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Esparta

 

Era la primera vez que Pausanias entraba en el Eforión, el edificio del ágora donde se reunían los cinco éforos. Pese a pertenecer a la familia real, había estado siempre alejado del poder y de sus decisiones. Hasta que la tijera de Átropos, la inflexible diosa del destino, había ido cortando uno por uno los hilos de las vidas de sus mayores: primero Cleómenes, después Leónidas y por último Cleómbroto, su padre.

Fuera hacía un tiempo agradable. Era una de aquellas tardes de primavera en que, después de varios días de lluvia, el cielo se aclaraba sobre Esparta, mientras que sobre el Taigeto se alzaban capas espectaculares de nubes, una escultura efímera creada por Zeus antes de complacerse en deshacer su propia obra. En cambio, el interior del Eforión había retenido el frío del invierno, que emanaba de las losas del suelo, y el único calor procedía de los braseros de bronce que quemaban maderas aromáticas.

Los éforos aguardaban sentados en un largo banco de piedra, y sentados se mantuvieron cuando entraron Latíquidas y Pausanias, para los que los sirvientes del Eforión habían traído arrastrando dos pesados sitiales de roble.

Las celosías de madera se hallaban cerradas para evitar oídos indiscretos. Pese a las llamas de los braseros, la sala se hallaba en penumbra. Al no tratarse de una reunión oficial, no se celebró ningún sacrificio, de modo que Pausanias ocupó su puesto sin más.

Frente a él se sentó Latíquidas. El soberano Euripóntida era un palmo más alto que él. Tenía una espesa cabellera que había empezado a encanecer cuando todavía era joven y que ya se había vuelto completamente blanca aunque pasaba por poco de los cincuenta; era una de esas cabelleras que acompañan a sus dueños hasta la tumba. Se conservaba bien, aunque había un punto de blandura en sus músculos. Según Leónidas, que había sido su colega más de una década, Latíquidas sólo tenía apariencia exterior, mientras que por dentro carecía de nervio.

Por desgracia, era Latíquidas quien, a la muerte de Cleómbroto, había heredado el mando al frente de la Liga del Peloponeso. Eso significaba, por ende, que también dirigía la alianza de estados griegos que se oponían a Persia.

Latíquidas carecía de la inteligencia y el carisma necesarios para aquel empeño. Pausanias lo había visto en la asamblea de los ciudadanos más de una vez. Mientras que las aclamaciones a Leónidas eran sinceras y, a menudo, ensordecedoras, las que recibía Latíquidas siempre sonaban tibias. A sus órdenes, los espartanos no retrocederían un paso, sin duda, porque así lo mandaba la ley. Pero para ir más lejos, para atreverse a llevar la guerra a las puertas del mismísimo infierno, habría hecho falta alguien como Leónidas.

«O como Perseo», se dijo Pausanias, recordando aquellos terribles días de la Estigia. El hijo de Damarato habría sido un buen rey. Quizá no tanto para tiempos de paz, pero sí para esa guerra, la mayor que los griegos habían visto en toda su historia.

Frente al banco de los éforos había cinco sillas plegables, más humildes que los sitiales del rey y el regente. En ellas se sentaron los últimos en llegar, que eran los comandantes de los cinco batallones designados para aquel año. Entre ellos se encontraba Eurianacte, primo de Pausanias, que mandaba el batallón de Mesoa; no tenían una relación demasiado estrecha, pero al menos se sentía apoyado con su presencia en la sala. Para su desagrado, también estaba Amonfareto, antiguo director de la agogé y ahora jefe del batallón de Pitana, que nunca se había molestado en ocultar el desprecio que sentía por Pausanias.

Una vez sentados todos, tomó la palabra Zeuxipo, el éforo epónimo cuyo nombre quedaría grabado en las crónicas de la ciudad. Cincuentón, había perdido casi todo el pelo de joven. Compensaba esa falta dejándose la barba muy larga y peinándosela en trenzas que no dejaba de hurgar y sobar como si fueran las guedejas del mítico vellocino y quisiera encontrar oro en polvo entre ellas.

—Como sabéis —empezó Zeuxipo—, mis colegas Brásidas y Espertias han regresado de su misión en Salamina. Brásidas, explica las novedades a los comandantes y a nuestros reyes.

El interpelado, un tipo alto y delgado, de ojos tan saltones y móviles como su nuez, hizo ademán de levantarse del banco. Después se dio cuenta de que estaba en su sede, donde teóricamente los éforos eran la máxima autoridad y no debían gesto de respeto a nadie más, y se quedó sentado.

—Lo primero que debo comunicaros es que, en el mismo momento en que nos disponíamos a regresar de Salamina, vimos algo terrible.

