8

Cresta del Asopo

 

—Es la primera vez que contemplo al famoso ejército espartano —dijo Menón.

Perseo, Menón y sus ochocientos jinetes tesalios habían coronado la suave elevación de la cresta del Asopo. A partir de allí la ladera bajaba en una larga pendiente hacia la llanura donde se levantaba la ciudad de Hisias. La diferencia de altitud les permitía apreciar todo el despliegue de la infantería espartana, una línea de más de mil metros de longitud orientada de este a oeste.

—Yo tampoco había visto nunca a los cinco batallones juntos —contestó Perseo. Al contemplar al ejército de su patria en pleno, se le había erizado el vello de los antebrazos.

En realidad, en el frente se apreciaban seis divisiones, no cinco, lo que significaba que había también tropas de alguna ciudad aliada. Los segmentos más alejados eran los batallones espartanos. Desde allí resultaba difícil apreciar separaciones entre unidades, pero Perseo sabía que entre batallón y batallón se abrían pasillos de al menos cinco metros de anchura.

Por la longitud del frente, calculó que había nueve o diez mil hoplitas, o tal vez más, formados en ocho filas. Eso significaba que Esparta había recurrido a una movilización de más de la mitad de los Iguales aptos para el combate, y que había reclutado también soldados periecos; soldados de confianza que se sentían muy honrados por el hecho de que los poderosos espartanos los escogieran para completar sus filas.

En el ala izquierda, la más cercana a ellos, había un sexto batallón cuyo frente se advertía más quebrado; no sólo porque estaba recibiendo más ataques que ningún otro, sino porque no era espartano. Conociendo las tradiciones de su ciudad, Perseo comprendió que se trataba de soldados de Tegea. Cuando esta ciudad y Esparta no peleaban entre sí —hecho que sucedía con cierta frecuencia—, sino que combatían como aliadas, los tegeatas se plantaban siempre a la izquierda de los espartanos.

—Me temo que tus compatriotas se encuentran en una situación complicada —dijo Menón, arrugando el ceño para ver mejor, lo que hizo que asomaran bajo su labio superior sus grandes dientes de conejo.

Frente a las líneas espartanas, los hazarabam persas habían formado su propia línea, más alargada que la griega. Había tan poca distancia entre ambos ejércitos que, para un ojo menos experimentado en la guerra que el de Perseo, habrían podido parecer uno solo. Las primeras filas de ambas huestes se hallaban a unos cincuenta metros. Una distancia que sólo beneficiaba a los persas, cuyos arqueros estaban disparando desde detrás de la colorida muralla que formaban los grandes escudos de los sparabara.

—¿Por qué no atacan tus espartanos? —preguntó Menón—. Están parados ahí como perdices borrachas, dejando que los persas practiquen con ellos el tiro al blanco. ¡Deberían lanzarse a por ellos como hicieron los atenienses en Maratón!

Perseo negó con la cabeza. Su amigo tesalio podía ser experto en tácticas de caballería, pero no parecía comprender las exigencias de la infantería.

En aquel momento, numerosas tropas persas habían logrado flanquear al ejército espartano por su ala izquierda, e incluso habían iniciado una maniobra envolvente por detrás. El contingente de Tegea, situado en ese extremo, era el que se hallaba en una situación más apurada. Su frente recibía disparos desde detrás de los spara, mientras que su flanco izquierdo y su retaguardia estaban siendo atacados por arqueros a caballo y a pie. Vistos desde la loma, los tegeatas parecían prácticamente estatuas clavadas en el suelo, mientras que las tropas persas no dejaban de moverse, avanzando y retrocediendo en grupos que se encogían y dilataban a la vista como bandadas de pájaros en vuelo.

Cuervos, pensó Perseo. Carroñeros que trataban de arrancar pedazos de carne de un cuerpo obligado a estar inmóvil.

Los dos batallones espartanos situados a continuación de los tegeatas empezaban a sufrir el mismo acoso a retaguardia. Las chapas de bronce de los escudos de las dos últimas filas parecían rielar bajo el sol; los cambiantes reflejos dorados indicaban que los soldados de esas filas se habían visto obligados a dar media vuelta sobre los talones para protegerse de los enemigos que los atacaban desde el sur.

Por eso el regente no podía ordenar una carga sin más, tal como proponía Menón. Si lo hacía, los soldados de su retaguardia no tendrían más remedio que quedarse atrás, o bien dar la espalda al enemigo y correr detrás de sus compañeros, lo que los dejaría a merced de los arqueros persas que los estaban hostigando.

Cualquiera de las dos alternativas era mala e incluso podía resultar desastrosa.

—La pregunta ahora es: ¿a quién ayudamos? —dijo Menón—. ¿A los atenienses o a los espartanos?

Perseo hizo que su caballo se moviera hacia la derecha. Mientras espartanos y persas peleaban al sureste de la cresta del Asopo, en dirección suroeste se había entablado otra batalla. Apenas un kilómetro y medio separaba los dos combates, pero podrían haberse librado en extremos opuestos del mundo. El relieve impedía que los contendientes de ambas lides vieran lo que ocurría en el otro campo de batalla, y sin duda estaban demasiado ensordecidos por la batahola de su propia lucha como para percibir los gritos que llegaban del otro lado.

Ese segundo enfrentamiento se estaba librando entre los tebanos y otros griegos aliados de Mardonio y, por el otro bando, los hoplitas de Atenas, Mégara y Platea. Así se lo había explicado Menón, que había recibido instrucciones directamente de Mardonio en la atalaya del fuerte. Sus órdenes personales, en este caso de su superior y adversario Tórax, eran apoyar con sus ochocientos jinetes a los tebanos en el ala izquierda.

Menón, que no sentía el menor entusiasmo por la causa persa, tenía la intención de cumplir esas órdenes con tibieza y brindar un apoyo más aparente que real, de modo que fueran los tebanos quienes cargaran con el peso y el desgaste de la operación.

Hasta que apareció Perseo y le recordó la conversación que habían mantenido días antes sobre la libertad de Grecia. En ese momento, Menón había decidido lisa y llanamente desobedecer las órdenes de Mardonio y pasarse al enemigo.

—Las crónicas decidirán si soy un traidor o un héroe —le había dicho a Perseo mientras ordenaba a sus hombres que se rezagaran antes de pasar el río.

Una vez cruzado el Asopo, mientras dejaban que los tebanos se adelantaran en su marcha contra los atenienses, los jinetes de Menón se habían separado hacia el este para coronar la cresta del Asopo. Ahora, desde aquella posición ventajosa, podían contemplar al mismo tiempo los dos campos de batalla.

—Yo sé a quién debo ayudar —dijo Perseo—. Me debo a mi patria.

—Nosotros nos debemos a la libertad de Grecia —respondió Menón—. ¿Cómo podemos defenderla mejor?

Perseo apretó la rodilla contra el flanco del caballo para que éste se moviera a la izquierda y volvió a observar los apuros en que se encontraba la infantería espartana. Probablemente era la mejor del mundo, pero ahora necesitaba un apoyo de caballería más que un campo de trigo necesita la lluvia.

—Batallas entre griegos ha habido muchas y habrá más —razonó Perseo—. Ninguna de ellas ha decidido ni decidirá el futuro de Grecia. Pero esos que están ahí abajo atacando a mis compatriotas son persas.

