4
Los dos guardias condujeron a Perseo por un largo pasillo de paredes de piedra labrada, hasta llegar ante una puerta de roble abollonada con clavos de bronce. En ella vigilaban en posición de firmes otros dos soldados, que aceptaron el relevo de los que venían con Perseo. Había también un ilota ya entrado en años, que pegaba cabezadas sentado en un escabel. A una orden seca de los guardias, el ilota dio un respingo. Tras levantarse con gesto desorientado mientras musitaba disculpas, abrió la puerta, que rechinó sobre sus goznes.
Cleómenes estaba encerrado en un cubículo sin ventanas. Una de las paredes estaba decorada con un fresco descolorido y desportillado que representaba, con figuras geométricas muy antiguas, el entierro de un héroe olvidado. El dibujo era demasiado tosco y esquemático para que Perseo pudiera identificar al finado, y no se veía rótulo alguno que señalara su identidad.
Para tratarse de la celda de un rey, el mobiliario era muy escaso: una cama con patas de bronce en forma de garras de león, un arcón de roble y un par de pebeteros en los que ardían hierbas y maderas aromáticas. Todo ello se veía prácticamente apelotonado en un lado de la habitación; Perseo supuso que el motivo era mantenerlo apartado de su único ocupante.
Cleómenes estaba sentado en un banco de piedra pegado a la pared situada a la derecha de la puerta. Tenía los pies encerrados en un cepo de madera, tal como él mismo había hecho aprisionar a Perseo. Pero a él le habían dejado las manos libres; y, por otra parte, su posición no le forzaba tanto los tobillos. Seguramente se encontraba mucho más cómodo que Perseo en su momento.
El hombre que, al menos en teoría, seguía siendo rey de Esparta vestía únicamente una túnica roja, sin cinturón. Por lo torcida que se veía la prenda sobre su cuerpo y los desgarrones en el tejido, Perseo sospechó que se la intentaba quitar a tirones en sus ataques de rabia. Sin saber por qué, le vino a la mente la imagen de Heracles tratando de arrancarse su propia piel cuando el veneno de la Hidra mezclado con la sangre del centauro Neso le corroía las carnes. ¿Sería la locura de Cleómenes tan peligrosa como la de Heracles?
«Es un viejo en las últimas», pensó Perseo. Dijera lo que dijera Leónidas, ahora que estaba preso en el cepo, el hombre que había llegado a ser el gobernante más poderoso de Grecia ya no podía hacer daño a nadie.
Al ver entrar a Perseo, Cleómenes levantó la mirada. Las llamas de los pebeteros tallaban sus rasgos con sombras que lo hacían parecer más demacrado. Tenía el cabello y la barba desgreñados, y el blanco de las raíces le había ganado la batalla al tinte negro de las puntas. Parecía veinte años más viejo que el Cleómenes que no mucho tiempo atrás se había burlado de él encadenándolo a otro cepo.
El único objeto que tenía a mano Cleómenes era una jarra, una oinokhoe de las que se usaban para sacar el vino de la crátera y servirlo en las copas. Al parecer, con un simple cáliz no le bastaba para mitigar su sed.
—¿Puedes creerlo? —dijo Cleómenes, volcando la jarra sobre la palma de la mano para verificar que no quedaba ni una gota—. Dicen que me tiene que durar hasta mediodía. ¡Como si aquí dentro supiera siquiera si es de día o es de noche!
Perseo se quedó a una distancia más respetuosa que prudencial, con las manos cruzadas a la espalda para demostrar a Cleómenes que no le tenía ningún miedo.
—He leído tu nota. Tu hermanastro me la ha dado y me ha dicho que querías verme.
Cleómenes emitió unos ruidos guturales, como si tratara de recordar algo y al mismo tiempo aclararse de flemas la garganta.
—Mis amados hermanastros todavía no saben qué hacer conmigo, ¿verdad? —comentó, por fin—. Están deseando librarse de mí, pero no comprenden que es imposible.
—Yo diría que, de momento, lo han conseguido.
El gesto de Cleómenes se contrajo en una mueca gorgónica. Sin previo aviso, lanzó la jarra contra el rostro de Perseo. Éste, que se esperaba algo parecido, la cazó al vuelo con la mano derecha sin separar la otra de la espalda. Después la depositó sobre el arcón y volvió a situarse frente a Cleómenes.
—¿Por qué no echas a esa loca que tienes detrás? —preguntó Cleómenes, con voz repentinamente calmada tras aquel arrebato—. Quiero hablar contigo en privado.
Aunque bien sabía que no había nadie más en la estancia, Perseo miró de reojo a su espalda.
—¿A qué loca te refieres?
—Esa mujer que tiene serpientes en vez de cabellos.
—¿Es que te atormentan las Erinias? Sería justo. Has intentado atentar contra tu propia madre, Esparta.
—Esparta no es mi madre. ¡Yo soy un Heráclida! Además, ¿atormentaron las Erinias a Zeus cuando destronó a su padre? Toda esa mierda de la sangre y la familia sólo vale para los mortales. Nosotros estamos por encima de ello.
Perseo se dijo que aguantaría como mucho un par de retahílas más como ésa antes de marcharse. Allí estaba perdiendo el tiempo. Por otra parte, lo cierto era que le colmaba de satisfacción ver en tal estado a aquel rey tan soberbio que había llegado a comportarse como un tirano.
Cleómenes volvió a cambiar de tono de voz, hasta el punto de que de repente pareció que era otro hombre el que ocupaba la celda. Pese a que las llamas de los pebeteros apenas alcanzaban para disolver las sombras de la estancia, sus pupilas se contrajeron como cabezas de alfiler. Perseo se preguntó si Cleómenes lo estaría viendo tan siquiera.
—Se avecina una tormenta —anunció el rey, declamando con voz de rapsoda—. Una tormenta como Grecia jamás ha visto. ¡Será la mayor guerra que se haya librado desde la lucha entre los Olímpicos y los Titanes! La venganza de los asiáticos por Troya. Pero los persas traerán el doble de barcos de los que llevó Agamenón y un ejército como jamás se haya visto.
«Si se desata esa guerra, será por tu culpa, viejo sacrílego», pensó Perseo, pero se guardó sus palabras.
Cleómenes volvió a clavar la mirada en Perseo y sus pupilas recobraron el tamaño normal.
—¿Has oído que los persas tienen un solo dios? Ellos aseguran que es tan poderoso que con ese dios les basta y les sobra para vencer en cualquier batalla. Pero ¿sabes una cosa? A nosotros también nos basta con un solo dios.
Contra el poder persa, se dijo Perseo, toda ayuda divina era poca, así que a los griegos les convenía hacer sacrificios a Zeus, Atenea, Apolo y toda la corte olímpica. Pero sabía que contradecir a un loco era como echar agua al mar, de modo que se calló.
