Epílogo

Esparta, principios de otoño de 479 a. C.

 

Después de oscurecer, su hora favorita para escribir, y sentado en su aposento del palacio Agíada, Pausanias se dispuso a continuar con su crónica. Procediendo con su rutina habitual, desenrolló el papiro hasta encontrar la columna donde había interrumpido su relato y colocó los pesos de plomo a ambos lados. Era el cuarto rollo que empleaba desde que empezara la crónica once años antes, en la época de Maratón. La diferencia estribaba en que este papiro lo había conseguido como botín en la tienda de Mardonio, y no se trataba del típico saítico de baja calidad que había utilizado hasta entonces, sino de un hierático que absorbía la tinta a la perfección y dejaba las letras nítidas y perfiladas, como vistas a través de un cielo diáfano después de una tormenta.

Al comprobar que la punta del cálamo se había embotado ligeramente, la afiló con una cuchilla y se dispuso a mojarla en el tintero.

Respiró hondo. Todo parecía igual, pero todo había cambiado. El papiro era sólo una muestra más.

Aunque todavía no podía creerlo, él ya no era el pobre Pausanias, el tímido Pausanias, el sobrino obediente de Cleómenes, el hijo del enfermizo Cleómbroto.

Ahora era Pausanias el regente, general de la alianza griega y por encima de todo, vencedor de Platea. Por si lo olvidaba, por si en algún instante llegaba a pensar que su entrada triunfal en el lujoso pabellón de Mardonio era un sueño, allí estaba aquella mujer, Neera, hermosa como una visión del Olimpo, con la rubia cabeza apoyada en su hombro izquierdo y los dedos de largas uñas correteando sobre su muslo. Las transparencias de la finísima seda que vestía, también arrebatada a los persas, resultaban más excitantes que la propia desnudez. Pero ya habían hecho el amor por la mañana, y a mediodía, y Pausanias sentía cierto dolor en los ijares. Además, había cosas que quería dejar escritas esa misma noche, antes de las celebraciones del día siguiente.

No, no era el mismo, ciertamente. Aunque en algunos momentos, ese pensamiento le producía cierta incomodidad, una especie de culpa que trataba de apartar de su mente como si fuera un molesto moscardón.

 

 

 

Esa culpa se debía a Gorgo. Cuando la procesión triunfal entró en Esparta con él a la cabeza, ella y el rey niño le habían salido al encuentro para saludarlo y coronarlo con guirnaldas de flores como salvador de la ciudad.

—Has cumplido tu promesa, primo. Los únicos escudos que vemos las espartanas son los de nuestros hombres —dijo Gorgo, señalando a todas las mujeres que habían acudido a recibir a los vencedores.

Si bien Pausanias se había ruborizado un poco, se sentía orgulloso de haberse controlado lo suficiente como para que su sonrojo se confundiese bajo el atezado del sol que tanto había castigado su piel durante aquella campaña. En voz baja, de modo que Gorgo fuese la única que pudiera escucharlo, contestó:

—Agradezco tus palabras. No obstante, te libero de tu parte de la promesa.

—¿Qué quieres decir? —susurró Gorgo.

—Entiendo que la hiciste en un momento de necesidad para ti y para la patria, y que casarte conmigo no era el verdadero deseo de tu corazón. Por eso te eximo de ese matrimonio.

—Soy espartana y sólo tengo una palabra. Los deseos de mi corazón no cuentan en esto.

—Y aun así, insisto en liberarte de tu promesa. Seguiré siendo tu leal amigo y fiel tutor de tu hijo, pero no es necesario que me convierta en tu esposo.

Ella entrecerró los párpados, miró de reojo a Plistarco y después a Pausanias. Su gesto se había endurecido.

—Has cambiado, Pausanias. No eres el mismo que partió a Platea.

—Y tú no eres la primera persona que me lo dice.

Ella había estado a punto de replicar algo, pero después se mordió por un segundo el labio y asintió.

Sin embargo, la frase que no había llegado a decirle a su primo la había pronunciado unos días después conversando en privado con Escaleno. Éste, durante una cena en la que había bebido de más —tal como era habitual en él—, cometió la indiscreción de revelársela a Pausanias.

—Tu prima dice que no le gusta el nuevo Pausanias.

