PADRES Y CONSCRIPTOS

29 de sextil en el calendario romano,

25 de gorpieo en el macedonio

El dictador convocó al Senado a finales de mes. Todo el mundo sabía que en la reunión se trataría la guerra contra Alejandro, pues Papirio había ordenado que la reunión se celebrara fuera del recinto sagrado del pomerio, en el monte Capitolio. Mas, en vez de elegir el templo de Júpiter Óptimo Máximo, donde los nuevos magistrados tomaban posesión de sus cargos al empezar el año, el dictador había decidido utilizar por primera vez el santuario de Juno Moneta, en la parte norte del monte. Aunque Gayo Julio era muy pequeño cuando levantaron el templo, aún recordaba que durante su construcción cayeron del cielo piedras de fuego que atravesaron el tejado de una casa en la Subura y mataron a un bebé en su cuna. En la ciudad cundió el pánico, como era natural, pero los augures declararon que se trataba de un presagio positivo: Júpiter estaba satisfecho de que los romanos hubieran decidido honrar a su esposa con un templo propio.

Gayo recordaba un comentario malvado de su padre: ¿cómo no iba a estar contento Júpiter si habían sacado a su mujer de su templo para poner entre ambos el Asylum, la vaguada que partía en dos el Capitolio? Cornelia, tan enamorada de su marido que era incapaz de despegarse de él, se había tomado mal aquella broma. Pero en cualquier caso no era cierto. Los romanos, como las matronas ahorradoras, nunca tiraban nada, y si bien habían esculpido una estatua nueva de Juno, la antigua efigie de terracota se había quedado junto a la de su marido para vigilarlo de cerca.

Gayo se levantó antes de que amaneciera y tomó un frugal desayuno mientras su barbero le afeitaba las mejillas y el mentón. Después se bañó, se puso una túnica limpia y sobre ésta la toga, un manto semicircular de lana de un blanco inmaculado. Antes de salir de casa pasó a ver a Lila. La niña dormía en su cama con gesto plácido. A pesar de que habían vuelto a rasurarle la cabeza para evitar una infección, y de las cicatrices de la sien, a Gayo le pareció más guapa que nunca. Le dio un beso con cuidado de no despertarla y salió de la alcoba. Mientras atravesaba el atrio, pensó en subir a la habitación de su esposa para interesarse por su salud, pero se dijo que Valeria era capaz de vomitarle en la toga recién puesta y decidió dejarlo para otro momento.

—¿Vas a salir solo, señor? —le preguntó el esclavo de la puerta.

—Sí, Atilio.

—Puedo avisar ahora mismo a Lucio y Esteno.

—No pasa nada. Las cosas están tranquilas en la ciudad. Algo bueno se puede decir de nuestro amigo Papirio: cuando él está al mando, los únicos porrazos en Roma los pega él. El día había amanecido nublado. Estaba siendo un verano muy raro: tan pronto sufrían una canícula tan insoportable que hasta las lagartijas se escondían bajo las piedras, como de repente se encapotaba el cielo y caía un aguacero. Hoy el aire era fresco, al menos de momento. Gayo lo agradeció, pues aunque la toga que usaba en verano era de lana fina, al cabo de un rato acababa agobiándolo.

Bajó por el Argileto, dejó a la izquierda la Curia Hostilia, donde se reunía normalmente el Senado, y entró en el Foro. Pese a que era temprano, ya estaba muy concurrido. Aparte de los comerciantes y compradores habituales, había muchos ociosos esperando a conocer el resultado de las deliberaciones del Senado. Era comprensible. Todos ellos tenían hijos, nietos o hermanos alistados en las legiones que debían afrontar la amenaza de Alejandro.

Había más togados como él que dirigían sus pasos hacia el Capitolio, la mayoría en grupos o escoltados por clientes o esclavos, y la gente se apartaba a su paso. En cambio, cuando vieron a Gayo Julio se acercaron, le formaron un pasillo a ambos lados y le aplaudieron. Algunos le palmearon la espalda entre gritos de ¡«Caisar uictor!», y una joven frutera tuvo el descaro de plantarse ante él, darle un rápido beso en los labios y salir corriendo. En ese momento la multitud prorrumpió en silbidos, y Gayo sonrió y levantó la mano para saludar.

Al llegar a la empinada escalera que subía hacia la ciudadela de la Arx, se encontró con Torcuato Imperioso, que iba acompañado por otros senadores casi tan viejos como él. Cuando Gayo pasó a su lado, el anciano levantó la barbilla hacia él y arrugó la boca, utilizando la nariz a modo de mira para fijar mejor en él la poca vista que le quedaba.

—Oh, oh. ¿Éste que ven mis ojos no es el joven Gayo Julio?

—Así es, honorable Torcuato —respondió Gayo, que había albergado la esperanza de pasar de largo.

—Tu abuelo y yo fuimos muy buenos amigos —le dijo el anciano, agarrándole por el codo con unos dedos que aún conservaban buena parte de su fuerza—. ¿Te lo he comentado alguna vez? Anda, sube este trecho conmigo.

—Será un placer para mí.

—Dime, ¿qué tal tu hermana?