—Y lo estás viendo.
—¿Qué estoy viendo?
—¡Al dios del que te hablo, estúpido! —Tras aquel breve arrebato de ira, la voz cambió de nuevo a un tono falsamente amistoso—. Aquí me tienes, a tu dios. Por eso has venido aquí, para soltarme, ¿verdad, Briareo?
De nuevo la mirada de Cleómenes se extravió más allá de Perseo. Éste sintió un escalofrío, como si los ojos del rey pudieran conjurar allí mismo alguna presencia sobrenatural, y casi notó en la espalda la caricia viscosa de los cien tentáculos de Briareo, el gigante que liberó a Zeus de las cadenas con que sus hermanos lo ataron al trono.
—Creo que ya hemos hablado suficiente —dijo Perseo—. No quiero molestarte más en tu retiro.
El sarcasmo de Perseo pareció devolver a la realidad a Cleómenes, que enfocó de nuevo la mirada y replicó:
—Tienes que decirles a mis hermanastros que me saquen de aquí. Sólo yo puedo ganar esta guerra. ¡Tú sabes que no hay nadie en toda Grecia que posea mi genio como general!
—¿Por qué debería decírselo yo? ¿Qué te debo yo más que ofensas e injurias, rey Cleómenes?
—¿Qué me debes, Perseo? ¿Preguntas qué me debes?
Perseo percibió otro cambio en la voz. Era como si dentro de Cleómenes anidaran tres o cuatro espíritus, tal vez cuatro. Un pelotón de dáimones. Y de ninguno de ellos podía fiarse.
Leónidas tenía razón. Lo mejor para él era marcharse de allí y olvidarse de Cleómenes, que ya no podía afectar en nada a su vida.
—¡Me debes la lealtad de la propia sangre!
Perseo retrocedió medio paso involuntariamente. ¿A qué se refería Cleómenes hablando de la sangre? ¿Acaso se había enterado de que Leónidas le había prometido otorgarle su permiso para casarse con Gorgo?
No, eso no era posible. Cleómenes estaba incomunicado, y además Leónidas no era hombre que manifestara sus intenciones salvo en el momento en que las llevaba a la práctica.
Sin embargo, Cleómenes debió de leer el gesto de Perseo.
—Lo que te he dicho te ha hecho pensar en mi hija, ¿cierto?
Perseo levantó la barbilla y miró al rey a los ojos, intentando no demostrar debilidad.
—Ella me ha dicho la verdad sobre vosotros —insistió Cleómenes—. Me ha dicho que el niño es tuyo. —Perseo no respondió—. Sé lo que ha pasado. Mi hermanastro te ha ofrecido que te cases con ella. Así podrías fornicar impunemente con esa zorra, en lugar de esconderte a la orilla del río como has hecho todo este tiempo.
Perseo apretó los puños. Lo que podía aguantar tenía un límite.
O eso creía él.
—Un padre no debería hablar así de su hija —dijo, sin separar apenas los dientes.
—Antiguamente, los padres teníamos derecho de vida y muerte sobre nuestros hijos. Eso fue antes de que ese derecho se lo arrogara el consejo de ancianos. Puedo decir lo que quiera de ella. Gorgo, mi propia hija, me traicionó. ¿No comprendes que yo sólo quería purificar al niño?
Aunque Perseo tenía que dar saltos lógicos para seguir los razonamientos convulsos de Cleómenes, captó el sentido de sus palabras. Gorgo le había contado cómo su padre había intentado sumergir al bebé en las aguas de la Estigia, pensando que eso lo convertiría en un inmortal.
—Estuviste a punto de matarlo —respondió, esforzándose para no levantar la voz—. A tu propio nieto.
—Oh, sí. Sangre de mi sangre. Nieto por partida doble.
La voz había cambiado de nuevo. Ahora sonaba más baja, más astuta, como el ronroneo de una fiera a punto de saltar sobre su presa. Perseo se esforzó por no retroceder otro paso. Cleómenes estaba atado al cepo y, sin la jarra, no tenía nada que pudiera lanzar contra él.
Salvo palabras.
«Tengo que irme de aquí».
Pero la curiosidad venció a su propio consejo.
—¿Qué quieres decir?
—Ah, pero ¿no te lo contó tu madre?
Perseo sintió que se le enfriaban los pies y los oídos empezaban a latirle. Trató de que su gesto no lo delatara, pero no debió de conseguirlo: Cleómenes olfateó la sangre como un perro de caza.
—Nada en tu familia es lo que parece ser, Perseo. Si es que se puede hablar de tu familia y no de tus familias, porque en ella hay muchas más sangres de las que crees, y ninguna de ellas es Euripóntida.
—Ya se han demostrado tus calumnias contra mi padre. Más mentiras no van a afectarme. Hace tiempo que acepté que jamás sería rey. Y prefiero que sea así en lugar de convertirme en alguien como tú.
—¿Mentiras? Lo que te estoy diciendo es verdad, Perseo. La verdad. Ni Damarato era hijo de quien creía ser, sino del primer esposo de tu abuela, ni tú…
Perseo se adelantó dos pasos y su mano, cobrando voluntad propia, aferró la barba del rey y tiró de ella. Cleómenes le rodeó la muñeca con los dedos y apretó para zafarse, pero la fuerza de su mano, más que considerable, no se podía comparar con la de Perseo.
—¿Ni yo qué, maldito loco?
—Los únicos que comparten sangre son esos dos, Damarato y la sabandija a la que crees tu hermano.
—¡Somos mellizos! ¡Hijos del mismo padre!
—Ya. Por eso os parecéis tanto.
Cleómenes lo dijo con una ironía tan serena que Perseo, a su pesar, se sintió impresionado. Soltándole de un empujón, retrocedió de nuevo y se frotó las manos contra la falda de la túnica, como si hubiera tocado a una babosa.
—¿Es que no lo comprendes, Perseo? ¿Cómo podrías haber heredado tu estatura, tu fuerza física y tu brío de un alfeñique mezquino como Damarato? ¿Quieres saber lo que pasó en verdad?
—¡No! No quiero escuchar tus mentiras.
—Si son mentiras, no pueden hacerte daño.
—Es lo único que sabes hacer, daño.
—Conoces bien a tu madre. Siempre ha despreciado a su marido, como lo desprecian todos los que lo conocen.
—¿Qué sabrás tú de todo eso?
—Lo sé todo. Siempre he tenido ojos y oídos en vuestro palacio. Y más cosas.
—¡Mientes!
—¿Acaso cuando su marido cayó en desgracia lo apoyó, como habría hecho una buena esposa espartana? No, lo abandonó.
—Lo que haya ocurrido hace dos años no tiene nada que ver con lo que ocurrió hace veinte.
