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Esparta, finales del verano de 492 a. C.

 

Los hombres armados vinieron a buscar a Perseo mediada la tercera guardia.

En cuanto notó sus pisadas al otro lado de la puerta, supo instintivamente qué hora era. Pese a que todavía no estaba familiarizado con aquella casa y se sentía algo desorientado por la mudanza, desde niño había aprendido a interpretar los sutiles indicios que diferenciaban las distintas horas de la noche: los matices de la luz, los ruidos de los animales nocturnos, incluso los olores que flotaban en el aire. «La noche es el reino de Ares», le decía Fénix cada vez que lo despertaba de golpe a horas intempestivas para sacarlo al patio a ejercitarse, hacerle correr alrededor del palacio o llevarlo a entrenar a los bosques. A menudo lo hacía dos y hasta tres veces en la misma noche. Gracias a esa dura rutina, Perseo se había acostumbrado a saber la hora y, sobre todo, a pasar del sueño a la vigilia y de la vigilia al sueño de forma casi instantánea.

—En tiempo de guerra un soldado ha de adquirir el hábito de despertar al instante cuando suena la alarma —explicaba Fénix—. Pero también ha de aprender algo aún más difícil: a dormirse en cualquier momento y lugar cada vez que le surja la ocasión, pues un soldado nunca sabe cuándo podrá volver a descansar.

La tercera guardia. La mejor hora para sorprender desprevenido a un enemigo.

—Es cuando el cuerpo se encuentra más frío y entumecido, y la voluntad y la astucia están en su momento más débil. Por eso, cuando seas rey y te corresponda mandar a tus hombres en la guerra, al menos cada dos noches debes levantarte y vigilar a tus centinelas de la tercera guardia. Así les darás ejemplo y no se dejarán sorprender por el enemigo.

«Cuando seas rey». ¡Qué sarcástico sonaba aquello ahora!

Perseo aguzó el oído. No era raro escuchar pasos nocturnos en palacio. Normalmente sonaban sordos y graves, tump, tump, pies descalzos sobre las losas: criados que visitaban la bodega a hurtadillas, o que acudían a otras estancias siguiendo el reclamo de Afrodita. Otras veces eran más rápidos y crujientes, cris, cras, cris, cras: pisadas de perros que se movían buscando un rincón más cálido en invierno o más fresco en verano. Y también estaba el correteo casi inaudible de las ratas, rip, rip, rip, rip.

Pero los pasos que se oían junto a la alcoba de Perseo no sonaban de la forma habitual. Ni correspondían a pies descalzos, ni se molestaban en ser sigilosos.

«Y además, ya no estás en palacio», recordó. Era su tercera noche en aquella casa, una antigua propiedad de la abuela de Perseo.

 

 

 

Las imágenes de tres días antes volvieron a desfilar por su memoria, rápidas y dolorosas como una cuchillada traicionera en los riñones.

Desde el amanecer de aquel día, el último que habían pasado en palacio, los heraldos Taltibíadas habían recorrido las calles de Esparta explicando a todo el mundo algo que a esas alturas incluso los sordos sabían. Los éforos, cumpliendo una tradición secular, se habían retirado al santuario de Ino Pasífae, junto a la costa del golfo de Mesenia. Allí uno de ellos, Alcámenes, había observado una estrella fugaz que, por su trayectoria y la región del cielo que había surcado, indicaba que el rey Euripóntida había cometido un sacrilegio o una falsedad. Desde ese momento, el mandato del rey quedaba suspendido, mientras una legación enviada a Delfos consultaba al dios Apolo para aclarar las dudas. El dictamen de la Pitia había coincidido con el testimonio del anciano Isanor, que había servido como éforo el año en que nació Damarato. Isanor había declarado que el rey Aristón, al recibir la noticia de que había tenido un hijo, tras echar cuentas con los dedos había declarado: «No puede ser mío».

Por todo eso, concluían los Taltibíadas, un tribunal formado por los éforos, el consejo de ancianos y el rey Cleómenes había depuesto a Damarato —cuyo padre no nombraban a continuación de su nombre, puesto que no se sabía a ciencia cierta quién era—, para designar en su lugar a su primo Latíquidas, hijo de Ménares, de la casa de los Euripóntidas.

Esos mismos heraldos se presentaron a media mañana ante las puertas del palacio para comunicarles que debían desalojarlo. Los acompañaba el mismísimo Latíquidas, rodeado por su corte de allegados y con una odiosa sonrisa de oreja a oreja. Tuvo que ser Perseo quien acudiera a recibirlo al zaguán, pues su padre se había encerrado en su cámara y se negaba a saber nada de nadie.

—No te preocupes, joven Perseo —le dijo Latíquidas—. No tenéis por qué apresuraros. Me doy por satisfecho con que el palacio esté libre mañana al amanecer.

¡Mañana al amanecer! Sin esperar respuesta a sus cínicas palabras, el usurpador se dio la vuelta y se alejó seguido de su cohorte. Por suerte, los preparativos de la mudanza ya llevaban unos días en marcha. Ferenice, más práctica que su hijo, se había encargado de ellos. Aunque el honor de la abuela de Perseo se hallaba tan en entredicho como el de Damarato, la anciana no había perdido ni la calma ni el sentido práctico.

—La vida continúa —le comentaba a Perseo, mientras ordenaba a los criados que recogieran y empaquetaran todos los muebles, vajillas y vestidos que pertenecían a la familia y no al palacio Euripóntida—. No digas de nadie que es feliz ni desgraciado hasta el día de su muerte.

Por mucho que Ferenice tratara de sonreír, sus palabras no podían disimular que su estado de ánimo era tan lúgubre como el del resto de los que pronto pasarían a ser exmoradores del palacio. Damarato seguía encerrado en su andrón, como si el traslado no fuese con él. Nabis no se había presentado en ningún momento, alegando deberes de la agogé; probablemente los hombres del paidónomo no le habían concedido permiso, ahora que su familia había caído en desgracia.

En cuanto a la madre de Perseo, se había marchado la noche anterior, tras una discusión con su esposo tan acre que sus gritos atravesaban las gruesas puertas de roble.

—¡Qué vergüenza! Siempre sospeché algo así.

Tras unas palabras ininteligibles de Damarato, ella respondió:

—¡Y pensar que por dos veces dejé que me mancharas el vientre con tu simiente!

Una nueva réplica inaudible de Damarato dio lugar a una sarta de gritos e insultos de Pércalo, que terminó su retahíla exclamando:

—¡Me voy con mi hermano! ¡No quiero volver a verte nunca, ni a ti ni a tus malditos hijos!

Perseo, que creía que a esas alturas de su vida las palabras de su madre ya no podían herirlo, se había alejado corriendo para refugiarse en su propia alcoba y llorar. Ni siquiera se había enterado del momento en que Pércalo se marchó con dos carros cargados de baúles y ánforas y con sus sirvientes personales.

Después, cuando el sol llevaba una hora escondido al otro lado de las montañas, los demás salieron del palacio donde Perseo había pasado toda su vida, en una pequeña procesión formada por la familia, quince sirvientes y algunas bestias de carga. Los criados que pertenecían al palacio se quedaron allí, así como los guardias reales, que ahora dependían de Latíquidas. Algunos de aquellos sirvientes y soldados se despidieron de ellos con pesar, pero muchos otros se cruzaron de brazos y levantaron la barbilla al verlos pasar, como si fueran vulgares advenedizos. Merced a la insistencia de Ferenice, Damarato había salido por fin de su andrón, pero caminaba con pasos rígidos, taciturno, la cabeza cubierta con el manto.

Abandonaron la mansión por la puerta de servicio, pues la calle del norte siempre se hallaba menos concurrida, incluso de día. Sin embargo, apenas habían avanzado unos pasos cuando se encontraron flanqueados por dos filas de hombres y mujeres que llegaron corriendo como fantasmas de entre las sombras y empezaron a gritarles improperios y a arrojarles coles y zanahorias podridas, y también nabos duros como piedras.

—¡Fuera! ¡Fuera de la ciudad, impostores! ¡Marchaos! ¡Fuera de Esparta!

Mientras trataba de proteger a su abuela con el cuerpo, Perseo escudriñó los rostros de aquella pequeña multitud. Había espartiatas allí, pero también periecos e incluso ilotas. A la luz de las antorchas que agitaban, sus rostros se veían contraídos con muecas de odio más propias de Gorgonas que de seres humanos, y se desgañitaban con tanta rabia al insultarles que les brotaban salivazos de la boca y a muchos se les quebraba la voz.

—¿Qué les hemos hecho, abuela? —preguntó Perseo, en susurros.

—Esta gente no viene de forma espontánea —respondió Ferenice, mirando al frente y sin acelerar el paso—. Es la última humillación de Cleómenes. No descansará hasta que nos vayamos de Esparta.

—¿Por qué? Ya no podemos hacerle nada.

—Lo hace por ti, Perseo. Cleómenes te teme a ti.

Ferenice trataba de mantener la dignidad, aunque, por la forma en que le temblaba la barbilla, Perseo se dio cuenta de que estaba a punto de llorar. Ella, que cada vez que salía a pasear por las calles de Esparta recibía bendiciones y piropos, cuando no flores y pasteles y otros regalos, tenía que verse a sus años insultada y atacada por aquella chusma.

La ignominia empezó a convertirse en peligro físico cuando algunos de aquellos supuestos espontáneos se envalentonaron y empezaron a acercarse más para levantarles la túnica a las criadas o propinar patadas en el trasero a los sirvientes. Hubo un individuo que incluso se atrevió a aproximarse a Perseo enarbolando una estaca. Antes de que pudiera hacer nada con ella, Perseo le clavó el codo en la cara con tal fuerza que notó perfectamente cómo le aplastaba el tabique nasal y le removía los dientes. El agresor cayó al suelo fulminado, y sus compañeros comprendieron que era mejor apartarse unos pasos de Perseo; pero, a cambio, sacaron de debajo de sus mantos piedras y no ya verduras podridas.

«¿Éste va a ser mi fin?», se preguntó Perseo. En lugar de una gloriosa muerte en combate embrazando el escudo y empuñando la lanza, ¿caer apedreado por una turba indigna y cobarde?

Fue en ese instante cuando una corneta anunció la llegada de los guardias reales. No los de la casa Euripóntida, sino los de la dinastía Agíada. No eran demasiados, tan sólo veinte, pero cuando empezaron a varear con las lanzas a uno y otro lado de la calle sin molestarse en mirar a quién golpeaban con la punta o la contera, la jauría de lobos agresivos se convirtió de repente en un rebaño de ovejas que huyeron despavoridas como si hubieran oído los alaridos del dios Pan.

—Qué detalle de Cleómenes —comentó irónica Ferenice—. Primero envía gente que nos ataque y después manda guardias para que nos protejan.

Pero no había sido iniciativa de Cleómenes. Era Leónidas en persona quien marchaba al mando de aquellos hombres. El hermanastro de Cleómenes se inclinó ante Ferenice y también ante Damarato, que ni siquiera en ese momento se descubrió la cabeza.

—Yo mismo os escoltaré hasta vuestro destino —dijo Leónidas—. Sería una vergüenza y una deshonra para Esparta que quien ha reinado casi veinte años con dignidad tenga que sufrir el acoso de gentuza sin honor.

Perseo miró de reojo a su padre. Al ver que se limitaba a apretar aún más los labios, pensó que tenía que ser él quien contestara en nombre de la familia. Pero su abuela se le adelantó.

—Gracias, Leónidas. Eres un hombre noble. Siempre he pensado qué gran rey serías.

Leónidas se rio, y la punta de su barba se columpió al son de sus carcajadas.

—¡Rey, yo! —exclamó y, tomando del codo a Ferenice para acompañarla, añadió—: ¿Tan mal me quieres que deseas imponerme esa carga? —Después se volvió hacia Damarato y agregó—: Quizás ahora descubras los placeres que puede ofrecerle la vida a un simple espartano.

—Nosotros no somos espartanos —replicó Damarato, decidiéndose a hablar por fin—. Somos Heráclidas. No lo olvides.

Leónidas miró a Perseo, enarcando las cejas como si dijera: «¡Cómo se las gasta tu padre!». Después, a un gesto suyo, toda la comitiva se puso en marcha hacia la nueva morada del rey destronado y de su familia.

 

 

 

De todo lo que se había dicho aquella noche, las palabras que resonaron ahora en la mente de Perseo fueron las de su abuela. «Es por ti, Perseo. Cleómenes te teme a ti».

Pues los pasos que se escuchaban fuera de su alcoba sonaban acompañados por otros ruidos más alarmantes: el tintineo de anillas de metal en los talabartes, el roce del bronce y el hierro contra cuero.

Hombres armados en el exterior de su puerta. Con antorchas, a juzgar por el olor a resina que se colaba por el quicio.

Al parecer, el rey había decidido que no bastaba con enviar chusma provista de nabos y repollos.

Perseo se levantó del jergón de un salto, se apresuró a coger el cinturón que había dejado sobre el arcón y se ciñó la túnica, recogiéndola un poco para dejar libertad de movimiento a las piernas.

La puerta se abrió con un gemido de óxido. En el vano se dibujó una silueta cuadrada, con una lanza en la mano derecha y una tea en la izquierda. Al entrar, el desconocido se desplazó a un lado para hacer hueco a los que lo seguían.

«Vienen a matarme», comprendió Perseo.

Tal como temía su abuela, a Cleómenes y al usurpador Latíquidas no les bastaba con arrebatarles el trono a su padre y a él la herencia. Era mucho mejor eliminar a Perseo y evitar que algún día tratara de desquitarse. Los usurpadores de las historias siempre procuraban hacer lo mismo con los legítimos herederos: Pelias lo había intentado con Jasón y la intrigante Medea, con el joven Teseo.

¿Pensaban asesinar a su padre también? Si lo intentaban, no iban a encontrar mucha resistencia. La vergüenza y el rencor ya lo estaban matando en vida. Al llegar a aquella casa se había vuelto a encerrar en sus aposentos y, dentro de éstos, en una prisión incluso más pequeña, la de su cabeza y su obstinado silencio.

«Yo no soy mi padre», se dijo Perseo, apretando las mandíbulas y los puños.

A la luz de las llamas, contó a los intrusos. Seis. Todos mayores que él, aunque no debían de llegar a los treinta años. Llevaban corazas de lino sobre las túnicas rojas y los escudos colgados a la espalda. Dos de ellos iban armados con lanzas y los otros cuatro, que permanecían detrás, sólo traían espadas. Aunque por el momento no las habían desenvainado, tenían las manos apoyadas sobre los pomos redondos.

Ninguno llevaba yelmo.

Un exceso de confianza del que se iban a arrepentir.

El soldado de la antorcha apuntó con la lanza hacia el pecho de Perseo.

—Por orden de…

Perseo no aguardó un segundo más. «Al empezar una pelea, no tantees al enemigo. ¡Aniquílalo!». Saltando por encima del jergón, extendió ambas manos hacia la lanza del intruso y la agarró justo por debajo de la punta de hierro. El otro hombre, por instinto, aferró el astil para evitar que Perseo se la arrebatara de un tirón y, al hacerlo, dejó caer la tea al suelo.

Perseo hizo lo contrario de lo que su rival se esperaba: en lugar de tirar, empujó para desequilibrarlo. Al mismo tiempo apoyó la maniobra con una patada dirigida a la rodilla que su adversario tenía adelantada. Puso en el golpe todas sus fuerzas y su peso, y como recompensa notó cómo la rodilla del otro cedía hacia dentro con un crujido.

Una fracción de segundo después Perseo, ahora sí, dio un salvaje tirón de la lanza y la arrancó de las manos de su dueño. Apenas notó el arma en su poder, invirtió el movimiento en un rápido vaivén y golpeó al intruso en la frente con la contera de bronce en forma de manzana. Sin esperar a comprobar los efectos, se apresuró a girar el arma para impactar con fuerza contra la lanza del otro soldado y apartar de sí la punta de hierro.

En realidad, todo había ocurrido tan rápido que el segundo lancero ni siquiera intentó mover su arma; o quizá no esperaba una respuesta tan agresiva de la supuesta víctima desarmada a la que venían a sacrificar.

