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Las Termópilas, 480 a. C.
—¡Espartanos! ¡Desayunad bien! ¡No os preocupéis si gastáis todas las provisiones! ¡Esta noche, Hades y Perséfone nos darán la cena gratis en el infierno!
Respondiendo a las palabras del rey Leónidas, doscientas cincuenta lanzas de fresno aporrearon otros tantos escudos de roble. Las lambdas pintadas sobre las chapas que los recubrían se veían descoloridas y arañadas, y los bordes desportillados después de dos jornadas de combates contra el mayor ejército jamás reunido. Pese al cansancio, los golpes resonaron tan intimidantes como el primer día. Doscientas cincuenta voces roncas como cuervos aullaron:
—Eleléeeuuuu!!!
Cuando el eco del grito guerrero se perdió rebotando entre las paredes del desfiladero, los soldados se miraron entre sí. Aún no se habían calado los yelmos que los convertían en realmente Iguales. De ese modo, pudieron reconocer los rostros de los demás y comprobar que algunos de los que habían formado en la última revista de la noche no se hallaban presentes. A dos de ellos, Éurito y Aristodemo, los había mandado Leónidas a la cercana ciudad de Alpeno para que los médicos los trataran de sendas infecciones oculares. Pero faltaba un tercer guerrero, y esa ausencia provocó susurros y miradas nerviosas entre los hombres.
Perseo.
A decir verdad, ninguno de aquellos soldados era íntimo amigo suyo. Perseo había estado lejos de Esparta más de diez años, pero incluso cuando vivía en la ciudad no dejaba de ser un tipo de tendencias solitarias. Si los demás lo echaban de menos no era tanto como camarada, sino porque combatiendo era un demonio. Durante sus años fuera de la ciudad sirviendo como soldado de fortuna, sus virtudes guerreras se habían acrecentado todavía más. En la primera línea de la falange era un valladar inexpugnable. Sobre todo, no había nadie comparable a él en las caóticas refriegas que se producían de cuando en cuando al romperse la pared de escudos. Aunque los espartanos sostenían que ningún individuo era imprescindible, Leónidas se dio cuenta ahora de que la marcha de Perseo había sembrado la inquietud entre los hombres que aún quedaban de los trescientos originales.
«¿Habré cometido un error?», se preguntó el rey. Pero ya estaba hecho. Él mismo había ordenado a Perseo regresar a Esparta, portador de un mensaje secreto. Lo había hecho poco después de que asomase el sol, justo antes de comunicar a sus hombres que estaban rodeados y, por tanto, condenados. Esto tampoco se lo había dicho al propio Perseo, pues en tal caso él, que ya se había mostrado renuente a marchar, se habría negado a abandonar a sus compañeros de filas.
La víspera, mientras anochecía sobre las Termópilas, Leónidas le dijo a Cimón, el joven guerrero ateniense que ejercía de observador:
—Puede que al final no decepcionemos a nuestros aliados.
Las palabras de Leónidas se debían a que no podía evitar sentirse culpable. Los atenienses lo habían apostado todo en la guerra contra los persas: más de ciento setenta trirremes al mando de su mejor general, Temístocles, amén de los remeros y hoplitas necesarios para equiparlos. La rácana respuesta de Esparta había consistido en enviar tan sólo a trescientos guerreros de los ocho mil en plenitud de facultades que podría haber movilizado. El pretexto: las fiestas Carneas en honor de Apolo. En realidad, el otro rey de Esparta, Latíquidas el Euripóntida, había expresado la verdadera causa de forma descarnada durante una sesión del consejo de ancianos.
—Los atenienses no son nuestro problema. ¡Ni siquiera son dorios! Por mí, su ciudad puede arder por los cuatro costados. ¡Lo que me preocupa es el destino de Esparta!
Pese a la oposición de Latíquidas y de buena parte de los consejeros, que pretendían defender únicamente el istmo de Corinto y abandonar a su suerte a Atenas, Leónidas se había empeñado en partir a las Termópilas. Únicamente había podido llevar consigo trescientos espartiatas, los máximos que la ley le permitía elegir como hippeîs o guardia personal. A ésos se les habían sumado aliados de Arcadia, más tropas de Tespia, Tebas y la Fócide que los aguardaban en el desfiladero. Poco más de cinco mil hombres. Y ni siquiera podía contar con todos, porque había tenido que despachar a un millar, el contingente focense, para vigilar los pasos montañosos por los que los persas podrían rodearlos y atacar su retaguardia.
Incluso así, con un ejército tan reducido, Leónidas había logrado contener los incesantes asaltos de la poderosa Spada de Jerjes, formada por ciento veinte mil hombres. De ahí sus palabras de esperanza al ateniense Cimón, a las que añadió mientras se calentaba las manos junto a la hoguera:
—Nosotros resistiremos el tiempo que sea menester.