—Siempre ha sido igual entre ellos. Tu madre y Damarato sólo copularon una vez, cuando él se la arrebató a Latíquidas mediante un truco.
«Eso no es asunto tuyo», pensó Perseo, pero fue incapaz de articular aquellas palabras, del mismo modo que era incapaz de abandonar la estancia y dejar a Cleómenes con la palabra en la boca, aun sabiendo que era lo que debería hacer.
—Sin duda fue una cópula desastrosa, porque de ella salió tu mellizo —continuó Cleómenes—. Tan desastrosa que tu madre decidió que jamás volvería a acostarse con tu supuesto padre.
—Tú no puedes saber eso. Es imposible.
—Oh, pero sí que lo sé. ¿No te he dicho que tengo ojos y oídos en la mansión Euripóntida, como en toda Esparta y en más de media Grecia?
Entre otros ojos, recordó Perseo, había contado con los de Nabis. ¿Cuántos traidores más habían anidado en palacio durante todos aquellos años?
—Al día siguiente de su única cópula con tu madre —dijo Cleómenes—, Damarato salió de la ciudad al frente de un ejército, porque su supuesto padre, Aristón, estaba ya demasiado enfermo para hacerlo. Fue una de las pocas veces en que mandó tropas en el campo. No añadiré en el campo de batalla, porque no llegó a encontrar al enemigo al que buscaba y volvió sin combatir. ¡Ridículo y patético incluso para eso!
Si una Gorgona hubiera mirado a Perseo, no se habría quedado más petrificado de lo que estaba. Ignoraba si Cleómenes había recuperado la cordura de golpe o si los desvaríos anteriores no habían sido más que una añagaza para pillarlo desprevenido. Fuera como fuese, estaba hablando por primera vez de forma controlada y coherente.
Otro asunto era que su boca no estuviera escupiendo más que patrañas.
—Y entonces yo, Cleómenes el conquistador, conquisté también el palacio de los Euripóntidas. ¿Quieres saber cómo entré? Por invitación de la mismísima esposa del rey.
—Eso es absurdo —respondió Perseo con voz más titubeante de lo que habría querido.
—Fue una noche de luna nueva, muy oscura. Me guio un ilota de tu palacio. Entré por la puerta trasera, la de la fachada norte, la misma por la que tú escapabas para ver a mi hija creyendo que era en secreto. ¿Te digo por dónde fui luego?
—Tú jamás has estado en nuestro palacio. Hablas de oídas.
—Recorrí un pasillo hasta un patio donde hay dos cipreses. De ese patio, el ilota me llevó a una escalera de madera que llevaba hasta la puerta que cerraba el segundo piso.
Perseo vio en su mente el patio, la escalera. Tras el último peldaño, la puerta del gineceo palaciego que, desde aquel día en que oyó a sus padres discutir, siempre estaba candada. Volvió a subir las escaleras, de nuevo con las piernas de un niño, cada escalón repentinamente el doble de alto…
—Me habían dejado la puerta abierta sin llave. A la izquierda, junto a la balaustrada que rodea el patio de los cipreses, ¿te suena lo que te cuento?, llegué a la puerta de los aposentos de tu madre…
… Pertrechado con una rama como arma, el niño Perseo subió la escalera que llevaba al gineceo de su madre. Pesaba tan poco todavía que los peldaños de madera no llegaron a rechinar bajo sus pies. Al llegar arriba, giró hacia la izquierda y pasó entre las columnas de cedro que sujetaban el artesonado, buscando la habitación de su madre…
—Ella me aguardaba allí, vestida tan sólo con una túnica transparente de Amorgos…
«Debo irme», se repitió Perseo, asustado por la aterradora dirección que llevaban las palabras del rey. Pero sus ojos lo tenían hipnotizado.
Sus dedos acariciaron la empuñadura de marfil del cuchillo que le había dado Leónidas. ¿Qué pasaría si se lo clavaba en la garganta a Cleómenes? ¿Quién lloraría su muerte o lo condenaría por ella?
—¿Quieres que te cuente cómo es la alcoba de tu madre? —preguntó Cleómenes.
—No la has pisado en tu vida.
—Y no obstante, te la puedo describir con detalle. Hay un fresco que representa a…
… un fresco que fascinaba e inquietaba a Perseo, y que su padre detestaba. Su madre se lo había encargado a Aglaofón de Tasos, uno de los pintores más afamados de Grecia. La pintura representaba a un hombre desnudo, con la rodilla izquierda apoyada en el suelo y la pierna derecha extendida. Una mujer ataviada con una túnica azul le pisaba la corva, le tiraba del pelo con una mano y con la otra levantaba el tirso que se disponía a clavarle a modo de lanza. Otra mujer vestida de malva le agarraba del brazo izquierdo, mientras que por detrás una tercera levantaba una gran piedra para aplastarle la cabeza…
—… Penteo, cuando el muy necio intentó impedir los rituales de Dioniso. Habrás visto muchas veces esa pintura. La madre y las tías de Penteo lo desnudan, le pinchan con un tirso, le aplastan la cabeza con una piedra.
… La imagen irradiaba algo aterrador, que atraía y estremecía al mismo tiempo a Perseo. Aquel hombre Penteo, de nombre tan parecido al suyo, se hallaba indefenso ante una fuerza mucho más brutal, mucho más primordial que la de una falange de soldados…
—Delante de ese fresco, en una cama que tenía las patas en forma de pezuñas de sátiro, pasó todo.
—No pasó nada.
La voz de Perseo le sonaba cada vez más débil a él mismo, como un eco ahogado por la distancia. Apenas veía a Cleómenes. Los recuerdos conjurados por éste se habían materializado ante sus ojos como los espíritus de los muertos ante la sangre de cordero derramada por Odiseo en las puertas del Hades. Detrás del rey loco ya no veía aquella antigua escena de entierro, sino el fresco de la alcoba de su madre. En su mente las imágenes cobraban vida, y las Ménades furiosas agitaban los brazos y los cabellos, y despedazaban a Penteo una y otra vez.
—Sí que pasó. Pasó que poseí a tu madre. Y lo hice en el mismo lecho donde la débil semilla de Damarato había concebido a Nabis la víspera.
—Es mentira —musitó Perseo.
—Tu madre sólo se acostó con Damarato una vez, la primera y la última. De esa semilla clara como el agua sólo podía haber nacido una criatura débil y cobarde como tu hermano. No pueden negar que son tal para cual.
… Su madre hacía aspavientos, con las manos contraídas como garras y los labios recogidos, enseñando los dientes en una mueca feral.
