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Esparta, verano de 492 a. C.

 

Fue en el segundo día de las fiestas Jacintias cuando los dioses decidieron abatir su hacha sobre la cabeza de Perseo. No lo hicieron de repente ni de forma espectacular: ni cayó sobre su cabeza el rayo de Zeus ni lo infectó ninguna flecha de Apolo. Fueron más sutiles, más insidiosos. Pero, cuando con el tiempo recapacitó sobre todo aquello, no albergó ninguna duda: fue en aquel día cuando el destino que creía grabado en piedra empezó a cambiar.

La víspera había sido una jornada de luto en Esparta. Se hicieron sacrificios y se entonaron cantos fúnebres por Jacinto, al que el disco lanzado por su amante Apolo le había abierto la cabeza. Pero se trataba de un luto contenido, pues todo el mundo sabía que al día siguiente empezarían los auténticos festejos.

En la segunda jornada se celebraba el renacer del héroe. La mayoría de los ritos y competiciones se realizaban en una amplia pradera, en la que había espacios abiertos para las carreras y los diversos certámenes, pero también plátanos y robles cuya sombra agradecían los asistentes. Aunque acababa de empezar el verano, el viento Noto arrastraba desde hacía dos días una turbia calima que se había aposentado como un velo ocre sobre el valle del Eurotas. La temperatura era más propia de la canícula que de los días del solsticio y se escuchaban más cantos de chicharra que de pájaro.

Desde el amanecer se estaban celebrando competiciones de todo tipo: carreras a pie y a caballo, saltos, lucha, pugilato. Incluso, a pesar del accidente que había sufrido el héroe Jacinto, se lanzaban pesados discos de bronce, que volaban girando por el aire como símbolo del recorrido del sol en el cielo.

Había, asimismo, coros masculinos y femeninos de diversas edades. Algunos se limitaban a cantar, y los chicos o las chicas que los formaban vestían túnicas blancas y se engalanaban con coronas de hiedra. Otros bailaban representando escenas de la vida y la muerte del héroe, y en estos coros los muchachos iban desnudos y las jóvenes llevaban ropas tan ligeras que enseñaban más de lo que ocultaban. Los nativos, más acostumbrados al espectáculo, observaban a los danzantes con esa mirada tan espartana que parecía estar de regreso de los confines del mundo. En cambio, a los forasteros que habían acudido desde sus ciudades a presenciar las Jacintias se les iban los ojos detrás de las muchachas; todos los griegos estaban acostumbrados a ver a los efebos ejercitarse desnudos, pero el espectáculo de los muslos femeninos y algún que otro pecho que se escapaba de la túnica era privativo de Esparta.

A Perseo también se le iban los ojos. Pero en su caso lo hacían con envidia, observando las competiciones en las que no podía participar.

Acababa de cumplir dieciocho años. No era ningún niño, pues; pero el pedagogo que los había llevado a su hermano y a él de la mano desde críos seguía acompañándolo. Hipólito se ponía siempre a una distancia discreta, dejándole espacio para moverse por su cuenta, pero sin perderlo de vista por si le hacía falta algo.

Desde los siete años, cuando llevaron a su hermano al campamento de la agogé, Perseo se había acostumbrado por obligación a estar solo. No en el sentido literal, porque en el palacio Euripóntida siempre había personas atentas a él. Hipólito, y también Céfalo, su maestro de letras y leyes, y Fénix, su instructor de armas y gimnasia, más todos los sirvientes y los parientes de su padre. Y su abuela Ferenice, por supuesto.

Los más distantes, de hecho, eran su padre y su madre, cada uno por motivos diferentes. En el caso del rey Damarato, porque su personalidad era lejana, seca y nudosa como un olivo. En el de su madre, que tampoco era un paradigma de cariño, porque pasaba cada vez más tiempo fuera de palacio en casa de su hermano Demármeno.

Al menos, eso era lo que ella alegaba. Perseo ya tenía edad suficiente para escuchar ciertos rumores. Incluso se decía que Pércalo visitaba a veces a su antiguo prometido, Latíquidas, primo de Damarato.

A raíz de su relación con Pércalo, ambos primos se habían convertido en enemigos irreconciliables. Damarato, cuando ya había fecha para la boda, se había adelantado a Latíquidas raptando a Pércalo, un procedimiento arcaico que, sin embargo, conservaba su validez legal. A Perseo le extrañaba mucho que un hombre tan frío como su padre hubiese recurrido al rapto, hasta que su propia madre, en un día de sinceridad ebria, le confesó que quien la tomó en brazos para subirla al carro no fue el mismo Damarato, sino un fornido sirviente suyo; sirviente que, a juzgar por la forma en que Pércalo hablaba de él, en algún momento debía de haber gozado de sus favores.

En cualquier caso, no era tanto el amor como la ambición lo que había hecho a Pércalo decidirse por Damarato en lugar de Latíquidas: por aquella época el rey Aristón estaba muy enfermo y se preveía que en pocos meses su hijo Damarato subiría al trono, como de hecho sucedió. Pero, a no mucho tardar, la relación entre Pércalo y Damarato se había agriado tanto que ella había dejado de compartir su lecho —de eso, Perseo estaba seguro— para compartir de nuevo el de Latíquidas —algo que Perseo consideraba probable, pero de lo que no tenía constancia fehaciente.

De todos modos, y descontando a sus padres, que no contaban como compañía de ningún tipo, por más moradores que tuviera el palacio Euripóntida, Perseo se veía privado de la sociedad de jóvenes de su edad, ya que no le estaba permitido confraternizar con los hijos de la servidumbre. Se suponía que la cercanía y el ejemplo de los adultos lo harían madurar antes, tal como se esperaba de un futuro rey; pero anhelaba la amistad de sus iguales, esa amistad que los críos de otras ciudades disfrutaban de forma natural y en Esparta de un modo más reglamentado en los campamentos de la agogé.

Esa soledad forzosa tenía otra contrapartida. Perseo se había acostumbrado a la intimidad y a tener a su alrededor un espacio vacío que su hermano, criado en los barracones de la agogé, desconocía. Sin darse cuenta, le había tomado el gusto a ese aislamiento. Ahora, mientras paseaba por el prado de Jacinto y contemplaba las competiciones, se sentía algo agobiado por la multitud. En general, la gente le abría paso, sobre todo al ver a los dos guardias reales que lo seguían a escasa distancia. Aunque habían embolado las puntas de las lanzas en honor a las fiestas Jacintias, eran hombres escogidos por su fuerza y estatura, y las astas de fresno, aun sin la moharra de hierro, podían resultar de lo más convincente.

Con todo, había gente que no se apartaba, ya fuera por pura imposibilidad física en medio de la aglomeración o porque sentía la curiosidad de acercarse e incluso tocar al hijo del rey. Entre las personas que hacían un esfuerzo por arrimarse a él, una mujer que tendría la edad de su abuela le tendió un trozo de pan con una tajada de carne.

—¡Cordero braseado con tomillo! ¡Para que sigas creciendo tan guapo, joven Perseo!

Él tomó aquella ofrenda espontánea y sonrió. Apenas pudo darle las gracias a la mujer, pues su hermano Nabis no dejaba de tironearle de la túnica para arrastrarlo al lugar donde se celebraban las carreras.

—¿Te vas a comer eso?

—Vaya que si me lo voy a comer —dijo Perseo, hincándole el diente al cordero. La carne estaba tierna y jugosa, pero aunque hubiera sido de oveja anciana se la habría comido igual. Ya pasaba del metro ochenta y tenía una musculatura que superaba a la de muchos guerreros adultos. Para mantener ese cuerpo, su estómago no dejaba de exigir alimento, tan insaciable como la fragua de Hefesto pidiendo leña.

—¿Y si esa vieja quería envenenarte?

—Estamos en Esparta, Nabis, no en Persia. ¿Quién va a querer envenenarme?

Llegaron por fin al borde de la pista de carreras, delimitada con estaquillas y cordeles. Acababa de terminar la carrera de los diecisiete años, e iba a empezar la de los meleirenes, el grupo de los dieciocho. Era la final, y en ella competían los cinco mejores, uno por cada batallón de las tribus. Los corredores, ataviados tan sólo con un taparrabos, aguardaban la señal de salida. Mientras que los muchachos que habían corrido antes tenían las cabezas rapadas o el pelo muy corto, según la edad de cada grupo, los meleirenes ya empezaban a llevar el cabello más largo. Cuando se convirtieran en espartiatas, a los veinte, se les permitiría hacerse trenzas con él.

—Qué injusta es la vida —comentó Nabis.

—¿Por qué?

—Yo, que puedo participar, tengo las piernas cortas y siempre me quedo fuera en la primera eliminatoria. Tú, que podrías ganar a todos éstos, no puedes competir porque no perteneces a ningún batallón.

En decir que las piernas de Nabis eran cortas había algo de eufemismo, pues también las tenía un tanto torcidas.

—No necesito pertenecer a ningún batallón —respondió Perseo.

—Ya. Un día los mandarás a todos. Ja. Como hace padre.

Perseo no contestó. Su padre había dejado desde hacía tiempo todas las campañas militares en manos de Cleómenes, pero eso no significaba que, llegado el momento, él fuese a hacer lo mismo. Aunque no estaba en la agogé, Perseo llevaba ejercitándose con armas desde antes que ningún otro muchacho espartano. Sabía que había nacido para ello. Lo veía en los ojos de su instructor Fénix, lo veía en los ojos de los guerreros adultos a los que derrotaba desde que tenía tan sólo quince años.

Y también se lo decían el roble del escudo y el fresno de la lanza, que se convertían en prolongación de su cuerpo cuando los empuñaba. «Has nacido para nosotros, Perseo», le susurraban.

Los gritos de los espectadores le avisaron de que la carrera ya había empezado. Perseo salió de su ensimismamiento y miró a su derecha, por donde venían los corredores.

—¡Mira, Perseo! —exclamó Nabis, señalando a un muchacho un poco más bajo que los demás y de tez muy morena—. ¡Ése es el mío! ¡Ánimo, Nicanor! ¡Pitana nikâi!

—Pues va el último.

—Espérate y verás.

Al final de la pista se alzaba un poste en el que los atletas tenían que dar la vuelta. Nicanor pasó el último, pero como el centro de su peso estaba más cerca del suelo, perdió menos tiempo en la curva. Tras agarrarse al poste para girar, se propulsó en la salida y empezó a ganar velocidad.

—¡Míralo! ¡Mira cómo mueve las piernas! —exclamó Nabis.

Los demás meleirenes mantenían la cadencia de la carrera, e incluso uno de ellos, el que hasta entonces había marchado el primero, se estaba desfondando. Pero las piernas de Nicanor, más cortas que las de sus rivales, se habían acelerado tanto que parecían un borrón. Tenía una forma de correr muy peculiar, con las manos rígidas y abiertas y el torso recto como una lanza.

—¡Vamos, Nicanor! ¡Vuela!

Nabis se había apartado un poco de su hermano para acercarse a un grupo de chicos de su edad que también llevaban pañuelos rojos. Gritaban cada vez más fuerte, y cuando cinco metros antes de la meta Nicanor adelantó a todos sus rivales, empezaron a brincar agarrándose unos a otros por los hombros mientras animaban:

—¡Pitana, Pitana, Pitana! ¡Pitana nikaî, Pitana nikaî!

Después se saltaron el cordel que delimitaba la pista y corrieron hacia la línea que servía a la vez de salida y de meta. Allí auparon en hombros al vencedor, que levantó los brazos al cielo para ofrecer su victoria a Jacinto y a su divino amante, Apolo. Después, cuando lo dejaron en el suelo, Nabis se abrazó a Nicanor.

—Se ve que tu hermano es muy popular entre sus compañeros.

«¿Popular?», se preguntó Perseo. Nicanor se había dejado abrazar por Nabis, con las manos rígidas al costado. No parecía una forma muy efusiva de responder a ese gesto.

Se volvió hacia el hombre que le había hablado. Su instructor Fénix se había acercado tan sigiloso como un zorro, algo que cuadraba bien con su rostro estrecho y su nariz afilada. Aquel hombre se deslizaba al moverse como el agua de un arroyo que pasa sobre las piedras.

Fénix no venía con nadie. Era un hombre solitario, algo inusual en una ciudad como Esparta. Perseo nunca le preguntaba por su pasado, pero le habían contado algo de él. Si bien Fénix se había educado en el campamento como los demás espartanos, cuando llegó la hora de convertirse en uno de los Iguales, no pudo aportar la suficiente renta como para entrar en un pheiditíon, una de las mesas comunales donde los ciudadanos se reunían a cenar casi todas las noches.

La pobreza había relegado a Fénix a móthax, espartano de segunda clase. Mas, en lugar de resignarse a ese papel como hacían otros, Fénix había viajado a Asia Menor, donde luchó como mercenario, primero al servicio del rey Darío y después contra él. En alguna de sus muchas batallas y escaramuzas se había dejado dos dedos de la mano derecha, pero con los tres que le quedaban se las arreglaba para empuñar la lanza mejor que muchos otros soldados con cinco.

Aunque Fénix no era un ciudadano de primera, y aunque el hecho de dejarse pagar por el rey Damarato para instruir a su hijo acarreara la vergonzosa servidumbre de depender de otro para ganarse la vida, en opinión de Perseo no había nadie en Esparta que comprendiera el arte de la guerra como él.

—¿Has visto la carrera? —preguntó Perseo.

Fénix asintió.

—Sé lo que estás pensando, Perseo.

—¿Y cuándo no lo sabes?

El instructor soltó una especie de tos que podía interpretarse como una carcajada.

—Crees que podrías haber ganado, ¿verdad?

—¿Y tú no?

—Probablemente sí, a no ser que ese muchacho sea incluso más rápido de lo que parece y haya reservado fuerzas.

—Le habría sacado por lo menos cinco pasos en la meta —dijo Perseo. No era bravuconería: había corrido mentalmente al lado de los cinco jóvenes durante el trayecto entero y conocía bien sus propias posibilidades.

—Tal vez sí —reconoció Fénix—. Tanta distancia como le habrías sacado al que ha ganado el lanzamiento de disco.

Perseo asintió con tristeza. También podía saltar más lejos que los demás, golpear más rápido y duro con los puños y derribar a casi cualquier rival en la arena.

—¿De qué sirve ser el mejor si nadie te puede ver? —se quejó—. Es como pintar un cuadro en el fondo de una cueva a la que jamás entrará la luz.

Fénix le apretó el hombro.

—Ten paciencia, Perseo. Tu momento llegará. Y, cuando así sea, brindarás a Grecia un espectáculo como nunca ha contemplado. ¡Un rey ganando batallas con su propia lanza!

Dicho esto, Fénix se alejó. Era incluso más reacio a las muchedumbres que Perseo.

«Un rey ganando batallas con su lanza», se repitió Perseo. Fuerte y valeroso como Heracles o Aquiles, los mayores héroes de la historia, pero sentado en el trono que ellos nunca llegaron a tener.

Era un hermoso sueño. Pero, por el momento, le habría gustado brindar un espectáculo más cercano, el de un príncipe heredero llegando el primero en la carrera, derribando a sus rivales en el pugilato o lanzando la jabalina más lejos que nadie.

