11
Pabellón de Mardonio
En medio del caos y la matanza que reinaban en el fuerte persa, Artemisia había logrado reunir a algunos de sus hombres y llevarlos al pabellón de Mardonio. Allí les había ordenado desprenderse de las armas y esconderse en las dependencias más alejadas del exterior junto a los pajes, eunucos y cocineros, pensando que sería lo más seguro para ellos.
Con la misma idea que Artemisia, muchas esposas y concubinas de altos oficiales persas se habían refugiado en la tienda del general. Entre ellas se encontraba la amante de Farándates, quien la había abandonado sin decir nada del mismo modo que había abandonado su responsabilidad como jefe de campamento. Al ver a Artemisia, la bella Neera se arrojó ante ella y se abrazó a sus rodillas en el tradicional gesto de suplicante.
—¡Sálvanos, señora! ¡Por favor, no dejes que nos hagan daño! —rogó, con los ojos arrasados de lágrimas y los cabellos dorados desparramándose sobre los pies de Artemisia.
Como natural de Cos, Neera no dejaba de ser súbdita de Artemisia, a la que Jerjes había concedido el dominio de esa isla, junto con las de Nisiro y Calidna. Eso, y el ritual de la súplica, que no se podía rechazar sin ofender a los dioses, la obligaban a protegerla.
Artemisia trató de pensar a toda velocidad. Después reunió en la estancia principal de la tienda a esclavas y concubinas, y les dijo que lo prepararan todo para que el lugar pareciera un bazar babilonio lleno de vajillas, copas de oro y plata, cubiertos, divanes taraceados, almohadas de seda, tapices, jarras de vino y cualquier otro objeto que sugiriese lujo y riquezas.
—Los hombres vienen con la furia de la batalla y su sed de sangre se convierte de repente en hambre de sexo —les explicó.
En ese estado, prosiguió, los varones eran como animales que se dejaban impulsar por las pasiones más instintivas y brutales, y que a veces las satisfacían todas a la vez, forzando primero y asesinando después —o en orden inverso— a las prisioneras, o simplemente destrozándoles el cuerpo en horribles violaciones colectivas.
Pero si, al entrar en la tienda, los griegos victoriosos se encontraban con un espectáculo refinado y magnífico, lo que se les despertaría sería la codicia del oro y la plata. Una pasión distinta y más calculadora, una que no compartían humanos y animales.
Al menos, ésa era la esperanza de Artemisia.
Siguiendo las instrucciones de la reina guerrera, las concubinas se engalanaron con sus mejores joyas, evitando vestirse con gasas y sedas transparentes para no provocar la lujuria de los vencedores. En pocos minutos, la tienda parecía un sueño, el harén de un potentado oriental.
—¿Funcionará, mi reina? —preguntó Neera, apretando la mano de Artemisia.
La redecilla de oro, las cadenas y las ajorcas resaltaban su belleza y el rubio de sus cabellos. Aquella mujer exudaba tal sensualidad que la propia Artemisia sintió la tentación de estrecharla contra su pecho y probar sus labios. Reprimiendo el impulso y preguntándose si los vencedores conseguirían hacer lo mismo, contestó:
—Si los primeros hombres que entran aquí tienen un mínimo de corazón y de aprecio por la belleza, funcionará.
Los ruidos del saqueo sonaban cada vez más cercanos. Gritos, relinchos, cánticos, órdenes. Voces en griego que amenazaban e insultaban y voces en persa, cada vez menos, que suplicaban piedad. Varias mujeres empezaron a sollozar. Resultaba comprensible, pues algunas no eran más que niñas de trece o catorce años, pero Artemisia dio un par de palmadas para hacerlas callar.
—¡No lloréis! Sonreíd como sonríen quienes reciben a los vencedores. Eso les hará creer que acaban de regresar a su casa, no que están entrando en territorio enemigo.
Por fin, el momento que temían llegó. Algo golpeó por fuera el faldón de la tienda para abrirlo. Artemisia sintió que se le paraba el corazón. Ni en Maratón ni en Salamina había albergado tal sensación de amenaza y de muerte inminente.
Lo primero que asomó fue la punta de una lanza. El hierro negro chorreaba sangre, lo que hizo que muchas de las mujeres apenas pudieran sofocar gemidos de horror. Artemisia se volvió hacia ellas, hizo un rápido gesto con las palmas de las manos para calmarlas, y después se adelantó para demostrar que las protegía a todas.
Detrás de la lanza asomó el rostro de un soldado. Otro, más impaciente, rasgó la tela de la tienda con su espada, rip, rip, rip, y entró casi trastabillando por el hueco que había abierto. Detrás de ellos pasaron otros cuatro hombres más.