—¿Qué? —preguntó Latíquidas. Su postura aparentemente relajada, con las piernas separadas, la cabeza hacia atrás y las manos apoyadas en los brazos del sitial, daba a entender que, pese a que la reunión se celebraba en el Eforión, él pensaba hacer valer su autoridad como rey.

—Vimos cómo el ejército de Mardonio aparecía en el Ática, entraba en la ciudad de Atenas y la incendiaba por segunda vez —respondió Brásidas.

Hubo un momento de silencio. En Esparta había gente, bastante ilusa en opinión de Pausanias, que durante todo el invierno había sostenido que Mardonio sólo esperaba a que llegara el buen tiempo para emprender el regreso a Asia. Ahora, aquella absurda teoría acababa de ser rebatida por los hechos.

—Vaya noticia más sorprendente —respondió el rey Latíquidas—. No hace falta tener la inteligencia del sabio Quilón para saber que Atenas siempre ha sido el objetivo de la campaña persa. De hecho, la única intención que mueve a Jerjes y Mardonio es borrar de la faz de la tierra esa ciudad de charlatanes.

«¿Y quién dice que cuando la aniquilen se detendrán ahí?», pensó Pausanias. Las palabras murieron en su garganta. Por más que se repetía a sí mismo: «Eres el regente, eres el regente», se sentía tan intimidado ante aquellos hombres como si Iris, la mensajera de los dioses, lo hubiera invitado a asistir a un banquete en el Olimpo y se encontrara ante la imponente presencia de Atenea, Apolo o el mismísimo Zeus.

Brásidas carraspeó y trató de proseguir.

—Mi rey…

—Eres un éforo —lo interrumpió su colega Zeuxipo—. No tienes por qué dirigirte así a Latíquidas. Esto es Esparta, no la corte tiránica de Jerjes.

Brásidas bajó un instante los ojos. Pausanias pensó que aquel hombre, larguirucho y nervioso, era de esa clase de éforos de los que le había hablado su tío Cleómenes. «En teoría, esos condenados éforos me controlan —le decía—. Se permiten quedarse sentados cuando me ven entrar, y dos de ellos vienen conmigo a la guerra para vigilarme hasta cuando voy a la letrina. ¡Ah, pero ésa es la teoría! La mayoría de ellos saben bien que serán éforos un año, sólo un año en toda su vida, mientras que yo seguiré siendo rey siempre. Así que piensan: “Cuando vuelva a ser un ciudadano normal, ¿cómo se podrá vengar de mí el poderoso Cleómenes? ¿Voy a convertirlo en mi enemigo por un momento de gloria?”. Y, por supuesto, deciden que no les conviene y acaban comiendo de mi mano».

Zeuxipo, a quien le gustaba llamar la atención sobre el cargo que ostentaba, era más difícil de tratar que Brásidas. En una reunión de su banquete privado, se había permitido el lujo de comentar a sus compañeros de pheiditíon: «Con Cleómenes y Leónidas se ha acabado la época de los reyes fuertes. ¡Es el tiempo de los éforos y del pueblo espartano!». A tipos como ésos, Cleómenes les daba sedal como a una carpa para hacerles creer que se salían con la suya y, después, cuando menos se lo esperaban, ¡zas!, tiraba de la caña, los sacaba del agua y los dejaba boqueando sobre la hierba.

Pero Cleómenes ya no estaba entre los vivos.

Pausanias sacudió la cabeza y trató de volver al presente. Brásidas seguía explicando el resultado de la misión que los había llevado a él y a Espertias a Atenas.

—Aunque Mardonio haya vuelto a incendiar Atenas, no es tan obvio que pretenda aniquilar a sus habitantes, rey Latíquidas —dijo el éforo—. De hecho, les ha enviado como embajador al rey Alejandro de Macedonia para pactar con ellos.

—¡Ese traidor propersa! ¡Que los perros de Hécate le mastiquen los testículos! —masculló Amonfareto.

Amonfareto había pasado ya de los sesenta años, pero la edad no había suavizado su carácter. La mayoría de los que estaban allí habían sufrido sus rigores cuando dirigía la agogé. Debido a ello, conservaba sobre los demás un ascendiente del que les costaba librarse. En particular a Pausanias. Pese a que ahora se encontraba por encima de él en la jerarquía, cuando Amonfareto clavaba los ojos en él, le parecía oírle gritar: «¡Mastigóforo! ¡Cinco azotes al del pelo rojo por moverse en formación!».

—Mardonio ha ofrecido a los atenienses el perdón de Jerjes —continuó Brásidas—. Les ha prometido que, si le ofrecen por fin el agua y la tierra, les devolverá su territorio.

—No tendría que devolvérselo —intervino Amonfareto— si ellos no lo hubieran evacuado con el rabo entre las piernas, como los perros cobardes que son. ¡Eso jamás habría ocurrido en Esparta! ¡Que me fulminen los rayos de Zeus Uranio si alguna vez permito yo que mis tropas retrocedan ante los persas!