—¿Por qué tanto empeño en competir? —le había preguntado Damarato unos días antes. Como solía ocurrir, él mismo había contestado su propia pregunta—: No tienes paciencia para esperar a que yo muera y quieres que todo el mundo te alabe a ti.

—No es eso, padre.

—Quieres superar mis triunfos. Pues espérate a heredar mi cuadra y llegarás tan alto como yo.

—Ya —se limitó a responder Perseo, con poco entusiasmo.

Su padre se refería a la que consideraba su mayor proeza: era el único rey de Esparta que había conseguido triunfar en la carrera de cuadrigas de Olimpia. Pero a Perseo no le convencía aquella clase de triunfos. Su victoria olímpica significaba únicamente que Damarato, gracias a su influencia y sus riquezas, poseía los mejores caballos y había elegido al auriga más hábil para manejarlos. En persona, él no había ganado nada.

Perseo se sentía sobrado de energías y ansiaba demostrarlas como fuese. No quería que los demás lo admiraran por sus riquezas ni por la nobleza de su familia —tal vez porque daba ambas cosas por descontadas—, sino por su agilidad y su fuerza. Las palabras de Fénix se le habían quedado grabadas.

«Brindarás a Grecia un espectáculo como nunca ha contemplado. ¡Un rey ganando batallas con su propia lanza!».

 

 

 

—Tío Cleómenes, prima Gorgo, os presento a mi amigo e invitado Temístocles, el ateniense —dijo Pausanias.

Al ver que el rey de Esparta le tendía la mano, Temístocles se la estrechó con cierta precaución. Aunque sus dedos estaban encallecidos a fuerza de remar en los barcos de su propia flota, cuando Cleómenes los apretó con aquella manaza de oso tuvo que contener un gruñido de dolor. El rey Agíada era un hombre grande, media cabeza más alto que él, de musculatura recia que hablaba de un pasado atlético y estómago prominente que revelaba un presente entregado a los placeres de la mesa. Por lo que calculaba Temístocles, se acercaba ya a los sesenta años. Sus movimientos y ademanes conservaban la energía y vivacidad de un hombre de menos edad, si bien el negro exagerado del tinte que obviamente se aplicaba al cabello y la barba lo envejecían más que lo rejuvenecían.

«Que no se diga que un ateniense es menos hombre que un espartano», pensó Temístocles, sobrellevando el apretón como mejor pudo.

Era la primera vez que Temístocles visitaba la capital de Laconia. Para los atenienses, se trataba de una ciudad temida y soñada, admirada y aborrecida a la vez. Los espartanos, sabedores de esa aura de misterio y encantados de mantenerla, se hacían los remolones a la hora de recibir extranjeros. Y mucho más si los visitantes eran atenienses. «Es porque estamos convencidos de que nos vais a corromper», le había explicado Pausanias a Temístocles.

—¿Así que has venido a disfrutar de las fiestas Jacintias? —preguntó Cleómenes, soltándole por fin la mano—. Recibimos muchos visitantes en estas fechas, pero suelen venir del Peloponeso, no de tan lejos como Atenas.

—Oh, Atenas y Esparta no están tan lejos.

«Tú bien lo sabes», estuvo a punto de agregar, pero se mordió la lengua por no ofender a su interlocutor.

Cleómenes había estado en Atenas en varias ocasiones, y no precisamente de visita. En la primera ocasión, casi veinte años atrás, había comandado la expedición militar que sirvió para derrocar al tirano Hipias, lo que le granjeó una gran popularidad entre los atenienses.

Popularidad que había perdido en buena medida cuando regresó dos años después. En esta ocasión lo hizo para instalar en el poder al oligarca Iságoras, un amigo tan íntimo que permitía al rey espartano acostarse con su esposa incluso en su presencia. Pero a Cleómenes, que no llevaba suficientes hombres, la jugada le había salido tan mal que acabó sitiado en la Acrópolis y al final tuvo que abandonar Atenas con un salvoconducto y el rabo entre las piernas.

En su empeño por instaurar una oligarquía en Atenas, Cleómenes todavía había dirigido una tercera campaña dos años después. Temístocles la recordaba perfectamente, ya que a la sazón era ya un efebo en edad de tomar las armas. En aquella ocasión, Cleómenes reclutó un gran ejército en el que formaban también los corintios, arcadios y otros aliados de la Liga del Peloponeso, con los que marchó contra Atenas sin revelar que su propósito era, de nuevo, entregarle el poder a Iságoras. Sin embargo, ya lo hizo por él su colega en el trono, Damarato, que informó de sus intenciones a los aliados y consiguió que abandonaran a Cleómenes cuando estaban a una jornada de llegar a Atenas, acusándolo de intrigar en su propio beneficio. Aquello no había contribuido precisamente a mejorar las relaciones entre ambos reyes.

Ya habían pasado catorce años de aquella intentona. Cleómenes parecía haber comprendido, por fin, que era mejor no inmiscuirse en la política de Atenas y desde entonces había empleado su considerable energía en incrementar el poder de Esparta en el Peloponeso.

Aunque las ideas políticas de Cleómenes, amigo de instaurar oligarquías, y de Temístocles, partidario de derrocarlas, no podían ser más distintas, el ateniense comprendía que el rey Agíada, mucho más activo e intervencionista que su colega Damarato, era el aliado que necesitaba en la inminente guerra contra los persas.

Porque Temístocles tenía la intención de que aquella guerra se hiciera a su manera. Y para eso había venido a Esparta como huésped de su amigo Pausanias.

—Mi sobrino cuenta cosas increíbles de ti, Temístocles —dijo Cleómenes—. ¿Es verdad que puedes recordar todos los nombres y las caras de las personas a las que conoces?

Temístocles miró de reojo a la hija del rey, que al lado de su padre parecía más menuda de lo que era. Debía de tener algo menos de veinte años, una edad a la que en Atenas ya estaría casada; por lo que le habían contado, las muchachas espartanas lo hacían a una edad algo más tardía. Aun así, Pausanias le había comentado que en Esparta se empezaban a hacer cábalas sobre quién se casaría con Gorgo. Era de todo el mundo sabido que su padre la quería tanto —o la consentía tanto, según las malas lenguas— que, como si fuera una Helena rediviva, le había prometido que ella misma podría elegir a su pretendiente.

Curiosamente, al contárselo Pausanias se había ruborizado, lo que en alguien pelirrojo y de tez tan blanca como la suya suponía encenderse como si lo alumbrara por dentro la mismísima Eos, «la aurora de rosados dedos».

Era obvio que al joven le atraía su prima. Temístocles no podía reprochárselo. Gorgo era guapa, sin ser una belleza exuberante; sobre todo, tenía algo especial en la mirada. Sus ojos transmitían inteligencia y también pasión, teñidas ambas de una extraña melancolía que la hacía parecer mayor de lo que era, como si arrastrara con ella las vidas y la sabiduría de incontables mujeres que habían vivido antes que ella. De haber sido un artista, Temístocles le habría pedido a Gorgo que le permitiera usar su rostro como modelo para representar a Atenea.

Y por alguna razón, esos ojos, que lo estaban mirando con una franqueza poco habitual en una mujer griega, le hicieron desear impresionarla.

—Puedo recordar muchas cosas —reconoció—. Si queréis ponerme a prueba con algo, estoy dispuesto.

—¡Padre, deja que ponga a prueba al extranjero! —pidió Gorgo, con un entusiasmo que le devolvió por un instante su verdadera edad.

—Ahora no es un extranjero —respondió Cleómenes—. Es un griego entre griegos, que ha venido a tratar conmigo la mejor forma de salvar la libertad de Grecia contra la amenaza persa. Pero ponlo a prueba, puesto que a él no le importa.

Gorgo tragó saliva y después, con las manos a la espalda en un gesto que involuntariamente realzaba sus pechos, empezó a recitar la lista de los reyes Agíadas. Lo hizo de carrerilla, aunque en un par de nombres se frenó un poco y desvió la mirada a la izquierda con un gesto que Temístocles había observado en muchas personas cuando trataban de invocar algo desde el fondo de su memoria.

—… y de León nació mi abuelo Anaxándridas, y de éste mi padre Cleómenes —concluyó la joven, casi sin aliento.

Temístocles, que había escuchado con toda atención, pensó si debía rizar el rizo para impresionar todavía más a sus anfitriones, y en particular a aquella joven de los ojos tristes y hermosos.

«Qué demonios, ¿por qué no?», se dijo y empezó a recitar la lista al revés.

—Tu padre Cleómenes nació de Anaxándridas, y éste de León, Euricrátidas, Anaxandro, Eurícrates, Polidoro, Alcámenes, Teleclo, Arquelao, Agesilao, Doriso, Labotas, Equéstrato, quien nació de Agis, que fue el que dio nombre a vuestra dinastía. Agis a su vez nació de Eurístenes, gemelo de Procles, antepasado de la dinastía Euripóntida. Tanto Eurístenes como Procles nacieron de Aristodemo, que nació de Aristómaco, éste de Cleodeo, éste de Hilo, y éste, por último, de Heracles.

Gorgo aplaudió entusiasmada.

—¿Veis? Ya os lo había dicho —comentó Pausanias mirando a Gorgo con una sonrisa radiante. A Temístocles le resultó curioso: era como si Pausanias quisiera impresionar a su prima no mediante un logro propio, sino de un amigo. Siempre observador, reparó en las miradas y gestos de ambos. Cada vez veía más palmario que Eros había clavado una de sus flechas en Pausanias, pero que, para su desgracia, Gorgo no lo iba a corresponder jamás.

Cleómenes, mirando de soslayo a Temístocles con los ojos entornados, le preguntó:

—¿Te has aprendido esa lista antes de venir aquí para impresionarme?

El ateniense se encogió de hombros.

—Si tengo que impresionarte para que escuches la propuesta que quiero hacerte y para que Atenas y Esparta traten con los persas con una sola voz, estoy dispuesto a aprenderme el censo de todos vuestros ciudadanos. ¿Sois muchos?

Cleómenes no dijo nada durante unos segundos. Después, soltó una enorme risotada y palmeó la espalda de Temístocles. Éste resistió como pudo aquel empellón que estuvo a punto de arrojarlo de bruces sobre la hierba.

—¡Por un momento he estado a punto de decírtelo, ateniense! —respondió Cleómenes—. Pero ése es un dato que los enemigos de Esparta estarían deseando conocer, y tú y yo todavía no nos hemos emborrachado juntos como para compartir esas intimidades.

Refiriéndose al misterio del que gustaban rodearse los espartanos, Clístenes, mentor de Temístocles, solía decir: «Esparta es el enigma de la Esfinge, envuelto en el velo brumoso de Afrodita y tapado por el yelmo de invisibilidad de Hades».

—Esparta y Atenas no son enemigas ahora, rey Cleómenes —sentenció Temístocles—. Yo no tengo el menor recato en decirte cuántos hoplitas podemos movilizar cuando llegue el momento de enfrentarnos juntos a los persas.

—No hace falta que me digas ese número, ateniense. Lo conozco perfectamente. Tengo ojos y oídos en todas partes, ¿lo sabías?

—No lo dudo, rey Cleómenes.

El rey puso ambas manos en los hombros de Temístocles y lo miró fijamente a los ojos. Después de un escrutinio que pareció durar una eternidad, se apartó de él diciendo:

—Ahora el protocolo exige que hable con mi colega Damarato, algo que me apetece tanto como que me saquen una muela. Pero más tarde, cuando caiga el sol y no haga tanto calor, tú y yo conversaremos. ¡Prometido!

Con esto, y con una última sonrisa de Gorgo, que Temístocles encontró sutil y encantadora, padre e hija se alejaron por el prado.

Temístocles se dio cuenta de que había estado conteniendo un escalofrío mientras sostenía la mirada de Cleómenes. Ciertamente, era un hombre inquietante. Cuando algo le interesaba, sus ojos se encendían como brasas y se clavaban en su interlocutor con una fijeza inusitada. Pero después, justo al despedirse de él, aquellos ojos se habían apagado, convirtiéndose en dos bolas opacas de obsidiana que no emitían ningún reflejo.

Era la mirada de un depredador, de alguien que evaluaba a las personas como objetos que podía utilizar o desechar. Temístocles sabía que él mismo podía ser así, pero no llegaba a tales extremos. Detrás de las pupilas de Cleómenes anidaba una inteligencia inhumana, mucho más fría que la suya.

Y, con todo, Temístocles tenía que arreglárselas para manipular a aquel hombre, alguien acostumbrado a manipular a los demás, y que además era el más poderoso de Grecia.

El ateniense se frotó las palmas de las manos en los antebrazos. Las tenía empapadas en sudor, y no se debía tan sólo al bochorno de la calima. Si no jugaba bien sus dados, era posible que no saliese vivo de Esparta. Pese a que en Atenas ostentaba la magistratura de arconte epónimo, lo que implicaba que tenía el honor de dar nombre a aquel año, su visita a Esparta no era oficial, ya que no se habían intercambiado heraldos ni embajadores entre ambas ciudades para prepararla. Él había venido como huésped particular de Pausanias, lo que significaba que su persona no era inviolable.

Y de inviolabilidad diplomática se trataba. De quebrantarla, por ser más precisos. Lo que significaba quebrantar también los preceptos de Zeus y de unas cuantas divinidades más.

«¿Por qué no dejan de sudarme las manos?», se preguntó, frotándose casi con rabia.

La respuesta era tan sencilla que no se la podía ocultar aunque lo intentara.

Tenía miedo.

El miedo, Fobos, era la emoción más natural e instintiva en los humanos. Pero en el caso de Temístocles no se trataba del miedo físico a morir, sino del temor al fracaso, a perder la vida sin dejar huella en el mundo. Ahora, pensando en lo que quería conseguir con aquella arriesgada visita a Esparta, el ateniense se repitió la frase que siempre le servía de arenga en tales casos.

«Haré cosas grandes. Haré cosas grandes y les demostraré a todos quién soy».

 

 

 

Si Temístocles se había sentido impresionado por la presencia intimidante de Cleómenes, a ojos de Pausanias lo había sabido disimular. El joven se sentía muy satisfecho de la exhibición memorística de su amigo y de la seguridad con la que se había dirigido a su tío.

Una seguridad que él mismo, su único sobrino, seguía sin sentir después de tantos años de tratar con él.

Temístocles se quedó un rato pensativo acariciándose la barba, que llevaba perfectamente recortada y subrayaba unos rasgos morenos y afilados que podrían haber pasado por fenicios. Después sorprendió a Pausanias preguntándole de sopetón:

—Dicen que tu tío es un gran general. ¿Es eso cierto?

—Si por general entiendes aquel que gana batallas…

—¿Y qué quieres que entienda si no?

Pausanias miró a ambos lados. Había demasiada gente cerca, hablando en corros, bebiendo vino y disfrutando de los pinchos de carne de los sacrificios. Buscando discreción, se llevó a Temístocles a una zona algo más apartada, a pleno sol. Guiñando los ojos por la luz, que con aquellas pestañas tan claras le molestaba bastante, le explicó:

—Mi tío no respeta nada que no sea su propia voluntad. Le dan igual las normas humanas o las leyes divinas. Ni tan siquiera respeta su propia palabra.

