4
Campamento persa
Perseo había despertado desorientado. Él no tenía modo de saberlo, pero ni siquiera podía leer las cartas que se escribía a sí mismo días antes y que usaba para brindarse información, ya que Artemisia había sobornado a Glauco para que no se las diera.
Llevaba un rato levantado, sin salir de la tienda de campaña que por el momento era el único mundo que conocía, cuando llegó un hombre que decía ser su hermano mellizo y llamarse Nabis. Lo primero que hizo fue servirle vino en una copa de plata y tendérsela para que bebiera.
—Esto sabe muy amargo —se quejó Perseo.
—Ya te lo expliqué ayer —le dijo el tal Nabis—. Es una cocción que preparó anoche el médico Heráclides. Es buena para el mal que te aqueja.
Perseo torció el gesto, pero bebió de la copa, mientras miraba de reojo al hombre que había venido con Nabis. Era un personaje peculiar, que contemplaba a Perseo con gesto intenso, como si lo conociera de algo o como si lo quisiera convertir en piedra.
Todo el mundo al que había visto esa mañana lo conocía de algo, mientras que él no conocía a nadie. Se trataba de una sensación desconcertante. Cuando cerraba el ojo, se veía a sí mismo caminando por un terreno cenagoso, chapoteando en agua sucia de la que se levantaban columnas y volutas de bruma. De cuando en cuando intuía rostros en el agua, como si debajo de la superficie flotaran fantasmas. Eran los rostros de las personas que estaba viendo y de muchas otras que todavía no había visto. Abrían los labios y parecía que cada uno iba a pronunciar su nombre, pero siempre se desvanecían antes de hacerlo, y el nombre reventaba en burbujas vacías y sin sonido.
Perseo volvió a abrir el ojo.
—Éste es Hegesístrato de Élide —le dijo Nabis—, adivino del clan de los Telíadas. Lo viste hace unos días, ¿no recuerdas?
—Tú mismo has dicho que lo olvido todo varias veces al día. ¿Cómo iba a acordarme? —contestó Perseo, apoyándose las manos en los muslos y balanceándose en el asiento.
El adivino se acercó a él y se inclinó para examinarlo de cerca. Pese al calor, vestía una túnica parda y basta de estopa, que le llegaba hasta los tobillos y tenía mangas hasta las muñecas. Perseo pensó que dentro de una prenda así él se habría cocido de calor. El adivino tenía la barba y los cabellos largos, polvorientos y enmarañados, y olía a sudor y a ajo.
Lo que más llamó la atención de Perseo fue la pierna derecha del tal Hegesístrato. La tenía cortada por debajo de la rodilla y el muñón estaba atado con correas de cuero a una pata de madera oscura y pulida. Para caminar se apoyaba en una muleta que le llegaba hasta la axila y le obligaba a torcer la espalda.
—¿Sabes que tú y yo compartimos la misma celda, aunque no a la vez?
Perseo negó con la cabeza.
—Si no fue a la vez, ¿cómo fue que la compartimos?
—Es una forma de expresarse —respondió Hegesístrato—. Yo te sustituí en esa mazmorra, en el palacio del rey Cleómenes. Te soltaron del cepo un día y me pusieron a mí en él al siguiente. No sé por qué estabas allí, pero me dijeron que eras hijo del rey al que habían derrocado.
—Nuestro padre, Damarato —apuntó Nabis.
El adivino se enderezó. Fue un alivio para Perseo, que dejó de olerle el aliento.
—Debían de considerarte muy peligroso, porque me dijeron que te habían tenido encadenado a unos grilletes y con los dos pies en el cepo. A mí sólo me metieron un pie, el derecho. El agujero del cepo tenía manchas de sangre de tu pierna cuando lo cerraron sobre mi tobillo. ¿Sabes por qué me encarcelaron a mí?
Perseo volvió a negar con la cabeza. En realidad, no le importaba demasiado el motivo por el que pudieran haber encerrado a aquel hombre. Pero en aquel instante tampoco se le ocurría nada más interesante que hacer que escucharlo.
—Tu medicina —insistió Nabis—. Tienes que beberla.
A regañadientes, Perseo tomó de nuevo la copa del velador y dio un trago. Su sabor no mejoraba en cada dosis. Además, si tan buena era esa mezcla de fármacos, se preguntó, ¿por qué lo seguía olvidando todo?
—Yo odio a Esparta —dijo Hegesístrato con tono venenoso—. ¡No la odio, la aborrezco! Durante años me dediqué a hacer sacrificios y profecías para los rebeldes mesenios. Gracias a mí tendieron algunas emboscadas a vuestros orgullosos soldaditos y mataron a muchos. Pero al final me capturaron y me llevaron ante vuestro rey Cleómenes, que hizo que me encerraran y ordenó que me dejaran pudrirme en esa celda, sin darme de beber ni de comer.
—No era nuestro rey —intervino Nabis—. Era el de los otros.
Hegesístrato se volvió hacia él.
—Pero tú trabajabas para él. ¿Crees que no lo sé? Yo lo sé todo, joven Nabis.
—No me llames joven. Tengo ya treinta años.
—Para el sabio, todos los ignorantes son jóvenes.
Hegesístrato miró de nuevo a Perseo. Éste reparó en que el adivino era ligeramente estrábico, lo que resultaba inquietante, pues no tenía claro en cuál de los dos ojos debía fijar la vista.
—Cleómenes me dijo que yo me iba a pudrir, mientras que yo le vaticiné que sería él quien muriera aherrojado a un cepo y no yo. También le aseguré que viviría para ver a Esparta convertida en un montón de cenizas humeantes. Dime, joven Perseo, ¿tú me ves podrido acaso?
Perseo no se molestó esta vez en negar con la cabeza. El olor a sudor revenido del adivino y el negro de sus dientes le hicieron pensar que quizás algo podrido sí estaba.