Careciendo de la presciencia de los dioses, Leónidas no podía ser consciente de lo que estaba ocurriendo en aquel preciso instante. Mientras él trazaba planes de futuro con Cimón, seis mil Anushiya o Inmortales, tropas de élite de Jerjes, marchaban bajo la luna llena, en una maniobra envolvente por las alturas del monte Calídromo.
La suma de esperanza e ignorancia hizo que Leónidas durmiera esa noche mejor que ninguna de las anteriores. También se debía, aunque le doliera reconocerlo, a que después de dos días de combate se sentía molido. Y a que, además, desde horas antes de acostarse se había abstenido de catar el vino ni el agua para que la maldita vejiga de sesentón lo dejara en paz.
Pero justo antes de amanecer, una visión perturbó su sueño. En ella aparecía un rostro conocido, con el cabello y la barba largos y de una blancura inmaculada. El adivino Tisámeno, apoyado en el báculo que no necesitaba para dejar atrás caminando al más ágil de los soldados.
—Leónidas, hijo de Anaxándridas —le dijo Tisámeno—. Hoy será tu último día en el mundo de los vivos.
—Eso está por ver —respondió Leónidas, consciente de hallarse dentro de un sueño.
—Cree mis palabras. Todo el que se quede hoy en las Termópilas estará muerto antes de que caiga el sol.
—En ese caso, todos moriremos, porque no vamos a abandonar la posición.
—Perseo no. Él no puede morir. Debes enviarlo lejos de aquí.
—¿Por qué? ¿Qué tiene él que lo haga diferente? Nació de padres mortales, como yo y como todos los demás. ¡Claro que puede morir!
—Hazme caso, Leónidas. Despáchalo lejos. No es su destino perecer aquí, sino combatir en la mayor batalla que se haya librado jamás en suelo griego, junto a las orillas del Asopo. Todos los hombres que están aquí contigo son prescindibles. Únicamente él es necesario.
Leónidas se sintió triste al oír aquello. ¡La mayor batalla jamás librada en Grecia! Incluso dentro del sueño, comprendió que las palabras de Tisámeno eran proféticas, que él iba a morir en las Termópilas y que no llegaría a contemplar esa gloriosa batalla.
—Haz lo que te digo Leónidas…
—Leónidas. Leónidas. Pronto amanecerá.
El rey abrió los ojos. Siguiendo sus órdenes, uno de los centinelas de la última guardia se había agachado junto a él para despertarlo, pues siempre procuraba acostarse el último y levantarse el primero.
Intrigado y entristecido por la visión, se incorporó y, con cuidado de no pisar a nadie, pasó de puntillas entre los hombres que dormían envueltos en las capas que les servían al mismo tiempo de manta y jergón. Después, mientras orinaba junto al muro —el viejo Muro Focense que habían reparado para defender el paso conocido como Segunda Puerta—, volvió a pensar en las palabras de Tisámeno.
El dios de Delfos había garantizado al adivino que obtendría cinco grandes victorias militares. Tisámeno se había presentado ante los éforos y los reyes de Esparta con aquel oráculo escrito y sellado en una lámina de oro, y les había dicho:
—Convertidme en ciudadano de Esparta y os prometo que esas cinco victorias serán para vosotros.
Ellos habían accedido, convencidos por la autoridad de la Pitia y de su señor Apolo. Antes de partir para las Termópilas, Leónidas había hecho venir a Tisámeno para pedirle que lo acompañara. Pero el adivino se había negado, meneando la cabeza con gesto triste.
—No es tu destino obtener ninguna de esas victorias, mi rey —le había dicho—. Pero te aseguro que tu gloria será duradera y tu nombre recordado para siempre.
«Por morir en las Termópilas», pensó ahora mientras orinaba, un proceso tan lento y fastidioso como de costumbre en los últimos tiempos. No podía saber que cerca de su vejiga estaba creciendo un mal que, de no mediar otra enfermedad ni accidente, lo habría llevado al Hades antes de cinco años.
Cuando terminó y se acomodó la ropa, vio que Megistias, el adivino que los acompañaba a falta de Tisámeno, ya estaba ocupado con el sacrificio matutino, a resguardo del viento en un recoveco entre la muralla y el acantilado. Tras rajar el abdomen de una cabra que luego serviría de desayuno a los soldados, Megistias examinó las vísceras como era preceptivo. Apenas tardó unos segundos en menear la cabeza y levantar la mirada hacia su hijo Temistio, que sostenía una antorcha para alumbrarlo.
«Cuando un adivino mueve así la cabeza, mala cosa es», pensó Leónidas.
—¿Qué ocurre, Megistias? —le preguntó, acercándose a él.