—Hasta ahí, no me has contestado —dijo Temístocles, sin alterar el gesto—. ¿Es buen general o no? ¿Nos puede hacer ganar la guerra contra los persas?

Pausanias resopló, inseguro.

—Si te parece que un hombre sin escrúpulos puede ser buen general…

Temístocles soltó una carcajada.

—Ése es precisamente mi tipo de general.

—¿Conoces la historia de la batalla de Sepea?

—Alguna noticia nos llegó a Atenas en su momento.

—Yo estuve allí, con mi tío. —Pausanias hizo un gesto para alejar el mal—. Vi sus triquiñuelas, sus engaños… Todo.

—Cuéntame. Pero hazlo mientras vamos hacia allá. —Temístocles señaló un pequeño soto cerca del río, en una zona alejada de las celebraciones—. Si seguimos al sol, te vas a poner tan rojo que no se va a notar dónde acaba la túnica y dónde empieza la piel.

Mientras caminaban hacia la arboleda, Pausanias le habló de aquella batalla, que se había librado dos años antes entre los espartanos y sus enemigos ancestrales, los argivos.

—Tras unas primeras escaramuzas, con los dos ejércitos formados a poca distancia uno frente a otro, mi tío envió a dos heraldos Taltibíadas para que pactaran una tregua de siete días con los de Argos. Su propuesta era reunirse con los gobernantes argivos durante la tregua para llegar a un acuerdo.

—Y ellos aceptaron.

—Así fue. Pero tres noches después, al empezar la tercera guardia, mi tío ordenó despertar a todo el mundo y formar en silencio para lanzar un ataque. Cuando le pregunté si le parecía bien romper una tregua de aquella manera, ¿sabes qué me contestó?

—Dímelo tú.

—«Donde no llegue la piel de león, un parche de piel de zorro viene muy bien».

Temístocles soltó una carcajada. Ya habían llegado a la sombra de los alisos y se sentaron sobre un tronco caído y cubierto de liquen.

—¡Tu tío es un auténtico sabio! A partir de ahora, me apropio de ese refrán.

Pausanias recordaba perfectamente la conversación que había mantenido con su tío. Mientras los soldados desayunaban a oscuras y se aprestaban a empuñar las armas, Cleómenes se había agachado para agarrar con sus manazas una piedra que no pesaría menos de ciento cincuenta kilos y, usando al mismo tiempo las piernas y los riñones, la había levantado del suelo.

—¿Ves? Puedo hacerlo —le dijo a Pausanias con un gruñido y después la soltó de golpe, tan cerca que faltó una pulgada para que se machacara los dedos de los pies—. Pero que sea capaz no significa que me apetezca levantar esta roca todos los días.

—No entiendo el símil, tío.

—Del mismo modo que yo puedo alzar en vilo esta piedra, los espartanos podemos derrotar a cualquier ejército del mundo, por preparado que esté. Pero si engañamos al adversario para pillarlo por sorpresa, empleamos menos esfuerzo y perdemos menos hombres. Y esos recursos nos son imprescindibles: fuerza y soldados. ¿Comprendes por qué?

Pausanias había asentido.

—Por los ilotas.

—Así es, Pausanias. No olvides cuán pocos somos nosotros y cuánto nos odian los ilotas. Nos comerían crudos, pero incluso nuestros supuestos aliados periecos nos devorarían como cuervos carroñeros si olfatearan nuestra debilidad. Por eso debemos ahorrar nuestras fuerzas y mantener a todos aterrorizados con nuestra reputación de invencibles.

El cielo apenas empezaba a agrisarse cuando los espartanos cargaron contra los argivos. Éstos, desprevenidos y confiados en la tregua que habían jurado poniendo a los dioses por testigos, apenas tuvieron tiempo de organizar las filas. El ala derecha, donde se desplegaban las tropas más disciplinadas, aguantó la acometida durante un tiempo. El resto, sin esperar tan siquiera a la primera embestida, se dio a la desbandada en dirección a Argos, que no distaba mucho del campo de batalla.

—Los argivos del flanco derecho tampoco resistieron demasiado —explicó Pausanias—. Cuando quisieron huir, les teníamos cortada la retirada a su ciudad. No les quedó más remedio que refugiarse en un encinar sagrado que estaba consagrado a Argos Panoptes, el vigilante de los cien ojos.

—Esa historia del bosque sí la he oído, pero me han contado versiones contradictorias. ¿Qué ocurrió?

—Entre hoplitas y acompañantes, se refugiaron allí seis mil hombres. En un bosque sagrado como ése, que rodea a un santuario, no se pueden cortar ni siquiera ramas para hacer fuego. Incluso las que caen al suelo las dejan allí, consagradas a Argos. Así que nosotros no nos atrevíamos a profanarlo entrando en él para perseguir a nuestros enemigos.

—Sospecho que «ese vosotros» no abarcaba a todo el mundo…

Pausanias asintió.

—Sospechas bien. Los espartanos somos muy religiosos, pero mi tío es una excepción, pese a que como rey tiene que sacrificar en nombre de la ciudad y es sacerdote de Zeus Lacedemón.

»Primero intentó hacer salir a los argivos prometiéndoles impunidad, siempre con juramentos, y conforme salían los hacía asesinar. Cuando ya habían muerto más de cincuenta, los que estaban en el encinar se dieron cuenta y se negaron a salir.

Temístocles movió la cabeza a un lado, en gesto apreciativo.

—No está mal. A esas alturas tu tío había violado una tregua y unos juramentos de inmunidad. Ni el propio Sísifo respetó menos a los dioses.

—Pues todavía quedaba lo peor. Como veía que era imposible hacer salir con promesas a los argivos refugiados entre los árboles, Cleómenes ordenó a los ilotas que nos acompañaban que prendieran fuego al bosque. El adivino Megistias le advirtió de que Esparta pagaría cara aquella tropelía.

Mientras se lo contaba a su amigo, Pausanias entornó los ojos, recordando.

 

—Quiero que vayas al otro extremo del bosque y des la orden de prenderlo.

—Pero, tío, se han acogido a sagrado. ¡Los dioses nos castigarán!

Cleómenes le agarró del brazo y sus dedos de bronce le apretaron hasta dejarle marcas.

—Que se jodan los dioses.

—Pero, tío…

—Por mí los pueden sodomizar a todos en fila: a los olímpicos, los de las aguas saladas y los del Hades. ¡Tú haz lo que te digo y prende fuego a ese puto bosque!

 

La escena que presenció a continuación no dejaba de repetirse en sus sueños. Cuando en días como el de hoy se sacrificaban víctimas en los altares, el olor a carne chamuscada le recordaba cómo el bosque de Argos se había convertido en un infierno rugiente del que salían huyendo los argivos, con las ropas y los cabellos en llamas, para ser masacrados por los soldados y los ilotas que rodeaban el bosque. La mayoría de los enemigos, no obstante, perecieron abrasados o asfixiados entre las encinas, mezclando sus cenizas con las de los árboles sagrados.

Pero todos esos detalles Pausanias prefirió omitirlos. Simplemente resumió:

—Allí murieron seis mil argivos. Pero mi tío no se quedó contento con ello, sino que nos hizo marchar al templo de Hera, el santuario más importante de los argivos, para hacer un sacrificio a la vista de las murallas de Argos.

—Si no fuera un símil vulgar —comentó Temístocles—, diría que eso es como arrancarle a alguien un ojo y orinar en el hueco.

—Algo así. Un sacerdote del templo se lo quiso impedir, porque los extranjeros no pueden ofrecer sacrificios allí. Pero mi tío hizo que lo azotaran allí mismo y ofreció el sacrificio en persona.

Temístocles contó con los dedos.

—Uno, dos, tres, cuatro sacrilegios en una sola campaña. Y el caso es que tu tío parece gozar de la salud de un roble.

—No te burles de los dioses, Temístocles.

—No lo hago, sólo constato un hecho. ¿Qué ocurrió luego?

—Después de humillar a los argivos en su propio santuario, regresamos por fin a Esparta. Desde entonces, los de Argos no han levantado cabeza.

—Lo que explica que hayan entregado a Darío el agua y la tierra que les pide.

—¿El agua y la tierra? ¿Qué quieres decir?

Temístocles palmeó el muslo de su amigo y se levantó.

—Tengo entendido que acaba de llegar una embajada persa.

—Así es.

—En ese caso, pronto sabrás qué significan el agua y la tierra. Pero, si tu tío sigue siendo la clase de persona que me has descrito, creo que los embajadores de Darío se van a llevar una sorpresa.

 

 

 

—Venga, vamos a ver las pruebas de lucha. ¡Todavía nos da tiempo a ver la final! —exclamó Nabis, tironeando del brazo de Perseo.

Llevaban así toda la mañana, con Nabis arrastrándolo de una a otra competición.

—Yo creo que tú habrías ganado la carrera de sobra —le dijo a Perseo, mientras lo llevaba al vallado donde se celebraba el pugilato—. Es una pena que no participes. ¿Por qué nunca te animas?

—Ya sabes la cara que pondría padre. —Perseo apretó los labios entre los dientes y enronqueció la voz—. «Un rey ha de estar por encima de todo, incluso de los ganadores».

Nabis se rio. Él no tenía que apretar los labios, pues los tenía tan finos como su padre, y con la pubertad la voz se le había empezado a quebrar como la de un cuervo. Era la viva imagen física de Damarato, pero al menos se reía y hacía bromas.

No por primera vez, Perseo se preguntó si, de joven, su padre habría sido alguien divertido, que reía y bromeaba con sus amigos. Si es que los tenía.

«A lo mejor, antes de casarse con madre lo era», se respondió Perseo. Era algo que sólo se atrevía a comentar con su abuela Ferenice, que nunca había soportado a su nuera Pércalo.

Siempre seguidos por los dos guardias, llegaron a las skámnai, los rectángulos de arena delimitados por estaquillas donde los contendientes de las diversas edades se enfrentaban entre sí. Nabis señaló al cuadrilátero en el que se iba a librar el combate final de los jóvenes de dieciocho años.

—Mira. Ése es Gerión.

Su hermano le había hablado mucho de él, pero Perseo no lo había visto hasta entonces. De haberlo hecho, no lo habría olvidado. Su verdadero nombre era Posidonio; lo apodaban Gerión por el gigante de tres cuerpos al que Heracles mató en su antepenúltimo trabajo.

Perseo, que no era precisamente bajo, calculó que aquel muchacho le sacaba casi una cabeza. Entre aquellos hombros macizos como yunques habrían cabido tres torsos humanos normales.

—¿No te animas a combatir con él? —preguntó Nabis.

Perseo miró a su hermano para saber si se estaba burlando de él. Parecía hablar en serio.

—¿Tú crees que tendría alguna posibilidad?

—Gerión no es el tipo más ágil del batallón. Podrías darle vueltas hasta cansarlo. ¿No fue así como perdió Milón su último combate?

Nabis se refería a Milón, el luchador de Crotona que se había convertido en una leyenda para todos los griegos. Había vencido seis veces en la prueba de lucha de las Olimpiadas: una como niño y cinco como adulto. En la séptima ocasión, ya muy veterano, un rival lo había derrotado por puro agotamiento.

Curiosamente, un anciano espectador estaba comentando que el joven Gerión le recordaba a Milón, al que había visto conquistar sus dos últimas victorias en Olimpia.

—Cuando termine de crecer, será incluso más grande que Milón —dijo.

—Eso es imposible —le rebatió otro compañero de su misma edad—. ¡Milón era capaz de llevar un toro sobre sus espaldas, asarlo en una parrilla y comérselo de una sola sentada!

—¡Te digo yo que este muchacho va a ser más grande que él!

—¿No será que como estás encogiendo como la mojama ahora todo te parece más grande que antes?

Ya untado de aceite y embadurnado de una fina capa de arena, Gerión se volvió hacia los compañeros de Pitana que lo jaleaban y levantó los brazos sobre la cabeza. Sus bíceps parecían dos calabazas y por debajo de las axilas sus dorsales se desplegaron como la cola de un pavo real.

Por un momento, Perseo se sintió tentado de quitarse la túnica, saltar la cuerda que delimitaba la arena de la skámna y pelear contra aquel titán. A mayor rival, mayor gloria. Después, se palpó su propio brazo, duro como madera de tejo, y tan ancho que incluso con sus grandes manos no terminaba de rodearlo. Pero para abarcar el brazo de Gerión le habrían hecho falta hasta tres manos.

Meneó la cabeza y le dijo a su hermano:

—Si alguna vez peleo con ese buey, será en el pugilato o con lanza y escudo. En la lucha suele ganar el más grande y pesado. Y prefiero que esos brazos no me estrujen las costillas.

—O sea, que le tienes miedo —concluyó Nabis—. No te dé vergüenza, puedes reconocerlo. Todo el mundo le tiene miedo a Gerión.

Perseo pensó en ello. ¿Miedo? No era la palabra adecuada. Fénix le había hablado sobre ello cuando empezó a adiestrarlo.

—Observa a los animales. Cuando se ven amenazados reaccionan de diversas formas, según los dones que en su momento les haya repartido Prometeo. Verás que el león, con su fuerza y sus garras, ataca. La liebre, con sus poderosas patas traseras, huye. Y la tortuga, con su caparazón inexpugnable, se esconde. Entre los humanos los hay leones, liebres y tortugas. ¿Cuál prefieres ser tú, Perseo?

—¡Yo quiero ser un león! —había contestado él.

Su respuesta había sido instintiva. Había algo en él que le imposibilitaba huir o esconderse: la única respuesta que le parecía natural era atacar.

—Miedo, no —respondió—. Respeto.

—Ya. Y no es lo mismo —dijo su hermano, poco convencido.

—Si compitiera contra él en el pentatlón, le vencería en cuatro de las cinco pruebas. Es absurdo que me enfrente contra él en la única en la que puedo perder.

Uno de los dos ancianos que habían estado discutiendo sobre las proezas de Milón de Crotona se acercó a Perseo y le tocó suavemente en el hombro con el puño del bastón.

—Perdóname, hijo de Damarato.

Perseo se volvió hacia él, inclinando la barbilla desde su mayor altura en señal de respeto por su edad.

—Antes has dicho que en la lucha suele ganar el más fuerte y pesado. Mira hacia allí.

Siguiendo la dirección que le marcaba el bastón del anciano, Perseo observó una skámna algo más alejada. Allí estaban luchando dos muchachos que debían de tener once o doce años. A esa edad, según el grado de desarrollo de cada chico, las diferencias de tamaño podían resultar aún más exageradas. En aquel caso lo eran: uno de los dos contrincantes le sacaba al otro casi dos cabezas y su cuerpo era más corpulento en proporción.

Sin embargo, el muchacho de menor tamaño se las había arreglado para colgarse de la espalda del otro y lo tenía agarrado con una llave que Perseo nunca había visto utilizar. Le había rodeado el cuello con el antebrazo derecho y le estaba apretando la garganta. Para evitar que su rival pudiera soltarse, había enganchado la mano derecha en el bíceps del brazo izquierdo, cuya mano, a su vez, estaba apoyada y haciendo presión en la nuca del otro chaval. De esa forma, comprendió Perseo, los dos brazos estaban enlazados y haciendo fuerza al mismo tiempo como eslabones de una cadena casi imposible de separar.