—Mira mi pie derecho. ¿Lo ves?
—No tienes pie derecho —respondió Perseo.
—Así es. Yo llevaba un cuchillo que no se molestaron en quitarme cuando me encerraron. ¿Qué iba a hacer con él?
—No lo sé.
—Ellos tampoco lo sabían. Lo que hice fue cortarme poco a poco rebanadas del empeine, ris, ras, ris, ras, como si cortara tajadas de un pernil de cerdo. Gracias a mi adiestramiento como adivino, supe vencer el dolor, hasta que mi pie quedó lo bastante reducido como para sacarlo del cepo.
»Aunque estaba dejando un reguero de sangre por todas partes, me puse de pie y me acerqué a la pared de adobe, buscando el punto más débil. Había una zona húmeda, y la humedecí más orinando en ella. Después me dediqué a escarbar con la punta del cuchillo, pensando que en cualquier momento los guardias de Cleómenes vendrían a buscarme. Pero la orden de dejar que me pudriera era literal, así que nadie vino a verme y tuve tiempo suficiente de hacer un agujero en la pared.
»De ese modo hui de la prisión de Cleómenes y de vuestra maldita ciudad. Cojeando y con el pie envuelto en jirones de mi propia túnica, viajé hacia el norte, rehuyendo los caminos y ocultándome en los bosques. Dormía de día, tapándome con ramas y hojas, y viajaba de noche. En sólo tres noches llegué a Tegea, donde me tuvieron que amputar la pierna a esta altura que ves, porque la herida se me había empezado a gangrenar.
»Desde entonces he buscado la ruina de Esparta por todos los medios. Ya ves que la primera parte de mi profecía se cumplió: Cleómenes murió en el cepo, usando un cuchillo para despedazarse, no para huir como yo. Dentro de poco se cumplirá la segunda y vuestra soberbia ciudad será destruida. ¿Qué te parece eso, joven Perseo?
Perseo hizo un gesto poco comprometedor. Quien decía ser su hermano le había asegurado que los dos eran oriundos de Esparta. Aquello podía ser cierto, o no.
—No me parece nada —respondió, sin saber todavía a cuál de los dos ojos de Hegesístrato debía mirar—. Pero me gustaría que no te me acercaras tanto al hablar.
El adivino frunció el ceño y, haciendo caso omiso de las palabras de Perseo, se inclinó para aproximarse más a él.
—¿Por qué dices eso?
—No me gusta tu olor.
Hegesístrato se acercó todavía más, burlón. Su aliento le estaba revolviendo el estómago a Perseo, que reaccionó agarrándolo del cuello. Su mano era tan grande que abarcaba todo el gaznate del adivino, cuyos ojos se abrieron en gesto de sorpresa.
Perseo se levantó y, al hacerlo, sin ningún esfuerzo, enderezó al adivino.
—He dicho que no me gusta tu olor —repitió Perseo, apartándolo de un empujón—. Aléjate de mí.
En ese instante, el faldón de la puerta se abrió y entraron en la tienda otros dos personajes. Uno era una mujer de cabellos oscuros y recogidos en un moño, ataviada con una armadura de hombre y armada con una espada al cinto.
El otro visitante vestía una larga túnica blanca y era casi tan alto como Perseo y de complexión nervuda. Tenía el cabello largo y muy negro recogido en una coleta, y la barba, también muy larga, le colgaba sobre el pecho. La venda parda que cubría sus ojos indicaba que era ciego, y venía apoyándose en el hombro de la mujer por un lado y en un báculo por el otro.
Por alguna razón, Perseo pensó que iba a conseguir recordarlo. Cerró el ojo y se vio de nuevo entre las brumas del pantano. En el agua flotaba un rostro. Antes de que se esfumara, convertido en burbujas, vio que tenía el pelo blanco, como un anciano, y que la barba estaba trenzada y adornada con cascabeles.
Cuando la imagen desapareció, Perseo abrió los párpados de nuevo y miró al recién llegado. Quería encontrarle algún parecido, pero el recuerdo que había estado a punto de aprehender se le había escapado.
La llegada de esos personajes hizo que Perseo soltara el cuello de Hegesístrato.
—Artemisia… —saludó Nabis con una inclinación casi imperceptible.
Perseo sospechó que no reinaba gran simpatía entre la mujer y su hermano. A ella no la conocía, como no conocía a nadie, pero le gustó su aspecto. Artemisia se le antojaba un nombre adecuado para ella.
La mujer saludó, asimismo, a Hegesístrato, sin ninguna cordialidad.
—Me gustaría hablar con tu hermano en privado.
—Sé que te gusta mucho hablar con mi hermano en privado —respondió Nabis. Su sonrisa, que implicaba algún doble sentido, desagradó a Perseo. De darle a elegir, habría preferido ser hermano de aquella mujer antes que de Nabis.
—Puedes guardarte tus opiniones —replicó Artemisia.
Nabis salió de la tienda, seguido por el adivino cojo, que iba tocándose la garganta allí donde los dedos de Perseo le habían dejado cuatro marcas rojas. Antes de irse, se volvió hacia Perseo y lo miró poniendo los ojos bizcos, lo que en un estrábico resultaba incluso más inquietante, mientras le dedicaba un gesto de maldición con los dedos.
En cuanto Hegesístrato desapareció de la vista, el hombre ciego se acercó a Perseo, extendió una palma mirando hacia él y bisbiseó algunas palabras incomprensibles, entre las que Perseo creyó distinguir algo así como «Andricepedotirso».
—¿Qué haces? —preguntó Perseo.
—La maldición que te ha lanzado Hegesístrato ha quedado anulada —respondió el ciego.
Artemisia se acercó a la puerta de la tienda, levantó el faldón y echó un vistazo fuera. Al otro lado montaban guardia unos soldados.
—No dejéis que esos dos se acerquen —les ordenó Artemisia. Después, a un gesto suyo, entró otro hombre.
