EPÍLOGO
Incluso antes de que las trompetas transmitieran la orden de Alejandro, los soldados griegos y macedonios apartaron las lanzas y las espadas, convencidos de que el bólido era una señal: los dioses les mostraban que aquella matanza de escala inhumana no les era grata y que no aceptarían más sacrificios humanos por aquel día. Un rato después, la tierra tembló. Algunos miraron con temor a la montaña de fuego, pero el Vesubio se quedó callado, y Alejandro hizo correr rápidamente la voz de que el breve seísmo era una señal de que Gea estaba ahíta de sangre y aprobaba su decisión de parar la masacre.
Aún así, fue una carnicería. En los días posteriores, cuando los vencedores hicieron el recuento de cadáveres, se descubrió que entre romanos y aliados habían muerto treinta y ocho mil hombres, más de la mitad del ejército. La matanza se había cebado especialmente en los soldados de infantería pesada, la espina dorsal del ejército. A duras penas se habría podido reunir una legión y media con los supervivientes.
Si la mortandad había sido terrible entre los legionarios, para los mandos había sido aún peor. El dictador, su magister equitum, los dos cónsules, el pretor, los consulares que mandaban las demás legiones: todos habían perecido. La muerte más heroica había sido la de Torcuato Imperioso, que a sus ochenta años había conseguido quebrar con sus manos la sarisa que lo había atravesado y había matado a su propio asesino de una estocada.
También habían caído casi todos los tribunos y centuriones, combatiendo en primera fila con sus hombres. Llegada la hora de negociar, lo más parecido a una autoridad que pudo encontrar Alejandro fue a Gayo Julio César. De los cinco tribunos que habían sobrevivido, era el que más ascendiente tenía sobre los demás y el que mejor hablaba griego. Que siguiera con vida era un milagro, pues Mirmidón estaba a punto de degollarlo cuando apareció aquel portento en el cielo. Pero, al fin y al cabo, también era un milagro que se hubiesen salvado los diecisiete mil prisioneros que ahora, comprendía Alejandro, eran una buena moneda de cambio para negociar.
—¿Qué tal es Gayo Julio? —le preguntó el rey a Néstor.
—Ambicioso y orgulloso, pero inteligente.
—Eso último es importante. Me harán falta hombres inteligentes para entenderme con Roma. Por su parte, el ejército de Alejandro había perdido a casi tres mil hombres. Mil de aquellas bajas se habían producido entre los soldados que habían contenido el ataque romano en el centro de las líneas, lo que suponía la mitad de los hombres desplegados en esa zona. Los propios Agriopaides habían perdido a doscientos quince de sus quinientos hombres. A cambio, los batallones de sarisas habían quedado casi intactos, y dos de ellos no habían sufrido ninguna baja.
Al ver la caída del bólido, Néstor había pensado que se trataba del propio cometa, y que los dioses habían adelantado la destrucción de la humanidad. Pero cuando el único resultado apreciable fue aquel breve terremoto, pensó que la amenaza augurada por Aristóteles y Euctemón se había cumplido con muchos menos daños de los previstos. Mas para su desazón, cuando elevó la mirada hacia las alturas el cometa seguía en el cielo, indiferente a la batalla que se había librado a sus pies.
Sin embargo, aún presenciaron más prodigios. Cuando el sol se puso, se divisó un vivísimo resplandor carmesí hacia el noroeste, por donde había desaparecido el bólido, como si el cielo mismo se hubiera incendiado a su paso. Después, avanzada la noche, una luz se separó de Ícaro, y los corazones de todos se encogieron de terror pensando que una nueva bola de fuego caería sobre el suelo y que esta vez los podía alcanzar a ellos.
Aquel destello fugaz pareció perderse en el cielo y todo quedó en calma. Pero una hora después, otra gran luz brotó en el borde del disco lunar y creció durante un rato antes de extinguirse.
