6

—Ha abierto el ojo.

—Por fin.

¿Había abierto los párpados, de verdad? Su cabeza era el mundo, y el mundo entero era una nube de dolor y presión, una inflamación que se extendía por dentro, detrás de su ojo, entre sus oídos, embotándole los pensamientos.

Sólo sabía que era Perseo. El nombre flotaba ante su vista, en letras de color ocre, como grabadas a punzón en una vasija. Pero las letras se mezclaban, Preseo Rpsoes Srepeo, se burlaban de él, se abrían todas como lambdas, lambdas de Laconia, y las lambdas se convertían en alas de gaviota y volaban lejos de su vista.

Ya no había nombre. Ni Perseo, ni Laconia. Ni Esparta, ni Gorgo, ni Cleómenes, ni Damarato. Todos habían volado lejos, muy lejos.

El cielo. Blanco sobre su cabeza. Era lo único que veía. Demasiado blanco, dolía. Bajo su cuerpo, una superficie dura. Seca. ¿Áspera?

—Parece asustado.

¿Asustado? ¿Él? Nunca lo estaba. No tenía que estarlo.

—Creo que no sabe dónde está.

No reconocía las voces. Le retumbaban dentro de la cabeza, como martillazos en una fragua. Hefesto y sus tres cíclopes aporreando una plancha de hierro, clang, clang, clang. Los golpes rebotaban entre las paredes de su cráneo, y cada vez que regresaban eran más fuertes y penetrantes.

Pero tampoco era un eco vacío. Era más como si la fragua estuviera inundada, glub, glub, glub, como si su cráneo estuviera lleno de un líquido sucio y espeso y las palabras y los pensamientos nadaran a duras penas ahí dentro.

Un rostro se inclinó sobre él. Era menos luminoso que el cielo. Mejor. Así dolía menos verlo.

Era una mujer. Tenía el cabello oscuro, recogido atrás. Los ojos del color del hierro.

No, no podía ser una mujer. Llevaba armas. Una coraza de cuero con escamas de bronce, y su mano aferraba el astil de una lanza.

Pero los rasgos eran de mujer. Debía de ser la diosa Hestia, la única que llevaba armadura. No, Hestia no. Atenea. Pero ¿acaso no eran invulnerables las diosas? Ésta tenía una herida en la oreja. Le faltaba un lóbulo. ¿Era el derecho o el izquierdo? ¿Por qué no podía distinguir un lado de otro?

Se tocó la cara. Tenía un parche sobre un ojo. ¿Derecho o izquierdo?

¿Cuándo había perdido aquel ojo?

—Tranquilo, Perseo. Ésa es una vieja herida —le dijo ella.

—¿Quién eres? ¿Eres una diosa?

—No soy ninguna diosa. Soy Artemisia.

—Eres la diosa Ártemis.

—Ártemis no. Artemisia. Artemisia de Halicarnaso. Tú no me conoces, pero yo conozco a tu padre, el rey Damarato.

—Mi padre…

La mujer volvió el rostro a un lado para hablar con alguien. Él no podía mover la cabeza. Si lo intentaba, el líquido que borboteaba dentro de su cabeza se convertía en el oleaje de una tormenta.

—Está desorientado —explicó la mujer y se volvió a él de nuevo—. ¿Sabes quién eres?

—Quién.

—Eres…

Vio cómo los labios de la mujer-diosa pronunciaban un nombre, el suyo. Pero el sonido se convirtió en burbujas que crecieron dentro de su cabeza, subieron hacia la superficie, y cuando llegaron y reventaron…

La niebla.

El olvido.

 

 

 

Tesalia, campamento persa, invierno de 480/479 a. C.

 

Abrió el ojo, desorientado.

Tenía la vaga sensación de que, en algún momento de su vida, o del tiempo, o de lo que fuera —pues incluso conceptos como «su vida» o «tiempo» se le escapaban—, no había estado desorientado. Intuía que la desorientación no era el estado natural, pero esa misma intuición se le escapaba entre los dedos como bruma.

