13

Debía de ser una de las pocas ocasiones en su vida, si no la única, en que Artemisia había acudido a una cena con la intención decidida de seducir a un hombre.

Sabía que su cuerpo, más atlético que voluptuoso, no podía compararse con los de otras esposas, concubinas y cortesanas que habían acudido esa noche y que se sentaban con los varones en los mullidos cojines de plumas o se reclinaban en los divanes al estilo griego. Entre todas ellas destacaba una espectacular joven de cabellos rubios, efecto que subrayaba esparciéndose sobre ellos polvo de oro. Hija de un noble de la isla de Cos y pariente del médico Heráclides, se llamaba Neera. La habían capturado primero como rehén de guerra, pero merced a su belleza se había convertido en concubina de Farándates, el oficial jefe del campamento persa, un hombre ya entrado en años y tan feo como hermosa era ella. Neera vestía una túnica azafrán en varias capas que, al resbalar unas sobre otras, ofrecían sutiles juegos de transparencias. Casi todos los varones babeaban al contemplarla y, cuando Farándates no los observaba, intercambiaban miradas apreciativas entre ellos.

La noche era calurosa, sin duda; tanto que, en lugar de cenar dentro de la tienda roja de Jerjes que ahora ocupaba Mardonio, los sirvientes habían tendido un gran toldo al aire libre y colocado bajo él las alfombras, los divanes, los cojines y las mesas. La temperatura ofrecía una buena excusa para que Artemisia, en lugar de embutirse en la armadura como en otras ocasiones, hubiera acudido al banquete ataviada con una sencilla túnica verde que, sin ser diáfana como la de Neera, se ceñía a su cuerpo y parecía aumentar las curvas de sus caderas. Sabedora de que sus pechos no eran opulentos, pero de que a cambio poseía un cuello largo y esbelto que más de un amante había alabado, se había puesto una gargantilla de oro con una gruesa amatista violeta que colgaba justo en la escotadura de su esternón, allí donde se juntaban ambas clavículas. Llevaba también un fino chal de hilos de color cobre, que dejaba resbalar como al desgaire para descubrir los hombros y resaltar así la longitud y la forma elegante de su cuello.

Artemisia observaba con satisfacción que muchas miradas y atenciones se dirigían a ella, pese a que superaba en años a la mayoría de las mujeres presentes. Probablemente la razón era que todas ellas desempeñaban un papel decorativo, mientras que Artemisia era bandaka, miembro del reducido núcleo formado por los amigos del Gran Rey. Acostumbrada a gobernar desde hacía años, emanaba poder. Eso hacía que los hombres, en general, la miraran con una mezcla de admiración y resentimiento. Ella sabía de sobra que muchos de los comensales que ahora cruzaban sonrisas con ella estaban deseando, en el fondo de sus corazones, someterla o incluso violarla para demostrar que se hallaban por encima de ella.

Y seguramente el más peligroso de todos ellos era el hombre al que había venido a seducir.

Masistio, hijo de Hidarnes, era el guerrero de aspecto más impresionante del ejército persa. Pasaba de largo los dos metros, pero no era un gigante desgarbado y enfermo de acromegalia, sino que poseía un cuerpo proporcionado que movía con coordinación e incluso con cierta agilidad. Lo menos armónico en él resultaba su cabeza, demasiado pequeña, que hacía parecer sus hombros ridículamente anchos.

Masistio era tan conocido por su estatura como por su temperamento agresivo, sus arrebatos de ira y su propensión a la crueldad. Las unidades de la caballería irania se hallaban repartidas entre él y Bagabigna, y quienes estaban bajo el mando de este último se consideraban afortunados. El Asesino Blanco, por lo que había averiguado Artemisia, era un comandante disciplinado, severo y distante casi siempre, pero previsible: mientras sus hombres cumplieran con su deber y mostraran valor en la batalla, no tenían por qué temer nada de él.