—Compruébalo tú mismo, mi rey.
Leónidas se inclinó sobre el cadáver, del que seguía manando sangre. Como rey, era también sacerdote de Zeus Lacedemón. Después de tantos años celebrando sacrificios públicos en nombre de la ciudad, sabía reconocer un hígado en mal estado cuando lo veía. Y éste era de los peores que se había encontrado, pese a que la cabra no debía de tener ni dos años. Los hígados buenos eran rojos y tan lisos que en ocasiones se reflejaba en ellos el rostro del sacerdote. Éste, en cambio, se veía amarillento y granulado, y exhalaba un olor fétido.
Megistias se volvió hacia Leónidas. Sus ojos estaban velados por unas incipientes cataratas, pero gracias a su experiencia y a la ayuda de su hijo todavía podía interpretar los signos que los dioses le mostraban en las vísceras de las víctimas y en otros portentos.
—Bien sabes, mi rey, que los presagios han sido favorables cada día. Pero hoy no.
—Parece evidente —respondió Leónidas.
Megistias señaló con la punta del cuchillo ensangrentado una hendidura entre dos lóbulos del hígado. Allí se advertía una tumoración oscura, casi negra.
—Éstas son las Termópilas y este bulto somos nosotros. —El adivino se enderezó, ayudándose con las manos apoyadas en los muslos. Consciente de la trascendencia de sus siguientes palabras y algo pagado de sí mismo por ello, ahuecó la voz y declaró—: Todos los hombres que se queden en este desfiladero morirán antes del anochecer.
«Todo el que se quede hoy en las Termópilas estará muerto antes de que caiga el sol», había dicho Tisámeno en su visión.
—¿No hay otra interpretación? —preguntó Leónidas, aunque conocía bien la respuesta.
—No, mi rey. Pocas veces son tan claros los dioses como ahora.
Leónidas giró sobre sus talones y volvió la mirada hacia el mar. Aún se veía oscuro, el «vinoso ponto» de Homero. A menos de cien pasos, y sin embargo tan indiferente y ajeno a las luchas de los hombres como si se hallara a mil estadios de distancia.
Leónidas se arrebujó en la capa. Un pico se quedó suelto, flameando a su espalda como la vela de una nave. Era la hora más fría, pero ni la temperatura ni la brisa tenían la culpa del estremecimiento que lo había invadido.
Conocía bien esa sensación, la garra helada que le había apretado las tripas y contraído el esfínter.
El miedo a la muerte.
Por mucho que a los espartanos se les imbuyera desde niños que no debían temer a las aladas Keres, no dejaban de ser humanos y, en tanto que humanos, animales, y como animales que eran sus reacciones instintivas se reducían a tres. Esconderse, huir…
O pelear. Ésa era la única reacción que se le permitía a un hijo de Esparta.
De lo que no dudaba Leónidas era de que estaba contemplando su último amanecer. A veces los adivinos se equivocaban, o los dioses se complacían en confundirlos con señales ambiguas. Pero en otras ocasiones eran claros y tajantes. Ya incluso antes de la expedición a las Termópilas, el oráculo de Apolo en Delfos había pronunciado estas infaustas palabras:
¡Oh, moradores de la extensa Esparta!
O vuestra poderosa y excelsa ciudad es destruida por los persas
o bien Lacedemonia llorará la muerte de un rey.
Pues el invasor tiene el poder de Zeus, y no se detendrá
hasta que devore a la ciudad o al rey hasta los huesos.
Mostrarse escéptico ante un aviso de las divinidades podía ser comprensible. Dudar de tres —un oráculo, una visión en sueños y una víctima sacrificial— resultaba impensable. De ahí que Leónidas comprendiera al instante que la esperanza que había albergado en la víspera, la misma que le había manifestado al ateniense Cimón, era tan infundada como la efímera mejoría que experimenta un anciano agonizante justo antes de morir.
El hijo de Megistias frunció el entrecejo mientras revolvía con la mano izquierda manchada de sangre las vísceras de la cabra. Creyendo lo que le decían los dioses, pero sin acabar de comprender.
—¿Cuál puede ser la causa de que muramos hoy? —preguntó, incorporándose con bastante más facilidad que su padre—. ¿Acaso el Gran Rey tiene tropas aún mejores que los Inmortales o que los traidores griegos que nos ha arrojado hasta ahora?
Leónidas meneó la cabeza tristemente.
—Todos sabemos cuál es el punto débil de nuestra defensa —admitió, señalando hacia las alturas.
Allí abajo, en la Segunda Puerta, con el mar a la derecha y a la izquierda las escarpas casi verticales del monte Calídromo, su posición era prácticamente inexpugnable. Sobre todo, si la defendían espartanos.
