8
Salamina, verano de 479 a. C.
No era la primera vez que Gorgo salía de Esparta. Había visitado varios santuarios de Laconia, e incluso Olimpia y Corinto para ver los juegos. Pero nunca había salido del Peloponeso ni montado en barco. Viajaba a bordo de un trirreme llamado Díke, uno de los pocos navíos de guerra que poseía Esparta. Amén de transportarla a ella y los quince guardias reales que la acompañaban, servía asimismo de escolta para una de aquellas panzudas naves mercantes untadas de pez conocidas como olkás. La olkás navegaba cargada de provisiones, donación personal de la reina Gorgo para socorrer a los atenienses, que se veían por segunda vez en el trance de abandonar su patria y perder sus cosechas.
Durante el viaje, los fuertes olores del barco y el balanceo incesante de las olas la hicieron vomitar varias veces. A cambio, disfrutó largas horas acodada en la borda, contemplando la recortada costa de Laconia y la Argólide, y maravillada por los infinitos detalles del litoral que desfilaba ante ella, siempre parecido y siempre cambiante.
Después perdieron de vista el Peloponeso para atravesar el golfo Sarónico. Pasaron brevemente por la isla de Egina, que ahora formaba parte de la alianza antipersa, aunque cuando Darío mandó a sus embajadores a pedir el agua y la tierra había mantenido una actitud ambigua. Su difunto padre no tenía más que malas palabras para los eginetas: cobardes, granujas, mercaderes tramposos, piratas sin escrúpulos.
Por fin su destino, Salamina, apareció en el horizonte. Gorgo se sintió algo decepcionada al verla. Al acercarse a ella desde el sur, ni siquiera parecía una isla, tan cerca estaba del continente. Las alturas que parecían elevarse sobre ella no pertenecían a la propia Salamina, sino que se alzaban más allá, en la tierra del Ática. Señalando con el dedo a una de aquellas montañas, el trierarca de la nave le dijo:
—Mira, señora. Ése es el monte Egáleo. Allí fue donde Jerjes hizo plantar su trono para contemplar la que creía que sería su gran victoria.
El hombre se emocionaba hablando de aquello. Era perieco, no espartano, y pertenecía a una de las familias más distinguidas de la ciudad portuaria de Giteón.
—¿Estuviste en la batalla?
—Sí, señora. No se vio una ocasión así nunca ni se volverá a ver. Parecía que lo teníamos todo perdido y, sin embargo, fuimos capaces de humillar al Gran Rey delante de sus barbas.
Gorgo trató de tirarle de la lengua.
—Euribíades tuvo mucho mérito. No debió de resultar fácil dirigir una flota de tantas ciudades.
El trierarca miró a ambos lados. La única persona que se encontraba al alcance del oído era el piloto, relajado con las manos sobre las palas del timón. Los guardias reales se hallaban sentados cerca de la proa, mientras sus ilotas les sacaban brillo a los escudos y aceitaban las puntas de las lanzas con el fin de que sus señores hicieran una entrada vistosa en Salamina. Reinaba un silencio relajado en la nave, sólo roto por los crujidos de sus maderos, el batir del agua contra el casco y el monótono son de la flauta que marcaba el ritmo de los remeros.
—¿Puedo hablarte con sinceridad de Euribíades, señora? —dijo por fin el trierarca.
—Claro. —Bajando la voz, Gorgo añadió en el mismo tono conspirador—: Euribíades es primo del otro rey. No tiene nada que ver con mi familia, así que puedes decir de él lo que quieras.
—Yo a Euribíades no le habría dado el mando de una flota. Ni siquiera de un solo barco. Como mucho, le habría dejado llevar un bote de remos en el Eurotas, señora, y con alguien para vigilarlo. Todo el mundo que estuvo en Salamina en aquellos días sabe cuál fue el verdadero artífice de la victoria.
—¿Y quién fue?
—Temístocles.
—Temístocles —repitió ella.
Él era el motivo por el que Gorgo viajaba a Salamina.