En cambio, las opiniones sobre Masistio eran muy diferentes, y ninguna buena. Un día podía mostrarse como amigo cordial de sus hombres, emborracharse y jugar a los dados con ellos, repartir abrazos que les hacían crujir las costillas y también concederles dádivas desproporcionadas sin motivo aparente. Pero apenas unos minutos después, como el vino le sentara mal —algo que ocurría con harta frecuencia—, insultaba a los mismos a los que antes había abrazado, hacía comentarios ofensivos sobre sus esposas, sus madres o sus hijas, o montaba en cólera y ordenaba castigos durísimos y arbitrarios. En ocasiones incluso se había dejado llevar por la ira y, en un arrebato, había matado a golpes a alguno de sus hombres. Por lo que había escuchado Artemisia, Masistio resultaba un compañero de juerga tan peligroso como Heracles.

Y, sin embargo, era ese hombre tan peligroso el que esta noche interesaba a Artemisia, que se dedicaba a lanzarle sonrisas y miradas de reojo, con pestañeos incluidos.

Ya empezada la cena, cuando Mardonio ocupó su asiento al lado del trono vacío —un pesado sillón de cedro con incrustaciones de lapislázuli y marfil que aludía a la presencia remota de Jerjes—, todos acudieron a saludarlo, bien prosternándose ante él, bien lanzándole un beso con una reverencia, bien besándolo en la boca como hacían los bandakas. Puesto que pertenecía a este último grupo y era su amiga personal, Artemisia rozó fugazmente los labios del general, lo que hizo que se raspara la cara con los pelos de su barba, tiesos como cerdas. Una vez que se separó del general, Masistio, que acababa de rendir su propio homenaje a Mardonio, le dijo:

—Noble Artemisia, ¿acaso no merezco yo el honor de tu saludo?

Ella asintió. Pero cuando el gigante se inclinó, como el padre que se agacha para besar a su hija pequeña, Artemisia se limitó a acercar los labios a su rostro, que olía a vino, y, antes de que hubiera contacto, se apartó de él con una sonrisa traviesa.

Mientras Artemisia volvía a su puesto junto al exrey Damarato, Bagabigna se aproximó a ella y la agarró suavemente del codo.

—Mi señora Artemisia, disculpa mi osadía —susurró en griego, acercándose tanto que ella pudo captar su perfume—. Si me permites una sugerencia, creo que no estás eligiendo del todo bien.

—¿Quién te ha dicho que esté eligiendo algo, noble Bagabigna?

Mirando con descaro a Masistio, Bagabigna dijo:

—El tamaño, cuando va unido a la fuerza bruta, puede suponer más un defecto que una virtud.

Ella soltó una carcajada. Unos versos que solía escuchar en los simposios sugerían que un varón debía hacer ejercicio en el gimnasio para tener «el pecho fuerte, la piel lustrosa, los hombros anchos, los glúteos respingones y el pene pequeño». Como mujer, a Artemisia le parecía bien aquel ideal de belleza…, salvo la última parte. Sin desear monstruosidades como la de Príapo, tampoco le atraían los ridículos miembros que solían rematar las entrepiernas de las estatuas de héroes y dioses.

—Siempre tengo en cuenta tus opiniones, noble Bagabigna —respondió.

Al observar que el Asesino Blanco regresaba a su asiento con una mirada más contrariada que irónica, se preguntó si estaba celoso. Si se hubiera tratado de elegir un amante, ella habría preferido cien veces a Bagabigna, por peligroso que le pareciera. De hecho, cuando se acercaba a él —o él a ella, como acababa de suceder—, le ocurría lo mismo que cuando era niña y se asomaba a los acantilados de Halicarnaso. Viendo cómo las olas rompían en los escollos muchos metros más abajo, pensaba: «Si ahora salto, ¿volaré como Ícaro?». Su propio pensamiento la llenaba de pánico, intuyendo que algún día tal vez no sería capaz de controlar el impulso y se despeñaría, por lo que siempre acababa corriendo para alejarse del abismo. Bagabigna la atraía y repelía al mismo tiempo de un modo similar al de aquel acantilado.