Pero por detrás de las crestas rocosas, que se recortaban contra el cielo turquesa como las placas en el lomo de un dragón, se encontraba la senda Anopea. Un camino angosto y trabajoso, aunque ni mucho menos impracticable. Por eso Leónidas había enviado a mil focenses, conocedores del lugar, para defenderlo.
Y ahora, estaba casi seguro de ello, aquellos hombres habían dejado de defenderlo.
Se volvió hacia Megistias. El mántis provenía de la montañosa Acarnania, una región famosa por sus profetas. Llevaba, no obstante, más de veinte años en Esparta, por lo que se había convertido casi en un lacedemonio más. Leónidas no podría contar cuántas vísceras había examinado Megistias para él ni cuántos portentos le había descifrado.
—Tú ya has cumplido tu labor aquí, viejo amigo —le dijo—. Debes irte.
—¿Por qué quieres librarte de mí, mi rey?
—Eres un hombre sagrado, no un guerrero.
Megistias se acercó un paso y apretó la muñeca de Leónidas. Sus dedos estaban moteados de manchas hepáticas. El rey no conocía su verdadera edad, pues a los adivinos les gusta envolverse en velos de misterios; pero sospechaba que Megistias parecía más viejo de lo que era.
—Es justo y decoroso que yo acabe aquí mis días contigo, mi rey —aseguró Megistias. Su voz no tembló. En su interior, ese hombre ya había contemplado muchas veces su propio funeral y había disfrutado de esa morbosa sensación. Pero luego, volviendo la mirada neblinosa a su hijo, añadió—: Sólo te pido que a él lo envíes lejos.
—Eso está hecho, amigo —concedió Leónidas—. Él no morirá en las Termópilas.
Temistio, hijo tardío que había cumplido apenas los veinte años, los miró a ambos, pero no protestó. Él no era espartano, y no tenía por qué disimular que estaba muerto de miedo.
Leónidas ordenó a los centinelas que despertaran a los demás soldados. La aguda llamada de las trompetas espantó a una bandada de estorninos, que pasaron aleteando y graznando sobre las cabezas de los soldados que se incorporaban. «Si fuéramos sensatos, haríamos lo mismo que ellos», pensó el rey.
Pero no iban a ser sensatos. No podían serlo. Eran espartanos.
Mientras los hombres se desperezaban, orinaban, saltaban y se estiraban para calentar los miembros doloridos, Leónidas se apartó un poco y caminó hacia el mar. Las crestas de las olas que rompían brillaban plateadas por los primeros rayos de luz. El viento, que por la noche había soplado de tierra, trayendo el humo de las hogueras del campamento persa, ahora venía del mar y arrastraba olor a sal y algas.
Entrecerrando los ojos ante el resol, el rey distinguió una sombra en el agua. «Perseo», comprendió. Siempre individualista, Perseo convivía con la apretada cercanía de la falange cuando no tenía más remedio, pero en cuanto podía se apartaba del grupo para estar a solas.
Entre las rocas de la orilla, Leónidas encontró una piedra plana y con la altura justa para sentarse. Cuando dejó caer el trasero sobre ella, sintió como si le clavaran cuchillos de acero en los cuádriceps; tenía comprobado que la tensión y el esfuerzo del combate, aunque éste no durara más de unos minutos, exigían más a las piernas que un día de marcha o subir al Taigeto. No obstante, aguantó el dolor en silencio; desde que el difunto Cleómenes se burlara de él tiempo atrás («Cuando te sientas y te levantas, gruñes como un anciano, Leónidas»), se cuidaba mucho de proferir el menor resoplido.
Uno de sus ilotas, Traso, lo había seguido a unos pasos de distancia, siempre atento a sus órdenes. Ahora, cuando Leónidas chasqueó los dedos, Traso se acercó y le tendió la bolsa de cuero en la que guardaba sus pertenencias.
Aparte de las armas, pensó Leónidas, todo el bagaje de un rey como él cabía en aquel morral. ¡Qué diferencia con lo que arrastraba tras de sí Jerjes! Según les habían informado, sólo la enorme tienda de campaña roja que habían visto desde las alturas del Calídromo ocupaba más de cien fardos, cada uno de ellos diez veces más pesado que el humilde zurrón de Leónidas.
Desató la cuerda que cerraba la bolsa y sacó de ella un cilindro de madera de dos palmos de longitud, perfectamente tallado. Tenía enrollada alrededor una tira de ante, tan apretada que no quedaba el menor resquicio entre las vueltas.
—Toma, mi rey —dijo Traso, entregándole también un cálamo y un frasco con tinta hecha de una mezcla de hollín, resina y agua.