Aquél no era un duelo como el que Perseo había librado con Bagabigna: no tenía la protección del escudo, pero tampoco su impedimento. Con un nuevo molinete de la lanza descargó un tremendo varazo en la sien del segundo intruso, que se tambaleó y medio se desplomó con una rodilla en tierra. Perseo se abalanzó sobre él y terminó de derribarlo con una patada en el pecho que habría arrancado de sus goznes una puerta de roble.

Quedaban cuatro rivales en pie. El más rápido de ellos ya había conseguido desenfundar la espada, pero cuando Perseo lo hirió en el antebrazo con el filo de la moharra, los dedos se le abrieron sin fuerza y soltaron el arma. A los otros tres los atacó con el astil, derecha-izquierda-derecha-izquierda, a toda velocidad, como si usara un cayado, empleando las técnicas que le había visto a Bagabigna.

Para su desgracia, el primer rival, al que había descuajaringado la rodilla, no había quedado del todo fuera de combate y golpeó a Perseo en la corva con la contera de su lanza. A Perseo se le dobló la pierna y perdió momentáneamente el equilibrio. Cuando trató de volverse, otro de los atacantes lo golpeó en la oreja derecha con el pomo de su espada. Perseo vio destellos por un segundo y oyó un pitido penetrante. «Si caigo al suelo, estoy perdido», pensó. Era otra de las máximas de Fénix. «Nunca caigas al suelo. Y si tu enemigo cae, machácalo a patadas, con la lanza o con una piedra. ¡Que no se levante!».

Mientras Perseo trataba de defenderse de tres ataques frontales y simultáneos, el soldado que lo había golpeado con la contera se arrojó sobre su espalda con todo su peso y le rodeó el cuello con un brazo. Perseo intentó zafarse de él, pero ya estaba desnivelado y bastó con que otro de sus atacantes le tirara del brazo para caer de bruces.

Incluso así, se resistió desde el suelo como un león acorralado. Boca abajo y con el peso de su adversario sobre la espalda, apoyó ambas manos en el suelo y estiró los brazos para levantarse.

—Quieto, chaval.

Oyó la voz al mismo tiempo que sentía la punta de una espada entre la oreja y la mandíbula, apretando lo suficiente para rasgarle la piel y hacer que una gota de sangre resbalara por su cuello.

Perseo se detuvo a media flexión. El hombre que estaba sobre su espalda se quitó de encima, pero le apoyó la lanza en la nuca. Perseo comprendió que iba a morir así, de bruces, como una res ante el altar del sacrificio.

—No seas idiota, Perseo —dijo el soldado que lo amenazaba con la espada—. Por muy bueno que creas ser, no hay ningún guerrero sobre la faz de la tierra que pueda vencer a seis adversarios. ¿Tengo que recordártelo?

 

—Eres valiente, pero estás loco. Nadie puede vencer a seis adversarios.

 

Perseo tuvo un recuerdo fugaz. Nunca había olvidado su única visita al campamento de la agogé. Todavía no había cumplido los diez años cuando un día se escapó del palacio para ir a ver a su hermano. Se lo había encontrado en un trance más que delicado: seis muchachos que tenían doce o trece años le habían hecho orinar en el suelo, y ahora le estaban retorciendo los brazos y tirándole de las orejas para obligarlo a tirarse sobre el charco que él mismo había formado y revolcarse en él.

Sin preguntar nada, Perseo se había lanzado sobre aquellos chicos convertido en un torbellino de puños y piernas. Pese a que eran mayores que él y, obviamente, más numerosos, se las había tenido tiesas durante un rato y les había ensangrentado la cara a casi todos. Pero había terminado en el suelo, boca abajo e inmovilizado como estaba ahora, mientras dos de ellos le pisaban la espalda. Finalmente, le habían dejado marchar, no sin una buena paliza que se sumó a la tunda que le dio Hipólito a su regreso por haber escapado de palacio.

—¿Fuiste tú? —preguntó ahora Perseo.

—Fui yo —contestó el soldado de la espada—. Sigues siendo igual de valiente e igual de estúpido. Pero eso lo vamos a arreglar de una vez.

—¿A qué esperáis? ¡Matadme de una vez!

En lugar de hincarle sus armas, dos de sus agresores lo agarraron por los brazos para retorcérselos a la espalda y atárselos. Otro le tiró del pelo para obligarlo a levantarse. Perseo ahogó un gruñido de dolor.

—¿Ves, niñato? Si llevaras el pelo rapado como corresponde a tu edad, no podríamos tirarte de él.

Era el soldado al que había golpeado en la rodilla. Al advertir que cojeaba de forma evidente, Perseo se volvió hacia él, apretando los dientes, y le preguntó:

—¿Qué tal tu pierna?

—Ya quisieras haberme hecho daño.

—Si no te ha dolido, no te importará que te patee la otra rodilla.

—Silencio —ordenó con voz seca el hombre de la espada, el mismo con el que se había peleado siendo niño.

A empujones, lo sacaron de su alcoba. Tras cruzar un corto pasillo, salieron a un patio aledaño a la puerta de la calle. Allí había más hombres armados. Diez, contó Perseo. Lo que suponía dieciséis en total. Habían enviado dos pelotones a por él. Los acompañaban cuatro ilotas que portaban antorchas para iluminar al grupo.

Perseo levantó la mirada hacia el segundo piso. Asomados a la galería de madera que rodeaba el patio encontró rostros conocidos. Los criados de su familia lo observaban todo con aquellos gestos planos y grises tan propios de los ilotas, aunque un par de sirvientas se estaban enjugando lágrimas de los ojos.

Dos de los criados se apartaron a un lado y entre sus cabezas apareció la de Ferenice. Traía el cabello cubierto, lo que hizo esbozar a Perseo una sonrisa de tristeza. A pesar de sus años, su abuela era tan coqueta que jamás habría permitido que nadie la viera despeinada al levantarse de la cama.

—¿Quiénes sois? —preguntó Ferenice.

—Mi nombre es Trasilao, hijo de Filolao, señora —respondió el oficial del grupo.

Así que aquél era el jefecillo de los matones que habían intentado abusar de Nabis y le habían propinado una paliza a él. Perseo apuntó el nombre. Tarde o temprano, le daría una lección.

Si seguía con vida, claro estaba.

—¿A qué habéis venido?

—Cumplimos órdenes del noble paidónomo Amonfareto.

—¿Y qué órdenes son ésas que os traen a nuestra casa en la noche?

—Está claro lo que han venido a hacer —masculló Perseo, mirando de reojo a Trasilao. De los seis hombres con los que había luchado Perseo, él era el único que había salido libre de contusiones. De los otros cinco, uno cojeaba, dos se tambaleaban y otros dos mostraban rasguños y moratones.

—No hemos venido a matarte, mozalbete —dijo Trasilao.

Pese a las ligaduras que le apretaban las muñecas, Perseo hinchó el pecho y enderezó los hombros para aprovechar que le sacaba media cabeza a aquel oficial.

—Háblame con respeto. Soy hijo del legítimo rey Damarato y nieto del difunto rey Aristón.

—No es eso lo que ha decidido el tribunal —respondió Trasilao—. Ahora vendrás con nosotros.

Perseo levantó la mirada. Ya no se veía a su abuela asomada a la balaustrada. ¿Se habría escondido para no soportar aquella vergüenza?

Volvió a mirar a Trasilao.

—¿Y por qué habría de ir con vosotros?

—Por obedecer la ley.

—¿Qué ley es ésa, que os hace entrar en mi casa en plena noche como ladrones de gallinas?

—¿Tu casa? —Trasilao soltó una carcajada y escupió a través del hueco de un incisivo que le faltaba.

Perseo recordó algo más y sonrió.

Ese diente se lo había arrancado él de un codazo aquel día.

—Tú no tienes casa —insistió Trasilao—. No eres nada más que una boñiga seca y seguirás siendo una boñiga seca hasta que te convirtamos en un hombre, como hicimos con tu hermano.

—Desátame y te demostraré si ya soy un hombre o no cuando te rompa el resto de los dientes.

Una mueca de odio cruzó el rostro del oficial, que levantó la mano un instante como si fuera a golpear a Perseo, pero se contuvo.

—Olvídate de tus privilegios, Basilisco —masculló—. Ahora que tu padre no es rey, tú ya no eres nadie.

Entre los demás soldados se oyeron risas apenas camufladas. Perseo se indignó. Basilisco, lo había llamado. «Reyecito».

—¿Que no soy nadie? ¿Acaso no recuerdas que combatí en nombre de toda Esparta?

Apenas las palabras brotaron de su boca, Perseo comprendió su error.

—Y fuiste derrotado —replicó Trasilao—. Humillado. ¿Y sabes por qué?

Perseo rechinó los dientes.

—No, pero seguro que tú me lo vas a decir.

—Por tu soberbia —dijo Trasilao—. Por pensar que un individuo solo puede combatir y ganar la gloria para la ciudad. Pero pronto olvidarás todo eso y comprenderás cuál es tu puesto y que sólo vales lo que vale un ladrillo de adobe en una pared.

—¿Qué quieres decir?

—Que te vienes con nosotros. Si pretendes ser espartano de verdad, tendrás que pasar por lo que hemos pasado todos.

Y sólo entonces Perseo comprendió.

Once años después de separarlo de su hermano, se lo llevaban por fin a la agogé.

Y algo en la mirada de Trasilao le decía que no iba a ser para bien.

 

 

 

Ya estaban fuera de la casa cuando se oyó la voz de Ferenice detrás de ellos.

—¡Esperad! ¡Quiero hablar con mi nieto!

Trasilao hizo un gesto y los hombres que rodeaban a Perseo se detuvieron. El oficial se volvió hacia Ferenice, que acababa de salir por la puerta de la casa y caminaba hacia ellos apoyándose en su bastón. La anciana llevaba bastantes días quejándose de dolores en la cadera derecha, y para empeorar sus achaques aquella casa era mucho más húmeda que el palacio.

—Señora, este mozo pertenece ahora a la agogé. No tiene familia —contestó Trasilao, acariciando el pomo de su espada.

Ferenice se acercó a él. La empuñadura de su bastón, la cabeza de un caballo tallado en marfil, sonó tap, tap, tap en la coraza de lino del oficial.

—Jovencito, si te atreves a amenazarme, te rompo los dientes que te quedan sanos. Ahora, quita de en medio y déjame hablar con mi nieto.

La voz y el porte de Ferenice eran los de una persona que no concebía que sus órdenes pudieran ser desobedecidas. Hasta aquel día nunca lo habían sido. Ahora, sin embargo, Perseo observó alarmado que el oficial estaba a punto de responderle con aspereza.

Comprendió que lo que había dicho Trasilao era verdad. «Ya no somos nadie».

Finalmente, el oficial se apartó un poco e indicó con una señal a sus hombres que hicieran lo propio. Ferenice les hizo un gesto con la mano, «Más atrás, atrás», y todos ellos se separaron unos pasos.

La anciana apoyó la mano en la mejilla de su nieto y trató de sonreír, aunque tenía los ojos empañados.

—No desesperes, Perseo.

Él trató de mantenerse impasible, pero el contacto de aquella mano, más áspera y seca que cuando lo acariciaba de pequeño, le puso un nudo en la garganta.

De niño habría dado cualquier cosa por ir a la agogé, se dijo. Ahora, sin embargo, tenía miedo de lo que pudiera esperarle allí. De pronto iba a tener que compartir su vida con decenas, cientos de personas. Iba a ser uno más.

—Los dioses han trastocado tu destino de golpe, Perseo —dijo su abuela—. Todo lo que creías tener se ha escurrido entre tus dedos como si fuera arena. Eso es lo que sientes ahora, ¿verdad? —Perseo asintió—. ¿Sabes una cosa? A mí me ocurrió lo mismo cuando tenía tu edad. Y sobreviví.

—Sé que me quieres consolar, abuela. Pero tu destino cambió para mejor. El mío no.

—Yo iba a ser la esposa de un ciudadano y me casé con un rey. Tú ibas a convertirte en rey y ahora serás un ciudadano. Eso es cierto. Y, sin embargo, ¿quién puede decir cuál es el mejor destino? Quizá yo habría sido más feliz con mi vida anterior y quizá tú lo seas con la vida que te espera.

Perseo agachó la cabeza. No quería contradecir a su abuela.

—No crees lo que te digo, ¿verdad, Perseo?

Él meneó la cabeza, mirando al suelo.

—Me resulta difícil hacerlo, abuela.

Ferenice le levantó la barbilla.

—¿Sabes que mi padre, tu bisabuelo, tuvo como huésped a Solón? Era ateniense, pero tan sabio como ese Quilón del que tanto alardea tu madre. ¿Has oído hablar de Solón?

Perseo asintió. El nombre le sonaba familiar.

—Solón le contó a mi padre una historia que luego él narró a menudo a sus invitados. Esa historia siempre me ha impresionado, pero no había querido contártela hasta que llegase el día adecuado para ello.

—¿Y ese día es precisamente hoy?

Perseo observó de reojo a Trasilao, que golpeaba el suelo impaciente con la puntera del pie derecho. Ferenice torció el cuello un instante para fulminar al oficial con la mirada y después procedió con su relato.

—Había un rey en Lidia que se llamaba Creso. Vivía en un palacio en el que habrían cabido diez como el nuestro y era el hombre más rico de Asia, que es como decir de todo el mundo. Cuando el sabio Solón, en uno de sus muchos viajes, fue a visitarlo, Creso le enseñó las estancias de su palacio, sus caballerizas, sus fincas y las cámaras de su tesoro. Después le preguntó: «Tú que has visto mucho mundo, Solón, ¿a quién consideras el hombre más feliz del mundo?». ¿Qué respuesta crees que esperaba el rey de Lidia?

—Que el hombre más feliz era él, por supuesto.

Perseo no entendía muy bien a qué venía aquella historia. Pero gracias a ella podía seguir unos minutos más con su abuela.

De pronto sintió un escalofrío. ¿Y si, por el motivo que fuera, jamás volvía a verla? Podía resignarse a no ver nunca más ni a su padre ni a su madre, pero a su abuela o a Nabis…

Ferenice prosiguió con su relato:

—La contestación de Solón fue: «Si me preguntas por el hombre más feliz del mundo, te diré que Telo de Atenas». «¿Por qué?», quiso saber Creso, y Solón le respondió: «Telo vivió en una ciudad próspera, tuvo hijos honrados que llegaron a mayores y que le dieron nietos. Y después murió en combate contra los enemigos de la ciudad y los atenienses lo sepultaron con exequias públicas».

»Picado en su amor propio, Creso le preguntó de nuevo: “¿Y quién es el segundo más dichoso del que tú tengas constancia?”.

»“De hecho, son dos —replicó Solón—. Los gemelos Cleobis y Bitón, dos atléticos jóvenes de la ciudad de Argos”.

—¿De Argos? —preguntó Perseo, incrédulo.

—Sí, Perseo —respondió su abuela—. Incluso en esa vil ciudad puede encontrarse virtud. Pero no me interrumpas y sigue escuchándome.

»La madre de esos gemelos, que era la sacerdotisa de Hera, debía subir al santuario de la diosa en un pesado carro tirado por bueyes. Pero, como los animales no aparecían por ninguna parte, el festival se retrasaba. Ni cortos ni perezosos, los dos gemelos se uncieron al yugo y arrastraron el carro durante casi diez kilómetros para llevar en procesión a su madre. Ella, orgullosa de sus hijos, pidió a Hera que les otorgara el don más preciado que se puede dar a un hombre. ¿Y qué crees que les concedió la diosa?

Perseo pensó en los dones que Hera, Afrodita y Atenea habían ofrecido a Paris a cambio de su voto en el infausto certamen de belleza que causó la ruina de Troya.

—¿Riquezas? ¿Bellas mujeres? ¿Ser invencible en combate?

—Nada de eso, hijo mío. Tras su esfuerzo, Cleobis y Bitón se tumbaron a descansar en el santuario y ya nunca despertaron.

Perseo frunció el ceño.

—¿Murieron? ¿Ése fue el don que les otorgó Hera? ¿La muerte?

—Exactamente.

—¿Qué clase de don es ése?

