12

Por las tardes, Perseo solía dar un paseo por el campamento persa. O eso decía Glauco. La mayoría de las veces no se acordaba al día siguiente. Incluso, en más de una ocasión, se detenía a mitad del paseo allí donde estuviera, desorientado, y le preguntaba a su criado dónde estaban e incluso quién era él.

El mismo día en que Perseo amaneció desnudo junto a Artemisia, su caminata, más larga de lo habitual, los llevó a ambos al sector donde acampaban los griegos aliados del Imperio persa. A esas alturas de la tarde, Perseo ya había sufrido otro episodio de amnesia y había olvidado de nuevo su nombre y todo lo demás, incluyendo su última conversación con Artemisia. No obstante, guardaba una carta que la reina de Halicarnaso le había ayudado a escribir, y que debía leer al anochecer cuando Glauco se lo recordara.

Mientras llegaba el momento, Perseo y su criado continuaron su paseo. Tras dejar atrás las últimas tiendas de campaña, llegaron a una explanada desnuda de vegetación que estaba dividida en varios cercados por vallas de madera. En todos ellos había caballos, unos practicando maniobras militares con sus jinetes y otros paciendo sueltos o atendidos por sirvientes que doblaban esfuerzos como mozos de cuadras y soldados de infantería ligera.

Perseo se acodó en uno de los maderos del cercado para contemplar a los caballos.

—¿De qué pueblo son esos hombres? —preguntó, señalando a los jinetes que se entrenaban en aquel campo.

—Son tesalios, señor —contestó Glauco—. ¿No recuerdas que hemos pasado el invierno en Tesalia con el ejército del Gran Rey?

Perseo no contestó. Prefería no pensar demasiado, ni en su memoria ni en ninguna otra cosa. Tanto el pasado como el futuro eran muros de niebla, espacios opacos en los que la mirada de su mente chocaba, o más bien resbalaba, como el aceite resbala sobre el agua.

Resultaba más relajante contemplar el mundo exterior, aunque no entendiera muchas de las cosas que veía, que tratar de comprender lo que ocurría dentro de su cabeza. Por eso, Perseo se dedicó durante un rato a observar las vistosas evoluciones de los jinetes.

Los tesalios se habían equipado como si fuesen a librar una batalla de verdad. Aunque no usaban escudo como los infantes, no estaban desguarnecidos ni mucho menos: todos llevaban corazas, algunas de lino y otras de escamas o lamas de bronce, y yelmos beocios que dejaban el rostro al descubierto. Los había que se cubrían también los muslos o el brazo que manejaba las riendas con protecciones de cuero o de tela acolchada, el mismo material de las testeras y petrales que protegían a algunos caballos. Como armas ofensivas blandían un par de jabalinas de madera de cornejo, o bien una jabalina y una lanza similar a la de la infantería. Además, como último recurso para cuando hubiesen disparado o roto las demás armas, tenían un sable ceñido a la cadera izquierda.

La única diferencia entre aquel entrenamiento y una batalla real era que tanto las jabalinas como las lanzas tenían las puntas emboladas. Por lo demás, los participantes se acometían con la agresividad de enemigos acérrimos, y entre golpes y fintas muchos jinetes rodaban por el polvo entre gruñidos. Pero, por aparatosas que fuesen sus caídas, se levantaban enseguida y saltaban de nuevo sobre los lomos de sus caballos con tanta agilidad como si en lugar de armaduras vistieran ligeras túnicas de lino.

—Estás deseando montar y pelear como uno más, ¿verdad, Perseo?

Perseo se volvió hacia el hombre que le había hablado. Era también tesalio y, por los relieves que decoraban su coraza, debía de ser de buena familia, probablemente un oficial. Era más joven que él, moreno y nervudo, con los pómulos muy marcados y dos incisivos que asomaban incluso cuando cerraba la boca.

—Me conoces —dijo Perseo.

—Sí.

—Todo el mundo me conoce. Pero yo no conozco a nadie.

—No te preocupes. Me han llegado noticias del extraño mal que afecta a tus recuerdos. —El tesalio le tendió la mano y se presentó—: Soy Menón, hijo de Menón, de los Equecrátidas de Farsalia.