—Y los manda el mismísimo Barbas de Fuego. Él mismo nos dijo que lo iba a hacer, que esta batalla era suya.

Perseo comprendió que se refería a Mardonio. Había estado en su presencia varias veces durante su amnesia y su barba roja era inconfundible.

—Si no intervenimos cuanto antes —continuó—, los persas acabarán rodeando a los míos. Ni siquiera los espartanos somos capaces de sobrevivir a una maniobra envolvente. Cuando Mardonio nos masacre, podrá dedicar su atención a los atenienses y aniquilarlos también. Primero acabará con nosotros, y luego con ellos. Si queremos evitarlo tenemos que intervenir ya.

Menón asintió.

—Me has convencido. ¡Demetrio!

A la llamada de Menón, su primo y lugarteniente acudió enseguida. Mientras Menón le impartía instrucciones, Perseo siguió observando la batalla. Estaba impaciente por entrar en la liza. Cuando más tardaran en hacerlo, más desesperada e insalvable sería la situación de los espartanos.

Si es que todavía quedaba alguna esperanza. Las tropas que hostigaban a las líneas de Pausanias por la izquierda y por la retaguardia eran mucho más numerosas que las de Menón. Sus ochocientos jinetes iban a tener que enfrentarse contra tres o cuatro mil hombres, entre arqueros a caballo y a pie.

Estérope, su montura, estaba tan nervioso como él, o incluso más. Era el caballo blanco de Baquílides, el jinete al que unos días antes Perseo había descabalgado practicando con una jabalina embolada. Baquílides había tenido la deferencia de traer otro caballo a la batalla para prestarle a Estérope, que era uno de los corceles más grandes del ejército tesalio y podía cargar sin problemas con el peso de Perseo y su armadura.

—Tranquilo, amigo. Tranquilo —susurró Perseo, tirando de la rienda con fuerza.

Probablemente no habría sido capaz de contener al caballo de no ser por Janto, el paje que, de pie a la izquierda de Perseo, sujetaba la brida y a ratos casi se colgaba de ella.

Cada jinete tenía su propio ayudante, que había venido trotando desde el campamento al lado de su señor. Ahora esos sirvientes oficiaban de palafreneros, reteniendo a los caballos para que ninguno se lanzara antes de tiempo y provocara una estampida general. Más tarde, en cuanto Menón mandara cargar, aquellos hombres correrían detrás de la formación para levantar a jinetes y caballos caídos, recoger heridos y apartarlos del campo de batalla o acabar con los soldados enemigos que tuvieran al alcance de sus venablos y cuchillos.

—Eh, Perseo —dijo Menón, acercándose de nuevo a él—. ¿Crees que podrás cabalgar con nosotros sin caerte del caballo?

Perseo sonrió.

—Puedes apostar por ello.

—Entonces, vamos allá. ¡Nos veremos saqueando la tienda de Mardonio!

—¡O en el infierno! —respondió Perseo, levantando la jabalina que empuñaba en la diestra para entrechocarla con la de Menón. Cada uno de ellos tenía en la mano izquierda, además, una lanza que aferraban al mismo tiempo que las riendas. Manejar éstas de tal guisa no resultaba fácil, por lo que tenían que recurrir sobre todo a las rodillas, los talones y la voz para dirigir a los caballos.

Menón se giró en el sitio para arengar a sus hombres. Obedeciendo a su jinete, su montura, un espléndido corcel negro, se encabritó durante unos segundos. Mientras el caballo relinchaba y manoteaba en el aire, el tetrarca gritó:

—¡Tesalios! ¡Hijos de Aquiles y Peleo! Héllas eléutheros!![1]

Héllas eléutheros!!

La trompeta del primer escuadrón dio la orden de avanzar y las de todas las demás unidades respondieron al unísono. Los pajes soltaron por fin las bridas de los caballos. El palafrenero de Perseo se quedó en el sitio, quieto y con los brazos pegados a los costados, confiando, como los demás, en que los jinetes y sus monturas pasarían rodeándolo por los lados sin arrollarlo.

Perseo sólo aflojó un poco las riendas, de modo que Estérope empezó a trotar por la pendiente con precaución, retenido por la presión del bocado.

—¡Tranquilo! —le dijo Menón—. La cuesta no es demasiado empinada para nuestros caballos. Confía en tu montura.

Perseo miraba de reojo a Menón para no adelantarse ni rezagarse. Los dos formaban la punta del rombo del primer escuadrón, que a su vez era la vanguardia de los ochocientos jinetes tesalios.

—¡Estandartes! —ordenó Menón.

Cinco de los jinetes que cabalgaban en el primer escuadrón plantaron los regatones de sus largas picas en las cujas de cuero colgadas al costado izquierdo de sus caballos. Sobre sus cabezas, las insignias que habían improvisado ondearon al viento: cuatro lambdas rojas pintadas sobre túnicas blancas. Perseo había ingeniado aquello para que los espartanos los reconocieran como aliados y no los atacaran creyendo que se trataba de tropas persas de refuerzo.

Pero el estandarte que de verdad importaba era el rojo que representaba a Cástor. Cuando los espartanos lo vieran, comprenderían que el Dióscuro que habían perdido en las Termópilas volvía a la batalla.

—¡Tocad la marcha espartana! —ordenó Menón.

Como precaución añadida a los estandartes, Perseo había enseñado a los músicos las primeras notas del himno de Helena. Los trompetas las hicieron resonar con fuerza, una y otra vez. La melodía era tan pegadiza que, a la tercera repetición, los jinetes tesalios ya la habían aprendido y la estaban entonando a voz en cuello, mientras sus caballos aceleraban el paso.

«Ahora —pensó Perseo, mirándose el antebrazo derecho—. Ahora es cuando se me han puesto los pelos de punta». Una carga de caballería con los mejores jinetes de Grecia, al son del himno de la patrona de su patria.

¿Qué más podía pedir un guerrero?

—¿Querías perderte esta sensación, espartano? —le preguntó Menón, mientras la carga tomaba impulso y se convertía en galope—. ¿No es embriagadora?

—¡Lo es!

No era la primera vez que Perseo cabalgaba dentro de una formación de ataque tesalia, pero jamás lo había hecho en una batalla a tal escala. La sensación de poder, de fuerza imparable, era mayor que en una falange. Se mezclaba, además, con una extraña euforia, la impresión de estar a punto de perder el control y, sin embargo, mantenerlo justo en el finísimo filo de una espada. Si una batalla entre hombres resultaba imprevisible e instintiva, lo era mucho más con aquellas enormes bestias que transmitían su calor, sus efluvios y sus aceleradas palpitaciones.

Ya habían sobrepasado la mitad de la cuesta. Al oír el estrépito de los cascos y las trompetas a sus espaldas, muchos de los persas que acosaban el flanco izquierdo de los griegos se dieron la vuelta para comprobar qué ocurría. Durante unos instantes —en ello confiaban Menón y Perseo— se quedarían paralizados y perplejos, sin saber qué hacer, pues hasta el último sirviente del ejército de Mardonio sabía que los griegos no tenían caballería.

Los espartanos captaron la situación antes.

Cuando en las filas espartanas vieron los estandartes y oyeron el himno de su ciudad, de ellas se levantó un clamor unánime. Diez mil lanzas aporrearon otros tantos escudos y diez mil gargantas gritaron a la vez:

Eleléeeeuuuu!!!