—Piénsalo. ¿Comprendes ahora por qué Solón le dijo a Creso que esos tres hombres habían llevado vidas dichosas y, sin embargo, no lo puso a él como ejemplo de felicidad a pesar de sus incontables riquezas? —Perseo sospechaba la respuesta, pero no quería reconocerla, así que meneó la cabeza—. Porque estaban muertos —continuó su abuela, y recalcó—: Muertos y bien muertos. Ya no les podía ocurrir nada malo. En cambio, el todopoderoso Creso que se creía tan feliz fue derrotado en la guerra por Ciro el persa. Él, antaño tan orgulloso, acabó sus días humillado y convertido en siervo del Gran Rey.

—No sé si comprendo la moraleja, abuela.

Ferenice se volvió hacia Trasilao y le hizo un gesto entre el pulgar y el índice para que esperara un instante más. Después se dirigió de nuevo a su nieto y le revolvió el pelo con ternura.

—Sí la comprendes. Los dioses nos reparten a todos bienes y males, a unos más que a otros. Pero el que sufre los golpes más duros puede acabar sus días con tal brillo que todos lo consideren feliz al resumir su vida. Por otra parte, aquél al que siempre ha sonreído la fortuna puede sufrir un revés tan repentino y espantoso que en un solo día destruya el sentido de su misma existencia.

»Quizás, si te hubieras convertido en rey, habrías pasado a los anales como un soberano nefasto. Ahora te has salvado de ese posible destino. En cambio, ¿quién sabe cómo terminará sus días el soberbio Cleómenes, que se cree por encima de los dioses?

»Pero tú, que ya no vas a ser rey, tienes ahora la ocasión de convertirte no sólo en un espartano de verdad, sino en el mejor de los espartanos.

—El mejor de los espartanos —murmuró Perseo, una vez que su abuela volvió a entrar en la casa y la puerta se cerró tras ella.

—El mejor de los espartanos —repitió Trasilao en tono mordaz, acercándose a él—. Estás tan lejos de eso como una babosa de escalar el Olimpo, jovenzuelo.

Perseo entrecerró los ojos. Los soldados de los dos pelotones lo habían rodeado.

—Podréis engañar a mi abuela, pero a mí no. Si vais a matarme, por lo menos hacedlo un poco más lejos de mi casa. Que ella no tenga que ver la sangre al despertarse.

—No eres tan importante como para que hayamos venido a matarte, Basilisco.

Trasilao hizo un gesto a dos de los hombres a los que había vencido Perseo, el que cojeaba y el que había recibido la patada en el pecho. Uno de ellos usó el filo de su lanza para rasgar la espalda de la túnica de Perseo, con tanta precisión como si empuñara una navaja. El otro se sacó del cinto un vergajo retorcido.

—Ahora, tú que quieres ser el mejor de los espartanos, vas a recibir la primera lección para convertirte en uno de nosotros.

—¿Y cuál es esa lección, si puede saberse?

—Disciplina —masculló Trasilao y, dirigiéndose al soldado de la fusta, ordenó—: ¡Quince azotes!

 

 

 

Después del castigo lo llevaron hacia el norte. Los barracones para los jóvenes del grupo de edad de Perseo se hallaban más alejados de la ciudad que los que él había visitado de niño, cuando se escapó para buscar a su hermano. A los meleirenes, los que estaban en el último año antes de convertirse en soldados, los tenían apartados del resto. Durante los demás años de la agogé, los niños y adolescentes mantenían algo más de relación con sus familias y disfrutaban de permisos según el calendario de fiestas. Pero en el último, antes de convertirse en soldados, los meleirenes permanecían prácticamente apartados del resto de la sociedad. Por eso, en los últimos meses, Perseo había visto menos que nunca a Nabis. O eso creía. Nunca llegaría a conocer la verdadera y siniestra razón.

Los barracones estaban construidos sobre una suave ladera. Eran dos edificios paralelos y alargados, unidos en su parte oeste por otro más corto, mientras que por el este se abrían mirando al Eurotas, de modo que todo el complejo tenía forma de U orientada hacia la salida del sol. Estaban levantados en paredes de adobe que una cuadrilla de ilotas, provistos de escaleras, andaban enjalbegando ya a esas horas de la mañana.

Pasaron por la abertura de la U a un patio de suelo de arena, rodeado por sendas galerías con escaleras de madera cada pocos pasos que daban acceso a los barracones. Sobre las puertas laterales colgaban placas de terracota con relieves de escenas mitológicas y letras que identificaban las unidades.

La actividad ya había empezado en el patio. Se veían pelotones que salían de sus dormitorios y formaban delante de las puertas; algunos jóvenes vestían túnicas, otros venían en taparrabos y unos cuantos se colocaban en las filas directamente desnudos. Entre ellos pasaban ilotas afanados en diversas tareas, llevando cestas y escudillas de aquí para allá o rastrillando la arena del patio.

Trasilao hizo un gesto a sus hombres, que se detuvieron a la entrada de la U clavando el paso en el sitio. Cuatro meleirenes con cara de sueño salieron a su encuentro. Como todos los demás, llevaban el cabello muy corto salvo por una fina trenza detrás de la oreja derecha.

Perseo esperaba ser recibido por alguien con autoridad. Tal vez el mismo Amonfareto, al que había visto infinidad de veces en palacio y con el que había conversado a menudo, aunque no podía decir que le resultara simpático. Al parecer, tendría que conformarse con aquellos meleirenes. Los jóvenes se cuadraron delante de Trasilao y se golpearon el pecho con la mano derecha, gesto al que el enomotarca no se dignó contestar.

—Aquí os dejo el paquete —se limitó a decir—. Encargaos de él. Ya lo traemos ablandado, pero si veis que levanta una sola ceja no dudéis en macerarlo más.

Macerar parecía un buen término, considerando cómo le habían dejado las espaldas a Perseo. De niño sus preceptores le habían propinado sus buenas raciones de bofetadas y lo habían azotado con verdascas, por no hablar de la brutalidad del entrenamiento al que lo sometía Fénix. Pero nada le había resultado tan doloroso como los quince golpes de vergajo que acababa de recibir. Por más que había intentado apretar los dientes para no proferir un sonido, al final no había podido evitar gruñir de dolor.

—Cuando seas capaz de soportar esto sin inmutarte —le había dicho Trasilao—, y sólo entonces, empezarás a parecerte a un espartano.

Mientras Trasilao y sus hombres se alejaban, dos de los meleirenes de guardia se acercaron a Perseo con intención de agarrarlo por los codos. Otro de ellos, el que estaba al mando de aquel turno de guardia, les dijo:

—Dejadlo. Seguro que sabe caminar solo. —Dirigiéndose a Perseo, añadió—: No vas a darnos problemas, ¿verdad, príncipe?

Perseo, que había apretado los puños, los relajó un poco. No estaba acostumbrado a que le pusieran las manos encima tantas veces, al menos sin que él se prestara a ello. Una cosa era recibir masajes y dejar que lo limpiaran con el rascador después del ejercicio, y otra que lo llevaran a tirones y empellones de un lado a otro como si fuera una res.

Aunque empezaba a sospechar que eso era lo que pretendían de él: convertirlo en una bestia sin cerebro ni voluntad.

El jefe de aquella patrulla de guardia le dijo que se llamaba Androcles y mostró al menos algo de respeto. Mientras acompañaban a Perseo a la barbería, le comentó:

—Vi tu combate contra ese persa. Peleaste bien. No tienes nada que reprocharte. Lo único que pasa es que él era mejor que tú.

«¿Te parece poco?», pensó Perseo, torciendo la boca de medio lado.

Dentro de la barbería, le hicieron sentarse en un escabel. Un ilota empezó a cortarle el pelo, dejándole solo un mechón detrás de la oreja derecha.

—Cuando tengas ese mechón un poco más largo, te lo podrás trenzar —explicó Androcles.

Androcles, que parecía del tipo parlanchín, le explicó que allí se alojaban únicamente los meleirenes, jóvenes en su último año de preparación. Cuando llegase el momento, se les sometería a un ritual cuyo nombre les estaba prohibido pronunciar, pero que todo el mundo pronunciaba phouaxir, una enigmática palabra que al parecer significaba «tiempo del zorro».

—Estamos divididos por batallones —prosiguió Androcles—. Pitana y Mesoa en el barracón norte, Cinosura y Amiclas en el sur y los de Limnas en el barracón central.

Mientras el meleirén hablaba, un ilota le trajo una escudilla con el desayuno. Androcles le dijo algo, y el sirviente se marchó y no tardó en aparecer con otra escudilla para Perseo. Éste olisqueó el contenido. Era algún tipo de caldo negro hecho con sangre, vinagre y manos de cerdo. Espeso y sustancioso, aunque algo tibio para su gusto; pero dio buena cuenta de ello, ya que no sabía cuándo volvería a probar bocado.

—Vaya, amigo —dijo Androcles—. Se nota que hay que dar combustible a esos músculos. ¿Quieres repetir?

Perseo asintió. En su experiencia, la comida era energía, y esta última le iba a hacer falta para afrontar lo que pudiera ocurrirle a partir de ese momento.

—¿Estando tan cerca los batallones, no hay peleas entre ellos? —preguntó mientras devoraba una segunda ración.

—Aquí siempre hay peleas entre todo el mundo. Ya lo verás.

Cada batallón, añadió Androcles, se dividía en tres enomotías o secciones, y éstas, a su vez, en cuatro pelotones. Se trataba de una estructura paralela a la del ejército, aunque faltaba una unidad intermedia, la compañía o lókhos entre el batallón y la enomotía. La razón, comprendió Perseo, era que cada batallón de meleirenes constaba de cien jóvenes a lo sumo, mientras que los batallones de verdad pasaban de mil quinientos soldados.

A estas alturas, ya habían terminado de cortarle el pelo, salvo la trikha, el mechón de meleirén: germen de las futuras trenzas que lo señalarían como un guerrero espartano.

—… si es que terminas lo que nos falta de agogé, que es lo más duro. —Androcles, dándose importancia, añadió—: No todo el mundo la acaba con vida.

Androcles debía de haber recibido alguna inspiración de los dioses cuando dijo aquello, pues un par de meses después moriría despeñado por un farallón del Taigeto.

 

 

 

Una vez rapado, llevaron a Perseo a una dependencia aneja, donde unos ilotas le pidieron, sin demasiado respeto, que les entregara la ropa que llevaba. A cambio le suministraron una túnica parda de tejido más áspero que la que le acababan de confiscar. La mayor diferencia estaba en las costuras, tan bastas y torcidas como si las hubiera cosido Polifemo después de perder su único ojo. El roce de aquellos gruesos hilos en la piel resultaba molesto, pero Perseo sospechaba que ése sería uno de los menores inconvenientes. También le dieron un capote de lana que parecía conservar a la vez el olor de la oveja de la que había salido y el de su anterior propietario. Para terminar, le entregaron un cinturón de cuero gastado y unas botas.

—Sólo te las puedes poner durante el entrenamiento con armas —le explicó Androcles—. El resto del tiempo tienes que ir descalzo, como los demás. Éstas son todas tus posesiones a partir de este momento. Ahora te llevaré con tu pelotón —concluyó.

Mientras cruzaban de nuevo el patio hacia el lado norte, Perseo miró en derredor. Los pelotones seguían formando, entrando y saliendo, y muchos de ellos recibían órdenes de sus jefes, meleirenes que se distinguían de los demás por los cinturones, más gruesos, y por unas cintas de diversos colores que llevaban en los hombros.

—¿No debería recibirme mi jefe de pelotón? —preguntó Perseo.

—Tu pelotón es… peculiar —respondió Androcles.

Cada vez reinaba más actividad, aunque todavía no se veía a adultos de verdad.

—¿No hay instructores para vigilaros? —quiso saber Perseo; aún no se adaptaba a usar la primera persona del plural.

—Oh, créeme, siempre estamos vigilados.

En la urna en la que había vivido, apartado de los demás, Perseo ignoraba que sobre un espartano, fuese de la edad que fuese, estaban siempre posados los ojos de los demás: sus iguales, sus superiores, sus inferiores, observando, comparando y juzgando en todo momento su conducta.

No tardaría en descubrirlo.

 

 

 

Subieron los peldaños del pórtico, cuyas tablas crujieron bajo el peso de Perseo, y se detuvieron ante una puerta. Sobre ella colgaba una placa de terracota. En la placa, bajo el nombre de Pitana y un rudimentario relieve del héroe Pólux, se veían pintadas en toscos brochazos las letras gamma y alfa.

—Éste es tu pelotón, el Gamma Alfa. Conocido como Gea, «Tierra», para abreviar —anunció Androcles.

Había un joven sentado junto a la puerta, con la espalda en la pared y recogiendo los primeros rayos de sol. Sin levantar la mirada, dijo:

—No te preocupes, Androcles.

—¿Por qué iba a preocuparme?

El joven soltó una carcajada y dio un trago de un odre. Por el color del chorro, Perseo sospechó que más que agua asperjada con vino se trataba de lo contrario, vino casi sin aguar.

—El buey no está —comentó aquel joven. Tenía una voz limpia y hermosa, que Perseo reconoció. Lo había oído cantar no hacía mucho, como solista de un coro en las Jacintias—. Ha ido a librarse de toda la alfalfa que convierte en mierda por las noches. Ya sabes que es un animal de costumbres.

—¿Dónde está Nicanor? Tengo que entregarle a este peluso.

Perseo se enteró más tarde de que los jóvenes de la agogé utilizaban «peluso» como término despectivo que servía para todos aquellos que estuvieran por debajo de su grupo de edad. En el caso de los meleirenes, a punto de terminar la agogé, pelusos eran todos los demás.

A Perseo le sorprendió, no obstante, que Androcles, que hasta ese momento se había mostrado tan amable, se refiriera de repente a él con ese tono de superioridad. Era como si quisiera hacerse el duro ante el meleirén sentado en la puerta.

Allí había mucho de exageración y disimulo, comprendió. Recordando algunas cosas que le contaba Nabis en sus visitas a la familia, pensó que acaso la manera de sobrevivir en la agogé consistiese en fingirse más fuerte y duro de lo que uno era en realidad.

Perseo apretó los puños y contrajo los músculos del torso antes de entrar. «Bien —se dijo—, aquí os vais a encontrar con alguien que no tiene por qué fingirse más fuerte de lo que es».

—No hace falta que me entregues a nadie —dijo, volviéndose hacia Androcles.

—Pero…

Perseo le puso la mano en el hombro y apretó. No tanto como para parecer hostil, pero sí para demostrar firmeza.

—Te agradezco tu recibimiento y tus explicaciones. Me las apañaré.

Androcles miró a los lados, tragó saliva ostensiblemente y se marchó a toda prisa.

—¿Quién es ese buey del que has hablado? —preguntó Perseo al muchacho sentado en la puerta—. ¿Por qué le tiene miedo Androcles?

—No tiene pérdida. En cuanto lo veas, lo sabrás.

El joven de la puerta se dignó levantar la mirada por fin. Tenía los ojos muy grandes y vivos, entre verdes y grises. Sus rasgos habrían podido ser hermosos, pero algo los estropeaba; una sutil asimetría difícil de captar a primera vista.

—Va a ser curioso cuando os conozcáis, Perseo.

—¿Sabes quién soy?

—¿Quién no sabe quién eres?

Perseo no dijo nada. Respiró hondo y entró por fin en la camareta.

«Estudia el terreno siempre que preveas que puede convertirse en un campo de batalla».

Desde aquel instante, dada su situación, la máxima de Fénix se aplicaba a cualquier lugar donde se encontrase, de modo que procuró fijarse bien en los detalles.

No había demasiados en los que reparar. La camareta era un rectángulo de unos diez pasos de largo por seis de ancho. Las paredes habían sido pintadas y repintadas de blanco de forma un tanto chapucera: en algunos lugares la pintura se caía a desconchones y en otros se veían a medio borrar las letras de los mensajes obscenos que los últimos meleirenes habían dejado para sus sucesores. En el techo había un agujero cuadrado de ventilación y debajo de él, un pequeño hogar que no parecía haber albergado fuego desde hacía semanas. Desde luego, no olía a madera ni carbón quemados, como era de suponer que ocurriría en invierno; por el momento sólo captó olor a humedad y a adobe bofado.

Y a gente. No podía decirse que fuera un hedor acre o insoportable, pero se notaban los efluvios del sudor y la respiración de otros flotando en un ambiente mal ventilado. Algo a lo que Perseo no estaba acostumbrado.