—Para sentir ira hay que tener sangre. ¡Pero tú tienes las venas tan secas como el miembro!…
—Pero tú, en cambio… Mírate bien —continuó Cleómenes—. Tú eres otra cosa muy distinta, Perseo. ¿De dónde te crees que has sacado tu fuerza, tu pasión? ¿De ese hombre pálido y triste que incluso en el reino de Hades parecería el más muerto entre los muertos?
Perseo movió la cabeza a los lados. «Es mentira, es mentira».
—Nabis y yo somos mellizos —dijo en voz alta—. Mi padre nos engendró a la vez.
—Nabis y tú sois tan mellizos como Heracles e Ificles, como Helena y Clitemnestra o como Cástor y Pólux. Las madres fueron las mismas, pero los padres no. ¿No sabes que la semilla de un dios siempre prevalece sobre la de un mortal? Por eso, aunque tú fuiste engendrado un día después, cuando naciste eras más grande que tu hermano, del mismo modo que yo siempre he sido más grande que Damarato.
—Yo soy distinto que Nabis porque me parezco a mi madre y él, a mi padre.
—Tonterías. Las mujeres no ponen nada en los hijos. Son sólo un receptáculo para nuestra semilla.
Perseo había escuchado esa misma teoría, y le parecía una solemne estupidez, pues conocía muchos hijos que se parecían más a sus madres que a sus padres.
Pero lo que estaba en duda no era la identidad de su madre, sino la de su padre.
Un momento, se dijo. ¿De verdad estaba empezando a creer la ponzoña que vertía Cleómenes en sus oídos?
—¿Qué te parece descubrir que eres hijo de todo un dios entre los hombres? ¿Acaso no lo sospechabas? —preguntó Cleómenes.
—Lo único que sospecho es que estás más loco de lo que creía.
—Ella, tu hermana…
—¡No la llames mi hermana! No lo es.
—Tu hermana no me ha dejado purificar al niño. Pero hay que hacerlo, para que sea inmortal, ¿no lo entiendes? Casi toda la sangre que lleva ese crío es mía, por ti y por tu hermana. Pero hay que limpiarle la inmundicia mortal que queda en él por los restos de otras sangres inferiores. Como no me dejasteis lavarlo en la Estigia, habrá que quemarle con fuego las partes mortales hasta que sólo quede su naturaleza divina.
Cleómenes tenía de nuevo los ojos muy abiertos y las pupilas muy dilatadas, como si contemplara un mundo al que los demás no se podían ni asomar.
—No es mi hermana —insistió Perseo, cada vez con menos fuerza. En su cabeza, veía y escuchaba la conversación de sus padres una y otra vez.
… —Gracias a mí eres reina —decía Damarato.
—¿Que gracias a ti soy reina? En buena hora me dejé raptar por ti. Podría haber sido reina con él. Todavía podría ser reina con él.
—Cállate ya, mujer. No sabes lo que dices.
—Él es mucho más hombre que tú. Merece ser rey cien veces más que tú.
—Deja de provocarme o conocerás mi ira, mujer.
—¿Conocer tu ira? ¿Conocer tu ira? Para sentir ira hay que tener sangre. ¡Pero tú tienes las venas tan secas como el miembro!
—Para tenerlo seco he sido capaz de engendrar dos varones sanos, no como él.
Pércalo soltó una carcajada desdeñosa.
—¿Dos varones sanos? ¡Qué sabrás tú…!
«Dos varones sanos», se repitió Perseo. Aquella frase que durante un tiempo lo había obsesionado y que había acabado arrinconando en lo más profundo de su memoria volvía ahora para atormentarlo.
… He sido capaz de engendrar dos varones sanos, no como él…
No como él, no como Cleómenes, que había sido incapaz de engendrar un heredero varón y tenía una hija como única descendiente. ¿Era eso lo que había querido decir Damarato?
«Cleómenes no es mi padre, no puede ser mi padre», se repitió. Pero, de repente, toda aquella conversación que había espiado cobraba un nuevo sentido. Su madre había amenazado a su padre («No te atrevas a ponerme la mano encima, rey de Esparta. No te atrevas a hacerlo si quieres mantener lo que tienes y no te mereces»), aludiendo a que tanto su origen como su corona eran ilegítimos. Pero también había dejado claro que cometía adulterio, y nada menos que con el otro rey.
… ¿Dos varones sanos? ¡Qué sabrás tú…!
—Sé que al seducir a mi hija estabas pensando en fundir las dos casas reales, y no te dabas cuenta de que pertenecías a la única que de verdad debería existir en Esparta —continuaba la voz de Cleómenes, percutiendo como el martillo de un herrero—. No eres un Euripóntida, hijo mío. Eres un Agíada. Acéptalo con orgullo.
«No soy un Agíada —pensó Perseo—. Lo que soy es una abominación, hijo de una abominación».
Los dos, Gorgo y él, eran una abominación. Su hijo Plistarco era una abominación.
Al ver su palidez y su gesto descompuesto, Cleómenes redobló sus ataques.
—¿Por qué te preocupas tanto, Perseo? No pasa nada. Sólo te has acostado con tu hermana, has fecundado con tu semilla a tu hermana, has engendrado un hijo con tu hermana.
«Tu hermana. Tu hermana. Tu hermana».
—¿No lo hizo Zeus con Hera y con Deméter? Estoy seguro de que el viejo lascivo lo hizo también con esa estrecha de Hestia, aunque los poetas digan lo contrario.
«Tu hermana. Tu hermana. Tu hermana».
El dolor al imaginar el rostro de Gorgo se le había agarrado al pecho como las pinzas de un cangrejo monstruoso. Apenas podía respirar. Veía el rostro de ella a su lado, sobre su hombro, cerrando los ojos y mordiéndole el hombro en el momento del éxtasis, su aliento cálido en el oído de Perseo al gemir…
«¡Es mi hermana!».
¿Por qué no caía un rayo del cielo y los fulminaba a ambos?
Cleómenes seguía atacando.
—¿Crees que no me fijaba en cómo mirabas a tu hermana, cómo la seguías con los ojos cuando caminaba para ver cómo sus senos se movían bajo la túnica? Pero no te culpo, hijo. Yo también soy de su sangre y he deseado lo mismo que tú. Besar esos pechos, morderlos con los dientes… Los dioses no tenemos las mismas limitaciones que los mortales.
—Cállate —masculló Perseo.
—¿Crees que ella no lo sabía? Es mi hija, siempre ha obedecido mis mandatos. Yo fui quien la llevó a ti, para purificar nuestra sangre y obtener un heredero puramente Agíada, de la sangre de Heracles.
—¡Cállate!
—Ella siempre ha sabido que es tu hermana. Y ahora tú también lo sabes.
—¡¡¡Mienteeees!!!
«Ella lo sabía», le dijo una voz que no quería escuchar. ¿Acaso no era ella quien lo había seducido, bañándose desnuda en el río delante de él?