El muchacho más grande se sacudía a un lado y otro para librarse de su rival, pero cada vez lo hacía con más lentitud y desmaña. Finalmente, sus brazos cayeron flácidos a los costados, las rodillas se le doblaron y se desplomó de bruces sobre la arena, con el otro chico todavía colgado a su espalda.

—¡Suéltalo ya, lo vas a matar! —gritó uno de los jueces, golpeando al muchacho más pequeño con el bastón.

Mientras el chico de mayor tamaño seguía tendido en el suelo, inconsciente, los dos jueces debatían entre sí si aquella maniobra era legal o no. Perseo observaba con interés, pues Fénix no le había enseñado ese truco para dejar fuera de combate a un rival, y pensó que podía resultar muy útil.

Antes de que llegara a saber la decisión de los jueces, Nabis le agarró del brazo y tiró de él para darle la vuelta.

—Atiende ahí, te vas a perder el combate de Gerión.

Los dos árbitros de la final habían levantado ya sus varas para pedir silencio. El rival de Gerión se acercó al centro de la skámna.

—¡Alceo! —corearon sus compañeros del batallón de Cinosura, agitando los pañuelos azules—. ¡Ánimo, Alceo! ¡Tú puedes con ese oso!

—Lo dudo mucho —musitó Perseo.

El tal Alceo era casi tan alto como el propio Perseo y exhibía una musculatura perfectamente definida. Pero Gerión prácticamente lo doblaba en peso. Parte de dicho peso consistía en grasa, que borraba las líneas de sus abdominales; sin embargo, era evidente que debajo de ella se ocultaba una masa muscular que habría rivalizado con la de un toro.

Los árbitros bajaron las varas y golpearon el suelo dos veces. Era la señal para empezar. Gerión se adelantó hacia su adversario, que se agachó por debajo de sus brazos y pasó a su espalda con la agilidad de una comadreja. Una vez allí, rodeó la cintura de Gerión entrelazando los dedos sobre su ombligo y trató de moverlo. El joven de Pitana soltó una carcajada, tomó aire e hinchó el abdomen como una pelota monstruosa, hasta que su rival no tuvo más remedio que abrir los dedos.

El combate siguió así durante un rato, con Alceo agachándose y rodeando a Gerión para evitar que lo aferrara en una presa. Así se las arregló para eludir cinco ataques y para lanzar varios intentos de llave que cosecharon tanto éxito como si hubiera intentado derribar a cabezazos las columnas de mármol del santuario de Menelao.

A su sexta arremetida, Gerión consiguió plantar sus zarpas en los codos de su adversario y tiró de él para derribarlo, haciéndolo chocar de cabeza contra su enorme pecho. Eso provocó que el cuello de Alceo se doblara hacia atrás. Gerión le agarró la cabeza y le dio la vuelta para abatirlo, pues necesitaba que su contrincante cayera de espaldas en la arena para puntuar. Lo hizo con una fuerza terrible, y en ese momento se oyó un fuerte crujido, como si alguien hubiera pisado una rama seca.

Alceo se desplomó como un guiñapo. Gerión retrocedió un par de pasos. Los árbitros se acercaron al joven de Cinosura y le ordenaron que se levantara, ya que tenía que caer tres veces en total para perder el combate.

—No se va a levantar —murmuró Perseo.

Pasado un rato, al ver que Alceo no reaccionaba, los árbitros dieron por ganador a Gerión. Sus compañeros saltaron por encima del cordel que delimitaba la arena para felicitarlo. Entre ellos Nabis, que se estrechó contra aquel enorme tórax rebozado de aceite, sudor y arena tratando de abarcarlo en un abrazo. De nuevo, como había hecho Nicanor en la carrera, el vencedor se dejó agasajar por Nabis, sin demasiado entusiasmo, mientras levantaba los brazos y proclamaba como heraldo de sí mismo:

—¡No hay nadie más fuerte que Gerión!

Perseo también pasó el cordel, pero él lo hizo para aproximarse al joven caído. Los árbitros estaban reclamándole que se pusiera en pie, ya que había que dejar libre la arena para la siguiente prueba.

Alceo tenía los ojos abiertos, pero parecía no ver a nadie.

—¡No puedo moverme! ¡No puedo moverme!

Perseo, que había oído aquel chasquido, sospechó que el muchacho se había partido el espinazo. En su carrera de mercenario, Fénix había visto todo tipo de heridas y lesiones, y le había explicado que cuando el cuello se doblaba hacia atrás —por ejemplo, por mirar hacia arriba al trepar al asalto de una muralla— resultaba mucho más vulnerable. Eso le había ocurrido a Alceo al chocar contra la pared humana que era Gerión: había doblado el cuello, y seguramente sus vértebras no habían resistido la salvaje torsión a la que las había sometido el coloso.

Fénix había añadido una lúgubre descripción de los efectos de una lesión así. Cuando alguien se rompía la columna a media espalda, se quedaba paralítico de cintura para abajo; pero si se partía el cuello y no moría directamente, quedaba convertido para el resto de su vida en una cabeza pegada a un cuerpo inerte.

—No tengas miedo —le tranquilizó Perseo, poniendo la mano en el hombro de Alceo, que tenía los ojos anegados de lágrimas—. Has combatido bien contra un rival al que no podías vencer. Pero no te has rendido.

Alceo, que debió de reconocer a Perseo como heredero del trono, dijo:

—¡No siento nada, señor! ¡No siento nada!

Perseo hizo una seña a los compañeros de batallón de Alceo. Entre tres de ellos lo levantaron en brazos, cuidando de doblarle el cuerpo lo menos posible, y se lo llevaron de allí. Alceo lloraba aterrorizado, y sus sollozos se convirtieron en unos aullidos escalofriantes. Sus padres, que habían venido a presenciar el combate, salieron corriendo detrás del grupo que se lo llevaba.

Mientras unos operarios entraban con picos y removían y ablandaban la arena para el salto de longitud, una mujer que estaba en un corrillo dijo lo bastante alto para que se la oyera:

—¡Si fuera mi hijo, preferiría que muriera y se quedara en silencio para siempre antes que oírlo llorar de esa forma!

Algunas mujeres asintieron y las demás callaron. Perseo pensó que, si Alceo se había partido el cuello de verdad, era casi mejor que hubiese muerto. Y después se preguntó si su madre, la Belleza de Hielo, opinaría algo parecido a lo que había dicho aquella mujer.

Sus ojos la buscaron. Estaba a unos treinta pasos de allí, charlando con su abuela, lo cual era ya lo bastante inusitado para llamarle la atención. Pero, además, se había unido a la conversación Gorgo, la hija de Cleómenes. ¿Qué podían tener en común aquellas tres mujeres?

 

 

 

Gorgo también había pasado un rato contemplando las pruebas con tanta envidia como el propio Perseo. Hasta un par de años antes había participado en las carreras con otras doncellas. Más de una vez había ganado, aunque tenía la sospecha de que las demás se dejaban adelantar por ser ella hija de un rey; y no de cualquiera, sino de Cleómenes, del que algunos afirmaban —y los comentarios le habían llegado a su hija— que era lo más parecido a un tirano que había conocido Esparta en toda su historia.

Precisamente era su padre quien le había prohibido volver a participar.

—¿Por qué las demás sí pueden y yo no?

—Eres mi hija —le había respondido él—. Si ganas, no conseguirás más honor del que ya te acompaña por ser la hija de un rey. Si pierdes, nos dejarás en mal lugar a los dos.

Su fiel criada Crino, una laconia alta y cuadrada, tan robusta y contundente como cualquier guerrero, tenía otra explicación.

—Tus pechos han crecido, señora.

No añadió «mucho», pero la joven lo sobreentendió, pues Crino tenía un tórax más bien hombruno, mientras que los senos de Gorgo, aunque firmes, se veían más voluminosos de lo que correspondía al resto de su cuerpo. Desde hacía un tiempo era consciente, a veces de forma dolorosa, de cómo se movían al caminar y, sobre todo, al correr.

—No estaría bien que todos esos forasteros que vienen a olisquear a nuestras mujeres en las fiestas se pongan en celo viendo cómo se bambolean los pechos de la hija del rey —había concluido Crino.

Era bien sabido que los varones de otras ciudades griegas albergaban la calenturienta fantasía de que las jóvenes de Esparta practicaban gimnasia desnudas delante de los hombres. Sin embargo, aunque no llegaban a tanto, sí era cierto que hacían ejercicio con ropas ligeras que les permitían moverse con libertad y que exhibían las piernas por encima de las rodillas. Muchas de ellas se ponían túnicas prendidas únicamente al hombro izquierdo, por lo que a veces, en un movimiento brusco, un pecho asomaba más de lo debido.

En la última carrera femenina, unos veinte metros antes de llegar a la meta, le sucedió así a Teleutia, la prima de Gorgo. La túnica le resbaló, pero ella siguió corriendo sin inmutarse y durante un rato regaló a los espectadores la visión de uno de sus senos. Aunque llegó segunda, la involuntaria exhibición le granjeó más aplausos que a la muchacha que alcanzó la meta en primer lugar.

—Observa cómo mira el ateniense que está con tu primo Pausanias. ¿Qué crees que irá contando de nosotras las espartanas cuando vuelva a su ciudad?

Gorgo se volvió. Con el alboroto de la carrera, no había oído acercarse a Ferenice, la madre del rey Damarato. Pasaba ya de los sesenta años, pero seguía conservando una belleza que parecía emanar de los huesos como un fluido mágico y suavizar las arrugas de la piel. Además, los ojos le brillaban con una chispa que ya se había borrado en mujeres mucho más jóvenes que ella.

Ferenice saludó a Gorgo como solía, plantándole dos sonoros besos en las mejillas y apretándole los hombros con fuerza. La relación que existía entre ambas desde el día en que se conocieron junto al plátano de Helena era peculiar, considerando que pertenecían a las dos dinastías rivales. Se veían poco, prácticamente sólo en rituales públicos donde a ambas familias reales no les quedaba más remedio que coincidir. Pero mientras que los reyes se limitaban a cruzar las palabras mínimas que exigía el protocolo, y aun ésas a veces derivaban en agrias discusiones, Gorgo y Ferenice siempre conversaban con gusto.

Gorgo sospechaba que Ferenice veía en ella a la hija o la nieta que no había tenido. A ella misma le habría encantado que Ferenice fuese su abuela, o incluso la madre a la que no recordaba. Las dos se quedaron mirando a Temístocles, que paseaba con Pausanias y no dejaba de hacerle preguntas y señalarlo todo.

—Ahí está el ateniense —comentó Ferenice—. Vino ayer por la tarde a presentarle respetos a mi hijo, aunque sospecho que los negocios que se trae tienen más que ver con tu padre. Un hombre muy amable. Nos ha traído regalos a todos.

—¿Qué te ha regalado a ti, señora?

—Una lira de Mitilene. No es que toque mucha música últimamente, eso es cosa de jóvenes como tú. Creo que ha acertado más con mi nuera. Le ha traído un espejo de tocador con el pie tallado en forma de Afrodita desnuda. Aunque una figura de Narciso habría resultado todavía más adecuada.

Gorgo sonrió ante la malicia de Ferenice. Después, pensando en la imagen de Afrodita sin ropa, sintió un calor interno que hizo que deseara hablar de los asuntos de la diosa del amor.

—Ven, querida —le dijo Ferenice, agarrándola del codo—. Busquemos asiento y algo de sombra. Soy muy mayor para pasar tantas horas de pie al sol.

Entraron en un pequeño cenador delimitado por setos y cubierto por un emparrado que se sostenía sobre una armazón de bronce. En el centro había una fuente y, alrededor, varios bancos de piedra. Ferenice se sentó en el que más sombra recibía y Gorgo hizo lo propio. En otro banco algo más alejado, un hombre de unos treinta años, con una barba poblada y negra, conversaba con un muchacho que no llegaría a los quince. Hablaban en susurros, pero parecía que el hombre mayor estaba enfadado. Gorgo pensó que debían de ser erastés y erómenos, amante y amado.

Pensar en las extrañas costumbres masculinas la llevó de nuevo a la conversación que había empezado con Ferenice sobre las mujeres espartanas.

—¿Y qué crees tú que dirá ese Temístocles de nosotras cuando vuelva a Atenas?

—Supongo que dirá que somos unas desvergonzadas, que enseñamos los muslos y los pechos y que somos las que mandamos en la ciudad. Los atenienses están acostumbrados a mujeres dóciles como ovejas, que se encierran en casa, se envuelven en túnicas hasta los tobillos y dicen que sí a todo a sus maridos.

—¿De verdad hacen eso? —preguntó Gorgo, que encontraba muy difícil decir que sí a todo incluso cuando trataba con su padre.

—¿Sabes cuál es la razón por la que ésta es la primera ciudad de Grecia? —contestó Ferenice, bajando la voz como si contara un secreto. En el otro banco de piedra, el hombre adulto y el efebo se levantaron y salieron del emparrado. Tal vez querían más intimidad, o habían roto su relación.

—No sé. ¿Que descendemos de la sangre de Heracles? —respondió Gorgo.

—No.

—Nuestra estirpe doria.

—Tampoco.

—¿Cuál es, entonces?

—Nosotras. Nosotras somos el secreto, Gorgo. Somos las únicas que parimos hombres de verdad. ¿Y sabes por qué?

Gorgo meneó la cabeza.

—Porque nuestras doncellas se crían libres, sanas y fuertes, se ejercitan en el campo y nadan en el río, y se alimentan bien, con carnes y pescados como los chicos. En cambio, a las atenienses, las corintias y otras griegas las encierran bajo techo y las ceban a fuerza de panes y pasteles para que se les reblandezcan las carnes.

»Además, cuando nuestros jóvenes os contemplan entrenando con ropas ligeras al alcance de su vista y no de sus manos, se sienten enardecidos de deseo. Así, cuando llega el momento de unirse en el lecho, una unión tanto tiempo esperada entre especímenes tan soberbios produce los retoños fuertes y saludables que garantizan el futuro de Esparta. —Ferenice hizo una pausa y añadió—: Vaya, querida, te has puesto colorada. ¿Eres demasiado joven para hablar de estas cosas?

—No sé —contestó Gorgo. En realidad, se había ruborizado porque ella ya se había unido, aunque fuera lejos del lecho, con un espécimen soberbio; y lejos de calmar sus ardores, cada vez que repetía aquel acto su cuerpo se encendía más.

—Por los dos dioses, madre, ¿qué le has dicho a la hija de Cleómenes que la has abochornado tanto?

 

Ambas se volvieron hacia la recién llegada. Era Pércalo, la esposa del rey Damarato. Tenía el cabello muy rubio, efecto que procuraba reforzar con una redecilla de hilos de oro y una túnica azafranada, y su piel era tan blanca que a Gorgo le recordaba el epíteto homérico de Hera, leukólenos, «la de níveos brazos». Para evitar que se quemara, la acompañaba en todo momento un criado con un parasol. Aquel sirviente se había quedado fuera de la sombra del cenador, sin poder cubrirse a sí mismo. Junto a él, otro criado llevaba en una mano una jarra, que usó para escanciar vino en la copa de plata de la reina antes de que ésta se reuniera con las otras dos mujeres bajo la sombra de las parras.