¿Que no le gustaba el nuevo Pausanias? ¿Y qué esperaba? ¿Que siguiera siendo el mismo Pausanias de siempre, el hombre tímido que se dejaba pisotear y avasallar por todo el mundo? ¿El mismo Pausanias cuyo amor jamás se había tomado en serio?

«Lo siento mucho, prima. No me quisiste en su momento y tu oportunidad conmigo pasó», pensó ahora, mirando de reojo a Neera.

¡Qué perfil tan delicioso el suyo! Sintió que lo invadía una oleada de deseo y también de orgullo por haber sido capaz de poseerla dos veces ese mismo día y que ella le dijese: «Nunca he tenido un amante que me haga sentir lo que tú».

Pero la crónica lo reclamaba ahora. Con un suspiro, revisó la columna que había estado escribiendo la noche anterior y que había interrumpido antes de tiempo. La culpa había sido de Neera. Aburrida de verlo escribir tanto rato, se había puesto a retozar por debajo de su cintura, hasta que él se puso tan nervioso que incluso dejó caer tinta sobre el papiro. Allí seguía el borrón, ya seco. En otro momento se habría enojado por aquella imperfección en su manuscrito. Ahora, sin embargo, le servía como recuerdo de que compartía lecho con una mujer tan bella que cuando recorría con ella las calles de Esparta todas las cabezas se volvían para mirarlos; a ella con admiración y anhelo, y a él con envidia.

No, no estaba mal que envidiaran a Pausanias, hijo de Cleómbroto.

Releyó entre dientes las últimas columnas para retomar el hilo de su relato, que había dejado en el momento en que la falange espartana había quedado detenida en el campo de batalla bajo el acoso de los arqueros y la caballería de Mardonio.

 

De este modo los espartanos se vieron aislados, ya que los atenienses no podían acudir en su ayuda. Dispuestos a enfrentarse a Mardonio y al grueso de las tropas persas, procedieron a realizar sacrificios a los dioses. Pero los presagios no eran favorables, por lo que no podían cargar contra ellos.Mientras tanto, los bárbaros continuaban disparando nubes de flechas desde detrás de su barricada de escudos y muchos de los hombres de Pausanias caían muertos o heridos.En esa angustiosa circunstancia, el general Pausanias levantó las manos al templo de Hera y rogó a la diosa que no frustrara las esperanzas de sus hombres. Por fin, los espartanos obtuvieron presagios favorables, y en ese momento Pausanias ordenó cargar contra los persas. Éstos soltaron los arcos y les hicieron frente con las lanzas…

 

Pausanias aceleró la lectura del texto de la batalla, pasando el dedo sobre las líneas. No se lo quería reconocer a sí mismo, pero se sentía un tanto culpable por no haber mencionado en su crónica el papel desempeñado por Perseo y la caballería tesalia. Neera, a quien le había consultado, le había sugerido que lo silenciase.

—Eres el rey de Esparta.

—El regente.

—Como si fueras el rey —le había dicho ella, tapándole los labios con un dedo—. En Persia todos los generales y los oficiales saben que cualquiera de sus victorias se atribuye siempre al Gran Rey. Tú has sido la mente y el corazón del ejército griego. Todo lo que han hecho sus soldados lo han hecho en tu nombre, así que es tu nombre el que debe perdurar para que las gentes lo conozcan.

«Es tu nombre el que debe perdurar». Era lógico y justo que así fuese, pues los reyes —o regentes en su caso— siempre recibían honores especiales. De haber sido Perseo el rey y general de la batalla, ¿quién se habría acordado de Pausanias?

Mirando de nuevo a Neera, que lo recompensó dejando caer aquellos párpados lánguidos y curvados, Pausanias continuó el relato donde lo había dejado, tras la muerte de Mardonio abatido por una pedrada.