¿Cuántas veces en su vida se había asomado al abismo? Desde hacía tiempo, había adquirido la peligrosa costumbre de seguir impulsos que la llevaban a meterse en apuros. Hasta ahora había salido con bien de ellos, como cuando participó en la conspiración de Patikara-Jerjes en Maratón, o al menos no había perdido, como cuando embistió a un trirreme de su propio bando en Salamina.

Pero lo que planeaba ahora era muy distinto. De ser descubierta, le esperaba una muerte probablemente horrible. Y si no lo era, tenía bien poco que ganar.

Artemisia volvió al diván que ocupaba junto a Damarato, un lecho que, para su agrado, era tan ancho que no tenían que tocarse. Al reclinarse, con movimientos calculados para que no se le arrugara la túnica, miró otra vez de reojo a Masistio.

Como había supuesto, el gigante también la estaba observando a ella con todo descaro.

El plan marchaba bien.

—Me ha dicho mi hijo Nabis que ayer visitaste a Perseo.

Artemisia se giró un poco hacia su compañero de diván. El comentario de Damarato sonaba desaprobador, al igual que todo lo que brotaba de su boca; era como si siempre quisiera demostrar que sus interlocutores tenían la culpa de algo, lo que fuese.

—Así es, Damarato. Visité a tu hijo.

Ella lo trataba en pie de igualdad, una igualdad que a decir verdad no existía. Damarato se decía rey de Esparta en el exilio, mientras que ella era reina efectiva de una ciudad tan importante y próspera como Halicarnaso, amén de varias islas. Según el protocolo, ambos ocupaban un puesto similar, pero Artemisia gozaba de la confianza de Mardonio, que consultaba con ella a menudo, mientras que Damarato siempre permanecía apartado del núcleo donde se tomaban las decisiones.

En realidad, pensó Artemisia al observar a Nabis, que estaba sentado en un cojín unos metros más allá, era el hijo de Damarato quien gozaba de más influencia en la corte real, aunque fuese en la sombra. Ahora, después de leer lo que había escrito Perseo, comprendía el motivo.

—¿Qué de interesante puede tener la compañía de Perseo? —preguntó Damarato.

—Tu hijo me parece un personaje interesante en sí —respondió ella.

«Y no sabes cuánto», añadió para sus adentros.

Recordaba con mucha dulzura la noche de amor con Perseo. Una noche que a estas alturas ya ni existía para el pobre desdichado. Pensando en él, Artemisia se mordió sin querer el labio inferior. Perseo era incluso más alto y musculoso que Jerjes, el amante más poderoso y escultural del que había gozado hasta entonces.

Recordando el comentario anterior de Bagabigna sobre la importancia de ciertos tamaños, se dijo, disimulando una sonrisa, que Perseo era más poderoso que Jerjes en muchos sentidos. Sin embargo, también era un amante atento, dulce, incluso tierno de una forma ingenua. Tenía las manos muy grandes y fuertes, más incluso de lo que correspondían a su estatura, pero sabía usarlas para acariciar con una delicadeza inusitada.

¿Era así el Perseo original? ¿Así de sencillo, un hombre que había nacido para ser rey? ¿Así de noble? ¿O se debía a que su mente se había vaciado y ahora era como un niño perpetuo?

«Mi hijo Pisindalis es un niño y nunca ha sido ni tan sencillo ni tan noble», se respondió ella misma.

—¿Interesante? —repitió Damarato.

—Nunca había visto un caso como el suyo —se explicó Artemisia, obviando los motivos de su interés por Perseo que no pensaba explicar al exrey—. Y te puedo asegurar que he visto muchas lesiones de guerra y todo tipo de males que aquejan a los heridos.

—Ya antes del accidente nunca había destacado por sus entendederas. Pero ahora incluso un niño de seis años tendría una conversación más inteligente que él. —Haciendo un gesto de barrer el aire con la mano, Damarato sentenció—: Es un caso perdido.

—Al menos, noble Damarato, tienes otro hijo cuya inteligencia permanece incólume.

El exrey miró de reojo a Nabis, que en lugar de reclinarse a la griega estaba sentado en un cojín, charlando con unos oficiales de caballería persa.