—Bien. Los dioses nos han sido propicios. —Gayo Julio no añadió que Lila se estaba reponiendo gracias a los cuidados de Néstor. A Imperioso no le caían bien los extranjeros. En realidad no le caía bien casi nadie. El propio Gayo, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, era una de las excepciones, y ni siquiera eso le salvaba de las reprimendas del viejo.

De todos modos, Imperioso podía permitirse regañar a quien quisiera. A sus ochenta años, llevaba diez siendo el princeps senatus. Aunque se trataba de un puesto honorífico, ya que las reuniones las presidían los cónsules o el dictador, el príncipe del Senado poseía gran prestigio y autoridad entre los demás. Y en el caso de Tito Manlio Torcuato Imperioso, su dignidad se veía acrecentada por la reputación de dureza que hacía que lo conocieran como «el viejo terrible».

La historia de Torcuato Imperioso y su hijo había llegado a ser proverbial, como una fábula que se contaba para ilustrar el carácter romano. Cuando Gayo tenía cinco años, los romanos se habían enfrentado contra sus aliados latinos, que pretendían conseguir los mismos derechos de ciudadanía que ellos. Ambos bandos formaron con sus legiones a los pies del Vesubio. Los cónsules, Imperioso y Decio, ordenaron disciplina total en las filas: nadie debía acercarse al campamento enemigo, ni para confraternizar con los latinos ni para batirse con ellos en duelos personales, so pena de muerte.

El hijo de Imperioso iba al mando de un escuadrón de caballería que exploraba las laderas del monte. Allí se topó con una partida de latinos, y uno de ellos lo desafió con afrentas contra Roma y contra su propio padre. Tito Manlio lo retó a duelo singular, lo descabalgó del caballo y lo ensartó con su lanza entre los vítores de sus compañeros. Pero cuando Manlio presentó a su padre las armas del enemigo vencido, Imperioso hizo que lo ataran a un poste. Después, delante de todo el ejército, un lictor lo degolló con un hacha por desobedecer las órdenes y degradar con ello la disciplina. La justicia implacable de Imperioso provocó aún más horror entre todos porque Tito era su único hijo.

Ahora, encorvado, surcado de arrugas y con sólo unas guedejas blancas en las sienes, podía parecer un abuelo inofensivo. Pero su mirada seguía siendo de hierro, y en el Senado había pocos más estrictos que él en la defensa de la mos maiorum, el código de conducta ancestral de los romanos. Si por él fuera, todos los senadores seguirían llevando la toga a cuerpo, como en los viejos tiempos.

—¿Es que aún no te sale la barba? —le dijo ahora a Gayo—. Pensé que ya tenías edad para estar en el Senado.

—Barba sí me sale, honorable Manlio. Lo que pasa es que me la afeito.

—¡Qué manía tenéis los jóvenes de hoy con las modas extranjeras! —Imperioso se acarició su propia barba, larga, blanca y algo enmarañada, porque no era muy amigo de la higiene—. Antes para un romano su barba era sagrada.

—Sí, ya sé lo que le pasó a Papirio —respondió Gayo.

Fue inútil. Imperioso se había empeñado en contarle otra vez la historia de Papirio, el bisabuelo del dictador, y se la contó. Cuando los celtas tomaron la urbe, sesenta años antes, los senadores más viejos se quedaron reunidos a esperar a los invasores mientras los jóvenes trataban de hacerse fuertes en el Capitolio. Un grupo de bárbaros que estaba saqueando el Foro entró en la Curia; al ver a aquellos ancianos venerables sentados en sus escaños sin moverse ni pestañear, se quedaron estupefactos, pensando que estaban ante unas estatuas de tan maravilloso parecido con la realidad que sólo les faltaba moverse. Un celta gigantesco decidió divertirse a costa de los senadores y eligió al que tenía la barba más larga, Papirio, para darle un fuerte tirón. El anciano, que tenía las mismas malas pulgas que luego heredaría su bisnieto, le atizó un bastonazo al celta y le abrió una brecha en la ceja. El bárbaro tiró de espada y degolló a Papirio en el sitio, y aquella fue la señal para desencadenar una feroz escabechina en la Curia, donde murieron casi cien senadores.

—Así que los romanos de entonces no se dejaban tocar las barbas por nadie, aunque les costara la vida.

—Cierto, honorable Manlio —respondió Gayo Julio, observando con cierto desespero que aún no habían llegado al final de la escalera. El viejo tenía la irritante costumbre de detenerse, como si fuese incapaz de hablar y caminar a la vez—. Pero hay otras formas de verlo. Entre los macedonios es costumbre no llevar barba no por refinamiento, sino para evitar que el enemigo pueda agarrarles de ella.

—¡Bah, esas costumbres griegas! Cuando ese afeminado se enfrente con nosotros, ya veremos si pueden más los que tienen barba o los que no. —El viejo le dio un codazo en las costillas que pretendía ser de complicidad—. Ya me han dicho que les diste una buena lección a esos sodomitas. Tú llegarás lejos, muchacho. Eso sí, déjate crecer la barba primero.