Por lo demás, el único mobiliario consistía en ocho jergones situados de forma simétrica, cuatro a cada lado. No eran más que tablas, amortiguadas —tal vez era mucho decir— por pieles de cabra cosidas entre sí que ya habían perdido buena parte de su pelo. Según le había explicado Androcles, la única ropa de cama era el mismo manto que le acababan de dar, y de almohada podía usar sus antebrazos o, simplemente, nada. «Dureza» parecía ser la palabra clave. Los lechos de las casas espartanas solían ser simples esterillas de junco sobre armazones de madera con correas de cuero tensadas; pero incluso eso les parecía demasiada molicie a los instructores de la agogé.

Al menos, pensó Perseo, a eso estaba bien acostumbrado gracias a Fénix.

Ninguno de los camastros parecía estar libre. Tres se encontraban ocupados por sus dueños y sobre los otros cinco se veían botas o capotes como marca de propiedad.

Perseo observó a sus nuevos compañeros. Dos de ellos se limitaban a vegetar en sus jergones, tendidos boca arriba con los brazos doblados detrás de la cabeza. El tercero se dedicaba a hacer flexiones contándolas en voz alta: «Ochenta y tres, ochenta y cuatro, ochenta y cinco…».

Había un cuarto meleirén en la camareta, algo más apartado. Se hallaba pegado a la pared del fondo, acurrucado en el suelo. Perseo sospechó que la razón de que estuviera allí no era que las tablas le pareciesen demasiado blandas y prefiriese tumbarse en las losas.

Los dos que estaban boca arriba se sentaron para ver quién era el recién llegado. El joven de las flexiones se enderezó gateando con las manos y se acercó a él. Llevaba la túnica enrollada a la cintura, obviamente para exhibir los músculos del abdomen y el torso. Era alto y se le veía en espléndida forma física, pero no tanto como para preocupar a Perseo, que le sacaba diez centímetros y cerca de quince kilos.

—Te has equivocado de camareta.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Perseo.

—Aquí no tenemos sitio. ¿Es que no lo ves? —dijo el joven, señalando los camastros ocupados por calzado y ropa.

—No tengo ningún interés en compartir este antro con vosotros, pero es el que me han asignado. Me da igual dormir en el suelo hasta que me traigan una cama.

—«Hasta que me traigan una cama» —repitió el otro, abriendo mucho los ojos y ahuecando la voz. Después extendió el brazo y clavó los dedos dos veces en el pecho de Perseo—. Ya no estás en tu palacio, reyecito. ¿Es que no te has enterado?

Perseo se quedó observando los dedos del joven, sin decir nada. Después lo miró a la cara. Fue suficiente para que el otro retrocediera un paso.

—No tienes por qué pedir una cama, Perseo. Desde que Sapo murió de un golpe de calor tenemos una libre.

Perseo se volvió. El muchacho de la puerta se había decidido a levantarse y entrar en la camareta. Sólo entonces se dio cuenta Perseo de que cojeaba de forma ostensible. Su pierna derecha era más corta que la otra y el pie se torcía para dentro. No era ésa su única deformidad: tenía los dedos de la mano derecha cortos y en forma de bolita, como si se los hubieran cortado o los tuviera atrofiados de nacimiento.

¿Qué hacía alguien así en la agogé? Se suponía que nadie con esas taras podía servir en el ejército. Cada vez que nacía un bebé, una comisión del consejo de ancianos lo examinaba, y si no lo encontraba lo bastante sano, robusto y bien formado, lo declaraba no apto. En tal caso debía ser abandonado en el paraje agreste conocido como las Apótetas. Al menos teóricamente. En la práctica había madres que criaban a esos bebés siempre que sus deformidades no fueran realmente monstruosas; pero al crecer no pasaban la agogé ni llegaban a convertirse en ciudadanos. ¿Cómo había llegado allí aquel muchacho?

El recién llegado extendió la mano derecha. Perseo la miró un instante. Después la estrechó y sintió un breve escalofrío al notar en su piel el tacto de aquellos dedos atrofiados.

—Soy Espertias, hijo de Anaristo. Mal que le pese a él.

—Te llamas Escaleno, y todo el mundo lo sabe —dijo el otro joven.

«Cojo». Sus compañeros no se habían devanado los sesos para encontrarle un apodo a Espertias.

—Este chico tan amable y hospitalario —continuó Espertias, señalando al que lo había llamado Escaleno— se llama Eurístenes, pero todos lo conocen como Brontes. Con eso ya tienes toda la información que precisas sobre él.

Perseo percibió que entre los apodados Escaleno y Brontes («Trueno») no había ninguna simpatía, pero la hostilidad parecía contenida. Tal vez la domaban los mastigóforos a golpe de vergajo, pensó Perseo, moviendo los omóplatos casi sin darse cuenta. El roce de la túnica nueva —era un decir— en las marcas de los azotes era como el de una lija; pero habría dejado que las Grayas le arrancaran un ojo antes que pedir un emplasto de Quirón para aliviar el dolor.

—¿Por qué lo llamáis Brontes? —preguntó Perseo, tirándose del cuello de la túnica para separarla de su espalda.

—Porque son idiotas —respondió el aludido, dando a entender que le molestaba el mote. «Así que es precisamente el que usaré», se dijo Perseo.

Escaleno tomó a Perseo del codo y lo guio hacia la pared del fondo.

—Mira —dijo, señalando a uno de los jóvenes tumbados. Era muy oscuro de cabello y de piel, y tenía los pies grandes como barcas—. Ése es Polidectes.

—¿No tiene apodo?

—Que a alguien se le ocurra ponérmelo —amenazó el joven. La voz rasposa y sibilante hizo pensar a Perseo en una serpiente. De pronto, Polidectes se levantó de un brinco y se acercó a Perseo—. ¿Me lo quieres poner tú? ¿Me lo quieres poner tú, eh?

Perseo bajó la barbilla para observarlo desde su altura. Polidectes tampoco era rival físico para él, aunque anotó mentalmente que sería mejor no darle la espalda. Tenía los ojos oscuros y muertos como la obsidiana. Los ojos de un futuro asesino, si es que no lo era ya.

Perseo se preguntó por qué Brontes y Polidectes, sin conocerlo, o precisamente conociéndolo y sabiendo sus virtudes como guerrero, se mostraban tan hostiles con él sin preocuparse de las consecuencias. ¿Quién les decía que Perseo no era propenso a sufrir ataques de ira y romper cabezas como Heracles?

«Es porque confían en que los proteja otro más fuerte que ellos», pensó. Pero muy fuerte debía de ser aquel protector, fuese quien fuese, para que Perseo le tuviera miedo.

—No tengo mucha imaginación para los motes —respondió Perseo—. Polidectes me vale como cualquier otro nombre.

—¡Ah! —replicó el otro, sacando pecho como si hubiera hecho retroceder él solo a todo el ejército de Argos—. Mejor para ti que sea así.

—Ese otro es Idomeneo —continuó Escaleno. El mentado, un tipo fibroso y con cara de comadreja, se quedó mirando a Perseo sin abrir la boca y sin levantarse de su yacija—. De una cosa puedes estar seguro: jamás te aburrirás con su charla.

Por toda respuesta, Idomeneo se llevó la mano izquierda a la entrepierna y se apretó los testículos.

—El día que se dirija así a la asamblea, se le va a entender todo —comentó Escaleno.

El último ocupante de la camareta, el muchacho que estaba tendido de costado en el suelo, se puso de pie, se acercó a Perseo y le tendió la mano. Poseía un tórax robusto, pero las piernas cortas lo convertían en el más bajo de los miembros del pelotón, más incluso que Escaleno. Tenía una sonrisa nerviosa, aunque amistosa, y al mirar entrecerraba tanto los ojos, rasgados de por sí, que parecían dos puñaladas en una calabaza.

—Bienvenido. Yo me llamo Aristodemo —saludó el joven.

La mano le temblaba y su voz vibraba con un ligero trémolo. Perseo comprendió que aquel muchacho era el más débil y vulnerable del pelotón, y sintió una simpatía instintiva por él.

«Defender a los débiles y poner orden en el mundo». La consigna que le había inculcado su abuela desde niño, la misión de su antepasado Perseo, matador de la Gorgona.

—¿Aristodemo? ¡Ja! —exclamó Brontes a espaldas de Perseo—. Ya quisieras merecerte ese nombre. Con Tresas vas que fornicas.

El aludido no pareció enfadarse, aunque Tresas —«Temblón»— era el peor epíteto con que se podía insultar a un hombre libre. Los espartanos llamaban así a los que mostraban debilidad ante el enemigo y les hacían el vacío en la ciudad, les negaban el fuego sagrado, miraban a través de ellos como si no existieran e incluso los golpeaban impunemente al pasar a su lado. No hacía falta arrojar el escudo y huir ante el enemigo para convertirse en un Temblón. Bastaba con no dar suficientes pruebas de valentía a ojos de los compañeros de falange para que corriera el rumor por las filas: «¡Ése es un cobarde!». La mayoría de los que se veían así motejados acababan abandonando la ciudad y convirtiéndose en apátridas, o llegaban al extremo de suicidarse.

Pero Aristodemo se limitó a frotarse las manos en un gesto tímido y decir:

—Me llaman así porque tengo muy mal pulso. Pero ya comprobarás que no se me caen ni la lanza ni el escudo.

—Puedes llamarlo Tresas, Perseo —dijo Escaleno—. A mí tampoco me molesta que me llamen Escaleno. Es bueno que los demás te ataquen constantemente con lo que creen que es tu mayor debilidad. Así te acostumbras a ello y al final ya no puede molestarte.

—Interesante idea —afirmó Perseo.

—Siempre he dicho que los demás no pueden hacernos nada que no seamos capaces de soportar.

«¿Estás seguro?», pensó Perseo.

Miró en derredor de nuevo y contó con los dedos. Escaleno, Temblón, Polidectes, Idomeneo, Brontes. Cinco meleirenes, y con él seis. En teoría faltaban dos para completar el pelotón, uno de ellos su jefe Nicanor. ¿Por qué no había camastros libres?

Sospechaba que ese pequeño misterio tenía que ver con el hecho de haber encontrado a Temblón tumbado en el suelo.

Reparó en que dos de las yacijas, situadas en el lado izquierdo de la camareta, estaban ocupadas por botas del mismo par. Sin preguntar a quién pertenecían, las juntó en el lecho más cercano a la puerta y dejó caer sus propias botas sobre el otro.

—Ésa es mi cama —dijo Polidectes, agachándose para recoger su bota derecha y arrojarla de nuevo sobre el camastro que acababa de reclamar Perseo.

—No voy a discutir —respondió Perseo. Tomó la bota izquierda de Polidectes, la juntó con su hermana, cogió las suyas y las pasó al otro camastro, trocando posiciones con Polidectes—. Me quedo con la otra.

Polidectes se agachó de nuevo y devolvió la bota izquierda a su sitio, al lado de las de Perseo.

—Me gustan las dos camas.

Perseo respiró hondo y se aconsejó a sí mismo paciencia. Siempre estaba a tiempo de romperle los huesos a aquel tipo, no tenía ninguna prisa.

—Me parece muy bien —replicó—. Pero en algún sitio tendré que dormir yo.

Polidectes señaló con el dedo el suelo, en el rincón de la pared del fondo.

—Pues duerme en el puto suelo, Basilisco. Así cuando Temblón se mee por la noche, tendrás algo que beber.

«Si me vuelves a llamar Basilisco, te arranco la laringe», pensó Perseo. Pero se mordió la lengua. ¿Qué había dicho Escaleno? «Es bueno que los demás te ataquen constantemente con lo que creen que es tu mayor debilidad, porque así te acostumbras y al final ya no puede molestarte». Si se le ocurría demostrar que aquel apodo le zahería, ya podía prepararse para escucharlo cantado a coro por todo el batallón.

—No puedes ocupar dos lechos al mismo tiempo —respondió Perseo—. Decídete de una vez por cuál quieres.

Durante un rato se desafiaron cara a cara a apenas dos palmos de distancia. Mirar a las pupilas de Polidectes era como asomarse a los rescoldos de una hoguera extinguida en una noche de invierno, pero Perseo se negaba a desviar la vista el primero.

Por fin, Polidectes apartó la cara, recogió la bota del lecho situado más al fondo y la juntó con la otra. Después, como si quisiera apuntarse al menos un triunfo, le dio una patada al nuevo camastro de Perseo para empujarlo contra la pared. Para su desgracia, olvidó que debajo de la piel de cabra había una dura tabla de madera y se machacó el dedo gordo del pie.

Mientras Polidectes daba brincos en el sitio y juraba por todas las presencias del Hades, los demás compañeros se rieron de él. Perseo se limitó a sonreír y enderezó la cama, aunque la dejó pegada a la pared por poner la mayor distancia posible entre Polidectes y él.

Mientras estaba agachado colocando el jergón, notó un ensombrecimiento, como si una nube hubiera tapado el sol. No se molestó en levantar la mirada hacia la lucerna del techo. El vello de la nuca se le había erizado, advirtiéndole de que lo que fuese que oscurecía la luz se hallaba detrás de él.

Se dio la vuelta. Recortándose contra la puerta, acababa de aparecer una figura gigantesca. Sus hombros rozaban las jambas y había tenido que agachar el cuello para no golpearse con el dintel. Si es que aquella masa de músculos se podía describir como cuello.

—Perseo, te presento a Posidonio —dijo Escaleno—. Más conocido como Gerión por…

—Por el gigante de tres cuerpos que luchó contra Heracles —completó Perseo—. Lo sé.

De modo que ése era el compañero en cuya fuerza confiaban Polidectes y Brontes. Mala suerte. El único espartano que conocía con el que no sentía el menor deseo de enfrentarse cuerpo a cuerpo, y tenía que tocarle en su mismo pelotón.

Gerión atravesó por fin el umbral y volvió a entrar algo más de luz en la camareta. Tenía los muslos tan abultados que no le dejaban juntar los pies, del mismo modo que los inmensos dorsales no le permitían pegar los brazos a los costados. Desde que Perseo lo vio en las fiestas Jacintias parecía haber crecido en altura y volumen; aunque tal vez era una ilusión, efecto de encontrarlo en un espacio tan exiguo y perfilándose contra la luz de la puerta.

Al menos, eso quiso creer.

Desde los siete años, Perseo se había acostumbrado a pelear contra rivales que lo triplicaban en peso, tanto Fénix como los amigos que éste traía a palacio para adiestrarlo; ninguno de ellos se reprimía a la hora de golpearlo, por niño que fuese. Habían sido años muy duros, pero, a partir de los dieciséis, Perseo se había ido acostumbrando a disfrutar de superioridad física sobre los contrarios. Toparse ahora frente a frente con una mole como Gerión no le daba miedo, pero sí le producía un cosquilleo molesto en el estómago.

«Miedo, jamás», se repitió a sí mismo. Los impulsos animales, recordó, eran tres.

Huir.

Esconderse.

Atacar.

Y a él sólo se le había enseñado uno de ellos.

Gerión se acercó a él. Tal vez fuese efecto de su imaginación, pero a Perseo le dio la impresión de que el suelo temblaba bajo aquellos pies enormes. Curiosamente, sus manos no eran tan grandes, y aún lo parecían menos en comparación con aquellos antebrazos gruesos como columnas. El volumen de los bíceps ya escapaba a cualquier comparación. Para exhibirlos, el gigante abrochaba su túnica sólo en el hombro derecho, e incluso de ese lado la llevaba arremangada hasta la axila.

Perseo se dijo que era bueno que Gerión tuviera las manos relativamente pequeñas. Las suyas eran muy grandes y fuertes, casi desproporcionadas. Fénix le había explicado que aquélla era una ventaja que tenían que trabajar, y lo habían hecho a conciencia desde que Perseo era niño.

 

Polidectes aprovechó la llegada de Gerión para coger una de sus botas, ocupar de nuevo el jergón que le había quitado Perseo y colocarlo donde lo tenía puesto antes.

—¿Te estás valiendo de que ha llegado tu hermanito mayor? Ya te he dicho que no puedes ocupar dos camas al mismo tiempo —advirtió Perseo a Polidectes, pero mirando en todo momento a Gerión.