El recién llegado, que tendría unos treinta años, era un tanto bajo de estatura. Aunque su torso estaba bien proporcionado, las piernas resultaban algo cortas por comparación. Parpadeaba constantemente como si le escocieran los ojos y se frotaba las manos en un gesto nervioso.
Al ver a Perseo, se abalanzó sobre él. Perseo, sorprendido, se encontró con que el recién llegado lo abrazaba, rodeándole la cintura con los brazos, y le apretaba la cara contra el pecho.
—¡Perseo! ¡Es verdad que estás vivo!
Después, apartándose de él para verlo mejor, el desconocido entornó todavía más los párpados y preguntó:
—¿Qué le ha pasado a tu ojo?
Perseo sintió una brevísima náusea, que le subía desde el estómago a la garganta, y una vocecilla que gritaba: «¡Abominación!».
Fue tan sólo un instante.
—No lo sé. ¿Quién eres tú?
—¿No te acuerdas de mí? ¡Soy Tresas!
—Ya te he dicho que no se acuerda de nada —dijo Artemisia, con voz seria.
—Pero hemos venido a arreglar eso —aseguró el hombre ciego—. Vamos a hacer que lo recuerdes todo, Perseo.
Cercanías del lago Copais, al norte de Platea
Sentado sobre una piedra, Perseo escuchaba el chisporroteo de las anguilas y los pichones que se asaban en la parrilla con hierbas aromáticas, y salivaba al aspirar aquel delicioso olor. Mientras tanto, un hombre de baja estatura que parpadeaba nervioso y decía apodarse Tresas le estaba contando que acababa de sufrir una de sus crisis de amnesia. Visto desde fuera, era como si de pronto un dáimon le hubiera robado el alma, arrebatándole toda expresión del rostro y de la mirada y dejando un vacío opaco en su lugar. Después, Perseo había caído de rodillas y se había quedado un rato de ese modo, con los brazos algo separados de los costados y las palmas de las manos apuntando al suelo como si impetrara a los dioses infernales.
—Tú y yo fuimos compañeros de agogé, aunque sólo unos meses —continúo explicándole Tresas—, porque tú estabas destinado a ser rey de Esparta y te educaste en palacio.
—¿Yo iba a ser rey?
Tresas le relató brevemente su historia. Al menos, hasta donde él conocía. Para concluir, le dijo:
—Después de que lleváramos a Esparta al rey Cleómenes y sus hermanos lo sujetaran al cepo, tú desapareciste y nadie más supo de ti. Salvo Escaleno, que intercambió algunas cartas contigo. Pero no se lo contó a nadie. Sólo me lo confesó hace unos días, cuando estuviste a punto de atravesarlo con tu lanza.
—¿Con mi lanza? ¿De qué estás hablando?
Un hombre alto, vestido con una túnica tan blanca como negros eran sus cabellos, se acercó a ellos, haciendo tintinear los cascabeles que decoraban las trenzas de su barba.
—Si le intentas explicar toda su vida —le dijo a Tresas—, cuando llegues a la mitad volverá a sufrir uno de sus ataques, lo olvidará todo y tendrás que volver a empezar. Limítate a contarle a Perseo qué hacemos aquí, quiénes somos nosotros y adónde vamos.
Sin más, aquel individuo alto se alejó de nuevo. Había más hombres allí, diez o doce, todos ellos armados. Perseo no conocía a ninguno. A poca distancia unos caballos pastaban o abrevaban en la orilla del lago. Algunos de aquellos hombres estaban almohazando a los caballos, mientras otros dos cocinaban en la parrilla y discutían entre sí cuál era el mejor punto de la carne que estaban asando.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó Perseo.
—Jinetes tesalios —respondió Tresas—. Algunos te conocen, porque serviste con ellos como mercenario hace unos años. Ése que está dando la vuelta a las anguilas se llama Baquílides. Es el jefe de la patrulla.
Perseo miró en esa dirección, guiñando el ojo ante el resplandor del sol, que empezaba a ponerse sobre las montañas. Se hallaban entre una arboleda y un cañaveral que crecía a la orilla de un gran lago, en el que habían pescado las anguilas. Tresas le dijo que esos peces le daban su fama al lago, que se llamaba Copais y estaba situado al norte de Tebas. Con el atardecer, se había levantado una brisa que refrescaba el aire y que traía un olor dulzón de cieno y de vegetación pudriéndose.
—¿Por qué estamos con esos tesalios? —preguntó Perseo.
—Los ha enviado un viejo amigo tuyo, Menón, tetrarca de la Confederación Tesalia, para que nos escolten. Nos encontraron cuando ya nos habíamos alejado del campamento persa. Fue la reina Artemisia de Halicarnaso la que habló con Menón para que nos mandara esos jinetes.
Artemisia, Menón. Los nombres no le decían nada.
—¿Por qué nos tienen que escoltar?
—Según Tisámeno, no es necesario —respondió Tresas—. Pero es verdad que con ellos y sus caballos viajamos más rápido.
—¿Quién es Tisámeno?
—Ese hombre alto de la túnica blanca que acaba de regañarme. También lo has conocido, aunque con el pelo blanco. Es todo un personaje.
Tresas levantó la mirada para comprobar que Tisámeno se hallaba lo bastante lejos para no oír sus palabras y después le relató su historia a Perseo.
Siendo bastante joven, Tisámeno había acudido al oráculo de Delfos a consultar por qué no tenía hijos, si se debía a la esterilidad de su esposa o era culpa de que su propia semilla estaba aguada. La Pitia le contestó que, si quería hijos, no tendría más remedio que adoptarlos. A cambio de aquella mala noticia, le brindó otra buena que no tenía nada que ver con el motivo de su visita al oráculo, pues el dios de Delfos solía mostrarse caprichoso y a menudo ofrecía a los consultantes respuestas a preguntas que no habían planteado.