Los profetas, astrólogos y adivinos estuvieron debatiendo durante toda la noche el significado de aquellas señales. Pero Alejandro sólo quería escuchar a una persona. Cuando hicieron venir a Euctemón, el rey se enteró de que, en una suprema burla de los dioses, su hermano Demetrio había muerto un instante antes de que se detuviera la batalla. Alejandro le dio el pésame, pero Euctemón no le contestó. Gorgo, que venía con él, le dijo:
—Aún no ha pronunciado una sola palabra.
El rostro de Euctemón parecía una máscara de madera; pero, al contrario que las del teatro, no expresaba ninguna emoción. En vez de bailar como otras veces, sus pupilas estaban fijas en el suelo. Alejandro se acercó a él, le puso la mano en la barbilla y se la levantó para obligarle a que le mirara a los ojos. Algo debió ver en ellos que lo conmovió, tal vez el mismo brillo desvalido que había encontrado en los ojos de su sobrino Neo cuando murió Cleopatra, porque le abrazó con fuerza y le obligó a apoyar la cabeza sobre su hombro. El joven ateniense dejó caer los brazos junto a los costados, pero al cabo de un rato los levantó y apoyó las manos en los hombros del rey, y entonces todos los presentes contemplaron un espectáculo que les llenó de espanto y les partió el corazón a partes iguales. Euctemón abrió la boca, sus rasgos se deformaron en una horrible mueca de Gorgona y, por primera vez en su vida, lloró. Lo hizo casi sin lágrimas, con un gemido grave que salía de las profundidades de su pecho, a medias el aullido de un lobo en la noche y a medias el balido de un cordero extraviado.
Después de eso, el rey le pidió con mucha gentileza que volviera a observar el cometa y le informara de cualquier cambio. Euctemón no dijo nada más, pero salió de la tienda y se quedó el resto de la noche mirando al cielo.
Al amanecer le trajo una respuesta.
—El cometa Ícaro ya no tarda catorce días en completar la órbita alrededor de la Tierra.
—Eso no me importa demasiado, Euctemón. Lo que quiero saber es si caerá sobre nosotros o si se ha producido algún cambio.
—Parte de la naturaleza pesada de Ícaro que es de tierra y agua ha caído a la Tierra por lo que el cometa ha subido. Pero parte de la naturaleza ligera de Ícaro que es de éter y fuego ha ascendido hacia la Luna por lo que el cometa ha bajado.
—¿Y bien? —se impacientó Alejandro. Néstor, que nunca había tratado con el personaje, se llevó la mano a la boca para contener la risa.
—No se sabe exactamente cuándo puede estrellarse el cometa Ícaro contra la Tierra.
—¿Cómo que no se sabe? ¿Es que ni siquiera tú lo sabes? —preguntó Alejandro con gesto de incredulidad, como si Meleagro le hubiera dicho que se había vuelto abstemio.
—El cometa Ícaro puede estrellarse contra la Tierra en dieciséis meses más menos tres meses. Hay que hacer más observaciones para determinar con exactitud. Ahora que había obtenido una respuesta, Alejandro suspiró de alivio y despidió a Euctemón. Después pidió que trajeran a Gayo Julio a su presencia. Mientras el tribuno comparecía, el rey le dijo a Néstor:
—Tú has conseguido una prórroga para mi enfermedad. Ahora los dioses nos otorgan una prórroga a todos. No creo que sea una casualidad.
Néstor tampoco lo creía, pero no lo dijo en voz alta.
—Me hablaste de una opción para evitar lo inevitable. ¿Me la explicarás ahora? —preguntó.
Alejandro se volvió hacia Mirmidón, y ambos cruzaron una mirada indescifrable. Néstor se preguntó a qué pacto habían llegado y qué quería cada uno del otro, pero comprendió que no se lo dirían.
—Aún no ha llegado el momento. Sólo te diré que vamos a hacer un largo viaje.
—Y yo te acompañaré —dijo Néstor. No era una pregunta. Era la constatación de un hecho.
