausanias rompió el sello y desató el cordel. Después retiró la tapa del canuto y sacó de dentro un papiro casi blanco, de una suavidad y una textura exquisitas. Pero al desenrollarlo para leer se encontró con un amasijo de signos incomprensibles, una especie de cuñas que recordaban a diminutas huellas de pájaro sobre el barro.

—¿Qué es esto? —inquirió Pausanias, enseñándole el papiro a Palamedes—. ¿Tú sabes persa?

—Lo chapurreo, señor, pero no sé leerlo —reconoció el mensajero.

—¿Alguien de vosotros sabe leer persa? —preguntó en voz alta Pausanias. Al momento se arrepintió de su pregunta, pues era evidente que nadie allí iba a saber descifrar aquel galimatías de signos.

—Tú eres el erudito aquí, regente —dijo Zeuxipo en tono sarcástico—. Al menos, eso me han dicho.

—¡Esperad! Yo os leeré lo que está escrito en esa carta.

Todos se volvieron hacia el rincón más oscuro de la sala. Allí, al pie de una enorme estatua de piedra que representaba a Apolo, se erguía el adivino Tisámeno, agarrando con ambas manos su báculo. ¿En qué momento se había colado en el Eforión? ¿O había llegado el primero y se había mantenido oculto entre las sombras hasta entonces?

Fuere como fuere, su llegada no podía ser más providencial. Pausanias levantó la mano, ofreciéndole el mensaje de Palamedes, y el adivino se acercó a él, clavando la contera de su bastón en las losas con su energía habitual y haciendo campanillear los cascabeles de su barba.

Tisámeno tomó el papiro, se apoyó el báculo sobre el pecho para tener ambas manos libres y lo desenrolló. Al ver que fruncía el ceño y arrugaba la nariz como si estuviera oliendo algo desagradable, Pausanias pensó que un nativo de Élide, por muy adivino que fuese, no podía conocer la escritura oficial de la corte de Jerjes, y perdió las breves esperanzas que había albergado.

Mientras Tisámeno seguía examinando el mensaje, Pausanias miró de reojo al otro lado de la sala. Allí, Temístocles se dedicaba a bisbisear y señalar con el dedo diversas líneas de los documentos que había traído Fidípides, mientras Latíquidas, con el rostro rojo de ira, vergüenza o ambas cosas, sacudía la cabeza y contestaba entre dientes. Saltaba a la vista que se estaba conteniendo para no gritar.

Por fin, Tisámeno carraspeó en tono solemne y, ahuecando la voz, leyó:

—«De Jerjes, el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de las Tierras, hijo de Darío, el Aqueménida. A su amigo y vasallo Masistio, hijo de Hidarnes, comandante de su caballería en el país de los griegos.

»Cuando tú y mis demás comandantes rompáis mi sello real y leáis estas órdenes, deberéis hacer lo siguiente para cumplir mi voluntad y la de Ahuramazda, Señor de la Sabiduría, pues es nuestro deseo vengar por fin el incendio de los palacios de mi padre en Sardes y también la sacrílega muerte de sus embajadores en Atenas y Esparta.

»Tanto atenienses como espartanos, seguidores de la mentira, deben conocer mi justa ira, la ira de Jerjes, el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de las Tierras, hijo de Darío, el Aqueménida. Por tal motivo, bien sea que el señor Ahuramazda os conceda derrotarlos en el campo de batalla juntos o por separado, o que me ofrezcan el agua y la tierra en señal de vasallaje juntos o por separado, y sean cuales sean las condiciones que en mi nombre mi general Mardonio haya estipulado con ellos juntos o por separado, yo ordeno, por la grandeza y la verdad de Ahuramazda…».

Tisámeno hizo una pausa y levantó la vista, como si quisiera comprobar si le estaban haciendo caso. Pausanias aprovechó para mirar en derredor. Todos en el Eforión estaban pendientes del mensaje; incluso Temístocles y Latíquidas, que habían interrumpido momentáneamente su discusión.