«Ésa sí que es música para mis oídos», pensó Perseo.

De pronto, todo lo que había ocurrido en su vida desde el aciago día en que se enfrentó a Bagabigna parecía cobrar sentido.

Todo lo había conducido a este día, a este momento.

A esta carga.

Ya estaban muy cerca de los enemigos. Muchos de ellos seguían de espaldas a la amenaza que se les venía encima; o bien no habían mirado atrás, o si lo habían hecho se habían desentendido, pensando que la tropa tesalia venía a reforzarlos en algún cambio de planes de última hora.

El suelo retemblaba bajo los cascos de los caballos. Perseo se había imaginado aquel estrépito como algo aterrador. Pero, ahora que estaba dentro, el ensordecedor estruendo de aquella estampida controlada resultaba embriagador. Durante una travesía a Egipto, el barco que lo transportaba se había visto en medio de una tormenta, entre truenos, relámpagos y montañas de espuma, y él se había agarrado a la proa de la nave cabalgando las olas y gritando de exultación. Ahora experimentaba algo parecido, como si su corcel fuera el águila de Zeus y él se hubiese convertido en heraldo de la tempestad. A través de las piernas notaba la mezcla de miedo y furia de su caballo, y el calor de la espuma que brotaba de su piel.

Ya habían llegado a terreno llano. Los jinetes y arqueros persas se dieron cuenta, por fin, de que algo no marchaba bien: los supuestos aliados venían dispuestos a arrollarlos. Algunos de los soldados de a pie dispararon sus flechas contra los tesalios, pero la mayoría de ellos volvieron la espalda y huyeron despavoridos.

Se trataba de la reacción normal de la infantería ligera ante una carga de caballería: que los que se pueden pagar armas lujosas y se llevan el mérito de la victoria se hagan los héroes.

¿Qué habría hecho Perseo en su lugar? ¿Ser conejo, ciervo o león?

Nunca lo había dudado.

La huida no era una opción.

Su trayectoria lo llevaba derecho hacia un jinete saca, que cargó una flecha y disparó a toda prisa contra él. El proyectil impactó en una de las cabezas de Cerbero repujadas en la coraza de bronce que fuera de Leónidas y rebotó con un retintín metálico.

—Has tenido tu ocasión, bárbaro —masculló Perseo.

Por encima de las cabezas de Perseo y Estérope empezaron a silbar las jabalinas tesalias. Menón, que seguía cabalgando al lado del espartano, arrojó su venablo y lo clavó en los riñones de un arquero que trataba de huir; un tiro excelente, que abatió a su presa a una distancia de más de veinte pasos.

Perseo, no tan avezado a disparar a caballo como los tesalios, aguardó a estar un poco más cerca. Al verlo, el enemigo que le había lanzado la flecha tiró de las riendas para hacer que su caballo volviera grupas y huyera. Perseo calculó la distancia, echó el brazo atrás y, sin más impulso que el que le daban los hombros, disparó. Su venablo voló diez metros y se clavó en el cuello de su objetivo, atravesándolo de parte a parte. El bárbaro cayó por el lado derecho de su montura y en su caída hizo tropezar y rodar por el polvo a otro caballo con su jinete.

—¡Excelente! —exclamó Menón.

Ya estaban encima de los persas. Pese a la velocidad que llevaban los tesalios, no se produjo un choque frontal. Apenas un puñado de jinetes enemigos se atrevió a plantarles cara, mientras que la mayoría huía, arrollando en la estampida a sus propios arqueros. Los jinetes tesalios, entrenados para el choque cuerpo a cuerpo, se abrieron paso entre los persas como el cuchillo de un adivino diseccionando el hígado de una víctima.

Perseo se pasó la lanza a la mano derecha, la acunó en el codo y la rodeó con el antebrazo, tal como había visto hacer durante la instrucción a los hombres de Menón. Un infante persa al que sus propios compañeros habían derribado se levantó del suelo delante de Perseo y desenvainó su cuchillo, con la intención de destripar a Estérope. Perseo le clavó la lanza en la boca, rompiéndole los dientes y la mandíbula con el golpe, y siguió adelante.

Mariya arikaa!! —exclamó una voz aguda.

El caballero que había lanzado el desafío a Perseo destacaba entre los demás jinetes como una piedra afilada que sobresale de un río y rompe en dos la corriente. Mientras a su alrededor todos huían, él era el único que encaraba al enemigo. Por las franjas púrpura de su caftán, las cadenas de oro que rodeaban su cuello, el blindaje que protegía a su caballo y la larga lanza que empuñaba, Perseo comprendió que se trataba de un alto oficial.

Un tesalio, mejor jinete que Perseo, adelantó a éste por la derecha y cargó contra aquel gallardo enemigo. Pero su pericia con las armas era muy inferior a su dominio de la equitación y, tras un breve cruce de hierros, el persa lo abatió de una lanzada en el rostro.

—¡Prueba conmigo, bárbaro! —exclamó Perseo, lanzándose contra el oficial.

Mientras a ambos lados de Perseo pasaba un torrente de jinetes tesalios en persecución de los enemigos que huían, él se quedó a luchar contra el caballero persa. Estérope y el corcel de su adversario toparon pecho contra pecho, y después empezaron a empujarse por el costado izquierdo y a propinarse golpes con el cuello, revolviéndose entre espumarajos y levantando nubes de polvo con los cascos. Mientras, Perseo y el oficial trataban de alancearse con saña sobre las cabezas de los caballos. Estaban demasiado cerca para manejar bien armas tan largas, pero Perseo no quería soltar la lanza para empuñar la espada; aquel segundo perdido podía resultar letal.

El persa dejó las riendas y agarró la mano izquierda de Perseo. Éste sonrió con fiereza. Intentar ganar a fuerza bruta al hombre que había vencido incluso al gigantesco Gerión era un error.

Aquel bárbaro no cometería ninguno más.

Olvidándose de sus propias riendas, Perseo sacudió el brazo con violencia para librarse de los dedos de su enemigo. Después, siempre con la zurda, agarró las cadenas de oro que rodeaban el cuello del oficial y dio un tirón salvaje, al mismo tiempo que se inclinaba sobre su montura y proyectaba el cuerpo adelante para propinar un tremendo cabezazo a su adversario. El casco de colmillos de jabalí golpeó la nariz del persa y la reventó con un crujido de huesos rotos y un borbotón de sangre. Después, Perseo empujó a su contrincante con todas sus fuerzas y lo derribó por la grupa del caballo. Rápidamente volvió a tomar la rienda y, ayudándose de la rodilla, hizo girar a Estérope para dejar al persa a su derecha. Antes de que pudiera levantarse, le hundió la lanza en el cuello y la removió hasta sentir que las vértebras se partían.

Menón, que se había quedado en aquella zona para impartir instrucciones, se acercó a él. Detrás de él venía uno de los portaestandartes, haciendo ondear la lambda roja sobre sus cabezas.

—¡Todavía te convertiremos en un buen jinete! —dijo Menón.

—¡Siempre he sido un buen jinete!

—¡Para ser espartano, tal vez!