Por fin llegaron ante el templo de Juno Moneta. A su derecha se levantaba una cabaña con techo de paja, el auguráculo donde se alojaban los adivinos que escrutaban los cielos. De pie en la puerta, apoyado en su bastón, estaba el fulgurator. Era un anciano etrusco al que habían hecho venir de Vulci porque, aparte de interpretar la voluntad de los dioses observando los rayos que caían del cielo, también era ducho en astronomía. Ocho días antes habían vuelto a llover piedras de fuego, esta vez sobre Veyes, y una de ellas había destrozado el templo de Cels, la diosa de la tierra. Algunos sabios opinaban que esas piedras eran fragmentos de Tinia, el gran cometa.

Gayo Julio volvió la mirada hacia el este. Allí se vislumbraba la cabeza del cometa, levantándose de nuevo sobre el horizonte tras siete días perdido en el inframundo (según la mayoría de los romanos), u orbitando debajo del hemisferio austral (según los versados en la ciencia griega). Cuando apareció Tinia, muchos creían que traería el fin del mundo; ahora había quienes seguían pensándolo, pero la mayoría de la gente se había acostumbrado a vivir con él.

—Hoy hay poco que observar en el cielo, ¿eh, anciano? —preguntó Imperioso con una sonrisa malévola. Los etruscos le caían tan mal como los griegos, los samnitas, los celtas y los garamantas, aunque a éstos sólo los conocía de oídas.

—El cielo está nublado hoy —respondió el fulgurator con su fuerte acento—. Pero no lo estuvo anoche y mis ojos —añadió señalándoselos— vieron cosas muy interesantes.

Imperioso se detuvo y se apoyó en su bastón. Algunos senadores que estaban a punto de entrar en el templo se hicieron los remolones por si caía alguna migaja de conversación.

—¿Ah, sí? Cuéntame qué viste.

—Sólo se lo puedo decir a los magistrados que tienen los auspicios, anciano —contestó el etrusco con sorna.

—¡Anda y que te zurzan, cabeza de aceituna! —le respondió Imperioso con el insulto que solía utilizar para los etruscos.

Gayo aprovechó la discusión para librarse del princeps senatus. Subió los escalones del zócalo y pasó al interior del templo. Como era la primera vez que el Senado se reunía en el templo de Juno Moneta, los senadores no tenían claro dónde sentarse y había cierto revuelo de togas blancas arriba y abajo. En el centro de la cella se habían colocado cuatro bancos muy largos, dejando entre ellos un espacio de unos cinco pasos para los embajadores y los oradores. Allí se acomodaron, después de algunos malentendidos y empujones más o menos disimulados, los senadores que desempeñaban o habían desempeñado cargos importantes: consulares, pretorianos, edilicios, pontífices. Los dos cónsules del año, Bárbula y Bubulco, se sentaban allí mezclados con los demás, pues al quedar supeditados al dictador ya no tenían derecho a un sitio especial. Lo mismo le pasaba a Escipión, que había llegado antes que Gayo y se volvió para saludarle con la mano. A su izquierda estaba el censor Junio Bruto, promotor de la calzada y el acueducto que llevaban su nombre, un tipo menudo e inquieto que no hacía más que tironearse el cuello de la túnica como si le apretara, cosa difícil en alguien tan flaco. Entre los consulares, la casta poderosa y altiva a la que Gayo soñaba con pertenecer algún día, reconoció a Furio Camilo, Plaucio Próculo, Folio Flacinator y Cornelio Escápula. También estaba allí Fabio Máximo, enemigo personal de Papirio y, en opinión de Gayo, el mejor general de Roma.

Los senadores sentados en los bancos eran los únicos con derecho a llevar una media luna de marfil en los zapatos y franjas púrpura en sus togas. Gayo se dijo que, cuando él se ganara esas franjas, no usaría la púrpura barata y chillona extraída de la raíz de la rubia, sino la del múrice fenicio, como Eshmunazar. Aunque le costara su peso en plata, la tonalidad oscura y elegante que iba a conseguir sería la admiración y la envidia de todo el Senado.

Gayo se hizo un hueco entre los pedarii, novatos o advenedizos como él que no tenían derecho a tomar la palabra a no ser que otros senadores más autorizados se lo pidieran. En la Curia Hostilia les tocaba trepar por las gradas hasta llegar a lo más alto, como gallinas en un palo, pero al menos podían sentarse. Aquí, en el templo de Juno, estaban de pie pegados a las paredes, apretujados hombro con hombro y torciendo el cuello si alguna columna les impedía ver al orador del momento.

Una vez acomodado, se dedicó a mirar a ambos lados, pues era la primera vez que entraba a aquel templo, más pequeño que el de Júpiter, pero también más vistoso. La estatua de la diosa era de mármol y no de terracota, aunque en lugar de recurrir a un escultor griego de gustos modernos la habían esculpido a la moda arcaica, con los ojos rasgados y una sonrisa entre maliciosa y bobalicona. Bajo su altar, en los sótanos, se guardaban los rollos de lino con los registros oficiales; entre ellos, las listas de magistrados donde hacía más de cien años que no había vuelto a aparecer ningún nombre de la gens Julia.