Tisámeno volvió a carraspear y reanudó la traducción.

—«Que Atenas y Esparta sean incendiadas, y después de incendiadas demolidas, y después de demolidas sean incendiadas de nuevo, y así sucesivamente hasta que no quede una sola piedra que se eleve más de una cuarta de braza sobre el suelo, ni un árbol ni una planta que no sea cardo o mala hierba. Que las tumbas de ambas ciudades sean abiertas y execradas, y los huesos de sus muertos arrojados por el suelo para que las tierras que los reciban queden mancilladas. Que sus campos se siembren de sal en dos pasarangas a la redonda. Que los soldados atenienses y espartanos que no hayan muerto en la batalla y caigan prisioneros o se entreguen a sí mismos como tales sean ejecutados. Que sus mujeres y sus niños sean marcados con hierros candentes y deportados a Asia para ser vendidos como esclavos y repartidos por todos los vastos dominios que señoreo.

»Éste es el mandato de Jerjes, el Gran Rey, Rey de Reyes, Rey de las Tierras, hijo de Darío, el Aqueménida, por voluntad de Ahuramazda, Señor de la Sabiduría, y como tal debe cumplirse».

Las últimas palabras de Tisámeno, no menos rotundas y solemnes que si las hubiera pronunciado el mismo Jerjes, retumbaron entre las paredes de piedra de la estancia. Durante unos segundos, mientras el adivino enrollaba de nuevo el papiro y lo introducía en el cilindro de cuero, nadie dijo nada. Todos se limitaron a cruzar miradas, a medias entre la incredulidad y el temor.

El mensaje, comprendió Pausanias, lo dejaba todo muy claro. Por más pactos y sobornos que les estuviera ofreciendo Mardonio en nombre del Gran Rey, todo era mentira.

Jerjes sólo pretendía la aniquilación total de Atenas y de Esparta.

Para sorpresa de Pausanias, quien primero rompió el silencio fue Latíquidas, que regresó dando zancadas a la zona donde estaba su sitial, mientras exclamaba:

—¡Esto lo cambia todo!

Al llegar ante el banco de piedra, Latíquidas clavó la mirada en Zeuxipo y en otros dos éforos, abriendo los ojos de forma exagerada y moviendo la barbilla como si quisiera transmitirles un mensaje secreto. Fuese cual fuese, ni Escaleno ni Brásidas parecían compartirlo.

Pausanias sospechó que lo que podían tener los cuatro en común era que habían sido sobornados por Jerjes.

Y que Temístocles los había pillado.

Trató de disimular una sonrisa. Con razón el mensaje venía de Delfos. Era el lugar más seguro de Grecia para depositar dinero y tesoros a nombre de terceras personas. A través de Delfos había sobornado Temístocles a Cleómenes en el pasado, de modo que conocía muy bien cómo funcionaba el santuario.

Los documentos que le había enseñado a Latíquidas debían de ser recibos de las «donaciones» persas a nombre del rey y de sus cómplices éforos.

—¡De haber sabido esto antes, las cosas habrían sido muy distintas! —insistió Latíquidas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Arístides.

Latíquidas se volvió hacia el general ateniense. Seguía teniendo las mejillas coloradas. Pausanias miró de reojo a Temístocles, que había terminado de recoger sus papiros y los había guardado en su propio tubo. Conocía lo bastante a su amigo para interpretar que aquella sonrisa apenas insinuada significaba que se había salido con la suya. En aquel momento las afiladas garras de Temístocles se habían cerrado sobre los testículos de Latíquidas y no los soltarían con facilidad.

Para demostrarlo, el rey Latíquidas demostró un cambio de opinión tan asombroso como no se había conocido desde la Palinodia de Estesícoro.