Por más que Amonfareto lo intimidara, a Pausanias le pareció que aquel comentario era demasiado injusto como para callarse. Odiándose a sí mismo por el calor de la sangre que afluía a su rostro, dijo:

—Los atenienses no son unos perros cobardes, y lo demostraron en Maratón.

—¡En Maratón no había más que cuatro bárbaros piojosos montados en jamelgos famélicos! —le interrumpió Amonfareto—. Ya habéis visto cómo, en cuanto se acerca un ejército de verdad, los atenienses abandonan sus templos y sus santuarios y permiten que el bárbaro los incendie. ¡Vuelvo a decir que eso jamás pasaría en Esparta!

«Porque los bárbaros todavía no han asomado por el valle del Eurotas con su caballería», pensó Pausanias. A los espartanos, aunque nadie lo confesara, les espantaba la idea de enfrentarse con la caballería persa. Sólo en jinetes, Mardonio superaba en número a todos los hoplitas que Esparta podía poner en el campo de batalla.

El éforo Brásidas carraspeó.

—¿Podría continuar?

—Caballeros —advirtió Zeuxipo—, os recuerdo que estamos en el Eforión y que ésta es una reunión del colegio de éforos. Rey, regente, comandantes de batallón: estáis aquí como delicadeza nuestra, para que escuchemos vuestras opiniones y nosotros, las vuestras.

Todos asintieron, salvo Amonfareto, que siguió mirando a Pausanias con ojos furiosos durante un rato, como amenazándolo: «No vuelvas a defender a los atenienses, niñato».

—Mardonio ha ofrecido a los atenienses regresar a Atenas sin sufrir más ataques —prosiguió Brásidas—. También les ha prometido restaurar los santuarios incendiados y no interferir en su gobierno. Si acceden, asegura él, no serán súbditos de Jerjes, sino sus aliados principales en Grecia.

—¿Les va a dejar mantener el gobierno de la chusma? —preguntó Latíquidas.

—Mardonio tiene suficiente poder para prometer a los atenienses todo lo que se le ocurra —intervino Espertias, el éforo que había acompañado a Brásidas en la embajada a Atenas—. Al fin y al cabo, después puede hacer lo que le dé la gana.

En público, Pausanias procuraba llamarlo Espertias, aunque no podía dejar de pensar en él como Escaleno, el Cojo. Si el éforo ya había nacido con los dedos de la mano derecha atrofiados, en el bárbaro ritual de la Estigia le habían mutilado, para colmo, las dos primeras falanges de los dedos de la izquierda. No obstante, Pausanias había visto cómo se las ingeniaba para embrazar un escudo construido a su medida, y también cómo con aquella diestra deforme no sólo empuñaba la lanza de forma aceptable, sino que lanzaba piedras con tal puntería que era capaz de derribar un nido de gorriones a más de treinta pasos.

—Eso es cierto —dijo el primo de Pausanias—. ¿Es que no recordáis lo que nos ofreció el padre de Jerjes a los espartanos cuando mandó a sus embajadores hace más de diez años? Fue lo mismo que les está prometiendo ahora a los atenienses.

—Lo que recuerdo de entonces es que por culpa de Cleómenes, tío del regente aquí presente, esos embajadores fueron asesinados de forma sacrílega —replicó Latíquidas, mirando con hostilidad a Pausanias.

—No hace falta recordar eso ahora, mi rey —zanjó Escaleno, insistiendo en el título con cierta sorna—. Ese crimen ya fue expiado, y creo que no hace falta repetir por quién. Pensemos en lo venidero, no en el pasado.

La mención a la expiación por la muerte de los embajadores no era baladí. Si Escaleno había sido votado como éforo apenas cumplidos los treinta años era por la popularidad que había ganado ante el pueblo espartano al ofrecerse como voluntario para ir a la corte persa y dejarse matar en compensación por aquel sacrilegio.

El éforo Zeuxipo, jugueteando pensativo con las largas trenzas de su barba, dijo:

—Es cierto que los persas siempre han jugado dos partidas con los mismos dados, una con nosotros y otra con los atenienses. En una de las dos tienen que estar haciendo trampas.

—O en las dos —repuso Escaleno. Pausanias y su primo asintieron ante su comentario.

—Como sea —continuó Brásidas—, ésa ha sido la oferta de Mardonio a los atenienses. Les ha dicho que pueden conservar su libertad. Pero también les ha recordado que, si se niegan, la mano del rey es tan larga que llega a los confines del mundo. Y que, si por casualidad remota logran derrotarle a él, a Mardonio, Jerjes no vacilará en reclutar un ejército tres veces mayor.