—Yo soy…

—Perseo, hijo de Damarato, antiguo rey de Esparta. Lo sé. Aunque yo te conozco más bien como Perseo, hijo de tus obras y soldado errante. O, si no te ofende, mercenario.

—¿Hijo de mis obras? ¿Quién me puso ese apodo?

—Tú mismo. No te oí mencionar a tu padre mientras combatimos juntos. Entonces sabía que habías nacido en Esparta, pero no que tu padre fuese un rey destronado.

—¿Hemos combatido juntos tú y yo?

—Hace cuatro años, en una campaña contra los focenses.

—¿Vencimos?

El tesalio torció la boca en un gesto ambiguo.

—Al menos salimos vivos. Esos bastardos nos tendieron una trampa en el desfiladero de Hiámpolis. Abrieron una enorme zanja, la llenaron de ánforas vacías y la recubrieron con tierra suelta. Cuando nuestra caballería cargó, la arena cedió y más de doscientos caballos se rompieron las patas dentro de las ánforas. ¿Quién puede hacer eso a unos animales tan nobles? —se indignó Menón, rechinando los dientes—. Sólo gente tan baja y vil como los focenses.

—¿Por qué peleábamos?

—La guerra entre tesalios y focenses es tan antigua que casi ni nos acordamos de por qué empezó. Supongo que les ocurre lo mismo a todos los pueblos lindantes. Mira cómo los atenienses han tenido que abandonar esta tierra, mientras que sus vecinos tebanos se dedican a devastarla para el Gran Rey.

—¿Estamos en Atenas? —preguntó Perseo.

—Al norte de la ciudad, junto al demo de Acarnas. Tampoco recuerdas haber viajado hasta aquí desde mi patria, ¿no?

—No.

Menón se volvió hacia el campo de maniobras, se llevó los dedos a la boca y profirió un silbido tan penetrante que a Perseo le reverberó dentro del cráneo. Por suerte, sus jaquecas eran cada vez menos intensas y más esporádicas.

Un jinete se acercó galopando al borde del cercado.

—Señor…

—Dales un descanso, Filipo.

—¿Cuánto, señor?

—Lo que se tarda en beber una copa de vino.

—Ahora mismo yo me la bebería de un trago, señor. Tengo la boca como si masticara estopa —dijo el tal Filipo, golpeándose con la fusta en la pantorrilla para espantar una mosca.

Perseo pensó que, con aquellas gruesas botas de cuero que llegaban hasta las rodillas, seguramente no había sentido el golpe. A cambio, dentro de ellas los pies se le debían de estar cociendo como panes en un horno.

—Calcula lo que tardarías en bebértela si estuvieras sentado tranquilamente en un simposio y viendo a unas bailarinas, no haciendo instrucción bajo el sol —respondió Menón.

Filipo volvió grupas y regresó con los demás jinetes, levantando nubecillas de polvo tras los cascos de su montura.

—¿Tú mandas a estos hombres? —quiso saber Perseo—. ¿Eres su rey?

Soltando una carcajada, Menón descolgó la cantimplora de su cinturón y le quitó el tapón. Cuando iba a beber, se lo pensó mejor y se la tendió primero a Perseo. Éste entrecerró el ojo y trató de recordar algo. La memoria no quería acudir, pero algo le decía que debía desconfiar de las bebidas que le ofrecían.

—Es agua, nada más. No pretendo envenenarte.

—No tendrías por qué, supongo —dijo Perseo, aceptando la cantimplora. El agua estaba tibia. No obstante, bebió un buen trago.

—Contestando a tu pregunta, no soy rey. En Tesalia no tenemos reyes desde hace mucho tiempo. Los únicos griegos que mantenéis la realeza sois los espartanos. Yo soy tetrarca de la Confederación Tesalia.

—O sea, que eres como un rey.

—¡No! Ser tetrarca significa que mando las tropas de una de las cuatro tetrarquías. Sólo conservaré el cargo si no lo hago tan mal como para que decidan quitármelo.

A una señal de trompeta, los jinetes terminaron el descanso y reanudaron el adiestramiento.

—Filipo es tan estricto como un instructor espartano, ¿no crees? —preguntó Menón.

—No lo sé. No recuerdo mi instrucción.