En realidad, la Pitia estaba haciendo un juego de palabras, pues la mala noticia era que Tisámeno sería ágonos, «sin hijos», y la buena que a cambio triunfaría por cinco veces en los más importantes agônes, «luchas» o «certámenes».
Tisámeno, que pertenecía a un linaje de augures muy prestigioso en la Élide, el de los Yámidas, ya había empezado su aprendizaje como adivino. Sin embargo, creyendo que la gloria inmortal de la victoria en las Olimpiadas, en su propia patria, podría compensar la desgracia de no dejar descendencia, y aprovechando que tenía un físico privilegiado, se dedicó al entrenamiento atlético con la idea de participar en las cinco pruebas del pentatlón. Llegó a la última prueba, la lucha, empatado con el gran atleta Jerónimo de Andros. Pero Jerónimo, un rival escurridizo como las anguilas que estaban comiendo —a estas alturas del relato los tesalios ya le habían dado una, envuelta en una hoja de parra—, logró derribarlo tres veces por dos en que Tisámeno lo tumbó a él.
Frustrado por su derrota, Tisámeno se preguntaba por qué el oráculo de Delfos se había equivocado de aquella manera. Su padre, ciego y moribundo, pero todavía de mente lúcida, le explicó que debía interpretar la palabra agônes en su sentido más sangriento, «batallas», y consagrarse por completo a su formación para convertirse en adivino del ejército.
Al morir su padre, Tisámeno partió en un largo viaje. Nunca hablaba con nadie, salvo misteriosas alusiones a los escitas, a países misteriosos más allá de los desiertos de Hircania e incluso a la legendaria Hiperbórea.
Tresas también tuvo que explicarle al propio Perseo cómo éste había conocido al adivino. Cuando estaban en la phouaxir, Perseo lo había acompañado hasta una cueva gélida situada en la ladera del monte más alto del Taigeto y allí había montado guardia mientras el adivino entraba en trance y su espíritu, al igual que el de Epiménides el cretense o el del sabio Pitágoras, abandonaba su cuerpo para visitar lugares y tiempos remotos.
De aquel trance de la cueva había salido con los cabellos tan blancos como si fuera un anciano, aunque por aquel entonces tenía treinta años y ahora apenas pasaba de los cuarenta.
—¿Cabellos blancos? —preguntó Perseo—. Ahora los tiene negros.
—Eran blancos hasta ayer, cuando fuimos al campamento persa.
—¿Se los ha teñido?
—Si se los ha teñido, lo ha hecho tan rápido que yo no me di ni cuenta. Cuando empezamos a vadear el Asopo los tenía blancos, y cuando llegamos a la otra orilla y me di la vuelta para mirarlo, te juro que ya los tenía negros.
—¿Por qué lo ha hecho?
Tresas le habló de otro adivino de la Élide, Hegesístrato, que era enemigo mortal de Esparta y servía a los persas. Hegesístrato conocía de vista a Tisámeno, pues ambos habían coincidido en Corinto unos años atrás. Del mismo modo, podía haber más personas en el campamento de Mardonio que lo reconocieran, así que se había hecho pasar por ciego, acompañado por Tresas a modo de destrón.
—Tisámeno posee un poder de convicción increíble. Además conoce las contraseñas del campamento persa, o las adivina. No lo sé. Nos dejaron entrar, creyendo que Tisámeno era un augur al servicio de los persas, y después fuimos a buscar a la reina Artemisia. Según Tisámeno ella era la persona que mejor nos podía ayudar.
—¿Quién es Artemisia? ¿Ayudar a qué?
—Vamos a llevarte al oráculo de Trofonio.
—¿Quién es ese Trofonio?
—Era. Dicen que fue él quien construyó el primer templo de Apolo en Delfos. Pero hay otro oráculo suyo más cerca de aquí. Mañana llegaremos, aunque me temo que ya no te acordarás de esta conversación. Por eso precisamente te llevamos allí.
—¿Por eso?
—El oráculo de Trofonio está consagrado al Olvido y la Memoria. Te llevamos allí para que recuperes tus recuerdos.
Oráculo de Trofonio, al norte de Platea
Perseo despertó desorientado. Estaba tumbado en una yacija extendida sobre un suelo de losas desiguales, en un cubículo pequeño de paredes de adobe sin pintar. Al lado tenía una bacinilla, vacía, y una jarra de agua, medio llena.
La puerta se abrió rechinando y entraron dos personas. Eran dos jóvenes, poco más que críos de doce o trece años, todavía imberbes y con los rasgos blandos y sin formar de los efebos. Ambos eran gemelos, indistinguibles, morenos de tez y cabellos, y vestían túnicas blancas sin mangas. Uno traía un plato con comida y otro un tazón humeante.
—¿Quiénes sois? —preguntó Perseo, incorporándose en el suelo y poniéndose de pie al momento con la flexibilidad de un felino. Al hacerlo, se sintió satisfecho de su cuerpo, sin saber por qué, y se miró las manos.
Grandes y fuertes. Una vez de pie, comprobó que les sacaba dos cabezas a los muchachos.
—Somos los Hermas —dijo uno de ellos, con la voz aguda de quien todavía no había pasado la pubertad—. Y tú eres Perseo, el espartano.
Los muchachos le señalaron una mesa de madera y un taburete, ambos tallados con tosquedad, como a cuchilladas propinadas por un carpintero impaciente, y pusieron allí el plato y el tazón. Perseo descubrió que tenía mucha hambre, una sensación casi dolorosa, como si las paredes del estómago se le estuvieran pegando por dentro. Se sentó y echó mano al plato de madera. Dentro había carne recién asada y adobada con romero y tomillo.
—Es de los sacrificios, Perseo. Buena carne —aseguró el otro Herma, o tal vez se habían cambiado de lado y era el mismo que había hablado la primera vez. Sus voces eran tan idénticas como sus rostros.