Todo en él ofrecía un aspecto brutal. Al igual que los demás, llevaba el cabello corto salvo por la trikha, aquella trenza suelta característica de los meleirenes. Las entradas prematuras sugerían que no tardaría en quedarse calvo. Su frente, algo huidiza, se abombaba sobre los ojos en dos prominentes arcos supraorbitales que parecían tallados en piedra. En cuanto a los ojos en sí, a través de las ranuras que separaban sus párpados, se veían fríos y opacos como basalto.

Brontes se acercó a Gerión y le entregó una bolsita de tela. El gigante, siempre con la mirada fija en Perseo, aflojó el cordel que la cerraba y sacó una nuez de dentro. Después se la puso en la palma de la mano y la estampó contra su frente, sin tan siquiera pestañear. La nuez se rompió con un crujido, y él separó las cáscaras y se comió lo de dentro.

Mientras seguía masticando, sacó otra nuez de la bolsa y se la arrojó a Perseo. Éste la cazó al vuelo sin mirar.

¿Qué podía hacer para abrir la nuez? Él también tenía la frente dura. Fénix le había enseñado a utilizarla como arma para dejar fuera de combate a posibles rivales, pues era un recurso que solía pillar por sorpresa a cualquier adversario.

Pero jamás se le habría ocurrido tratar de darle un cabezazo a Gerión para derribarlo. Habría sido más productivo tratar de demoler las columnas del Menelaion a soplidos.

Gerión seguía mirándolo fijamente y abriendo la boca de forma exagerada mientras revolvía entre los dientes y la lengua los últimos restos de la nuez. «¿Es que tu madre no te enseñó a masticar con la boca cerrada?», estuvo a punto de decir Perseo. Ni siquiera estaba seguro de si aquella mole tenía madre o había brotado directamente de las rocas como los Gigantes nacidos de Gea.

Evidentemente, Gerión no le había tirado la nuez por compañerismo. Perseo no pensaba utilizar la cabeza para romperla, ya que no iba con su estilo, pero contaba con otros recursos. Colocándola entre el pulgar y la falange media de su dedo índice, apretó con fuerza y la partió en dos.

Para su satisfacción, Polidectes, Brontes y los demás miembros del pelotón, que observaban la escena parapetados detrás de las inmensas espaldas de Gerión, mostraron en sus gestos que les había sorprendido aquella proeza aparentemente pequeña, pero sumamente difícil.

Gerión se limitó a emitir un ruido a medias entre un bufido y una carcajada desdeñosa. Sacando otra nuez de la bolsa, la colocó también entre dos dedos y la partió tal como había hecho Perseo. Pero éste se percató, por la forma en que el gigante había fruncido el ceño, de que había tenido que realizar un esfuerzo mayor que el suyo.

Si quería ganarse el respeto de Gerión, había que aprovechar esa ventaja.

—No he desayunado —dijo Perseo, extendiendo la mano.

El gigante levantó una de las comisuras de la boca en una mueca que pretendía ser una sonrisa y le lanzó otra nuez a Perseo. Éste volvió a atraparla en el aire sin necesidad de mirarla; en todo momento tenía sus ojos clavados en los de Gerión. Perseo siempre había pensado que los de su padre eran fríos, pero los de aquel coloso hacían que los del rey Damarato parecieran, por comparación, brasas de una hoguera. Obviamente, los ojos de Gerión debían de servirle para ver y no andar por el mundo chocando con obstáculos —aunque en su caso los habría derribado, sin duda—, pero para poco más. Si, como decía un poeta, los ojos eran las ventanas del alma, contemplar los de Gerión era asomarse a una casa vacía.

Perseo decidió intentar algo más difícil y pellizcó la nuez entre el pulgar y la punta del dedo corazón en lugar de utilizar la falange a modo de yunque como había hecho antes. Aunque de ese modo se podía ejercer menos fuerza, a veces había conseguido partir nueces así. Tener éxito o no dependía de cada fruto en particular, pues no todos eran igualmente duros.

«Seas antepasado mío o no, divino Heracles —rezó mentalmente—, siempre te he hecho sacrificios y te he honrado más que a ningún otro héroe. ¡Concédeme tu fuerza ahora!». Perseo intuía que de lo que ocurriera con aquella simple nuez dependía su futuro inmediato en la agogé. Necesitaba ganarse el respeto de sus compañeros de pelotón, especialmente el de quienes lo miraban con mayor hostilidad. No podía pelearse con todos a la vez.

En particular, no podía pelearse con Gerión. Con las manos desnudas, no tenía nada que hacer contra él.

Excepto demostrarle, precisamente, la fuerza de sus manos.

Mientras aguantaba el duelo de miradas con Gerión, tratando de que ni el menor rictus de su rostro traicionara el esfuerzo que estaba haciendo, Perseo apretó.

Durante un instante eterno temió que no ocurriera nada y él hiciera el ridículo.

Después, la nuez se rompió con un sonoro crujido.

Perseo extrajo la parte carnosa y se la llevó a la boca, siempre con sus pupilas fijas en las de Gerión. A su pesar, el gigante había levantado las cejas en un mínimo gesto de sorpresa.

—Muy rica —dijo Perseo, masticando la nuez con movimientos de mandíbula un tanto exagerados—. Gracias, Gerión.

El gigante sacó otra nuez de la bolsa, la agarró entre los dedos y se quedó pensativo. Debió de pensar que no iba a ser capaz de partirla como había hecho Perseo y que era mejor demostrar que tenía su propio procedimiento, de modo que se la estampó de nuevo contra el cráneo para romperla.

—¡Nadie es más fuerte que Gerión! —exclamó, dándose la vuelta para salir de nuevo de la camareta.

Roto el contacto visual con el gigante, Perseo se permitió un leve suspiro. Después miró a Polidectes y, señalándolo con el mismo dedo que había partido en dos la nuez, le ordenó:

—Deja esa cama donde estaba, amigo.

El joven lo miró con odio y después buscó con los ojos a Gerión para decirle algo. Pero el gigante, que parecía haberse aburrido de todo aquel asunto, se dirigió a la puerta.

Polidectes tomó el jergón que ahora pertenecía a Perseo y se dispuso a acercarlo a la pared. En ese momento, Perseo decidió dar una vuelta más al torno, y le dijo:

—¡Aguarda un momento! Me gusta respirar aire fresco. —Poniendo los brazos en jarras para que la postura resaltara sus músculos deltoides, agregó—: Ponme el jergón al lado de la puerta.

Siguieron unos segundos muy tensos. Tal vez, se dijo Perseo, había estirado demasiado la cuerda. Si no conseguía que Polidectes obedeciera, el respeto que acababa de ganarse entre los demás se haría añicos como un ánfora caída.

No llegó a saber qué habría ocurrido. En aquel momento apareció por fin el jefe del pelotón, Nicanor, al que Perseo recordaba como ganador de la carrera de las Jacintias.

—¡Pelotón Gea! ¡A formar!

Y de ese modo empezó la agogé de Perseo.

 

 

 

Afueras de Esparta

 

Había llegado la vendimia, la época favorita del año para Leónidas, que recorría sus viñedos con gesto de propietario orgulloso. Las parras, sostenidas por horquillas de madera, se veían cargadas de pesados racimos de uvas negras y jugosas. Ilotas de ambos sexos iban y venían entre ellas cargando con cestas de mimbre trenzado. En el centro del viñedo, encaramado a unas piedras que formaban una especie de tosco altar a Dioniso, un bello muchacho con el torso desnudo y la túnica recogida sobre la cintura tañía una lira y cantaba una canción de cosecha cuyo compás seguían los demás al tiempo que arrancaban las uvas de las vides.

Leónidas paseaba solo por la calle central de la viña, tocado con un sombrero de paja y cargado con una cesta más pequeña. En ella recogía las uvas que más dulces le parecían, con la intención de regalárselas a Gorgo, a la que últimamente veía muy alicaída.

«A quien Hera no le da hijos, Atenea le da sobrinos», rezaba un viejo proverbio. De los dos que tenía Leónidas, Gorgo era su favorita. En buena medida había sido ella la responsable de que las relaciones entre Leónidas y Cleómenes hubiesen mejorado. Ya desde la muerte de Olimpia, la madre de Cleómenes —una mujer llena de envidia y rencor, incapaz de encontrar nada bueno en los demás—, su hermanastro había empezado a acercarse a él, comprendiendo que Leónidas, un hombre sereno y ecuánime que asumía de buen grado su papel como subordinado, podía ser un buen apoyo para su gobierno.

Después nació Gorgo y, apenas empezó a crecer, aquel desparpajo que mostraba desde muy cría la convirtió en el mejor vínculo entre ambos, una especie de heraldo informal que llevaba mensajes de paz entre ciudades antes enemigas.

A pesar de eso, no podía afirmarse que ambos hermanastros se adoraran con un intenso amor fraternal —Cleómenes era incapaz de una emoción como ésa y Leónidas no dejaba de sentir cierta cautela y poner barreras ante él—, pero al menos se respetaban.

Todo resultaba más complicado con Cleómbroto. Siempre había sufrido problemas de salud: vómitos, estreñimiento, migrañas que lo dejaban incapacitado durante días. No levantaba cabeza, si bien Leónidas pensaba que buena parte de sus males eran morales y no físicos.

Su hijo Pausanias había heredado parte de esa debilidad de carácter, y en la agogé lo había pasado tan mal como su padre. No obstante, considerando que su forma de ser era la menos marcial imaginable, el joven pelirrojo había aguantado con mucha entereza. Al menos, gozaba de mejor salud que Cleómbroto y poseía una capacidad de razonar sorprendente. Sin duda, habría sido más feliz en otra ciudad de carácter menos militar, como Corinto, Atenas o la extinta Mileto.

—Tu sobrino tiene un papel que desempeñar mucho más importante de lo que crees, Leónidas.

Leónidas se volvió, sobresaltado. No tendía a ser desconfiado, defecto en el que sí incurría Cleómbroto, que no iba a ninguna parte si no era en compañía de los guardias que su hermanastro le tenía asignados. Leónidas, en cambio, prefería bandearse solo. Confiaba en su fuerza física y, sobre todo, en que carecía de enemigos conocidos.

Aun así, no le hizo gracia descubrir que un desconocido había aparecido a su lado, caminando por la misma calle del viñedo que él, como si se hubiera materializado de la nada.

Se paró en seco y se apartó un par de pasos para contemplar mejor al extraño. Era un hombre alto, de complexión fibrosa, vestido con una túnica y un manto blancos, que caminaba apoyado en un cayado. Tenía unos rasgos peculiares, muy marcados, con una nariz muy larga y fina y ojos profundos como cavernas. La barba le llegaba hasta el pecho, partiéndose por el camino en dos trenzas rematadas con dos cascabeles que campanilleaban al andar.

¿Cómo no había oído antes aquel tintineo?

—¿Quién eres, extranjero? —preguntó Leónidas.

—He estado en muchos momentos y lugares, y me han dado muchos nombres.

—A mí me basta con que me digas uno para saber cómo llamarte.

—Para ti, soy Tisámeno de Élide, hijo de Antíoco —respondió el forastero, arrancando a andar de nuevo.

Cuando quiso darse cuenta, Leónidas estaba caminando a su lado, como si el desconocido hubiera tomado el control de la situación. Siguieron recorriendo la calle, mientras a ambos lados, por encima de las parras, se veía cómo las cabezas de los ilotas subían y bajaban en el trajín de la recolección.

Leónidas se quedó pensativo unos instantes, hasta que cayó en la cuenta.

—Tu nombre me resulta familiar. ¿En unas Olimpiadas no quedaste segundo en el pentatlón?

Tisámeno soltó un bufido. El resoplido hizo que los largos bigotes se le agitaran delante de los labios como cortinas movidas por el viento.

—Ése era otro Tisámeno.

—¿No el mismo Tisámeno de Élide?

—Un abismo de tiempo los separa a los dos.

Aquél era un hombre de los que gustan de hablar con misterios y sentencias solemnes, comprendió Leónidas. En su experiencia, ese tipo de personas solían ser sacerdotes y arúspices.

Como fuere, no tenía aspecto de representar una amenaza para él, de modo que relajó la guardia.

—¿Eres adivino?

—Al parecer, lo eres tú, puesto que has adivinado —respondió Tisámeno.

—Muy ingenioso, amigo. ¿Por qué me has dicho lo de mi sobrino? ¿Cómo sabías que estaba pensando en él?

—Respóndete tú mismo.

—Porque eres un adivino, entiendo —contestó Leónidas.

Tuvo que reconocerse a sí mismo que se estaba divirtiendo. Siempre había sido amigo de las buenas historias, y aquel personaje parecía toda una historia en sí mismo.

—No he venido a hablar de tu sobrino, no obstante. Que su destino se cumpla depende del destino de otro.

—¿De quién?

—¿Quién es el mejor guerrero que tenéis?

—En Esparta no nos preocupamos de quién es el mejor guerrero. Nuestra virtud se basa en la unión, la disciplina y el respeto a la ley.

—Veo que tienes bien aprendido el discurso. Insisto. ¿Quién es el mejor guerrero que tenéis?

Era obvio que aquel hombre no cejaría hasta obtener la respuesta que deseaba. Leónidas se quedó pensativo. Era complicado escoger al mejor guerrero de Esparta. Unos destacaban con la lanza, otros con la espada, algunos por su valor, otros por su disciplina… De tener que escoger a uno para que luchara a su lado, escudo con escudo, no lo habría dudado: Diéneces.

Él mismo sabía que en eso no era objetivo. ¿Había elegido la amistad de Diéneces porque era un hombre virtuoso, o consideraba que era un hombre virtuoso porque lo había elegido como amigo, y tendía a ver resaltadas sus cualidades?

—¿Vas a esperar a que las uvas de este viñedo se conviertan en vinagre antes de contestarme?

Leónidas sacudió la cabeza, tratando de alejar a Diéneces de su mente, pues las virtudes guerreras habían dejado paso por un instante a pensamientos más carnales. Intentó pensar no como un general de falange hoplítica, sino en términos homéricos. ¿Qué guerrero espartano armado de lanza, escudo y espada conseguiría derrotar a cualquier otro?

Perseo, sin duda. Por más que hubiese sido derrotado por Bagabigna, cuya habilidad con las armas bordeaba lo sobrenatural, él era lo más parecido a Aquiles que tenían en Esparta.

—Supongo que Perseo, el hijo de Damarato —dijo por fin.

—Ésa era la respuesta que esperaba.

—¿Por qué lo querías saber?

Tisámeno rebuscó en una talega, también blanca, que llevaba cruzada en bandolera. De ella sacó una fina lámina de oro que desdobló para entregársela a Leónidas.

—Lee.

Para hacerlo, Leónidas tuvo que estirar los brazos. A su edad, empezaba a resultarle difícil enfocar la mirada en objetos tan cercanos. Aun así, consiguió leer: «Un hombre sin hijos serás, a no ser que los adoptes, ¡oh, Tisámeno! Pero a cambio, por cinco veces vencerás en los mayores combates».

Había en aquellos breves versos un sencillo juego de palabras entre ágonos, «sin hijos», y agônes, que se podía interpretar como «combates» o «certámenes».

—¿Por eso decidiste competir en el pentatlón, para ganar cinco certámenes?

—Ya te he dicho que yo no soy ese mismo Tisámeno —respondió el adivino en tono hosco—. Si mi destino es vencer en los mayores combates, ¿dónde encontrarlos si no es en la ciudad más poderosa en la guerra?

—Te refieres a nuestra ciudad, supongo.

—Llegado el momento, negociaré con vuestros reyes el pago por mis servicios. Pero como tú no eres rey, al menos todavía, no es el momento de hablar de eso.

Leónidas volvió a estudiar el texto. Conocía de sobra el sello grabado al pie de aquellas líneas. Era el de Delfos, el oráculo más prestigioso del mundo. El hecho de que la lámina fuese de oro y no de plomo indicaba que Tisámeno había gastado bastante dinero en la consulta y que la Pitia se lo había tomado en serio. Si le había profetizado aquello a Tisámeno, sin duda se cumpliría.

Y, puesto que el eleo era adivino de profesión, eso significaba que el ejército que contratara sus servicios para interpretar la voluntad de los dioses se aseguraría en la guerra las cinco importantes victorias que prometía Apolo.