—Pues debió de ser muy dura y seguro que tuviste a los mejores instructores. No he visto en mi vida a un guerrero como tú.

—¿De veras?

—¿Nadie más te lo ha dicho?

—Puede que sí. Lo habré olvidado.

Menón frunció el ceño, como si se le hubiera ocurrido algo.

—Ven. Vamos a ver si al menos tus brazos se acuerdan de que eras un guerrero.

Apoyando las manos en el tronco del cercado, Menón lo saltó pasando ambas piernas por encima sin tocarlo. A Perseo le gustó el gesto y lo imitó sin pensarlo. Su cuerpo parecía recordar cosas con la facilidad que se le negaba a su cerebro.

Menón volvió a silbar y agitó los brazos para llamar la atención de un jinete que cabalgaba un enorme caballo blanco. El soldado se apartó de los demás y trotó hacia el tetrarca.

—¿Me has llamado, señor?

—Sí, Baquílides. Quiero que le prestes uno de tus venablos a mi amigo Perseo.

Sin desmontar, Baquílides se acercó a Perseo. Éste notó el intenso calor que emanaba del cuerpo del caballo y le acarició el costado instintivamente. Al animal pareció agradarle.

—Ten —le dijo el tesalio, tendiéndole una de sus jabalinas.

Perseo la examinó, equilibrándola sobre la palma de la mano. Madera de cornejo, más dura que el fresno de las lanzas de infantería. La punta estaba envuelta en una gruesa bola de cuero acolchado. En el otro extremo había un lazo de cuerda cuya finalidad ignoraba.

—Vamos a ver quién tiene más puntería, Baquílides —sentenció Menón, apartándose unos pasos de Perseo.

—Eso está hecho, señor.

El jinete taloneó a su caballo y se alejó. Cuando estaba a unos cincuenta metros, hizo que su montura volviera grupas y cabalgó hacia Perseo. El trote se convirtió en galope, y Baquílides levantó el brazo derecho sobre su cabeza y lo extendió hacia atrás para tomar impulso. Cuando estaba a treinta metros de Perseo, apretó los muslos contra el cuerpo de su corcel, levantó el trasero y, reforzando el lanzamiento con el peso de su cuerpo, disparó su arma.

La jabalina voló directa y certera hacia Perseo. Éste, en el último instante y sin pensárselo, apartó la cabeza. El venablo pasó tan cerca de su rostro que notó el silbido del aire rozando su oreja.

«Me toca a mí», se dijo. Echó atrás el brazo y el pie derechos y a continuación, sin más impulso que el que pudo obtener de girar las caderas y adelantar la pierna atrasada, lanzó la jabalina. Instintivamente, había metido los dedos dentro del lazo. Cuando vio cómo el proyectil giraba en el aire sobre el eje de su propia asta, comprendió para qué servía la cuerda.

Baquílides no anduvo tan rápido de reflejos como Perseo. Con un ruido sordo, la jabalina lo alcanzó en pleno rostro. El tesalio resbaló sobre la piel que le servía de silla de montar, cayó por la grupa del caballo con las piernas hacia arriba y chocó de espaldas contra el suelo.

Menón soltó una carcajada y aplaudió.

—No sé qué ha sido más insultante, Perseo, si la facilidad con que has descabalgado a mi hombre o la sangre fría con que has esquivado su venablo. ¿Qué no sería tu puntería si tuvieras los dos ojos?

—No pretendía insultar.

—Era una forma de hablar —aseguró el tesalio, palmeándole la espalda—. ¡Por la clava de Heracles! Sigues teniendo los músculos duros como piedra.

Se acercaron al caído, al que ya atendían otros compañeros entre burlas y risas. Perseo observó que el caballo, tras perder a su jinete, había refrenado su galope para dar la vuelta y regresar con él.

—Los adiestramos así para que no nos abandonen en plena batalla —le explicó Menón. Después, al llegar junto a su soldado y ver su gesto aturdido, le preguntó—: ¿Te acuerdas de quién eres?

—Claro que sí, señor. Soy Baquílides, hijo de Apolodoro.

—Menos mal, Perseo —dijo Menón, volviéndose hacia el espartano—. No le has dado tan fuerte en la cabeza como te atizaron a ti.