Al sobrepasar el alargado promontorio de Cinosura, que se llamaba igual que una de las aldeas que formaban Esparta, se pudo comprobar por fin que Salamina era una isla. La costa de Atenas se hallaba tan cerca que Gorgo alcanzó a ver jinetes que galopaban por la playa siguiendo la trayectoria de la Díke.
—Persas —informó el trierarca.
—¿No corremos peligro tan cerca de la orilla?
Los únicos persas que Gorgo había visto hasta entonces eran los miembros de aquella infausta embajada que acabó en el pozo. Cada vez que se acordaba de aquellos días, volvía a ver la imagen de Perseo desplomándose sobre la arena, vencido por Bagabigna.
Perseo, siempre Perseo en su memoria. ¿Cuántos años debían pasar para que el vacío de su ausencia dejase de morderla por dentro?
—Mientras no desembarquemos allí ni nos acerquemos a tiro de sus flechas, no hay peligro ninguno —explicó el trierarca—. Gracias a Temístocles, el mar es nuestro.
De nuevo, el recuerdo de aquellos días de la embajada. Temístocles había estado en Esparta al mismo tiempo que los diplomáticos persas. Gorgo había hablado con él y el ateniense le había regalado una túnica de Amorgos; no tan transparente e insinuante como solían ser las prendas de aquella isla, porque al fin y al cabo ella era la joven hija de un rey y no habría parecido apropiado.
Se dio cuenta de que no conseguía recordar bien los detalles de su rostro. Se superponían a él las facciones de Perseo, de nuevo, de cabellos rubios y piel clara, y también las de Bagabigna, al que llamaban el Asesino Blanco, que se parecía algo más a Temístocles, con su barba negra y sus rasgos burlones. Ambas caras emborronaban su memoria. ¿Lo reconocería cuando lo viera?
Cuando llegaron a Salamina, comprobó que tanto el puerto como la ciudad eran pequeños, y lo parecían incluso más por encontrarse atestados de refugiados atenienses. Como la visita de Gorgo había sido pactada mediante heraldos, en cuanto su trirreme varó en la playa acudieron a recibirla varias autoridades. Entre ellas se hallaba el arconte epónimo de aquel año, un tal Jantipo que se empeñó en hacer hincapié en que no se trataba del mismo Jantipo general y enemigo político de Temístocles.
Los estibadores del puerto descargaron la bodega de la olkás y subieron las provisiones en carretas para transportarlas al ágora de la ciudad, donde debían ser distribuidas entre los ciudadanos. Gorgo había traído doscientos sacos de trigo y cien de cebada, más diez ánforas de aceite y otras diez de vino laconio, amén de garbanzos, lentejas, quesos en aceite y carnes y pescados en salazón, todo ello en abundancia.
Al observar el aspecto desharrapado y sucio de los estibadores, Gorgo le preguntó a Jantipo si eran siervos como los ilotas.
—No, no lo son —respondió el arconte—. En Atenas apenas tenemos esclavos públicos como los vuestros. La mayoría son propiedad de sus amos.
El ateniense no estaba del todo en lo cierto, aunque Gorgo no lo sacó de su error. Los ilotas no eran esclavos del Estado, puesto que estaban asignados a las fincas que poseía y heredaba cada ciudadano espartano. Pero tampoco eran exactamente esclavos particulares, ya que a sus amos no les estaba permitido venderlos: formaban una parte tan inseparable de sus propiedades como la propia tierra o los cultivos que crecían de ella.
—De todos modos —continuó Jantipo—, la mayoría de esos hombres que ves descargando son ciudadanos, no esclavos.
—¿Ciudadanos? —se extrañó Gorgo—. ¿Con ese aspecto?
—No de las primeras clases del censo, desde luego. No pueden alistarse como hoplitas, pero han servido en la flota. De todos modos, no los juzgues por el aspecto que tienen ahora. Las condiciones aquí son muy duras. La poca agua potable que hay en la isla la usamos para beber. Lavamos la ropa en el mar, pero hasta para eso sufrimos problemas de espacio.
Entre rechinar de ejes y traquetear de ruedas, los carros emprendieron la subida al ágora. Incluso los bueyes que tiraban de ellos parecían más flacos de lo normal. Con el fin de evitar que se organizara un motín y la gente se llevara a la fuerza las provisiones, dos hileras de soldados atenienses armados con escudos y lanzas marchaban a cada lado del pequeño convoy.