Eran todos hoplitas. Uno de ellos llevaba una coraza de bronce en forma de campana, mientras que sus cinco compañeros se protegían con petos de lino, sucios de sangre y hollín y llenos de rasguños. Cuando vieron el espectáculo, sus ojos se abrieron como platos y llamaron a más compañeros, que no tardaron en entrar.
El hombre de la coraza de bronce avanzó unos pasos, observando con admiración las mullidas alfombras que pisaban sus botas manchadas de sangre y barro.
—¿Qué rincón celestial es éste? —preguntó.
A Artemisia no le gustó nada cómo sus pupilas bailaban de una mujer a otra.
—Es la tienda del general Mardonio —respondió Artemisia—. Todas estas mujeres que veis son prisioneras suyas y os dan gracias a los dioses y a vosotros por haberlas liberado.
—¿Así que os hemos liberado? Hummm…
El hoplita, que a juzgar por su coraza debía de ser un oficial, empezó a dar vueltas alrededor de Artemisia, que se mantuvo firme. Los demás soldados aguardaban a cierta distancia, propinándose codazos de apreciación entre ellos. Habían entrado ya diez, pero el último había tenido la precaución de cerrar de nuevo el faldón de la puerta.
«No quieren que los demás vean lo que pasa aquí. Mal asunto», pensó Artemisia.
—¿Tú también eres prisionera? —preguntó el oficial—. ¿Es que a Mardonio le gusta vestir a sus concubinas de soldado? ¿Qué clase de pervertido es?
«Soy la reina Artemisia de Halicarnaso», estuvo a punto de decir, pero se lo pensó mejor. Le convenía andarse con cuidado. El dialecto de aquellos hombres no era jonio, lo que excluía que fuesen atenienses, que eran quienes habían puesto precio a su cabeza. Tampoco era dorio y desde luego no tenían aspecto de espartanos. El acento y las terminaciones de las palabras le recordaban al chipriota, un dialecto con el que estaba más familiarizada. Según le habían contado, arcadios y chipriotas hablaban variedades del griego muy parecidas.
Y si había un pueblo que tenía fama de salvaje y atrasado entre los demás griegos, ése era el de los arcadios.
En cualquier caso, mucho se temía que su nombre era demasiado célebre. Recordó que, en la batalla de las Termópilas, un oficial espartano se había burlado de ella. «¡No deberías estar aquí, Artemisia!». Era el mismo que, con su último aliento, la había maldecido: «¡Has traicionado a tu raza, ramera!».
Eso era lo que sabían o creían saber todos los griegos, que Artemisia estaba vendida a los persas. Lo que ignoraban era que ella los había ayudado en dos ocasiones; primero en Maratón, obligada, por Patikara-Jerjes, y después por propia voluntad, enviando un mensaje a Esparta.
Sin embargo, sospechaba que ahora no le iba a ser de ninguna utilidad recordar sus servicios a la causa griega.
El oficial que ella suponía arcadio pasó por detrás de ella, cada vez más cerca, y le olisqueó el pelo.
—Huele a perfume. Pero no es tuyo. No me digas que eres una guerrera de verdad…
—Icario —dijo uno de los soldados, dirigiéndose a su oficial—. ¿No crees que debe de ser la reina Artemisia? Los atenienses ofrecen diez mil dracmas por ella.
—¡Diez mil dracmas! Una recompensa suculenta. ¿Sabéis si hay que llevársela vestida para cobrarlas?
Diciendo eso, el llamado Icario le propinó un azote en las nalgas y trató de magreárselas, algo que no resultaba tan sencillo con las tiras de grueso cuero abollonado que remataban su coraza por debajo de la cintura.
Artemisia ni se lo pensó. Simplemente se apartó un paso de Icario, se giró hacia él y, aprovechando el impulso de las caderas, le clavó el codo en la nariz. Tenía comprobado que utilizar el hueso del codo en lugar de los nudillos resultaba mucho más doloroso para el contrario y menos para ella. La nariz de Icario se partió con un satisfactorio crujido y el oficial retrocedió, tratando de taparse la hemorragia con la mano izquierda.
—¡Puta, ramera de Jerjes! ¡Vas a pagar por esto!
Con la mano derecha desenfundó la espada y lanzó un tajo contra la cara de Artemisia.
Ella desenvainó aún más rápido y detuvo el golpe con su propio acero.
—¡Batadla! —gruñó el oficial, retrocediendo sin dejar de sangrar—. ¡He dicho que la batéis!