—No hablábamos de nada especial, querida —respondió Ferenice. No hizo amago de levantarse, ni Pércalo de inclinarse para besarla—: No es bochorno lo de la joven Gorgo, sino rubor natural, señal de sangre caliente y buena salud. En cambio, a ti se te ve un poco pálida. Creo que deberías dejar que los rayos de Febo te acaricien un poco más. Nunca es malo recibir caricias en la piel.

—Pues yo venía a decirte que te veo muy bien, madre —dijo Pércalo, sentándose en otro banco que hacía ángulo con el de ellas, tan cerca de Gorgo que sus piernas casi se rozaban—. La odiosa vejez apenas ha estropeado tu belleza.

—Oh, la odiosa vejez nos llega a todos por igual. Salvo a las personas amadas por los dioses, que mueren sin llegar a conocer la decrepitud. A lo mejor tú tienes la suerte de evitarla.

Gorgo observaba el intercambio de pullas, un tanto violenta por la situación. Ferenice y Pércalo, que por lo que a ella le constaba apenas se veían en palacio, se miraban sin abandonar la sonrisa. Pero la de la reina se quedaba en los labios sin dar calor a sus ojos, tan fríos como la nieve azulada del Taigeto, mientras que la de Ferenice le subía por toda la cara hasta iluminarle las pupilas y arrugarle las comisuras de los párpados.

—Prefiero hacer el sacrificio de envejecer, madre —repuso Pércalo—. Todavía tengo unos hijos por los que velar. Sobre todo, cuando no estés tú.

Ambas volvieron la mirada al mismo tiempo. A través del hueco entre dos setos por el que habían entrado se veía parte del grupo donde Perseo y su padre conversaban con Cleómenes. Gorgo pensó que seguramente ambos reyes no se estaban lanzando dardos tan envenenados como aquellas dos mujeres. «¡Y eso que son de la misma familia!», se dijo.

—Qué afortunada eres —admitió Ferenice—. Gracias a tus desvelos, has criado dos espléndidos mozos.

—Lo son. Puedo jurarte que no hay madre más orgullosa en toda Esparta que yo —respondió la reina, apurando el cáliz de plata. Su copero se apresuró a servirle más vino.

«No se puede decir con más frialdad», pensó Gorgo, que sabía algo más de lo que estaba dispuesta a confesar sobre la relación entre Pércalo y sus hijos.

—Y, sin embargo, ni las noches en blanco ni la trabajera que dan los niños han estropeado ni tu rostro ni tu figura —remató Ferenice.

Pércalo se volvió hacia Gorgo y le acarició el dorso de la mano. Tenía las uñas perfectamente pintadas y muy largas, incluso para una señora espartana a la que sus ilotas libraban de toda tarea penosa.

—¿Cuándo te casas, querida? ¿Estás ya comprometida?

—Todavía no —respondió Gorgo, arrugando la nariz sin querer por el olor a vino en el aliento de Pércalo. «Debería estar acostumbrada», se dijo, pensando en su propio padre, tan amante del jugo de Dioniso.

—Es hora de que eches una mano a tu padre a engendrar un heredero para los Agíadas, ¿no crees? Yo ya cumplí mi parte con los Euripóntidas.

Gorgo miró de reojo al corrillo que rodeaba a ambos reyes y al momento apartó los ojos.

—Ahora eres tú quien está haciendo sonrojar a la joven Gorgo —dijo Ferenice—. Todavía es doncella.

Eso ruborizó incluso más a Gorgo, que se llevó la mano a la boca como si quisiera evitar que huyeran de ella palabras indiscretas. «Sé perfectamente de lo que habláis», querría haber dicho.

—Doncella puede ser, pero mojigata no, ¿verdad, querida? —Las uñas volvieron a rozarle la piel y Gorgo sintió un escalofrío—. ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete, señora.

—Si fueras corintia o ateniense, ya tendrías dos críos a tu edad.

—Pero es espartana —replicó Ferenice.

—Sí, nosotras solemos casarnos y ser madres más tarde que el resto de las griegas.

Pércalo se calló un instante, como si se le hubiera ocurrido algo, y volvió a beber. Gorgo siguió la línea de su mirada.

Los reyes se estaban despidiendo, y no daba la impresión de que fuese de forma amigable. No la sorprendió demasiado. Había que escuchar los comentarios venenosos que su padre hacía sobre Damarato en privado, y a veces delante de otras personas. Sin embargo, cuando llegaban festivales como las Jacintias, Cleómenes se las arreglaba para volverse todo sonrisas, palmadas e incluso abrazos. Así que algo debía de haberle contrariado ahora para que se alejara de Damarato con aquel gesto tan agrio.

—Es una pena cómo pasan los años —comentó Pércalo—. Aunque tenga sus desavenencias con mi esposo, tu padre ha sido un gran hombre.

—¡Todavía lo es! —saltó Gorgo.

—Lo es, claro. Juventud de alondra, vejez de águila. Aun así, se le nota cansado. Antes tenía los hombros más rectos, más altos.

—Todos teníamos los hombros más rectos antes —dijo Ferenice.

Gorgo empezaba a sentirse enojada. No entendía el juego de Pércalo.

—Te agradezco tu interés por nuestro linaje, señora…

—No pretendo inmiscuirme en los asuntos de vuestra familia, querida. Es sólo interés por Esparta.

—… pero nuestra dinastía está bien segura. Incluso en caso de que mi padre falleciera. —Al decir esto, hizo un gesto para alejar el mal, que Ferenice imitó.

—¡Los dioses no lo quieran! —exclamó Pércalo, realizando el mismo gesto con desgana—. ¿Quién es el siguiente en la sucesión de tu familia? Leónidas, ¿no es así? No es ningún mozo. ¿Qué tiene, cincuenta y tantos años?

—Cuarenta y ocho —respondió Gorgo—. Y todo el mundo dice que aparenta menos edad.

—Como tengáis que esperar a que tu tío Leónidas engendre un hijo…

—Nunca es tarde para eso —intervino Ferenice, levantándose también y alisándose la túnica—. La simiente de los hombres es muy duradera.

—Pero para que germine hay que plantarla en una mujer. No vale cualquier campo, por mucho que se parezca a…

Ferenice la interrumpió.

—No entremos en detalles, hija. Como ya te he dicho, nuestra querida Gorgo es doncella.

—Por supuesto. —Pércalo volvió a mirar al séquito de los Agíadas, que se dirigía a saludar a otro grupo—. No veo a tu tío Cleómbroto.

La mirada de Gorgo se cruzó con la de Ferenice, que levantó las cejas ligeramente, como diciéndole: «Paciencia, aguanta un poco más».

—¿Es que está enfermo? —insistió Pércalo.

Gorgo se limitó a asentir.

—Pobre hombre. Se conserva peor que Cleómenes, y eso que es el más joven de los tres hermanos. ¿Lo es, verdad?

—Lo es, señora.

—Es una pena que tu tío Dorieo muriera en aquella aventura en el extranjero. Dicen que era un hombre con una planta magnífica. Parecido a mi hijo Perseo, pero en moreno.

—Eso dicen de él. Yo no lo conocí.

«Mi hermano Dorieo era un tarugo —solía decir de él su padre—. Todo lo que le sobraba de músculos le faltaba de seso. A su lado, Áyax, que masacró un rebaño de ovejas creyendo que mataba a los soldados de Odiseo, habría parecido un genio».

—¿Quién es el siguiente en la sucesión? —preguntó Pércalo—. ¿El del pelo de azafrán? —«El del pelo de azafrán» era Pausanias, el primo de Gorgo—. Creo que es un entendido en poesía y fábulas.

—También tiene conocimientos de medicina y de arquitectura —respondió Gorgo, defendiendo a su primo.

—Conocimientos sumamente útiles para dirigir una ciudad.

—No hay saber inútil —dijo Ferenice—. Un gobernante debe entender de todo. Hasta la mujer de un gobernante debería tener algo de cultura.

La reina fue a beber de su copa y, al encontrarla vacía, extendió el brazo sin mirar. Su criado se apresuró a entrar en el cenador, se la rellenó de nuevo y, con la misma rapidez, salió de nuevo al sol.

—Cuando ese pelirrojo tenga que mandar un ejército contra los persas, que busque consejo en los versos de algún poeta, y veréis qué suerte corre Esparta. —Acercándose a Gorgo, que de nuevo olió el vino en su aliento, añadió—: Por el bien de nuestra ciudad, espero que la salud de tu padre aguante hasta que el heredero que le des se haga adulto.

—Tranquila, querida —la cortó Ferenice—. El futuro de Esparta está asegurado con el heredero que tú ya nos has dado.

Pércalo miró a su suegra con tal inquina que a Gorgo se le antojó que por un instante sus cabellos se convertían en serpientes como los de Medusa.

—Ah, pero pueden pasar tantas cosas.

Sin decir nada más, se levantó, se alisó la túnica y salió del cenador. El criado del parasol se apresuró a cubrirla de los dardos de Helios, mientras que el copero volvió a echarle vino.

Gorgo y Ferenice se quedaron solas. Las dos suspiraron y se palmearon los muslos como si les hubieran quitado sendas albardas de encima, y al darse cuenta soltaron una carcajada.

—¿Por qué es así? —preguntó Gorgo—. ¿Por qué le gusta tanto hacer daño? Es como si me odiara, y yo no le he hecho nada.

—¿Conoces la fábula del escorpión y la rana? Ella es igual. Sería capaz de ahogarse con tal de envenenar a la rana. Es su naturaleza.

—No puedo creer que exista gente así.

—Los dioses reparten sus dones de forma azarosa, Gorgo. A Pércalo le otorgaron una gran belleza, pero la castigaron con la envidia y la amargura que corroen por dentro como la bilis negra. Tú tienes juventud y hermosura, y ella está perdiendo ambos dones sin recibir a cambio la sabiduría de la edad. Por eso se consuela mortificándote. —Ferenice se acercó más a Gorgo y le susurró al oído—: Y, aparte de eso, tiene muy mal vino. Lo bueno es que, con lo pronto que ha empezado a beber, antes de media tarde nos habremos librado de ella.

«Un escorpión que es capaz de ahogarse con tal de hacer daño», pensó Gorgo, observando cómo la reina se acercaba a felicitar a un coro de doncellas. ¿Cómo podía haber nacido alguien como Perseo de aquellos dos padres?

 

 

 

Mientras Nabis se quedaba con sus compañeros de agogé, celebrando sus triunfos en las diversas pruebas de las Jacintias, Hipólito vino a buscar a Perseo.

—Tu padre reclama tu presencia. Quiere que saludes al otro rey.

Perseo asintió y siguió a su antiguo pedagogo, y a él lo siguieron a su vez los dos guardias que lo escoltaban. A poca distancia, bajo la sombra de un enorme plátano, se habían congregado dos pequeñas comitivas. A la izquierda estaba la de Cleómenes, algo más nutrida con gerontes, miembros del consejo de ancianos. Todo el mundo sabía que Cleómenes contaba con más partidarios en ese consejo que Damarato. En parte se debía a que todo el mundo consideraba que la dinastía Agíada —mal que le pesara a su padre— era más influyente y, en parte, a que Cleómenes llevaba más años gobernando. Pero el motivo principal, en opinión de Perseo, era su carácter, mucho más activo y abierto que el de su padre, aunque en ocasiones se excediera en su agresividad.

Entre los personajes que acompañaban a Cleómenes había uno que a Perseo le producía una particular repulsión: Latíquidas, el antiguo pretendiente de su madre y, según los rumores, su actual amante. Aunque pertenecía al linaje Euripóntida, sus relaciones con su primo Damarato eran tan frías como el Bóreas. A la sazón era éforo, miembro del colegio de cinco magistrados elegidos cada año por el pueblo de Esparta para supervisar y controlar la labor de los reyes. En el caso de Latíquidas, esa supervisión consistía fundamentalmente en apoyar todas las acciones de Cleómenes y criticar las de Damarato; esto último no resultaba fácil, puesto que el padre de Perseo nunca había destacado por su iniciativa, y con los años era cada vez menos activo.

Latíquidas era tan alto como Perseo, tenía buena planta y una espesa cabellera cuyo dorado empezaba a convertirse en blanco. Habría podido pasar por guapo, pero a Perseo le ponían nervioso lo estrecho del puente de su nariz y la poca distancia que separaba sus ojos, algo que confería a su mirada un aire entre miope y obtuso. No acababa de entender qué podía ver su madre en aquel hombre; pero, para ser justos, tampoco tenía demasiado claro qué pudo haber encontrado en su momento en el propio Damarato.

A éste, por su parte, lo acompañaba otro personaje que tampoco gozaba de las simpatías de Perseo: Amonfareto, un tipo de nariz ganchuda y ojos saltones que defendía sus ideas con tanto fanatismo como si los mismísimos dioses se las susurraran al oído. Para desgracia de los jóvenes espartanos, Amonfareto era el paidónomo, magistrado que supervisaba la educación de todos los jóvenes, desde los siete hasta los veinte años, que se adiestraban en la agogé. Implacable e intransigente, Amonfareto recurría a menudo a los mastigóforos, jóvenes que disciplinaban a los demás con látigos y varas de abedul, y tampoco era remiso a aplicar los castigos con su propia mano.

—Perseo, presenta tus respetos a mi colega Cleómenes —ordenó Damarato en tono gélido.

Cada vez que ambos se veían, Cleómenes miraba a Perseo de arriba abajo para comprobar su estatura, y al hacerlo él mismo se erguía todo lo que podía. A sus cincuenta y siete años, el rey Agíada conservaba una complexión poderosa, heredada según se decía de su padre Anaxándridas; si bien, entre la edad y los excesos, sus músculos empezaban a vencerse hacia el suelo y, por más que tratara de disimularla con los pliegues de la túnica, su panza traicionaba su afición a la comida del mismo modo que las venillas de su nariz delataban su amor por el vino. De lejos, podía parecer que su espesa barba y sus cabellos se conservaban tan negros como en su juventud, pero al acercarse resultaba evidente, demasiado evidente, que se teñía.

—Cuando tenga su edad, espero envejecer con más dignidad —solía decir Damarato.

Perseo hizo una reverencia para saludar a Cleómenes, pero éste le tendió la mano. Cuando Perseo hizo lo propio, el rey Agíada le apretó con tanta energía que Perseo tuvo que rechinar los dientes para no gruñir. Cleómenes no tenía la mano tan grande ni tan fuerte como él, pero había usado un truco: en vez de esperar a que ambas manos llegaran al final del recorrido y los pulpejos de ambos se encontraran, el rey había cerrado su apretón en torno a los nudillos de Perseo. Resultaba muy doloroso, y además le pinzaba los nervios y los músculos de tal manera que él no podía apretar.

Perseo tomó nota de aquella argucia, por burda que fuese, y aguantó el tipo sin mover un músculo. Después de estrujarle los nudillos un rato, Cleómenes se dio por satisfecho y, finalmente, lo soltó.

—Tu hijo Perseo se parece cada vez más a su madre y Nabis a ti —comentó Cleómenes, dirigiéndose a Damarato—. Estaréis contentos los dos, así no podréis discutir.