A Néstor, que recordaba a un Gayo Julio arrogante y rodeado por un aura de autoridad casi tan intensa como la de Alejandro, le sorprendió ver a un hombre derrotado y con la mirada perdida. No todos los días uno veía cómo se hundía en el barro el poderío de su ciudad.
—El Senado no negociará contigo para rescatar prisioneros. Roma no se rendirá —dijo el tribuno con voz átona, como si enunciara un hecho de la naturaleza—. Reclutarán a proletarios y a esclavos si hace falta, pero no te dejarán entrar en la ciudad. Recurrirán a sus aliados, les pedirán más legiones, reunirán un ejército y volverán a enfrentarse contra ti.
—Tal vez te lleves una sorpresa, Gayo Julio.
Alejandro no dio descanso a sus tropas. Tras dejar en Pompeya una guarnición de siete mil hombres para atender a los heridos y vigilar a los prisioneros, al día siguiente de la batalla tomó al resto del ejército y a los cautivos más influyentes y partió hacia Roma. Como la velocidad de la marcha no le satisfacía, escogió a cinco mil hombres de caballería y llegó a la ciudad cuatro días después, el 18 de hiperbereteo, adelantándose a los correos que llevaban la noticia de la gran derrota romana en el Vesubio. Así, Alejandro se convirtió en mensajero de su propia victoria.
El espectáculo que se encontraron al llegar ante la urbe sorprendió a los propios macedonios. Toda la ciudad estaba rodeada por una empalizada de más de ochenta estadios de perímetro, y desde ella grandes máquinas de guerra batían las murallas con piedras y enormes flechas. Nadie entre los que rodeaban a Alejandro, ni siquiera Peucestas, Lisanias o el propio Néstor, sabía que desde hacía más de un mes un ejército al mando del macedonio Ofelas se había estado preparando en Ortona para atravesar los Apeninos y asediar Roma. Los romanos habían cometido el error de acometer a Ofelas en campo abierto con la Octava Legión en lugar de usarla para guarnecer las murallas, y el macedonio, aunque sufrió graves pérdidas, logró derrotarlos gracias a que los superaba en una proporción casi de tres a uno. Ahora Roma no disponía de tropas, aunque todos los hombres que se mantenían en pie y muchas mujeres defendían las murallas.
De todos modos, Ofelas tenía instrucciones de mantenerse a la espera y hostigar a los romanos sin tratar de expugnar la ciudad, pues era un bocado demasiado grande para un ejército reducido como el suyo. Los defensores, que estaban resistiendo con la esperanza de que el grueso de su ejército no tardaría en regresar, se encontraron en cambio con la desagradable sorpresa de que Alejandro se presentaba en las puertas de su ciudad sólo trece días después de que partieran las orgullosas legiones.
Esa noche el cometa, que había refrenado algo su vuelo, fue visible durante unas horas, y poco antes del amanecer se ocultó bajo el horizonte. En Roma se consideró una señal, aunque ni los augures ni los arúspices, y ni siquiera los fulguratores, más duchos en tales materias, se ponían de acuerdo en el significado. Al día siguiente, una comisión del Senado, encabezada por los dos ediles curules que habían quedado en la ciudad como máximas autoridades, se presentó ante Alejandro.
—Ésta es mi oferta —dijo el rey—. Abrid las puertas de la ciudad o primero haré que ejecuten a los ocho mil ciudadanos romanos y a los siete mil aliados que tengo en mi poder. Después, derribaré las murallas, arrasaré vuestra ciudad y sembraré vuestros campos de sal.
Alejandro no tenía el menor deseo de enfrentarse con aquellas murallas de toba que absorbían los golpes con silenciosa tenacidad, pero dejó claro que estaba dispuesto a hacerlo si no había otro remedio. Por otra parte, se enteró de cuáles senadores eran los más venales y sobornó a algunos de ellos para que a su vez sobornaran a unos cuantos adivinos. Bastaron dos días para que corrieran por la ciudad rumores de que oponerse a Alejandro era oponerse a los dioses. Y lo cierto era que la gente lo creía, pues no podía ser un azar que, al mismo tiempo que ellos habían visto aquella luz cegadora surcar el cielo, su ejército fuera aniquilado bajo el Vesubio.