Las demás mujeres recularon, asustadas. Los soldados se miraron entre sí, pero los que traían lanza la proyectaron adelante, mientras que otros tres que la debían de haber perdido durante el combate aferraron sus espadas y avanzaron hacia Artemisia.
Ella comprendió que iba a morir, si bien no estaba dispuesta a hacerlo sin llevarse a unos cuantos por delante. Lo que la preocupaba, empero, era que, una vez que la mataran, ya nada detendría la sed de sangre de esos hombres.
—¿Qué está ocurriendo aquí?
Artemisia se volvió. Desde el interior de la tienda, abriéndose paso entre las concubinas, venía un hombre rubio y muy alto, ataviado con una coraza de bronce en cuyo frontal un Heracles de oro capturaba a un Cerbero de plata.
Era la armadura de Leónidas, pero ahora no protegía el torso de su antiguo propietario, sino el de Perseo. Un Perseo, saltaba a la vista, totalmente diferente del que ella había conocido y con el que había compartido el lecho.
Algunas de las mujeres lo reconocieron y también debieron de ver en él a alguien muy distinto del hombre sin memoria ni voluntad que habían visto durante todo aquel tiempo en el campamento y al que habían tratado como a una especie de atracción o curiosidad. La bella Neera no tardó ni un suspiro en arrojarse a sus pies y abrazarse a sus piernas, exclamando:
—¡Perseo! ¡Menos mal que has venido a salvarnos! ¡Protégenos, te lo suplico!
Con firmeza, tal vez más de la necesaria —lo que hizo pensar a Artemisia que algo extraño había ocurrido entre el espartano y Neera—, él la apartó. Después avanzó hacia Icario y sus hombres con pasos lentos, pero decididos. Artemisia, por si acaso, reculó hacia el centro de la tienda.
—¿Quiéd eres tú? —preguntó Icario, señalándolo con la espada.
Sin dignarse mirarlo, Perseo movió la lanza de revés con una sola mano y, usando la contera, le asestó un golpe tremendo en la muñeca, al que siguió un instante después otro en la mejilla. El oficial soltó la espada y cayó sobre una rodilla, llevándose la mano a la cara por dos veces ensangrentada.
Haciendo caso omiso de Icario, Perseo avanzó hacia los demás hoplitas, que seguían apuntándolo con sus lanzas.
—Vosotros sois de Tegea.
Los soldados asintieron, abriéndose en abanico como si quisieran atacar a Perseo a la vez desde varios lados.
—¿Sabéis quién soy yo?
Varios de ellos volvieron a asentir. Uno de ellos, que traía la coraza de lino casi hecha jirones, dijo:
—Tú eres el hombre que ha traído a los tesalios.
Y otro añadió:
—Eres Perseo. El espartano que ha matado al Asesino Blanco.
«Al final ha vencido a Bagabigna», comprendió Artemisia.
El espartano siguió avanzando hacia las puntas de las lanzas, hasta que los otros tuvieron que retroceder para no pincharlo.
—Ahora que sabéis quién soy, os lo diré. Nadie va a tocar a estas mujeres. Nadie va a tocar nada de lo que hay aquí.
Los hoplitas tegeatas cruzaron miradas. Artemisia casi podía ver cómo luchaban en sus mentes la codicia y la lujuria por un lado y, por otro, el temor a enfrentarse a Perseo.
Previendo que iba a correr la sangre, se pasó la espada a la mano izquierda un momento para secarse el sudor de la diestra en la túnica.
En ese instante, por si faltaban actores en aquella representación, el faldón de la puerta se abrió a ambos lados, empujado por las lanzas de otros dos soldados cuyos escudos los señalaban como espartanos. Entre ellos venía un hombre que debía de tener más o menos su edad. Con aquellos cabellos rojos, no podía ser otro sino Pausanias, el general del ejército griego.
Si Artemisia albergaba alguna duda, se le disipó al ver que al lado del espartano venía Temístocles, su primo, amante de una sola noche y padre de su hijo Pisindalis. Su corazón, que ya antes palpitaba como los tambores de los coribantes, ahora se aceleró todavía más.
—Las lanzas al suelo —ordenó uno de los hoplitas espartanos.
A pesar de que apenas había levantado la voz, los tegeatas dejaron caer las lanzas y quienes blandían espadas las devolvieron a sus vainas. La confianza del espartano no era la única razón; por detrás de Pausanias y Temístocles había llegado un nutrido grupo de soldados, sin duda guardias reales.
