5
Campamento griego, cercanías de Platea
Diez días después de aquel éxito que había supuesto ahuyentar a la caballería persa y cobrarse la vida de su comandante, el gigantesco Masistio, la situación había cambiado radicalmente.
En las últimas jornadas, Pausanias no había tenido apenas un rato de respiro para continuar su crónica. Ahora, tras levantar la reunión del consejo de generales en la que había impartido las instrucciones para la maniobra que debían realizar a medianoche, se encerró en su tienda a escribir. Tenía miedo de que, si dejaba transcurrir más tiempo, los acontecimientos se apelotonasen en su memoria y se acabasen confundiendo unos con otros.
Qué demonios, se dijo, ¿por qué iba a tener miedo de eso? Lo que debía temer ahora era una amenaza mucho más grave y probable. La coalición de ciudades que tanto esfuerzo había costado unir estaba a punto de desintegrarse y reventar como un odre de los vientos mal cosido. Si eso ocurría y los espartanos trataban de regresar a su patria solos, sin sus aliados, Mardonio olería la sangre y les daría caza antes de que llegaran a la protección del muro del Istmo.
Por otra parte, si el plan que había concebido y que sólo le había revelado a Temístocles tenía éxito, ni siquiera eso iba a garantizar que él, Pausanias, estuviera vivo a la noche siguiente. ¿Cuántos generales de ejércitos victoriosos morían en la batalla?
Racionalmente, comprendía que la menor de las preocupaciones debería haber sido su crónica. Y, sin embargo, había descubierto hacía tiempo que sentarse a escribir le servía para serenar y organizar mejor sus pensamientos.
Considerando que en cuanto oscureciera iba a reunirse con otras cuatro personas para exponerles su verdadero plan —un plan mucho más complicado que la maniobra que había explicado a los demás generales—, le convenía que su mente estuviese lo más serena y organizada posible.
Metódico, fue desplegando el papiro hasta encontrar el punto donde se había quedado unos días atrás, a mitad de una columna. Tras colocar un disco de plomo a cada lado para que el papiro no volviera a enrollarse por sí solo, mojó la caña en una tinta preparada con hollín de tea y resina, más ajenjo molido para ahuyentar a los ratones y evitar que royeran el manuscrito.
Tomó aliento y pensó. Siempre le resultaba difícil arrancar a escribir de nuevo. Trató de construir primero la frase en su cabeza. Le fastidiaba sobremanera descubrir a la mitad que se había equivocado y tener que borrar con la esponja, ya que siempre quedaba algo de mancha.
Al principio de la crónica había tomado la decisión de referirse a sí mismo como «Pausanias» o «el regente», no como «yo». De esa manera, confiaba, su relato sonaría más verídico y convencería mejor a la posteridad.
«¿Habrá posteridad que lea esto?», se preguntó. Si las cosas salían mal, era muy posible que antes de que el sol volviera a ponerse, el ejército griego resultara aniquilado, él muerto y sus pertenencias saqueadas y quemadas. Entre ellas la crónica.
No, eso último no iba a pasar, se dijo. Aunque se tratase de una obra incompleta, al amanecer se la confiaría a unos sirvientes para que se llevasen el manuscrito a las alturas del Citerón, lejos de los persas.
«Empieza ya, Pausanias», se dijo. El relato de lo ocurrido en las últimas jornadas era tan complicado como complicados habían sido aquellos días.
Cuando los griegos lograron repeler los asaltos de la caballería persa, sus ánimos se espolearon. En cuanto al cadáver de Masistio, llamaba tanto la atención por su estatura y por el lujo de su armadura de oro y bronce que el general Pausanias ordenó colocarlo sobre un carro y hacerlo circular delante de las filas griegas. Se llegó al extremo de que muchos soldados, sobre todo en los contingentes menos disciplinados, rompían filas para acercarse y contemplar el cuerpo de aquel jefe persa tan importante.Animados por el éxito contra los persas, tres días después, los griegos decidieron avanzar sus posiciones, alejándose de las faldas del Citerón y acercando el frente al Asopo. De este modo tenían más cerca el suministro de agua del propio río, aunque en ocasiones los aguadores debían ser protegidos por los escudos de los hoplitas para evitar las flechas de los bárbaros que les disparaban desde la otra orilla. Por otra parte, al pie de la cresta del Asopo, donde se situaron el ala derecha y el centro del ejército griego, había unos manantiales conocidos como fuente Gargafia que ofrecían también agua potable en cantidades razonables.
«Razonables» era tal vez un adjetivo demasiado optimista. Con los calores del verano, y considerando que había allí noventa mil personas, el suministro de agua para beber había supuesto un serio problema desde el principio. Lavarse resultaba todavía más difícil, de ahí que el campamento hubiera empezado a apestar a partir del segundo día.