Aprovechando que estaban dentro del cercado, mientras observaban las evoluciones de los escuadrones, el tetrarca explicó a Perseo algunas de las particularidades de la caballería tesalia.

—Nosotros no combatimos como los persas o los escitas. ¿Has visto lo que hacen ellos?

—Supongo que lo habré visto. Quiero… No sé.

—Tranquilo, no te esfuerces en recordar. Yo te lo explicaré. Cuando atacan, los persas cargan a caballo contra el enemigo como si fueran a comérselo crudo. Pero, cuando están a unos treinta pasos de él, empiezan a refrenar el galope, disparan sus flechas y huyen, sin dar la oportunidad al adversario de defenderse. Los más hábiles de ellos son capaces, incluso, de retorcerse sobre sus caballos y seguir disparando mientras se alejan. ¡Una táctica que le habría encantado al cobarde de Paris! Pero observa lo que hacen mis hombres.

El escuadrón más cercano a ellos se había dividido en dos grupos de veinte jinetes. Tras alejarse cierta distancia, cargaron unos contra otros entre ululatos. Cuando estaban a unos treinta metros, empezaron a disparar sus venablos embolados. Aquellos jinetes que resultaron alcanzados por algún proyectil tiraron de las riendas para detener a sus caballos y se apartaron de la formación. Los demás continuaron con su cabalgata, enristrando las lanzas que les quedaban como si fueran hoplitas.

—Si chocan a esa velocidad, van a matar a los caballos —dijo Perseo.

—Espera y verás.

Cuando parecía que el choque era inminente, los caballos refrenaron el paso y se apartaron, evitando el choque directo con los corceles que venían contra ellos. No bien estuvieron a la distancia justa para el cuerpo a cuerpo, los jinetes empezaron a tirar lanzazos a sus adversarios, al tiempo que manejaban a sus monturas con la rienda de la mano izquierda y las rodillas, buscando rodear al contrario y golpearlo por algún punto desguarnecido.

Durante un rato se libró un combate encarnizado, en medio de una nube de polvo y una algarabía de relinchos, gritos y gruñidos. Algunos jinetes caían al suelo y otros se retiraban del combate al verse alcanzados por las lanzas de los adversarios en algún punto vulnerable. No obstante, el significado exacto de «punto vulnerable» suscitaba a veces discusiones en las que tenía que terciar el oficial Filipo. A un soldado que se negó a abandonar la refriega, aduciendo que sólo le habían rozado la coraza, lo descabalgó Filipo desde el suelo asestándole un contundente varazo con el asta de su lanza.

Mientras la polvareda se disipaba, y jinetes y caballos se tomaban un respiro, Menón llamó a un sirviente para que le trajera un pellejo de vino y se lo pasó a Perseo. Éste bebió un poco y se lo devolvió.

—Con tanto polvo en el aire se seca la boca —observó Menón, echando un trago digno de Caribdis. Una vez más, Perseo se sorprendió del tamaño de sus dientes. Después, Menón se enjugó los labios y la barba con el dorso de la mano y añadió—: Habrás visto que mis hombres no pelean como los persas.

—Es verdad. No rehúyen el choque.

—No sólo no lo rehúyen. ¡Lo buscan! Los jinetes tesalios somos doblemente eficaces. Gracias a nuestra puntería con las jabalinas, podemos derribar al enemigo a distancia aunque intente huir de nosotros. Y con nuestras lanzas y espadas podemos luchar cuerpo a cuerpo contra otras fuerzas de caballería e incluso de infantería. ¡No estoy alardeando si te digo que la caballería tesalia es la mejor del mundo!

Perseo, que no recordaba ni las personas ni las anécdotas de su vida, tenía sin embargo grabadas ciertas doctrinas que algún maestro o instructor debía de haberle inculcado. Una de ellas era que la caballería resultaba inútil contra una falange cerrada de hoplitas, y así se lo dijo a Menón.

—Eso depende —respondió el tesalio—. Si se trata de una falange muy disciplinada, si sus soldados son realmente valientes y si ninguno retrocede al ver cómo embiste contra él una manada de caballos cargados de hierro, es posible que esa falange resista la carga. Pero en el momento en que se abran huecos en la formación, la situación cambia. Y no digamos si los hoplitas sueltan los escudos y echan a correr. Entonces se produce una masacre. ¡No hay ninguna fuerza como la caballería para rematar a un enemigo que huye!