Gorgo caminó detrás de los carros, protegida por sus propios guardias, cuyas vistosas capas rojas ondeaban agitadas por la brisa. La noticia de su llegada había corrido entre la gente, y tanto el puerto como las calles que llevaban al ágora se veían abarrotados. Muchos gritaban: «¡Viva la reina Gorgo!», pero había algunos exaltados que la imprecaban e insultaban a los espartanos: «¡Nos habéis traicionado! ¡Habéis dejado que vuelvan a quemar nuestra tierra!».
Una mujer de cabellos grises se coló entre dos escoltas, se acercó a Gorgo y la agarró de las manos.
—¡Bendita seas, señora! En nombre de la venerada madre Deméter, de su hija Core y de Triptólemo, bendita seas.
La mujer le puso en las manos un collar de hilos trenzados, del que colgaba la figura de la diosa Deméter tallada en hueso. Cuando los guardias trataron de apartarla, Gorgo les dijo que la dejaran. La mujer siguió caminando junto a ella un rato y le contó:
—Yo conocí a tu padre, señora. Lo vi tan cerca como te veo a ti ahora, cuando vino a Atenas a liberarnos del tirano Hipias. ¡Dile a tu hijo que venga ahora a liberarnos de los persas! ¡Te lo ruego, señora!
—Haré lo que esté en mi mano, buena madre —prometió Gorgo, despidiéndose de ella con dos besos.
Antes de buscar a Temístocles, Gorgo ofreció un sacrificio en el ágora en honor del patrón de Salamina, Áyax Telamonio, uno de los grandes héroes de la guerra de Troya. Rodeada por la multitud de refugiados, estudió sus rostros y sus cuerpos, y encontró en muchos de ellos síntomas de desnutrición, sobre todo en los niños. Brazos y piernas como palos, pechos abombados, piel quebradiza, llagas, labios agrietados. Lo más conmovedor eran los ojos tristes y opacos, que se veían desproporcionadamente grandes encima de esas mejillas hundidas y aquellos pómulos que parecían a punto de rasgar la piel.
«No hay nada más triste que verte expulsado de tu tierra», pensó Gorgo. Los atenienses no se merecían esa suerte después de lo que habían hecho por la libertad de los demás griegos, espartanos incluidos. Gorgo apretó los dientes y se juró a sí misma que no cejaría hasta conseguir que los espartanos salieran al encuentro de los persas como los hombres que decían ser. Únicamente así el sacrificio de Leónidas cobraría sentido.
Dos auxiliares del arconte la guiaron hasta la morada de Temístocles, aunque también la advirtieron de que tal vez no lo encontraría allí. Subieron por un sendero que conducía a lo alto del promontorio de Cinosura. En circunstancias normales, le explicaron sus guías, habrían paseado entre pinos y encinas y algún que otro santuario. Ahora no quedaba un solo árbol en pie, pues los habían talado todos para levantar casetas y, sobre todo, para conseguir leña con la que cocinar y calentarse. Ambas márgenes del camino estaban pobladas de cabañas, chabolas y tiendas de campaña, y en ocasiones simples sombrajos bajo los que se cobijaban familias enteras. De vez en cuando veían alguna cabra, siempre atada y al alcance de la mirada vigilante de sus dueños. No parecía haber ningún otro animal en la isla.
—Hasta las lagartijas nos las hemos comido ya, señora —dijo uno de los guías.
—¿Os habéis quedado sin ganado?
—Tenemos vacas y bueyes en la isla de Eubea. De vez en cuando traen alguno para sacrificarlo y repartir la carne, pero están muy racionados.
La casa que buscaban se encontraba en el punto más alto de Cinosura. Desde allí se dominaba la entrada a la bahía de Salamina y también los puertos del Pireo, que gracias a las fortificaciones que había hecho construir Temístocles seguían en poder de los atenienses. Según le explicaron a Gorgo los guías, en aquella casa había vivido sus últimos años Clístenes, el político que había convertido Atenas en lo que espartanos como el rey Latíquidas denominaban «el gobierno de la chusma». Para los dos ayudantes del arconte, en cambio, el tal Clístenes había sido un gran hombre ante cuyo recuerdo pronunciaban todo tipo de bendiciones.