Durante un rato reinó un silencio lúgubre. Era algo que no solían comentar, pero que todos tenían en cuenta. Grecia, encajonada entre las montañas y el mar, era pequeña, y tan pobre que, cuando la población crecía, la mayoría de las ciudades tenían que enviar los excedentes a fundar colonias. Esparta, una de las excepciones, podía movilizar poco más de diez mil hoplitas en la flor de la edad, y tan sólo la mitad de ellos guerreros de élite de la agogé, pues el resto eran habitantes de las ciudades vecinas que no poseían la ciudadanía espartana.

En cambio, los recursos del Imperio persa eran inagotables. Aunque sufriera algún contratiempo, superaba los reveses por el procedimiento de reclutar más hombres y recurrir a una fuerza aplastante.

Latíquidas así se lo recordó a los demás.

—Pensad en ello. Cuando esos afeminados jonios se rebelaron contra Darío, lo más que consiguieron fue incendiar una de sus ciudades. ¿Qué les pasó después? Que la rebelión acabó aplastada y, como escarmiento, Mileto fue arrasada hasta la última piedra y los supervivientes, vendidos como esclavos. —Un triste destino, pensó Pausanias, que había tenido el privilegio de visitar Mileto con Temístocles un año antes de su caída—. ¿Recordáis las carcajadas de toda Grecia cuando la flota de Mardonio naufragó en el monte Atos? —continuó Latíquidas—. «Los persas ni siquiera saben nadar», se decía. Pensamos que la amenaza había acabado, ¿y qué ocurrió? Sin despeinarse la barba, Darío alistó otra flota con la que saqueó todo el Egeo y destruyó Eretria. Atenas se salvó sólo por casualidad.

«¿Llamas casualidad al valor de Maratón?». Al darse cuenta de que las palabras le iban a salir atropelladas por la indignación, Pausanias se calló. ¿Por qué no podía él hablar con el aplomo de los demás?, se preguntó, mortificado.

—Ya habéis visto lo que pasó luego —prosiguió Latíquidas—. Jerjes organizó una expedición mucho mayor que la de nuestros antepasados cuando tomaron Troya. Y los atenienses, que tan ufanos estaban por ganar una escaramuza en Maratón, tuvieron que abandonar su ciudad y verla destruida.

—Perdona, mi rey, pero me da la impresión de que te olvidas de Salamina —intervino Escaleno—. Yo estaba allí con tu primo Euribíades, y me atrevería a asegurar que fue una gran victoria para Grecia.

—Sí, y un simple traspié para Jerjes, como si a un águila le arrancas un par de plumas de la cola. ¿Es que no entendéis mi argumento? —Latíquidas se impacientó—. Cada vez que los persas sufren un revés, responden golpeando dos veces más fuerte. Ya habéis visto cómo los atenienses, que tanto presumen de esa tierra en la que siempre han vivido, la han vuelto a abandonar. ¡Y esta vez, comprobaréis que es para siempre!

—Tu esperanza en la victoria me inspira, ¡oh, rey! —dijo Escaleno, levantando la copa en un brindis y apurando su contenido. Después, como en aquella reunión no había sirvientes, él mismo se levantó cojeando para tomar de una mesa aledaña la jarra de vino y rellenarse la copa—. ¿Alguien quiere más?

—El vino es mal consejero —le recriminó Amonfareto—. ¿No os enseñamos eso en la agogé?

—¿Nos lo enseñasteis? A lo mejor he bebido tanto que lo he olvidado.

—¡Irrespetuoso!

—Cuidado, noble Amonfareto. Estás hablando con un magistrado del pueblo de Esparta —amenazó Escaleno—. Querido colega Zeuxipo, cuando quieras puedes salir en defensa de mi dignidad.

El aludido se limitó a soltar un gruñido que no comprometía a nada. Escaleno, antes de volver a su sitio, se acercó a Pausanias y le escanció vino.

—Yo no…

—Te vendrá bien, regente —susurró el éforo—. Te soltará la lengua y además podrás echarle la culpa a la bebida de esas chapetas que te están saliendo en el rostro.

Aunque el comentario no contribuyó precisamente a enfriar las mejillas de Pausanias, éste aceptó el vino y se bebió la mitad de un trago.

Latíquidas había retornado al tema.

—Hablas de esperanza, éforo. Pero la engañosa esperanza es propia de mujeres, niños e incautos, no de hombres crecidos.

—Y, sin embargo, si habita entre nosotros es por algo —replicó Escaleno—. ¿Recuerdas los versos de Hesíodo sobre Pandora y el jarro donde guardaba todos los males la tapa de su tinaja?

—No, pero sospecho que me los vas a recordar tú.

Escaleno carraspeó antes de recitar. Tenía una voz magnífica, flexible, sonora y limpia desde los tonos más graves a los más agudos.