—Es más inteligente que su hermano —reconoció Damarato—. Pero está olvidando de dónde procede. Cualquier día dejará de hablar griego y de adorar a los dioses que habitan el Olimpo y se pondrá pantalones y se dedicará a devorar fuego.

Por más que padre e hijo se parecieran, resultaba evidente que Damarato tampoco sentía un gran aprecio por Nabis. No por primera vez, Artemisia pensó que, si un cirujano abriera el pecho de Damarato para buscarle el corazón, únicamente encontraría un trozo de cecina seca donde los demás humanos tenían una víscera roja y palpitante.

Por otra parte, si bien era cierto que a Nabis sólo le faltaba ponerse pantalones para parecer un noble persa, el mismo Damarato se había acostumbrado a vestir con más opulencia de lo que haría un espartano en circunstancias normales. Así lo demostraban las gruesas franjas de púrpura de Tiro de su túnica, los anillos de sus dedos o la gruesa torques de oro que llevaba al cuello y que seguramente no le ayudaba a enderezar una espalda ya de por sí vencida hacia el suelo.

Un sirviente pasó con una bandeja de electro labrada que contenía pinchos de carne de pato especiada. Era un plato ligero y fácil de coger con las manos, por lo que Artemisia aceptó, y después llevó los labios a la copa y se los mojó con vino. Al principio de la cena había enviado a uno de sus sirvientes a hablar con el joven copero que servía vino en su zona del banquete: a cambio de un par de dracmas, el muchacho se acercaba con frecuencia y, ocultando con destreza el pico de la jarra, fingía rellenarle la copa. La idea de Artemisia era simular que se estaba achispando, pero mantener la cabeza serena.

A su alrededor, las conversaciones saltaban de un tema a otro, fluctuaban, se dividían y se volvían a fundir, tanto en persa como en griego, pero también en medo, en indio, en arameo y en algún otro idioma que Artemisia ni siquiera reconocía. Su oído, que seguía siendo muy fino, captó la que estaban manteniendo a su derecha, a apenas unos pasos, Mardonio y el rey Alejandro de Macedonia. Mientras hacía como que seguía escuchando a Damarato, que se había extendido en una perorata sobre las antiguas virtudes de Grecia y Esparta, Artemisia concentró su atención en lo que hablaban aquellos dos personajes.

Los macedonios, parientes lejanos de los griegos, tenían fama entre éstos de montañeses toscos y borrachos que fornicaban con sus cabras, tanto antes como después de matarlas, y se cubrían con sus pieles malolientes. Un tópico exagerado que tal vez retratara a muchos de los macedonios, pero no a su monarca. Alejandro, refinado amante de la cultura helénica, hablaba el griego con un acento exquisito, de suerte que era capaz de charlar con Artemisia en dorio o con los jonios o los eolios del ejército en sus propios dialectos. Era un hombre menudo, pero tan bien proporcionado que uno no se daba cuenta de lo bajo que era hasta ponerse a su lado. Las manos, la cabeza, los pies: todo en él parecía diseñado a escala reducida, como si al moldearlo en el torno el alfarero hubiera descubierto que andaba corto de arcilla. A cambio, poseía una voz muy diáfana y un tanto aguda, lo que permitía a Artemisia captar casi todo lo que decía pese a las demás conversaciones y al aburrido runrún de la voz de Damarato.

Al parecer, Alejandro había ido a Salamina como embajador para ofrecer a los atenienses por tercera vez el acuerdo que les proponía Mardonio.

—Pero se empeñan en negarse —explicaba el rey—. Tienen tal empeño en repetir la palabra «libertad» que llega a resultar lastimoso.

Por lo que pudo entender Artemisia, el acuerdo implicaba devolver a los atenienses el Ática, que ahora se hallaba en poder de los persas. Incluso se les ofrecía aumentar su territorio anexionándose el de sus vecinos los megarenses, con quienes sostenían conflictos la mayor parte del tiempo. Ni siquiera se verían obligados a derrocar su gobierno actual para admitir tiranías ni oligarquías, como habían tenido que hacer otras ciudades sometidas a los persas: el Gran Rey, en su generosidad, estaba dispuesto a permitir que mantuvieran sus instituciones, e incluso a restaurar de su propio bolsillo los templos y santuarios que había destruido. (En justa venganza por el incendio de Sardes, añadía).