Cerró el ojo de nuevo. Le dolía la cabeza. Mucho. Un dolor insoportable. Era más que un dolor, era una presencia física y palpitante, como un corazón que palpitara bum, bum, bum, debajo de su cráneo. Un corazón fabricado de lana mojada con sangre y con nieve sucia. Eso era lo que tenía dentro de la cabeza, un corazón de lana apelmazada que le apretaba, que le embotaba por dentro, bum, bum, bum, cada pensamiento.

Abrió el ojo otra vez. Casi mejor así. Si lo dejaba cerrado, se quedaba a solas con las sensaciones de dentro de la cabeza, con ese doloroso embotamiento.

Vio que estaba tumbado en una cama, desnudo y destapado. Debajo de su cuerpo había pieles. El pelo de esas pieles era muy fino y suave. Sobre su cabeza no se cernía un techo de madera ni de piedra, sino de lona, y las vigas no eran vigas, sino postes de cedro que sujetaban la lona. A modo de paredes se veían gasas y visillos, y también enrejados de cañas, y entre las cañas de las celosías colgaban hiedras y flores entrelazadas.

Las flores olían. Como olía el pebetero que quemaba aceite de rosas. Olores dulces. Querían recordarle algo, pero el bum, bum, bum lo borraba todo.

Levantó la cabeza y el torso. Al hacerlo, vio cómo los músculos de sus abdominales se contraían y se marcaban surcos entre ellos. Tenía todo el cuerpo depilado, salvo el pubis. ¿Eso era normal?

En realidad, no se hallaba del todo desnudo. Tenía una tira de piel alrededor de la cabeza que sujetaba un parche sobre uno de sus dos ojos. No tenía claro si se trataba del izquierdo o del derecho, ¿por qué les daban nombres diferentes?

Rozó el parche con los dedos, sin atreverse a apretar. Al hacerlo y preguntarse por un instante qué le había ocurrido a su ojo, fue como si se asomara al Tártaro. El abismo infernal se abrió a sus pies, una grieta en el suelo como una boca monstruosa, y de esa grieta brotaron vapores de azufre y tentáculos aún más oscuros y viscosos que los de la niebla de su mente.

Stygós! Stygós!, le gritaron unas voces. «¡Abominación! ¡Abominación!».

Sacudió la cabeza para ahuyentar las voces y la visión del abismo. Al hacerlo, sintió una extraña pesadez en la nuca y todo giró en un vórtice durante unos segundos.

Pero, al menos, las voces se callaron.

Había algo más en contacto con su cuerpo, también de piel de animal. Una tira de cuero enrollada en una de sus muñecas, la misma del lado donde le faltaba el ojo. Era una pulsera extraña, de material un tanto tosco, y estaba adornada con trazos negros, oscuros, como dibujados con tinta.

Acarició la pulsera. De algún modo, presintió que estaba relacionada con el parche del ojo, que detrás de los dos objetos de cuero se escondían un mismo rostro y un mismo nombre. Pero no podía recordar, no podía saber.

—Tranquilo, Perseo. Estás en tu tienda.

Miró a su izquierda, moviendo el cuello con cuidado para no sufrir más vértigos. Había una mujer tendida de costado, con la cabeza apoyada en la mano derecha. También estaba desnuda. Sus senos eran opulentos. Tenía el brazo izquierdo levantado sobre la cabeza en una pose que sugería comodidad e indolencia. Su axila estaba depilada, como el resto del cuerpo. Incluso su pubis. De nuevo se preguntó si eso era normal.

La mujer era guapa. Tenía la nariz respingona y los ojos chispeantes. Una cara divertida, pensó él.

—¿Quién eres?

Ella le acarició el vientre por debajo del ombligo, rozando la línea del vello. El contacto era agradable y el cuerpo de él reaccionó. Esa sensación pareció aliviar la del bum, bum, bum dentro de su cráneo.

 

 

 

—¿Quién eres?

Ella le acarició el vientre por debajo del ombligo. El contacto era agradable. El cuerpo de él reaccionó. Pero la sensación allí abajo era casi dolorosa. ¿Eso era normal?