—«Al quitar con sus manos la gran tapa de aquella tinaja, Pandora dispersó todos los males por el mundo y acarreó para la humanidad tristes calamidades. Tan sólo se quedó dentro la Esperanza, bajo los bordes de la indestructible tinaja, y no voló hacia la puerta, porque antes Pandora le puso la tapa al ánfora, por voluntad de Zeus portador de la égida y amontonador de nubes».

—¿Era Hesíodo un poeta espartano? —espetó Amonfareto y se respondió él mismo—: ¡No! Era beocio, como esos traidores sodomitas que han pactado con Jerjes. Sus versos no significan nada.

—No voy a entrar en disputas poéticas —dijo Latíquidas—. Yo no quiero esperanza, sino seguridad y previsión. Pese a todo lo que ha ocurrido, hasta ahora los espartanos nos hemos salvado de lo peor.

Pausanias sintió cómo la sangre sorteaba sus mejillas y se le subía directa a los oídos, que le zumbaron de indignación. Aquellas palabras no podían pasar sin una respuesta.

—¿Hablas en serio? ¿Que nos hemos salvado de lo peor? ¿Perder a un rey y a trescientos buenos espartanos no te parece lo bastante malo?

—Lamento la pérdida de esos hombres tanto como cualquiera —respondió Latíquidas—. Pero, en tu inexperiencia, joven Pausanias, ignoras que si Leónidas se empeñó en sacrificarse en las Termópilas fue contra mi voluntad y la de la mayoría del consejo de ancianos. Yo siempre he mantenido que la única posición que se puede defender es el istmo y que nuestra fortaleza inexpugnable ha de ser el Peloponeso.

—¡Bien hablado! —apostilló Amonfareto.

—¿Y el resto de los griegos, por los que Leónidas se sacrificó? ¿Los dejaremos abandonados a su suerte? —preguntó Pausanias.

—La mayoría del resto de los griegos han pactado con Jerjes. Mira qué poco tardaron los tesalios y los tebanos en ofrecerle el agua y la tierra. —Bajando la voz, Latíquidas añadió—: Y si los corintios no lo hacen, es porque nos tienen demasiado cerca.

—¿Y los atenienses?

—¿Cuántas veces tengo que deciros que os olvidéis de los atenienses? Ni hablamos igual que ellos, ni vestimos como ellos, ni tenemos los mismos héroes, ni nos dejamos mandar por la chusma como ellos.

Pausanias estuvo a punto de responder que Latíquidas estaba exagerando de forma tramposa las diferencias entre ambas ciudades, mucho menores que sus semejanzas, pero el rey Euripóntida se había lanzado en su discurso y no dejó hueco para interrumpirlo.

—Os digo una cosa a todos. Lo mejor para nosotros es que Jerjes destruya Atenas de una vez para siempre. Ya os he explicado en más de una ocasión que esa ciudad, con sus costumbres corruptas, es un cáncer. Dejad que siga creciendo como lo hace, inscribiendo como ciudadanos a bastardos, mendigos y bárbaros, y algún día nos arrepentiremos. ¡La amenaza de los ilotas nos parecerá algo risible!

—Deberíamos hacer caso a nuestro rey —dijo Escaleno—. Cuando habla de la amenaza ilota, lo hace por experiencia propia.

Pausanias estuvo a punto de aplaudir el comentario del éforo, aunque no dijo nada.

 

 

 

Aquél era un asunto del que apenas se hablaba en público. Once años antes, cuando los gobernantes espartanos creían que habían acabado con la amenaza de Cleómenes y la posible alianza de las ciudades arcadias contra Esparta, descubrieron que durante su exilio el rey también se había reunido con caudillos de Mesenia. Como resultado, al mismo tiempo que Cleómenes se despedazaba a sí mismo con un cuchillo, se produjo una sublevación de ilotas en la que los rebeldes llegaron a movilizar un ejército de más de diez mil guerreros.

El encargado de aplastar aquella sublevación fue Latíquidas, en una guerra secreta que no se comunicó al resto de aliados por no dañar el prestigio de Esparta. Aquélla fue la razón de que, cuando el corredor Fidípides llegó ante los éforos a pedir ayuda contra los invasores que habían desembarcado en Maratón, se le negara con el pretexto del festival de Apolo Carneo.

Durante aquella campaña, Latíquidas y su ejército, formado por espartiatas y por periecos, se metieron solos en una trampa al penetrar en una garganta boscosa del Taigeto sin enviar exploradores por las crestas que la rodeaban. Como era de esperar, los rebeldes los rodearon y bloquearon las dos salidas del paso. Sólo la llegada a marchas forzadas de Leónidas y sus hombres, que venían del campo de batalla de Maratón, evitó que un ejército espartano acabase pereciendo de hambre por la ineptitud de Latíquidas.