De esta manera, todas las líneas se trasladaron unos dos kilómetros al noroeste. El ala derecha, donde seguían los espartanos, se situó en la parte este de la cresta del Asopo y el ala izquierda ateniense en la cresta de Pirgos. Entre ambas se desplegaban el resto de los contingentes.Aunque Pausanias no compartió esta información con todo el mundo, su intención, de acuerdo con sus oficiales y allegados, era incitar al combate a los persas. Después de su fracaso en la primera intentona con la caballería, Mardonio no había lanzado ninguna otra ofensiva. Era evidente que sabía que el terreno al pie del Citerón era el menos apropiado para operaciones de caballería. Por eso Pausanias y los suyos pensaron que, si adelantaban las líneas a un terreno que pareciera más tentador, Mardonio se decidiría a cruzar el Asopo con sus fuerzas y combatir en una batalla decisiva.No hay que olvidar que los presagios de Tisámeno, el adivino principal del ejército griego, aseguraban que el ejército que cruzase el Asopo el primero para dar la batalla sería derrotado. En cambio, el que mantuviese una táctica defensiva obtendría la victoria. Cuando Pausanias contempló el terreno liso que se extendía al otro lado del río, comprendió que el consejo de Tisámeno era sensato y que lo mejor era mantenerse al sur del Asopo, donde las ondulaciones, las rocas y la vegetación ofrecían algunos obstáculos que impedirían desplegar en masa la caballería enemiga.Durante los días siguientes, el general persa también hizo salir a sus tropas del campamento y las formó al otro lado del Asopo frente a las griegas. Gracias a sus estandartes, sus abigarradas vestimentas y a la información de los exploradores, los mandos griegos pudieron conocer el despliegue de los bárbaros.Frente a los espartanos, Mardonio situó a sus tropas de confianza, los persas. Desde la posición griega era evidente que éstos superaban en número a los espartanos, pues los rebasaban por el este y, además, se observaba una excepcional profundidad de filas, mientras que en el ejército espartano el fondo era el habitual de ocho escudos. Si Mardonio obraba así era porque sabía de sobra que las mejores tropas del ejército griego eran las de Esparta.A continuación de los persas, Mardonio alineó de este a oeste a otras tropas asiáticas en orden menguante de confianza: medos, bactrios, indios y sacas, todos ellos opuestos al centro del ejército griego, donde también se situaban los contingentes más variados y, por eso mismo, menos fiables.Por último, en el extremo oeste de su formación, Mardonio situó a sus aliados griegos. Allí había focenses, locrios, melieos y macedonios. Pero los principales y más peligrosos de los griegos desleales eran los tebanos y los tesalios. Los primeros, enemigos jurados de los atenienses, se alinearon frente a éstos con su poderosa infantería. Los segundos aportaban sobre todo caballería. Una desgracia para los griegos que, cuando Mardonio ya de por sí traía una caballería tan nutrida desde Asia, los tesalios, conocidos por ser los mejores jinetes de Grecia, se hubieran pasado al bando del enemigo.
Pausanias descansó y se frotó la muñeca. La caballería, siempre la caballería. Ése era el punto débil de su ejército. ¡Qué no habría dado él por contar al menos con mil jinetes con los que poder acudir en auxilio de la infantería y cerrar las brechas que se abrían en sus líneas, algo inevitable en un frente de más de tres kilómetros de longitud!
Durante unos días, ambos ejércitos permanecieron frente a frente, desplegados bajo el sol. Los soldados griegos, de natural ardiente, empezaban a impacientarse, y pedían a su general que les hiciese cruzar el río para enfrentarse a los persas. Pero los sacrificios que realizaba el adivino Tisámeno corroboraban siempre lo mismo: los presagios eran favorables a los griegos si se mantenían a la defensiva. Eran él mismo y los demás sacerdotes quienes recorrían las líneas a diario para recordar a los griegos que debían tener paciencia y, tal como habían jurado en Eleusis, obedecer las órdenes de su general.Así transcurrieron ocho días. Entonces Mardonio, seguramente por consejo de traidores tebanos que conocían la zona, envió parte de su caballería al mando de Bagabigna —Masistio, como se comentó, ya había muerto— al paso que los atenienses denominan Drioscéfalas, «Cabezas de Encina», una ruta que comunica Atenas con Platea a través del monte. Allí los jinetes persas interceptaron un convoy que traía provisiones desde el Peloponeso. Aunque estaba escoltado por soldados, éstos resultaron insuficientes ante el ataque de la caballería y fueron masacrados, al igual que la mayoría de los sirvientes que acompañaban la caravana. Hasta quinientas bestias de carga cayeron en poder de Bagabigna. Pero el botín más importante fue el de las provisiones, que deberían haber alimentado al ejército griego durante cuatro días.A partir de ese momento, los griegos empezaron a sufrir privaciones. El estado de ánimo empeoraba aún más por el calor y por la sed creciente, pues Mardonio había decidido redoblar la presión de sus arqueros sobre todos aquellos que se acercaban al Asopo a beber. Prácticamente el único suministro de agua potable era el de la fuente Gargafia, lo que suponía paseos de varios kilómetros para los contingentes más alejados y larguísimas colas de espera para todo el mundo.La sed, el hambre y la incertidumbre estaban causando disensiones entre los griegos. Algunos contingentes amenazaban con abandonar la alianza y regresar a sus ciudades si la situación no cambiaba pronto, para bien o para mal.