Pero eso estaba a punto de cambiar. Contra Alejandro, Roma iba a poner en el campo de batalla ocho legiones. Papirio se reservaba el mando supremo de todo el ejército. La Primera y la Segunda les correspondían a los dos cónsules. Escipión tenía derecho a otra legión más, aunque probablemente se quedaría con ella en el Campo de Marte para proteger la ciudad. Quedaban, pues, cinco legiones libres. Aunque Papirio no había revelado sus intenciones, casi todo el mundo opinaba que lo más lógico era nombrar tribunos con poderes consulares para que las mandasen.

Había muchos tribunos con más campañas de experiencia que Gayo, y por supuesto ex cónsules prestigiosos como Fabio Máximo. En eso los dados caían en su contra. Por otra parte, él era el vencedor del Monte Circeo. Jugada de Venus a su favor.

—¡Padres y conscriptos! —anunció la voz hueca del jefe de lictores—. ¡Lucio Papirio Cursor, dictador de Roma!

Gayo Julio resopló. Ahora los dados cantaban «Perro», la peor tirada de todas. Para su desgracia, de Papirio dependía que le otorgaran el mando de una legión. Tendría que jugar con astucia para vencer la antipatía y los celos del dictador.

Papirio entró en el templo flanqueado por sus veinticuatro lictores. Tras pasar saludando entre los bancos de los senadores, se acomodó al fondo en su silla curul, protegido por la estatua de Juno. Bajo el estrado dispuesto para el dictador se sentó su magister equitum, que tenía rango de pretor. Para aquel cargo extraordinario, Papirio había escogido a su amigo Espurio Postumio. Aquello había provocado la indignación de muchos, pues por culpa de ese hombre una legión entera había tenido que pasar sin armas bajo el yugo de los samnitas en el angosto valle conocido como las Horcas Caudinas. En opinión de Gayo, la única salida honorable para Postumio habría sido arrojarse sobre la punta de su espada. Y, sin embargo, allí estaba ahora, convertido en lugarteniente del dictador y observando a todos los senadores con su cara de dispepsia. Tras realizar los auspicios pertinentes, la sesión empezó.

—Que pasen los embajadores extranjeros —ordenó Papirio.

El jefe de lictores golpeó con las fasces en las baldosas del suelo. Seis hombres vestidos con corazas de lino y faldares de cuero entraron en el templo. Cuatro de ellos se quedaron junto a las puertas, y los otros dos caminaron con paso decidido entre las filas de los senadores hasta detenerse a pocos pasos del asiento del dictador. Gayo se fijó en ellos con atención. Uno de ellos, el más alto, tenía el rostro afeitado y el pelo de color platino, aunque por su prestancia y su paso flexible no debía superar en mucho los cuarenta años. Según las descripciones, no podía ser otro que Perdicas, jefe de la afamada caballería de los Compañeros.

El otro hombre era más bajo y cuadrado y llevaba una espesa barba negra. Aquél debía de ser Crátero, el mejor general de Alejandro.

—Hablad, macedonios —dijo Papirio.

Crátero tomó la palabra. Aunque no tenía una estampa tan apuesta y noble como Perdicas, se veía a las claras que era un hombre acostumbrado a mandar. Ni Papirio ni sus veinticuatro lictores ni su silla curul le impresionaban en lo más mínimo. Sin duda, pensó Gayo con envidia, sus pies habían hollado suelos mucho más lujosos que los del templo de Juno Moneta.

Gratias uobis ago, patres et conscriptoi —empezó en latín, confundiendo el vocativo. Después prosiguió en griego, haciendo una pausa tras cada frase para que el intérprete tradujera sus palabras—. Debo pediros disculpas porque no soy un fino orador ateniense, sino sólo un veterano general macedonio que a fuerza de campañas tiene cada vez más cicatrices en el cuerpo y menos dientes en la boca, así que trataré de ser breve y claro.

Los senadores saludaron este comentario con risas corteses. Gayo pensó que Crátero quería captar la benevolencia de aquel consejo plagado de antiguos generales presentándose como un colega en las artes de la guerra. Pero estaba equivocado: Crátero cumplió su promesa y fue al grano.

—Vengo a vosotros para traeros las palabras de Alejandro, senadores.

Bien por él, pensó Gayo. Crátero no había utilizado la palabra «rey», que hacía rechinar los dientes a los romanos como un clavo rayando una pizarra.

—Vuestros enviados le han dicho que se mantenga alejado de la región a la que llamáis Campania. No es una petición amistosa, y tampoco razonable, y os voy a explicar por qué, senadores de Roma. Nosotros, los griegos, llevamos más tiempo que vosotros asentados en esas tierras.

—¡Vosotros no sois griegos! ¡Sois macedonios! —le espetó Imperioso, levantándose del banco y señalándole con el dedo. Crátero le miró extrañado por la interrupción, pero Papirio le explicó:

—Es Tito Manlio Torcuato, príncipe del Senado. Tiene derecho a tomar la palabra cuando quiera.

Cuando escuchó la traducción de ambas intervenciones, Crátero saludó al anciano inclinando la barbilla.