«¿Qué pretendo hacer?», pensó Leónidas cuando acercó el cálamo al extremo izquierdo del cilindro. Sólo veía un borrón. Hacía ya más de cinco años que era incapaz de leer una carta, mucho menos de escribir en un soporte tan pequeño como aquél.
Parpadeó con fuerza, como si aquello le fuese a servir para recuperar visión, y miró a lo lejos. Perseo acababa de salir del agua y trepaba desnudo por las rocas hasta la explanada. Con aquellos músculos y aquella estatura, podría haber pasado por un bronce de los escultores Canaco o Agéladas.
Apartando la mirada de Perseo, el rey volvió a centrarla en el cilindro de madera. Por más que se lo alejaba, seguía viéndolo demasiado borroso para escribir en él. No obstante, no quería confiar aquel mensaje a un criado.
—Mi rey, puedes conseguirte unos ojos nuevos, o bien unos brazos de diez codos de largo. Pero me parece más fácil que me dictes lo que quieres escribir.
Leónidas levantó la mirada al oír la voz de Diéneces. El oficial, que se había acercado tan sigiloso como un gato egipcio, se sentó a su lado en la piedra, muslo con muslo, con toda confianza.
—Siempre has estado delgado —le dijo Leónidas, observando cómo las fibras y venas de Diéneces se marcaban como vetas en un árbol seco—. Pero ahora estás tan flaco que vas a dejar de proyectar sombra.
—Matar persas a destajo consume mucha gordura, mi rey.
Pese a lo afilado que se le veía el rostro, Diéneces tenía buen aspecto. A sus cuarenta años, se hallaba en la plenitud. Una espléndida plenitud. Algunos sabios afirmaban que el rostro de un hombre era un papiro que relataba su vida. A juicio de Leónidas, el de Diéneces narraba una historia magnífica, la biografía de alguien que había crecido con los años, como un buen vino de Quíos madurando en el ánfora. Un guerrero duro como un sarmiento, al que la violencia, sin embargo, no le había encallecido el corazón.
Leónidas le pasó el cilindro y el recado de escribir. No había hombre en Esparta ni en el mundo entero en quien confiara más que en Diéneces. Una de las cosas que más le gustaban de él era que nunca perdía la calma, y no había otro como él para ese humor fanfarrón y conciso tan del gusto de los espartanos. De sus labios había salido, sin torcer el rictus, la frase más celebrada en el campamento durante los últimos días. Cuando llegaron a las Termópilas, un natural del lugar que venía huyendo de los persas se había detenido unos instantes para advertir a los espartanos:
—¡Cuando sus arqueros disparan a la vez, sus flechas forman una nube que tapa el sol!
—¿No os parece genial, hermanos? —había respondido Diéneces, mientras se giraba hacia sus conmilitones espartanos—. ¡Así lucharemos a la sombra!
Leónidas palmeó ahora el muslo de su oficial y amigo y le dijo:
—Gracias, Diéneces. Todavía no se lo he dicho a nuestros chicos, pero me temo que éste va a ser el último mensaje que escriba.
—Eso ya lo sé —respondió Diéneces, mojando el cálamo en el tintero.
—¿Lo sabes? ¿De pronto te han regalado los dioses el don de la profecía como a Megistias?
—No lo necesito. Tu cara es un papiro abierto.
Leónidas suspiró, pensó bien lo que quería transmitir y empezó a dictar. No podía permitirse un mensaje largo; aquel sistema no admitía demasiadas frases. Así, por más conciso que intentó ser, cuando Diéneces terminó de escribir apenas quedaba espacio libre en la tira de piel que rodeaba la vara.
—Un mensaje en verdad importante, mi rey —afirmó Diéneces—. Brotado del corazón.
Leónidas tomó el cilindro que le tendía Diéneces, se puso en pie y abrió los brazos. El oficial comprendió, se incorporó también y se dejó abrazar. Leónidas lo estrechó con tanta fuerza que las costillas de su amigo crujieron.
—Tú eres el único que de verdad sabe lo que hay en mi corazón, Diéneces —le susurró al oído.
Después se apartó un poco y lo agarró por los hombros. Ambos se miraron a los ojos durante unos segundos.
—Haz que los chicos vayan preparando las armas —ordenó Leónidas por fin—. Yo voy a buscar un mensajero.
—Por un momento he temido que ese mensajero fuera a ser yo —respondió Diéneces.
Leónidas sonrió y negó con la cabeza.
—¿Crees que renunciaría a tenerte a mi lado en la última batalla? No soy tan insensato.
—¿Por qué debo hacerlo yo?
Leónidas había llevado aparte a Perseo para entregarle la tira de piel, ya desenrollada de la escítala, el cilindro de madera que usaban los espartanos para transmitir mensajes secretos. Ahora el mensaje no tenía ningún sentido; se había convertido en una sucesión de letras ininteligibles. Para descifrar el texto, su receptor tendría que enrollar la cinta en una vara gemela de la que tenía Leónidas. Sólo así las vueltas de la tira coincidirían exactamente y se podría leer el texto en horizontal tal como lo había escrito Leónidas.