Pausanias se detuvo un momento antes de continuar. ¿Debía escribir en el papiro lo que estaba pensando?
Es para la posteridad, recordó. No para los enemigos que tengo en la propia Esparta. Empapó de nuevo el cálamo y escribió:
En el propio ejército espartano, el éforo Zeuxipo y el general del batallón de Pitana, Amonfareto, empezaban a cuestionar cada vez con mayor descaro las decisiones del general Pausanias. Trasladarse a la segunda posición, le dijeron, había sido un error garrafal. Se hallaban mucho más expuestos al fuego enemigo, a la sed y al sol, pues el terreno estaba mucho más pelado de árboles. Para colmo, al encontrarse tan alejados de las laderas del monte, no habían sido capaces de controlar los pasos que venían del sur y habían perdido un convoy entero de provisiones.
—¿Quién te garantiza que no vamos a perder también el siguiente convoy, muchacho? —le había preguntado en una reunión Amonfareto, con los ojos inyectados en sangre.
—¡Para ti, general o regente! ¡No lo olvides, Amonfareto! —había contestado Pausanias, con la voz quebrada por la cólera.
Al recordar aquello, se dio cuenta de que había enrojecido por una mezcla de vergüenza e ira. De buen grado habría hecho azotar al antiguo director de la agogé, pero Escaleno, que estaba a su lado, le había recomendado moderación.
Se dio cuenta de que llevaba media línea rasgando el papiro sin llegar a escribir y volvió a mojar el cálamo. Ahora le tocaba reconocer su error.
Lo cierto era que la segunda posición no resultaba tan ventajosa como el general Pausanias había creído. A sus desventajas se sumaba que Mardonio se negaba a atravesar el Asopo con el grueso de sus fuerzas para una batalla a gran escala.Por desgracia, quienes sí cruzaban el río cada día con mayor insolencia eran los escuadrones de caballería enemiga. Aprovechando la velocidad de sus monturas, se alejaban tanto por el este como por el oeste, vadeaban el Asopo lejos del frente y luego aparecían de súbito por la espalda, entre el Citerón y las filas griegas, acosando a los soldados y sobre todo a los sirvientes con sus flechas y sus venablos para luego retirarse sin sufrir represalias.Dos días después de que los persas se apoderasen del convoy de provisiones, la situación se agravó incluso más. Poco antes del amanecer, un gran contingente de jinetes persas, mandados de nuevo por Bagabigna, lanzó un ataque masivo contra la fuente Gargafia. Allí los griegos perdieron a muchos hombres. Sin embargo, lo peor fue que los persas arrojaron a la fuente cadáveres podridos de cabras y de ovejas, e incluso de prisioneros a los que habían despellejado, y rompieron y cegaron con piedras muchos de sus caños. Cuando se retiraron, dejando tras de sí a más de doscientos griegos muertos, la fuente había quedado prácticamente inservible.Para colmo, el siguiente convoy que debía llegar con provisiones permanecía al otro lado del Citerón, sin atreverse a cruzar las montañas por miedo a la caballería persa, que se había hecho dueña de la tierra de nadie entre la retaguardia griega y las laderas del monte.
—¡Son los putos amos de nuestra retaguardia! —le había gritado Amonfareto esa misma mañana, en otra reunión privada del mando espartano—. ¡Entran y salen cuando les sale de las pelotas y cada vez nos tienen más acoquinados!
Aunque no quisiera, Pausanias tenía que reconocer que Amonfareto llevaba razón. Por eso, unas horas después había convocado a los comandantes de todas las ciudades y les había explicado lo que iban a hacer durante esa misma noche.
Que no era lo que tenía pensado, en realidad, pues era muy consciente de que su verdadero y casi descabellado plan debía conocerlo el menor número posible de personas.
La reunión se celebró en el ala derecha del ejército griego, en la posición espartana. Tras escuchar las opiniones de los aliados y deliberar, el general Pausanias manifestó que lo mejor era regresar a una posición cercana a la que habían ocupado los primeros días, al pie del Citerón. De esta manera podrían proteger a los sirvientes que traían el convoy del Peloponeso y recibir los víveres. Por otra parte, en la falda del monte había algunos arroyos y fuentes que, si bien no suministraban tanta agua como el río y la fuente Gargafia, al menos permitirían que los hombres no murieran de sed.La decisión final fue que el ejército se replegaría en cuanto empezara la segunda guardia de la noche, en dirección sur. Para no alargar el trayecto en la oscuridad, los espartanos no ocuparían su posición en Eritras, como habían hecho los primeros días, sino en Hisias. A partir de ahí se situarían en orden el resto de los contingentes, con los atenienses ocupando el extremo izquierdo junto a la misma Platea.