El Euripóntida captó el sarcasmo, al igual que todo el mundo en la sala, pero se abstuvo de contestar a Escaleno. En su lugar, miró a Pausanias y dijo:

—Tú, más que nadie, deberías conocer bien el peligro de los atenienses.

—¿A qué te refieres? —preguntó Pausanias, sin saber a qué aludía Latíquidas.

—¿Recuerdas cuando tu tío Cleómenes ayudó a expulsar al tirano Hipias de Atenas? ¡Ah, no, eres demasiado joven! Hipias se dejó en un templo de la Acrópolis una colección de oráculos délficos. Cleómenes los encontró y los trajo a Esparta. Cuando yo ascendí al trono en lugar del impostor Damarato, Cleómenes me los enseñó, puesto que se trataba de un asunto de estado lo bastante importante para compartirlo conmigo. ¿Acaso tú no has visto esas profecías, Pausanias? No creo que tu tío las quemara.

Pausanias apretó los labios y no respondió. Conocía de sobra esos oráculos, una colección de tablillas de madera que habían pasado de las manos de Cleómenes a las de Leónidas, después a las de Cleómbroto y, por fin, a las suyas. En ellos se profetizaba la grandeza de Atenas a costa de la de Esparta. Entre otros versos había unos que rezaban:

 

Muchas y graves afrentas sufrirá Lacedemón

a costa de los hijos de Erecteo,

y la lanza de Atenea flotando en el agua

perforará la piel de león de Heracles,

y Teseo el Egeida volverá a raptar

a la ilustre hija espartana de Zeus y Leda.

 

—¿Existen esos oráculos, Pausanias? —preguntó Zeuxipo.

—Hay tantos documentos en palacio que yo…

—¡Por el poder que me ha concedido el pueblo de Esparta, te exijo que me contestes, Pausanias, hijo de Cleómbroto! —exclamó el éforo, señalándolo con el bastón.

—Existen.

Un murmullo recorrió la sala. Latíquidas continuó su ataque.

—¿Y no es verdad que en ellos se dice que Esparta va a sufrir numerosas ofensas a manos de los atenienses y que eso va a ocurrir durante mucho tiempo?

Pausanias asintió con la barbilla.

—No te he oído, tutor del rey —se empeñó Latíquidas—. ¿Puedes contestarme en voz alta?

Escaleno acudió en ayuda de Pausanias.

—Supongamos que tienes razón, rey Latíquidas. Supongamos que Atenas es un peligro para nosotros.

—¿Supongamos? —preguntó Amonfareto—. ¿Tienes la desfachatez de dudar del dios Apolo?

—Por supuesto que no. ¿Cuándo en su historia el oráculo de Delfos ha vaticinado nada que no sea verdad? —respondió en tono venenoso Escaleno.

Se oyeron un par de carraspeos nerviosos, pero nadie respondió. Todo el mundo sabía que la Pitia que aseguró que Damarato no era hijo legítimo del rey Aristón había sido sobornada por Cleómenes. Pero lo que nadie conocía, salvo Pausanias, era que ese soborno lo había pagado y organizado su amigo Temístocles. Y estaba dispuesto a llevarse ese secreto a la morada de Hades.

—Lo que quiero decir —prosiguió Escaleno— es que, si Atenas es un peligro tan grande para Esparta, ¿qué ocurrirá en el caso de que no acudamos en su ayuda y los atenienses acaben aceptando las condiciones que le ofrece Jerjes? ¿No se convertirá Atenas en una amenaza mucho mayor para nosotros si se convierte en aliada de los persas? ¿No nos pasará como a Edipo, que, por evitar una profecía, aceleró su cumplimiento?

—Con la rendición de Atenas, Jerjes se quedará satisfecho —aseguró Latíquidas—. El Peloponeso tiene poco que ofrecerles, y no es adecuado para su caballería. Los persas nos dejarán con nuestros dominios y nosotros a ellos con los suyos.

—En cuanto a que Atenas pacte con los bárbaros —dijo el éforo Brásidas—, tú mejor que nadie sabes que no debemos preocuparnos por eso, Escale… Perdón, Espertias.

—No te preocupes, Brásidas. Que no me llames cojo no va a alargarme la pierna. Sí, los dos estábamos delante cuando el general Arístides respondió a la propuesta de Mardonio. Debo decir que fue digna de un espartano. Hay que reconocer que ese hombre tiene planta de espartano. —Escaleno se levantó del banco y, poniéndose la mano en el pecho y levantando la mirada a las alturas, declamó—: «Nosotros, los atenienses, somos más que conscientes de que el poder de Jerjes es muy superior al nuestro y de que su brazo es largo y llega a todos los rincones del orbe. Sobra recordarnos nuestra inferioridad. Pese a ella, amamos tanto la libertad que la vamos a defender con nuestras últimas fuerzas. Mientras el sol siga recorriendo el mismo sendero en el cielo, mientras quede un solo ateniense vivo, ¡jamás pactaremos con Jerjes!». —Escaleno volvió a sentarse y en un tono de voz más natural añadió—: Dicho esto, echaron a Alejandro el macedonio de Atenas y le prohibieron volver a dirigirse a ellos con propuestas similares.