—Es un honor, príncipe del Senado. He oído hablar de ti y sé que no hay nadie más inexorable cumpliendo la ley de Roma que tú.

—¡Puedes jurarlo! —respondió Imperioso, agitando el báculo en el aire. Un día, hablando de él, Gayo le había comentado a Escipión: «¿No crees que las Furias se le deben aparecer en sueños para atormentarle por haber matado a su propio hijo?», a lo que su cuñado respondió: «Si yo fuera una de las Furias no me acercaría a Imperioso ni borracho. Es capaz de partirles la cabeza con el bastón».

—Es una prerrogativa justa, príncipe del Senado —dijo Crátero—. Pero, como no hablo tu idioma, te pido que me dejes terminar mi discurso antes de ponerle pegas.

—Es una petición razonable —dijo Papirio—. ¿Estás de acuerdo, Manlio Torcuato?

—Me aguantaré —dijo el viejo—. Aunque ya es bastante malo que tengamos que recibir a los lacayos de un rey extranjero.

Si a Crátero le tradujeron el comentario, no dio muestras de ofenderse.

—Nosotros los macedonios somos griegos —prosiguió—, participamos en los Juegos Olímpicos como los demás griegos y adoramos a los dioses que moran en el Olimpo. Que, por cierto, está en Macedonia. Os recuerdo además que Alejandro es el jefe de la Liga de Corinto que une a todos los griegos de allende el mar, y también de la Liga Helénica que confedera a los del sur de Italia. Por tanto, queda claro que al hablar en nombre de Alejandro también hablamos en nombre de los griegos.

—Así sea, si así lo queréis —dijo el dictador—. Continúa.

—Los griegos llevamos muchos años asentados en Italia, más que la propia Roma. —Esa frase despertó murmullos de protesta, pero Papirio rugió «¡Silencio!» y todos se callaron—. Vuestra noble ciudad tiene cuatrocientos treinta y siete años de existencia. Pero antes de que Rómulo y su hermano la fundaran, los griegos ya habíamos fundado Pitecusa en la bahía de Cráter. Y cuando Roma era poco más que una aldea, también fundamos Cumas y Regio, y poco después Síbaris, y Siracusa, Naxos y Tarento, y tantas otras ciudades en Italia que no os recitaré los nombres por no aburriros. Es evidente que Campania, que ahora es el motivo de este litigio, lleva siendo parte de la gran patria griega desde mucho antes de que vosotros os librarais del yugo etrusco.

Se oyeron más reproches. A los romanos no les hacía ninguna gracia que les recordaran que los etruscos los habían gobernado en el pasado. Crátero no podía ser tan torpe, se dijo Gayo: estaba provocando la ira de los senadores a propósito.

—Todas esas ciudades que he mencionado y muchas más han llamado a Alejandro porque se sienten amenazadas por los pueblos bárbaros de las montañas. Y Alejandro, cumpliendo con su deber, ha acudido a ayudarlas.

Perdicas seguía en silencio. Pese a que lo disimulaba, le había impresionado la entrada a aquel templo pequeño y oscuro. Entre los romanos que estaban de pie junto a las columnas se veían hombres jóvenes y de mejillas afeitadas, pero en los bancos de la primera fila eran mayoría los senadores de luengas barbas, y muchos de ellos debían haber cumplido ya los sesenta e incluso los setenta años. Al pasar junto a ellos, el fino olfato de Perdicas había arrugado la nariz al percibir el olor a mantos de lana sudados. Pero también había captado otra cosa. Había allí una voluntad de hierro que no era la de un solo rey, como Darío, sino la de muchas mentes unidas contra ellos con implacable y fiera determinación. Los ojos de aquellos viejos terribles no los miraban con temor, por más que fueran los enviados del gran Alejandro, sino con hostilidad.

Ahora, al escuchar la traducción de la palabra bárbaros, que en latín sonaba casi igual que en griego, Perdicas observó cómo los senadores rebullían en sus asientos. El dictador, un toro de rostro sanguíneo que apenas cabía en su sitial, se levantó, bajó del estrado y se acercó hacia ellos arremangándose los bajos del manto en un gesto muy poco majestuoso. Su enorme dedazo apuntó hacia el pecho de Crátero. Perdicas se apartó un paso, incómodo por la cercanía de aquel tipo tan grande; pero Crátero no se inmutó, ni siquiera cuando el dictador le salpicó de saliva al gritar.

—Traduce —le ordenó Crátero al intérprete, sin apartar la mirada de Papirio.

—Señor, el dictador ha dicho que no deberías utilizar…

—Sé literal.

—Ha dicho: «¿Tú nos estás llamando bárbaros a nosotros? ¿A los romanos? ¿Un macedonio que por mucho que se lave aún huele a queso de oveja?».

Crátero sonrió, divertido. A Perdicas, a su pesar, le sorprendió cómo se controlaba y ni tan siquiera hacía ademán de limpiarse el salivazo de la cara.