—Señor, tus invitados ya han venido —le anunció su secretario Trifón.
Pausanias dejó el cálamo y sopló sobre el papiro para secar la tinta. Era un buen momento para interrumpir su crónica, pues lo que iba a tratar con aquellos cuatro hombres sólo lo pondría por escrito en el caso de que todo resultara conforme a sus planes.
Estaba convencido de que volver a una posición ultradefensiva a la ladera del Citerón significaba pan para hoy y hambre para mañana. Parecía mentira que otros generales no lo vieran así. Era evidente que Mardonio, al que nadie impedía recibir víveres del norte, pensaba aguantar hasta que la alianza griega se rompiera para derrotar a sus miembros uno por uno. No tenía ninguna necesidad de cruzar el río para enfrentarse con ellos en terreno desventajoso para sus intereses, y por tanto no lo haría.
La única forma de salir de aquel trance era imitar a Temístocles. Tender una trampa al enemigo con el fin de obligarlo a combatir con todas sus tropas en el terreno apropiado para los griegos. Para ello, Mardonio debía recibir información errónea y tomar una decisión también errónea creyendo que se le ofrecía la posibilidad de aplastar al enemigo.
Pausanias llevaba todo el día pensando en ello. Antes y después de la reunión había recorrido a caballo toda la retaguardia y había cabalgado hasta las faldas del Citerón para estudiar el terreno, aun a riesgo de ser atacado por los jinetes de Bagabigna.
Eso le había servido también para supervisar el estado de sus tropas y comprobar, de paso, que su popularidad había menguado mucho. Los soldados estaban sucios, demacrados e irritables, y también renegridos por el sol, ya que apenas había sombras donde guarecerse. Apestaban como animales de establo, pese a que no sudaban demasiado, pues apenas tenían agua que beber, y muchos empezaban a desmayarse víctimas de deshidratación y golpes de calor. Además, estaban hastiados de los insultos de los persas y de sufrir el acoso de sus flechas desde el otro lado del río o desde su misma retaguardia, que apenas eran capaces de proteger de la caballería enemiga.
—Los hombres de la flota también estaban así antes de la batalla de Salamina —le había dicho Temístocles, que lo acompañaba en su inspección.
—Así, ¿cómo?
—Al borde de la desesperación y a punto de hundirse en ella. Ahora mismo todavía puedes conseguir que esa desesperación los convierta en leones furiosos. Pero si pasa un solo día más, los perderás.
Recordando esas palabras de Temístocles, Pausanias se levantó de la silla y se estiró. Se sentía agotado, le dolían todos los músculos y los párpados le escocían después de tantos días mal durmiendo tres o cuatro horas cada noche, y esas pocas horas a saltos. Mas, por otra parte, el desafío lo mantenía despierto y su sangre hervía con una extraña euforia.
Él, Pausanias, el erudito, el tímido, podía tener la clave para acabar de una vez por todas con esa guerra.
—El principio de mi plan es igual que el que he explicado a los demás generales.
Pausanias desenrolló una tela en la que había dibujado un tosco esquema de los alrededores. Después colocó sobre la tela varias piedrecillas blancas que representaban las posiciones de las alas y el centro del ejército griego. Al otro lado de la línea sinuosa del río puso unos guijarros oscuros para señalar la distribución de las tropas persas. Por último, metió su espada envainada por debajo de la tela para simular el relieve del Citerón.
Se habían reunido en los restos de un antiguo templete consagrado a quién sabía qué divinidad. Aunque por dentro estaba vacío y las manchas de tizne revelaban que se había convertido en refugio de pastores, la estructura se conservaba en buen estado. Pausanias necesitaba discreción absoluta. De haberse metido en una tienda de campaña, sus siluetas en las paredes de lona habrían podido delatarlos. La gente se haría preguntas. ¿Qué hacían un puñado de mandos juntos después de la reunión de todo el estado mayor? Intrigar, sin duda.
En cambio, estando allí encerrados, esperaba que no trascendiera una sola palabra de su conversación. Únicamente había convocado a Escaleno y Temístocles como hombres de confianza y a Arístides y Mirónides por parte de los atenienses, ya que éstos iban a desempeñar un papel fundamental en su plan. Durante los días previos, Mirónides había demostrado ser un general eficaz, aunque a veces algo obtuso y literal. En cualquier caso, era el colega en quien más confiaba Arístides; si algo le ocurría a éste, Pausanias necesitaba que alguien más conociera sus verdaderos planes.
—¿Qué quieres decir con que el principio del plan es el mismo? —preguntó Arístides.
—De todo lo que os voy a explicar, no les vamos a decir nada ni a los de Corinto, ni a los de Micenas, ni a los de Ambracia, ni a los de Potidea, y no continúo porque creo que todos conocemos de memoria la lista de aliados.
—De modo que los contingentes del centro siguen adelante con la idea de abandonar sus posiciones actuales durante la segunda guardia y tomar otras nuevas justo al este de Platea.