Devolviendo a Tisámeno la lámina, Leónidas le preguntó:

—¿Qué tiene que ver todo esto con Perseo?

—Que yo cumpla mi destino depende en parte de que él cumpla el suyo. Pero cuenta con poderosos enemigos, algunos en su familia y otros en la tuya. Quiero que pongas sobre él no un ojo, sino los dos.

¿Un forastero dándole órdenes a él, un Agíada? Leónidas no podía creer que aquel personaje mostrara tal combinación de aplomo y desfachatez. Pero aquello no dejaba de resultarle divertido, por lo que decidió seguirle la corriente a Tisámeno un rato más.

—¿Quieres que lo cuide como si fuera su pedagogo?

—No, ni como si fueras su nodriza. Ese joven ha de sufrir penalidades y peligros para convertirse en lo que puede llegar a ser. Pero es necesario que no lo pierdas de vista y que, cuando veas alguna asechanza que amenace su vida, intervengas.

—¿Todo eso para que tú puedas cumplir tu destino?

El adivino se detuvo en seco, haciendo crujir los terrones secos bajo sus pies.

—Que se cumpla mi destino puede parecer sólo asunto mío, pero te aseguro que os vendrá muy bien a todos los hijos y las hijas de Esparta. Será la única forma de que vuestra ciudad no quede reducida a cenizas. —Señalándolo con el báculo, Tisámeno añadió—: No lo olvides. Vigila a ese joven. Cuando llegue el momento, los demás comprenderán por qué Perseo es tan necesario.

—¿Los demás? ¿Yo no lo comprenderé? ¿Tan obtuso me crees?

El adivino negó con la cabeza y las trenzas de su barba cascabelearon por dos veces. Casi con tristeza, declaró:

—Tendrás tu momento de gloria, Leónidas. Pero cuando llegue la mayor batalla que jamás se haya librado en suelo griego, no estarás allí.

Sin más, se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección contraria, clavando el báculo en el suelo a cada paso como si quisiera alancearlo.

—¡Espera! —exclamó Leónidas—. ¿Por qué yo no estaré? ¿Porque me quedaré en Esparta o porque habré muerto para entonces?

Tisámeno no se molestó en pararse para responderle. Leónidas estaba dudando si ordenar a sus ilotas que lo detuvieran, cuando uno de sus sirvientes se acercó a preguntarle algo relativo al lagar. Leónidas estaba tan distraído pensando en la conversación con el adivino que las palabras del criado le sonaron como un zumbido de moscas. Se volvió un momento hacia él para pedirle que se las repitiera y, al comprobar que era un asunto sin importancia, le dijo que se encargara él mismo.

Sólo había dejado de mirar la espalda de Tisámeno unos segundos. Pero cuando volvió la vista allí de nuevo, el adivino había desaparecido.

Leónidas no era demasiado supersticioso, pero no pudo evitar apretarse los genitales y escupir a un lado. Cuando los mortales se ven envueltos en asuntos sobrenaturales, pensó, siempre salen perdiendo.

 

 

 

Esparta, barracones de la agogé

 

El primer día de entrenamiento no empezó mal para Perseo, mejoró con el paso de las horas y terminó con su nariz y su corazón rotos.

A primera hora, poco después de su llegada a la agogé, todos los miembros del batallón de Pitana formaron en el patio, en el centro de la U dibujada por las tres naves. Más allá estaban congregándose otros batallones, pero Perseo no se fijó demasiado en ellos. Sólo tenía ojos para su unidad, pues no quería equivocarse en nada y delatar que era un novato.

Se colocaron en doce filas, por pelotones de ocho, aunque en algunos de ellos sólo había siete miembros. Perseo, que no quería avasallar siendo un recién llegado, se situó el último de su fila. Pero Nicanor, el jefe del pelotón, tras frotarse un rato la barbilla y medir a Perseo de arriba abajo con la mirada, lo trasladó al quinto puesto, por delante de Idomeneo, Escaleno y Tresas, que era quien cerraba la fila; algo que no sorprendió a Perseo: aquel pobre muchacho parecía destinado a ser el último en todo en la vida.

Aunque formaban sin armas, únicamente con túnica, cinturón y sandalias, Perseo se dio cuenta de que aquél era el típico despliegue de la falange: ocho hoplitas de fondo, con un espacio relativamente amplio a izquierda y derecha. En ocasiones se podía reducir ese fondo a la mitad, con cuatro filas de profundidad. De ese modo se ganaba en anchura, algo importante al enfrentarse a enemigos más numerosos que podían rebasar a la falange por ambos flancos y rodearla, el mayor peligro que podía amenazar a una unidad cerrada de hoplitas.

De esa manera, al haber pasado Perseo al quinto puesto de su pelotón, si se daba la orden de duplicar el frente, tan sólo tenía que dar un paso a la izquierda, avanzar por el pasillo que los separaba del pelotón vecino y colocarse en vanguardia, a la izquierda de Nicanor.

—¿Por qué me has puesto a este peluso delante? —protestó Idomeneo.

—Cállate —respondió Nicanor—. ¿No has visto que te saca la cabeza? Así tapa esa cara tan fea que heredaste de tu madre.

—Que te jodan, marica.

—Ese peluso, por cierto —comentó Escaleno detrás de Idomeneo—, podría romperte todos los huesos del cuerpo usando sólo sus manos, así que quizá deberías seguir tan callado como siempre. Cosa que te agradecemos todos.

—Que te jodan a ti también, pata mustia.

Perseo ya empezaba a captar el ambiente que reinaba en el pelotón. En otros también se oían comentarios soeces, pero menos que en el pelotón Gea. Daba la impresión de que en cualquier momento todos iban a emprenderla a puñetazos contra todos. ¿Habría otra colección más peculiar que sumara a tipos patibularios como Gerión, Brontes y Polidectes, con otros tan patéticos como Escaleno y Tresas?

Seguramente no. Y por eso alguien, quien fuera —no se trataba de un amigo, evidentemente—, había decidido enrolarlo a él en esa unidad.

Una vez formados los pelotones, los jefes ocuparon sus puestos en la primera fila. Perseo sentía una gran curiosidad por saber qué ocurriría a continuación. Gracias a su estatura —la única cabeza que descollaba sobre la suya era la de Gerión—, podía ver por encima de los demás.

—¿Cuándo aparece el jefe del batallón? —inquirió Perseo en voz baja.

—¿Por qué? —replicó a su derecha otro meleirén—. ¿Vas a quejarte a él para que ponga un colchón de plumas?

—Cállate —dijo por detrás Escaleno—. Él no sabe nada todavía.

—¿Qué es lo que no sé y tengo que saber? —preguntó Perseo.

—Chssss —se oyó por delante.

Un hombre entró en el patio y pasó por delante de la primera fila. Venía vestido simplemente con la túnica roja, pero andaba con un porte tan marcial que resultaba fácil imaginárselo armado con la coraza de lino, la lanza y el escudo.

Perseo lo conocía bien. Era Diéneces, que había servido como éforo el año anterior y después como árbitro en su malhadado combate contra Bagabigna. Un hombre fibroso, de mediana estatura, que, por alguna razón, quizá por el aura de seguridad que irradiaba, parecía ocupar el doble de espacio del que correspondía a su tamaño.

—¿Él es nuestro jefe de batallón? —murmuró Perseo, sin apenas separar los labios.

De nuevo, nadie le contestó.

Detrás de Diéneces venían Trasilao, el oficial que lo había sacado de casa por la noche, y cuatro hombres jóvenes armados con vergajos. Mastigóforos, comprendió Perseo, encargados de disciplinar a los alumnos de la agogé desde que entraban a los siete años hasta el último grado.

Trasilao y los mastigóforos conversaron unos segundos con Diéneces. Por los gestos de éste, resultaba patente que les estaba diciendo que se quedaran allí, que no los necesitaba. Trasilao puso un mal gesto, mirando de soslayo a la zona donde formaba Perseo, pero finalmente se resignó.

Diéneces se volvió hacia los meleirenes con una sonrisa de buen humor.

—Una mañana magnífica, aunque un poco fresca, ¿no creéis? ¡Vamos a entrar en calor!

Sin más explicaciones, se dio la vuelta y arrancó a trotar para salir del patio. Perseo aguardó para ver qué hacían los demás. Al comprobar que rompían la formación y echaban a correr detrás de Diéneces, siguió su ejemplo.

No tardó en llegar a la vanguardia de aquella aglomeración, muy cerca de Diéneces. Sus piernas eran tan largas que, sin apenas pretenderlo, adelantaba a los demás con sus zancadas. Por allí también se encontraba Nicanor, aunque no se había puesto en primera fila. Delante de él había otros muchachos más enjutos que él, con cuerpos más apropiados para carreras largas.

«Quizá debería reservar fuerzas», se dijo Perseo. Ignoraba cuánta distancia iban a correr.

Al ver a Perseo, Diéneces se desplazó un poco a la izquierda para acercarse a él y frenó el paso. Con ambos brazos hizo gestos a ambos lados, indicando a los muchachos que lo adelantaran. Después, sin llegar a mirar a Perseo, le habló:

—No es obligatorio ser el mejor en todo. Si quieres ser el primero entre los espartanos, antes tienes que aprender a ser el último entre los espartanos.

—¿Qué quieres decir?

—Nuestra fuerza se basa en el grupo, en la cohesión y en la disciplina, pero también en la camaradería. Ya no estás solo en el mundo, Perseo. Ahora tienes camaradas. Y también tendrás amigos, si los sabes elegir.

Tras decir esto, Diéneces aceleró sin apenas esfuerzo e instantes después se encontraba de nuevo a la cabeza del grupo. Habían dejado atrás ya los barracones y se dirigían hacia el río, corriendo a un ritmo que no parecía exigente, pero que acabaría siéndolo si lo prolongaban.

Perseo miró hacia atrás. La aglomeración de corredores que había empezado el entrenamiento empezaba a estirarse y se abrían huecos entre algunos grupos.

A la cola del batallón se estaban rezagando algunos de sus nuevos compañeros. Uno era Escaleno, que trotaba de una forma muy peculiar, como era de esperar en alguien que tenía una pierna más corta que otra, y otro, Tresas, que también corría con desmaña y no paraba de toser al respirar el polvo que levantaban los pies de los demás.

Por detrás incluso de ellos venía Gerión, el último de la unidad. Desplazar aquella mole a la carrera debía de suponer un esfuerzo más que considerable, pero él parecía tomárselo aún con más parsimonia. Si su paso podía considerarse carrera era únicamente porque en algunos momentos ambos pies se encontraban a la par en el aire, sin contacto con el suelo.

Pensando en la frase de Diéneces, «También tendrás amigos, si los sabes elegir», Perseo refrenó su paso. Dejó que lo fueran adelantando decenas de muchachos, hasta que se quedó al final, a la altura de Escaleno y Tresas.

Trotar al ritmo de ellos resultaba muy cómodo para Perseo. En cambio, los gestos de Escaleno y sus gruñidos revelaban que aquel ejercicio suponía una tortura para él. Tenía el torso bien proporcionado, al igual que los brazos, salvo por la deformidad de los dedos de su mano derecha; de haber tenido las piernas en armonía con el resto, correr no habría representado ningún problema para él. Pero, por la forma en que apoyaba la pierna tullida, cada impacto del pie contra el suelo debía de provocarle un dolor muy intenso tanto en la rodilla como en la cadera.

Pese al esfuerzo patente que estaba realizando, Escaleno se enjugó el sudor de la frente y saludó a Perseo con una sonrisa.

—Antes has preguntado si Diéneces es nuestro jefe de batallón. Ahora que no estamos en formación te puedo contestar.

—Te lo agradeceré.

—Nuestro anterior jefe de batallón era un eirén ya iniciado, pero le han quitado el puesto para dárselo a alguien que creo que conoces. No quiero estropearte la sorpresa, ya lo descubrirás tú.

—¿Y por qué ese jefe de batallón no está aquí?

—Todavía no ha tomado posesión de su cargo. De todos modos, no es muy amante del ejercicio físico.

—¿Y por eso nos dirige Diéneces?

—No es tan raro. Recuerda lo que dictan las leyes de Licurgo: todo ciudadano espartano de bien tiene el derecho y el deber de preocuparse de la educación de los jóvenes. Diéneces no es el único ciudadano de prestigio que de vez en cuando se presenta voluntario para enseñarnos, pero sí es de quien más tenemos que aprender. Y me voy a callar ya, porque estoy contraviniendo mis propios principios.

—¿Qué principios son ésos? —preguntó Perseo.

Tresas contestó por Escaleno.

—«Si no tienes nada malo que decir de alguien, cállate».

Al ver con qué seriedad asentía Escaleno a aquel precepto tan cínico, Perseo se escandalizó durante un par de segundos. Después no pudo evitar soltar una carcajada.

Miró de reojo a su espalda. Gerión se estaba quedando cada vez más retrasado, circunstancia que no parecía incomodarlo ni un ápice.

—Oh, no te preocupes por nuestro amigo Posidonio.

Perseo había olvidado que aquél era su verdadero nombre. Luego descubriría que Escaleno lo llamaba así para mortificarlo. Al contrario que otros, Gerión prefería que se dirigieran a él por su apodo. Otra peculiaridad suya era que jamás se refería a sí mismo añadiendo el nombre de su padre, ni soportaba que otros lo hicieran. Lo más suave que decía de su progenitor era «El hijo de la grandísima puta».

—Hoy Gerión viene corriendo con nosotros porque está Diéneces y le tiene cierta consideración, ya que no respeto. Si no, se habría quedado en el barracón.

—Gerión no le tiene respeto a nadie —intervino Tresas, entre tos y tos—. Le he visto masturbarse diciendo que estaba fornicando con Atenea. ¡Cualquier día va a acabar como Áyax!

Perseo entendió que Tresas se refería a Áyax de Oileo, el guerrero que en la toma de Troya violó a la sacerdotisa virgen Casandra en el templo de Atenea, aunque ella se había abrazado a la estatua de la diosa para implorar su protección —un sacrilegio aún peor que la violación en sí—. En el viaje de regreso, Atenea convenció a su padre Zeus para que fulminara la nave de Áyax con un rayo y lo hundiera. El guerrero, no obstante, se las arregló para sobrevivir al naufragio y nadar hasta unas rocas. Cuando salió del agua, levantó las manos al cielo y se jactó de que ningún dios era capaz de acabar con un guerrero como él. Su bravata irritó tanto a Poseidón que, olvidando por un instante su vieja rivalidad con Atenea, se levantó de entre las olas, lanzó su poderoso tridente y dejó ensartado a Áyax contra los escollos.

Una historia que Ferenice gustaba de contar a Perseo para inculcarle el respeto a la diosa Atenea y también a las mujeres en general y a las vírgenes en particular.

—¿Y cuando no corre, qué hace? —quiso saber Perseo, echando otra mirada a Gerión.

—Quedarse en los barracones a comer, dormir y ventosear —respondió Escaleno—. Eso cuando no se dedica a artes autoamatorias o a sodomizar a los muchachos de las edades inferiores.

Perseo observó que Tresas enrojecía al oír aquello y se preguntó si Gerión no habría intentado también esas prácticas con él.

De todos era sabido que en la agogé se mantenían relaciones sexuales entre muchachos. La teoría, tal como se la había explicado Hipólito a Perseo, era que un joven de los últimos grados, o incluso uno que ya hubiera superado el campamento, el amante o erastés, tomaba bajo su tutela a otro muchacho de menor edad, el amado o erómenos, al que servía como modelo de virtudes y conducta cívica.

«Lo que dice Hipólito está muy bien, pero es sólo la teoría», puntualizaba Fénix, quien agregaba que aquel tipo de relación derivaba a menudo en pura utilización sexual en busca de placer o, incluso peor, en abusos de poder y humillación.

Viendo cómo Gerión se rezagaba por momentos con aquel trote cochinero, Perseo sospechó que como erastés difícilmente podría servirle de modelo de virtudes a nadie.

—¿Y cómo es que se le consiente que no corra con los demás?

—Supongo que como ibas a ser rey, te tragabas todas esas zarandajas de los Iguales, ¿no?

—Me formaron en las leyes de Esparta, si es a eso a lo que te refieres —contestó Perseo, algo picado—. Y esas leyes son las mismas para todos los ciudadanos.