 

Mientras tanto, en el otro extremo del campo de batalla las tropas atenienses lograron derrotar a los tebanos y otros griegos traidores, que se retiraron en desbandada al otro lado del río y no pararon hasta refugiarse tras las murallas de Tebas. Si no sufrieron más bajas fue porque su caballería los protegió durante la retirada y evitó que los atenienses los masacrasen.Los espartanos y los atenienses, victoriosos en dos campos de batalla que distaban apenas veinte estadios, asaltaron simultáneamente el campamento de Mardonio. Allí los griegos vengaron por fin todas las ofensas recibidas de los persas durante aquella guerra: de los bárbaros que se refugiaron en la fortaleza apenas sobrevivieron tres mil.Un contingente más numeroso de bárbaros se retiró con el general Artabazo. Cuando éste se percató de que las tornas se volvían contra los persas y recibió la noticia de que Mardonio había caído, Artabazo tomó las tropas que mandaba en el centro del ejército persa, a las que se unieron los supervivientes de las de Mardonio que no cometieron el error de encerrarse en la fortaleza. Todos ellos se retiraron al norte. No se contentaron con refugiarse en Tebas, sino que, asustados por el empuje de las tropas de Pausanias, continuaron camino hasta la Fócide y más allá de las Termópilas.Con los restos del orgulloso ejército persa, Artabazo se alojó en Tesalia unos días, y desde Tesalia prosiguió su camino por Macedonia y Tracia. Cuando los persas intentaron atravesar el río Estrimón, que se había congelado, a muchos los sorprendió el deshielo y perecieron ahogados, y del resto muchos otros también fueron cayendo en Tracia. Cuando Artabazo llegó a Asia, apenas le quedaba la mitad de las tropas con las que había huido de Platea.Y así, más de veinte años desde que Darío clavara sus estandartes a este lado del Helesponto, los persas por fin se retiraron de Europa.

 

Pausanias mordisqueó el otro extremo del cálamo, recordando la conversación mantenida esa misma noche con Temístocles, al final de una cena privada entre ambos.

—Los persas han demostrado su debilidad —le había dicho el ateniense—. Ahora que los hemos expulsado de Europa y somos los dueños del mar, todos los que hemos combatido en Salamina y Platea deberíamos firmar una alianza con el fin de cruzar el Egeo y liberar a nuestros hermanos griegos de Jonia.

—¿Es que no te cansas de hacer la guerra? —le había preguntado Pausanias.

—La mejor forma de defenderse es atacar. Mi ciudad ha sido destruida no una vez, sino dos. ¡Me niego a que eso vuelva a ocurrir! En lugar de esperar a que los persas se recuperen y vuelvan a traer la guerra a Grecia, debemos ser nosotros los que aprovechemos el espíritu de unidad que ha engendrado esta victoria y llevemos la guerra a Asia.

Bien sabía Pausanias que no era únicamente el afán liberador lo que movía a Temístocles, sino la codicia. Las riquezas encontradas en el campamento de Mardonio les habían abierto los ojos a todos. Si cuando iban a la guerra los bárbaros llevaban encima tantas joyas y ropajes de seda, tal cantidad de oro y plata, tales muebles de maderas preciosas, por no hablar de la belleza de sus esposas y concubinas, ¿qué tesoros almacenarían en las capitales del Gran Rey? ¿Qué montañas de oro y plata no se acumularían en Susa, en Ecbatana y, sobre todo, en la legendaria Babilonia, esperando a ser conquistadas por guerreros lo bastante audaces?

Pausanias volvió el rostro hacia Neera, que le sonrió con dulzura, y recordó el momento en que él y sus hombres entraron en la tienda de Mardonio y se encontraron con todo aquel lujo asiático.

—Qué insensatos han sido estos persas —había comentado Pausanias mientras paseaban sobre aquellas mullidas alfombras—. Disponiendo en su patria de todas estas riquezas, ¡se les ocurre venir a robarnos a nosotros los griegos, que somos pobres!

Los comandantes habían celebrado su comentario. A decir verdad, desde que ganó la batalla, Pausanias se había dado cuenta de que cualquier ocurrencia que saliera de su boca le parecía a todo el mundo muchísimo más graciosa que antes.

Volvió a tomar el cálamo. Al hacerlo, los eslabones de la pulsera que llevaba en la muñeca derecha tintinearon con el sutil son del oro. Otro despojo del vencedor, un adorno que había pertenecido al mismísimo Mardonio y que su escudero Licareto le había ofrecido como homenaje. Siguió escribiendo.