El comentario resultaba particularmente grosero, puesto que era de dominio público que lo único que hacían los padres de Perseo en las escasas ocasiones en que se hablaban era discutir. Pero Damarato se limitó a contestar:

—Quien a los suyos se parece honra merece.

—En cualquier caso, este hijo tuyo tiene un aspecto espléndido —dijo Cleómenes, palmeando con fuerza la espalda de Perseo—. Va a lucir muy bien a mi lado en el trono cuando te suceda.

—Tengo diez años menos que tú, Cleómenes —respondió Damarato.

Cleómenes sacudió la cabeza.

—Es cierto. A veces se me olvida.

Aunque Damarato no había cumplido todavía los cincuenta, parecía mayor de lo que era por su forma de moverse, con un hieratismo propio casi de un anciano, como si temiera malgastar antes de tiempo las energías que le quedaban. Siempre, desde que Perseo lo recordaba, había actuado así. Apenas levantaba la voz, excepto si se enfurecía mucho, y lo más parecido en él a una risa eran unas carcajadas tan breves y secas que semejaban toses. Podía permanecer largos ratos sentado, inmóvil, meditando o con la mirada perdida en la nada. Si se trataba de ahorrar fuerzas para no morir, Perseo pensó que su padre podría ser realmente inmortal.

En cambio, Cleómenes se movía con el brío de un hombre en su plenitud. Si ya de por sí su corpachón ocupaba mucho espacio, sus movimientos al hablar, echándose un paso adelante, otro atrás, agitando los brazos, le hacían apropiarse de un volumen de aire aún mayor.

¿Cómo quería ser él cuando se convirtiera en rey?

Majestuoso. Ésa era la palabra.

Ninguno de los diarcas actuales lo era. Su padre, por ser tan avaro con su presencia, sus palabras, su energía: una estatua de madera resultaba más expresiva que él. Por el contrario Cleómenes, con aquella exuberancia de movimientos y gestos, podía caer a veces en la vulgaridad.

Aunque Perseo tenía que reconocerle algo al soberano Agíada: era él quien dominaba las situaciones. Y fue él quien pasó a hablar del asunto que más les interesaba aquel día. Coincidiendo con las Jacintias, acababa de llegar a Esparta una embajada de Darío, soberano del Imperio persa, el mismo que se hacía llamar Gran Rey, Rey de Reyes y Señor de las Tierras. Las ciudades más importantes de Grecia estaban recibiendo legaciones semejantes, más o menos nutridas, y todo el mundo sabía cuál era el mensaje que traían: si querían seguir viviendo en paz y no tener problemas en el futuro, los griegos debían ofrecer a los embajadores agua y tierra, símbolos de la sumisión al Gran Rey.

—Debemos ponernos de acuerdo con la respuesta que vamos a dar a los persas —dijo Cleómenes.

—Aún no han hecho ninguna petición —respondió Damarato.

Cleómenes bufó de impaciencia.

—¿Necesitas que te explique yo lo que van a pedir? ¿De verdad hace falta?

Perseo observó los nudillos de su padre. Se le habían puesto blancos de tanto apretar los puños. Era algo que Damarato jamás reconocería, pero que Perseo había descubierto hacía tiempo y que le avergonzaba.

Su padre le tenía miedo a Cleómenes. Miedo físico. Cuando el rey Agíada se acercaba a él, siempre retrocedía y se encogía un poco. Ahora lo hizo de nuevo.

—Sé que me lo vas a explicar de todas formas —replicó Damarato.

—Las embajadas persas están recorriendo toda Grecia para pedir a las ciudades y a las tribus que rindan vasallaje a Darío. ¿Qué crees que nos van a pedir a nosotros?

Damarato apretó aún más los labios, si es que ello era posible, y miró fijamente a Cleómenes sin decir nada. El paidónomo Amonfareto debió de pensar que Damarato necesitaba ayuda y terció:

—Ésta no es cualquier ciudad griega. ¡Ésta es Esparta!

—Cuna de los valientes, sí —respondió Cleómenes, sin molestarse en disimular el sarcasmo.

Animado por la intervención de su amigo Amonfareto, Damarato dijo:

—Darío sabe que nuestra ciudad no es una ciudad cualquiera, sino la más poderosa de Grecia.

—No será gracias a las batallas que has ganado tú —intervino Latíquidas.

Damarato fulminó a su primo con la mirada, pero no acertó a contestar. Perseo se sintió humillado por el comentario. Su padre jamás había mandado un ejército en solitario. Su última campaña había sido catorce años antes, cuando él y el rey Agíada marcharon contra Atenas para derrocar a los gobernantes de aquel momento y aupar al poder a Iságoras, amigo de Cleómenes. Era de dominio público que Damarato se había dedicado a intrigar entre los corintios y otros aliados de Esparta para convencerlos de que aquella expedición obedecía únicamente a motivos personales de Cleómenes. Los aliados se habían retirado, así como Damarato con la mitad de las tropas, lo que había obligado a Cleómenes, finalmente, a renunciar a la campaña.

Desde entonces, para evitar que se repitiera una situación similar, se había promulgado una ley por la cual sólo un rey podía acompañar al ejército, mientras el otro se quedaba en Esparta. Como símbolo de eso, de los dos estandartes de Cástor y Pólux que hasta entonces iban con las tropas, uno permanecía a buen recaudo en la ciudad. Eran los éforos quienes decidían cuál de ambos reyes asumía el mando de cada expedición, y desde aquel momento, invariablemente, Cleómenes había recibido el generalato en todas las ocasiones.

No obstante, Cleómenes no se sentía satisfecho con aquel monopolio sobre las expediciones militares que detentaba gracias a su influencia sobre los éforos y el consejo de ancianos. Todo el mundo sabía que se la tenía jurada a Damarato por aquella jugarreta, que había supuesto para él una humillación delante de los aliados de la Liga del Peloponeso y, sobre todo, de los atenienses, que se habían reído de él a carcajadas. «Aunque pasen mil años —solía decir cuando se excedía con el vino, algo bastante habitual—, Damarato me las pagará».

Haciendo caso omiso del comentario de Latíquidas, Damarato prosiguió:

—Dicen de Darío que es un hombre sensato. Y lo más sensato que puede hacer es ofrecernos una alianza.

—¿Una alianza? —replicó Cleómenes—. ¿En igualdad de condiciones? ¿Estás seguro de lo que dices?

Damarato dudó un momento y después asintió.

—Sí. Estoy seguro.

—¡Cuando Heracles se ponga a dieta! —exclamó Cleómenes. Después, mirando a ambos lados y bajando la voz, como si temiera que algún extranjero pudiera escucharlo, añadió—: Sabes de sobra que bajo el nombre de alianza se esconde el vasallaje.

Perseo ya había recibido suficientes lecciones de política para entender a qué se refería Cleómenes. Los estados de la Liga del Peloponeso habían firmado pactos de amistad en los que se comprometían a tener los mismos amigos y enemigos que Esparta. En la práctica, eso significaba que reconocían a los espartanos como sus caudillos, que les otorgaban el mando en las operaciones militares y que elegían para sus ciudades gobiernos oligárquicos que complacían a Esparta.

En suma, que todos ellos eran vasallos de Esparta.

—Cuando se nos ofrezcan los términos, serán estudiados —afirmó Damarato—. Por quienes deben ser estudiados.

—Es el pueblo espartano el que decide, rey Cleómenes. No tú ni el rey Damarato —apostilló Amonfareto.

Cleómenes miró por un instante a Amonfareto como si fuera una mosca zumbando junto a su oído. Después volvió a dirigirse a Damarato.

—Por una vez, debemos tener la misma opinión. Si lo hacemos, la asamblea se dejará guiar por nosotros.

—La misma opinión, sí —respondió Damarato—. Pero ¿cuál?

—La que sirva a los intereses de Esparta.

—¿A los intereses de Esparta o a los de Cleómenes el Agíada?

Cleómenes respiró hondo, lo que hizo que el pecho se le hinchara como un barril.

—Está visto que no puedo contar contigo para nada. Tendré que tomar el timón yo solo. —Tras una pausa, agregó—: Una vez más.

Sin más ceremonia, el rey Agíada se dio la vuelta y se alejó, seguido por los diez guardias que lo escoltaban. En eso, Cleómenes también se diferenciaba de Damarato. Mientras que éste se hacía preceder por los hippeîs para abrirse paso entre la gente, Cleómenes llevaba detrás a los suyos a modo de estela: siempre vigilantes, pero dejándole palmear espaldas, repartir abrazos, pellizcar las mejillas a los críos e incluso piropear a las mujeres aun delante de sus maridos.

Cuando se convirtiera en rey, Perseo tenía pensado llevar a sus guardias detrás, no por permitirse las expansiones sociales de Cleómenes, sino para demostrar que no tenía miedo de sus propios súbditos, que era la impresión, certera o no, que brindaba la actitud de su padre.

Apartando la mirada de Cleómenes y el grupo que lo seguía, Perseo se volvió hacia su padre.

—¿Me das permiso para hablar?

Damarato asintió, sin mirar a Perseo. Parecía ensimismado en algún diálogo interior, quizá pensando en alguna réplica afilada que podría haberle dado a Cleómenes.

—Deberíamos tomarnos en serio la amenaza de Darío —dijo Perseo—. Fénix me ha hablado del ejército persa. Él estuvo en la batalla de Éfeso y vio cómo su caballería y sus arqueros masacraban a los hoplitas griegos.

—No eran hoplitas espartanos —intervino Amonfareto en tono severo.

—Aunque todos los espartanos sean buenos guerreros, no todos los buenos guerreros son espartanos —respondió Perseo, citando a Fénix.

El paidónomo soltó un bufido.

—En mis tiempos, los niños no se entrometían en las conversaciones de los mayores. Sobre todo, no se atrevían a contradecirlos.

Para sorpresa de Perseo, su padre salió en su defensa.

—Mi hijo es joven, Amonfareto. Pero ya no es un niño. Debe estar preparado por si los dioses deciden llevarme de este mundo en cualquier momento.

—Tú todavía eres joven, mi rey —dijo Amonfareto.

—No tanto. Además, nunca se sabe cuándo ni dónde puede caer el rayo. Si me ocurre algo antes de tiempo, sé que Cleómenes intentará manejar a Perseo como intentó manejarme a mí cuando sucedí a mi padre.

—Pero nunca lo consiguió. Las argucias de Cleómenes pueden servir con cualquiera, menos contigo. No eres una persona que se deje manipular.

Perseo disimuló un rictus. Todo lo severo y desagradable que era el paidónomo con los demás se trocaba en adulación cuando se dirigía al rey Euripóntida. Adulación que no dejaba de ser un intento de manipulación, pero que con Damarato no surtía demasiado efecto.

«Nadie, ni el más sabio, es inmune a los halagos», solía decir Fénix. Perseo pensaba a veces que su padre sí lo era, y no tanto porque superase a todos en sabiduría, sino porque era de natural tan desconfiado que incluso en las palabras más amables y sinceras siempre sospechaba oscuras intenciones.

—Discúlpanos un momento, Amonfareto —pidió ahora Damarato—. Quiero que mi hijo conozca a unas personas.

Sin aguardar respuesta, Damarato amagó con agarrar del codo a Perseo para llevárselo de allí. En realidad, no llegó a rozarlo. No le gustaba el contacto si podía evitarlo. En un momento de confidencia, la abuela de Perseo le había contado que cuando él y su hermano eran muy niños, su padre se había sentado a cada uno en una rodilla. Nabis se le había orinado encima de la pierna y aquello había servido de escarmiento a Damarato para prescindir en lo sucesivo de tales efusiones.

Gracias a los guardias, se abrieron paso entre el gentío evitando todo roce, hasta llegar a un lugar más despejado donde se celebraba la final de déros, una danza guerrera. Los danzantes, uno por cada uno de los cinco batallones, competían prácticamente desnudos, armados de escudos y lanzas emboladas. Aunque cada uno bailaba por su cuenta tratando de superar a los demás, tenían tan asimiladas las maniobras y las técnicas que al moverse parecían un único coro. Las lanzas silbaban hendiendo el aire y los escudos, chapados con cobre bruñido, despedían vistosos reflejos en cada giro.

Cuando terminaron todos a la vez, con la rodilla clavada en tierra y la lanza proyectada sobre el borde del escudo, el público aplaudió entusiasmado. Mientras los jueces, ancianos ya de blancas barbas, juntaban sus cabezas calvas y moteadas para deliberar, Perseo pensó que también podría haber ganado a cualquiera de esos muchachos. Cuando se entrenaba con la lanza, conseguía que el aire silbara más fuerte, y en los saltos con el escudo le habría sacado al mejor de ellos al menos un palmo. Pero su esfuerzo y su disciplina quedaban únicamente para los ojos de Fénix; ni siquiera su padre se dignaba observarlo nunca y se limitaba a escuchar los informes del maestro de armas muy de cuando en cuando.

¿De qué servía su virtud guerrera, se preguntaba Perseo, si nadie era testigo de ella?

La deliberación todavía continuaba cuando Damarato se acercó a un grupo de extranjeros formado por un hombre ya anciano y una mujer joven, ataviados con ropas lujosas y acompañados por cuatro criados. Uno de éstos llevaba una sombrilla para proteger de los rayos de sol a su señor, que era calvo como una calabaza y tenía la piel del cráneo plagada de manchas marrones.

—Éste es mi querido huésped, Nicerato de Mileto —lo presentó Damarato—. Su padre Nicias y el mío ya eran xénoi desde antes de que yo naciera.

Saludando con una inclinación, Nicerato acarició un colgante que llevaba al cuello, una taba bañada en oro o moldeada en ese metal para imitar la forma del hueso. Perseo tardó unos instantes en interpretar su extraña forma, hasta que comprendió que se trataba de un sýmbolon, una contraseña que compartían entre sí personas unidas por vínculos de hospitalidad para reconocerse en el futuro, o bien para recomendar a otras personas o familiares. Seguramente, su padre guardaba en su poder la otra mitad del huesecillo, que encajaba perfectamente. Que él no la exhibiera y Nicerato sí parecía lógico: Damarato tenía poco prestigio que ganar con aquel vínculo, mientras que para el milesio mostrar el sýmbolon de su amistad con un rey de Esparta suponía todo un privilegio.

Perseo estrechó la mano de Nicerato, con cuidado de no apretar demasiado, pues el huésped de su padre tenía los nudillos hinchados y los dedos deformados por la artrosis.

—Y ésta es su hija, Cloe.

Perseo se inclinó levemente para saludarla, a lo que ella correspondió con una graciosa reverencia. La joven bien podría haber sido la nieta de Nicerato, pues no llegaría aún a los veinte años. Era menuda y esbelta, pero bajo aquella bonita túnica verde bordada con hilos de cobre oxidado se adivinaban unos pechos más voluminosos de lo que sugería la anchura de sus caderas.

Perseo observó que los ojos del rey bajaban a menudo al escote de Cloe. Enrojeció levemente, como si lo hubieran sorprendido a él y no a su padre mirando donde no debía, y enseguida se dio cuenta del motivo.

«¡Deja de mirar las tetas a otras mujeres! ¡Ya sé que estoy lisa como una puerta, pero no tienes por qué humillarme en público!».