—Nobles éforos, representantes del pueblo de Esparta —dijo, mirándolos a todos esta vez, uno por uno—. Yo propongo que, con efecto inmediato, se proceda a una movilización general de los ciudadanos espartanos hasta un número de cinco mil, más un número igual de hoplitas periecos y los auxiliares que sean necesarios, y que ese ejército salga al encuentro del bárbaro en el Ática, en Beocia o en los confines de Grecia si es necesario para expulsarlo de una vez por todas de nuestra tierra. Y propongo también que se convoque a todos nuestros aliados de la Liga del Peloponeso para que se reúnan con nosotros en Corinto con todas las tropas que tengan disponibles.

—¡Bravo, Latíquidas, así se habla! —aplaudió Escaleno con sus manos deformes.

Los demás éforos se miraron entre sí y no tardaron en secundar la propuesta. De ellos dependía declarar la guerra, pero dirigirla como generales era un privilegio de los reyes.

Pausanias recordó la promesa que le había hecho Gorgo. Si regresaba a Esparta al frente de un ejército victorioso sobre los persas, se casaría con él.

Ahora, Latíquidas, que tan reacio se había mostrado a ayudar a los atenienses, pretendía robarle la iniciativa a él, Pausanias, el único que había sostenido que era necesario salir al encuentro de los persas y no esperar a que invadieran el Peloponeso.

Arístides y Cimón, entusiasmados por el giro que habían tomado los acontecimientos, estrecharon la mano de Latíquidas y de los éforos, mientras Pausanias, frustrado, se mantenía en segundo plano. Tan sólo Escaleno lo miró e hizo un gesto con las palmas hacia arriba, como diciéndole: «Qué se le va a hacer, los dioses no conceden todos sus dones de golpe».

Temístocles, que había permanecido apartado, se incorporó al grupo e hizo una pregunta.

—Vuestra ley dice que sólo uno de los dos reyes de Esparta puede dirigir ese ejército que proyectáis movilizar. ¿Quién de vosotros será?

Latíquidas compuso un gesto de asombro, como si aquella pregunta tuviera una respuesta tan obvia que no mereciera la pena ni formularla.

—¿Que quién de nosotros será? Es evidente. Esparta tiene que vengar la muerte de Leónidas y sus hombres. ¿Hay alguien más adecuado para hacerlo que su hijo, y en su nombre su tutor y regente Pausanias?

De pronto, todas las miradas se volvieron hacia él, que sintió cómo la sangre huía del resto de su cuerpo para afluir a su rostro. Temístocles fue el primero en acercarse a él para abrazarlo. Mientras lo hacía, Pausanias le susurró al oído:

—¿Con qué le has amenazado para salirte con la tuya? ¿Con el destierro o la ejecución?

—Amén de la confiscación de sus bienes, que casi le duele más —respondió Temístocles—. Pero no ha sido sólo obra mía, como te dije esta mañana. Te pedí que confiaras en mí…

—Y también en los dioses. Pues esta intervención ha sido divina.

La grave voz de Tisámeno sonó casi en su oído y lo sobresaltó. Dando un respingo, se soltó del abrazo de su amigo. El adivino le tendió el cilindro de cuero. Pausanias lo cogió y después miró a su amigo, al que el mensajero Palamedes acababa de entregarle un pequeño tarro de alabastro. Temístocles lo destapó, lo movió en pequeños círculos, se lo llevó a la nariz y lo olisqueó. Tras unos segundos, una sonrisa iluminó su rostro.

—Tienes razón, adivino. De una intervención divina se trata, pues la misma diosa Ártemis es la que nos ha brindado su ayuda para que por fin nos unamos contra los bárbaros.

Como ocurría con los documentos que Fidípides había traído de Delfos, Pausanias sospechó que allí se escondía algún secreto que, con tiempo y paciencia, su amigo acabaría revelándole en detalle.

Pero, mientras, tenía algo más urgente de lo que preocuparse.

Aprender a mandar un ejército.