 

Tras la batalla, Pausanias ordenó que nadie tocara el botín: los ilotas debían reunir todos los tesoros para que pudieran recontarse y repartirse de forma justa. Se encontraron ropajes y tapices de tejidos preciosos, decorados con maravillosos diseños. También tiendas recamadas con hilos de oro y plata, lo que provocó muchos chistes entre los espartanos, acostumbrados a dormir en campaña no ya en tiendas de tosca arpillera, sino envueltos en sus mantos sobre las piedras del suelo. «¿Cómo iban a ganar la guerra los ricos que venían a conquistar la tierra de los pobres?», comentó el éforo Espertias.

 

Pausanias estuvo a punto de escribir su apodo, Escaleno, en lugar de su nombre, pero se arrepintió antes de hacerlo. Su crónica debía sonar seria y veraz.

 

Se hallaron, asimismo, calderos de oro y plata metidos en grandes sacos y cargados en carros: al parecer, algún noble persa había intentado sacarlos de la fortaleza al ver el cariz que adquiría la batalla, pero el asalto de los griegos se lo había impedido. Lechos, divanes, sillas y cofres con incrustaciones de oro, marfil y piedras preciosas. Vajillas y copas de todos los tamaños y formas, y también de oro, plata y electro. Por no contar los adornos que llevaba encima cada guerrero persa.Cuando se reunió todo este botín, una auténtica montaña de riquezas, los aliados ofrendaron la décima parte al oráculo de Delfos, tal como habían jurado hacer antes de llegar a la llanura de Platea…

 

—No se lo merecen —había declarado Temístocles en su momento—. Desde el principio los sacerdotes de Delfos no han hecho otra cosa que emitir oráculos derrotistas y aconsejarnos la rendición. ¿Ahora vas a entregarles el diezmo del botín?

—Así lo juramos —le recordó Pausanias—. Y no conviene incurrir en la ira de Apolo.

 

… Se entregaron, asimismo, valiosas ofrendas a los santuarios de Poseidón en el istmo de Corinto y de Zeus en Olimpia. Lo que quedó se repartió por ciudades, conforme al número de soldados que cada una había aportado y sus méritos en la batalla.Como honor especial, a Pausanias, el vencedor de Platea, se le concedió un botín especial, incluyendo carros, caballos e incluso camellos…

 

Como Pausanias pronunciaba en voz baja las frases al tiempo que las escribía, Neera escuchó sus palabras. Sus dedos se deslizaron entre las piernas de él y no tardaron en obtener la reacción que esperaban.

¿Por tercera vez en el mismo día? «¡Por Príapo! —se dijo Pausanias, orgulloso—. En verdad es cierto que ella no puede haber tenido otro amante como yo».

—¿Formo yo parte del botín, Pausanias?

—No, querida.

Él se sonrojó y al instante se maldijo por ello. Por más que fuese el vencedor de Platea, seguía teniendo el rubor demasiado fácil.

—Tú no eres una presa obtenida en la guerra. Tú eres un regalo enviado por los dioses.

—¿Como Pandora?

Él soltó una carcajada.

—Bueno, espero que tú no traigas una jarra llena de males.

Ella le besó. Su lengua era tan jugosa que Pausanias dejó el cálamo —bien lejos del papiro esta vez— y se olvidó de su crónica. Pasados los años, encerrado en el templo de Atenea sin nada que comer ni beber, recapacitaría y concluiría que aquella hermosa mujer había sido su Pandora particular.

Pero todavía quedaba mucho para que llegaran los días oscuros. De momento, el brillo áureo de la victoria de Platea borraba cualquier sombra.

 

 

 

Nunca en la historia de Esparta el gimnasio de Heracles había estado tan abarrotado, ni siquiera el día en que se batieron en duelo Perseo y Bagabigna. Las gradas se hallaban pobladas de espectadores, apretujados hombro con hombro y pegados muslo contra muslo. Por detrás de ellos, entre las columnas que sujetaban el pórtico y hasta las paredes del recinto, había miles de personas más, poniéndose de puntillas unas sobre otras para ver mejor. Al tejado, como en otras ocasiones, se habían encaramado los críos de la agogé, dispuestos a aprender ejemplos de valor de sus mayores.