Gorgo siempre había evitado que él derramase su simiente dentro de ella. No podía ser cierto que quería tener un hijo con él por orden de su padre.
Pero ¿y si todo había sido un truco para estimular más su deseo, para conseguir que a fuerza de esperar la semilla de él quedase más reforzada para aquella última cópula en la mazmorra?
«No puedes dudar de ella», se dijo. Las insidias de Cleómenes sólo buscaban volverlo contra Gorgo.
Pero ¿qué más daba que ella lo supiese o no, si era su hermana?
«Abominación. Somos una abominación».
Y, sin embargo, la seguía deseando y amando.
¿Había seguido deseando Edipo a Yocasta al enterarse de que era su madre, del mismo modo que Cauno, hijo de Mileto, había seguido deseando a su hermana Biblis y por eso había huido a un país remoto?
Al pensar en Edipo, supo de pronto lo que tenía que hacer. Sus dedos buscaron el cuchillo que llevaba bajo el cinto y, agarrando de nuevo a Cleómenes por la barba, le puso la punta de bronce bajo la nuez.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Cleómenes—. ¿Quieres matar a tu padre? ¿No te importa que las Erinias atormenten tus horas de vigilia y de sueño el resto de tu vida?
«Es mi hermana —se repitió Perseo, que apenas escuchaba ya las palabras de Cleómenes—. Somos una abominación».
«Una abominación».
Se vio a sí mismo hundiendo el cuchillo hasta la empuñadura en la garganta de Cleómenes, pero su propia mano no quiso obedecerlo. Sólo veía a Gorgo desnuda en sus brazos, tratando de besarle como la ninfa Biblis pretendía besar a su hermano Cauno. «Ámame, Perseo. Tómame, Perseo». Los rasgos de la joven se habían deformado, sus cabellos se habían convertido en serpientes, sus ojos, en ascuas rojas. Su lengua asomaba entre sus labios, bífida y negra. «Bésame, hermano».
Perseo se apartó del rey loco y cayó de rodillas. Tenía que sacarse esa visión de la cabeza como fuera. ¿Qué había hecho Edipo al descubrir la verdad sobre él y Yocasta?
¿Qué mejor forma de conjurar cualquier visión que no poder ver nunca más?
La mano que no había querido obedecerle para matar a Cleómenes cobró voluntad propia, poseída por algún dios o por un dáimon interno, y volvió el cuchillo contra su propio rostro. La punta se clavó en su ojo izquierdo, y lo recorrió de un lado a otro desgarrando la córnea y rompiendo el iris, mientras sus oídos escuchaban en la lejanía un grito penetrante que brotaba de sus propios pulmones, un alarido tan ajeno como el dolor inhumano de la herida que se estaba infligiendo a sí mismo.
«Somos una abominación», se repitió, mientras por su mejilla goteaba un reguero de sangre cálida y humores internos.
«¡Oh, dioses, que no vea yo más la luz del día!», rezó, volviendo el cuchillo contra su otro ojo.
—¡Quieto, Perseo!
Una mano inesperadamente fuerte agarró su muñeca, la retorció con destreza y le obligó a soltar el cuchillo. El arma cayó al suelo y rebotó dos, tres veces con un tintineo de bronce. Entre las nubes de dolor y sangre que velaban su visión, Perseo levantó la mirada. El adivino Tisámeno le estaba sujetando la mano derecha.
—Ella es mi hermana —murmuró Perseo. El dolor iba y venía en oleadas, pero ni así conseguía acallar la voz interior.
«Somos una abominación, hijos de un ser abominable».
Tisámeno lo agarró por los hombros y lo obligó a levantarse.
—Sal de aquí, Perseo. Aléjate de este hombre. Es veneno puro para ti y para cualquiera.
Perseo asintió débilmente.
—Es una abominación —repitió en voz alta—. Somos una abominación.
—Tú no eres nada de eso —le dijo Tisámeno.
El adivino recogió el cuchillo del suelo y con él cortó un trozo de su propia túnica y se lo dio a Perseo.
—Póntelo en el ojo. Contén esa hemorragia.
Perseo cogió el retazo de tela y se lo apretó contra el ojo. El dolor se hizo más intenso y de pronto dejó de pertenecer a alguien ajeno para ser todo suyo. Se quitó la tela y, a través de una bruma sucia que lo emborronaba todo, vio la sangre que la empapaba y también un fluido viscoso.
Pero ni la sangre ni aquel fluido habían purificado el mal. La abominación seguía allí, habitando en su interior como un parásito.
—Vete, Perseo —insistió Tisámeno—. Sal de aquí.
—Salir de aquí —respondió Perseo, apenas capaz de articular palabra—. Irme.
—Sí, vete. Rápido.
—Marcharme de aquí.
—Vamos. Yo me encargaré de Cleómenes.
Perseo se dio la vuelta tambaleándose y salió por la puerta, que estaba abierta. El viejo ilota daba cabezadas en su taburete, mientras que los dos soldados de guardia habían desaparecido. Convencidos o hechizados por Tisámeno; Perseo no se hallaba en condiciones para preguntarse por el motivo.
Tenía que salir de allí. Del abominable palacio de los Agíadas. Alejarse de Gorgo. De su amante.
De su hermana.
Corrió por el mismo pasillo que lo había traído hasta allí, buscando la salida, perseguido por sus gritos de dolor y desesperación, que rebotaban en las paredes de piedra como lamentos de espíritus perdidos en el camino al Hades.
«Sal de aquí», le había dicho el adivino. Pensaba seguir su consejo.
Jamás regresaría a Esparta.
Tisámeno y Cleómenes se habían quedado solos en la estancia.
—A mí no me engañas —sentenció el adivino—. No estás tan loco como quieres hacer creer a los demás.
—Yo no quiero hacer creer nada —respondió Cleómenes—. Sois los demás los que no comprendéis.
Tisámeno se acercó a él, doblando su cuerpo alargado por encima del cepo. Las trenzas y las barbas colgaban bajo su rostro como las ramas de un sauce albino.
Cleómenes sabía que sus ojos inquietaban a los demás. Toda su vida había disfrutado haciendo que sus interlocutores apartaran la mirada; él podía sostenerla todo el tiempo que fuese necesario, y además, mientras lo hacía, le gustaba concebir pensamientos terribles, como verse a sí mismo arrancando a tiras la piel de la otra persona, de modo que esa oscuridad se trasluciese en sus pupilas. Sólo cuando quería embaucar a otros se permitía apartar la vista el primero para no intimidar.
Pero los ojos del adivino eran diferentes. De color ámbar, tan dorados como los de un lobo. Cuando se clavaron en los de Cleómenes, éste descubrió que ya no podía desviar la mirada de ellos, pero que tampoco tenía el control de la situación. Era como si un cirujano de guerra le hubiera inmovilizado la pierna para hurgar en una herida; en este caso, donde hurgaba el adivino era en el alma de Cleómenes.
