7

Campamento espartano, cresta del Asopo

 

Escaleno apenas pudo dormir después de la reunión secreta con Pausanias. Había bebido vino, tal vez en demasía, y a las dos o tres horas se había tenido que levantar para alejarse unos pasos de donde dormía y vaciar la vejiga. Al menos, esa necesidad fisiológica no contribuía tanto a apestar el campamento, porque el suelo sediento de finales de verano absorbía cualquier líquido y, con ello, el olor. O eso quería creer él. El hedor que despedía aquella multitud era espantoso. No sabía qué era peor, si la peste del sudor fermentado de tantos días sin poderse lavar, o la de los excrementos de humanos y animales malamente enterrados.

«Si seguimos aquí un par de días más, no hará falta que nos maten las flechas persas, lo hará la disentería», pensó mientras orinaba.

Después intentó dormir de nuevo, pero le resultaba imposible conciliar el sueño. Le dolía la cabeza, en un inicio de resaca. Pensando que la única solución para evitarla era beber más vino, se acercó a su sirviente personal, Mircino, le dio la vuelta sobre el suelo y cogió el odre de vino que tenía protegido bajo el cuerpo. Como solía decir él, en Esparta todos los ciudadanos eran Iguales, pero la ventaja de poseer riquezas era que permitía a algunos ser más Iguales que otros, y para Escaleno eso se traducía en que nunca le faltaba suministro de vino.

Con el odre en la mano, se dirigió hacia uno de los fuegos. Allí vigilaban tres jóvenes, por su aspecto recién salidos de la agogé. Estaban hablando entre ellos, nerviosos por lo que les aguardaba cuando se hiciera de día.

Al ver que se acercaba, lo saludaron, pues todo el mundo conocía a Escaleno, el éforo cojo.

—¿Quieres calentarte con nosotros?

La pregunta era irónica, pues la noche era más que cálida. Los tres jóvenes se mantenían a barlovento para alejarse lo más posible del calor de las llamas, y alimentaban éstas lo justo para que no se les pudiera echar en cara que habían apagado la hoguera.

Escaleno les pasó el odre para que dieran un trago y siguió su paseo. A su alrededor, se oía un concierto de gruñidos. Los soldados dormían tendidos sobre sus mantos, casi ninguno envuelto en ellos. Al lado de cada uno se veían en el suelo su coraza, su yelmo y su escudo, y no muy lejos dormía el sirviente de cada soldado. En cuanto se diese la señal, con la ayuda del ilota, un espartano podía estar de pie y con la panoplia puesta en poco más de un par de minutos.

Otra cosa bien distinta era hacerlo solo. Bien lo sabía él, que había sufrido tanto para armarse cada mañana durante la agogé. En una ocasión Perseo, por ayudarle a él a ponerse la coraza, había llegado el último a formación y lo había pagado con una tanda de azotes.

Pensando en Perseo, recordó la asombrosa imagen de la batalla del primer día, cuando su antiguo camarada había estado a punto de atravesarlo con la lanza, montado sobre un caballo que lo hacía parecer todavía más alto e imponente, y con una armadura que, por lo que brillaba, bien podría haber sido de plata.

 

 

 

Diez días antes, cuando Escaleno le contó a Pausanias que Perseo estaba vivo, pero que por alguna razón desconocida combatía ahora con los persas, el regente había demostrado un interés relativo.

—Un solo hombre no puede cambiar la guerra.

—En eso te equivocas, regente —le había dicho Tisámeno.

Después de aquella conversación, el adivino había llevado en un aparte a Escaleno. Tras hacerle repetir los detalles sobre su fugaz encuentro con Perseo, había asentido sin más y se había alejado.

De lo siguiente de lo que se enteró Escaleno fue de que Tisámeno se había ausentado unos días del campamento, sin encomendarse a nadie como en él era habitual, y además se había llevado consigo a Tresas. Éste, al menos, había hablado con Escaleno antes de marcharse.

—Es por algo relacionado con Perseo —le había dicho.

Habían regresado varios días después y Tisámeno no le había dado explicaciones a nadie. Escaleno no había tenido tiempo de hablar tranquilamente con Tresas y pensó que ahora era una ocasión tan buena como otra cualquiera.

No tuvo que molestarse en despertar a su antiguo compañero de pelotón, pues Tresas estaba revolviéndose en el suelo sobre la manta, tan inquieto como lo estaba él un rato antes. Cuando Escaleno se sentó a su lado y le tocó el hombro, Tresas se incorporó al momento.

—¿Qué ocurre?

—Nada, nada. Toma un poco de vino. Sólo quiero charlar un rato.

—¿De qué?

—Cuéntame ese viaje tan interesante que has hecho con el loco del pelo blanco.

Tresas le explicó con todo detalle lo que había vivido durante esos días, incluyendo las tres jornadas de espera en el oráculo de Trofonio.