Perseo cogió la carne con los dedos y la comió con voracidad de lobo. Cuando terminó, seguía teniendo casi tanta hambre como antes. Le faltaba algo para sentirse saciado.
—Quiero pan —pidió.
—Sólo puedes comer carne mientras estés aquí. Si no, los dioses no te otorgarán sus visiones.
—¿Dónde estoy?
En ese momento entró un hombre no mucho más alto que los efebos, de torso ancho y piernas cortas, que parpadeaba todo el rato como si le escocieran los ojos.
—Estás en el oráculo de Trofonio, Perseo. Te hemos traído para que recuperes la memoria. Llevas ya tres días aquí. Ahora tenemos que practicar los rituales matutinos.
Mientras salían del cubículo, el tal Tresas le explicó quién era él, Perseo, hijo de Damarato, y cómo había llegado a parar allí.
—Te hemos sacado del campamento persa, pero tú eres espartano, como yo, y tienes que combatir por tu patria.
—¿Mi patria?
Cuando Tresas le explicó el concepto, Perseo no acabó de comprenderlo. La patria era la tierra de los padres, de los antepasados, de los héroes y de los dioses tradicionales, donde estaban enterrados sus ancestros. Pero como Perseo no recordaba no ya quiénes eran su padre y su madre, sino tan siquiera quién era él, las palabras de quien decía ser su amigo no despertaban en él ninguna emoción.
Sólo sintió algo cuando Tresas mencionó a una mujer llamada Gorgo. Se trataba de la viuda del difunto rey Leónidas y madre del rey actual, el niño Plistarco.
—Como Plistarco no tiene la edad suficiente, nuestro regente y general es Pausanias. Tú y yo les salvamos la vida a Pausanias y a Gorgo en la laguna Estigia, ¿no lo recuerdas?
Gorgo. El nombre le hizo evocar unos ojos tristes y dulces, y una sensación cálida en los ijares. Sin saber por qué, Perseo se acarició la muñeca izquierda, donde llevaba enrollada una tira de ante. Estaba bastante sucia, pero se distinguían unos adornos o garabatos oscuros, tal vez letras.
Salieron al exterior. Perseo giró el cuello para ver dónde había pasado la noche o, por lo que él sabía, toda su vida anterior. Era un templo modesto, con columnas de madera pintadas de rojo y techo de tejas. En el frontón había unas estatuas desproporcionadas y de aspecto tosco.
—Es el templo del Buen Dáimon y la Buena Tique, señor —le dijo uno de los efebos.
El Buen Espíritu y la Buena Suerte. Tresas le explicó que llevaba allí tres días, comiendo sólo carne de sacrificios, sin pan ni gachas, y sin apenas grasa. Eso explicaba que se sintiera un poco mareado y tuviera tanta hambre, pues era de todo el mundo sabido que la carne sola no alimenta ni sacia. Además, las cocciones de hierbas que le preparaban para beber también podían provocarle náuseas, según le habían dicho los sacerdotes. Pero ayudaba a que su cabeza empezara a prepararse para el viaje que debía emprender.
—¿Adónde?
—A tus recuerdos.
Perseo miró a su derecha. Allí, a su lado, caminaba un hombre delgado y alto, clavando en el suelo un largo báculo que, obviamente, no necesitaba para apoyarse, sino más bien para descargar energías. Tenía el cabello y la barba muy blancos, como un anciano, pero tanto sus rasgos como sus andares, tan vivos que casi resultaban bruscos, se correspondían con los de una persona relativamente joven y tenía los ojos de color ámbar como un lobo.
¿Había sufrido otro lapso en su memoria, o aquel hombre acababa de materializarse de la nada junto a él?
Tresas le explicó que aquel desconocido era Tisámeno, el adivino, y empezó a resumirle su historia, hasta que el propio Tisámeno lo interrumpió.
—Déjalo ya, o cuando acabes Perseo habrá perdido los recuerdos y tendrás que empezar de nuevo. ¡Cualquiera diría que te gusta escuchar el sonido de tu propia voz!
El camino que seguían había empezado rodeado de bardales que delimitaban pequeños huertos, pero no tardaron en internarse en un bosquecillo. El sendero se empinó poco a poco, lo cual no hizo que Tisámeno redujera el ritmo de su paso. Perseo no tenía problemas para seguirlo, pero Tresas empezó a jadear y los dos muchachos se quedaban rezagados todo el tiempo y de vez en cuando tenían que emprender una breve carrera para alcanzarlos.
—¡Señores! ¡Señores! —exclamaron en cierto momento—. ¡Esperad, tenéis que ver esto!
El adivino se detuvo y se dio la vuelta, y Perseo y Tresas lo imitaron. Los muchachos, con el rostro arrebolado por el esfuerzo, habían salido del sendero por una angosta trocha que llevaba a un calvero. En el centro se abría una hondonada, al lado de la cual se levantaba una estela rectangular.
—Hay que rezar también a Agamedes para que su hermano no se enfade —explicó uno de los chicos.
Se acercaron a la estela, que estaba labrada con relieves geométricos. Entre diversas figuras difíciles de interpretar, un hombre llevaba en las manos lo que parecía ser la cabeza de otro. Alternándose, los dos hermanos explicaron la historia. Agamedes era hermano de Trofonio, el patrón del santuario en el que se encontraban. Los dos eran hijos de Apolo y hábiles arquitectos que se dedicaban a edificar templos y palacios. El más famoso construido por ellos fue el que erigieron para su propio padre en Delfos. También levantaron un tesoro para Hirieo, rey de Hiria, una ciudad de Beocia situada al este de Tebas.
—Pero en aquella época se dejaron llevar por la codicia, así que dejaron suelta una de las piedras de la pared del tesoro de tal modo que podían quitarla desde el exterior —explicó uno de los hermanos.