Pero ni así bastaba para dar cabida a todos los que querían presenciar la ceremonia de la victoria, de modo que al menos otros mil espectadores ocupaban incluso la arena de la palestra, un hecho desusado hasta entonces. Para dejar paso a los que iban a entrar a recibir las condecoraciones, dos largas barandillas de madera separaban un pasillo de poco más de dos metros de ancho entre la entrada oriental y la grada donde presidían el acto el regente Pausanias y el rey Latíquidas.

Después de llevar a cabo los sacrificios pertinentes, los éforos condecoraron a los dos generales vencedores en la guerra. Latíquidas el Euripóntida recibió la corona de olivo por haber destruido a una flota persa en Micale, no muy lejos de Mileto. Al ver su sonrisa triunfal, cualquiera habría creído que el verdadero artífice de aquella victoria era Latíquidas —él, que no había visto un barco en su vida—, y no los atenienses Jantipo y Cimón.

El siguiente en recibir la corona fue el regente Pausanias, que fue aclamado con aplausos mucho más entusiastas que Latíquidas. Todos en Esparta sabían que la batalla de Platea había sido el momento decisivo de la guerra. Gracias a aquella victoria, habían expulsado para siempre a los persas de Grecia, alejando aquella amenaza que se había cernido sobre sus cabezas desde hacía más de una generación.

De pie entre Latíquidas y Pausanias, el adivino Tisámeno los observó a ambos. Los mantos que llevaban, despojos tomados a los persas, no estaban teñidos de rojo sin más como siempre había sido costumbre en Esparta, sino de auténtica púrpura real de Tiro, y valían más que su peso en plata.

La victoria de Platea, Tisámeno lo sabía, era la más gloriosa de las cinco que el dios de Delfos le había prometido. Pero también sería el germen de futuros males para Esparta. Sobre todo, para los dos personajes reales que lo flanqueaban, Latíquidas y Pausanias, a los que el amor por las riquezas acarrearía la ruina.

Otro gran artífice del triunfo, el ateniense Temístocles, recibió una corona de olivo, el árbol de la sabia Atenea, como premio a la inteligencia. A continuación, los heraldos proclamaron los nombres de aquellos espartanos caídos que habían dado mayores muestras de valor en Platea. Sus familiares desfilaron por la palestra para presentarse ante el rey y el regente y recoger las coronas póstumas. Durante ese breve paseo recibieron las felicitaciones y las palmadas de los espectadores pegados a las barandillas, pues para un espartano no existía mayor honor que tener a un hijo, padre, hermano o esposo muerto en glorioso combate.

La multitud aclamó en especial el recuerdo de Posidonio, más conocido como Gerión, que, tras demostrar su coraje y su fuerza en el choque frontal entre espartanos y bárbaros, había abierto una brecha en la empalizada enemiga antes de ser abatido por las flechas persas.

Por fin llegó el momento más esperado, pues quien más y quien menos sabía por rumores lo que iba a ocurrir. Tras un penetrante toque de trompeta que acalló las voces, el veterano Geleonte, patriarca de los heraldos Taltibíadas, proclamó:

—¡Hombres y mujeres de Esparta! Para terminar de honrar a los dioses y a los caídos de las Termópilas, se van a ofrendar ante vosotros las armas que el bárbaro Jerjes arrebató a nuestro bienamado rey Leónidas. ¡Su armadura y su yelmo, así como el estandarte de nuestro protector Cástor!

Al oír el nombre de Leónidas, todo el mundo aclamó al héroe de las Termópilas. Los que estaban sentados se pusieron en pie y los que estaban de pie brincaron y dieron palmas en el sitio. La trompeta volvió a reclamar silencio y el heraldo continuó:

—¡Esos objetos que el Gran Rey consideraba sus despojos retornan ante vosotros los espartanos, sus legítimos dueños! ¡Y lo hacen gracias al hombre que apareció como una señal de los dioses en la hora más oscura para nuestra patria, el mismo que cabalgó delante de nuestras filas como el primero de los espartanos! ¡¡¡Perseo!!!

Al oír aquel nombre, la aclamación se convirtió en un rugido, un trueno que hizo temblar las gradas de aquel gimnasio donde años antes el mismo hombre al que ahora aplaudían y vitoreaban caía derrotado ante un bárbaro persa. Ahora todo el mundo conocía sus proezas, pues los miles de soldados que las habían contemplado habían hecho correr por la ciudad el relato de la legendaria cabalgata de Perseo, galopando a lomos de un espléndido corcel blanco y desafiando las flechas de los persas para enarbolar delante de las filas espartanas el estandarte de Cástor que él mismo había recuperado del campamento de los bárbaros.