—En la última noche, Perseo entró en una abertura en el suelo, una especie de pozo. Yo no lo vi, porque no me permitieron pasar de la verja de bronce que lo rodeaba. Allí estuvo mucho tiempo, casi un turno de guardia entero.

Tresas siguió explicando. Perseo había salido del pozo en parte por su propio pie y en parte apoyándose en los hombros de dos bellos muchachos, los Hermas, que a duras penas podían con su peso. No hablaba y tenía la vista perdida: era como si el ataque de amnesia que sufría periódicamente y que lo dejaba en blanco se hubiera prolongado, como si sólo su cuerpo siguiera en el mundo mientras que su alma había sido transportada a algún otro reino distante.

Entre los sacerdotes y los dos muchachos lo llevaron a un lugar cercano al oráculo, donde había una especie de trono tosco tallado en una roca natural. Lo sentaron allí y dijeron que aquél era el trono de Mnemósine, la Memoria. Después le preguntaron qué había visto abajo y qué había aprendido, con la intención de anotarlo en tablillas y luego exponerlas en su templo.

Tresas estaba aterrorizado. Incluso él, con su miopía, podía advertir que Perseo tenía el ojo vuelto hacia arriba de tal manera que sólo se veía el blanco del globo ocular y que le caía saliva por las comisuras de la boca.

—Los sacerdotes le preguntaron qué había visto allí abajo. Él contestó: «Mi padre, he hablado con mi padre».

—¿Habló con Damarato en el oráculo? —se extrañó Escaleno—. Si está vivo…

—No sé si era con Damarato. Escucha. Después de eso, Perseo empezó a mover la cabeza a los lados y a hablar con una voz muy rara, como si un espíritu lo hubiera poseído, y dijo: «Él es mucho más hombre que tú. Merece la pena ser rey cien veces más que tú».

—¿Qué quería decir?

—No tengo ni idea. Pero lo que sucedió después fue todavía más extraño. Perseo parpadeó un par de veces y por fin su ojo volvió a aparecer, tan azul como siempre. Pero seguía estando en trance, como si no nos viera, y empezó a decir: «No era él. Él me mintió. ¡Me mintió! Él me dijo que yo fui engendrado un día después y que a pesar de eso nací más grande que mi hermano. ¡Pero no soy ninguna abominación!».

»Perseo estaba muy agitado. En ese momento me miró y me agarró del brazo, y casi me lo arranca con esa fuerza que tiene. Ni siquiera estoy seguro de que supiera quién era yo, y empezó a decir: “Cuando él la raptó, ella ya estaba encinta. La semilla no fructificó un día después, sino una luna antes. ¡Él me mintió!”.

»Yo le pregunté quién le había mentido, pero entonces Tisámeno me apartó. Era como si no quisiera que Perseo hablara más. Le puso una mano en la frente, murmuró algún encantamiento, y Perseo cerró el ojo y se quedó dormido al instante.

Escaleno se quedó pensativo unos segundos. Intuía que allí había algo muy importante para Perseo, algo que tenía que ver con su sospechosa huida de Esparta y con la no menos sospechosa muerte del rey Cleómenes. Los secretos de ambas familias reales eran oscuros, muy oscuros. Y, por alguna razón, Tisámeno no quería que salieran a la luz.

—¿Qué pasó después con Perseo? ¿Por qué no lo trajisteis de vuelta a nuestro campamento?

—Tisámeno le había prometido a su padre Damarato que lo traería de regreso del oráculo. Con esa condición nos habían dejado salir del campamento persa.

—¿Y quién obligaba a Tisámeno a cumplir su palabra? Podríais haber traído a Perseo perfectamente.

—Ya sabes cómo es Tisámeno. Cuando le pregunté, me dijo que Perseo debía regresar con su familia, pues así lo habían decretado los dioses.

—Chiflado intrigante —masculló Escaleno. Tenía más temor por las habilidades del adivino que verdadero respeto, pues sospechaba que era tan retorcido que habría sido capaz de engañarse a sí mismo—. ¿Pudiste hablar con Perseo en algún momento?

Tresas meneó la cabeza.

—Era imposible. En el camino de ida, se olvidaba de todo constantemente y había que explicárselo de nuevo. Pero en el regreso estaba en trance, como dormido. Lo montamos en un caballo y se mantenía en pie, pero miraba como si no viera y no abría la boca para hablar.

—¿No se suponía que Tisámeno lo había llevado al oráculo para curarlo? ¿Qué clase de curación era ésa?

—Lo ignoro —reconoció Tresas.

—Me pregunto si lo volveremos a ver —dijo Escaleno—. No quisiera encontrármelo otra vez como enemigo. No se me ocurre otro peor que él.

 

 

 

Todo se había retrasado.