Casi todos los presentes asintieron, satisfechos y aliviados con la contestación de los atenienses. La respuesta de Latíquidas, en cambio, fue sardónica.

—«Mientras quede un solo ateniense vivo». Vaya, puede que matemos dos pájaros con la misma flecha.

—Lo importante —dijo Zeuxipo— es que se niegan a pactar con los persas.

Brásidas asintió con vigor y añadió:

—Cuando Es… pertias y yo nos reunimos con ellos, ya sin la presencia de Alejandro, insistieron en lo mismo. «Estad tranquilos, espartanos. No hay oro suficiente en el mundo como para que los atenienses consintamos en que Grecia sea esclavizada».

—Testifico que mi colega Brásidas ha repetido de forma literal esas palabras tan altas y solemnes —confirmó Escaleno—. Demasiado altas y solemnes, tal vez, como toda esa historia del sol dando vueltas en el cielo por no se sabe dónde.

—¿Qué insinúas? —preguntó Amonfareto.

—¿Os habéis fijado en la cantidad de adverbios y partículas que tenemos en griego para corroborar lo que decimos? «Ciertamente», «en verdad», «de hecho», «sin duda», «en verdad de verdad»… Cuantas más amontonamos en una frase, como el pescadero que echa peso y peso en la balanza, es porque menos seguros estamos de que nuestro interlocutor nos vaya a creer.

—Te enredas en frases largas como un ateniense —le reprochó Amonfareto—. ¡Habla como un espartano, demonios!

—Trataré de explicarlo en palabras que todos podáis entender, mi admirado y temporalmente subordinado Amonfareto.

—¡Te vas a comer tus…!

—¡Silencio! —exigió Zeuxipo, golpeando el suelo con la contera del bastón—. Amonfareto, respeta la autoridad de los éforos. Y a ti, Espertias, te agradeceríamos que nos privaras de tu dudoso sentido del humor.

—Por supuesto, mi honorable colega —dijo Escaleno—. Lo que quiero decir es que todos los «ciertamente» del mundo, todas las promesas, todas las alusiones altisonantes al sol y al oro del mundo dejan de valer cuando llega la palabra mágica.

—¿Y cuál es? —preguntó Pausanias, siguiendo el juego de la pausa dramática que había hecho Escaleno.

—«Pero».

—¿Cómo que «pero»? —preguntó Amonfareto, confuso. Al entrecerrar los ojos, se le levantaba el labio inferior y dejaba al descubierto los incisivos, que tenía rotos desde que Pausanias podía recordar.

—A eso es a lo que hay que atender, caballeros. A lo que viene detrás del «pero». Nosotros entregamos a los atenienses la propuesta convenida. —Escaleno hizo ademán de desenrollar un papiro imaginario y recitó—: «Amigos atenienses, nos solidarizamos con vosotros por la pérdida de vuestras cosechas, la destrucción de vuestras casas y vuestros templos y bar, bar, bar, bar, bar. Prometemos alimentar a vuestras mujeres y a los niños, ancianos y enfermos que no sean aptos para la guerra».

—Bien sabéis que yo me opuse a esa propuesta —dijo Latíquidas—. El trigo no sale de debajo de las piedras.

—Puedes estar tranquilo, mi rey, que nuestras reservas de trigo seguirán intactas —repuso Escaleno—. Arístides, en nombre de sus diez generales, nos dijo que, aunque nos agradecía la oferta, los atenienses se negaban a ser una carga para nosotros.

—Engreídos —masculló Amonfareto.

Pero, y aquí es donde viene la objeción, lo que sí nos piden en nombre de nuestra alianza es que enviemos un ejército a marchas forzadas para unirnos a ellos en las fronteras del Ática, enfrentarnos a los persas allí y expulsarlos hacia el norte.

—¡Ah! —exclamó Latíquidas—. ¡O sea, que no quieren ser una carga, pero nos piden que abandonemos nuestro país y dejemos a nuestras mujeres y nuestros hijos indefensos!

—¿Dijeron algo más? —preguntó Zeuxipo.

—No —respondió Escaleno—. Pero las palabras «Y si no lo hacéis, ateneos a las consecuencias» quedaron flotando en el aire.

—¿Es eso cierto, Brásidas? ¿Insinuaron algo así? —dijo Zeuxipo.

—Yo no lo escuché —respondió el interpelado.