Menos mal, pensó Artemisia, que Damarato no gozaba de un oído tan fino como ella, porque a él, como rey legítimo de Esparta, se le había prometido lo mismo que Alejandro ofrecía a los atenienses. Y al hombre que le había usurpado el trono y reinaba en su lugar, Leotíquidas o Laotíquidas o como se llamara, también le habían vendido la misma mercancía, cuando era obvio que ambos no podían gobernar a la vez.

De modo que el Gran Rey estaba urdiendo planes dentro de planes y trampas dentro de trampas, con intrigas que implicaban engañar a su propio amigo y general Mardonio.

¡Qué cinismo el de Jerjes! Artemisia podía entender que estuviera manteniendo a cabo un doble juego con atenienses y espartanos para luego someterlos y convertirlos en vasallos como a todas las demás naciones del imperio. Porque hermosas palabras había para todos los súbditos de Jerjes, no sólo para Atenas y Esparta. Si Artemisia hiciera caso de los discursos de los gobernantes persas, habría creído en verdad que no existía en toda la vasta extensión del imperio un aliado más valioso que la ciudad de Halicarnaso, que prácticamente era la joya de la corona persa.

Pero lo que Jerjes pretendía iba mucho más allá de la adulación o el engaño. Lo que estaba haciendo era ofrecer promesas a ambas ciudades por separado no para someterlas, sino para llevarlas como vacas al matadero.

«¿Qué se me ha perdido a mí en todo esto?», se preguntó Artemisia por enésima vez. ¿De dónde brotaban esos impulsos que la acometían de cuando en cuando?

Suspiró para sí. Del mismo modo que la ambición y el ansia de emociones fuertes la habían llevado a conspirar con Patikara en Maratón, ahora no podía evitar llevar a cabo su propio doble juego. ¿Era porque la nobleza, o tal vez el cuerpo de Perseo, la habían conmovido? ¿Era porque recordaba el sacrificio de los espartanos y de Leónidas, y su valor?

Acaso la verdadera razón era que estaba harta de ser una pieza manipulable en los juegos del todopoderoso Jerjes. Éste jugaba con los humanos, incluso con reyes como ella o Damarato, del mismo modo que Zeus lo hacía con los guerreros humanos en la guerra de Troya. Pesando el destino de unos y otros, como el día en que Aquiles se enfrentó contra Héctor, y el dios del rayo tomó la balanza de oro y puso en un plato el destino mortal de ambos, y el de Héctor pesó más y por tanto bajó al Hades.

Si estaba en su mano, ni atenienses ni espartanos, ni Temístocles ni Perseo sufrirían el destino funesto de Héctor.

 

 

 

La cena se prolongó más de lo habitual, pues en esta ocasión Mardonio había invitado a un número mayor de comensales y había hecho traer viandas extra, como las afamadas anguilas del lago Copais aportadas por sus aliados tebanos. Aun así, la disciplina era más estricta que en la campaña del año anterior, cuando a veces los banquetes proseguían después de que Jerjes los abandonara, y algunos degeneraban en orgías que no tenían nada que envidiar a los más desenfrenados simposios griegos.

En la campaña actual, mucho más disciplinada, cuando Mardonio se levantaba y daba un par de palmadas, significaba algo así como si un padre de modales apacibles pero moral rigurosa exclamara: «¡Niños! Ha llegado la hora de acostarse, que mañana hay que ir a cavar las viñas».

Llegado ese momento, mientras el general se despedía por orden jerárquico de sus hombres, los sirvientes empezaron a recoger las mesas a toda velocidad y ya no se sirvió más vino. El único que consiguió apoderarse de una jarra de casi un litro fue Masistio: ni el copero al que se la arrebató ni nadie más se hubieran atrevido a oponerse a aquel gigante que incluso a los banquetes asistía con su pesada armadura de lamas de bronce y oro.