—No te pongas tan nervioso, Pausanias —le tranquilizó Temístocles—. Es normal. No estamos tratando con piedrecillas, como cuando nos explicaste tu plan. Son hombres, cada uno con sus temores, sus manías, sus ideas. Miles de ellos.

Los informes llegaban constantemente. El repliegue del centro, con contingentes de más de veinte ciudades distintas, estaba resultando incluso más caótico de lo que Pausanias esperaba. Algunos, como los corintios o los potideos, ya habían llegado a las inmediaciones del templo de Hera, junto a las murallas derruidas de Platea, pero muchos otros seguían de camino.

El problema era que el trayecto que debían seguir los atenienses, el elemento más importante de su plan, se cruzaba con el de los demás. Por eso, los hombres de Arístides tenían que esperar. Pese a que los aliados griegos habían acordado un santo y seña para reconocerse entre ellos, cualquier operación militar de noche podía terminar en desastre si no se actuaba con precaución. Todos conocían la historia de los Argonautas, que habían desembarcado en el país de los doliones por dos veces. La primera fueron recibidos como huéspedes e intercambiaron regalos; la segunda, debido a una tempestad, ni unos ni otros se reconocieron y los Argonautas masacraron a sus anfitriones del día anterior.

Por fin, bien entrada la tercera guardia, llegó otro mensajero de Arístides con buenas noticias.

—Estamos en posición, señor —anunció el enviado, desmontando del caballo—. Arístides me ha encargado que te diga literalmente: «Los atenienses están bien resguardados de la vista tras la cresta del Asopo, preparados para actuar en cuanto nos lo indiques».

—Muy bien, muchacho —respondió Pausanias—. Vuelve con Arístides y dile que nosotros vamos a empezar a movernos ya.

Pausanias había trepado a una roca que le permitía dominar de un vistazo sus líneas. Desde hacía una hora, todos los hombres habían desayunado y estaban prácticamente listos para marchar. Todavía no se habían terminado de ajustar las armas, por no fatigarse de forma innecesaria con el peso, pero sus ilotas las tenían a punto.

El cielo empezó a agrisarse. Era el momento de empezar la maniobra, con suficiente luz para que los persas la detectaran. Pausanias se volvió hacia su primo Eurianacte, que debía ponerse en marcha el primero.

—Que Cástor y Pólux nos asistan —le dijo, dándole un abrazo y palmeándole el espaldar de la coraza.

—Que Helena nos proteja, primo —respondió Eurianacte—. Pase lo que pase hoy, en verdad te digo que eres un buen general.

Con esto, Eurianacte se marchó hacia el flanco derecho. Pausanias se quedó pensativo. «Un buen general», no «un gran general».

Tampoco podía esperar nada más. Todavía no había demostrado nada. Pero, si su plan salía adelante como él esperaba, quizás les iba a dar una sorpresa a todos.

Desde donde estaba, vio cómo los batallones se ponían en marcha, con buena disciplina pero, por orden expresa suya, organizando cierto alboroto. Quería que los persas supieran lo que estaba ocurriendo. Primero salió el batallón de Mesoa, y lo siguieron los de Amiclas y Cinosura. El de Limnas ya se había puesto en movimiento cuando un mensajero llegó con malas noticias.

—Señor, Amonfareto se niega a mover su batallón.

—¿Cómo? ¿Que ese viejo chiflado se niega a obedecer mis órdenes?

Pausanias se apresuró a acudir al frente del batallón de Pitana, acompañado de su escolta habitual. Comprobó que todos los hoplitas de Pitana estaban armados y en sus puestos, pero clavados en el sitio y mirando al norte.

—¿Por qué no os habéis puesto en marcha ya? —le preguntó Pausanias a Amonfareto, conteniendo su ira a duras penas.

—¿Es que no ves eso? —preguntó Amonfareto, señalando al otro lado del Asopo.

Las primeras luces del día permitían atisbar que delante del fuerte persa se había desplegado una larguísima formación de enemigos, que se perdía de vista por ambos lados. Era la primera vez que veían a las tropas de Mardonio desplegadas de esa manera y en tal número.

—Claro que lo veo. No estoy ciego. ¡Di a tus hombres que se pongan en marcha!

El antiguo paidónomo agitó su báculo en el aire.

—¡No! ¡Me niego a retirarme a la vista de los enemigos! ¿Es que lo que te enseñé cuando eras un crío no te sirvió de nada? ¡Los espartanos jamás nos retiramos! ¡Esto que estamos haciendo es una huida y una deshonra!

Gerión, que había venido con Pausanias, se acercó a él y preguntó en voz lo bastante alta como para que se le oyera:

—¿Quieres que le quiebre el espinazo, Pausanias?

«Ganas tengo», pensó Pausanias, pero hizo un gesto para calmar a Gerión.