Al lado de Pausanias, Tisámeno asintió y sonrió satisfecho. El regente pensó que era la primera sonrisa auténtica que jamás había visto en aquel rostro tan adusto.

—Escucha, Ferenice, escucha esos aplausos —murmuró el adivino—. ¿No te lo dije yo? ¿No te lo dijo Tisámeno el Yámida? Tu nieto fue el último entre los espartanos, pero en la hora decisiva ha sido el primero de los espartanos.

Pausanias se removió incómodo. ¿Se trataba de una percepción suya, o la ovación por Perseo era más intensa y calurosa que la que le habían dedicado a él?

Tisámeno se volvió hacia él y le clavó aquellos ojos oscuros y penetrantes.

—Lo es, hijo de Cleómbroto.

—No te he preguntado nada, adivino.

—Te lo has preguntado a ti mismo y yo te contesto. Es mejor que disfrutes de la gloria del momento y no dejes que la envidia ni la codicia corroan tu ánimo. Aunque es inútil que te lo diga, pues aquello que las Moiras tienen decretado ya está tejido en el tapiz del tiempo.

Con estas palabras, Tisámeno volvió a mirar a la arena, donde ya la panoplia y el estandarte avanzaban por el estrecho pasillo hacia el altar de Heracles. Mientras tanto, los gritos de la multitud hacían retumbar hasta las piedras.

—¡¡PERSEO!! ¡¡PERSEO!! ¡¡PERSEO!!

Pausanias miró a su derecha. Allí estaba el joven rey Plistarco, aplaudiendo como los demás al hombre de quien no sospechaba que era su padre. Al otro lado, su madre Gorgo tenía las manos entrelazadas y miraba a la palestra con los labios apretados y los ojos llenos de lágrimas.

Pausanias experimentó una fugaz punzada de culpa. Había sentido mucho amor por Gorgo. Pero ese amor se había convertido en reliquia del pasado. Él ya no era el mismo hombre. Ahora estaba con la hermosísima Neera. Aún más, sabía que el hombre en el que se había convertido podía optar a algo incluso mejor que Neera. ¿Por qué conformarse con lo que ahora tenía, si podía aspirar a poseerlo todo? ¿Por qué un regente de Esparta no podía conquistar más grandeza que el Rey de Reyes de Persia, si mandaba mejores soldados?

Y mientras Pausanias revolvía en su mente las ambiciones que a la postre acarrearían su ruina, la multitud seguía aclamando el paso de las armas del gran Leónidas y del estandarte de Cástor.

—¡¡PERSEO!! ¡¡PERSEO!! ¡¡PERSEO!!

 

 

 

Unos días antes, poco después de que el ejército llegara a Esparta, Gorgo había recibido una visita en privado.

Él traía una tira de cuero, enrollada y sucia, guardada dentro de una bolsita de tela. Cuando se la entregó y se la puso en las manos, le tomó los dedos y se los cerró con ternura.

—Leónidas escribió este mensaje para ti. Fue su última voluntad que lo recibieras. Aunque sea con un año de retraso, aquí lo tienes.

Gorgo apretó los párpados, pero ni aun así pudo contener dos gruesas lágrimas que rodaron por sus mejillas. Aquella humilde tira de piel representaba el último recuerdo de su tío, que más de un año después de su muerte volvía a hablarle desde el Hades.

¿Debía leer aquel mensaje, escuchar sus últimas palabras, o dejarlas en suspenso, en la eterna posibilidad de todas las frases que pueden llegar a ser dichas y quedan en el limbo?

No. Ella era una espartana y, como espartana, debía cumplir con su deber y conocer la última voluntad de su marido. En un pequeño cofre de madera de cedro guardaba muchos recuerdos y objetos personales. Entre ellos, la escítala que le había dado Leónidas, un cilindro de madera de olivo, gemelo del que él mismo se había llevado a las Termópilas.