—Cada noche de luna nueva, quitaban la piedra, entraban en el tesoro y se llevaban objetos de oro y plata —continuó el otro—. El rey Hirieo estaba atónito, pues las cerraduras y los sellos del tesoro seguían intactos, mientras que el montón de riquezas apiladas dentro no dejaba de disminuir.
—Así que Hirieo hizo poner varios cepos de caza dentro, disimulados entre las monedas, las joyas y las copas. En la siguiente noche en que entraron ambos hermanos, uno de los cepos se cerró y pilló la pierna de Agamedes.
Perseo miraba de uno a otro gemelo conforme se alternaban en el relato, sin ninguna diferencia apreciable ni en el tono ni en las inflexiones de voz.
—Su hermano intentó liberarlo, pero comprendió que era imposible, pues el cepo estaba sujeto con una cadena a una columna. Como sabía que al día siguiente el rey Hirieo haría que torturaran a Agamedes, y éste acabaría delatándolo a él como cómplice, Trofonio sacó su espada, le cortó la cabeza a su propio hermano y se la llevó bajo el brazo para que no pudieran identificarlo.
Tresas puso un gesto de horror, mientras Perseo se acercaba más a la estela para examinar el relieve. A la derecha de la figura que se llevaba la cabeza bajo el brazo se veía otra que caía en un agujero, levantando los brazos hacia el cielo.
—Pero el espíritu de Agamedes estaba furioso con su hermano, así que cuando Trofonio pasaba por este bosque, la tierra se abrió y se lo tragó, justo en esta hondonada —continuó uno de los hermanos. Perseo ya no estaba seguro de si era el que había empezado el relato o el otro.
—Por eso éste es el hoyo de Agamedes y aquí hay que rezarle para que deje de estar enojado con Trofonio y permita que los consultantes de su oráculo obtengan la verdad.
Durante unos segundos, los hermanos agacharon la cabeza y recitaron entre dientes una plegaria que a Perseo le resultó incomprensible. Después, los dos echaron a correr para regresar al sendero, y en esta ocasión tuvieron que ser los adultos quienes apretaran el paso para seguirlos.
Poco más allá de la hondonada, traspusieron una pequeña cresta. Pasada ésta, el camino descendía hacia un río que corría entre sauces con un rumor que a Perseo le resultó relajante. Junto a un recodo de la orilla donde el agua se remansaba, se abría un claro, en el que había un altar de piedras negras con una parrilla. Delante del altar se levantaba una estatua muy tosca, poco más que una columna tallada con rasgos vagamente antropomorfos.
Allí había dos sacerdotes, ambos con la cabeza cubierta, uno vestido de blanco y otro de negro. Junto a ellos ramoneaba un cabrito atado con una cuerda para que no escapara.
Cuando llegaron a su altura, el sacerdote de negro dijo, dirigiéndose a Perseo:
—Ya conoces el procedimiento.
—Si lo conociera, no tendría por qué estar aquí —respondió Tisámeno. Tanto su tono como la forma en que ambos sacerdotes lo miraron hicieron sospechar a Perseo que no se llevaba bien con ellos.
El sacerdote de blanco le explicó que tenía que bañarse en aquel río, el Hercina. Pues los consultantes que acudían al oráculo de Trofonio no debían tomar baños calientes, sino purificarse únicamente con las aguas del Hercina.
Perseo se desató el ceñidor y dejó caer la túnica a sus pies. Cuando se quedó desnudo, observó que tanto los dos muchachos como los sacerdotes lo miraban con admiración poco disimulada. Al contemplarse a sí mismo de arriba abajo, observó que apenas tenía grasa sobre los músculos y, algo que le extrañó más, que llevaba todo el cuerpo depilado, aunque ya le empezaba a crecer el vello.
El agua estaba fría, si bien no tanto que cortase el aliento. Perseo caminó y chapoteó hasta llegar a un punto donde le cubría y a partir de ahí nadó hasta la otra orilla. Era un ejercicio agradable y que le salía de forma natural. Cuando dio la vuelta, comprobó que Tresas venía hacia él, también nadando.
—La del Eurotas está mucho más fría, ¿no crees, Perseo?
Eurotas. La palabra quiso sugerirle algo. Sacó la mano izquierda del agua y volvió a mirarse la pulsera, sin saber por qué.
Cuando salieron del agua, los sacerdotes ya habían sacrificado al cabrito, le habían rajado el abdomen y estaban examinando su hígado. El que vestía de negro movió la cabeza a los lados y chasqueó la lengua.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tisámeno.
—Ayer y anteayer no hubo problemas, pero hoy los dioses no son propicios. Apolo, Zeus Rey, Deméter Europe y Heníoque están de acuerdo, pero Cronos y Hera no, así que Trofonio no puede recibir al consultante. Habrá que empezar de nuevo a partir de mañana.
—¿Y pagaros otros tres días y traer otros tres cabritos? —preguntó Tisámeno, frunciendo el ceño con un gesto que hizo a Perseo imaginarse a un dios colérico lanzando rayos desde las alturas.
—Así es la voluntad de los dioses.
—Escucha, espantajo vestido de cuervo —dijo Tisámeno. Sus palabras provocaron aspavientos de indignación en el sacerdote vestido de negro y un gesto apotropaico en el de la túnica blanca—. Ese hígado está en perfecto estado. No habrás visto un hígado más sano en tu vida.
—¡No pienso dejar que un aficionado me dé lecciones de aruspicina! —exclamó el sacerdote de negro, dándose la vuelta con un exagerado floreo para subrayar su dignidad ofendida.
Antes de que pudiera alejarse, Tisámeno lo agarró de la mano a la altura de los nudillos y empezó a apretar. Perseo, curioso, observó que el adivino tenía los dedos largos. Debían de ser casi tan fuertes como los suyos, a juzgar por cómo empezó a palidecer y sudar el sacerdote de negro.