—Pues descubrirás que en Esparta hay unos ciudadanos que son más Iguales que otros. Gerión, por ejemplo. Todo el mundo le tiene miedo, desde los mastigóforos hasta cualquier otra autoridad. La única solución con alguien así es matarlo, porque disciplinarlo de cualquier otra forma es imposible. Pero nadie quiere, porque cuando lleguen los próximos Juegos Olímpicos ganará la corona en la lucha, y si quiere también en el pugilato y en el pancracio, y eso le traerá prestigio a Esparta. Así que nuestro muy honrado paidónomo Amonfareto se lo consiente todo a Gerión.

Ellos también se estaban retrasando, por lo que Nicanor, como jefe de pelotón, corrió hacia atrás para azuzarlos.

—¡Vamos, que no seamos siempre los últimos! —los exhortó dando palmas—. Escaleno, si además de estar cojo no cierras la boca ni dentro del Eurotas, ¿cómo demonios vas a correr? Vamos, Tresas, que Gerión viene detrás de ti y ya sabes cuántas ganas les tiene a tus nalgas. Y tú, Perseo, según tu hermano eres capaz de ganarme a mí corriendo. ¡Pero si no eres capaz ni de adelantar a estos dos inútiles!

Después de motivarlos de aquella forma tan peculiar, Nicanor imprimió a sus piernas un acelerón que hizo levantarse nubecillas de polvo tras sus talones y se dedicó a adelantar grupos de corredores hasta llegar de nuevo a la cabeza.

—Todo un capullo —sentenció Escaleno—. Aun así, no es el peor de nuestro pelotón.

—¿Vas a decirme ahora por qué a Brontes lo llamáis así? —preguntó Perseo.

—¿Que por qué lo llamamos Trueno? Ya ni me acuerdo.

Entre toses, Tresas soltó una risita y después contestó:

—Es porque Escaleno le dijo un día: «Cállate ya, que no me dejas dormir. Cuando hablas, truenas como si te tiraras pedos dentro de una vasija».

Siguieron corriendo y durante un tramo guardaron silencio. Al cabo de un rato llegaron al Eurotas, en un punto en que formaba un recodo y sus orillas se ensanchaban. Aprovechando que la distancia era mayor allí, Diéneces hizo que los muchachos se tiraran al agua y cruzaran el río nadando. El cambio de ejercicio y el frescor de la corriente agradaron a Perseo, que gracias a su envergadura volvió a alejarse de sus compañeros casi sin reparar en ello. Cuando llegó al otro lado, miró hacia atrás y observó que Escaleno nadaba con un estilo más que aceptable, mientras que Tresas chapoteaba prácticamente como un perro.

Gerión acababa de llegar al otro lado del río y se disponía a meterse en el agua cuando Diéneces ordenó a los demás:

—¡Rodillos en la arena!

Perseo se quedó perplejo, sin saber qué quería decir el instructor. Los demás muchachos se tiraron al suelo de bruces, lanzando los pies hacia atrás y poniendo los brazos por delante para frenar la caída. A continuación empezaron a rodar por el bancal de arena que ocupaba aquella zona de la ribera: tres vueltas a un lado, tres vueltas a otro, una y otra vez siguiendo el ritmo de las palmadas de Diéneces.

Perseo los imitó y al principio aquel ejercicio le pareció divertido.

—¡Oficial! —exclamó Escaleno, que parecía haber leído la pregunta en la mente de Perseo—. ¿Para qué sirve esto en la guerra?

—¡Para nada! —respondió Diéneces—. ¡Lo que pasa es que me gusta ver cómo os revolcáis como cerdos en un estercolero! ¡Vamos, ahora al agua, ida y vuelta!

Rebozados en arena, se levantaron y entraron en el río al tiempo que Gerión salía del agua. Después de llegar a la otra orilla y regresar, se sometieron a una nueva dosis de rodillos, se levantaron y reemprendieron la carrera. Perseo descubrió que la combinación de granos secos y ásperos como lija y barro húmedo sobre la piel y sobre la ropa resultaba más que molesta a la hora de correr.

—Nunca entenderé esta estupidez de la arena —dijo a su lado un muchacho de otro pelotón.

Perseo sí creía entenderlo. Aquello lo hacía Diéneces para que los futuros guerreros se acostumbraran a todo tipo de molestias, incluso las que más absurdas parecían.

«Lo peor de la guerra nunca es la batalla, sino todo el coñazo que la acompaña», le solía decir Fénix. La intemperie, el mal tiempo, el polvo, el barro, las letrinas infectas, las moscas, las infecciones…

Siguieron corriendo hasta el Menelaion, donde se dedicaron a hacer flexiones, saltar entre troncos de árbol talados, escalar una pared por cuerdas, hacer abdominales, dominadas, más flexiones. Perseo seguía sintiéndose bien, pues veía que su forma física le permitía mantener el resuello mejor que los demás y no encontraba problema alguno en superar el número de ejercicios que les ordenaba Diéneces. En general, incluso los que tenían cuerpos menos privilegiados estaban tan acostumbrados a la dureza de la instrucción que sobrevivían a aquella rutina que habría destrozado a cualquier persona no entrenada.

A la vuelta, tras rebozarse de nuevo en la arena y cruzar el río, Diéneces les dijo:

—¡Magnífica mañana! Escaleno, tú que tienes buena voz, ¿por qué no nos cantas la canción del viento y la hierba?

—¡Sí, oficial!

Pese a que tenía el gesto ya descompuesto de dolor y la piel pálida, desde su puesto en la retaguardia Escaleno carraspeó, escupió y alzó su voz, que era pura y sonora como una trompeta de plata:

 

Como el viento aplasta la hierba,

como el mar arrastra la arena,

¡hijos de Esparta, corred!

 

¡Que vibren las voces,

que tiemblen las piedras!

¡Hijos de Esparta, corred!

 

¡Que los perros de Hécate ladren!

¡Que las almas del Hades aúllen!

¡Hijos de Esparta, corred, corred, corred!

 

Aunque pareciera increíble, después de la paliza que llevaban encima, todos cantaron a una y, siguiendo el ritmo marcial de los versos, aceleraron el paso y levantaron las cabezas con tal brío que, cuando aparecieron por las calles de Esparta de camino a los barracones, la gente se apartó a su paso para aplaudirlos y darles ánimos.

Perseo sintió una vez más que se le erizaba el vello de la nuca. Al final, tal vez no fuera tan mala cosa haber sido reclutado para la agogé. Por primera vez en su vida se sentía parte de algo mayor y más importante que él mismo. ¿Cómo sería cuando formara dentro de la auténtica falange y se enfrentara a los enemigos de Esparta?

Entonces le vino a la cabeza la imagen del último hombre que lo había derrotado, Bagabigna, el Asesino Blanco. Y se juró que, cuando se enfrentaran espartanos contra persas, como era inevitable que ocurriera, lo buscaría entre las filas de los enemigos como Aquiles buscó a Héctor y obtendría su venganza.

 

 

 

Por la tarde, tras un breve descanso en el que Perseo dio una cabezada, los llevaron a otra dependencia de los barracones, guardada con cerrojos. Era la armería. Allí se encontraba el equipo de los muchachos, repartido por paredes y paneles de madera, de tal manera que se identificaban fácilmente los pelotones. Cada uno contaba con un escudo, una coraza de lino, un yelmo y una lanza, más una espada de madera, todo ello pagado o aportado directamente por su familia. Los escudos no tenían emblema ninguno pintado en la chapa que los cubría, ni los tendrían hasta que los meleirenes terminaran el campamento, si bien algunos, reliquias familiares, mostraban huellas de que les habían borrado la lambda espartana o insignias más antiguas.

A Perseo le prestaron un yelmo, una lanza y un escudo de un miembro de otro pelotón, que no podría hacer la instrucción ni ese día ni los siguientes, porque se había roto una pierna. La coraza no le servía, debido a su envergadura. Pero el jefe de aquel pelotón le advirtió en tono malhumorado de que debía conseguirse sus propias armas. Perseo asintió sin rechistar y se dijo que tendría que enviar recado a su casa, para que se encargase de ello su abuela, ya que su padre seguramente no se molestaría en pensar en él.

Con aquel equipo volvieron a salir al patio. Primero corrieron alrededor de los barracones, formados por pelotones y cargados con las armas. Perseo observó que los mismos muchachos enjutos que tan bien corrían por la mañana libres de peso ahora, con el peso de la panoplia, se encontraban con más dificultades. Para él no suponía ningún problema mantener aquel paso ligero, que llevaba años entrenando con Fénix, mucho antes de que los muchachos de la agogé empezaran la instrucción con armas reales.

Intrigado por ver cómo se las arreglaba Gerión con aquel ejercicio, miró hacia atrás y descubrió que no estaba con el resto del pelotón. Cuando dieron la siguiente vuelta y pasaron por el extremo abierto de la U, descubrió que el gigante, con toda su pachorra, se había sentado sobre un poyo de piedra, había dejado el escudo apoyado en él y estaba comiendo queso sobre una hogaza de pan.

—Ya te he dicho que ése sólo corre cuando está delante Diéneces o alguien como Diéneces —le dijo Escaleno. Parecía sufrir menos con aquella carrera, ya que, aunque el peso que desplazaban era mucho mayor, los pasos que daban eran más cortos y le afectaban menos a las articulaciones.

Siguieron así un largo rato, hasta dar veinte vueltas a los barracones. Al final, casi todos corrían jadeando y empapados en sudor. Perseo, sin embargo, se sentía fresco.

—Cabrón, tú no llevas coraza —le reprochó Polidectes en tono venenoso.

—Déjame la tuya si quieres —respondió Perseo—. Lo mismo me sirve para envolverme un brazo, si logro cerrarla.

—¡Capullo!

Terminado aquel ejercicio, formaron todos juntos de nuevo en el patio, tal como lo habían hecho por la mañana, pero esta vez armados, aunque con los yelmos sin calar, los escudos apoyados en el suelo y las lanzas en posición vertical. Perseo sintió un estremecimiento que ni él mismo esperaba experimentar. ¡Por primera vez, se encontraba dentro de una falange!

El jefe del primer pelotón de la unidad se separó de sus meleirenes, pasó por delante de la primera fila para comprobar que cada uno ocupaba su sitio y después exclamó:

—¡Aaaa-tención! ¡El jefe del batallón!

Al oír esa voz, todos levantaron el pie derecho y lo hicieron chocar contra el suelo y contra el tobillo izquierdo, al tiempo que alzaban los escudos medio palmo del suelo para luego clavarlos coincidiendo con el talonazo. Perseo imitó aquel movimiento sin dificultades, y otro escalofrío recorrió su piel al escuchar aquel sonido marcial que recorría las filas al unísono.

El día había ido mejorando desde su llegada a los barracones y Perseo estaba convencido de que iba a seguir esa tendencia, pues ninguno de los jóvenes que formaban en aquel patio poseía su destreza con las armas. Segundos después, al ver quién era el jefe del batallón que recibía las novedades del otro meleirén, Perseo pensó que su suerte iba a remontar más todavía.

El jefe no era otro que Nabis.

No obstante, una sombra de inquietud oscureció aquella alegría, como una nubecilla de verano en un cielo hasta entonces impoluto. Se suponía que los pelotones los dirigían meleirenes de la misma edad que el resto, pero no así los batallones. El jefe tenía que ser de un grupo de edad superior, lo que significaba, en el caso de ellos, un eirén que ya hubiera terminado el campamento y superado todas las fases de iniciación, desde las maniobras de supervivencia conocidas como phouaxir, «tiempo del zorro», hasta los rituales ante el templo de Ártemis Ortia.

Pero Nabis, evidentemente, tenía la misma edad que Perseo, de modo que no debería ser jefe de batallón. Allí se había cometido alguna irregularidad. Perseo empezó a sospechar el porqué de ciertas miradas y comentarios hostiles de los demás miembros de la unidad, y también a qué se referían cuando preguntó por él y le contestaron: «Estará dedicado a sus asuntos».

En cualquier caso, Perseo no pensaba aprovecharse de la ventaja que suponía que su hermano dirigiese el batallón. Al contrario, en cuanto lo vio pasar por delante de aquel proyecto de tropas, sintió una mezcla de orgullo y preocupación por él, y se dijo que procuraría ayudarlo en todo lo que fuese posible. La mejor manera que se le ocurría era, por una parte, tener una conducta intachable y, por otra, destacar en todo.

Nabis se plantó delante del batallón, con las manos a la espalda y los talones separados, lo que recalcaba el arco de sus piernas.

—¡Meleirenes del batallón de Pitana! ¡Soy Nabis, vuestro nuevo jefe!

No había añadido a su nombre el patronímico, lo cual no extrañó demasiado a Perseo. De hecho, cuanto más cavilaba sobre ello, más le chocaba que las autoridades de la agogé lo hubieran elegido para aquel puesto. No se trataba sólo de que le faltaba edad, sino de que era hijo del hombre al que habían desposeído del trono por considerarlo, por dura que fuese la palabra, un bastardo.

—¿Por qué no sales a darle un abrazo a tu hermanito? —susurró a su lado el joven del pelotón vecino que ya le había zaherido por la mañana.

A todos les habían inculcado la disciplina espartana desde tan temprano que apenas podían concebir la pura idea de desobedecer. Pero Perseo captó la tensión y la hostilidad que crecían entre los meleirenes, como una red invisible que saltaba de uno a otro y se extendía por toda la unidad. Quien hubiera alumbrado la ocurrencia de nombrar a Nabis jefe del batallón, un batallón que sin duda lo conocía de sobra, se había equivocado de medio a medio.

Nabis se extendió en una especie de discurso, de salutación o de arenga, Perseo no alcanzaba a distinguirlo. Su hermano nunca había destacado por la potencia de su voz y, para empeorarlo, se le notaba nervioso y apenas vocalizaba. Por fin, cuando terminó su alocución, empezó la verdadera instrucción.

No era la primera vez que Perseo se colocaba escudo con escudo dentro de una formación, pues a menudo Fénix había hecho venir a soldados ya hechos y derechos, antiguos compañeros suyos con los que mantenía amistad, para que se adiestraran con él. Como mucho habían establecido líneas o filas de ocho hombres, pero Perseo dominaba el mecanismo.

Embrazar el escudo, levantarlo, descansar su peso en el hombro izquierdo para no agotarse antes de tiempo o bien alzarlo en vilo en el instante del choque. La lanza podía proyectarse sobre el borde del escudo, en el punto en que se solapaba con el del compañero, o también por debajo, buscando las pantorrillas de los enemigos desprovistos de greba. La cuestión era que todos esos movimientos debían coordinarse con los de los compañeros de falange, para no romperse los dientes con los escudos de los demás o sacarles un ojo con la sauroter, la contera de la lanza, que dentro de la formación podía resultar más peligrosa incluso que la punta.

Para Perseo, el manejo de las armas era como una segunda naturaleza, por lo que apenas tuvo que hacer unos ajustes a sus maniobras para adaptarse a los compañeros que lo rodeaban.

Pero llegó el momento en que Nabis ordenó:

—¡Duplicar el frente!

En ese instante, Perseo dio un paso a la izquierda, giró tanto el cuerpo como el escudo para caber por el pasillo y avanzó hacia la primera fila. Allí, siempre ladeado, trabó su escudo con el del compañero que tenía a la izquierda para proteger su costado derecho, el de la lanza, que era el más vulnerable a las armas del enemigo, y dejó que a su derecha Nicanor hiciera lo propio. Detrás de él y a su derecha sentía la enorme presencia de Gerión, un coloso plantado en medio de aquella pequeña falange.

Todo se hizo en cuestión de segundos, y los movimientos quedaron clavados, al menos en la zona que podía observar Perseo.

Pero su hermano no debió considerarlo así.

—¡Meleirén! ¡Adelántate!

Al ver que Nabis le apuntaba con el bastón de mando, Perseo miró a ambos lados, incrédulo. ¿Lo estaba señalando a él, cuando lo mejor sería que ninguno de los dos llamara la atención aún más sobre el hecho de que eran hermanos?

—¡Tú, sí!