A pesar de las señales y prodigios, las negociaciones fueron largas. Alejandro, que nunca había tenido demasiada paciencia y tampoco la había adquirido con la edad, maldijo mil veces a los romanos. Hablando en privado con Néstor le confesó que estaba deseando arrasarla como había hecho con Tebas. Pero por fin, en las nonas de octubre, que para los macedonios eran el día 5 del mes dío, Alejandro entró en Roma.
No lo hizo como rey, algo que hubiera hecho tambalearse los cimientos sagrados del pomerio, sino como hijo de Júpiter. Todas las instituciones romanas seguirían existiendo y funcionando exactamente igual, con una salvedad. Como dios encarnado, Alejandro tendría derecho no a un gobernador militar, sino a un sacerdote que podría interponer veto a cualquier decisión de los magistrados y cuyos consejos poseerían tanto peso como los del propio Senado.
Entre la multitud que salió a las calles para contemplar la entrada del ejército macedonio hubo división de pareceres. Los patricios y las familias plebeyas más acomodadas observaron al dios invasor con ceñudo silencio, mientras que las clases populares, a las que Alejandro había repartido grano gratis y había prometido plata en abundancia, le aclamaron de buen grado perdonándole, al menos de momento, que hubiera aplastado a sus legiones.
Como había asegurado antes de la batalla, Alejandro entró en Roma al frente de los Agriopaides. Incluso el lisiado capitán Gorgo desfiló para la ocasión, encajado en unas jamugas de madera y a lomos de un soberbio corcel blanco cuyas riendas llevaba la jefa de pelotón Gorgo, ahora inseparable de Euctemón.
Néstor cabalgaba al lado del flamante hijo de Júpiter, pese a que le había insistido en que él no era soldado, sino médico, y aquel lugar no le correspondía. Pero Alejandro lo había dejado muy claro:
—Eres mi talismán, Néstor. Sé que mientras te tenga a mi lado no pasará nada. No concibo nada peor ahora que sufrir un ataque de ceguera o un desvanecimiento delante de todos esos romanos. Negociar con ellos ha sido peor que cuando de niño me tocaba terciar en las discusiones entre mi padre y mi madre —dijo con sinceridad.
De nuevo Néstor atravesó el Foro; aunque hacerlo a lomos de un caballo tan alto como Pegaso daba una perspectiva distinta. Pasaron junto al portal de Jano, que se cerró a su paso para simbolizar que Roma y Alejandro volvían a estar en paz, y después la comitiva se detuvo ante el templo de la Concordia y el de Saturno. Allí los jinetes desmontaron y emprendieron la ascensión de la cuesta del Capitolio. Una vez ante el altar del templo, el propio Alejandro sacrificó dos espléndidos bueyes blancos en honor de su padre, al que se dirigió como Júpiter-Zeus-Amón, y los arúspices que examinaron las vísceras aseguraron que todo estaba en orden.
Pero dos noches después Alejandro volvió al templo de Júpiter, por la noche, acompañado tan sólo por sus hombres de confianza. Mientras volvían a subir la cuesta, Alejandro agarró a Néstor del brazo y le dijo en voz baja:
—Antes de morir, Perdicas me contó algo.
Néstor sintió que el corazón se le detenía un instante. Conociendo los síntomas externos que diferenciaban a un mentiroso de un hombre sincero, se concentró en evitarlos. Alejandro añadió:
—Me dijo que te preguntara, porque tú conocías un secreto sobre Agatoclea.
—No entiendo qué quería decir. Es obvio que se había vuelto muy intrigante.
—Me dijo que algo había ocurrido en Roma con ella. ¿Es cierto?