En torno a Perseo el panorama se había despejado en parte. El polvo se estaba asentando lo justo para permitirle distinguir lo que pasaba. Los únicos enemigos que quedaban por allí estaban tendidos en el suelo. Algunos se retorcían, malheridos, pero su agonía duraba poco: los auxiliares tesalios acudían corriendo y se apresuraban a rematarlos y a quitarles collares, anillos y pendientes, y también los despojaban de las espadas, los puñales e incluso los temibles arcos compuestos.

Perseo miró hacia el sur. Los escuadrones de Demetrio, el primo de Menón, estaban persiguiendo a los enemigos que habían acosado a la retaguardia griega, empujándolos hacia el Citerón como pastores que arrean al ganado. Allí los fugitivos persas se topaban con la infantería ligera griega que bajaba corriendo de la ladera para enfrentarse a ellos. La mayoría, dedujo Perseo, debían de ser ilotas, que ahora, gracias a la ayuda de los tesalios, podían acercarse de nuevo a las filas griegas para auxiliar a sus señores.

Después dirigió su mirada al norte. Por allí, la otra mitad de los jinetes de Menón había puesto en fuga a la caballería persa de esa zona. Aunque los jinetes bárbaros eran mucho más numerosos, no estaban acostumbrados a combatir a corta distancia, sino a disparar sus arcos de lejos y retirarse. Y esto último era lo que estaban haciendo ahora para refugiarse dentro de sus propias filas, pero de forma tumultuosa y provocando el caos en el ala derecha de su ejército. La sorpresa y la potencia de choque de los tesalios habían hecho que cundiera el miedo entre ellos. Y cuando Fobos se apodera del corazón de un grupo de guerreros, es una emoción tan contagiosa como la peste y se propaga como un incendio en un trigal.

Por fin, Perseo fijó su atención en la parte este del campo de batalla. Allí, a menos de veinte metros de él, empezaban las filas griegas. Los tegeatas, que habían presenciado el duelo entre ambas caballerías, agitaban sus lanzas en alto y gritaban para aclamar a los tesalios.

Menón envió un mensajero para ordenar a los escuadrones de la parte norte que dejaran de perseguir al enemigo y regresaran a la posición en la que estaban él y Perseo.

—¿Qué vais a hacer ahora, Menón? —preguntó Perseo cuando escuchó aquellas instrucciones.

—Quedarnos aquí para proteger este flanco de más ataques de la caballería persa. Si es que puedo conseguir que mis hombres vuelvan. ¡Cuando huelen sangre, son como perros molosos!

—Yo debo irme, Menón. Mi lugar está ahora con los míos.

Por toda respuesta, Menón se cambió la lanza de brazo para tenderle la mano a Perseo. Éste imitó su gesto y se la estrechó con fuerza.

—En verdad tú, y no Tórax, mereces ser el tagós de Tesalia —dijo Perseo—. Has salvado el honor de tu país.

Menón sonrió, enseñando sus dientes de conejo. Pero de conejo no tenía nada, pensó Perseo. Había que tener el valor de un león para arriesgarse al mismo tiempo a la ira del Gran Rey y a la venganza de los clanes nobles que gobernaban Tesalia.

—Corre —le apremió Menón—, no te entretengas más o te perderás el resto de la batalla.

Perseo le pidió la insignia de Cástor al portaestandarte que la llevaba. Después la levantó sobre su cabeza y, despidiéndose de los tesalios con una inclinación de barbilla, volvió grupas y se alejó de ellos.

Perseo quería que los griegos lo vieran allí, en la tierra de nadie entre ambos ejércitos. Pero sabía que las flechas enemigas podían alcanzarlo, así que convenía galopar lo más rápido posible. Soltando las riendas, taloneó al corcel blanco y lo animó:

—¡Vuela, Estérope, vuela!

A su izquierda se alzaba la pared de cuero y mimbre de los escudos persas. Cada pocos segundos una andanada de flechas se elevaba por encima de los sparas y oscurecía el cielo como una bandada de pájaros de mal agüero. Tras los escudos se parapetaban las filas de la infantería enemiga, tupidas como las celdas de un panal. Entre sus cabezas se alzaban oficiales a caballo, gritando instrucciones. Uno de ellos, a juzgar por el estandarte de Ahuramazda que lo acompañaba, era el mismo Mardonio. No muy lejos de él se veía a otro oficial montado en un corcel negro que contrastaba con su caftán blanco. Resultaba imposible distinguir sus rasgos desde ahí, pero Perseo supo que se trataba de Bagabigna.

—Que Enialio y Atenea hagan lo posible para que nos encontremos hoy, amigo —masculló Perseo.

Una flecha cayó del cielo sobre el flanco de Estérope. Por fortuna o voluntad de algún numen, golpeó de refilón y el petral acolchado la desvió. Perseo volvió a azuzar al caballo y apretó la rodilla para desviarlo a la derecha, lo más cerca posible de las filas griegas sin tropezar con sus lanzas, mientras musitaba una plegaria: «Ártemis Cazadora, tú, divina flechadora, protégeme de los dardos del enemigo. Si he de morir, que sea viendo de cerca los ojos de mi adversario y no abatido de lejos como Aquiles».

La velocidad del galope de Estérope hacía flamear el estandarte de Cástor como si lo agitara un vendaval. A pesar de las flechas, los hoplitas de Tegea se asomaron sobre los escudos para jalear a Perseo a su paso.

Pero el griterío de los tegeatas no fue nada comparado con el clamor que se levantó cuando los dejó atrás y cabalgó delante de Pitana, el primer batallón espartano. Perseo estiró aún más el brazo para que el estandarte subiera hasta las nubes y, volviendo la vista a la derecha, rugió:

—¡¡¡Espartaaaaaa!!!

Miles de voces respondieron:

Eleléeeeuuuu!!!

Mientras oía las aclamaciones, Perseo recordó lo que le había contado su abuela sobre los gemelos de Argos, Cleobis y Bitón. Por petición de su madre, la diosa Hera les había concedido el don más preciado que se puede otorgar a un hombre: la muerte en el momento culminante de la vida. ¿Era éste el suyo, el clímax de su vida?

«Todavía no me llevéis —rogó Perseo—. Aún tengo que cumplir un par de metas antes de morir».

Gracias a su estatura y a la altura extra que le brindaba el caballo, Perseo podía ver a cierta distancia, incluso por encima de los penachos que adornaban las cimeras de los espartanos. Al final de las filas de Pitana se abría un hueco que las separaba del siguiente batallón. Delante de ese pasillo había miembros de la guardia real y, detrás de ellos, las túnicas blancas de Tisámeno y sus ayudantes destacaban como neveros.

Si estaba el sacerdote, pensó Perseo, Pausanias no podía hallarse muy lejos. Perseo no esperaba encontrarlo allí, sino en el lugar de honor del ala derecha. Si el regente había acudido a aquel lugar era porque había comprendido que allí la situación era más apurada.

Al llegar a la altura del pasillo, Perseo tiró de las riendas de Estérope para frenarlo y se detuvo ante las dos filas de guardias reales. Después pasó la pierna izquierda sobre el cuerpo del caballo y desmontó de un salto.

Los guardias se apartaron a un lado para dejarles paso a él y a Estérope. En sus gestos se mezclaban la alegría y la perplejidad.

—¡Heracles! —murmuró uno—. ¡Heracles ha venido a ayudarnos!

—Idiota, es el rey Leónidas, ¿es que no te das cuenta?