—Lo que ocurre es que no eres un hombre —dijo Tisámeno.
—¡Al fin alguien lo comprende!
Por un instante, el corazón de Cleómenes se llenó de un cálido júbilo. Toda su vida había recibido adulación de quienes lo rodeaban, a veces incluso adoración y, por supuesto, miedo; pero su necesidad de experimentar esas sensaciones, de absorberlas de los demás como los dioses inhalan el humo de los sacrificios, no había hecho sino crecer con los años.
—Yo no he dicho que seas un dios. —Las palabras del adivino apagaron ese calor de súbito.
—Has dicho que no soy un hombre.
—Porque eres varios. Todos ellos están dentro de tu alma y cada uno es más monstruoso que el vecino que mora a su lado.
«Nos está viendo, nos está viendo a todos. No dejes que nos vea», dijo una voz interna que Cleómenes no era capaz de controlar.
—Tú sabes que eres un sacrílego. Sabes que eres un asesino. Sabes que has intentado cometer incesto con tu hija. Estás lleno de miasma. La miasma te sale por todas partes. Sabes que lo cometiste con tu madre y después la mataste. Sabes que asesinaste a tu esposa y al hijo que esperabas.
Cleómenes quería apartar la mirada, pero ni el cuello ni las órbitas de sus ojos le obedecían.
—Soy un dios. La culpa es para los mortales, que no son capaces de cargar con el peso de sus actos.
—Has jugado con ese muchacho. Te crees muy poderoso. Todo mentira. Has podido hacerle daño porque su corazón es noble. Pero incluso alguien con el alma tan corrompida como la tuya también puede sufrir. Y vas a sufrir.
—Estoy por encima del sufrimiento.
Dentro de su cabeza un coro de voces cantaba esa misma frase, «Estoy por encima del sufrimiento». Pero otra discordante, aguda e infantil, se salía de la melodía para decir: «Eres un monstruo. Mereces lo peor».
—Estás tan lleno de impureza que ya te devora. Te corroe por dentro. Tu carne ya no es alimento suficiente para la ponzoña que tienes dentro.
La voz del adivino perdía entonación a cada frase, convirtiéndose en una cantinela monótona y penetrante, en una gota de agua horadando la roca.
—… la putrefacción de tu alma ya no cabe en tu cuerpo. Mira tu pierna…
Por fin, Cleómenes consiguió apartar sus ojos de aquellos iris de lobo. Lo que vio fue mucho peor. En su espinilla, a medio palmo del tobillo aprisionado por el cepo, había aparecido un bulto, una tumoración entre amarilla y verdosa, como un moratón que empezara a curarse. Pero, lejos de curarse, la piel empezó a abombarse, y después le brotaron grietas y se cuarteó como el lodo de un charco secándose bajo el sol. Del bulto brotó una especie de gusano negro, poco más grueso que un cabello, que agitó su cuerpo alargado como un tallo de hierba ondeando bajo el viento y emitió un chillido agudísimo, casi imperceptible, que parecía decir algo como «¡Salve, Cleómenes! Soy tu alma inmortal». A ese gusano lo siguieron otros, un manojo serpenteante de ellos, todos ellos saludándolo con aquel cimbreo. Cada parásito parecía tener un rostro diminuto, plagado de ojos como el vigilante Argos Panoptes, y todos aquellos ojos blancos se posaron en Cleómenes.
—Es un truco, un hechizo de mago —murmuró Cleómenes, tratando de mirar al rostro a Tisámeno para conjurar aquella visión.
Pero ahora de donde no podía despegar los ojos era de su propia pierna. Un culebreo la recorría por dentro, un cosquilleo que le subía hacia el muslo, entre áspero y esponjoso, cálido y frío al mismo tiempo. Trató de apartar el pie, pero no pudo mover el cepo. Además, comprendió, no le serviría de nada, porque aquella infección o invasión o lo que fuese se hallaba dentro de su pierna.
Mientras los gusanos se agitaban en su espinilla, justo debajo de la rodilla se le empezó a formar otro bulto. Cuando la piel reventó, justo antes de que asomaran más gusanos, brotaron dos borbotones de un líquido verde y purulento que chorrearon por su pantorrilla y, al caer al suelo, empezaron a corroer las losas levantando un vapor siseante que hizo toser a Cleómenes.
—Contempla tu divina naturaleza, Cleómenes —dijo Tisámeno—. Ésta es la deidad que llevas dentro, éste es tu poder inmortal.
—¡Socorro! ¡Ayúdame! —gritó Cleómenes, tratando en vano de doblar la pierna. Cuando otro manojo de parásitos salió de la segunda herida, quiso arrancarlos con la mano, pero al rozarlos notó una sensación tan viscosa que le subieron unas arcadas repentinas y vomitó sobre la túnica el vino que acababa de beber.
—Qué ayuda necesita un dios como tú. Resiste, pronto se completará tu metamorfosis y el verdadero Cleómenes brotará de la crisálida en toda su gloria.
—¡Noooo! ¡Por favor, haz algo, líbrame de esto!
Tisámeno se agachó para recoger del suelo el cuchillo que había dejado caer Perseo. Después se incorporó, pasó los pies por encima del cepo y le tendió el arma a Cleómenes.
—Con esto puedes acelerar tu apoteosis, gran rey.
Los dedos de Cleómenes se cerraron sobre el cuchillo, con tanta fuerza que los nudillos palidecieron tan blancos como la empuñadura de marfil. Buscó la primera herida, y clavó en ella la punta y empezó a cortar hacia los lados para segar las cabezas de los gusanos negros. Los chillidos de éstos se volvieron todavía más agudos, tan penetrantes que se le clavaban en el cerebro como diminutos alfileres.
Cleómenes se tapó el oído izquierdo con la mano, pero los gritos estaban dentro de su cabeza. Cortó la segunda pústula, y para su satisfacción los gusanos negros se convirtieron en hebras grises y quebradizas y después en un polvillo que desapareció como ceniza.
Pero por encima de su rodilla estaba apareciendo otro bulto. Incluso antes de que la piel se rasgara, él mismo se clavó el cuchillo. Como esperaba, brotaron más cabezas de parásitos y él les aplicó el filo con paciencia, cortando de un lado a otro. Los chillidos de las criaturas se sumaron a sus propios gritos de rabia y dolor.
Dolor, sí. Era espantoso, inconcebible, y al mismo tiempo lo llenaba de una mórbida satisfacción en la que se regodeaba.
—¡Morid, cabrones! —masculló, apretando los dientes—. ¡Ya sé lo que sois! ¡Sois la carne putrefacta mortal!