—¡Por los Gemelos! —exclamó Escaleno—. Luego dicen que los espartanos somos sutiles como el zorro. Pero, Brásidas, ¿es que no te diste cuenta de que nos estaban amenazando?

—¿Pronunciaron alguna amenaza explícita? —insistió Latíquidas.

—Explícitamente, no —respondió Escaleno—. Pero cualquiera puede…

—En ese caso, no hay más de qué hablar. —El rey se dio un puñetazo en la palma de la mano—. El ejército espartano no va a salir de esta tierra. ¡Como han dicho los atenienses, eso no ocurrirá mientras el sol siga su curso en el cielo!

—Pues yo creo que es lo más inteligente que podemos hacer —dijo Pausanias, casi sin levantar la voz. A él mismo lo sorprendió la serenidad de su tono—. Salirle al encuentro al enemigo en lugar de quedarnos esperando a que venga él.

—¿Quién eres tú para decir eso? —preguntó Latíquidas.

«No te dejes acobardar».

—Lo sabes de sobra. Soy el regente de Plistarco, legítimo rey de la dinastía Agíada.

—Lo es —reconoció Zeuxipo—. Tiene derecho a hablar en nombre del rey.

—Lo que sé de sobra, y tú también lo sabes, Pausanias —sentenció Latíquidas, apuntándolo con el dedo—, es lo que me dijo tu padre cuando volvió a Esparta después del eclipse.

 

 

 

Latíquidas se refería a un eclipse de sol que se había contemplado en el istmo de Corinto a principios de otoño, después de la batalla de Salamina. Interpretándolo como un aviso de los dioses, Cleómbroto había tomado consigo el ejército que fortificaba el istmo y lo había traído de regreso a Esparta.

Por aquel entonces, ya se encontraba muy enfermo, había perdido más de veinte kilos y no dejaba de toser y esputar sangre. Como apenas se podía mover del lecho, había hecho venir a Latíquidas, lo cual sentaba un precedente inusitado desde hacía generaciones: un rey visitando a otro en su palacio.

Y allí, para humillación de Pausanias, Cleómbroto le había dicho a Latíquidas que, a partir de aquel momento, renunciaba al mando supremo del ejército griego en las operaciones fuera de Esparta; un mando que los aliados habían entregado a Leónidas y que a la muerte de éste había pasado a Cleómbroto.

—Estoy demasiado enfermo ya para ejercerlo.

—Es una decisión sensata —respondió en aquel momento Latíquidas.

—Padre, no lo entiendo —se quejó Pausanias.

—Debes dejarle a Latíquidas el mando del ejército, hijo.

—¡Pero somos Agíadas! Desde siempre los espartanos nos han honrado por encima de los demás. ¿Cómo vamos a ceder el primer puesto a los Euripóntidas?

—Tú no posees el espíritu de mi hermano Leónidas, ni el mío. Por tus venas parece que corre vino aguado en vez de sangre.

Pausanias había agachado la cabeza, entre el alivio por librarse de una carga que sabía que lo superaba y la vergüenza por las palabras de su padre, que ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que Latíquidas seguía allí, en su alcoba.

—No es culpa tuya, hijo —dijo Cleómbroto—. Las estirpes degeneran, y después a veces vuelven a remontar. Sigue con tus poemas, tus libros, tus Musas. Deja que otros gobiernen los asuntos de la guerra.

 

 

 

—¿Quieres que repita las palabras de tu padre? —preguntó Latíquidas, con la sonrisa del depredador que tiene aferrada a una liebre por el cuello—. ¿O prefieres que las cante con una lira y las ponga en verso, amado de las Musas?

—Dejad vuestras disputas fuera de aquí —intervino Zeuxipo—. Vuelvo a recordaros que ésta es la sede de los éforos. Creo que ya se ha discutido bastante. Conocemos lo que Mardonio ha dicho a los atenienses y sabemos lo que los atenienses nos han pedido a nosotros. Es hora de que los éforos, en nombre del pueblo soberano de Esparta, deliberemos sobre la respuesta que les vamos a dar.

Era la señal para que todos los que no pertenecían al colegio de los éforos abandonaran la sala. Pausanias lo hizo el primero, acelerando el paso para salir antes de que nadie pudiera ver su rostro de vergüenza.

«Esto me supera», pensó al salir al exterior. El sol estaba cayendo sobre el Taigeto, tiñendo sus picos de un suave color violeta. Obedeciendo a una seña más vehemente de lo que él mismo habría querido —«¿A quién quiero demostrar mi autoridad?»—, los soldados de su guardia lo siguieron.

«¿Por qué no tendré yo la grandeza de Leónidas, o incluso la de Cleómenes?», se preguntó. Quizá, se dijo, él debería haber nacido mujer y Gorgo hombre. Ella no se dejaría arredrar por Latíquidas o Amonfareto.