—Leónidas era moreno…

Perseo no escuchó cómo terminaba la discusión. Pausanias venía hacia él, sus cabellos rojos como fuego bajo el sol. Pero se le adelantó Escaleno, su viejo amigo de la agogé, que corrió cojeando hacia él y lo abrazó con tanta fuerza que las juntas de la coraza de Perseo rechinaron. Después Escaleno se apartó un poco, le puso la mano en la mejilla y lo miró a la cara.

—¿Sabes quién soy? —preguntó—. ¿Me reconoces?

—¡Por Pólux, cómo has encogido con la edad, Gerión!

Escaleno abrió los ojos en un gesto de estupor. Pero enseguida se dio cuenta de que Perseo le estaba tomando el pelo y le dio una bofetada entre cariñosa y enfadada.

No hubo tiempo para más saludos ni cumplidos, porque Pausanias ya le estaba preguntando:

—Perseo, ¿qué ha ocurrido aquí?

—Caballería tesalia. Se ha pasado a nuestro bando.

Al ver que por detrás del adivino había un nutrido grupo de ilotas, Perseo levantó la mano y reclamó que alguien viniera a hacerse cargo de su caballo.

Frente a él, Pausanias se quedó mirando hacia las alturas un segundo, con la boca abierta.

—¿Qué ocurre? —inquirió Perseo.

Por toda respuesta, Pausanias agarró a Perseo y tiró de él hacia adelante con tanto ímpetu que ambos estuvieron a punto de caer al suelo. Sin comprender qué sucedía, Perseo miró atrás.

Una saeta se había clavado en el suelo a apenas un palmo de donde estaba él segundos antes.

«Estoy tentando demasiado a la suerte con las flechas», pensó. Antes de que los escuderos se llevaran a Estérope a retaguardia, desató el escudo que había sujetado al costado del caballo y lo embrazó. Era el momento de ocupar un puesto con los suyos, en la falange espartana.

 

 

 

—¿Era ésta la señal que esperabas? —exclamó Pausanias, dirigiéndose al adivino.

Tisámeno ya se había agachado sobre el tercer cabrito y lo estaba degollando. No debió de hacerlo de la misma forma que las veces anteriores, porque en este caso el infortunado animal se sacudió en el suelo antes de morir y su sangre, en lugar de estancarse bajo su cabeza, formó un reguero por delante, un minúsculo río rojo que corría hacia el norte.

Pausanias no pensaba expresarlo en voz alta, porque conocía bien el temperamento del adivino, pero estaba convencido de que sabía manejar el cuchillo con la habilidad suficiente para que el flujo de sangre de la víctima obedeciera a su voluntad.

—¡Los dioses son favorables! —anunció Tisámeno, enderezándose.

—Loados sean —suspiró Pausanias. Después, volviéndose hacia el templo de Deméter que se alzaba por detrás de las líneas griegas, exclamó—: ¡Oh, Deméter, augusta diosa de hermosa cabellera! ¡No permitas hoy que las esperanzas de mis hombres se frustren! ¡Sonríenos en la batalla!

Terminada su breve plegaria, Pausanias se quitó la guirnalda con que se había adornado la cabeza mientras duraban los sacrificios, tomó el casco que le tendía su escudero Filotas y se lo caló. Tisámeno, sus ayudantes y el resto de los sirvientes retrocedieron sin más tardanza por el pasillo hacia la zona de retaguardia. Temístocles se quedó un momento allí, dubitativo.

—¡Ve con ellos! —le ordenó Pausanias.

—Será la primera vez que veo una batalla desde fuera.

—Grecia gana mucho más con tu mente viva que con tu cuerpo muerto.

Tras una breve vacilación, el ateniense asintió. Ambos se dieron un rápido abrazo, y después Temístocles se marchó con Tisámeno y los demás auxiliares a la retaguardia. Allí ya no correrían tanto peligro, gracias a la providencial llegada de la caballería tesalia. Un milagro que Perseo tendría que explicarle.

«Si salimos vivos», se dijo Pausanias.

Los guardias abrieron paso al regente, que ocupó su puesto por fin en la primera fila.

Al otro lado de la franja que separaba ambos ejércitos se oyó una voz de mando. Miles de arcos restallaron liberando la tensión de sus varas de madera, cuerno y tendones, y una nueva nube de flechas voló hacia ellos. Todos los soldados levantaron los escudos para protegerse, menos Pausanias, que en aquel momento se sentía tocado por los dioses. Al ver al regente desprotegido, Filotas se apresuró a cubrirlo a costa de dejar su propio cuerpo desguarnecido.

Como llevaba ocurriendo desde hacía una hora, la mayor parte de las flechas cayeron en tierra de nadie sin llegar a las filas espartanas. Pero era una andanada de al menos veinte mil proyectiles, por lo que incluso así muchas repiquetearon sobre los escudos y de nuevo se escucharon voces que gritaban: «¡Herido!».

Dos saetas se habían clavado en el suelo a medio metro de los pies de Pausanias, iguales y paralelas, como si las hubieran disparado los Dióscuros. El regente se adelantó un paso y las arrancó a patadas, pensando que para la próxima andanada se cubriría. No quería que el joven Filotas recibiera un flechazo por protegerlo a él.

—¿Permite nuestra ley que un Agíada y un Euripóntida combatan juntos?

Pausanias se volvió al oír la voz de Perseo. Su cabeza se alzaba medio palmo por encima de la del más alto de los guardias reales. La armadura de bronce con repujados de oro y plata que tan bien conocía, y que ya creía perdida para siempre en alguna cámara del tesoro en Susa o Babilonia, se veía manchada de polvo y salpicaduras de sangre. Todo hacía sospechar que la sangre no era suya.

—Ponte a mi derecha, Perseo. ¿Qué mejor escudo que el tuyo para proteger mi costado?

Mientras Perseo se hacía un hueco con los hombros entre los guardias, uno de éstos, que se había hecho cargo de la lanza de Pausanias, se la devolvió. El regente la empuñó, haciéndola girar en la mano para enjugarse el sudor en la tira de piel que rodeaba el astil. Lo último que quería era que alguien viera cómo se le escurría la lanza de entre los dedos.

—¡Flechas! —avisaron varias voces.

Los soldados de las primeras filas volvieron a cubrirse con los escudos. Esta vez Pausanias los imitó. Pese al estorbo del aspís, advirtió movimiento con el rabillo del ojo. Cuando terminó aquella nueva andanada, miró hacia la izquierda. Por aquella zona, a unos doscientos metros, una unidad entera cargaba contra el enemigo levantando nubes de polvo bajo sus botas.

—¿Quién ha desobedecido mis órdenes? —preguntó—. ¿Quién se ha atrevido a romper la formación?

—Nuestros hombres no han sido, señor —respondió Filotas—. Son los tegeatas.

Una nueva andanada llegó del frente persa. Los sparabara seguían sin moverse, aunque fuera adelantándose tan sólo unos metros para mejorar el alcance y precisión de sus proyectiles. ¿A qué estaba aguardando Mardonio? ¿A reunir a todas sus tropas en el mismo sitio para triplicar en número a los espartanos?

«Nosotros no vamos a esperar más», pensó Pausanias. En cuanto las flechas dejaron de caer, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Abajooooo… lanzas!