—Eres el hombre más adecuado para esta misión.
—Si la misión consistiera en matar a otros hombres, no lo dudo. Para enviar un recado puedes mandar a cualquiera.
—Es una orden de tu rey. Juraste obedecerme. Hace sólo tres días. ¿Tan corta es tu memoria?
Perseo torció el gesto y miró hacia su izquierda con su único ojo. Por más que Leónidas le preguntaba cómo perdió el otro, el Euripóntida se negaba a contestar y sólo ofrecía evasivas.
—Son compañeros, Leónidas —respondió por fin Perseo—. No puedo abandonarlos.
«Compañeros» y no «mis compañeros». Siempre manteniendo la distancia. Y «Leónidas», no «mi rey». Así lo había llamado antes, cuando uno de ellos estaba destinado al cetro y el otro no, antes de que las caprichosas Moiras le dieran la vuelta a todo. Y así seguía llamándolo.
«Únicamente él es necesario».
Leónidas tomó la mano de Perseo, le puso la cinta de piel en ella y le cerró los dedos.
—Que Hermes guíe tus pasos para que no te extravíes y para que llegues sano y salvo a Esparta. Si entregas tu mensaje a tiempo, Jerjes no tardará en saber cuánto daño pueden hacerle ocho mil guerreros espartanos.
Era una mentira. El mensaje no tenía nada que ver con pedir refuerzos.
—¿Ella puede convencer al usurpador y a los ancianos?
«El usurpador». Perseo jamás se refería a Latíquidas por su nombre.
—Ella puede conseguirlo todo, y lo sabes —respondió Leónidas—. Marcha ya, espartano.
Perseo abrió la mano, observó por un instante la cinta arrugada que tenía entre los dedos y, por fin, asintió.
Sólo cuando Perseo se hubo perdido de vista en dirección al este, hacia la villa de Alpeno, se dirigió Leónidas a los restos de sus trescientos hombres y les dijo:
—¡Espartanos! ¡Desayunad bien! ¡No os preocupéis si gastáis las provisiones! ¡Esta noche, Hades y Perséfone nos darán la cena gratis en el infierno!
Y ellos respondieron:
—Eleléeeuuuu!!!
—¿Te parece que con el calor que va a hacer hoy es el mejor día para embutirse en una reliquia como ésta, mi rey? —preguntó Diéneces.
El sol se había levantado ya sobre el mar. Su reflejo arrancaba cabrillas de plata en las olas del golfo Malíaco, a la derecha de los hombres que se aprestaban para su última batalla. Tras lavarse, los doscientos cincuenta espartanos en condiciones de combatir habían peinado y trenzado sus largos cabellos, como si acudieran a una boda en lugar de a una cita con las Moiras. Ahora, ya adecentados, la mayoría de ellos terminaban de ajustar sus corazas de lino prensado, aunque algunos llevaban blindajes de bronce más anticuados y aparatosos.
Ninguna armadura era más antigua que la que el ilota Traso estaba terminando de atar para Leónidas. Estaba forjada en bronce repujado, y decorada con filigranas de plata y oro que representaban a Heracles domando al perro Cerbero, tricéfalo guardián del infierno. Entre peto y espaldar, la pieza pesaba cerca de veinte kilos. Era tan ancha que incluso el fornido Leónidas se había tenido que poner encima de la túnica carmesí un jubón acolchado, la spolás, de modo que la coraza se ajustara a su cuerpo sin bailar. Para que ningún detalle desentonara, ese jubón era de piel de león, el animal de Heracles.
—Esta armadura la llevó mi hermano Cleómenes —explicó Leónidas—. Antes que él, la llevó nuestro padre Anaxándridas, y antes su padre León de Esparta, y antes…
—Si recitas la lista de tus ancestros, mi rey, es posible que cuando acabes tengamos al mismo Jerjes de invitado para la cena —repuso Diéneces, ayudando a ajustar los cierres laterales mientras Traso se agachaba para colocarle las grebas a Leónidas.
Según una tradición que se transmitía entre los soberanos Agíadas, aquella armadura, que Leónidas iba a usar en combate por primera vez, la había forjado el mismísimo Hefesto. El divinal herrero se la regaló a Heracles para celebrar que el héroe había terminado sus trabajos, esas misiones cada vez más difíciles que debían haber sido diez y que se habían convertido en doce por un quítame allá esas vacas y otras minucias. De ahí que en la escena del pectoral figurase la última tarea, el descenso y subida de Heracles al reino de los muertos.