Como se temía, Temístocles no estaba en su hogar. Así se lo explicó su esposa, que salió a la puerta a recibirla.
—Mi marido ha salido con los trirremes que patrullan la costa. No volverá hasta el anochecer. —La mujer le agarró el brazo con calidez y añadió—: Pero espero que nos honres quedándote con nosotros y acompañándonos a cenar.
Apolonia, la mujer del estadista ateniense, debía de ser más o menos de la misma edad que Gorgo. Tenía el cabello negro y espeso recogido tras la nuca, una dentadura perfecta de las que se veían una entre cien y unos ojos grandes, oscuros y algo tristes. Estaba embarazada, pero, aparte de la tripa incipiente, conservaba una buena figura. Su silueta sorprendió todavía más a Gorgo cuando Apolonia le contó que había dado a luz cuatro veces. Las cuatro habían sido niñas: tres de Temístocles y una de su anterior esposo, que había perecido en Eretria junto con otros ciudadanos en la primera guerra contra los persas, luchando contra la caballería enemiga para evitar que capturaran a sus familias.
—Estoy segura de que esto va a ser una niña —dijo Apolonia, tocándose el vientre por encima de la túnica—. La primera esposa de Temístocles sólo le daba niños y yo sólo sé hacerle niñas.
No lo decía con tristeza. Cuando Gorgo conoció a las niñas, lo comprendió. Al verlas tan guapas, limpias y bien peinadas —la mayor ya era una mujercita a la que habían comprometido para casarla dos años después—, y al oírlas reír, cantar y jugar pese a lo precario de la situación en la isla, Gorgo pensó que no le importaría tener una hija. Que se dejara peinar, que la peinara a ella, que le contara cosas en lugar de guardar el hosco silencio en que solía sumirse su hijo Plistarco.
La más pequeña de las niñas, Nicómaca, todavía tomaba el pecho. A Apolonia se le había cortado la leche poco después del parto, de modo que habían contratado a una nodriza laconia, de una familia espartana venida a menos.
—Así la niña se criará lozana como una espartana —explicó muy seria Apolonia.
La casa, que tenía un solo piso y no era demasiado grande, se encontraba tan atestada como cualquier otra vivienda de Salamina, y en ella reinaba una incesante algarabía compuesta a partes iguales de risotadas, portazos, muebles arrastrados por el suelo, carreras y discusiones. Aparte de las cuatro hijas de Apolonia, también se alojaban allí tres de los hijos de Temístocles y de su primera esposa —el mayor se encontraba con la flota, pues servía ya como hoplita de cubierta a bordo de un trirreme—. Asimismo vivía allí Nicómaca, hermana viuda de Temístocles, que cuidaba de su madre. Ésta, Euterpe, había perdido la cabeza hacía ya tiempo, y compensaba los recuerdos perdidos fabulando otros. Cuando vio a Gorgo, se empeñó en que era su hermana pequeña, Adrastea, y no hacía más que insistirle: «¡Qué mayor estás!», pues la tal Adrastea había muerto, al parecer, a los quince años.
No se acababa ahí la población transitoria de aquella morada. Había dos primos de Temístocles, con sus mujeres y sus respectivas proles, que por suerte no eran tan numerosas como la del dueño de la casa, más una familia originaria de Eretria que, igual que Apolonia, estaba pasando por el trance de perder su hogar por tercera vez. Y, por último, un antiguo amigo de Temístocles ya mayor, llamado Mnesífilo, que saludó a Gorgo recitándole versos de Tirteo y máximas del sabio Quilón.
Entre todos ellos y unos pocos criados —uno de los cuales, un gigantesco persa llamado Sicino, ocupaba el sitio de tres personas— no quedaba un solo rincón vacío. Como hacía buen tiempo y empezaba a caer la tarde, cenaron en el pequeño jardín, con vistas a la costa del Ática. En lugar de reclinarse en los divanes, los adultos se sentaron en ellos para aprovechar mejor el espacio, mientras que los críos cenaron sobre un mantel tendido en el suelo. Los guardias reales no habrían podido entrar allí de ninguna forma, así que se quedaron al otro lado de la tapia, sentados en unas piedras y comiendo sus propias raciones.