A su orden, las primeras filas abatieron sus picas proyectándolas hacia el frente. Los espartanos solían realizar esta maniobra con cierto exceso de fuerza, sacudiendo los antebrazos como si manejaran un látigo. Pero el zumbido de miles de lanzas de fresno hendiendo el aire aterrorizaba al enemigo y, al mismo tiempo, insuflaba coraje al hoplita que formaba en la falange.

—¡¿Qué busca siempre el espartano?! —preguntó Pausanias.

—¡Acortar la distancia con el enemigo! —vociferaron a su lado Perseo y los hombres de su guardia.

Al recitar la letanía guerrera que le había enseñado su tío Leónidas, Pausanias sabía que era imposible que su voz llegase a los extremos de un frente de más de mil escudos. Pero cuando los hombres que lo rodeaban contestaron, el efecto se extendió como las ondas en el agua cuando se arroja una piedra en un estanque. Al final todos los espartanos estaban gritando como un solo hombre.

—¡Mejor que la flecha…! —gritó Pausanias.

—¡La lanza!

—¡Mejor que la lanza…!

—¡La espada!

—¡Y cuando toda arma se haya roto…!

—¡A puño y a pie, a uña y a diente!

—¡Por Esparta! ¡Por Heracles! ¡Por la memoria de vuestro rey Leónidas!

Eleléeuuu!!

Pausanias levantó la lanza sobre su cabeza y dio el primer paso. El más importante, el que habían estado conteniendo hasta entonces. Con la garganta ya quebrada, gritó:

—¡¡Hijos de Esparta!! ¡¡¡Cargaaaaaad!!!

Diez mil pies retemblaron sobre la llanura en un pisotón que levantó ecos hasta las laderas del Citerón. Una vez, y después otra, y otra, y otra más, BLAM, BLAM, BLAM, como en un desfile. Los espartanos solían marchar así hacia sus enemigos, callados, atentos al pausado son de sus flautas. Avanzaban a ese ritmo cadencioso para mantener las líneas rectas, y también para dar tiempo a que los rivales los vieran venir. Hoscos, callados, con las trenzas colgando sobre los hombros, las lambdas en los escudos, las túnicas del color de la sangre asomando bajo las corazas. Los legendarios espartanos, que infundían tanto pavor en el enemigo que a menudo éste volvía la espalda y huía cuando aún estaban a cincuenta metros.

Pero hoy no, decidió Pausanias. Hoy no lo iban a hacer así.

—¡Paso ligero! —ordenó, mientras él mismo arrancaba a trotar.

Por un instante, oyó la voz de su tío Cleómenes: «Vas a hacer el ridículo, sobrino. Tú no vales para esto. No tienes suficiente areté para que tus hombres te sigan». Imaginó cómo su padre Cleómbroto movía la cabeza asintiendo con rotundidad a las palabras de su hermanastro.

Durante un par de segundos que se le antojaron eternos, se vio él solo, pateando la llanura por delante de sus hombres, patético y débil. Ridículo, como le acababa de decir el espíritu de Cleómenes.

Pero entonces la orden corrió por las filas y los flautistas aceleraron el ritmo de su obsesiva melodía. Pausanias oyó el trepidar del suelo bajo miles de botas, el resuello de miles de alientos, el roce de cuero contra cuero, el resonar de los talabartes contra las corazas y el entrechocar de las espadas contra los brocales de las vainas, y no necesitó mirar a los lados para saber que no estaba solo, y un estremecimiento indescifrable recorrió su espalda.

—¡No creas que me vas a dejar atrás! —jadeó tras él Escaleno. Pausanias miró un momento de reojo. Pese a su cojera, el éforo mantenía el paso, resoplando y mordiéndose los labios para aguantar el dolor de su pierna tullida.

Pausanias pensó que nunca antes un general espartano había dirigido una carga como aquélla. Casi doce mil hoplitas, y de ellos cinco mil espartiatas, armas humanas forjadas en la despiadada escuela de la agogé, guerreros implacables que despreciaban sus propias vidas incluso más que las de los enemigos.

Y no mandaba la carga Cleómenes. Ni siquiera el gran Leónidas.

La mandaba él, Pausanias, hijo de Cleómbroto.

«Ojalá Gorgo pudiera ver esto».

—¿Qué crees que cantaría sobre esto Homero, Perseo? —preguntó detrás de ellos Escaleno.

Pausanias miró a su derecha. Allí trotaba el príncipe destronado, alto y pálido, la barba rubia y polvorienta cubriendo la mandíbula apretada, y el parche tapando su ojo derecho. Un dios de la guerra salvaje, renacido de entre las sombras del Hades.

—¡El poeta es Pausanias, no yo! —contestó Perseo, sin apartar la vista del frente.

«Un poeta y ahora un guerrero, como Arquíloco», pensó Pausanias. Sólo que él no pensaba arrojar el escudo como había hecho el lírico de Paros.

Las flechas llovían, mucho más tupidas y numerosas ahora que estaban acortando distancias. Se hallaban a menos de cincuenta metros, la distancia más peligrosa. Había que cubrirla cuanto antes.

¿Qué habían hecho los atenienses en Maratón?

Correr.

Y lo que hicieran esos locos aficionados, cualquier soldado de Esparta podía mejorarlo.

—¡¡Ahora!! ¡¡Corred!! —gritó Pausanias.

Y, a su orden, los espartanos corrieron. Como rocas que ruedan desde un peñascal arrastradas por un río torrencial, corrieron. Como el voraz fuego que arrasa un bosque bajando desde las cimas de un monte, corrieron. Como las bandadas de grullas que, huyendo del invierno, vuelan hacia las corrientes del océano llevando a los pigmeos la muerte y la parca, corrieron.

Detrás de él, sobreponiéndose al dolor, Escaleno entonó con su voz de plata la Epidromé, la marcha que aprendían todos en la agogé mientras corrían bajo el sol cargados de armas:

 

¡Como el viento aplasta la hierba!

 

Primero decenas, luego cientos y finalmente miles de gargantas contestaron:

 

Como el viento aplasta la hierba,

como el mar arrastra la arena,

¡hijos de Esparta, corred!

 

¡Que vibren las voces,

que tiemblen las piedras!

¡Hijos de Esparta, corred!

 

¡Que los perros de Hécate ladren!

¡Que las almas del Hades aúllen!

¡Hijos de Esparta, corred, corred, corred!

 

Las flechas silbaban sobre sus cabezas y redoblaban en los escudos como pedrisco en los tejados. Los persas ya no aguardaban la orden de disparar en andanadas, sino que soltaban a discreción. Gruñendo por el peso y el esfuerzo de la carrera, los espartanos llevaban los escudos en alto, con las puntiagudas lanzas asomando por debajo, las astas de fresno vibrando sonoras al ritmo de la carrera.

«Las flechas son mucho más peligrosas si vuelan en horizontal —le había explicado Temístocles, con su experiencia de Maratón—. Pero, como los arqueros de la primera fila tienen que disparar por encima de los sparas, y los de las siguientes filas sobre las cabezas de sus compañeros, no tienen más remedio que hacerlo en parábola, y resulta más fácil protegerse».