Perseo destrabó el escudo y salió de la formación para plantarse ante su mellizo. Hacía días que no lo veía, pues desde que se celebró el juicio contra su padre, Nabis no había vuelto a aparecer por el palacio, y menos por la casa a la que se mudaron. Le dio la impresión de que ahora le sacaba más estatura que antes, pese a que Nabis estaba tan erguido como una estaca.

—Oficial…

—¿Cuánto tiempo llevas entrenando con armas, meleirén?

—Eso depende, oficial.

—¿Te niegas a responderme?

Perseo empezaba a albergar un mal presentimiento. Al principio había pensado que su hermano quería disimular, pretender que no iba a darle ningún trato de favor. Pero su mirada era tan fría, tan hostil como si no lo conociera.

O algo peor todavía, como si lo conociera de toda la vida y, sin embargo, por primera vez, revelara sus verdaderos sentimientos hacia él.

—Llevo entrenando con armas desde los siete años, oficial. Y con armas dentro de este batallón he empezado hoy.

—¿Desde los siete años? ¿Entonces cómo es posible que no sepas coger un escudo?

Perseo entrecerró los ojos y los clavó en su hermano con toda la furia contenida que pudo encontrar, tratando de transmitirle: «¿Vas a enseñarme tú a coger un escudo a ? ¿Al mismo que te ha hecho comer hierba desde que no levantábamos un palmo del suelo?».

A Nabis no pareció impresionarle su mirada.

Pero no, se dijo Perseo. No podía ser eso, no podía ser que su hermano estuviera hablando en serio. Se trataba de algún tipo de novatada, o bien quería dejar clara una lección sobre la forma espartana de hacer la guerra, olvidándose de la individualidad y sacrificándose por el grupo.

—¿Te crees que estás cogiendo la tapadera de una cacerola? —insistió su hermano—. ¿Cómo pretendes proteger así al compañero que tienes a tu izquierda y que confía en ti para que le cubras el costado derecho?

El tono de Nabis era tan agudo que sonaba casi histriónico. Perseo se dio cuenta de que su hermano estaba actuando de forma doble. Por una parte, su voz y el lenguaje de su cuerpo, que aparentaban indignación, estaban destinados a los demás miembros del batallón. Pero sus ojos y la sutil curva de su boca eran sólo para Perseo.

Se estaba burlando de él.

—¡Traedme una lanza!

Uno de los jefes de pelotón se adelantó y le prestó su lanza embolada a Nabis. Éste la empuñó con las dos manos, la revolvió entre los dedos como si examinara las vetas de la madera y se giró de medio lado, dando la vuelta a su hermano.

Y en ese momento atacó.

Perseo sabía lo que pretendía Nabis: golpear su escudo en el borde izquierdo con todas sus fuerzas para desplazarlo, separando el lado derecho del cuerpo de Perseo y abriendo de ese modo su guardia. Conocía ese truco porque lo había utilizado a menudo contra otros rivales, aprovechando el hueco que abría para, en un rápido movimiento de retroceso y avance, tirar otro lanzazo que, esta vez, alcanzaba el cuerpo.

La diferencia era que Nabis no poseía ni la fuerza ni la velocidad de Perseo. La bola de cuero que cubría la punta de su lanza golpeó el brocal del escudo de Perseo, rebotó en él sin desplazarlo más que medio dedo, y cuando quiso asestar otro golpe, se encontró de nuevo con el escudo, perfectamente colocado delante del cuerpo de su hermano.

Al parecer, todos en el batallón se habían dado cuenta de lo que pretendía su nuevo jefe, porque entre las filas se oyeron carcajadas y comentarios apenas sofocados. Nabis apretó los dientes y se puso colorado, tanto que se le notó incluso a través de la piel atezada por el sol. De nuevo intentó mover el escudo de su hermano, esta vez poniendo todo el peso del cuerpo, pero no consiguió nada más que hacerse daño en las manos. Perseo incluso tuvo la tentación de desplazarse ligeramente a la derecha, con lo cual el golpe de Nabis habría pasado de largo y él habría terminado con sus huesos en el suelo, entre el jolgorio general. Pero se reprimió.

—Nabis —murmuró—. ¿Qué estás haciendo? Deja ya esta locura. Soy yo, Perseo. ¿Es que no te das cuenta?

—¿Nabis? ¿Nabis? ¿Me has llamado Nabis a mí, a tu oficial? ¡Ponte firme ahora mismo!

Perseo obedeció la orden pero sin bajar el escudo, receloso de lo que pudiera pretender su hermano. Nabis le devolvió la lanza al meleirén que se la había prestado e hizo una seña a uno de los mastigóforos que lo asistían para que le devolviera el bastón de mando.

—Vamos a ver si de verdad sabes embrazar un escudo —dijo, tratando de controlar el tono de la voz para no soltar un gallo, como le había ocurrido antes—. Bájalo muy despacio y ponlo a tus pies.

Perseo así lo hizo, descansando el borde del escudo delante de sus pies y apoyando el cuenco interior sobre sus piernas.

—Ahora, quiero ver con cuánta rapidez lo levantas del suelo y lo llevas a la posición de guardia. Cuando yo cuente hasta cinco lo harás. Uno, dos…

Perseo no estaba muy seguro de qué podía esperar de su hermano. Después se repitió una y otra vez que había sido un ingenuo, un auténtico novato. Pues Nabis únicamente pretendía distraerlo con aquella cuenta, para que se concentrara en actuar al escuchar el número cinco y estuviese más relajado hasta ese momento.

Y, sin tan siquiera pronunciar el número tres, le descargó un bastonazo en la nariz en el que, comprendería Perseo más tarde, había puesto toda la rabia y la envidia acumuladas en diecinueve años de vida.

El golpe fue tan fuerte que Perseo pudo escuchar perfectamente cómo el tabique se partía, y una nebulosa de luz dorada ocupó todo su campo visual.

Sin embargo, consiguió no caerse al suelo, ni gritar de dolor, ni tocarse la nariz.

—¿Lo veis, meleirenes? —exclamó Nabis—. ¡Un soldado espartano debe tener el escudo siempre, siempre en guardia! ¡No esperéis que los enemigos os avisen de cuándo van a atacar!

Por las filas corrieron nuevos comentarios, esta vez menos irónicos y más indignados. A pesar de que el dolor de la nariz era tan insoportable que a duras penas conseguía no desmayarse, Perseo exclamó, con la voz deformada por la sangre y los mocos:

—¡Estoy esperando a que cuentes hasta el número cinco para levantar el escudo, señor!

—¿Y por qué ibas a esperar, estúpido? ¿No he dicho que los enemigos nunca avisan del momento en que van a atacar?

—¡Los enemigos no, señor! ¡Pero yo soy un soldado espartano y tú eres un oficial espartano, y si me has dicho que levante el escudo cuando cuentes hasta cinco, no tengo otro remedio que obedecer!

—¿Quién eres tú para contradecir mis palabras?

Pese a la satisfacción de haberle golpeado de aquella forma inicua, Nabis parecía más furioso que él, tanto que al decir «palabras» un salivazo se despegó de la comisura de su boca y voló hasta la túnica de Perseo.

—¡No soy yo quien te contradice, señor, sino la ley de Esparta! ¡Si hubiera levantado el escudo antes de tiempo, habría desobedecido una orden directa tuya!

«Que acabe esto pronto, dioses —suplicó Perseo—, o me voy a derrumbar».

Nabis estuvo a punto de replicar, pero no debió encontrar una respuesta lo bastante mordaz y se calló. Apartándose de su hermano, que tenía ya toda la pechera de la túnica manchada de sangre, se dirigió al resto del batallón.

—¡Por hoy es suficiente, meleirenes! ¡Tengo asuntos importantes que tratar con el paidónomo Amonfareto! ¡Romped filas!

 

 

 

Los ojos de Perseo no dejaban de lagrimear. Quería convencerse a sí mismo de que se debía al dolor de la nariz, que no dejaba de sangrar y moquear. Pero la verdadera razón no era ésa, sino que de pronto la mitad del mundo que conocía se le había hundido bajo los pies.

¡Él, que había llegado al extremo de pegarse con seis muchachos mayores que él por defender a Nabis! ¡Que mientras vivieron juntos en palacio siempre lo acompañó en la oscuridad! ¿Así se lo pagaba?

—No te preocupes tanto por tu nariz —le dijo Escaleno, malinterpretando su tristeza—. Te va a quedar un rostro más interesante con el tabique desviado. Antes eras demasiado perfecto, como una estatua de Apolo.

—¿Qué tiene de malo parecerse a Apolo? —contestó Perseo, molesto con el sonido de su propia voz—. Es el dios de la belleza.

—¿No te das cuenta de que las chicas siempre le dan calabazas? Piénsalo: lo rechazó su propia sacerdotisa, Casandra. Dafne se convirtió en laurel con tal de no soportar sus abrazos. Castalia se transformó en fuente. ¿Y qué te parece lo de Marpesa? ¡Eso sí que fue humillante! Cuando tuvo que elegir entre el amor de Apolo, eternamente joven, y el de Idas, que se iba a quedar calvo, desdentado y reumático con los años, ella escogió a Idas. Si yo hubiera sido Apolo, me habría clavado mis propias flechas en el corazón.

—No blasfemes, Escaleno —terció Tresas. Perseo empezaba a darse cuenta de que era muy supersticioso.

Los tres estaban sentados en el porche que rodeaba por dentro el barracón, apoyados en una pared y holgazaneando como tantos otros miembros del batallón antes del toque de silencio. A aquellos momentos se referían con una curiosa expresión que Perseo no había escuchado jamás, «vidilla».

—Decir la verdad no es blasfemar, todo el mundo conoce esas historias —alegó Escaleno.

Mirando a Perseo con gesto crítico, le pasó otra hila de lino para que se restañara la sangre de la nariz. Después miró a ambos lados y sacó algo que tenía escondido entre sus riñones y la pared.

—Toma, te vendrá bien.

Era un pellejo de vino. Perseo miró en derredor, como había hecho Escaleno, y dio un largo trago. Era un caldo excelente y apenas rebajado. Lo que les habían servido en la cena, en cambio, era agua asperjada con un vino que incluso en una proporción tan baja sabía agrio.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Perseo, devolviéndole la bota a Escaleno.

—De las bodegas de mi padre.

—Pero no se puede traer nada del exterior…

—¿No te he dicho que en Esparta unos somos más Iguales que otros? Yo sufrí la desgracia de nacer deforme, pero a cambio, tuve el buen tino de hacerlo en una familia rica. Muy rica, Perseo. Tanto que sólo te diré que no envidiamos ni a los mismos reyes.

—¿Y por ser rico te puedes permitir que te traigan vino de casa?

—Por ser rico me puedo permitir sobornar a quien quiera. ¿Por qué crees que Gerión me deja en paz e incluso consiente que me meta con él? Lo tengo subvencionado con dosis extra de comida, incluso más que la que le proporciona Amonfareto para convertirlo en un monstruo hinchado de músculos antes de la Olimpiada.

Perseo enarcó una ceja.

—¿Hay alguien más a quien tengas… subvencionado?

—Con Gerión me basta y me sobra. Es un ejército de un solo hombre.

—A mí también me pagas —intervino Tresas.

—No es por el mismo motivo, no te hagas ilusiones —respondió Escaleno—. Si tuviera que escoger a un guardaespaldas, elegiría al menos a uno que sepa diferenciar una cara de un culo a diez pasos.

Tresas, corto de vista como un topo, no se ofendió. Más tarde, él mismo le explicaría a Perseo que estaba en el campamento como móthax. Su familia se había empobrecido por diversos motivos —tener hijos de más, entre otros—, de modo que no podía pagarle los gastos de la agogé. Sin embargo, Escaleno, cuya madre había sido muy amiga de la de Tresas en la infancia, había decidido tomarlo bajo su protección sufragando esos gastos. También le había prometido que, una vez se licenciaran del campamento, seguiría pagándole para que Tresas pudiera contribuir a un pheiditíon, un banquete comunal, ya que era la única forma de que perteneciera a la comunidad de guerreros y se convirtiera en un ciudadano de verdad.

Pero en aquel momento Escaleno prefirió no insistir sobre aquella cuestión. Aunque apenas llevaban conociéndose un día, Perseo se dio cuenta de que aquel joven de voz tan bella como deforme era su cuerpo escondía bajo el sarcasmo de sus comentarios un corazón noble.

Tanto como vil había demostrado ser el de su hermano. Al acordarse de él, Perseo volvió a suspirar y se llevó la mano al pecho. El corazón, o algo muy parecido que estaba a su lado, le daba punzadas de angustia.

—¿Sigues triste por lo de la nariz?

—No —respondió Perseo, limpiándose la sangre de nuevo y aprovechando para enjugar unas lágrimas—. Es por Nabis. No puedo creer que me haya hecho esto.

—Has tardado mucho tiempo en abrir los ojos y conocer cómo es de verdad tu hermano —le dijo Escaleno, pasándole la bota para que diera otro trago.

—Supongo que tenía más el recuerdo de cuando éramos pequeños, antes de que viniera a la agogé y lo malearan —respondió Perseo.

—No te equivoques. A tu hermano no lo han maleado aquí. Un sitio como éste saca la verdadera naturaleza de cada uno. Nabis ha procurado trepar siempre sobre las cabezas de los demás, y no se le ha dado nada mal. ¿Sabes por qué lo han nombrado jefe de batallón?

—No tengo ni idea. ¿Cómo es que le dan ese puesto justo cuando nuestra familia cae en desgracia?

—No es cuestión de tu familia, sino de la otra.

—¿La otra?

—Los Agíadas. Nabis mantiene negocios turbios con Cleómenes. Tu hermano cree que controla los movimientos de todo el mundo, pero yo también tengo mis recursos para enterarme de lo que hace él.

—¿Y qué recursos son ésos?

—¿Cuáles van a ser? —respondió Escaleno, haciendo un gesto expresivo con los dedos índice y pulgar.

Dinero, comprendió Perseo. Eso que tanto despreciaban de boquilla los espartanos y que tanto codiciaba en privado la mayoría de ellos.

—¿Qué pueden tramar mi hermano y Cleómenes juntos?

—No seas ingenuo, Perseo. ¿Qué puede querer Cleómenes de tu hermano? Que espíe para él los asuntos de tu familia.

—Eso es…

«Impensable», estuvo a punto de decir Perseo, pero se interrumpió. No, no lo era. No más impensable que lo que acababa de ocurrir ante los ojos de todo el batallón.

—Nabis está condenado a ser un segundón —insistió Escaleno—. Yo soy el tercer hijo de tres, pero mis dos hermanos mayores murieron prácticamente al nacer, lo que me convierte en heredero de mi padre, mal que a él le pese haber engendrado un hijo cojo y con esto. —Escaleno abrió y cerró los muñones de su mano derecha—. Ahora bien, ¿tienes tú aspecto de morirte antes que tu hermano, con ese cuerpo que los dioses te han dado?

—Cualquiera puede morir en cualquier momento.

—Sí, pero en tu caso dudo que sea por una enfermedad, algo que no me atrevería a decir de él. —Bajando la voz y mirando a los lados, Escaleno añadió—: Nabis actúa de proxeneta para Cleómenes, por no decir de mamporrero.

—¿Cómo? ¿A qué te refieres?

—Cuando me enteré, yo mismo me escapé una noche de aquí. Pude verlo perfectamente, pues había luna llena. Tu hermano iba con otros hombres, encapuchados como él, pero el único que entró al palacio de Cleómenes por la puerta trasera fue él. Llevaba una muchacha, con las manos atadas a la espalda, que no podía tener más de trece años. Desde entonces he hecho que sigan sus movimientos, y lo hace siempre el día de luna llena. Parece que a Cleómenes le gusta la carne tierna.

Perseo se quedó pensativo. Siempre había sabido que la política espartana estaba erizada de intrigas, una trama de intrigas que a él siempre le había costado seguir sin quedarse enredado como una mosca en una telaraña. Pero nunca habría sospechado que un Euripóntida se pusiera de acuerdo con un Agíada para perjudicar a su propia casa. Empezaba a sospechar que su propio hermano tenía que ver con la conspiración que había derrocado a su padre.

Lo que no podía sospechar era que su hermano ejercía de algo más que de proxeneta para Cleómenes y que el motivo por el que llevaba a aquellas jóvenes a su palacio era mucho más siniestro que el puro placer de la carne.