—Bien hecho, rey Cleómenes —dijo Tisámeno—. Estás a punto de terminar tu transformación.
Lo que estaba haciendo, comprendió Cleómenes, era mucho más eficaz que lo que había intentado al sumergir a su nieto en las aguas de la Estigia. «Voy a convertirme en dios por fin», pensó. Y en cuanto lo hiciera, sacaría los pies del cepo, saldría por la puerta de su celda, abandonaría el palacio y sobrevolaría los tejados de Esparta como Apolo, semejante a la noche. ¿Había dicho como Apolo? No, aún más glorioso que Zeus o que Helios en su carro de fuego, y todos levantarían las cabezas para admirar su gloria y se arrodillarían ante él.
—Cuidado, más arriba también —le advirtió Tisámeno.
En el abultado cuádriceps de su pierna derecha, estaba brotando otro repugnante forúnculo. Cleómenes, que ya le había tomado el gusto a aquella operación, se clavó el cuchillo y volvió a hurgar con saña. Esos gusanos se multiplicaban por todo su cuerpo, pero él iba a extirparse hasta el último de ellos.
—Date prisa, hay más —le apremió Tisámeno.
Mientras brotaba sangre y pus de la herida bajo la cuchilla de bronce, los parásitos empezaron a moverse bajo la piel, trasluciéndose mientras culebreaban por las venas arriba, hacia sus ingles. Sin vacilar, Cleómenes se levantó la túnica y se clavó el cuchillo a apenas tres dedos de sus testículos. De la herida brotó un gran chorro de sangre roja, que arrastró al salir una masa de gusanos negros, que chillaban frustrados por perder su presa.
—¡Gritad todo lo que queráis, bastardos!
—Ya estás a punto, rey Cleómenes —le dijo Tisámeno—. No desfallezcas ahora.
Otro río negro fluía bajo su piel, en dirección al vientre. Impaciente, Cleómenes usó el filo del puñal para desgarrar la túnica y vio que el ombligo se le estaba hinchando como la protuberancia central de un escudo de hoplita. Ahora que ya había aprendido a actuar rápido, se adelantó, y antes de que las repugnantes lombrices negras le rasgaran la piel, hundió a fondo la punta del cuchillo y la removió, rompiendo primero la capa de grasa, después el músculo y destrozando luego los intestinos.
—Dioses del Olimpo —murmuró, insensible ya a su propio dolor—, abrid los brazos. Voy con vosotros. No, no los abráis. ¡Arrodillaos ante mí! ¡Tenéis un nuevo señor!
Cuando todo acabó, el cuerpo de Cleómenes había resbalado del banco de la pared y yacía retorcido en el suelo, sobre un charco oscuro. Las heridas de la pierna habían sangrado en abundancia, pero la peor, la que le había impedido seguir acuchillándose hasta llegar al corazón, había sido la de la arteria femoral. Tenía la túnica arremangada sobre el cuerpo, mostrando los genitales lacios y el vello púbico gris. Un cuerpo que había sido soberbio y que ahora se veía en un estado indigno, empeorado por el hedor de los intestinos que le asomaban por la herida del abdomen.
Y, sin embargo, su rostro mostraba una sonrisa apacible, como si por fin hubiera conseguido lo que quería.
—Todo esto era necesario —musitó Tisámeno.
El adivino se agachó sobre el cadáver y tiró de la túnica para taparle las vergüenzas. Después le quitó el cuchillo de bronce de entre los dedos, lo limpió por ambos lados en la falda de la túnica y se lo guardó. A cambio, sacó de debajo de su ropa un puñal sin adornos y algo herrumbroso y lo dejó clavado en la herida del abdomen. Nada debía incriminar a Perseo.
Al salir, comprobó que el anciano ilota seguía dormitando en su taburete y que los guardias a los que había despachado no habían regresado todavía. Agachándose junto al oído del sirviente, Tisámeno murmuró:
—El rey te pidió un cuchillo. Te amenazó con torturas tan horribles que se lo diste y él se despedazó solo.
—El rey me pidió un cuchillo —murmuró en sueños el ilota—. Me amenazó. Se despedazó.
Satisfecho, Tisámeno atravesó el pasillo hacia la salida.
El dios de Delfos le había garantizado que obtendría cinco victorias y que la primera de ellas sería la más gloriosa que el mundo hubiera contemplado hasta entonces. Para conseguirla, para dejar una huella imborrable entre los mortales, Tisámeno estaba dispuesto a todo.
En el futuro que había visto durante su estancia en la cueva del Taigeto, todo tenía que encajar de aquella manera. Cleómenes ya sobraba. Su hermanastro Leónidas, en cambio, tenía un papel muy importante que desempeñar.
Y, sobre todo, estaba el papel de Perseo. Era vital para lograr esa victoria.
El joven príncipe destronado había huido despavorido, para jamás regresar a Esparta. Al menos, eso era lo que él creía. Pues existían reclamos más poderosos incluso que el del amor o el del deber.
Y Perseo todavía no podía saberlo, pero en un día aún lejano regresaría para cobrarse su revancha.
CARTA DE ESCALENO A PERSEO
Invierno de 490 a. C.
De Espertias, hijo de Anaristo, más conocido por los cabrones de sus amigos como Escaleno, a Perseo, hijo de Damarato, ¡salud!
Me congratula haber recibido noticias tuyas por aquel rapsoda errante. Me cuenta que estás en Acarnania, ganándote la vida con tu lanza. Me parece una ocupación honrada, la mejor para un espartano que se encuentra lejos de su patria. Al fin y al cabo, ¿no lo hizo también el gran poeta Arquíloco de Paros? Mientras no arrojes el escudo detrás de un matorral como hizo él, nadie te podrá echar nada en cara. ¡Y si lo haces y nadie se entera, tampoco!
Espero que los azares de la vida del soldado de fortuna no te hagan ilocalizable y que esta carta acabe llegando a tus manos. No será tan larga como habría deseado, pero no quería dictársela a nadie y ya sabes que los dedos de mi mano derecha no agarran muy bien la pluma. De los de la izquierda prefiero ni hablar…
Lamento mucho oír lo del accidente de tu ojo. Con eso te conviertes en uno más de nuestro pelotón de mutilados. Ahora lo único que falta es que le arranquemos a Gerión alguna parte de su cuerpo. La que menos utiliza es la cabeza, salvo para derribar paredes.
Al grano. Te doy noticias de nuestra ciudad. Nuestro bienamado Cleómenes apareció muerto, con los pies en el cepo y el cuerpo lleno de heridas que él mismo se había infligido. ¿De dónde sacó el cuchillo? Al parecer, convenció al anciano ilota que lo vigilaba para que se lo entregara.
