CUARTA PARTE
TERMÓPILAS
CARTA DE ESCALENO A PERSEO
Verano de 480 a.C.
De Espertias, hijo de Anaristo, más conocido como Escaleno, a su buen amigo Perseo, hijo de Damarato, ¡salud!
Aunque en tu última carta no me preguntaste ni por Gorgo ni por el joven príncipe Plistarco, te diré que la hija del nunca lo bastante llorado Cleómenes sigue tan bella y tan inteligente como siempre, y que su hijo crece fuerte y sano, más alto que la mayoría de los chicos de su edad. Incluso más alto de lo que parecería lógico considerando la estatura de su padre, Leónidas. En cuanto a éste, mantiene su prestigio entre el pueblo. De Latíquidas poco más te puedo decir que es un pan sin sal. Al menos, no ha mandado ningún ejército más desde aquel día desastroso del que ni me atrevo a hablarte, así que mantenemos nuestras tropas intactas.
Me dices que estás en las fronteras entre Epiro y Tesalia, combatiendo como mercenario en las guerras que libran entre sí las tribus del lugar. También me comentas que hasta aquella isla han llegado los rumores de que la gran guerra que llevamos esperando tanto tiempo es inminente.
Te confirmo esos rumores: la guerra ya ha empezado. Voy a ponerte en antecedentes, por si no han llegado noticias a esas tierras semisalvajes donde te encuentras ahora.
Hace unos meses, Jerjes volvió a enviar embajadores a toda Grecia pidiendo el agua y la tierra. A toda Grecia, claro está, salvo a los atenienses y a nosotros. Cosa de la que me congratulo, porque no tengo ningún deseo de que nuestros paisanos cometan otro sacrilegio con los heraldos y yo me vea obligado a viajar a la corte del Gran Rey a expiarlo por segunda vez.
Muchas ciudades y pueblos enteros se han rendido a Jerjes sin tan siquiera intentar luchar. Así han hecho los macedonios, y también los tesalios. Estos últimos son magníficos jinetes, que, por desgracia, en lugar de reforzar nuestra pobre caballería contra los persas, se pondrán a las órdenes de éstos y harán que la contienda resulte incluso más desequilibrada.
Pues el ejército que trae consigo Jerjes es el mayor que jamás se haya visto, y la flota no le va a la zaga. Se habla de mil doscientos barcos y de millones de hombres. Leónidas, menos exagerado, me ha dicho en confianza que, según los informes de los espías que enviamos a Sardes hace meses, el Gran Rey ha movilizado a más de ciento veinte mil hombres. Esa cifra sí es de fiar, pues proviene del mismísimo Jerjes: cuando se enteró de que sus hombres habían capturado a los tres espías griegos y los estaban torturando, ordenó que los liberasen y que les enseñasen los campamentos donde se estaban congregando todas sus tropas.
El Gran Rey parece pensar que, al conocer la verdadera dimensión de sus preparativos, la mayoría de los griegos se rendirán sin batallar. Con el fin de impresionarnos con su poder, incluso ha unido Asia con Europa mediante un puente de barcos, y ha hecho excavar un canal que atraviesa de lado a lado el promontorio del monte Atos para esquivar sus tormentas. Da la impresión de que estaría dispuesto incluso a apilar montañas, unas sobre otras, como hicieron los gigantes Alévadas que quisieron asaltar el Olimpo.
Todo ello para conquistar Grecia, por supuesto, pero también para vengarse de los atenienses por la humillación que le hicieron sufrir a su padre Darío en Maratón. Y, de paso, para someternos a nosotros, los espartanos, que nos consideramos los primeros entre los griegos libres. Pero esto último hay gente que parece no entenderlo aquí, en Esparta. Muchos, y entre ellos el rey Latíquidas, están convencidos de que Jerjes se conformará con destruir Atenas, se quedará al norte del istmo de Corinto y a nosotros nos dejará en paz. ¿Qué se le ha perdido a él, un hombre que posee todas las riquezas concebibles, en un lugar tan pobre y montañoso como el Peloponeso?
Quienes así hablan no conocen la mente del Gran Rey, ni han caminado por las calzadas de su imperio. Yo, que las he recorrido y he visto con mis propios ojos las huellas de su inconmensurable poder, puedo decir que Jerjes sólo concibe un dominio bajo el sol, y es el suyo. Mientras quede un país en la tierra que no esté sometido a su poder, intentará conquistarlo.
En conclusión, aquella gran guerra de la que te hablé, ¿hace cuánto?, ¿diez años?, ya se nos viene encima. No es como los relatos de Lamia o de otras criaturas terroríficas que se cuentan para amedrentar a los niños.