—Ahora mismo le darás a comer a Perseo la carne de este cabrito y seguiremos adelante con todo el procedimiento. De lo contrario, te romperé todos los huesos de la mano, del primero al último.
—¿Quién demonios eres tú? —gruñó el sacerdote, retorciéndose para tratar de librarse de la presa—. ¡Tu mano quema!
—Alguien al que los dioses le susurran al oído. Y ahora mismo me están diciendo que, si te dejas llevar por la avaricia, vas a perder esas manos tan ansiosas de coger oro.
—¡Está bien, está bien! ¡Puede que me haya equivocado al examinar el hígado! ¡Con la sombra de este sauce no se ven del todo bien los pliegues ni los lóbulos!
Por fin, Tisámeno soltó al sacerdote. Le había dejado los dedos marcados en la piel. No se trataba de las rojeces propias de un apretón, sino de auténticas quemaduras, como si aquel hombre hubiera metido la mano entre las brasas del altar.
En un silencio tenso, el sacerdote de blanco terminó de despellejar al cabrito, cortó tajadas de sus patas y las cocinó sobre el ara. A Perseo se le hizo la boca agua al escuchar el chisporroteo de la grasa cayendo sobre el altar y ver los hilillos de humo blanco que ascendían hacia las alturas para alimentar a los dioses, siempre hambrientos de ofrendas.
Aquel día fue bueno para Perseo, que no sufrió más ataques de amnesia; al menos, eso le explicó Tresas, quien le dijo que en algunas jornadas perdía sus recuerdos dos e incluso tres veces. Por eso, cuando se hizo de noche y lo llevaron al hoyo para sacrificar un cabrito a Agamedes y ganarse definitivamente su benevolencia, recordaba perfectamente la historia de los dos hermanos que lo mismo construían templos que los saqueaban.
Mientras examinaban el hígado del cabrito a la luz de unas antorchas, los sacerdotes no dejaban de mirar de reojo a Tisámeno. El adivino, a su vez, los observaba a ellos con el ceño fruncido y ambas manos sobre el puño de su báculo.
—Agamedes da su aprobación —declaró el sacerdote vestido de blanco. El otro, que traía vendada la mano donde los dedos de Tisámeno le habían quemado, no había abierto la boca en ningún momento.
Tomaron el mismo camino que habían seguido durante el día, de nuevo la comitiva formada por los dos sacerdotes, Perseo, Tresas, Tisámeno y los dos Hermas, que en esta ocasión cargaban con una escalera de madera de unos dos metros de longitud. Cuando llegaron al río Hercina, Perseo volvió a bañarse, pero en esta ocasión no se puso después las mismas ropas que traía. Todavía desnudo, los dos Hermas lo ungieron de aceite de los pies a la cabeza, uno por delante y otro por detrás. Después lo vistieron con una túnica de lino, tan fina que era prácticamente como no llevar nada encima, se la ciñeron con un cíngulo amarillo y le calzaron unas botas de cuero.
Una vez vestido Perseo, la pequeña procesión tomó otro sendero que seguía ascendiendo entre los árboles. Transcurrido un largo rato, llegaron hasta una pared de roca cubierta de hiedras y de musgo, de la que salían dos caños de bronce. El sacerdote blanco llenó un cuenco de madera con el agua que manaba del caño de la izquierda y se lo tendió a Perseo.
—Bebe de la fuente de Lete y olvida. Olvida las cargas y las impurezas que traes aquí, libérate de todo.
Tresas se acercó a Tisámeno y le comentó algo en voz baja, pero Perseo lo escuchó perfectamente. Fuera por aquella dieta sólo de carne o por los misteriosos brebajes que le hacían tomar, sus sentidos estaban increíblemente afinados, e incluso le producían extrañas sensaciones, sinestesias en que las palabras se convertían en colores, mientras que las imágenes despertaban ecos entre sus oídos.
—¿Que olvide? —había dicho Tresas—. ¿Más todavía? Pero ¿no se trata precisamente de que recuerde?
—Silencio —le ordenó Tisámeno.
Perseo bebió hasta dejar el cuenco vacío. El agua estaba muy fría y dejaba cierto regusto a cal en la lengua. Le devolvió el cuenco al sacerdote, que lo llenó esta vez en el caño de la derecha y se lo entregó de nuevo.
—Bebe de la fuente de Mnemósine, para que puedas recordar las palabras con las que Trofonio te va a iluminar en el oráculo.
—Eso me gusta más —susurró Tresas, esta vez únicamente para sí.
Perseo tomó el cuenco y volvió a apurarlo. En esta ocasión el agua estaba tibia y el sabor que dejaba era metálico. Se preguntó cómo podía ser, si los caños estaban separados por apenas dos palmos y el agua debía de proceder de la misma fuente. Pero seguramente era uno de tantos prodigios obrados por los dioses, de modo que renunció a responderse a sí mismo.
Una vez que Perseo hubo bebido de las aguas del Olvido y de la Memoria, reemprendieron la marcha, siempre ascendente. Entre los árboles el aire era cada vez más húmedo y fresco, pero la caminata servía para que Perseo, pese a lo sutil de su túnica, mantuviera el calor corporal.
Subían en silencio, roto tan sólo por sus pisadas, el murmullo del viento en las hojas y las llamadas de los autillos y otras aves nocturnas. Perseo, que en su estado de confusión no tenía una noción muy clara del tiempo, la perdió por completo.
Por fin llegaron al oráculo en sí, que se encontraba en un claro rodeado de pinos. No era un templo construido a la típica usanza, con columnas y tejado a dos aguas, sino un gran zócalo de mármol en el suelo, en forma de círculo, delimitado por una verja de bronce con dos puertas.