Una vez que Artemisia se hubo despedido de Mardonio, Bagabigna se acercó a ella de nuevo. Dirigiendo una mirada a Masistio, que seguía empinando el codo al tiempo que protestaba por lo pronto que había terminado la cena, el Asesino Blanco dijo:

—Ten cuidado, mi bella señora. Las polillas que se acercan a la llama se acaban abrasando.

Artemisia buscó una réplica ingeniosa. Al no hallarla, se limitó a rozar el brazo de Bagabigna y sonreírle. Él podría haber sido el objetivo de la maniobra que tenía pensada para esa noche, igual que podrían haberlo sido algunos otros de los más altos oficiales del ejército. Pero Masistio gozaba de una ventaja sobre los demás que lo hacía preferible: era el que más borracho estaba con mucha diferencia.

A cambio, tenía un inconveniente: era tan grande y fuerte como un toro semental, lo que significaba que todo podía acabar en desastre.

Mientras se alejaba del toldo para dirigirse a su sector del campamento, Artemisia ordenó a su primo Palamedes y a los otros dos soldados que habían asistido al banquete que se adelantaran hasta perderse de vista, y ella empezó a rezagarse a propósito.

Tal como se esperaba, no tardó en escuchar unos pasos pesados que hacían crujir la tierra y un tintineo de escamas de metal. Una voz grave y pastosa por el vino exclamó:

—¡Espera, Artemisia!

Ella se detuvo y respiró hondo.

¿Y si las cosas no salían bien y él trataba de violarla, como haría a buen seguro en cuanto Artemisia no le siguiera el juego?

Nerviosa, se tocó el moño. Lo llevaba recogido con un aguzado pasador de bronce. Era el mismo que había usado en Maratón para matar a su primer hombre —luego habían caído más, aunque a lanza y espada— y eliminarlo como testigo de la conspiración de Patikara-Jerjes. Todavía recordaba el crujido de la punta al penetrar en el cráneo a través del oído.

Cuando Masistio llegó a su altura, preguntó:

—¿Adónde vas, bella Artemisia?

—A retirarme como todo el mundo, noble Masistio. Mañana será un nuevo y largo día de guerra.

—¿Y por qué marchas tan sola?

Artemisia reemprendió el camino sin apresurar demasiado el paso. El gigante la siguió. Se tambaleaba un poco al andar, lo que hizo temer a Artemisia que se le derrumbara encima como un muro ciclópeo.

—Mis hombres van por delante. A veces me gusta caminar sin escolta y contemplar las estrellas a solas —respondió, levantando la mirada al cielo.

—Te acompaño, si no te molesta. También me gusta ver las estrellas.

—¿A qué mujer podría molestarle la compañía del caballero más apuesto de toda la Spada?

Nerviosa, Artemisia aceleró el paso casi sin darse cuenta, caminando entre las tiendas mientras procuraba esquivar los vientos clavados al suelo, que se distinguían en la oscuridad gracias a largas tiras de tela blanca. Masistio no anduvo tan listo y dio un traspié con una cuerda. Entre maldiciones, dio tres o cuatro trompicones amenazando con caer de bruces, pero de forma milagrosa acabó recuperando el equilibrio.

—Ven por aquí, noble Masistio. Si me quieres acompañar, yo te guiaré por un camino más seguro —comentó Artemisia, agarrándolo del codo. Para hacerlo, tuvo que levantar su propia mano casi a la altura de su cabeza. Aquel tipo era una auténtica montaña de músculos y metal.

Tratar de compensar los tambaleos de Masistio era como controlar a cuatro garañones en una cuadriga, pero Artemisia se las arregló para guiarlo hacia el lugar que buscaba, un pequeño solar oscuro delimitado por las traseras de varias tiendas de campaña. Cuando llegaron allí, Artemisia se detuvo y dijo:

—Descansa si no te encuentras bien, Masistio.

—Es verdad, no me encuentro bien.

La sonrisa lasciva del gigante hizo pensar a Artemisia que tal vez no estaba tan ebrio como ella había pensado. Eso podía volverlo mucho más peligroso.

—¿Y sabes por qué no me encuentro bien?