Alejandro se volvió y le miró a los ojos. Néstor se concentró en encerrarse en aquella zona vacía de su cerebro, en la nada de su memoria que sólo podía teñir de nada su expresión, y no contestó.
—Agatoclea es una joven encantadora —dijo Alejandro—. Te entiendo. Sé que quieres protegerla. Dime, ¿fue su conducta en Roma motivo de escándalo? ¿Ocurrió algo inconveniente entre ella y Gayo Julio?
—De ningún modo, Alejandro —contestó Néstor, convencido de que al decirlo no faltaba a la verdad. De los que estaban en Roma con ellos, la única que podía saberlo era Ada, o al menos eso quería creer él. Pero, como le había explicado Boeto, la buena mujer había tenido la desgracia de contraer una disentería galopante que la había llevado a la tumba en sólo cinco días.
—Me casé con ella por política, eso es evidente —siguió Alejandro, mientras se acercaban a la pequeña explanada donde se levantaba el templo—. Entiendo que tenga sus pasiones. A esa edad el temperamento es muy ardiente, y el femenino aún más. Pero espero que comprenda una cosa. La mujer de Alejandro no sólo debe ser casta, sino también parecerlo.
—Seguro que lo comprenderá —dijo Néstor, y al momento se arrepintió de haber dicho incluso eso.
Se detuvieron ante la escalinata del templo, donde les alcanzaron Peucestas, Lisanias y Mirmidón. Alejandro se volvió y contempló desde allí la ciudad bajo la luz del creciente lunar.
—Estos dos días en Roma han sido muy instructivos, amigos. Creo que ya sé cómo ganármela.
—¿De veras? —dijo Peucestas—. A mí estos romanos me parecen peores que los espartanos. Hay que dejar una guarnición por lo menos de diez mil hombres. Y aún así, si me dejas al mando, te aseguro que no dormiré tranquilo ninguna noche.
—Sí, es cierto que son un poco espartanos —respondió Alejandro—. Frugales, pegados a la tierra y a sus viejas costumbres… o eso quieren creer. Pero he observado el brillo de sus ojos cuando ven el brillo del oro.
—¿Piensas sobornarlos a todos? —preguntó Mirmidón, divertido—. Te va a salir muy cara esta ciudad, entonces.
—En cierto modo sí, voy a sobornarlos. Pero no de uno en uno. Voy a sobornarlos a todos juntos. Les voy a doblar la espina dorsal a fuerza de cargarlos de oro. Voy a hacerlos asquerosamente ricos. Serán la nueva Babilonia de Occidente. ¿Habéis visto a algún babilonio que sea buen soldado?
La razón de Alejandro para visitar el templo de Júpiter Óptimo Máximo no era realizar ningún sacrificio ni hacer una visita de cortesía a su padre divino. Había oído hablar de los Libros Sibilinos, y la historia de cómo habían llegado a poder del rey Tarquinio había despertado su curiosidad. Tal vez en aquellos libros encontrase alguna orientación más precisa que en el mensaje de Aristóteles. Al filósofo ya no podría consultarle, pues había muerto dos días después de hablar con Néstor por última vez.
Cuando entraron al templo, les salió al encuentro el decenviro que hacía guardia esa noche. Néstor lo reconoció: era Sempronio, el mismo que había interpretado que él y Clea debían ser enterrados vivos.
—No puedes consultar los libros. Sólo el Senado puede dar autorización, y sólo los decenviros para las cosas sagradas podemos verlos —le dijo en griego.
—Puedes ser un hombre muy rico o puedes morir ahora mismo —respondió Alejandro, que se estaba hartando de las mil normas y prohibiciones religiosas de esa ciudad—. Tú eliges.
No fue necesario que Mirmidón recurriera a su cuchillo. Del mismo modo que se había dejado manipular de buen grado por Papirio para perjudicar a Gayo Julio, Sempronio se dejó ahora intimidar por Alejandro. El decenviro los condujo a los sótanos del templo por una escalera con los escalones desgastados tras siglos de uso. Allí estaba la caja de piedra donde se guardaban los libros, más bien un sarcófago. Entre Peucestas y Mirmidón levantaron la tapa, y Sempronio les mostró el interior a la luz de una lámpara de aceite.