—Así es, Arístides. Y lo que quiero es que Mardonio se entere.
—Entonces, ¿por qué has insistido en que debe hacerse todo en silencio?
—Decir lo contrario habría resultado sospechoso —respondió Pausanias.
—Imaginadlo —intervino Escaleno—. «Id cantando y bailando al son de las flautas y aporreando los escudos con las lanzas». Sí, habría sido sospechoso.
—Estamos hablando de tropas de casi veinte ciudades distintas —continuó Pausanias—. Aunque esos soldados fueran disciplinados y organizados, que no lo son, resultaría imposible que realizaran esa operación de noche sin hacer ruido. Mardonio se enterará de lo que ocurre, podéis estar seguros. Eso, por no hablar de los espías que infiltra entre nosotros. Apuesto a que ya se las han ingeniado para informarle.
—¿Y si decide atacar a esas tropas precisamente cuando estén en marcha? —objetó Mirónides, el otro general ateniense—. Serán mucho más vulnerables.
Pausanias había previsto esa objeción, pero se sentía más seguro que otras veces. El plan funcionaba en su cabeza. Posiblemente en el terreno las cosas se complicarían, pero no dejaba de pensar en lo que le había contado Temístocles sobre la batalla de Salamina, en cómo había abandonado los caminos ya transitados para probar tácticas nuevas. Y también en cómo había recurrido al engaño para lograr que la flota persa combatiera en las aguas menos apropiadas para sus características.
Iba a demostrar a su amigo y a todo el mundo que un espartano también podía recurrir al engaño. Como decía a menudo su tío Cleómenes, que de argucias sabía lo suyo: «Donde no llegue la piel del león, un parche de piel de zorro viene muy bien».
—No lo hará —respondió a Mirónides—. No atacará a las unidades de nuestro centro. Primero tendrá que comprobar lo que ocurre, deliberar con sus oficiales… Para cuando quiera tomar una decisión, ya estará amaneciendo. Además, una operación nocturna con caballería sería muy arriesgada.
—Eso suponemos —intervino Escaleno—. Nuestra experiencia en operaciones de caballería es más o menos la misma que la de un leñador arcadio componiendo poesía.
Arístides movió la cabeza a un lado y chasqueó la lengua.
—Todavía no acabo de entenderte, Pausanias. ¿Tú quieres que Mardonio los ataque o no los ataque? —preguntó Arístides.
—No. Quiero que Mardonio nos ataque a nosotros.
—¿A quiénes?
—Al ala derecha. A los espartanos.
—Entonces, lo que planeas no es una retirada…
—No, no lo es.
Pausanias hizo una pausa y miró a Temístocles, el único al que había expuesto su idea. Su amigo asintió con un gesto casi imperceptible de ánimo.
—Si nos limitamos a retroceder para volver al punto de partida —prosiguió Pausanias—, la moral de las tropas se hundirá. Los soldados pensarán, y con razón, que en más de diez días sufriendo todo tipo de penalidades no hemos conseguido nada. Antes de dos días tendremos un motín y, por muchos juramentos que hayamos hecho, la alianza no tardará en disolverse.
—En eso tienes razón —admitió Mirónides—. Nuestros propios colegas no han salido nada contentos de la otra reunión. Dicen que esta maniobra demuestra que vamos perdiendo.
—Lo interesante es que también lo crea el enemigo —sentenció Pausanias, hablando cada vez más rápido y con mayor entusiasmo—. Tenemos que conseguir que Mardonio acepte un enfrentamiento general y decisivo.
—Para eso hemos venido hasta aquí —dijo Arístides—. Es el modo griego de hacer la guerra. Pero llevamos diez días ofreciéndole batalla y no la ha aceptado. ¿Qué te hace pensar que lo hará ahora?
—Es evidente que ni nosotros vamos a aceptar dar la batalla en su terreno ni él en el nuestro. Hay que encontrar uno que sea favorable para ambos bandos, o que al menos lo parezca.
—Explícate.
Pausanias carraspeó y señaló con el dedo las piedrecillas situadas en el ala derecha.
—Nosotros vamos a cumplir con la parte del plan que he expuesto delante de todos. Es decir, vamos a dirigirnos hacia Hisias, como si nuestra intención fuera ocupar una posición al pie del monte, muy parecida a la que ocupamos el primer día.
—¿Y qué tiene eso de particular? —La impaciencia en el tono de Arístides empezaba a ser patente—. Imagino que si nos has reunido con tanto secreto es porque tienes algún dado cargado en el cubilete. ¿Dónde está la astucia?
—Claro que hay un dado cargado. La clave está en que vamos a llevar a cabo esa maniobra unas horas más tarde. En la reunión general he dicho que cuando amanezca estaremos todos en nuestras nuevas posiciones. Pero no va a ser así.
—¿Y dónde vamos a estar?