Gorgo tomó la tira de piel e hizo coincidir el diminuto agujero que tenía en el extremo con una muesca de la escítala, y para sujetarla introdujo por el agujero un pequeño pasador de cobre. Después, empezó a enrollar la cinta alrededor del cilindro, con sumo cuidado de que los bordes de cada vuelta coincidieran sin solaparse.

Nunca había tenido demasiada paciencia, pues de niña se escapaba a menudo cuando trataban de enseñarla a bordar y se aburría. Con todo, cuando llegó al otro extremo de la vara, consiguió que coincidieran la muesca y el agujero del final de la cinta. Tras poner el segundo pasador, el mensaje apareció ante sus ojos, transformado en un texto y no en una mezcolanza de letras sin sentido. Girando la escítala en sus manos, trató de encontrar el principio.

 

Querida Gorgo:Cuando recibas este mensaje, ya estaré muerto. Busca un hombre noble, cásate con él, sé feliz y engendra buenos hijos. Te recomiendo que pienses en el portador de este mensaje como candidato.Salud,Leónidas.

 

Las últimas líneas apenas pudo leerlas, pues tenía los ojos arrasados de lágrimas. Levantando los ojos hacia el hombre que le había entregado la cinta de cuero, preguntó con la voz quebrada:

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué? —preguntó a su vez él.

—¿Por qué no ha venido a traérmelo él? ¿Por qué no ha querido verme? ¿Por qué ni siquiera ha entrado en Esparta?

El portador del mensaje abrió la boca para decir algo. Pero incluso él, el ingenioso Escaleno, se quedó por una vez sin palabras, de modo que se limitó a abrir los brazos y estrechar entre ellos a la desconsolada reina de Esparta.

 

 

 

—¡¡PERSEO!! ¡¡PERSEO!! ¡¡PERSEO!!

Junto al altar de Heracles, encima de un montón de despojos capturados a los persas —armaduras y yelmos de oro, alfanjes con empuñaduras de marfil y nácar, caftanes de seda— se había erigido un trofeo, una cruz formada por dos postes de madera de cedro. Usando el travesaño horizontal a modo de brazos, Escaleno y Tresas colocaron allí la armadura que usó Leónidas en su última batalla, en las Termópilas, y en el poste vertical el casco de colmillos. Sobre la panoplia, clavado en el suelo, ondeaba el estandarte de Cástor, agitado por una brisa que acababa de levantarse como señal de que los dioses estaban complacidos con la victoria de sus hijos espartanos.

—¡¡PERSEO!! ¡¡PERSEO!! ¡¡PERSEO!!

—¿Has visto, Tresas? —preguntó Escaleno, enderezando el yelmo de Leónidas para que quedara más vistoso—. ¿Cuando entramos en la agogé y todos se burlaban de nosotros, esperabas que algún día nos aclamarían así?

—No digas tonterías —respondió su amigo—. No es a nosotros a quienes aclaman, sino a Perseo.

—Da igual, Tresas. Saborea este momento y recuerda que cuando Perseo nadó en las aguas de la Estigia, cuando cargó a caballo con la caballería tesalia y cuando embistió contra el general Mardonio, al que dicho sea de paso derribé yo, nosotros estábamos allí.

Los dos hombres que habían traído aquellos preciados objetos levantaron los brazos y giraron sobre sus talones, disfrutando del homenaje que la multitud rendía a su amigo, el hombre que había vuelto de las brumas de la muerte y el olvido para salvar a su patria, Esparta.

 

 

 

Frontera norte de Esparta

 

La comitiva real llegó hasta Belemina, la última aldea del territorio espartano antes de entrar en Laconia. Allí se quedaron los trescientos guardias reales que el regente había enviado a escoltar a Temístocles, como último homenaje de la ciudad de Esparta. Al detenerse, los trescientos clavaron los pies y juntaron los tacones a la vez, haciendo retemblar el suelo de aquella forma tan marcial típica de los espartanos.

Temístocles ordenó al auriga que lo conducía que detuviera el carro, la mejor cuadriga de la ciudad, tirada por espléndidos corceles de los establos de la casa Agíada. Volvía a Atenas con ese presente, con la corona de olivo como premio a la inteligencia y, además, escoltado por trescientos soldados escogidos entre los mejores del mundo: era un honor que los espartanos no habían rendido jamás a un extranjero.

Mientras se daba la vuelta sobre el carro para despedirse de los guardias, se preguntó qué más podía pedir.