En opinión de Leónidas, se trataba de una premonición: a no mucho tardar él y sus hombres iban a pasar por delante de Cerbero. Sin duda el perro de las tres cabezas se limitaría a saludarlos meneando la cola, ya que no solía poner objeciones a que nadie entrara al infierno. Sus triples dentelladas las reservaba para las almas que pretendían escapar de él.
A los guerreros les había acrecentado la moral ver que su rey se embutía en aquella pesada coraza. «¡Heracles está con nosotros!», era una de las consignas que corría entre las filas. «¡No podemos perder!».
Diéneces, más escéptico que el común de los mortales, movió la cabeza en señal de desaprobación mientras se mojaba un dedo en saliva y limpiaba una pella de barro de una de las tres cabezas caninas embutidas en la coraza.
—Después de lo que le has hecho sufrir estos últimos días, el Gran Rey estará complacido contigo —dijo—. Le vas a regalar un excelente trofeo.
—Ese trofeo hará que los demás espartanos combatan con más ahínco para recuperarlo —respondió Leónidas.
—Pero al final ellos también caerán y Jerjes se quedará con tu armadura. Sería mejor habérsela dado a Perseo para que la llevase de vuelta a Esparta. Ahora tu hijo nunca la heredará.
«El hijo de Perseo», corrigió mentalmente Leónidas y contestó en voz alta:
—No, Diéneces. No será así.
—Si tú lo dices, mi rey…
—Escucha mis palabras: puede que hoy Jerjes expolie nuestras armas, pero al final serán sus tesoros los que adornen nuestros templos.
Diéneces miró a los lados y bajó la voz.
—¿En verdad crees que los griegos podemos ganar esta guerra?
—Así debo creerlo.
«Y por eso he mandado lejos a Perseo, porque un viejo loco me ha dicho en sueños que él es necesario para ganarla».
—No luchamos sólo contra bronce y hierro, Leónidas. No es fácil vencer cuando el enemigo hace llover oro sobre los corruptos de nuestra ciudad, empezando por tu colega en el trono.
—¿Te sientes desfallecer ahora, Diéneces? ¿Cuando nos preparamos para nuestro momento más glorioso?
El oficial sonrió tristemente.
—Nunca puedo desfallecer cuando combato al lado de mi rey.
—¡Ésas son las palabras de un espartano! Acompáñame ahora a pasar revista a las tropas, amigo.
A la derecha de los espartanos, junto a la línea costera, se habían desplegado los dos batallones enviados por la ciudad de Tespia. Era el lugar de honor, tradicionalmente reservado a las mejores tropas, donde en circunstancias normales habrían formado los hombres de Leónidas, que hoy, sin embargo, iban a luchar en el centro. En cuanto al batallón tebano, se había situado a la izquierda, allí donde se alzaban las crestas calizas del Calídromo.
Leónidas había enviado al resto de las tropas, formadas por soldados del Peloponeso, por el camino que llevaba al este. «¡Corred! —les había instruido—. ¡Marchaos de aquí antes de que aparezcan los enemigos a nuestra espalda y quedéis encerrados en el desfiladero con nosotros!».
Leónidas también había intentado despachar lejos tanto a los tespios como a los tebanos. Ahora, acercándose a Demófilo, jefe del contingente de Tespia, insistió.
—La ley de Esparta nos prohíbe expresamente abandonar el campo de batalla ante ningún enemigo, por numeroso que sea. Debemos permanecer en nuestros puestos para vencer o morir. Pero vosotros podéis sobrevivir para combatir otro día. La guerra no se termina en las Termópilas.
Demófilo, uno de los once beotarcas que dirigía la Liga Beocia, respondió sacudiendo con vigor su hirsuta cabeza.
—El honor no es sólo patrimonio de Esparta.
—Nadie ha dicho que lo sea.
—Hemos combatido estos días a vuestro lado con valor, Leónidas —aseguró Demófilo, señalando a sus hombres—. Si abandonamos este desfiladero ahora, nuestra ciudad caerá en manos de los persas.
—Eso ya no podemos impedirlo, amigo, y lo sabes —dijo Diéneces—. Lo más que podemos hacer aquí hoy, lo que vamos a hacer, es morir con honor y belleza, a la manera espartana.
Leónidas emitió un breve gruñido de aprobación ante las palabras de su amigo. No obstante, alcanzar una hermosa muerte no era la única razón por la que había decidido quedarse a defender la Segunda Puerta. La otra era pura y simple camaradería: cubrir la retirada de los contingentes del Peloponeso. La experiencia de otras batallas contra los persas había enseñado a los griegos que una retirada, por organizada que fuese, suponía la aniquilación a manos de su caballería y sus arqueros.