—Dile al dictador que me ha entendido mal —dijo Crátero, dirigiéndose al intérprete—. Me refiero a los brutios, lucanos y samnitas contra los que vino a luchar Alejandro de Epiro hace años. Nadie se atrevería a llamar bárbaros a un pueblo tan refinado y a la vez experto en las artes de la guerra como el romano, por el que mi señor Alejandro no siente más que admiración.

Al escuchar la traducción, Papirio pareció calmarse un poco. Sólo entonces Crátero se movió para mirar a ambos lados e inclinar la cabeza ante los senadores, pidiéndoles disculpas con una sonrisa. El dictador retrocedió un par de pasos y se compuso el manto.

—Mi señor Alejandro, al igual que su tío, sólo ha venido a Italia atendiendo el llamamiento de sus habitantes —prosiguió Crátero, quitándose la saliva con disimulo—. Como legítimo hegemón de la Liga de Corinto y de la Liga Helénica de Italia, es su deber socorrer a todos los griegos. Mi señor Alejandro no está dispuesto a que se deje de hablar griego en el sur de Italia.

El dictador se apartó un par de pasos más y miró hacia su asiento. Perdicas captó su duda: ¿sentarse o no sentarse? Se veía que Papirio era un hombre demasiado nervioso y activo para quedarse quieto en una silla que no había sido fabricada para alguien tan corpulento como él. El dictador se decidió por seguir de pie y apuntó a Crátero con el dedo, aunque esta vez lo hizo desde lejos.

—Decías que no eras un orador. Déjate de rodeos, habla como un soldado y dime de una vez qué propone tu rey, griego —dijo con retintín.

Crátero giró sobre sí mismo muy despacio para que todos los senadores pudieran verle bien, despegando los brazos del cuerpo y mostrando las palmas de las manos de modo que supieran que no tenía nada que ocultar.

Patres et conscriptoi —dijo. Perdicas, que no perdía de vista a Papirio, observó que fruncía el ceño al comprobar que Crátero no le hablaba directamente a él, sino que se dirigía a todo el Senado. La de Crátero no era una buena táctica para congraciarse con el dictador.

«Irritad a esos romanos —les había dicho Alejandro—. Hurgad bien con el palo en la colmena, para que salgan como abejas furiosas». El rey no quería treguas ni pactos. Sólo quería su guerra, su gloriosa batalla, una nueva Gaugamela. Si tenía que venir él mismo a Roma a clavar un anillo en los ollares de los senadores y tirar de ellos como si fueran vacas, lo haría con tal de arrastrarlos al campo de batalla. Pero Perdicas comprendía ahora que no iba a ser necesario: estos romanos eran tan belicosos como el propio Alejandro.

Patres et conscriptoi —repitió Crátero—. Esta es la propuesta que os hace Alejandro. Roma debe comprometerse a no llevar ejércitos más al sur de Tarracina. A cambio, Alejandro hará lo mismo al norte de Capua. De ese modo quedará una amplia franja de seguridad entre los terrenos controlados por Roma y la Liga Helénica.

Varios senadores se levantaron de sus asientos y les increparon. Alejandro sabía de sobra que Roma consideraba Campania su granero y su viñedo, y que no renunciaría a ella. Su propuesta, que los romanos no se acercaran a menos de cuatrocientos estadios de ella, era una provocación.

—¡Disculpadme, senadores! —dijo Crátero, levantando la mano. Los lictores aporrearon el suelo con sus fasces y por fin se hizoalgo de silencio—. Si queréis rechazar las propuestas de Alejandro, antes deberíais escucharlas todas.

—Ah, ¿pero aún hay más? —preguntó un senador con sarcasmo, usando el griego.

—Alejandro quiere también una base en Olbia, en la isla de Icnusa, a la que vosotros llamáis Sardinia, para que sus barcos puedan navegar hasta Masalia, nuestra aliada. Perdicas captó la sorpresa y la indignación entre los senadores. Las relaciones entre romanos y masaliotas siempre habían sido buenas. Sin duda no sospechaban que Alejandro había firmado un tratado con Masalia en el que prometía convertir a la ciudad griega en la nueva Cartago. En cuanto a sus pretensiones sobre Olbia, supondría tener una base naval macedonia a menos de un día de navegación del Tíber. Y Roma no poseía barcos para defenderse de esa amenaza.

El anciano al que habían llamado príncipe del Senado se levantó furioso y agitó su báculo en el aire.

—Dice —tradujo el intérprete— que en otros tiempos habrían arrojado por la roca Tarpeya a cualquiera que se hubiese atrevido a pronunciar palabras tan ofensivas en el Senado.

—Crátero —susurró Perdicas—. Quizá deberías suavizar el tono.

—Tranquilo, viejo amigo. Son vehementes, pero no nos pondrán la mano encima —dijo Crátero, y añadió, dirigiéndose al intérprete—: ¿Eso es todo lo que ha dicho el viejo?

—Hay más, señor, pero no me parece decoroso repetirlo. Espera: el dictador está hablando.

—Traduce.

—Italia debe ser para los italianos, desde el norte hasta el sur, y eso incluye todas sus islas: Córsica, Sardinia y Sicilia.

Crátero levantó la voz.