Ya estaban tan cerca que distinguían los rostros de los sparabara, escuderos elegidos por su estatura y su fuerza para aguantar aquella barrera de cuero y mimbre. Detrás de ellos se aglomeraba fila tras fila de guerreros vestidos con caftanes azules. Lanceros e Inmortales mezclados con ellos. Muchos estaban colgando los arcos al hombro, empuñaban las lanzas y las blandían sobre las cabezas entre gritos, tratando de infundirse ánimos y al mismo tiempo amedrentar a los rivales.

Al comprobar que el diluvio de proyectiles amainaba, Pausanias ordenó:

—¡Escudos abajo!

Era una orden superflua. La mayoría de los espartanos habían abatido los escudos para ver mejor a sus adversarios y preparar el choque.

—¡Lo has hecho bien! —dijo Perseo a su lado—. ¡Olvídate ya de todo!

«¿Qué quiere decir?», se preguntó Pausanias. Pero no pensó más en ello, pues ya podía verle el blanco de los ojos al hombre que tenía enfrente. «No cierres los tuyos», pensó.

Normalmente, cuando dos falanges griegas se embestían, unos segundos antes de que llegara el momento del choque conocido como othismós, los soldados aminoraban el paso y se detenían a distancia de lanza unos de otros, con el fin de evitar la brutalidad de un impacto capaz de romper costillas y piernas.

Pero ellos no eran una falange normal.

Ellos eran espartanos.

El reflejo natural de frenar antes del choque, el mismo que hacía que un caballo rehusara cargar contra un muro de escudos, les había sido extirpado desde niños. Los entrenaban para embestir con los hombros contra árboles y muros, y después contra los escudos de sus mayores, una y otra vez, con armas y sin ellas, aunque eso supusiera abrirse la cabeza o fracturarse un hueso.

Y ahora aquel entrenamiento dio su fruto.

El choque sonó como el fragor de un mar bravío batiendo un malecón de granito, o como cuando un relámpago cruza el cielo de parte a parte y su trueno inacabable retumba en una cárcava. Las chapas de bronce de las aspídes espartanas se estrellaron contra los enormes escudos de cuero y mimbre de los persas, cargados por todo el peso y el impulso de la carrera de los hoplitas. Algunos sparas resistieron en pie, sostenidos por los guerreros de la primera línea, que apoyaban en ellos los hombros, empujando como asediados que tratan de evitar que un ariete derribe la puerta. Muchos más cayeron o se rompieron por la extrema violencia de la embestida.

Uno de los sparas que aguantó en pie fue el del guerrero con el que topó Pausanias, quien casi se descoyuntó el hombro al chocar. Maldiciendo su falta de peso, tiró un lanzazo al rostro del persa, que se agachó bajo el borde de su escudo para esquivarlo. Detrás de él, un arshtika persa dirigió un golpe contra Pausanias. El arma no tenía suficiente alcance y bastó con que el regente interpusiera el escudo para que la punta resbalara sin fuerza sobre la chapa metálica.

Perseo, que no sólo había derribado el spara que tenía frente a él, sino que también había dejado tumbado bajo él a su portador, se volvió a la izquierda y propinó una tremenda patada al escudo que se le resistía a Pausanias. La pantalla de mimbre y cuero giró sobre sí misma como una puerta, y Perseo aprovechó el hueco para meter la lanza a una velocidad fulgurante y clavarla en el muslo del guerrero persa.

—¡Paso expedito, Pausanias! —exclamó Perseo.

Pausanias usó su lanza para rematar al persa, que había hincado la rodilla en el suelo. Al oír y sentir el chasquido de la clavícula partiéndose bajo la punta de hierro y ver el chorro oscuro que brotaba de la herida, notó cómo le afluía la sangre a la entrepierna. Sólo entonces se dio cuenta de que hasta ese momento había tenido los testículos tan duros y encogidos como dos canicas de arcilla.

—¡Es el primer hombre al que mato!

Se escuchó a sí mismo y se dio cuenta de que había pensado en voz alta sin querer.

—¿El primero? —preguntó Perseo, retrocediendo un instante para tomar impulso antes de otro ataque—. ¡Yo llevo cuatro!

«El primero en mi vida, no hoy, como tú». Esta vez, el pensamiento de Pausanias no escapó del cerco de sus dientes.

Casi sin darse cuenta, se había quedado un poco atrás, pues tanto Perseo como sus guardias se habían adelantado para cubrirlo con sus cuerpos. El Euripóntida se estaba abriendo paso como un dios de la destrucción, o como Diomedes en su aristeía, cuando lo poseyó tal furor asesino que se enfrentó al mismísimo Ares y lo hirió.

—¡Dejadme pasar! —les ordenó Pausanias, pero ellos no le escucharon.

Unos nudillos golpearon su yelmo. Pausanias giró el cuello y vio a Escaleno, que se acercó para exclamar casi a su oído:

—¡Deja que te protejan! Has cargado el primero, has inspirado a tus hombres y has matado a un enemigo.

—¡Sólo a uno!

—En una batalla, la mayoría de los soldados no mata a ningún enemigo. Lo contrario sería aritméticamente imposible.

—¡Pero mira a Perseo!

—Él es de otra raza de hombres.

Pero no encontrarse en la primera fila no significaba estar exento de peligros. A pocos pasos de ellos, un Inmortal persa de estatura descomunal agarró la lanza de Filotas, partió el astil de fresno entre las manos, lo apartó de un empujón y derribó con el hombro al guardia que estaba detrás de Filotas. Viendo libre el camino hacia el regente, se abalanzó sobre él profiriendo tal alarido que Pausanias pudo verle hasta la campanilla. La energía y el odio de aquel hombre al que nunca había visto lo dejaron paralizado por unos instantes.

«Voy a morir», supo con toda certeza.

El grito del persa se convirtió en un gorgoteo. Una punta de hierro apareció a través de su garganta. Como si tuviera vida propia, la lanza se removió a derecha e izquierda rompiendo varios dientes, y luego desapareció por donde había venido como una lombriz que se esconde en tierra.

El gigante persa cayó al suelo de bruces, sobre un escudo de mimbre medio roto que acabó de desvencijar con el peso de su cuerpo. Detrás, Perseo saludó con su lanza ensangrentada a Pausanias.

—¿Estamos en paz por lo del jabalí? —exclamó.

Pausanias tardó un instante en comprender. El jabalí. La mascota del batallón de Mesoa. Aquel animal había derribado a Perseo, que no tenía más de seis o siete años, y él lo había recogido del suelo para llevárselo a su abuela.

—¿Ves lo que te decía? —preguntó Escaleno, agarrándolo del cinturón para hacerle recular—. Deja que se batan primero los más fieros. Ellos lo prefieren así.

—Quizá tengas razón —respondió Pausanias, tratando de controlar el temblor de sus piernas.

—Ya has dado ejemplo. No queremos perder a nuestro general tan pronto.

Pausanias retrocedió un poco más. Desde allí, a poco más de cuatro metros del frente quebrado donde se batían espartanos y persas, contempló el espectáculo que se le ofrecía, aunque su horizonte quedaba muy limitado por el polvo, las lanzas que subían y bajaban, los enormes escudos y los penachos que tremolaban sobre los yelmos.