—A esas horas las unidades del centro estarán ya junto a Platea, pero no así nosotros ni vosotros. Los espartanos levantaremos el campamento al romper el alba. Para entonces, Mardonio ya se habrá enterado de que nuestro ejército se está desplazando al Citerón. Sus exploradores verán perfectamente cómo nos ponemos en marcha y se lo comunicarán. Él pensará: «Estos espartanos son lentos hasta para llevar a cabo sus propios planes». Y quizá no le faltará razón.
—O sea —intervino Escaleno—, que a lo mejor nuestra proverbial fama de tortugas nos va a resultar útil en esta ocasión.
—Eso espero. Cuando Mardonio vea que bajamos de la cresta del Asopo y marchamos en dirección sureste para dirigirnos a Hisias, seguro que enviará su caballería a hostigarnos.
En su tosco mapa, Pausanias señaló con el dedo la mancha rotulada «Hisias». Al norte había otro punto marcado como «Templo de Deméter». En los últimos días había recorrido esa zona en todas las direcciones, a pie y a caballo, estudiando el relieve y los obstáculos naturales y, en particular, qué se alcanzaba a ver y qué quedaba oculto desde cada punto.
—En lugar de seguir hasta Hisias, nosotros nos detendremos aquí —continuó Pausanias, señalando el templo de Deméter—. Ya he hecho colocar montones de piedras en los puntos correspondientes para que cada unidad sepa dónde debe desplegarse.
—¿Y qué tiene de bueno esa zona? —preguntó Arístides.
—Eso me pregunto yo —dijo Escaleno—. No puede decirse que sea lisa como una tabla, pero sí es lo bastante llana para que actúe la caballería. De hecho, por ahí entraron los jinetes de Bagabigna para atacar la fuente Gargafia.
—Es que precisamente necesitamos un terreno que sirva para la caballería —repuso Pausanias—. Si no es así, los persas se retirarán de nuevo al otro lado del río dejándonos llegar hasta la ladera del Citerón, y estaremos de nuevo en el mismo punto que cuando empezamos.
—Sólo que después de haber consumido catorce días de provisiones, paciencia y moral —intervino Temístocles, que hasta entonces había guardado silencio.
—Sigo sin comprender —dijo Arístides.
—Tal como lo he planeado —respondió Pausanuias—, nuestra ala derecha se desplegará dejando a su derecha el río Molunte. A estas alturas del año no lleva mucha agua, pero sus orillas son lo bastante escarpadas para formar una defensa natural, y al otro lado hay un tamujal tan espeso que es prácticamente impenetrable. Por ese lado no correremos más peligro que disparos de flechas demasiado lejanos para ser eficaces.
»En cambio, nuestro flanco izquierdo va a quedar más expuesto por…
—Perdona —intervino Mirónides—. El flanco izquierdo somos nosotros, los atenienses.
—Me refiero al flanco izquierdo del ala derecha. Considera ahora que los espartanos y los tegeatas formamos una unidad compacta, y olvídate del resto de las unidades. Enseguida hablaré de vuestro papel.
Mirónides asintió, aparentemente convencido. Por detrás de su hombro Temístocles sonrió e hizo un gesto con los dedos, como diciéndole: «Vas muy bien». Pausanias sintió que le afluía sangre al rostro; pero en este momento no era por vergüenza ni timidez, como en otras ocasiones, sino porque se sentía excitado y su mente funcionaba a toda velocidad.
—Como decía, nuestro flanco izquierdo, donde forman los arcadios de Tegea, va a quedar mucho más expuesto que el otro, porque va a desplegarse en una zona relativamente llana, al final de la cuesta que baja de la cresta del Asopo. Por allí podemos recibir ataques de caballería e incluso ser flanqueados en una maniobra envolvente.
—Espero que me perdones, Pausanias —insistió Arístides—, pero hasta ahora no le encuentro ninguna ventaja a tu plan. Si colocas a tu ejército en una posición que permita a los persas flanquearte con su caballería, ¡eso es exactamente lo que harán!
—Así lo espero —respondió Pausanias, enderezándose inconscientemente para compensar la diferencia de estatura con el general ateniense.
—Cuando los jinetes de Mardonio os flanqueen, por muy admirable que sean el valor y la disciplina de los espartanos, estaréis perdidos.
—Si uno quiere pescar un pez grande, necesita un cebo lo bastante grande —volvió a intervenir Temístocles. Esa misma expresión la habían utilizado Pausanias y él durante la conversación anterior.
—¿Es que este plan es cosa tuya, Temístocles? —preguntó Arístides a su compatriota.
—No, mi querido Arístides. Te juro por todas las trapacerías de Hermes que la idea es íntegramente de Pausanias.
Hilando el símil que había planteado Temístocles, Pausanias dijo:
—Nosotros, los espartanos, somos el cebo. Sabemos que Mardonio quiere destruirnos antes que a nadie, porque nos considera los enemigos más peligrosos.
—¿Y nosotros los atenienses qué somos, jóvenes doncellas que llevan el peplo de Atenea en procesión? —se molestó Mirónides—. Que yo sepa, los únicos que hemos derrotado a los persas hasta ahora somos nosotros.