Si bien la leyenda decía que allí se guardaban tres libros escritos en hojas de palmera, encontraron muchos más, y en todo tipo de materiales. Había papiros, cortezas de árbol, dípticos de cera, tablillas de barro cocidas, pieles de vaca y placas de oro grabadas. Alejandro se desesperó pensando que allí no habría forma de encontrar nada útil. Sempronio le explicó cuál era el procedimiento que seguían ellos.
—Nos encomendamos a las sortes.
—¿Qué significa eso? —preguntó Alejandro.
—Aquel de nosotros que va a consultar cierra los ojos, mete la mano en el arcón, coge un libro al azar y luego, sin abrir aún los ojos, planta el dedo en un pasaje que luego se lee en voz alta. El rey asintió, pensativo. Después se volvió hacia Néstor y le dijo:
—Prueba tú.
—¿Yo? ¿Qué tiene mi mano de especial?
—Eres mi talismán. Seguro que me traes fortuna y encuentras un consejo que me ayude a decidir el curso que deben seguir mis actos. ¡Ánimo!
Néstor se sentía un tanto ridículo, pero cerró los ojos y metió el brazo en el arcón. Una vez dentro, empezó a remover, apartando objetos entre sus dedos y buscando el fondo. Estaba muy abajo, y al tocar la fría piedra el dedo se le enganchó en un anillo. Tiró de él y resultó estar unido a una cadena que a su vez estaba unido a un rollo de papiro lacrado.
El decenviro puso cara de extrañeza.
—Nunca había visto ese libro.
Néstor sopló y salió una nube de polvo. El sello se desprendió con facilidad, sin necesidad de romperlo, de puro viejo que era. Después desplegó el rollo con mucho cuidado para que no se resquebrajara.
—Lisanias, por favor —dijo Alejandro—. Acompaña fuera a nuestro anfitrión.
—¡No tienes derecho a esto! ¡Soy el decenviro para las cosas sagradas!
—Llévatelo, por favor.
Lisanias cogió a Sempronio por el codo y lo sacó de allí, no sin dirigir una mirada dolida a Alejandro. Mientras tanto, Néstor examinó el papiro. Estaba escrito en el idioma de los romanos, pero en un dialecto algo diferente, precisamente aquel con el que estaba familiarizado.
—¿A qué esperas? Lee, Néstor.
—Tengo que irlo traduciendo —se disculpó el médico—. No es tan sencillo.
En cuanto leyó en voz alta las primeras líneas se arrepintió de haberlo hecho.
—«Me siento obligado a explicar las reflexiones que a menudo he hecho en silencio, de modo que se me permita conjeturar cuál hubiera sido el destino de Roma si hubiera tenido que hacer la guerra con Alejandro».
—¿Cómo que si hubiera? —dijo Peucestas—. ¿Y lo que hemos hecho era…?
—Silencio —le dijo Alejandro—. Por favor, Néstor, prosigue.
—«Tomando en cuenta el número y el valor de los soldados, las dotes de los generales y la fortuna, que tanta influencia tienen en las cosas de la guerra, se deduce fácilmente que Roma no habría sido vencida por este rey, igual que no lo fue por otros. En primer lugar, no niego que Alejandro fue un general excepcional. Pero contribuye a su fama el hecho de que murió muy joven, en la cúspide de su poder, sin haber sufrido aún los reveses de la fortuna».
Néstor miró a Alejandro.
—No te detengas —le dijo el rey—. Sigue.