—Qué triste —dijo ella.

—¿Triste?

—Nos amamos, te adormilas, y cuando vuelves a abrir los ojos, nunca me recuerdas. Perdón, quería decir el ojo…

¿El ojo? Él rozó el parche de cuero que le cubría uno de ellos. El izquierdo. Era el izquierdo, sí.

Stygós! Stygós!, le gritaron una vez más las voces, pese a que para él volvían a ser nuevas e inexplicables. «¡Abominación! ¡Abominación!».

Inconscientemente, tocó la pulsera que rodeaba su muñeca izquierda.

—Es curioso el apego que le tienes a esa tira de cuero —comentó la mujer—. Te la han intentado quitar para bañarte, y cada vez que lo han hecho, aunque estuvieras casi inconsciente, has estado a punto de romperle los dedos a quien lo hiciera. —La mujer emitió una especie de ronroneo y añadió—: ¿Cómo puedes tener tanta fuerza en las manos?

Él se volvió hacia la mujer.

—¿Te conozco? —le preguntó.

Ella se acercó, le pegó los pechos al costado y le besó. Su boca sabía graciosa. Picante. ¿Balsámica? «Es almáciga», pensó él. El recuerdo había brotado de entre la bruma blanquecina que a ratos nublaba su visión. ¿Por qué recordaba cosas y no personas?

—Pero también es bonito que te ocurra eso —dijo ella cuando se despegó de él, después de haberle mordisqueado los labios a conciencia—. ¡Siempre es la primera vez para nosotros!

Le agarró el miembro y lo acarició un instante, riéndose. Debía de ser una mujer muy traviesa, pensó él.

—¿De verdad no te acuerdas de quién soy?

Él intentó recordar. Pero era como si unas uñas sucias y rotas hurgaran en su cabeza. En vano. El dolor se hizo más fuerte y no surgió ninguna imagen, nada que le brindara una pista. Cerró los párpados y se apretó la frente.

—Tranquilo —susurró la mujer, acariciándole las sienes—. Casi es mejor que no te acuerdes. Ven, levanta un poco y bebe. Esto te aliviará.

Él obedeció y se incorporó en la cama. Al lado había una mesita con varios frascos y pomos encima. También un cáliz de plata, que la mujer le tendió, arreglándoselas de paso para realzar sus pechos con el movimiento.

Perseo olisqueó con cautela el líquido de la copa.

—Es vino cocido con polvo de rosas —le explicó la mujer—. Heráclides ha dicho que te vendrá bien para el dolor de cabeza.

—¿Heracles?

Un destello de un gigante musculoso, vestido con una piel de león.

—Heráclides de Cos. Es el médico personal de Mardonio, el general que manda este ejército en nombre del Gran Rey Jerjes.

Todos aquellos nombres… Perseo sabía que los nombres debían ir unidos a rostros, como el hilo de pescar ha de ir unido a un anzuelo con cebo. Pero cuando él tiraba del hilo para recogerlo, sólo aparecía el anzuelo, sin nada más. Sin rostros. Y cada vez que lo hacía para intentar recordar, aquella náusea interior de su cabeza se agravaba.

—Bebe.

Él bebió. No le gustaba el sabor y quiso apartar la copa, pero ella insistió.

—Me duele la cabeza.

—Tranquilo, Perseo. Has estado mucho peor.

—Perseo. ¿Quién es ése?

—Tú. ¿Quién va a ser?

El nombre le trajo reminiscencias. Un caballo con alas. ¿Acaso él había montado un caballo volador? No, eso no era posible.

—¿Y tú cómo te llamas? —preguntó Perseo—. Todavía no me lo has dicho.

—Cloe.

—Cloe.

—Soy la esposa de Damarato. —Ella le mostró un anillo con una gruesa piedra violeta. Era lo único que llevaba puesto, aparte de una tobillera de oro—. Él me regaló esto para que no lo olvide.

—¿Tienes esposo?