«Porque bebes como diez escitas juntos en un funeral», estuvo a punto de contestar ella.

—Cuando me miras —se respondió a sí mismo Masistio—, haces que mi corazón se desmaye dentro de mi pecho. Si te miro yo, mi voz no me obedece.

—Qué halagador —respondió Artemisia, comprendiendo que el gigante trataba de seducirla recurriendo a los versos de un poema.

—Tengo la lengua rota y me zumban los oídos. —«Ese zumbido es por el vino», pensó Artemisia, cada vez más mordaz—. Y brota de mí el sudor.

Era evidente que brotaba, se dijo Artemisia, a juzgar por el olor que salía de debajo de aquella armadura dorada. No le vendría mal quitársela más a menudo y bañarse, pensó.

O bien el poema había terminado, o bien Masistio no conocía más versos. Pasando de la literatura a la acción, agarró a Artemisia por encima de los codos y la levantó en vilo, apretando los dedos con tanta fuerza que ella tuvo que contener un gruñido de dolor. Haciéndola chocar contra las placas de su armadura, el gigante trató de besarla. En la oscuridad y borracho, no acertó a hacerlo en la boca y le plantó los labios barbudos en la nariz. Su aliento apestaba a vino a medio digerir y a especias.

Artemisia se preguntó si al final tendría que recurrir al pasador. Si mataba a Masistio, comandante de cinco mil jinetes, ¿cómo lo justificaría, por muy bandaka que fuese?

Masistio la bajó al suelo de nuevo y, soltándole un brazo, le palpó los senos. Tanta delicadeza como habían mostrado los dedos de Perseo se convirtió en brutalidad en los de Masistio, que le apretaron los pechos como si quisieran llegar hasta las costillas. Artemisia agarró la muñeca de Masistio con ambas manos para apartarlo de ella, pues le estaba haciendo mucho daño, pero fue como tratar de mover un árbol.

—¡Mucho mejor así que cuando vienes con coraza! —exclamó el gigante con voz ronca—. No es natural que una mujer se cubra las tetas con bronce. Si Ahuramazda hubiera querido que…

En ese momento, una sombra apareció por detrás del gigante persa, saltó encima de él y se colgó de su cuello.

Sorprendido, Masistio soltó a Artemisia para enfrentarse a aquel atacante. Ella se apresuró a apartarse para ver mejor lo que ocurría. Ahora que ya no tenía que controlar al gigante pudo mirar a los lados. Respiró aliviada al comprobar que, aparte del misterioso asaltante, también su primo Palamedes y los otros dos soldados de su escolta habían entrado en aquella pequeña plaza rectangular.

Quien se había colgado del cuello de Masistio no era otro que Perseo. Rodeando la garganta del gigante, le estaba apretando la nuez entre la intersección de su brazo y su antebrazo izquierdo, mientras la mano izquierda agarraba su bíceps derecho y la mano derecha oprimía la nuca de Masistio.

El gigante intentaba resistirse y levantaba los brazos para agarrar a Perseo, pero la pesada armadura entorpecía y limitaba sus movimientos sin llegar a protegerle el cuello. Por otra parte, Artemisia había comprobado que la fuerza de las manos de Perseo era incluso mayor que la del resto de su cuerpo, de por sí más que considerable, por lo que librarse de su presa resultaba muy difícil.

Poco a poco, el espartano, que era un palmo más bajo que su rival, logró doblarle la espalda hasta que en lugar de colgar de él pudo posar los pies en el suelo. Una vez apoyado, la fuerza de su presa se multiplicó.

El gigante persa gruñía con quejidos guturales cada vez más ahogados. Antes de lo que esperaba Artemisia, las piernas se le doblaron y sus brazos cayeron inertes al costado. De haber tenido a su espalda a otro oponente menos fuerte, habría caído sobre él aplastándolo contra el suelo; pero Perseo logró controlar su peso y lo hizo bajar hasta depositarlo en tierra como un enorme fardo.

Artemisia se acercó a Masistio y se inclinó sobre él. Había perdido el conocimiento, aunque seguía respirando débilmente.