—¿Pretendes expulsar a los griegos del sur de Italia, donde viven desde hace tantas generaciones? ¿Quieres echar a los griegos de Sicilia, donde los romanos jamás han puesto el pie?

El dictador contestó, y al final de sus palabras se levantó un clamor unánime entre los senadores. Perdicas y Crátero tuvieron que acercarse más al intérprete para escuchar la traducción.

—Dice que Roma no pretende eso. Los griegos que ya están en Italia pueden quedarse en paz, siempre que disuelvan esa Liga Helénica. Pero no debe venir ni un solo inmigrante más de Grecia, y no deben recurrir a potencias extranjeras. En cuanto a Alejandro, exigen que se marche de Italia inmediatamente.

—¡Ah, ya entiendo esos rugidos! —dijo Crátero—. A estos insensatos les gusta la guerra incluso más que a mí.

—Procura no provocarlos más —insistió Perdicas—. Si he de acabar despedazado, prefiero que sea como Orfeo, a manos de mujeres y en una orgía, no de estos viejos malolientes.

—Tranquilo. Intérprete, pregunta al dictador si es ésa la respuesta que debo llevar a Alejandro. Y ve traduciendo sus palabras a la vez.

—Lo intentaré, señor.

—No lo intentes. Hazlo.

Al escuchar la pregunta, Papirio se sentó en su sitial y trató de adoptar una pose solemne.

—Alejandro —dijo el dictador— debe abandonar Italia antes de que llegue la próxima luna llena. Si no lo hace así, sufrirá el mismo destino que el otro Alejandro de Grecia. No está tratando con delicados asiáticos que se perfuman las barbas y se rizan los cabellos. ¡Está tratando con romanos!

Cuando se acallaron las voces, Crátero volvió a hablar.

—Transmitiré esa respuesta a Alejandro, aunque no deberíais contar con que siga vuestras instrucciones. Aunque no os lo creáis, él tampoco se perfuma la barba.

—¡Porque no tiene! —exclamó alguien en griego, y quienes lo entendieron soltaron la carcajada.

—Exactamente —respondió Crátero, acariciándose su propia barba con una sonrisa de buen humor—. Pero antes de que partamos, mi compañero Perdicas y yo quisiéramos tratar un último asunto.

El dictador mandó callar a todos. Como habían convenido, Perdicas se adelantó un poco y dijo:

—Alejandro sabe que tenéis prisioneros y quiere rescatarlos.

—Cuando esté de vuelta en Grecia, puede estar seguro de que le devolveremos a su esposa —fue la respuesta del dictador.

En ese momento, alguien salió de entre las sombras de una de las naves laterales y pasó a la crujía central por el hueco entre dos bancos. Era joven, como mucho treinta años, tan alto como el propio Perdicas y de complexión atlética. Habló con voz potente y clara, y lo que dijo provocó la ira de Papirio, que se levantó del sitial, bajó del estrado y se dirigió hacia él.

—Ese hombre, que se llama Gayo Julio —tradujo el intérprete—, dice que los prisioneros son suyos y que debe ser él quien trate sobre su rescate. El dictador le ha dicho que se calle, que sólo es un senador pedario y no tiene derecho a tomar la palabra.

Papirio estaba casi encima del joven senador, clavándole el dedo en el pecho y gritándole entre escupitajos, pero el tal Gayo Julio no retrocedió. En ese momento el príncipe del Senado se levantó, se acercó a ellos y con gesto vigoroso interpuso el bastón entre ambos. El dictador no tuvo más remedio que retroceder.

—El príncipe del Senado dice que el tribuno Gayo Julio tiene derecho a hablar, pues es cierto que los prisioneros son suyos, ya que fue él quien derrotó a las compañías macedonias en el Monte Circeo.

—Vaya, ¿conque fue ese barbilindo? —dijo Crátero—. Un magnífico espécimen de romano, a fe mía.

Gayo Julio debió oír el comentario, pues se volvió hacia ellos. Su mirada se cruzó con la de Perdicas un instante. Tenía los ojos oscuros, pero brillaban con una intensidad acerada que le recordó a los de Alejandro, como si en sus pupilas se escondiera la punta de una espada. Por alguna extraña razón, Perdicas sintió que aquellos ojos le habían calado hasta el fondo, y cuando el tribuno apartó la vista de él creyó notar cierto desdén en la forma en que enarcaba las cejas.

Ya me las veré contigo en el campo de batalla, se prometió.

—¿Qué más están diciendo? —preguntó Crátero al intérprete.

—Ese hombre de ahí, el pretor, dice que es cierto, que los prisioneros le pertenecen a Gayo Julio, así que es legítimo que tome la palabra.

El joven patricio se volvió hacia ellos e hizo un gesto teatral para acomodarse el manto sobre el brazo izquierdo. En el Senado se había hecho el silencio. Perdicas comprendió que Gayo Julio se había adueñado del escenario.