Por detrás de Amonfareto formaban casi dos mil soldados entre espartanos y periecos, listos para el combate pero totalmente desconcertados por la discusión entre el regente y el comandante al que tenían que aguantar todos los días; todo el mundo sabía que no había disciplina más dura que la de Pitana, pues Amonfareto trataba a sus hombres como si fueran adolescentes de la agogé.

—¡Además, ya es de día! —exclamó Amonfareto—. ¡No comprendes que nos van a perseguir!

—¿Cuál es tu problema? —preguntó Escaleno—. ¿Dices que es deshonra retirarse ante el enemigo, pero por otra parte lo que tienes es miedo de salir ahí abajo a campo abierto porque te pueden perseguir?

—La deshonra es que un tullido como tú lleve ese escudo —respondió Amonfareto.

Aquello hizo perder los estribos a Pausanias, que había visto a Escaleno demostrar mucho más valor en la Estigia del que jamás tendría Amonfareto.

—¡Él honra ese escudo mil veces más que tú, viejo loco!

—¿A quién te atreves a llamar viejo loco, jovenzuelo insolente? ¡Vales todavía menos que tu padre!

Ante los insultos de Amonfareto, Pausanias perdió el control e hizo algo que llevaba mucho tiempo deseando. Como si hubiera cobrado vida, su mano derecha golpeó de revés el rostro de Amonfareto. No fue el golpe más hábil: con la palma de la mano no se habría hecho daño, mientras que el choque de los huesos del dorso contra el pómulo de Amonfareto resultó muy doloroso.

Pero ver cómo los ojos de su antiguo director de agogé se desencajaban compensó de sobra el dolor de su mano.

—¿Cómo…? ¿Cómo…? ¿Te atreves…? ¿A mí…? ¿Mis años no…?

Pausanias se acercó a él. De pronto había visto debilidad en los ojos de aquel viejo terrible. Debilidad, en alguien que siempre había abusado de los débiles.

—Escucha —le dijo, tan cerca que su saliva salpicó el rostro de Amonfareto—. Vas a poner tu batallón en marcha ahora mismo o tendré que dar yo la orden en persona. Pero si lo hago, te juro por los perros de Hécate que antes haré que Gerión te arranque los brazos y las piernas y los arroje a ambos lados de ese camino para que todos tus hombres pasen entre tus miembros descuartizados. ¿Crees que alguien lloraría por eso?

Por el color del rostro de Amonfareto, Pausanias pensó que iba a darle una apoplejía. Habría jurado incluso que, ante sus ojos, varias venillas de la nariz le acababan de reventar. Finalmente, el general retrocedió un par de pasos y, señalando a Pausanias con un dedo curvado por la artritis, respondió:

—Cuando volvamos a Esparta, te juro que serás juzgado, y la muerte que sufrió tu tío Cleómenes te parecerá dulce y piadosa en comparación.

—Tú obedece las órdenes y maldíceme todo lo que quieras, viejo carcamal.

Pausanias mismo estaba asombrado de sus palabras. Toda la vida atemorizado ante personas como Amonfareto y de pronto comprendía que tenía el poder para atemorizarlos a ellos. La sensación a medias lo embriagaba y a medias lo asustaba. ¿Era él quien estaba hablando así?

—Claro que te maldigo —gruñó Amonfareto, con el gesto deformado y la voz tan quebrada por la ira que no era ni capaz de gritar—. Yo te maldigo, Pausanias, hijo de Cleómbroto. ¡Puede que yo no lo vea, pero llegará el día en que se te nieguen el pan y la sal, el agua y la llama, y los espartanos arrastren tu cadáver por las calles!

Pausanias no pudo evitar estremecerse.

—Una terrible maldición —dijo uno de sus guardias, haciendo gestos apotropaicos.

—Si por cada vez que alguien me ha maldecido a mí se hubiera cumplido tan sólo la cuarta parte de los males que me han deseado —intervino Escaleno—, ¿qué sería de mí? Venga, regente, deberíamos volver a nuestro puesto.

Pausanias tragó saliva. Escaleno llevaba razón.

Había llegado el momento de la verdad.

 

 

 

Atalaya del fuerte persa, una hora antes

 

A Artemisia le sorprendía que Mardonio fuese capaz de dar cabezadas de pie, apoyado en la barandilla de la atalaya. Ella no había sido capaz de pegar ojo. No tenía responsabilidad directa en lo que fuese a ocurrir durante el resto de la noche ni en las primeras horas de la mañana, que era cuando suponía que se iba a desencadenar la gran batalla, pero quería estar allí para enterarse de lo que pasaba y Mardonio no la había despedido en ningún momento.