Perseo frunció el ceño, recordando otra de aquellas antiguas enseñanzas. Era curioso cómo acudían a su memoria frases y consejas, pero no recordaba dónde las había escuchado.

—A los espartanos se les dice que, una vez que se pone en fuga al enemigo, no hay que ensañarse con él persiguiéndolo.

—Los espartanos sois como la zorra de la fábula —replicó Menón—, que como no pudo alcanzar las uvas del parral dijo que estaban verdes.

—No te entiendo.

—Vuestros hoplitas son lentos como carromatos de bueyes. Jamás podrían alcanzar a un enemigo que huye. Por eso disfrazáis esa impotencia de magnanimidad con el enemigo. Pero a veces, cuando se derrota a un adversario, hay que perseguirlo hasta aniquilarlo. Es la única forma de que no se recobre y vuelva al año siguiente con más fuerza para quemar tus cosechas y robar tu ganado y tus mujeres.

De pronto, Menón vio algo detrás de Perseo y le dijo:

—Ven conmigo.

Perseo observó que el gesto del tesalio había cambiado. Al arrugar el ceño, se le levantaba el labio superior y se le veían más los incisivos, lo que hacía que pareciera un conejo mordisqueando un repollo.

Volvieron a saltar el cercado. Por el exterior llegaban quince o veinte jinetes más. Mientras los demás se quedaban apartados, uno de ellos se acercó tanto a ellos que los ollares de su caballo prácticamente les echaban el aliento encima. Su armadura y sus correajes eran más lujosos que los de Menón, y llevaba además pesados collares de oro y anillos con gruesas piedras preciosas.

—¿Qué están haciendo tus hombres, Menón?

—¿Acaso no se ve? Lo que hacen los soldados: entrenar para la guerra.

—Los vas a marear de tanto dar vueltas.

—Así se acostumbran. —La hostilidad entre Menón y aquel tipo era manifiesta.

—Que lo dejen ya. Quiero que cojas diez escuadrones y los mandes en esa dirección. —El recién llegado señaló con su jabalina hacia los montes del oeste, que se veían poblados de árboles—. Me han dicho que allí hay buenos bosques. Trae toda la leña que puedas. Aquí no queda nada, ni un maldito zarzal.

—Mis hombres son caballeros, Tórax, no leñadores ni criados —protestó Menón.

—¿Tus caballeros tienen dos manos? —preguntó el llamado Tórax. Al ver que su pregunta retórica no recibía respuesta, dijo—: Pues si las tienen, pueden cortar leña como cualquier otro.

—No es su misión.

—Su misión es hacer lo que yo ordene. Como la tuya. Que salgan cuanto antes. Quiero tener la leña aquí mañana mismo.

Dando la conversación por terminada, Tórax chasqueó la lengua para indicar a su caballo que se moviera. El animal le obedeció, no sin dejar antes de irse un regalo en forma de pila de excrementos que casi cayó sobre los pies de Perseo.

—Ese hombre es muy insolente —dijo el espartano cuando Tórax ya se había alejado.

—Lo es. —Menón lo agarró del brazo y tiró de él—. Ven, no vayas a pisar ese cagajón.

—¿Quién es?

—Es Tórax, comandante supremo de la Confederación Tesalia.

—Entonces es tu superior.

—No por sus méritos, sino por las riquezas de su familia, los Alévadas de Larisa. Yo debería dirigir nuestra caballería en esta campaña y no él. Mi tetrarquía aporta ochocientos jinetes, mientras que las otras tres juntas han enviado mil doscientos.

—Si tu tetrarquía es más poderosa que las demás, ¿por qué no mandas tú?

—No he dicho que sea más poderosa, sino que aporta más. No es lo mismo. Los Alévadas odian tanto a nuestro clan que han convencido al consejo de la confederación para que nos haga traer más soldados que nadie. De ese modo seremos los que corran con más gastos y sufran más bajas si hay batalla. ¡Y encima Tórax se permite el lujo de humillarnos!

—No deberías dejarte humillar —dijo Perseo.

Menón enarcó una ceja.

—¿Qué puedo hacer? ¿No has visto todas las joyas que lleva encima Tórax? Es barnaka, o dambaka, o como se diga eso.