—Sí, Perseo. Él es Damarato, el legítimo rey de Esparta.

—Esparta…

Cada nombre era un nuevo hilo. Pero su cabeza… Ella le acababa de decir que la bebida le calmaría el dolor. Perseo dio un largo trago, y luego otro, y aunque le estragaba tanto dulzor, acabó vaciando la copa. Pero no notó que hacerlo le aliviara la jaqueca.

—Esparta es tu ciudad. La ciudad más poderosa de Grecia. La que vamos a conquistar para tu padre y para ti.

—Mi padre.

—Damarato. El legítimo rey de Esparta.

—¿Tú eres su esposa?

—Ajá.

Perseo se incorporó y se cubrió las vergüenzas con un cojín forrado de una tela muy suave y resbaladiza. Seda. Se llamaba seda. ¿Por qué recordaba nombres de cosas y no de personas?

—¿Qué te pasa, Perseo? ¿Te has vuelto tímido de repente?

—No podemos hacer esto. No está bien.

La mujer, Cloe, se levantó del lecho. No, no estaba bien, pensó Perseo, pero no pudo dejar de mirar su espalda desnuda, cómo se ensanchaba en las caderas y las nalgas. Ella era suave al tacto, y también a la vista, e incluso suave al olfato.

Cloe silbó un par de notas. Un visillo que colgaba entre dos celosías de caña se abrió y al otro lado apareció una mujer. Su piel era negra como la primera noche de mes. «Debe de ser nubia», pensó Perseo, sin saber de dónde provenía aquel recuerdo que no había intentado convocar.

La esclava tomó un vestido verde que estaba extendido sobre un arcón y se lo puso a Cloe, acomodando el pliegue sobrante encima de sus hombros y sus pechos y cerrando después los botones de plata. «En Esparta los vestidos se cierran con alfileres», pensó Perseo.

Le vino otro nombre a la cabeza. Fedra. Una mujer que se había acostado con el hijo de su esposo. Aunque no era hijo de ella, no estaba bien, y no había terminado bien. Muerte y destrucción por doquier.

Sin embargo, él no sentía nada. Sabía que hacer eso no estaba bien, pero no lo sentía. No le provocaba ningún remordimiento. No conocía a esa mujer. Y a su padre (¿cómo había dicho ella que se llamaba?) tampoco. ¿Qué le importaba a él lo que les ocurriera?

Cerró los párpados, pero no le vino ningún recuerdo. Rey de Esparta. ¿Él era hijo del rey de Esparta? ¿Significaba eso que se iba a convertir en rey algún día?

Nada de eso significaba nada.

Volvió a abrir el ojo. Cloe ya estaba vestida. Eso sí le molestaba. Querría haberle dicho que se quitara la túnica otra vez.

—No está bien —dijo en voz alta, sin saber ni él mismo a qué se refería exactamente.

Cloe se acercó a la cama, le tomó la cabeza entre las manos y lo besó en la frente. Sus labios apagaron un poco el latido del tambor interno de su cabeza.

—No, Perseo, no está bien. Pero yo todavía soy joven y quiero gozar mientras pueda. Por muy rey que sea tu padre, su cetro hace tiempo que dejó de ponerse rígido.

—No te entiendo. ¿Qué tiene que ver su cetro?

—No hace falta que entiendas. —Ella le pasó la mano por los pectorales y las tetillas, y a Perseo se le puso la piel de gallina—. Lo bueno es que la próxima vez que venga a disfrutar de tu espléndido cuerpo, tú lo habrás olvidado de nuevo.

Después se fue, junto con la esclava. Perseo se dejó caer en la cama. Quería moverse, salir de la tienda, pero un sopor que era como un velo empapado se había apoderado de él.

Fuera se oían ruidos, muchos ruidos. Voces, risas, gritos, relinchos de caballos y de asno, y otros sonidos que no sabía interpretar. No, era mejor quedarse dentro. El mundo exterior debía de ser demasiado grande y complicado, lleno de caras y nombres.

Mejor dormir de nuevo.