La hermosa Neera aprovechó el momento para repetir su ritual, abrazándose en esta ocasión a las rodillas de Pausanias. Con una retórica digna de un poema épico, la joven exclamó:
—¡Soberano de Esparta, líbrame como suplicante de la esclavitud que es el destino de las cautivas! En verdad tú ya me has hecho un favor al acabar con estos bárbaros que no respetan a dáimones ni dioses. Soy griega, mujer libre y natural de Cos, hija de Hegetóridas y nieta de Antágoras. El villano persa que me tenía en su poder me raptó de Cos por la fuerza.
La belleza casi sobrenatural de Neera hizo que a Pausanias se le dilataran las pupilas. Tomando las manos de la joven, la obligó a levantarse. Ella se quedó al lado del regente espartano, tan cerca que los cuerpos de ambos se rozaban, y sin duda él, aunque viniera ahíto de sangre del campo de batalla, podía captar el perfume de la mujer como lo había captado Artemisia.
«Sospecho que Neera ha encontrado un nuevo protector», pensó la reina caria.
Mirando a los tegeatas primero y después a sus hombres, Pausanias dijo:
—¡Transmitid mis órdenes! Nadie debe tocar a una sola mujer en todo el campamento. Quien roce aunque sea uno solo de sus cabellos o un simple chal será ejecutado.
Mientras Pausanias seguía impartiendo instrucciones acerca del botín, que debía ser recogido y llevado allí, junto a la tienda de Mardonio, para ser contabilizado y repartido por lotes, Temístocles se acercó a ella.
—Te conservas bien, primo —saludó ella.
—Tú te conservas todavía mejor —repuso él, extendiendo las manos para tomar las suyas.
Se cogieron los dedos y se miraron a los ojos. Ambos sonrieron, pero el contacto no hizo que Artemisia sintiera aquel hormigueo en el estómago que la había convencido de adolescente de que estaba enamorada de él.
—Alguien hizo un gran servicio a la causa griega —dijo Temístocles en voz baja.
—Pero alguien sigue siendo reina de Halicarnaso —respondió ella—, y Halicarnaso aún pertenece al Imperio persa.
El ateniense bajó la barbilla en un gesto aquiescente.
—Te garantizo que podrás regresar allí, Artemisia. —Acercándose más a ella, susurró en su oído—: Nadie sabrá por mi boca los servicios que has brindado a la libertad de Grecia. Pero cuando esa libertad llegue a los griegos de Asia…
—¿Me estás amenazando, primo?
Él se rio con tanta suavidad que su aliento hizo cosquillas en la piel de Artemisia.
—Iba a decir que sé que sabrás adaptarte.
Se separaron, con una última mirada. Temístocles se acercó a Pausanias, del que Neera todavía no se había apartado, y ambos deliberaron.
Artemisia se volvió y recorrió con una mirada el botín que habían reunido allí ella y las demás mujeres. Delante de todos aquellos tesoros, Perseo se había quedado inmóvil, apoyado en su lanza como una estatua fundida en bronce. Por un instante, Artemisia temió que hubiera sufrido uno de sus ataques de amnesia.
—¿Me recuerdas, Perseo?
Perseo parpadeó y su pupila reaccionó enfocándose en ella. Artemisia comprendió que simplemente había aprovechado aquellos instantes para descansar.
—Te recuerdo, Artemisia —respondió él.
—¿Cuánto recuerdas?
—Todo.
Incluso esas breves palabras le sirvieron para darse cuenta de que la voz de Perseo ya no sonaba igual. Su mirada. La nobleza y la dulzura que había encontrado seguían allí, escondidas en el fondo azul de su único ojo. Pero por delante se había alzado una barrera, una cortina de acero. ¿Qué había ocurrido en su vida, qué había recordado en el oráculo de Trofonio para endurecerle la mirada de aquel modo?
Pensó en qué le habría dicho Temístocles si ella le hubiera preguntado a él en qué había cambiado su mirada, si encontraba alguna diferencia entre los ojos de la joven ambiciosa que había desembarcado en Maratón once años antes y los de la reina cansada y un tanto cínica del presente. Pero no se lo iba a preguntar, porque en realidad conocía la respuesta.
La guerra la había cambiado, como cambiaba a todo el mundo. La guerra mayor y más cruel que jamás hubieran visto o librado griegos y bárbaros. Una guerra en la que tanto ella como los demás que estaban en aquella tienda —Temístocles, Pausanias, Perseo— habían sido, para bien o para mal, actores principales.
Pero esa guerra, por fin, había terminado.
El mundo que todos ellos habían conocido ya nunca sería el mismo.
Y, sin poder evitar un estremecimiento de orgullo, Artemisia pensó que ese mundo hablaría más griego que persa.