Tenía siete años cuando oyó gritar aquellas palabras a su madre. Era un día en que se aburría mucho sin su hermano por lo que, al oír las voces de sus padres, había acudido corriendo al patio de los cipreses para verlos, ignorante de que estaban discutiendo. Ellos lo despacharon al momento con aspereza y prosiguieron con su pelea.

Al menos, había que reconocer que últimamente sus padres discutían menos. Para hacerlo habría sido necesario que se dirigieran la palabra.

—Querido Nicerato, mi hijo cree que no me tomo en serio la amenaza persa —dijo Damarato—. Me temo que es él quien apenas la conoce. Tú, que la has sufrido en tus carnes y en tus propiedades, háblale de ella.

Nicerato empezó a relatar cómo los persas habían asediado su ciudad cinco años después de la revuelta de las ciudades griegas de Asia Menor contra el yugo persa. A la hora de sofocar la rebelión, Darío había actuado despacio, pero de forma implacable, dejando a Mileto, la presa más importante, para el final.

—Nosotros confiábamos en nuestra muralla, que protegía la única parte de la ciudad que no se hallaba rodeada por el mar, y la creíamos inexpugnable —explicó Nicerato—. Pero los persas atacaron el muro con enormes arietes que poco a poco arrancaban las piedras de la capa exterior. Al mismo tiempo disparaban una lluvia constante de flechas sobre los defensores del parapeto, de tal manera que a éstos les resultaba imposible estorbar el trabajo de las máquinas.

Para minar todavía más la moral de los defensores, los persas sometían a los prisioneros que caían en sus manos a torturas inhumanas. A unos los empalaban y a otros los despellejaban, o incluso combinaban ambos tormentos. Los sitiadores llegaron al extremo de clavar a algunos de los cautivos a las planchas que protegían sus arietes, para evitar que los defensores les dispararan flechas.

Cuando Perseo le preguntó si él había visto todo aquello desde lo alto de la muralla, Nicerato negó con la cabeza.

—¡Ojalá fuera tan joven como tú para haber defendido mi ciudad! Quien me lo contó fue mi hijo Hipónico, que combatía en las murallas y lo presenció todo. Allí vio cómo agonizaba su amigo Telo, con las muñecas y los tobillos clavados a la tabla, y cómo los cuervos picoteaban su cuerpo y le sacaban los ojos incluso antes de morir.

Perseo se imaginó la escena y apretó las mandíbulas. ¿Qué virtud guerrera podía haber en atormentar así a los enemigos? Lo más cruel que llegó a hacer el gran Aquiles fue arrastrar a Héctor de su carro, y fue cuando ya estaba muerto, e incluso así se arrepintió más tarde y devolvió el cadáver a su padre Príamo.

Con voz temblorosa, Nicerato estaba narrando el asalto final. Dos sectores de la muralla, después de recibir el golpeo constante de los arietes, se derrumbaron casi simultáneamente. Mientras cientos de enemigos entraban por las brechas recién abiertas, miles más tendieron escalas por múltiples puntos de la muralla y treparon por ellas. El primero que se plantó en el parapeto fue un oficial persa que subió a cabeza descubierta, esquivando milagrosamente los cascotes y flechas que le arrojaban los defensores. Éstos ya lo conocían de escaramuzas de días anteriores; al presenciar los estragos que causaba con la lanza y con la espada, le habían puesto el sobrenombre de Leukofontes, «el Asesino Blanco».

Mientras sus hombres ascendían por la escala para unirse a él en el adarve, aquel oficial, que peleaba como un demonio surgido del Tártaro, mató sin ayuda de nadie a diez defensores. El hijo de Nicerato, aun viendo la furia homicida de aquel Aquiles persa, en lugar de huir saltando al interior de la ciudad tuvo el coraje de enfrentarse a él. Un coraje inútil e insensato, pues al primer choque de espadas el Asesino Blanco le cercenó el brazo por el codo.

—Los camaradas de mi hijo lograron retirarlo de la muralla y pudimos llevarlo con nosotros hacia la nave en la que conseguimos huir. Pero todavía teníamos a la vista las llamas que destruían nuestra ciudad cuando murió desangrado.

Los ojos de Nicerato se habían llenado de lágrimas, que en las comisuras de los ojos se convertían en desagradables legañas, lo que hizo que, por puro reflejo, Perseo se tocara sus propios lagrimales.

Al menos su hijo fue afortunado, prosiguió Nicerato, ya que murió de forma honorable; al contrario que la mayoría de los hombres de Mileto, que perecieron entre terribles tormentos por orden del general Datis, que mandaba las fuerzas de asalto. En cuanto a las mujeres y los niños, aquellos que sobrevivieron a las violaciones colectivas fueron esclavizados y deportados. Los persas arrasaron toda la ciudad y los alrededores, sin respetar tan siquiera el santuario de Apolo en Dídima, que redujeron a cenizas.

—Mileto era una ciudad más grande que la vuestra —concluyó Nicerato—. Podía movilizar un ejército de ocho mil hoplitas. Y aun así, y con la alianza de tantas otras ciudades griegas, cayó. ¡No hay nada que pueda detener el rodillo persa!

Viendo que su padre no decía nada para reconfortar a sus huéspedes, Perseo intervino:

—Podéis estar tranquilos. En Esparta estaréis a salvo.

—¿No me has entendido, joven Perseo? ¡No hay muralla que pueda detener a los persas!

Perseo miró a ambos lados e hizo un gesto con las manos.

—¿Dónde has visto una muralla, Nicerato? Los espartanos no ponemos más muralla entre nosotros y el enemigo que nuestros escudos. Y es un baluarte que jamás ha cedido ni cederá.

Con una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes perfectos, Cloe parpadeó graciosamente, tomó la mano de Damarato entre las suyas y, apretándola, dijo:

—Por eso nos hemos acogido a tu protección, noble rey, porque sabemos que gobiernas la ciudad con los guerreros más valerosos del mundo.

Perseo habría jurado que aquel extraño gesto que retorcía las comisuras de la boca de su padre era una sonrisa. Pero duró apenas un instante, pues en aquel momento uno de los sirvientes de Nicerato se acercó a su señor y le susurró algo al oído en tono agitado.

El anciano milesio se estremeció. Apuntando con el dedo hacia alguien o algo detrás de Perseo y con los ojos en blanco, añadió:

—¡Es él! ¡El Asesino Blanco! ¡Ése es el demonio que mató a mi hijo!

Perseo se volvió. La comitiva de los embajadores de Darío se acercaba siguiendo a Leónidas, que ejercía de guía para ellos. Aunque había al menos quince asiáticos en el grupo, Perseo supo enseguida a quién se refería Nicerato. Sin tener una estatura exagerada, era el más alto del grupo y, bajo su ropa —una casaca y unos pantalones tan blancos como las nieves del Taigeto, decorados únicamente con grecas negras, lo que explicaba su sobrenombre—, se marcaban los músculos de un atleta.

Era él, sin duda. Nadie como un guerrero para reconocer a otro.

Como si sintiera los ojos de Perseo clavados en su rostro, el persa volvió la mirada hacia él. Durante unos segundos ambos permanecieron así, escrutándose desde la distancia. Después, el llamado Asesino Blanco sonrió.

En aquel mismo instante, sin que Perseo lo sospechara, la hilandera Cloto tomó los hilos de las vidas de ambos y entrelazó sus destinos.

 

 

 

Al caer la tarde, una vez terminados los juegos y rituales, se celebró un banquete que en aquel día serviría a la vez para honrar a Apolo y a Jacinto y agasajar a los embajadores persas. Como hacía calor, se festejó al aire libre, bajo un gran tendal montado con vigas de madera y emparrados cerca del río Eurotas. Se trataba de un lugar neutral, puesto que los Agíadas se negaban por principio a visitar el palacio de los Euripóntidas, y esa negativa era correspondida por la otra parte.

Persas y espartanos se hallaban todavía en los primeros momentos de la embajada, en los que se intercambiaban más zalemas, regalos y cumplidos que información o exigencias. A Perseo, todavía joven y poco ducho en sutilezas, le sorprendía la cordialidad que reinaba en la cena. Sobre la suave música de las flautas y las liras, se oían conversaciones en griego, en persa y en híbridos de ambos, y también risas y tintineo de platos y copas.

—¿No son nuestros enemigos, los mismos que han arrasado Mileto y torturado a sus defensores? —preguntó en susurros Perseo, inclinándose hacia su padre.

—Lo son.

—Entonces, ¿por qué nos mostramos tan amables con ellos? Han venido a exigirnos que nos sometamos y nos convirtamos en sus esclavos. Deberíamos dejarles muy claro que los espartanos no somos esclavos de nadie.

—Por ahora no son enemigos, sino huéspedes —respondió Damarato—. Nuestra obligación ante Zeus Xenios es darles de comer y beber y ser amables con ellos. Las conversaciones desagradables las mantendremos en privado.

Nicerato, el huésped milesio de su padre, no había venido, pues no quería compartir comida ni bebida con el hombre que había provocado la muerte de su hijo. Su hija Cloe, sin embargo, estaba sentada en una silla plegable al lado del diván donde se reclinaba Damarato, tan cerca que cualquiera podría haber pensado que se trataba de su esposa. La legítima, Pércalo, había excusado su presencia alegando una repentina jaqueca.

Al menos, pensó Perseo, su madre no se había ausentado para reunirse con su expretendiente Latíquidas, pues éste sí había acudido al banquete y permanecía sentado con los otros cuatro éforos. Si andaba retozando con algún otro amante, ésa era otra cuestión.

Había alrededor de las mesas más de sesenta personas, entre espartanos, persas y algunos invitados de otras ciudades griegas aliadas de Esparta. Los varones adultos estaban reclinados en divanes, mientras que las pocas mujeres que asistían y el mismo Perseo, todavía joven para recostarse, se sentaban en sillas plegables o taburetes sin respaldo. Había, por supuesto, muchos sirvientes de ambos sexos, al menos tantos como comensales, todos ellos escogidos entre los ilotas de mejor planta. La mayoría servían las mesas, pero había otros que abanicaban flabelos de plumas de pavo para remover el aire y aliviar la sensación de bochorno que se había asentado en la ciudad desde hacía días con la llegada del viento Noto.

Algo apartados, montaban guardia diez caballeros reales, armados con lanzas emboladas y uniformados con impolutas corazas blancas de lino. Deberían haber sido veinte, pero los diez que faltaban andaban escoltando al rey Cleómenes, que no había llegado a ocupar su puesto porque estaba conversando con Temístocles, el político ateniense que también se hallaba de visita en Esparta.

—Es una actitud impresentable para con los embajadores persas —había mascullado Damarato.

Perseo no le había respondido. En su opinión, quizás era preferible mostrarse impresentable con los persas, enemigos de la libertad de los griegos, y tratar con los atenienses, que parecían decididos a no convertirse en sus súbditos.

Ante la ausencia de Cleómenes, ocupaba su puesto su hermanastro Leónidas, que a sus casi cincuenta años lucía todavía unos pectorales y unos deltoides tan abultados y duros como los de la estatua de Heracles que presidía el banquete. Incluso Damarato sentía, bien que a regañadientes, cierta admiración por el estilo de Leónidas. «Es un hombre de una pieza», solía decir de él.

Junto al diván de Leónidas se sentaba su sobrina Gorgo, hija única de Cleómenes, con la espalda recta y las piernas muy juntas, tal como exigía el decoro. Llevaba una sencilla túnica azul prendida con fíbulas de plata en ambos hombros y se había recogido el cabello con una cinta de seda, un lujo asiático que a Perseo le resultaba muy familiar. De cuando en cuando la mirada de la joven se cruzaba con la suya, pero ambos se apresuraban a apartarla.

Resultaba muy fácil distinguir a los comensales griegos de los persas. Los primeros vestían túnicas cortas por las que asomaban sus pantorrillas y a menudo sus rodillas. Algunos de los espartanos de más edad, y entre ellos los cinco éforos, se habían envuelto tan sólo con el típico manto lacedemonio rojo, el tribon, que dejaba al descubierto el hombro derecho.

Los persas, por su parte, llevaban túnicas con mangas, teñidas con colores vivos y estampados variopintos. Como concesión al lugar donde se encontraban, se habían despojado de mitras y tiaras para cubrir sus cabezas con coronas de pámpano o hiedra, al igual que sus anfitriones.

A Perseo, el atavío persa le resultaba curiosamente atractivo, más elegante y sofisticado que los sencillos ropajes que llevaban los comensales griegos. Lo que más le llamaba la atención eran los pantalones, una prenda de la que los espartanos se chanceaban a espaldas de sus invitados. «¡Qué poco viril!», decían, sin saber que los persas opinaban lo mismo de ellos al tener que verles las piernas velludas y, en ocasiones, otras partes del cuerpo que el pudor debería haber tapado.

Según el protocolo, a los miembros más notables de la embajada persa los habían colocado en el centro de la concurrencia, entre ambas familias reales. El jefe de la legación era un anciano prácticamente ciego llamado Istafernes. Perseo había oído que pertenecía a una misteriosa tribu o casta sacerdotal conocida como mágoi o magos, personajes dotados de poderes místicos e intérpretes de sueños. Istafernes hablaba poco, contentándose con escuchar lo que su intérprete le susurraba al oído y de vez en cuando con emitir algún comentario poco comprometedor en su idioma.

Mucho más locuaz se mostraba Bagabigna, el Asesino Blanco de Mileto, recostado al lado de Istafernes. Después de lo que había oído contar sobre él, Perseo no podía evitar sentir curiosidad por él y estudiarlo como posible adversario. Su figura era soberbia, pero sus ademanes blandos y algo afectados recordaban a los de un mercader corintio y cuadraban con sus labios carnosos y burlones y su mirada irónica. La impresión que le daba a Perseo era la de un puñal afilado envuelto en un pañuelo de seda que, incluso a través del fino tejido, puede herir y matar.

Bagabigna parecía un entusiasta del vino laconio que se estaba sirviendo y cada poco rato levantaba la copa para que algún sirviente se la rellenara. Aunque hablaba el dialecto griego de los jonios con soltura, no pasó mucho tiempo antes de que su voz comenzara a sonar algo espesa y a bordear la insolencia con sus comentarios.

—Los espartanos me caéis bien —dijo, alzando su copa primero hacia Damarato y luego, volviéndose en el diván, hacia Leónidas. Ya se habían servido los platos principales y era la hora de los brindis, acompañados de frutos secos, aceitunas y unos pastelillos de miel que dejaban pegadas las muelas.

—De lo cual nos congratulamos —respondió Damarato, en un tono que no parecía precisamente congratulatorio. No era culpa suya: ni sabía contar chistes, ni jamás se había reído de ellos, ni era capaz de apreciar una buena ironía.

—¡Sí, es verdad que me caéis muy bien! —repitió Bagabigna—. Me gusta vuestra forma de vida, tan sencilla. Antaño los persas éramos así, gente noble y algo tosca.

—¿Qué nos está llamando ese bárbaro? —intervino Amonfareto en voz perfectamente audible. Damarato le hizo un gesto con la mano para apaciguarlo.