El sacerdote blanco le hizo una seña a uno de los gemelos, que le entregó a Perseo una bolsa de tela. Éste la abrió y comprobó que dentro había unos pastelillos de miel. Después de tres días de comer únicamente carne —su mente no lo recordaba, pero su estómago sí—, el olor a dulce le hizo salivar de hambre.
—No son para ti —le dijo el sacerdote.
—¿Para quién, entonces?
—Para las serpientes que vas a encontrar dentro.
Sin saber muy bien por qué, acaso por el frío, Perseo sintió un violento estremecimiento que no pudo controlar.
—¿Tienes miedo? —preguntó el sacerdote—. Me han dicho que eres espartano, y se supone que los espartanos no le tenéis miedo a nada.
El sacerdote de negro sacó una llave y abrió una de las dos puertas de la verja. Después se volvió hacia Tisámeno y, guardando con él una distancia más que prudencial, le dijo:
—Vosotros os tenéis que quedar aquí. Si no habéis pasado los ritos, no podéis ver lo que hay dentro.
—¡Infeliz! —respondió Tisámeno, fulminándolo con los ojos—. Yo ya he sido iniciado en este oráculo y en todos los que alcances a imaginar.
—¿Cuándo? Llevo aquí sirviendo más de treinta años y jamás te he visto.
—Las vidas que he vivido suman mucho más de treinta años —respondió Tisámeno, extendiendo la mano derecha con la palma abierta. Perseo habría jurado que su piel resplandecía—. ¿Quieres sentir mi calor de nuevo?
El sacerdote de negro se limitó a contestar con un gruñido y pasó por la puerta de la verja, sin cerrarla tras de sí. Perseo lo siguió, y a continuación lo hicieron el sacerdote de blanco y Tisámeno. Tresas y los dos muchachos se quedaron fuera.
En el centro del círculo de mármol se abría un agujero también redondo, una especie de pozo de unos dos metros de profundidad.
—A partir de aquí, debes continuar tú solo, Perseo —le explicó el sacerdote de blanco.
Perseo volvió a estremecerse. Al ver que uno de los muchachos le pasaba la escalera a través de los barrotes de la verja, comprendió lo que debía hacer. Cogiendo la escalera, se agachó y la apoyó en la pared del pozo, cuidando de que el ángulo fuera el correcto para que las patas de madera no resbalaran. Después bajó por la escalera, siempre con la bolsa de los pastelillos en la mano derecha.
Cuando llegó al fondo, el sacerdote de blanco retiró la escalera, dejando a Perseo solo allí abajo. Al mirar a lo alto, descubrió que el pozo no medía dos metros como antes —en tal caso, dadas su estatura y su fuerza, no habría tenido ningún problema en poner las manos en el borde y salir izándose a pulso—, sino que se había hecho más hondo por obra de algún hechizo de los dioses o del mismo Trofonio.
—¡Tienes que quitarte toda la ropa! —le dijo el sacerdote, poniéndose las manos a ambos lados de la boca para amplificar su voz.
—¿Por qué? —preguntó Perseo, que ya se sentía demasiado desnudo con aquella túnica tan fina.
—¡Vas a desnacer y luego a nacer de nuevo! ¡No se puede nacer vestido!
Perseo se quitó primero las botas y después el cíngulo y la túnica. Allí abajo hacía todavía más frío. La piel se le puso de gallina y los testículos se le encogieron, en parte por la temperatura y en parte por temor. En la pared del pozo había una abertura más ancha que alta, pero en cualquier caso muy angosta, y sospechaba que tendría que introducirse por ella.
—¡Echa la bolsa por el agujero! —le ordenó el sacerdote.
Perseo se agachó, puso la bolsa junto al hueco y la empujó. Al hacerlo, le pareció ver que en la oscuridad del interior se encendían luces rojas, como brasas.
O como tres pares de ojos en llamas. «Las Erinias», pensó. No recordaba personas y sin embargo sí guardaba en su memoria a aquellas criaturas que tenían serpientes por cabellos y ojos llameantes, empuñaban una espada en una mano y una antorcha en la otra y atormentaban a quienes cometían crímenes y pecados contra su propia sangre.
—¡Tienes que entrar con los pies por delante!
Perseo miró hacia arriba. Las cabezas de los dos sacerdotes y de Tisámeno, asomadas a la boca del pozo, parecían estar cada vez más lejos. Sintió deseos de contestar que no quería, que tenía miedo, tal como habría hecho un niño pequeño.
Un nombre le vino a la mente. Eufaes. El fantasma de un asesino de niños. Él le había tenido miedo, pero lo había superado en algún momento.
Después escuchó una voz, que al resonar dentro de su cabeza hacía saltar chispas de colores de las paredes de su cráneo: «Ante el peligro, los animales sólo tienen tres salidas: esconderse como los conejos, huir como los ciervos o atacar como los leones. ¿Qué eres tú, Perseo?».
Respiró hondo, se frotó el pecho para entrar en calor y se sentó. El suelo del agujero estaba húmedo y frío. Volvió a tomar aliento, metió los pies por aquella siniestra abertura y después se tumbó, estremeciéndose cuando sus paletillas tocaron las losas. Malo era tener que colarse por aquel agujero tan estrecho, en el que dudaba que le cupieran los hombros. Pero hacerlo además con las piernas por delante, sin ver lo que lo aguardaba, era todavía peor.
«Me voy a atrancar ahí dentro y voy a morir asfixiado», pensó. «¿Qué eres tú, Perseo? ¿Conejo, ciervo o león?».
Haciendo fuerza con las manos en el suelo, se empujó adelante. Cuando ya tenía las rodillas dentro del agujero, notó una corriente de aire frío en los pies. El aire se convirtió de repente en algo húmedo y viscoso, una especie de dedos o tentáculos a medias sólidos y a medias inmateriales que atraparon sus tobillos y tiraron de él con una fuerza terrible.
No iba a morir asfixiado, comprendió. Iba a morir devorado por la presencia monstruosa que habitaba en esa cueva.