Entrada la última guardia de la noche, llegaron informantes enviados por el fenicio Akbar, el hombre de la dioptra. Desde el otro lado del río había visto cómo los atenienses se ponían en marcha, abandonando la cresta de Pirgos donde habían permanecido tantos días. Después, los había perdido de vista por culpa del terreno del relieve. Siguiendo las instrucciones de Mardonio, que quería cerciorarse de la dirección exacta que seguían, Akbar había enviado a dos muchachos de diez años, furtivos como garduñas, a cruzar el río para seguirlos.

Uno de esos muchachos venía con los informantes. Era un chico de la zona, y fue la misma Artemisia quien tradujo al persa sus comentarios, ya que hablaba con un acento demasiado cerrado para que Mardonio lo entendiera.

—Los atenienses no se han retirado a Platea —dijo el niño—. Han tomado el camino a Hisias, pero no han llegado allí.

—¿Estás seguro? —preguntó Mardonio a través de Artemisia.

El niño asintió con vehemencia.

—Yo mismo los he visto, señor. Están todos detrás de la cresta del Asopo, en una cañada que lleva a la fuente Gargafia. Están en silencio y sin luces, como un ejército de fantasmas. Pero he visto cómo brillan sus armas bajo la luz de la luna.

—¿Seguro que están todos?

—¡Sí, señor! Son muchos, miles y miles. Además los he olido. El viento sopla de allí y trae su olor —aseguró el muchacho, tapándose las narices con una mano y señalando con la otra hacia el sur.

Mardonio ordenó a uno de sus secretarios que recompensara al improvisado espía con cinco daricos de oro, lo que hizo que al muchacho se le abrieran tanto los ojos que relucieron incluso en la oscuridad. Después el general se golpeó la palma con el puño y exclamó:

—¡Sabía que había un truco!

—¿Qué crees que pretenden los atenienses? —preguntó Artemisia.

—¿No es obvio? Lanzarse por sorpresa sobre nosotros desde su posición cuando estemos atacando a los espartanos. Pero si éstos aguardan la llegada de refuerzos, se van a llevar una sorpresa muy desagradable.

Mardonio impartió órdenes a gran velocidad. En cierto modo, su plan no había cambiado. Los beotarcas Timegénidas y Atagino habían recibido instrucciones de atacar a los atenienses, con quienes Tebas tenía cuentas pendientes desde hacía tiempo. El plan seguía adelante, con la diferencia de que el joven espía lugareño partió con los emisarios de Mardonio para dirigirse al campamento tebano y revelar el paradero exacto de los atenienses.

Casi al mismo tiempo llegó un mensajero de Bagabigna para informar de la situación. Tenía a la caballería desplegada al norte del fuerte, oculta por la propia empalizada para evitar que los posibles espías griegos la detectaran.

—No es eso lo que yo le había ordenado —gruñó Mardonio.

Artemisia pensó que la idea de Bagabigna no era tan mala, puesto que el emplazamiento era más discreto y la caballería podía recorrer la distancia entre esa posición y el Asopo a gran velocidad. Por supuesto, se abstuvo de llevarle la contraria a Mardonio.

En cuanto a la infantería persa, prosiguió el mensajero, había salido del campamento gradualmente, pero en buen orden, y ya estaba desplegada en las orillas del río, con amplios pasillos entre sus unidades para permitir el paso de la caballería. Los hombres estaban rodilla en tierra o sentados, para ofrecer menos perfil al enemigo, y descansaban en silencio, a la espera de órdenes.

Mardonio asintió, satisfecho, y tras impartir nuevas instrucciones por medio de mensajeros, ordenó a sus asistentes que le ayudaran a ponerse la armadura de lamas.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Artemisia.

—Entrar en combate —respondió el general—. Ahora, despídete de mí.

Como amiga oficial que era de Mardonio, Artemisia se acercó y le besó en los labios. En vez de buscar el simple roce, él apretó ligeramente y se demoró unos segundos más de lo habitual. Artemisia se dio cuenta de que el general persa había entrecerrado los ojos. Fue una sensación rara, aunque no del todo desagradable.

—Tú aguarda aquí, Artemisia. Quiero que seas testigo de todo. Hoy es el día. Hoy es mi día.

 

 

 

Llanura entre el Citerón y el Asopo

 

—¡Hoy es el día en que acabamos esta guerra! —proclamó Pausanias—. ¡Resistid, espartanos! ¡Aguantad con la paciencia en que se os ha adiestrado desde el primer día en que, con siete años, entrasteis en la agogé!

Pausanias estaba pasando por delante de sus tropas, allí donde se juntaban los batallones de Cinosura y Pitana —al final, el viejo loco de Amonfareto había ordenado el repliegue de su batallón—. Le hubiera gustado arengar personalmente a todos los soldados, pero el frente que tenía que cubrir medía más de mil metros y no había tiempo ya para recorrerlo, pues frente a ellos la infantería persa había tomado posiciones y se estaba preparando para disparar.