—Nadie ha insinuado algo así —terció Temístocles—. Pausanias se ha limitado a decir que Mardonio considera a los espartanos los más peligrosos. Eso se demuestra en que durante todos estos días ha hecho formar frente a ellos a sus tropas persas de confianza.
—Eso es exactamente lo que iba a decir yo —prosiguió Pausanias—. Puesto que la prioridad de Mardonio es aniquilarnos a los espartanos, se trata de animarle a que se trague el cebo y se enganche en el anzuelo.
—Yo veo el cebo —intervino Escaleno—, pero no el anzuelo. Y eso me inquieta bastante, ya que formo parte del cebo y lo más normal es que acabe dentro del estómago del pez.
—El anzuelo que va a enganchar y asfixiar a Mardonio sois vosotros —sentenció Pausanias con una sonrisa triunfal, dirigiéndose a Arístides y Mirónides.
—¿Nosotros? —preguntó Mirónides—. ¿Los atenienses?
—Así es.
Con gesto perplejo, Mirónides puso el dedo a la izquierda de la mancha que representaba a Platea.
—Pero ¿nosotros no vamos a desplazarnos justo al este de Platea? Ésas han sido tus instrucciones.
Pausanias asintió.
—Pero allí vamos a estar muy alejados de vuestra posición —dijo Arístides—. Demasiado para hacer de anzuelo, ¿no crees?
—Como bien ha dicho Mirónides, ésas han sido mis instrucciones durante la reunión con los aliados —respondió Pausanias—. Y, como estoy casi seguro de que entre nosotros hay gente que informa al enemigo, no creo que Mardonio tarde mucho en enterarse.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Mirónides.
Fue Temístocles quien le contestó.
—Lo contrario sería casi imposible, habiendo tantos generales y oficiales al corriente de las decisiones que se toman. Al final las informaciones se acaban filtrando.
—Y de eso se trata —añadió Pausanias—. Quiero que él crea que vosotros os retiráis al Citerón en paralelo con las tropas del centro. Pero no es lo que vais a hacer.
Pausanias clavó su índice en la zona marcada como Pirgos, donde estaban estacionados los atenienses. Después trazó con él una línea oblicua hacia el sureste, pasando junto a la fuente Gargafia.
—En lugar de desplazaros al sur, vais a marchar por aquí. Lo haréis de noche y vosotros sí que respetaréis de forma estricta la disciplina de silencio.
Mirónides meneó la cabeza.
—No será fácil.
—No sois rústicos ambraciotas ni arcadios —intervino Escaleno—. Sois los vencedores de Maratón, como tú mismo has dicho. Seguro que podéis conseguirlo.
Arístides planteó otra objeción.
—Nuestra trayectoria se va a cruzar con la de las tropas del centro. Puede acabar siendo un caos.
—Os pondréis en marcha cuando todos ellos hayan pasado, al final de la segunda guardia —explicó Pausanias—. Es sumamente importante que lo hagáis todavía de noche y organizando el menor revuelo posible. Quiero que Mardonio oiga cómo nuestros aliados del centro se ponen en marcha en plena noche y que nos vea a nosotros ponernos en marcha al amanecer. Sois vosotros los únicos que debéis mantener el secreto.
—A nuestros hombres se les ha informado de que deben marchar en dirección sur, no sureste —protestó Mirónides.
—Hablad ahora con los estrategos y los taxiarcas —sugirió Temístocles—. Sólo con ellos. Aseguraos de que ellos saben el camino y de que sus hombres los sigan. Pero no les expliquéis nada más.
—No sé si será fácil —repitió Mirónides, resoplando.
—¿Y qué más? —preguntó Arístides, que parecía más interesado que antes en la idea de Pausanias—. ¿Cómo sigue tu plan?
—Cuando amanezca, tendréis que estar aquí, quietos y en silencio. —Pausanias señaló la vertiente suroeste de la cresta del Asopo, cerca de la fuente Gargafia—. Aunque haya luz, los persas no os podrán ver desde el otro lado del río.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó Mirónides.
Pausanias asintió con vigor.
—Cuando estéis allí, comprobaréis que el relieve de esa zona no os permite ver el Asopo. Por tanto, desde el otro lado del río tampoco os verán a vosotros.
—Vuelvo a preguntar, ¿estás seguro?
—Mi querido Mirónides —dijo Temístocles—, ¿no crees que si ahora sales de este edificio y te pones al otro lado de la pared para que Pausanias no te vea, tú tampoco podrás verlo? No hace falta ser un filósofo de Mileto para comprender eso.
—Ahórrate tu condescendencia —replicó el general ateniense.
Pausanias empezaba a arrepentirse de haber invitado a Mirónides a la reunión, pero Arístides le había asegurado que era un hombre de plena confianza y que a la hora de actuar había pocos tan eficaces como él.
—Yo creo que tienes razón. Estando ahí no se nos verá desde las posiciones persas —admitió Arístides—. Ahora, una vez que estemos en esa posición, ¿qué más ocurrirá?