—Veo que hay cosas que no has olvidado, Perseo —dijo Artemisia—. Cómo luchar, por ejemplo.

Perseo movió apenas una clavícula, el amago de gesto que en un espartano equivalía a encogerse de hombros. Otro atavismo que conservaba de su pasado olvidado.

—Era la forma más natural de hacerlo —respondió, como si haber dejado fuera de combate al hombre más alto y fuerte de todo el ejército persa fuese un logro sin importancia.

Artemisia buscó bajo la gruesa faja amarilla que rodeaba la armadura de Masistio y se apresuró a tomar el botín que había buscado desde el principio: el cilindro negro de cuero con el sello real.

—¿Recuerdas lo que te dije, Perseo? —preguntó, incorporándose con una sonrisa de triunfo—. El plan podía salir bien.

—No, no lo recuerdo —respondió Perseo—. Pero tenía una carta que, al parecer, escribí yo mismo para recordármelo.

Artemisia se acercó a Perseo, se puso de puntillas y le dio un beso, usando la lengua para separarle un poco los labios. No fue tanto una invasión como una forma de quitarse el mal sabor de boca por el intento de beso de Masistio.

Después se apartó un poco y se volvió hacia su primo. Palamedes era un joven alto y esbelto, de espesos rizos negros y nariz aguileña. A su manera, se parecía a Temístocles, con quien le unía un parentesco lejano.

—Toma esto. Asegúrate de que llega a las manos adecuadas. No a las del rey que reemplazó a Damarato, sino a las del que sucedió a Leónidas. Al Agíada.

Palamedes asintió, tomó el cilindro y se lo guardó bajo su propio ceñidor.

—Sobre todo —continuó Artemisia—, haz lo posible por que se entere Temístocles. Si consigues verlo, entrégale esto para convencerlo de que soy yo quien le envía el mensaje.

Artemisia le entregó un pequeño frasco de alabastro que contenía perfume de violetas. Conociendo al ateniense, confiaba en que su recuerdo fuese lo bastante sutil para comprender el mensaje.

—¿Qué pasará contigo, mi señora? —preguntó Palamedes.

—No te preocupes. Masistio se despertará mañana aquí mismo, con resaca y sin saber lo que ha pasado. Ni siquiera ha visto a su agresor.

—¿Y cuando descubra que no tiene esto? —preguntó Palamedes, tocando con los dedos el tubo de cuero.

—Te repito que no debes preocuparte. Ahora, tú y Perseo debéis cumplir tu misión.

Artemisia giró de nuevo sobre sus talones para mirar a Perseo.

—Seguramente será la última vez que nos veamos —le dijo—. Aunque tú ni siquiera la recordarás. Me olvidarás, como si jamás hubiera existido.

Artemisia volvió a ponerse de puntillas para besarlo. Esta vez fue un beso largo y profundo. Perseo se dejó hacer, mirándola fijamente y sin decir nada. Por alguna razón, incluso en la oscuridad de la noche, Artemisia se sintió más iluminada bajo la mirada de aquel único ojo de lo que se había sentido nunca al ser observada por otras personas.

Por fin, la reina caria se apartó de él.

—Es hora de que vuelvas a tu patria, Perseo. Si todo va bien, gracias al mensaje que Palamedes y tú lleváis se va a desencadenar la madre de todas las batallas. Y en ese momento Esparta te necesitará. Los tuyos te necesitarán.

«Los míos», pensó Perseo. En su presente continuo, no sabía quiénes eran los suyos. Artemisia o el propio Palamedes, a los que sólo conocía de unas horas antes, eran más suyos que aquéllos de los que lo ignoraba todo en una ciudad que había olvidado.

Pero había algo relacionado con el nombre de Esparta. Tenía que ver con unos ojos tristes, con un perfume de mujer. Con una sensación húmeda, acuática. Era algo elusivo, como una imagen burlona siempre en el rabillo del ojo, pero que se aferraba a sus entrañas.

Sí, comprendió. Era bueno que regresara a aquel lugar llamado Esparta en el que no recordaba haber estado jamás.