La invasión ha comenzado.
¿Hace falta que te diga algo más, mi Aquiles? Venzamos o perdamos, Esparta jamás se habrá encontrado con un enemigo como el Imperio persa. Puede ser la hora más oscura de nuestra ciudad, o la más brillante. En cualquiera de los dos casos, nada me haría sentirme más honrado que luchar al lado de Perseo, el mayor guerrero que he visto y el mejor amigo que he conocido.
Que los dioses te guarden, Perseo. Aquí, tu amigo Escaleno, que te espera con los brazos abiertos y el escudo embrazado.
Añado estas últimas líneas a la carta antes de que el mensajero parta para el norte. Es un correo a caballo que tiene otros asuntos urgentes que tratar, así que espero que la misiva te llegue en tres días, cuatro a lo sumo, y te cuente las últimas novedades sobre la invasión persa.
Para enfrentarse a ella, los estados griegos que se niegan a rendirse al Gran Rey se han reunido en Corinto. Los más decididos a luchar contra Jerjes son los atenienses, y entre ellos Temístocles. Precisamente fue él quien convenció a sus compatriotas para utilizar la plata de sus minas en la construcción de una nueva flota. Gracias a los ciento setenta barcos que aporta Atenas, la alianza griega puede contar con unas trescientas cincuenta naves de guerra que oponer al Gran Rey. Esos trescientos cincuenta barcos deben evitar que los mil doscientos de Jerjes pasen más al sur del cabo de Artemisio, al norte de la isla de Eubea. Una misión harto complicada, como puedes imaginar. Máxime cuando el jefe nominal de nuestra flota es un primo de Latíquidas, Euribíades, que no sabe diferenciar babor de estribor. Yo tampoco, pero al menos no pretendo que nadie me nombre almirante. Recemos a los dioses para que Temístocles sea capaz de manejar a Euribíades.
La desproporción resulta todavía más exagerada en el ejército de tierra, y debo añadir que por nuestra culpa. La alianza ha elegido defender las Termópilas, un estrecho paso entre la montaña y el mar que es la puerta de Grecia central y que seguro que conoces. Los expertos en estas cuestiones sostienen que en ese desfiladero una fuerza inferior es capaz de detener a otra superior en número, pero hasta qué punto puede ser inferior ya es discutible.
Con la excusa de que celebramos las Carneas —el mismo festival con el que ya nos hicimos los remolones hace diez años y dejamos que los atenienses se enfrentaran solos a los persas en Maratón—, no vamos a enviar más que una fuerza testimonial de trescientos hombres, los que forman la guardia personal de Leónidas. Y gracias a que éste se ha empeñado. El supuesto plan de nuestras autoridades es enviar refuerzos cuando pasen las Carneas, pero en verdad su intención —la de Latíquidas el primero— es construir una muralla que fortifique el istmo de Corinto, y dejar que los estados situados al norte de éste se las apañen como puedan contra el invasor.
De momento, la fuerza que partirá a las Termópilas cuenta con los trescientos hombres de Leónidas, más arcadios y otros soldados del Peloponeso, a los que se unirán fuerzas de Corinto, y también beocios de Tespis y de Tebas, y es de suponer que tropas locrias y focenses que conocen la zona. Como mucho, cinco mil hombres. ¡Contra los ciento veinte mil de la Spada, el todopoderoso ejército de Jerjes!
Le entrego ya la carta al mensajero, que está montado a caballo y apremiándome con la mano extendida para recogerla. De nuevo, ruego que los dioses te guarden, Perseo. Mucho me temo que esta guerra tan desequilibrada termine antes de que puedas participar en ella.
Tu amigo, Escaleno.
Carta de Perseo a Escaleno
Querido Escaleno,
Disculpa que no me entretenga con más detalles sobre mí ni sobre lo que he hecho desde la última vez que te escribí. Cuando el mensajero que me trajo tu carta te entregue la mía, es probable que yo ya esté en las Termópilas, esperando a la llegada de Leónidas y sus hombres. ¿Trescientos, dices?
Serán trescientos uno.
En ese inmenso ejército del que me hablas vienen algunas personas con las que tengo cuentas pendientes. Y nadie dirá que Perseo es un hombre que no salda sus cuentas.
Como ya he hecho en otras ocasiones, te pido que no le cuentes nada a nadie sobre mí. Es mejor que los demás, Gorgo incluida, no sepan que sigo vivo. En cualquier caso, es muy probable que, si la situación es tan grave como la describes, deje de estarlo en breve.
Puede que no volvamos a saber el uno del otro, mi querido Escaleno. Si es así, espero que disfrutes de la vida larga y próspera que te mereces tú, el mejor de mis amigos.