Pausanias sabía que estaba corriendo un riesgo físico, pese a que por detrás de él marchaban dos de sus guardias cubriéndolo con sus escudos. Pero, como Temístocles y él habían comentado en una conversación, en aquel momento no sentía miedo a la muerte ni al dolor, tan sólo a fracasar.

«Mi plan es bueno —se repitió—. Mi plan va a salir bien».

Siguió caminando frente a sus hombres. Bajo los yelmos calados, sólo se veían ojos hoscos y decididos, labios apretados y trenzas bien aceitadas y perfumadas cayendo sobre los hombros. Con la misma lambda roja pintada en los escudos y los cabellos perfectamente peinados cayendo sobre los hombros, parecían todos una copia repetida del espartano perfecto, el mejor soldado del mundo.

—¡No vamos a cargar antes de tiempo! —exclamó.

A cierta distancia de él, tanto a izquierda como a derecha, los heraldos transmitían sus palabras, que a su vez alcanzaban a otros heraldos, hasta llegar así a los extremos de la formación.

—¡Hoy no queremos poner en fuga a nuestros enemigos! ¡Hoy queremos que se junten todos allí, delante de nosotros, hasta el último bárbaro persa con sus pantalones y sus alhajas de mujeres!

Su comentario despectivo fue saludado con carcajadas. Pausanias levantó la mano y se hizo el silencio al instante.

«Esto es tener poder», comprendió.

—¡Mantened las filas! ¡Los persas se creen que nos dan miedo con sus flechas, pero llevamos tantos días viéndolas que ya sabemos que son como el pis de un bebé, que no valen para nada!

Más risas.

—¡No os mováis de vuestro puesto hasta que llegue el momento! ¡Cuando los dioses nos manden su señal, atacaremos! ¡Y yo os prometo que será una carga como el mundo jamás haya visto! ¡Por Esparta!

Eleléeeeu!!

Al grito de guerra de los espartanos, contestaron los persas con el suyo propio. Alguien avisó: «¡Flechas!» y Pausanias volvió la mirada hacia el frente enemigo.

Una nube de sombras negras, como una bandada de pájaros que cubriera de horizonte a horizonte, se levantó desde detrás de los escudos persas. Las saetas silbaron en el aire, volando hacia ellos. Pausanias se quedó hipnotizado contemplándolas, pero sus escoltas se pegaron a él y lo protegieron con los escudos.

Durante un par de segundos se oyó un repiqueteo constante de metal contra metal. La mayoría de las flechas, como había ocurrido en andanadas anteriores, se quedaban en tierra de nadie. Pero una parte de ellas llegaban hasta las filas espartanas y, cuando se hablaba de veinte mil proyectiles disparados a la vez, una parte no dejaba de ser un gran número.

Al oír un gruñido, Pausanias miró a Filotas, su escudero personal, que había levantado su propia aspís para cubrirle a él la cabeza.

—¿Te han herido?

—No es nada, señor —respondió el joven. Una flecha le había rozado la pantorrilla, pero Pausanias pudo ver enseguida que se trataba de una herida superficial.

Tampoco era cuestión de correr riesgos innecesarios, pensó Pausanias, y abandonó aquella zona tan expuesta para regresar al pasillo que se abría entre los batallones de Pitana y Cinosura. La línea de guardias que lo cerraba con sus escudos le abrió paso y Pausanias y sus escoltas entraron en aquella zona algo más despejada.

Allí, Tisámeno acababa de sacrificar un cabrito y estaba estudiando con su habitual gesto adusto el charco de sangre que brotaba de la garganta recién degollada.

—¿Qué dicen los dioses? —preguntó Pausanias.

—Que esperemos —respondió el adivino—. Todavía tienen que enviar su señal.

—Ya va llegando el momento de que lo hagan.

 

 

 

Llevaban ya un largo rato en aquella posición, la que Pausanias mismo había hecho marcar previamente con montones de piedras para que cada batallón conociera su emplazamiento exacto. Durante los primeros minutos, lo sucedido había sido una repetición de lo que Pausanias mismo había presenciado en el primer día de combate, cuando la caballería enemiga atacó a los megarenses, el día en que cayó el gigante Masistio.

Empezaron recibiendo la ofensiva de oleadas de jinetes, decenas de columnas que cargaban en paralelo contra las filas espartanas, giraban hacia la derecha para que los jinetes dispararan sus flechas de lado, y a continuación se alejaban. Siguiendo órdenes, los soldados aguantaban, la primera fila arrodillada y las posteriores de pie, cubriéndose con los escudos.

En aquel momento, las bajas todavía eran muy reducidas. Podrían incluso haberse retirado hasta el piedemonte sin grandes problemas, pero la táctica de Pausanias era hacer creer a Mardonio que los ataques de su caballería los tenían clavados en aquel terreno. Sólo así picaría el cebo y enviaría a su infantería.