Griegos y bárbaros gritaban y aullaban de rabia, de miedo, de alegría guerrera, de una mezcla salvaje de unas y otras emociones animales, mientras entrechocaban lanzas y escudos y buscaban los puntos débiles de sus adversarios. Por detrás de la primera fila espartana, los demás hoplitas animaban a sus camaradas y tiraban lanzazos por los resquicios intentando herir a algún enemigo. Cuando veían que un compañero reculaba, lo empujaban apretando el escudo contra su espalda o, si lo veían agotado, lo apartaban sin contemplaciones y ocupaban su puesto.

Más atrás aún, los sirvientes ilotas brincaban de un lado a otro como bailarines y daban saltos para tratar de distinguir algo por encima de las cabezas de los contendientes. En cuanto veían una ocasión, se colaban entre las filas para llevar una lanza de repuesto a sus señores, sacar a los hoplitas heridos de la formación o rebanar el gaznate a todo persa que hubiera caído al suelo, aunque ya estuviese muerto. Olía a sangre, a sudor y a metal recalentado bajo el sol, y de vez en cuando también llegaba el fétido efluvio de las tripas evisceradas y pisoteadas que desparramaban sus contenidos sobre el polvo.

Pausanias se imaginó que, en las alturas, los dioses olímpicos, que no contemplaban un espectáculo así desde la carga de Aquiles y sus mirmidones junto al Escamandro, aullaban y se frotaban las níveas manos, complacidos por el espectáculo.

¿Qué estaría ocurriendo en el resto del frente? En aquel caos de polvo, ruido y furia homicida resultaba casi imposible saberlo. En ese momento comprendió lo que le había dicho Perseo.

«Lo has hecho bien. Olvídate ya de todo».

Había puesto las piezas en movimiento. Ya no era una batalla de generales, sino de soldados. Y él se había convertido en uno más.

 

 

 

Perseo se dio cuenta de que había avanzado demasiado, abriéndose paso entre los enemigos como el espolón de un barco. Varios soldados de la guardia real lo habían seguido, pero todos ellos corrían el riesgo de quedar embolsados, como una isla perdida dentro de un mar de tropas. Un guardia le gritó:

—¡Detente! ¡Tenemos que mantenernos cerca de Pausanias!

Perseo retrocedió, tanteando el suelo con los talones para no tropezar con los cadáveres que él mismo había sembrado a su paso, mientras movía la lanza a derecha e izquierda señalando a los enemigos y mirándoles a los ojos para avisarles: «Os estoy viendo». Nadie se atrevió a acercarse a él. No los culpaba. Había presas más fáciles, y una cosa era buscar la gloria en combate y otra morir de forma estúpida.

—¿Habías estado alguna vez en una batalla como ésta? —le preguntó el guardia real que le había avisado. Perseo había oído que lo llamaban Filotas. Era muy joven, no tendría ni veinticinco años, y su voz vibraba con esa mezcla inefable de furia, miedo y fuego en las venas que sólo un auténtico guerrero podía entender.

—¡Jamás! —respondió Perseo—. ¡Ésta es la mayor ocasión que han visto los mortales!

Y él, gracias a los dioses, había salido del brumoso letargo de su mente para participar en ella.

Alguien ladró una orden en persa, «Fravatah!». Los lanceros que habían mantenido la distancia con Perseo clavaron la rodilla en el suelo. Detrás de ellos, un oficial de los Inmortales cargó una flecha en su arco y disparó. El persa estaba a poco más de cuatro metros; una distancia tan corta que Perseo oyó el impacto de la flecha casi antes que el silbido del aire.

A su lado, Filotas se miró el pecho, incrédulo. La saeta había atravesado la coraza de lino y se había hundido casi un palmo en su cuerpo. Antes de que la sangre tuviera tiempo de mancharle el peto, el joven puso los ojos en blanco, cayó de rodillas y se desplomó de bruces en el suelo.

El Anushiya cargó otra flecha a una velocidad endiablada, se volvió hacia Perseo y disparó.

La coraza de Heracles era mucho más sólida y pesada que el linotórax del guardia real. Tal vez podría detener un proyectil casi a bocajarro. O tal vez no. Perseo no tenía intención de comprobarlo. Más rápido de reflejos aún que el persa, ladeó el cuerpo e interpuso el escudo. La flecha impactó con la fuerza de un martillazo en la chapa de bronce y la perforó, taladró las capas de roble y su punta piramidal asomó por el interior, rasguñándole la piel.

Perseo se dio cuenta de que si el persa hubiera apuntado un dedo más abajo, o él hubiese levantado el escudo un poco más, la flecha le habría atravesado el antebrazo de parte a parte.

El Inmortal ya estaba empulgando un tercer proyectil. Perseo decidió no darle tiempo y cargó contra él, apartando a los enemigos arrodillados que le impedían el paso: a uno le partió los dientes con el borde del escudo y a otro le rompió la nariz golpeándolo de revés con el asta de la lanza.

Al ver que aquel dios de la destrucción se abalanzaba sobre él, el persa se dejó poseer por el miedo. Pese a que debía de haber practicado esa maniobra más de un millón de veces a lo largo de su vida, le temblaron los dedos y la punta de la flecha le resbaló por el borde de madera del arco.

A Perseo no le resbaló la empuñadura de la lanza. Dando una última zancada, clavó la rodilla en el suelo para ganar distancia, proyectó su arma y hundió la punta de hierro en la ingle del persa, que aulló de dolor. Tras remover la lanza dentro de la herida, la sacó y volvió a golpear a su enemigo en el pecho. La coraza de escamas que el persa tenía bajo el caftán detuvo el segundo golpe, pero no así el tercero, que lo alcanzó justo en la nuez.

—¡Veamos si de verdad eres Inmortal!

El oficial cayó al suelo y Perseo le pisó el pecho para desclavarle la lanza. A su alrededor, los demás enemigos retrocedieron como hienas cuando llega el león.

Mientras Perseo arrancaba la flecha clavada en su escudo, oyó la voz de otro guardia real a su espalda.

—¡El regente ordena que vayas atrás para hablar con él! ¡Ahora mismo!

Perseo estuvo a punto de contestarle que él era un guerrero libre, un ejército de un solo hombre que se había aliado con ellos por un día y que no obedecía órdenes de nadie. Después se dio cuenta de que era la furia del combate la que lo poseía y que un espartano de verdad debía mantener esa furia sometida con las riendas de la disciplina.

Sin darle la espalda al frente, retrocedió tal como le habían ordenado. Otros ocuparon su lugar cerrando filas.

Detrás de las líneas, protegidos por guardias con escudos —los persas seguían disparando, aun a riesgo de que parte de sus proyectiles alcanzaran a sus propios hombres—, estaban conferenciando Pausanias, Temístocles y Escaleno. También se hallaba allí un personaje por el que Perseo no sentía ninguna simpatía, pese a que había sido en su momento uno de los mayores aduladores de Damarato: Amonfareto.

—¡Márchate! —le estaba diciendo Pausanias, rojo de ira—. ¡Ya has hecho bastante daño hoy!

Amonfareto se alejó blasfemando. Cuando se cruzó con él, Perseo se preguntó cuántos años tendría aquel hombre. Más de sesenta, sin duda. Y no parecía que la edad hubiera mejorado su carácter.

—Me han dicho que me presente ante ti, Pausanias —dijo, cuadrándose ante el regente.

—Tenemos que hablar —respondió Pausanias—. Pensé que la carga iba a ser definitiva, pero las cosas no van bien. Nada bien.