Bandaka —corrigió Perseo, sin saber de qué rincón de su cenagosa memoria había surgido aquella palabra persa.

—Eso es. Amigo especial de Mardonio y del Gran Rey. Gracias a que, cada vez que le piden algo, se pone a cuatro patas y menea la cola como un perro faldero. A veces pienso que… —Menón meneó la cabeza y se interrumpió.

—¿A veces qué piensas?

—No me atrevo a expresarlo en voz alta. Si se lo contaras a los persas, me ejecutarían por traidor.

—¿Por qué se lo iba a contar?

—Tu familia le debe mucho a Jerjes.

—Por lo que me han contado, mañana ya habré olvidado lo que me digas ahora. Si no te fías de mi silencio, puedes fiarte de mi olvido.

Menón miró a los lados, agarró a Perseo por el codo para alejarlo de oídos indiscretos, incluidos los del ilota Glauco, y bajó la voz.

—Ya te lo he dicho antes. La caballería tesalia es la mejor del mundo. Y la mía es la mejor de Tesalia. Es una vergüenza que con tropas de esa calidad nos hayamos sometido a Jerjes. ¡Deberíamos luchar por la libertad! Tú eres un guerrero. ¿No crees que la libertad es la mejor causa por la que se puede pelear?

—No lo sé. —Perseo se apretó las sienes—. Es todo muy complicado. Me duele la cabeza.

—No es tan complicado. En realidad, es bastante sencillo. —Contando con los dedos, Menón enumeró—: Todos somos griegos que hablamos la misma lengua, competimos en los mismos juegos, adoramos a los mismos dioses y tenemos las mismas costumbres. A pesar de eso, hemos venido a combatir contra otros griegos, nuestros hermanos, para someterlos a un amo lejano al que, si alguna vez llegamos a ver, tendremos que adorar arrastrándonos ante sus pies. Los griegos no nos arrodillamos ni delante de nuestros dioses. ¡No es propio de hombres libres!

Durante su breve discurso, Menón había agarrado el brazo de Perseo y, llevado por la pasión, estaba empezando a clavarle las uñas. Perseo contrajo los músculos, lo que bastó para relajar la presa del tesalio. Éste volvió a mirar a los lados y bajó de nuevo el volumen de su voz.

—Por eso pienso que una noche de éstas voy a reunir a mis jinetes para llevármelos de aquí.

—Esta mañana he visto cómo empalaban a cinco griegos. Decían que eran focenses y que habían desertado.

—Nosotros no desertaríamos. Nos uniríamos al bando en el que tendríamos que estar. ¡Lo haríamos para luchar por la libertad de Grecia!

Glauco carraspeó, interrumpiendo la soflama de Menón. Perseo se volvió hacia él.

—¿Qué ocurre?

—Perdóname, señor —se disculpó el ilota, con la cabeza gacha y frotándose las manos—. Se está haciendo tarde.

—¿Tarde para qué?

Glauco miró a ambos lados.

—Tienes que ver a la noble Artemisia.

—¿Quién es Artemisia?

—Alguien muy importante, señor.

—Vete, Perseo —dijo Menón—. Al parecer, nosotros tenemos que ir a cortar leña.

Perseo se volvió hacia él y le tendió la mano.

—Es un placer haberte conocido, Menón.

—De nuevo.

—De nuevo, sí. Puedes estar tranquilo. No le contaré a nadie lo que me has dicho.

—Ojalá no lo olvidaras —dijo Menón, estrechándole la mano—. Ojalá ninguno de los griegos que está aquí lo olvidara.

Mientras caminaban de vuelta hacia su tienda, Perseo sintió un restallido dentro de su cabeza y un fogonazo recorrió su visión de lado a lado. Se detuvo durante unos segundos, apretándose las sienes.

—Mi señor —dijo Glauco—, ¿has perdido…?

—No, Glauco —respondió Perseo, tomando aliento—. No he olvidado todavía.

Lo que acababa de recibir era una visión enviada por los dioses. ¿Del pasado, del futuro? En ella cabalgaba un gran caballo blanco y detrás de él la llanura entera retemblaba como si Zeus descargara sobre ella toda la furia de sus truenos.