—¡Ah, pero después conquistamos un imperio! —prosiguió el persa en tono retórico, ignorando el exabrupto del paidónomo—. Fue entonces cuando nos adueñamos de las riquezas de Babilonia y Egipto y refinamos nuestros modales. —Agitando la copa con un sutil movimiento de la muñeca, Bagabigna bajó la mirada y chasqueó la lengua—. Creo que en ese momento perdimos algo de nuestra pureza primitiva. Es una pena que toda ganancia conlleve una pérdida, ¿no os parece, mis ilustres huéspedes?

—Nosotros no necesitamos riquezas ni refinamiento —contestó Amonfareto.

El persa miró al paidónomo y enarcó una ceja.

—Entiendo. No necesitáis riquezas. Ni refinamiento. ¿Y qué necesitáis pues, anciano?

—Sólo una cosa —respondió Amonfareto, mirando con fiereza a Bagabigna.

—¿Y cuál puede ser?

—¡La libertad!

—He aprendido esa palabra de vuestro idioma, pero no puedo decir que entienda realmente qué queréis decir cuando la usáis. Eleuthería. ¿Qué significa para vosotros?

Leónidas y Damarato cruzaron una mirada. Después, el segundo inclinó la barbilla, cediéndole la palabra al primero.

«Debería ser mi padre quien hablara», pensó Perseo.

—Libertad quiere decir que no nos arrodillamos ni nos doblegamos ante la voluntad de ningún amo externo —respondió Leónidas, levantándose del lecho para hablar.

—¿Ni siquiera ante la voluntad de vuestros reyes?

—No si esa voluntad quebranta las leyes que nosotros mismos nos otorgamos votándolas en asamblea. Nuestros éforos, en representación del pueblo espartano, hacen un pacto con los reyes que se renueva cada mes. Si los reyes respetan las leyes, el pueblo respeta a su vez a los reyes. Es un pacto libre, entre hombres libres.

Bagabigna bajó la mirada, como sopesando las palabras de Leónidas, mientras un traductor cuchicheaba al oído del ciego Istafernes. Después volvió a beber y dijo:

—También he oído que la libertad es sagrada para los griegos.

—Lo es —contestó Leónidas—. Más que la vida.

Gorgo asintió con vigor a las palabras de su tío y después miró de soslayo a Perseo. Los ojos de ambos se toparon de nuevo, un encuentro que duró apenas un par de latidos de corazón.

—Sin embargo, la mayoría de las ciudades griegas han aceptado las condiciones del Gran Rey —dijo Bagabigna—. Si no me equivoco, eso debe significar que pertenecer a nuestro imperio y ser libres no es incompatible.

—Que contesten a eso otros, no los espartanos —replicó Leónidas—. Aunque todas las demás ciudades de Grecia se inclinen ante Darío, Esparta jamás lo hará.

—¿Estás seguro? —preguntó Bagabigna—. ¿Os atreveríais a combatir no sólo contra nuestro imperio, sino contra el resto de los griegos?

—Nos atreveríamos y nos atreveremos. No lo dudes.

—¿Cuántos hombres podéis movilizar, mi querido Leónidas? Si no es grosería preguntarlo.

Leónidas miró de reojo a Damarato mientras rumiaba la respuesta. El padre de Perseo se enderezó ligeramente en el diván y apretó los labios, pero no dijo nada.

«¿Vamos a revelar a los persas cuál es nuestra verdadera fuerza?», pensó Perseo. Esparta era capaz de poner en pie de guerra a ocho mil hoplitas, tal vez incluso diez mil recurriendo a los más veteranos. Y luego estaban los periecos, no espartanos que moraban en el valle del Eurotas y que entrenaban a menudo con las tropas de élite espartanas. A ellos había que sumarles los aliados de la Liga del Peloponeso, forzosos o voluntarios. De ese modo, Esparta podía movilizar el ejército más poderoso de Grecia.

Y aun así, por lo que contaban los viajeros y espías que conocían el Imperio persa, todo lo que Esparta pudiera llevar al campo de batalla no suponía más que una gota de agua ante el mar de tropas que podía reclutar el rey Darío.

—Cuántos seamos da igual, noble Bagabigna —respondió Leónidas por fin—. Si nuestro ejército puede movilizar tan sólo mil hombres, esos mil lucharán contra el Gran Rey. Y si son menos o si son más, también lucharán.

Bagabigna levantó la copa para que le echaran más vino y, cuando se la llenaron, vertió unas gotas en el suelo para ofrecer una libación.

—¡Brindo por tu valor y por el de tu pueblo, noble Leónidas! Pero explícame bien. ¿Has dicho que incluso con mil hombres os enfrentaríais a la Spada de mi señor Darío, Rey de Reyes, que puede reclutar a cientos de miles de soldados?

—Eso he dicho. —Como para corroborar sus palabras, Leónidas, que no había vuelto a sentarse, tensó sus hombros macizos y sus abultados tríceps.

—O sea, que piensas que cualquiera de los súbditos de tu hermano y de Damarato…

—Nosotros no tenemos súbditos, sino ciudadanos.

—Perdona mi error. Decía que debes de pensar que cualquiera de vuestros ciudadanos vale al menos por diez soldados persas y que podría derrotarlos en combate. Lo que, por tanto, significará que alguien como tú, un guerrero aún más poderoso y de la familia real, podría batirse al menos contra veinte de los nuestros.

—Yo no he afirmado eso, noble Bagabigna. No pretendo batirme ni con veinte hombres, ni con diez, ni, si está en mi mano, tan siquiera con uno solo. No he afirmado que los espartanos os superemos a los persas como combatientes individuales, aunque tampoco somos inferiores.

—¿Entonces qué has querido decir, noble Leónidas? No acabo de entenderte.

La concordia se había convertido en tensión. Entre el bochorno de la noche, los mosquitos que subían del río, el calor de los pebeteros que habían encendido para ahuyentarlos y las palabras desafiantes de Bagabigna, Perseo sentía que la atmósfera era cada vez más sofocante y que le faltaba el aire. En teoría no debían surgir peleas, ya que los huéspedes estaban protegidos tanto por Zeus Hospitalario como por Hermes, el patrón de los heraldos y embajadores, y alzar la mano contra uno de ellos habría constituido un sacrilegio.

Leónidas, que se había tomado otra pausa antes de contestar a Bagabigna, explicó:

—He querido decir que cuando los espartanos combatimos escudo con escudo, no existe fuerza humana capaz de derrotarnos.

—Eso habría que verlo —repuso Bagabigna, cada vez menos sonriente y más rígido en el diván.

—Si es necesario, se verá.

—Los espartanos tenéis una peculiar obsesión con los escudos.

—Porque son el baluarte de nuestra ciudad. ¿No has reparado en que no tenemos murallas?

—He oído que vuestras mujeres alardean de que jamás han tenido que ver los escudos de los enemigos. ¿Crees que podrán seguir así eternamente?

En ese momento Perseo notó que los ojos de Gorgo se posaban sobre él. Fue apenas un instante, el aleteo de una mariposa; cuando se fijó en ella, la joven estaba observando de nuevo a su tío.

Pero había sentido su mirada, estaba seguro. Y también estaba seguro de que significaba algo.

Fuera por eso, o por la insolencia cada vez más patente en las palabras y el tono de Bagabigna, Perseo sintió que la sangre le zumbaba como un torrente en los oídos.

—Permiso para hablar, señor —dijo, volviéndose hacia su padre. Los jóvenes espartanos nunca debían tomar la palabra por propia iniciativa ante los mayores. Esa norma no se aplicaba del todo a él, príncipe heredero, salvo cuando se hallaba en presencia de personajes tan notables.

Damarato se lo pensó, removiendo la boca como si masticara hebras de regaliz, y por fin hizo un gesto de aquiescencia. Perseo se levantó del asiento estirándose la túnica sobre las rodillas y miró un instante a Gorgo y después a Leónidas.

—El noble Leónidas tiene razón —empezó. Después carraspeó, porque su propia voz le había sonado demasiado aguda, llenó el pecho de aire y prosiguió en un tono más grave—: Los espartanos somos invencibles luchando en falange. Pero Leónidas ha sido demasiado modesto al referirse a nuestra pericia como combatientes individuales.

—Explícate, joven príncipe —dijo Bagabigna, acariciándose la barba, tan fina y recortada como si se la hubiera dibujado sobre el rostro—. ¿Qué quieres decir?

Sólo entonces Perseo miró directamente a la cara al embajador persa.

—Quiero decir que incluso un guerrero espartano de habilidades medianas puede derrotar al mejor de vuestros campeones.

Por los perros de Hécate, se dijo, ¿por qué no podía dejar de latirle tan rápido el corazón? Se le iba a escapar por la boca en cualquier momento.

—Una afirmación muy atrevida —replicó Bagabigna—. ¿En qué la basas, joven?

—En que a los espartanos se nos enseña a combatir desde que se nos caen los dientes de leche.

—¿Se os enseña? Tengo entendido que, como príncipe heredero, tú no estás sometido a la disciplina de la agogé.

Perseo miró de reojo a Fénix, que estaba sentado en tercera fila, junto con otros asistentes de la casa Euripóntida. Su maestro de armas hizo un gesto ambiguo, pero Perseo ya no podía echarse atrás.

—He recibido adiestramiento con las armas desde niño —aseguró.

—Entonces, ¿crees que podrías derrotar al mejor paladín de Persia? —preguntó Bagabigna.

Perseo estuvo a punto de decir algo, pero se mordió la lengua. Si contestaba, iba a sonar a fanfarronería.

Fue su hermano Nabis quien acudió en su ayuda.

—¿Puedo hablar yo también, padre?

Damarato bajó la cabeza con gesto pausado y respondió:

—Adelante, hijo.

Nabis, que había permanecido semioculto no muy lejos de Fénix, dio un paso al frente y penetró en el círculo de luces que proyectaban las llamas de los pebeteros y las lámparas de aceite.

—Noble Bagabigna —dijo Nabis—, si hay uno entre nosotros que puede derrotar a cualquiera de vuestros guerreros, ése es mi hermano Perseo.

Tras examinar al joven espartano de arriba abajo con aire crítico, Bagabigna comentó:

—Por lo corto que llevas el pelo, veo que tú sí estás sometido a la agogé. ¿Consideras, sin embargo, que tu hermano es mejor guerrero que tú?

Nabis miró de reojo a Perseo y asintió.

—Hay quienes poseen un talento especial para la música, o para correr, o para seguir rastros en el bosque, o para domar caballos. A mi hermano, el dios Ares le otorgó al nacer el talento para el combate.

—Muy interesante —respondió Bagabigna—. Tengo entendido que tú naciste primero, y sin embargo tu hermano es el heredero del trono, y no tú.

—Así es, por las leyes de nuestra ciudad.

—No obstante, observo que no le guardas rencor, sino que lo admiras. Me parece muy noble por tu parte. ¿Realmente es tan buen guerrero, o es que tal vez por tu boca habla el amor fraterno?

Nabis enrojeció un poco.

—Aunque mi hermano no haya compartido el campamento conmigo ni con los de mi edad, desde que nos separaron no ha dejado de entrenar con los mejores maestros de armas y ha derrotado ya a combatientes hechos y derechos.

Retrepándose en el diván, Bagabigna giró la mirada en derredor. No había ya rastro de embriaguez en su voz, lo que hizo pensar a Perseo que todo había sido una farsa para provocar a sus anfitriones.

—¿Sois aficionados a las apuestas, espartanos?

Perseo vio cómo varios de los presentes entrecruzaban miradas. A los espartanos no les gustaba reconocerlo, porque contradecía el espíritu de las leyes de Licurgo, pero les encantaba hacer todo tipo de apuestas. Jugaban a los dados, a las tabas, a las damas, al cótabo e incluso a ver quién orinaba más lejos después de los banquetes comunales.

Sin aguardar respuesta, Bagabigna añadió:

—Estoy dispuesto a jugarme mi caballo blanco, un espléndido corcel de Nisea, a que yo, que no puedo alardear tan siquiera de ser uno de los mil mejores guerreros de la Spada, puedo aun así derrotar al joven Perseo.

—¿Con quién quieres apostar ese caballo, extranjero?

Perseo volvió la mirada hacia el río. Por allí venía Cleómenes, acompañado por Temístocles y seguido por sus guardias. Mientras el ateniense se quedaba a cierta distancia y entre las sombras, como si no quisiera que los persas lo vieran demasiado de cerca, el rey Agíada siguió caminando hasta llegar junto a su hermanastro.

Se oyeron algunos murmullos y un gruñido apenas disimulado de Damarato. «Qué impresentable, aparecer ahora», susurró el rey Euripóntida, tan bajo que sólo Perseo lo escuchó.

—Oh, no pretendo apostar contra el príncipe —respondió Bagabigna—. Estoy dispuesto a correr el riesgo de perder, y en tal caso mi caballo será un regalo para vuestra ciudad, una ofrenda para vuestros dioses.

Cleómenes puso los brazos en jarras, un gesto poco regio que, sin embargo, resaltaba la anchura de sus hombros y disimulaba un poco la de su cintura.

—¿Qué te daremos nosotros si ganas?

El persa lo miró primero a él, después a Gorgo y, por último, torciendo el cuello, a Perseo.

—Tan sólo un objeto simbólico, nada de importancia. Por ejemplo, esa bonita cinta azul con la que la hija del rey Cleómenes, la hermosa Gorgo, lleva recogido el pelo.

A Perseo se le paró el corazón un instante. Se oyeron murmullos entre los comensales, algunos sorprendidos y otros enojados. Sin embargo, Cleómenes no pareció ofenderse.

—Como padre de Gorgo, acepto el desafío. ¿Lo acepta mi ilustre colega Damarato, como padre de nuestro joven campeón?

Damarato se limitó a asentir con gesto serio.

—En tal caso —sentenció Cleómenes—, propongo que ese duelo se celebre mañana mismo a media tarde, en el gimnasio de Heracles. El corcel de Nisea de nuestro invitado contra la cinta de seda de mi hija Gorgo. Mi querido Perseo, espero que dejes en buen lugar a toda Esparta.

Perseo, que no había vuelto a sentarse, inclinó ligeramente el torso como asentimiento y reverencia. A continuación se volvió a Damarato y dijo:

—Padre, con tu permiso, creo que lo mejor es que me retire ahora. Mañana debería estar descansado.

El rey Euripóntida se levantó del diván, con su rigidez habitual. Mirando a Cleómenes con gesto más hostil incluso de lo habitual, respondió:

—Creo que es mejor que todos nos retiremos. Se ve que estamos cansados y quizá algo bebidos, y pueden decirse cosas de las que quizá luego nos arrepintamos.

Cleómenes demostró el respeto que le merecían las palabras de su colega tumbándose en el diván.

—Habla por ti, Damarato. Todavía es temprano, y no quiero que nuestros invitados piensen que los espartanos somos unos aburridos. ¿Qué opinas tú, hija? —preguntó Cleómenes, acariciando el brazo de Gorgo.

Ésta sonrió, tomó la mano de su padre, la besó y dijo:

—Disfruta de la cena, padre. Creo que lo más decoroso es que yo me retire ahora.

Cuando Cleómenes quiso poner un gesto de contrariedad, Gorgo ya le había soltado la mano y se había levantado para abandonar el banquete. Mientras él mismo se marchaba, Perseo pensó, y no por primera vez, que la hija de Cleómenes sería una extraordinaria reina de Esparta.