La cena fue modesta: queso, pescado en salazón, aceitunas y pan, este último en raciones bastante escasas. Mientras comían, y mientras ella contestaba a las preguntas que le hacían sobre Esparta, Gorgo observó que Apolonia no dejaba de moverse y procuraba controlarlo todo. El esfuerzo por mantener un hogar lo más cómodo y acogedor posible en aquellas circunstancias le pareció admirable. Pese a la aglomeración de gente, la escasez de espacio, alimentos y criados, y las incomodidades del embarazo, Apolonia tenía palabras amables y atenciones para su cuñada, los primos de su esposo, los antiguos vecinos de Eretria e incluso para su suegra, que se empeñaba en que estaban en Halicarnaso y ella era la soberana de la ciudad. De vez en cuando llamaba a alguna de sus hijas, ya fuera a la mayor, Nesi, o a Síbaris e Italia, que tenían seis y siete años respectivamente, y les decía algo al oído. Ellas, muy modositas, obedecían y le llevaban un platillo de comida a la abuela, le servían vino a Mnesífilo o entraban a por una bandeja de comida.
Gorgo había observado que dentro de la casa había muy pocos muebles, pero Apolonia compensaba lo exiguo de la decoración recogiendo flores y poniéndolas en jarrones y, sobre todo, dirigiendo a los críos con la autoridad de un paidónomo para mantenerlo todo lo más limpio y ordenado posible. Viendo el cuidado que ponía en todo, Gorgo sólo podía intuir lo doloroso que habría sido para ella ver incendiados sus hogares de Eretria primero y de Atenas después.
Por más que Apolonia trató de evitarlo, el tema de la guerra salió a colación varias veces durante la cena. Los comensales varones, todos ellos demasiado mayores ya para servir en el ejército, tenían opiniones muy claras sobre cómo debía llevarse la lucha contra los persas; aunque, por supuesto, ni una sola de dichas opiniones coincidía. Oyéndolos, habría parecido que cualquier ciudadano ateniense era más experto en tácticas y estrategias militares que un general espartano.
Ya habían terminado de cenar, y estaban bebiendo vino muy aguado y picando unas almendras e higos secos, cuando uno de los niños, cuyo padre se encontraba de servicio, se levantó para preguntarle a Gorgo:
—¿Es verdad que tú eres la reina de Esparta?
«No exactamente», pensó ella. Pero era hija de un rey, había sido esposa de otro y madre del actual. Aunque la ley espartana no le otorgara poderes específicos, sus palabras eran escuchadas y a menudo atendidas. Así que finalmente contestó que sí, que lo era.
—¿A que un soldado espartano vale por diez atenienses?
A Gorgo se le escapó una carcajada.
—¿De dónde sacas eso?
—¿Lo ves, Timón? —dijo otro crío, que después repitió con retintín, alargando y canturreando las últimas sílabas—. ¡Los soldados espartanos no son más fuertes que dieeez atenieeenses!
Gorgo pensó que en Esparta ambos niños estarían ya en los primeros años de la agogé. Aunque parecían simpáticos, los encontraba demasiado inquietos y ruidosos; tal vez porque en su ciudad los muchachos de su edad normalmente estaban recogidos en un campamento, donde les enseñaban las virtudes del silencio.
—Pero ¿a que los soldados de Esparta sí que son los mejores del mundo? —insistió Timón.
—Bueno, eso nos gusta creer —respondió Gorgo.
—Entonces, ¿cuándo vais a venir a salvarnos?
La madre del niño se levantó en ese momento, tomó a su hijo de la mano y se lo llevó de la mesa, mandándole que dejara de molestar a la invitada. Gorgo se quedó callada, haciéndose la misma pregunta que el pequeño Timón.
¿Cuándo vamos a salvar a los atenienses, que nos salvaron a todos los demás, y demostrar que es verdad que parimos a los mejores guerreros del mundo?