—En ese caso —insistió el jefe tespio—, creo que nos hemos ganado el derecho a compartir ese honor muriendo a vuestro lado.
Leónidas asintió con el respeto que las palabras del beotarca merecían. Cuando cayera el sol y todos ellos hubieran muerto, en la pequeña ciudad de Tespias no quedarían prácticamente varones en edad de tomar las armas. Aunque no lo expresó en voz alta, pensó que aquél sería un sacrificio digno de recuerdo.
Después de aquello, se dirigieron al otro extremo de la formación; un paseo de poco más de cien metros, dado lo exiguo de sus tropas. Allí estaban los tebanos, mandados por el otro beotarca, Leontíadas. Medio tocayo de Leónidas, y un tipo tan duro como la última carne que queda pegada al hueso del jamón.
Todos los griegos sabían que Tebas, la ciudad más importante y antigua de Beocia, aguardaba con los brazos abiertos a los invasores persas. Por eso los oligarcas que gobernaban la ciudad se habían limitado a enviar un batallón, cuando Tespia, mucho más pequeña, había contribuido con dos.
Por conversaciones con los tebanos, Leónidas había averiguado que aquellos cuatrocientos guerreros pertenecían a las familias que más se habían opuesto a pactar con Jerjes. Era una forma de que los oligarcas que gobernaban Tebas lavaran la cara ante los demás griegos y, aprovechando que el Alfeo pasaba por Olimpia, se libraran de toda oposición en su ciudad.
—Leontíadas, hijo de Eurímaco, ¿qué dices tú? —preguntó Leónidas—. Sé cómo están las cosas en tu ciudad, pero al menos podéis volver a ella para recoger a vuestras mujeres y vuestros hijos y llevarlos al Peloponeso. Allí se os cobijará como os merecéis.
—Te agradezco el ofrecimiento, Leónidas —contestó el tebano, que tenía la voz áspera como una amoladera—. Pero ¿con qué cara vamos a entrar en nuestra ciudad para anunciar que los persas están a punto de tomarla? ¿Qué vamos a decirles? ¿Qué huimos como nenas mientras vosotros os quedáis aquí defendiéndonos el culo para que no nos lo rompa el cabrón de Jerjes?
Divertido ante la grosería del tebano, Leónidas le dio un abrazo y dijo:
—No insistiré más, amigo. Será un honor combatir hoy también a vuestro lado.
Tebanos y tespios no fueron los únicos voluntarios. El adivino Megistias, después de sacrificar a Ártemis Cazadora la única cabra que había quedado con ellos en el campamento y comprobar que el flujo de la sangre en el suelo trazaba un presagio favorable —«A la diosa le complace que muramos aquí»—, manifestó su intención de formar con los espartanos como un hoplita más.
—Pero, amigo —le dijo Leónidas—, ¿cuánto hace que no empuñas las armas?
—¡Demasiado! —exclamó Megistias, cuyo hijo ya se había marchado al amanecer, con Perseo—. Prefiero morir de una lanzada que tirado en un catre cagando sangre.
Tan convencido estaba Megistias de su muerte que incluso le había dictado a su hijo un epitafio no excesivamente modesto.
Éste es el sepulcro del célebre Megistias,
un adivino que, aunque bien sabía que las Keres lo acechaban,
se negó a abandonar al caudillo de Esparta.
Por último, quien pidió a Leónidas quedarse en las Termópilas fue Cimón, el ateniense a quien el Agíada, tras verlo combatir, había dejado de llamar «cachorro de león» para dejarlo simplemente en «león». Aunque era un magnífico espécimen que no habría desentonado en las filas espartanas, Leónidas declinó su ofrecimiento.
—Debes ir a contarle a Temístocles lo que ha pasado aquí —le ordenó el rey, a sabiendas de que entre Cimón y Temístocles existían diferencias de opinión y también algún problema personal que se intuía, pero del que ninguno de los dos hablaba—. Explícaselo también a los demás griegos. Diles que el ejército de Jerjes no es invencible.
Resignado, pero al mismo tiempo soñando en futuras batallas, Cimón aceptó.
—Lo haré, mi rey.
«Mi rey». Que un ateniense, miembro de un pueblo que se enorgullecía de no tener reyes desde hace siglos, dijera eso demostraba hasta qué punto aquel joven Apolo ateniense era proespartano. A Leónidas le conmovió y sus ojos se humedecieron. Ya era demasiado rato aguantando las lágrimas, porque los gestos de tespios y tebanos y, en especial, de Megistias lo habían emocionado.
—Sobre todo, dile a Temístocles que, cuando piense en Esparta, no se acuerde de las intrigas del consejo de ancianos ni de mi colega Latíquidas —le dijo a Cimón para despedirse—. Que se acuerde de mí, de mis trescientos hombres y de las Termópilas.