—Antes de que amanezca, ordenad que los hombres desayunen y hagan todo lo que tengan que hacer. Deben estar preparados para entrar en combate. Mientras, nosotros aguardaremos en la posición que os he descrito, ofreciendo nuestro flanco izquierdo al enemigo…
—… tan tentador como el seno desnudo de una púber canéfora —dijo Escaleno.
Pausanias miró de reojo al éforo, un tanto molesto por la interrupción, pero no le dijo nada y prosiguió:
—Me temo que durante un rato tendremos que aguantar el hostigamiento de la caballería persa. Pero necesito que Mardonio crea que esta vez nos ha pillado y que el acoso de sus jinetes nos tiene clavados en el sitio, sin poder avanzar ni retroceder. Sólo así se decidirá a enviar más tropas. Si todo sale como preveo, sacará por fin a su infantería selecta, incluyendo a los Inmortales, decidido a aplastarnos. Tendremos a sus lanceros y arqueros atacándonos de frente, y a sus jinetes presionándonos por la izquierda, donde están los tegeatas.
—Y entonces es cuando intervenimos nosotros —dijo Arístides.
—Así es. Tendréis que actuar en el momento justo. Si lo hacéis demasiado pronto, los persas no picarán el anzuelo y se retirarán. Si tardáis demasiado y la caballería nos rodea por detrás mientras sus arqueros nos acribillan por delante…
—Estaremos más que jodidos —resumió Escaleno.
Arístides enarcó las cejas.
—O sea, que vamos a acudir como refuerzo contra los jinetes de Mardonio. Infantería cargando contra caballería. Una idea un tanto extravagante, ¿no?
—Si la caballería estuviera desplegada delante de vosotros mirándoos a la cara, sí, porque sólo tendrían que espolear a sus caballos y huir —replicó Pausanias.
—Pero como van a estar ocupados tratando de jodernos a nosotros —completó Escaleno—, podréis darles bien por detrás. Encular al enemigo por sorpresa siempre funciona.
Arístides puso mala cara. Por lo que le había contado Temístocles, y el propio Pausanias había comprobado, el general ateniense era un hombre bastante puritano. Que entre adultos y adolescentes imberbes hubiera sexo y que se consumara recurriendo a ciertas regiones de la anatomía era algo tolerable, casi natural; pero que se hablara de ello y se gastaran bromas como la de Escaleno le parecía de mal gusto.
—No sé. Tu plan depende de demasiados factores. Que Mardonio detecte la maniobra de retirada de los contingentes del centro, que no vea la nuestra, que decida mandar a sus tropas contra vosotros, que lleguemos justo a tiempo…
—Todos los planes dependen de muchos factores —repuso Temístocles—. Pero al final, lo más importante es saber si Mardonio aceptará la batalla.
—La aceptará.
Todos se volvieron hacia la puerta del templete. En ella había aparecido una silueta alta y delgada, recortándose contra el resplandor plateado de la luna. La silueta avanzó un par de pasos y entró en el círculo de luz que proyectaba la única antorcha que habían traído.
A Pausanias no le sorprendió descubrir que se trataba de Tisámeno. El adivino era todo un experto en aparecer cuando no se lo esperaba y de la forma más dramática.
—Mardonio aceptará la batalla —repitió el adivino de Élide—. Pero que tu plan, regente Pausanias, funcione o no depende de la voluntad de los dioses.
Pausanias entornó los ojos.
—Los dioses están de nuestra parte —respondió—. ¿Cómo no van a estarlo? Somos griegos, no bárbaros que adoran a un disco con alas.
—Incluso los bárbaros pueden ser a veces una herramienta de los dioses para castigar la soberbia de un griego —dijo Tisámeno—. No confíes demasiado en tu plan ni en tu inteligencia, regente Pausanias. Siempre habrá alguien más listo que tú.
Con estas palabras, Tisámeno se dio la vuelta, dispuesto a marcharse.
—Detente, Tisámeno.
El adivino se giró de medio lado, enarcando una ceja.
—¿Es eso una orden, regente?
Pausanias sintió que las mejillas le ardían y en esta ocasión sí era de rubor. Con algo de suerte, se dijo, a la luz de la antorcha los demás no notarían que se había sonrojado.
—Es una consulta, adivino. ¿Sigues pensando que el ejército que cruce el Asopo perderá?
Tisámeno movió la cabeza a un lado y al otro, y las campanillas de su barba tintinearon dos veces.
—No se trata de lo que yo piense, sino de lo que veo, y el futuro es cada vez más confuso. Los presagios sugieren que debes seguir una táctica defensiva y no atacar hasta que los dioses te envíen su señal.
—¿Qué señal?
—Cuando llegue, sabrás cuál es.
Si aquellas palabras de Tisámeno reconfortaron un poco a Pausanias, las que masculló inmediatamente después al tiempo que salía del templete le robaron aquella breve tranquilidad.
—Si es que consigue llegar…