—«¿Hay que enumerar a los generales romanos con los que habría tenido que enfrentarse Alejandro? Cualquiera de ellos poseía las mismas cualidades y talento que Alejandro, y además la disciplina militar que se ha transmitido desde los orígenes de Roma. ¿Acaso habría retrocedido ante Alejandro Papirio Cursor, dotado de tanta fortaleza de cuerpo como de espíritu? ¿Habría superado la sabiduría de un solo joven al senado romano, cuya verdadera naturaleza comprendió el que dijo que estaba compuesto por reyes?».
—Sigue —insistió Alejandro.
—«De haber vivido para enfrentarse con Roma, habría reconocido que no se las veía con un Darío que llevaba un ejército de semihombres y mujeres. Y bien distinta habría encontrado la India, un país que atravesó con un ejército de borrachos entregándose a festines y comilonas, de Italia cuando se hubiese encontrado con los desfiladeros de Apulia y las montañas de Lucania. O también cuando hubiese hallado las huellas recientes del desastre de su familia en el mismo lugar donde su tío Alejandro, rey del Epiro, encontró la muerte.
»Y hablamos de un Alejandro que aún no nadaba en la abundancia, algo que asimiló peor que ninguna persona. Seguramente al venir a Italia se habría parecido más a Darío que al propio Alejandro, y habría traído un ejército no macedonio, sino persa. Me avergüenzo al descubrir en un monarca de tal talla el refinado lujo, los cambios de indumentaria, el afán de ver tumbados por tierra a los aduladores. ¿Y qué decir de cuando dio muerte a sus amigos en mitad de los banquetes, y de su vanidoso empeño en fabricarse una estirpe? ¿Qué habría pasado si su afición al vino se hubiese vuelto aún más acuciante y su…?».
Alejandro le interrumpió. Incluso a la escasa luz del sótano, se le veía blanco como el lino.
—No sigas leyendo, Néstor.
—¡Es una sarta de patrañas! —exclamó Peucestas, indignado—. Esto lo acaba de escribir algún farsante. Déjame que le ponga la mano encima a ese Sempronio…
—¿Quieres que vuelva a guardar el libro? —preguntó Néstor—. De ninguna manera. Dámelo. El propio Alejandro tomó el papiro, lo quemó con la lámpara, lo tiró al suelo y después lo pisoteó hasta que sólo quedaron cenizas.
—Aquí muere la profecía sobre mi muerte. Es obvio que las predicciones de este libro no se han cumplido. —El rey levantó la cabeza y miró a los demás—. No encontraremos respuestas en los Libros Sibilinos. Vámonos.
Después, a solas en la alcoba de la casa de Escipión y Julia, donde se había alojado, Néstor pensó que él sí había encontrado respuestas en aquel libro. No era una falsificación, lo sabía. El lacre, el polvo, la tinta, la propia textura del papiro: todo aquello hablaba de una antigüedad mucho mayor que el resto de los libros que habían visto en el arcón. Tal vez aquel papiro fuese uno de los textos originales de la Sibila. Si era así, ya sólo quedaban dos.
El Alejandro del que hablaba el libro era el mismo que él había conocido en Babilonia. La profecía era correcta: ese Alejandro borracho, soberbio y violento habría muerto envenenado si Néstor no hubiese aparecido entonces.
El Libro Sibilino no contaba con él, simplemente. Era como si Néstor ni siquiera hubiese llegado a existir, o como si la mirada profética que escrutaba el futuro no lo alcanzase. Qué extraño que él, que había aparecido precisamente en Delfos, quedase fuera del ojo de las Sibilas. Pero sin duda aquel misterio tenía que ver con sus recuerdos, o más bien con su falta de recuerdos.
Eres Néstor. Observa, obsérvalo todo.
Antes de que amaneciera, Néstor ensilló a Pegaso y dejó la ciudad por la Puerta Esquilina, sin decirle nada a nadie. Cuando el sol salió, le dio directo en los ojos, pero él no se apartó del camino. Tenía que ir al origen de todo, a la cueva sagrada de la Pitia, el ombligo del mundo. Si no encontraba respuestas en el oráculo de Delfos, no las hallaría en ninguna otra parte.