Tal como estaba esperando Pausanias, poco después empezó a oírse un gran retumbar, como el sonido de una tormenta lejana. La tormenta se fue acercando y aquel estruendo se resolvió poco a poco en sonidos distinguibles: tambores, cornetas, millares de pisadas en el suelo, todo ello acompañado por nubes de polvo aún más espesas que se alzaban por detrás de los jinetes.

Por fin, los escuadrones de caballería se apartaron y, cuando las polvaredas levantadas por sus cascos se asentaron, los espartanos pudieron ver al otro lado una larguísima línea de escudos, altos como puertas y pintados de vivos colores entre los que predominaba el rojo, portados por los sparabara.

Aquella línea de los spara se detuvo a unos cincuenta metros del frente espartano, lo bastante cerca para distinguir rostros, diseños pintados en los escudos, estandartes. También era una buena distancia para cargar, pero Pausanias estaba esperando a que las filas persas terminaran de cerrarse. El relieve del terreno, que formaba una ligera cuesta, permitía ver cómo por detrás de los escudos venían filas y filas de arqueros vestidos con caftanes rojos y de lanceros ataviados de azul. Incluso los lanceros portaban arcos, esos temibles arcos compuestos de los asiáticos. Lo que suponía que iban a recibir, como ya les había ocurrido a los atenienses en Maratón, cientos de miles de flechas durante los próximos minutos.

Ése había sido el momento elegido por Pausanias para lanzar su breve arenga. Justo a tiempo, pues apenas había regresado a su puesto en el pasillo entre batallones, cuando a una nueva orden de las trompetas, presumiblemente impartida por el propio Mardonio, los sparabara levantaron del suelo sus enormes escudos y avanzaron unos metros más.

La siguiente andanada de flechas fue mucho más dañina.

Aun así, los hoplitas mantuvieron la disciplina y nadie se movió de su puesto. Se oyeron algunos gritos de dolor y avisos para que los sirvientes ilotas se colaran entre las filas para recoger a algún que otro herido.

En la retaguardia y en la zona de mando de Pausanias se movía un tráfico constante de mensajeros a caballo y a pie. Uno de éstos llegó del flanco izquierdo, donde se hallaban los de Tegea, y con voz jadeante informó a Pausanias:

—¡General! ¡La caballería persa nos está atacando por el ala izquierda! ¿Qué hacemos?

—Resistid. Pronto llegará ayuda —ordenó Pausanias, a lo que Temístocles, que se había reunido con él en aquel punto, asintió aprobador.

Mientras el corredor tegeata regresaba a su puesto, Pausanias hizo una señal a dos jinetes que aguardaban sus instrucciones. Sin necesidad de más información, los dos talonearon a sus monturas y partieron a galope tendido hacia el este.

Era el momento de que los atenienses atacaran por allí, sorprendiendo a los jinetes de Mardonio. Y, en cuanto oyera a los hombres de Arístides cantar el peán, Pausanias, dijera lo que dijera Tisámeno, iba a dar la orden de cargar.

—Los hombres están impacientes por atacar, señor —vino a decirle un hombre al que no conocía; a juzgar por la cresta transversal de su casco, se trataba de un oficial.

—Vuelve a tu puesto y diles que la impaciencia es buena —respondió Pausanias—. Así atacarán con más ganas.

Mientras el oficial se alejaba, Temístocles apretó el brazo de su amigo.

—Lo estás haciendo bien, Pausanias. Pronto, cuando desates a esos perros de la guerra que tienes por soldados, podrás dejar de pensar.

—Eso espero —contestó el regente.

 

 

 

Pasaban los minutos. La infantería persa seguía disparando andanadas, y los ilotas de la retaguardia retirando heridos y algún que otro cadáver. Empezaban a correr murmullos por las filas. ¿A qué estaban esperando para atacar?

—¿Por qué no aparecen los malditos atenienses? —preguntó Pausanias.

Se había subido a lomos de un caballo por tener mejor visión del terreno. Por el norte, la interminable línea de escudos persas seguía inmóvil y de ella se levantaban constantes nubes de flechas. Al este, por donde debían venir los atenienses, no veía más que columnas de polvo, que señalaban los ataques de la caballería persa.

En ese momento llegó uno de los dos mensajeros que había ido a avisar a los atenienses. Venía blanco de polvo y tenía una flecha clavada en el muslo.

—¿Y tu compañero? —preguntó Pausanias.

—¡Muerto, general! La caballería persa nos ha cerrado el paso por allí —informó el mensajero, señalando hacia el camino que venía por la fuente Gargafia—. Yo he podido escapar de milagro.

—¿Y los atenienses?

El mensajero sacudió la cabeza.

—Arístides me ha encargado que te diga que algo extraño ha pasado. Cuando se disponían a venir en tu ayuda, han recibido el ataque de la caballería persa, y después de toda la infantería tebana. Están en apuros y preguntan si les puedes enviar refuerzos.