Tal vez acababa de cruzar un umbral, el momento culminante de su vida. Quizás debería resignarse ya a ver pasar los barcos delante del Pireo, tomando una copa de vino con Apolonia, viendo a sus hijos crecer y después a los hijos de sus hijos.

Pero no. No había llegado todavía el momento de descansar. Sólo lo haría cuando terminara de cumplir con algunos proyectos que tenía pendientes. Para ello, mucho se temía que tendría que engañar a los mismos espartanos que lo habían homenajeado, pues no eran partidarios de construir murallas y Atenas las necesitaba.

—¡Temístocles! ¡Temístocles!

Al oír que gritaban su nombre, miró a la derecha. Por la ladera de la loma que dominaba el camino bajaba una figura que le resultaba familiar por su estatura y su porte. Cuando se acercó un poco más, Temístocles reconoció los cabellos y la barba trigueños, y también el parche en el ojo.

Una vez que llegó a su altura, Perseo plantó la mano en la barandilla de la cuadriga y preguntó:

—¿Admites a un viajero en tu carro, ateniense?

—Eso depende de dónde quieras viajar.

—Me han dicho que estáis reconstruyendo el Pireo y desde allí se puede embarcar en naves que viajan a todos los países del mundo.

—Así es. ¿Quieres navegar a algún país en concreto?

Perseo movió apenas los hombros, ese gesto que para un espartano equivalía a encogerlos.

—Me da igual. —Apretando el astil de su lanza, añadió—: Subiré al primer barco que encuentre y allí donde me lleve encontraré una guerra en la que luchar.

Temístocles le tendió la mano y, aunque al guerrero espartano no le hacía ninguna falta el gesto, le ayudó a subir al carro. Después ordenó al auriga que reemprendiera la marcha, y ellos y su pequeña escolta tomaron el camino que los llevaría a Tegea, Corinto y de ahí a Atenas.

 

 

 

Desde un bosquecillo cercano, un hombre vestido con túnica y manto blancos vio cómo la reducida comitiva se alejaba hacia el norte. Apoyando ambas manos sobre la flor de loto de su báculo, suspiró pesadamente.

—Adiós por ahora, Perseo. Siento no haberte dicho toda la verdad sobre tu origen, pero las Moiras no han decretado que de momento regreses a Esparta.

El adivino recordó el momento en que la multitud espartana había aclamado al héroe. Mientras todos gritaban su nombre, el rey Latíquidas, de pie a la izquierda de Tisámeno, había vuelto el rostro hacia él para decirle:

—Es una pena que Perseo no haya querido entrar en Esparta para recibir este homenaje. A mi pesar debo reconocer que, para ser hijo de Damarato, ese joven tenía planta y temple. —Mirando de reojo a su propio hijo Zeuxidamo, un joven pálido, flaco y enfermizo al que la gente apodaba Cinisco, «el Cachorro», Latíquidas había añadido—: Los dioses se han burlado de mí. Zeuxidamo debería haber sido hijo de Damarato, igual que Perseo debería haber sido hijo mío.

Rememorando aquella conversación, Tisámeno esbozó una sonrisa de tristeza. Latíquidas ignoraba la ironía de sus palabras. Pues Perseo era en verdad hijo suyo, no de Damarato, como casi todo el mundo pensaba, ni de Cleómenes, como éste había hecho creer al propio Perseo. En el vientre de Pércalo, la semilla de su pretendiente y amante Latíquidas había germinado casi un mes antes que la de Damarato. Por eso Perseo había nacido más grande y fuerte que Nabis, del mismo modo que Heracles había nacido más grande y fuerte que Ificles.

Pero eso no lo debía conocer Perseo, pues a Tisámeno no le interesaba por el momento. Para cumplir sus planes, necesitaba que Perseo siguiera siendo el lobo solitario, el guerrero errante que evitaba regresar a su patria porque creía que la mujer a la que amaba era su hermana.

Con un nuevo suspiro, Tisámeno empuñó el báculo y emprendió el camino de regreso. Esparta y otras cuatro victorias lo aguardaban. Y en alguna de ellas, si los designios de las Moiras se cumplían, todavía tendría algo que decir Perseo, el espartano.

 

Plasencia, julio de 2017