—¿Qué ofrece Alejandro por el rescate de la noble Agatoclea y el médico Néstor? —les preguntó el tribuno en un griego impecable. Perdicas titubeó. Crátero se acercó a él y le susurró al oído:

—Es mejor ser sinceros. Este tipo no es un destripaterrones cualquiera al que se pueda sobornar con un par de talentos de plata. Perdicas asintió, y dijo en voz alta:

—Quince talentos de oro, que se entregarán en cuanto recibamos a los prisioneros. Durante una fracción de segundo, los ojos de Gayo Julio se abrieron como platos, pero fue suficiente para que Perdicas captara el inconfundible brillo de la codicia. Comprendió que Néstor y Agatoclea eran suyos; al menos, podría apuntarse ese tanto ante Alejandro. Papirio volvió a hablar, y Gayo Julio le contestó con vehemencia.

—El dictador dice que ese oro le pertenece a Roma —tradujo el intérprete—. El tribuno alega que le corresponde a él como legítimo expolio de guerra, y el príncipe del Senado y otros senadores le están dando la razón.

Gayo Julio volvió a hablar. Aún no había terminado su breve discurso cuando empezaron a levantarse aclamaciones entre los senadores, y después un ruidoso aplauso.

—Acaba de decir que él no quiere ni una sola dracma del rescate —tradujo el intérprete—. Que los quince talentos de oro deben ser ingresados en el erario del templo de Saturno para contribuir al esfuerzo de la guerra contra Alejandro. «Que vamos a ganar», ha añadido.

Perdicas asintió con la barbilla. Se había equivocado. El brillo que había vislumbrado en los ojos de Gayo Julio no era codicia, sino ambición. Algo infinitamente más peligroso.

Los embajadores se retiraron tras concertar que al día siguiente, en la Villa Pública, se procedería a la entrega de los prisioneros. Gayo Julio se apartó de la crujía central y volvió a su oscura columnata, reprimiendo a duras penas una sonrisa de satisfacción. El vanidoso Perdicas le había solucionado de un plumazo su problema de conciencia y sus apuros económicos. Ya no tenía por qué entregar a Néstor a Eshmunazar. En cuanto escuchó la oferta, su mente había calculado con la rapidez de un ábaco manejado por Mercurio. Quince talentos de oro. Doce mil libras de plata. Muchos, muchos miles de dracmas.

Si hubiese decidido quedarse con ellos, para no aparecer ante los demás como un miserable habría tenido que regalar una parte a sus soldados y ceder otra al erario. En cuanto al resto del oro, ¿para qué habría querido guardárselo sino para comprar con él dignidad e influencia? Eso era lo que acababa de conseguir de golpe renunciando a todo beneficio delante del Senado. Los únicos que perdían eran los soldados, pero ya los compensaría cuando llegara el momento.

Varios senadores, incluyendo algunos purpurados, le palmearon la espalda al pasar y le felicitaron tanto por su victoria sobre los macedonios como por su magnánimo gesto. Cuando ocupó de nuevo su lugar, Quinto Marcio, un joven senador, le dijo:

—Te habrá dolido soltar esa suma. ¿Cuánto es en plata?

—Doce mil libras. —El senador silbó entre dientes, y Gayo se apresuró a añadir—: Y no me ha dolido en absoluto. Ahora que me niegue Papirio el mando de una legión, si tiene pelotas —añadió en voz alta. Quinto Marcio le miró, sorprendido, y Gayo Julio pensó que tal vez debería haberse ahorrado el comentario. Aunque, se disculpó a sí mismo, era comprensible que un hombre de treinta años que acababa de recibir una ovación de todo el Senado de Roma se permitiera un instante de vanidad.

Las fasces de los lictores volvían a aporrear el suelo pidiendo silencio.

—¡Padres y conscriptos! —dijo Papirio—. ¡Todos habéis escuchado a los embajadores de Alejandro! ¡Cómo dictador de Roma, decreto que se abra la puerta del templo de Jano para declarar formalmente la guerra contra Macedonia!

Las palabras de Papirio fueron acogidas con aplausos y gritos de aprobación. Incluso los más ancianos se levantaron y agitaron los brazos en el aire, deseosos de empuñar ellos mismos la espada y el pilum para expulsar a los invasores de Italia. El dictador pidió silencio una vez más y añadió:

—¡La situación es grave, padres y conscriptos! ¡No nos enfrentamos a un reyezuelo de alguna tribu montañesa, sino al conquistador de Grecia, Egipto y el Imperio Persa!

—Vaya —comentó Gayo Julio—, nuestro dictador ha decidido estudiar geografía.

—Por eso —continuó Papirio—, decreto que los decenviros abran los sótanos del templo de Júpiter Capitolino y consulten los Libros Sibilinos. En ellos encontrarán los sacrificios y rituales expiatorios que debemos llevar a cabo para propiciarnos la voluntad de los dioses.

Hubo murmullos de aprobación. Puesto que nadie más pidió la palabra, Papirio levantó la sesión. A la salida del templo de Moneta, Gayo recibió nuevos parabienes y su cuñado le abrazó.

—Un gesto genial, Gayo —le susurró al oído—. Un gesto genial.

Pero él no las tenía todas consigo. Por alguna razón que se le escapaba, al oír hablar de los Libros Sibilinos había tenido un mal presentimiento. Sospechaba que en aquellos papiros proféticos se ocultaba la jugarreta del destino que llevaba días temiendo.