Pausanias sintió cómo el suelo se abría a sus pies y casi creyó ver las tinieblas del Tártaro reclamándolo.

—¡Imposible! ¿Cómo les vamos a mandar refuerzos si somos nosotros los que los necesitamos?

Temístocles le puso la mano en el hombro y le dijo al oído:

—Cálmate. Si te oyen decir eso, tus hombres pensarán que estás asustado y ellos también se asustarán.

Pausanias se volvió hacia su amigo y le preguntó:

—¿Cómo demonios han averiguado que los atenienses estaban emboscados allí? ¡No podían verlos, estoy seguro!

—El plan que un hombre inteligente puede diseñar, otro hombre inteligente lo puede sospechar. Y Mardonio no es Jerjes.

—¿Qué hacemos ahora?

Para su sorpresa, por primera vez desde que lo conocía, Temístocles respondió:

—No lo sé.

 

 

 

En pocos minutos, la situación empezó a volverse insostenible. La caballería enemiga no sólo se dedicaba a hostigar el flanco de los de Tegea con una presión cada vez más intensa, sino que también estaba aprovechando los pasillos que le ofrecía el terreno para colarse por detrás de sus filas y atacar la propia retaguardia espartana.

Los hoplitas de las últimas filas, que solían vivir las batallas con más tranquilidad, tuvieron que girar sobre sus talones para cubrirse con los escudos y protegerse de las flechas que les disparaban los jinetes persas.

La retaguardia había dejado de ser un lugar seguro. Los asistentes que normalmente aguardaban allí para reponer lanzas rotas, retirar heridos o llevar cantimploras si la batalla se alargaba, no tuvieron más remedio que retirarse hacia la ladera, porque desprovistos de escudos o armaduras, estaban empezando a caer como moscas. De ese modo, la falange espartana había quedado aislada, una larga línea con ocho filas de profundidad.

De momento, los ataques por la retaguardia se extendían sólo a las líneas de Tegea y al batallón de Pitana. Amonfareto no tardó en aparecer, con el rostro desencajado.

—¡Nos están acribillando, Pausanias! ¿Era éste tu magnífico plan? ¡Si nos rodean, no va a quedar un solo espartano vivo! ¡Da la orden de cargar!

Pausanias estaba bloqueado, sin saber qué decir. Tuvo que ser Escaleno quien acudiera en su ayuda.

—Vuelve a tu puesto, comandante, o haré que se te juzgue por alta traición cuando volvamos a Esparta —advirtió, con el tono más duro que Pausanias le había escuchado utilizar jamás.

—¡A vosotros será a quienes se juzgue! —los amenazó Amonfareto, pero al menos regresó con su batallón.

—Él tiene razón —dijo Pausanias con voz débil—. Tengo que dar la orden de cargar ya.

—No puedes hacerlo ahora —replicó Temístocles—. No con la caballería detrás de nosotros. Si lo haces, partirás las filas de la falange en dos y estará todo perdido.

Desesperado, Pausanias volvió a acercarse al adivino, que acababa de rajarle el cuello a otro cabrito.

—¿Qué dicen los dioses?

—Lo mismo que antes —respondió el adivino, mojando un dedo en el charco de sangre y llevándoselo a la boca—. Mantente a la defensiva hasta que llegue la señal.

—¿Qué señal? —preguntó Pausanias—. Por los perros de Hécate, ¿qué maldita señal?

Un caballo relinchó a su espalda. Pausanias se dio la vuelta sobresaltado. Era un explorador, cubierto de polvo y sangre.

—¡General! ¡Allí arriba! ¡Mira!

Pausanias siguió la dirección que le marcaba el dedo del emisario. Por ahí se alzaba la cresta del Asopo, donde hasta unas horas antes habían estado acampados.

—Por todos los dioses, no —murmuró Pausanias.

En lo alto de la cresta había aparecido una nueva tropa de caballería.

—Por si teníamos pocos enemigos encima, ahora esto —dijo Escaleno a su lado.

—¡Pero general, no es lo que parece! —aseguró el explorador—. ¡Los he podido ver más de cerca y deben de ser de los nuestros!

—Eso es imposible —replicó Pausanias—. Nosotros no tenemos caballería.

—Pero, general, llevan gallardetes con la lambda de Esparta y también tienen nuestro estandarte. ¡El estandarte de Cástor, general, el que perdimos en las Termópilas!

—Pero es… es… es imposible —tartamudeó Pausanias, con la vista fija en la cresta. Allí seguían congregándose jinetes; decenas, cientos de ellos.

Una mano apretó su hombro a través de la coraza de lino. Era Temístocles.

—Me parece, Pausanias, que los dioses acaban de enviarnos la señal que esperaba Tisámeno.