Como es tradición en nuestra patria, a la muerte de Cleómenes varios desfiles de mujeres recorrieron en procesión las calles, plañendo por el difunto y golpeando calderos de bronce con cucharones. En cada casa al menos un hombre y una mujer libres se tiznaron el cuerpo con cenizas, en señal de luto. Para terminar, el día de su inhumación se reunieron alrededor del sepulcro miles de personas entre espartiatas, ilotas y periecos, y al son de las flautas todos se golpearon —nos golpeamos, yo también estaba allí— la frente una y otra vez, repitiendo: «Nunca jamás ha habido un rey como el gran Cleómenes». En eso nadie mentía, supongo.
Todo se hizo conforme a la tradición, sí, pero en esas muestras había más exhibición que auténtico dolor. La muerte de Cleómenes ha significado un alivio para la ciudad. Todo el mundo piensa que en los últimos años se había vuelto loco, pero aquí se atribuye su demencia a su afición al vino sin mezclar. Yo creo que, por muy puro que sea, el jugo de Dioniso no puede enloquecer a nadie. No pienso propalar esas calumnias contra mi dios favorito, no sea que me castigue. Vamos a pensar que la mente de Cleómenes estaba un poco perturbada por su propia naturaleza.
Siguiendo la sucesión esperada en la casa Agíada, nuestro nuevo rey es Leónidas. Los ciudadanos están contentos. Aunque los viejos del lugar recuerdan que Cleómenes fue muy popular en su momento, ya sabes que últimamente era más temido que respetado, y que se criticaba mucho esa pertinaz costumbre suya de cometer sacrilegios. En cambio, Leónidas es un hombre íntegro, más cercano a la gente que su colega Latíquidas y mucho más marcial. ¡Larga vida al rey Leónidas!
Más noticias sobre la casa Agíada, que sospecho que, aunque no sea la tuya, te interesarán. Durante nuestro regreso de Arcadia me di cuenta de las miradas amorosas que le lanzaba Pausanias a su prima Gorgo, lo que me hizo pensar que ambos se acabarían casando. Habría sido la mejor manera de mantener la herencia de Cleómenes en la familia, ¿no crees? Siendo primos, y considerando que entre ellos no existe una gran diferencia de edad, habría resultado lo más lógico. Sin embargo, curiosamente, con quien se ha desposado Gorgo ha sido con el mismísimo Leónidas, su tío, que le saca treinta años. Según lo que se ha contado, Leónidas y Gorgo concibieron a Plistarco cuando ya tenían preparada la boda, pero en aquel momento se descubrieron las intrigas de Cleómenes con Delfos y éste se marchó de Esparta prácticamente secuestrando a su hija.
De momento, el niño se parece a su madre, lo que significa que de refilón se parece a su padre, ya que éste no deja de ser también su tío abuelo. ¡Ya era hora de que el bueno de Leónidas engendrase un heredero, después de dos matrimonios estériles!
¿Detectas algo de ironía en mis palabras? ¡No lo quieran los dioses!
A veces, no me hagas mucho caso, tengo la impresión de que toda esta historia de Gorgo tiene algo que ver con que abandonaras Esparta sin decirle nada a nadie. Recuerda que, cuando quieras regresar, yo, al menos, te esperaré con los brazos abiertos.
Me he reservado para el final otros acontecimientos de los que supongo que te habrás enterado al menos de oídas. La expedición persa de la que oímos hablar antes de la primavera no era, finalmente, ningún bulo. Una flota y un ejército enormes cruzaron el Egeo saqueando e incendiando todo lo que pillaban a su paso. Ahora la ciudad de Eretria es sólo un recuerdo, y los supervivientes de su destrucción se han convertido en esclavos en algún lugar del vasto Imperio persa.
Lo mismo estuvo a punto de ocurrirle a Atenas. Deberíamos haberlos socorrido, como nos recordó el portentoso Fidípides, un corredor que en sólo un par de días cubrió el camino de ida y vuelta entre nuestras dos ciudades. Sin embargo, los éforos adujeron que, mientras no terminase el festival de Apolo Carneo, Esparta no podía enviar un ejército a la guerra.
De hecho, ya había un ejército en la guerra, al mando del sucesor —o usurpador— de tu padre, Latíquidas, y por eso no disponíamos de tropas suficientes para mandar ayuda a los atenienses. Se trata de un asunto sobre el que se ha jurado mantener el secreto, y no debería comentártelo ni por carta. Pero ya sabes que soy un deslenguado y lo haré: la rebelión de ilotas que el difunto Cleómenes estaba organizando estalló por fin en el norte de Mesenia, y aunque haya sido sin la colaboración de los arcadios, nos ha hecho sufrir bastantes apuros. Te congratulará saber que Latíquidas ha demostrado ser un inepto como general, y que fue Leónidas quien le tuvo que sacar las castañas del fuego. La sublevación fue sofocada finalmente, pero ni siquiera se habla de ella, para evitar que el resto de aliados —o vasallos— del Peloponeso sospechen que Esparta tiene una debilidad: la amenaza que se cierne sobre nosotros en nuestros propios territorios.
En cualquier caso, los atenienses sorprendieron a todo el mundo derrotando ellos solos a los persas en la llanura de Maratón con una carga de infantería que se ha convertido en legendaria. También, hay que añadir, porque son ellos mismos los que se están encargando de propalar la leyenda.
Es justo reconocer que, en verdad, consiguieron una gran victoria. Finalmente, gracias al empeño de Leónidas, que no quería que Esparta quedara deshonrada por no cumplir su palabra, un ejército de dos mil hombres entre espartiatas y periecos salió de la ciudad a marchas forzadas y dos días después llegó a Maratón. Yo formaba parte de esa tropa, y vi con mis propios ojos el campo de batalla sembrado de cadáveres persas, y también el abundante botín que cosecharon los atenienses.
Ahora bien, como cuentan algunos prisioneros, el ejército que trató de destruir Atenas supone apenas una minúscula porción de las fuerzas que puede reclutar el Gran Rey. O sea, que más temprano que tarde los griegos que queramos seguir siendo libres —como espero que sea el caso de nuestra patria— tendremos que enfrentarnos contra el Imperio persa. Será la madre de todas las guerras, así que espero que cuando llegue el momento tú, el mejor guerrero que he visto jamás —ya que los huesos del que llamaban Asesino Blanco deben de seguir pudriéndose en el pozo donde lo arrojaron—, regreses a Esparta. No concibo una guerra contra los persas sin Perseo, del mismo modo que nadie habría concebido una guerra de Troya sin Aquiles. ¿Habrá que irte a buscar con algún truco como hizo el astuto Odiseo para engañar a Aquiles y sacarlo del palacio de su padre Peleo?
Que los dioses te guarden, Perseo. Ése es el deseo de tu amigo Escaleno.