EL VUELO DE ÍCARO

Tienes que entregarme a ese bastardo ateniense para que le dé un escarmiento delante de todo el ejército —insistió Meleagro.

—Sabes que no voy a hacerlo.

—¡Me estás desautorizando delante de mis hombres! ¿Dónde queda tu propia autoridad si no haces que se respete la de tus generales?

Alejandro sostuvo la mirada de Meleagro sin pestañear. Pero Lisanias, que escuchaba la conversación en silencio, supo por su forma de apretar la mandíbula que estaba empezando a perder la paciencia.

—Euctemón recibirá la sanción disciplinaria que se merece —dijo Alejandro.

—¡Por supuesto que la recibirá! Dámelo y verás qué rápido arreglamos este asunto a la vieja usanza macedonia.

La vieja usanza consistía en ser acribillado por una lluvia de lanzas. Alejandro meneó la cabeza de forma casi imperceptible.

—Recibirá un castigo, pero no ése. Es un joven valioso.

—¿Ese patán? ¡Ni siquiera es capaz de desfilar sin perder el paso! Seguro que sus propios compañeros de batallón se apuntan voluntarios para lapidarlo.

—Te repito que es valioso. Déjalo en mis manos.

—¡Yo soy su general y soy yo quien debe decidir cómo castigarlo!

—Ya no lo eres. Ese hombre y su hermano han dejado de pertenecer a tu batallón.

—Pero el contrato que…

—Su contrato establece que me sirven a mí, hegemón de la Liga de Corinto y de la Liga Helénica de Italia. —Alejandro palmeó la cara de Meleagro con la fuerza justa para que el gesto pareciera algo más que cariñoso y un poco menos que ofensivo—. Puedes estar tranquilo, viejo amigo. Nadie agrede a uno de mis generales y queda impune.

Meleagro entrecerro los ojos y rechino os dientes. Por fin, asintió, se cuadró ante Alejandro y dijo:

—Y tú puedes estar seguro de que comprobaré que lo castigas. Con tu venia… Sin más palabras, dio media vuelta y salió de la estancia. Lisanias suspiró de alivio. Durante todo ese rato, había tenido la mano apoyada en el pomo de la espada. El general macedonio venía tan borracho como de costumbre y no era descartable que intentase agredir a Alejandro. Si ocurría algo así, el rey era bien capaz de defenderse solo, pero Lisanias no permitiría que se manchara las manos golpeando a un odre de vino con mirada de perro como Meleagro.

—Ese hombre es como una muela infectada. Va siendo hora de que me la extirpe de la boca —dijo Alejandro, apretándose ambas sienes a la vez entre el pulgar y los demás dedos. Lisanias se habría acercado a él para masajearle la nuca y aliviarle el dolor de cabeza, pero había varios pajes reales montando guardia junto a la pared y, aunque estuvieran inmóviles como estatuas, bien sabía él por propia experiencia que tenían ojos y oídos.

Había sido un día muy duro para el rey. Por supuesto, no se había quejado, pero Lisanias lo sabía por la forma en que se le hundían las mejillas. Después de los sacrificios matutinos, había pasado varias horas reunido con Eumenes para resolver los engorrosos problemas logísticos del ejército y llevar a cabo milagros financieros que ya eran habituales en ellos, cambiando una partida aquí y trasladando otra allí de modo que todo cuadrara. Lisanias, que no era muy rápido echando números, se maravillaba cuando veía los dedos de Eumenes volar por las cuentas coloreadas del ábaco.

Con razón Alejandro se negaba a reunir ejércitos de más de cuarenta mil hombres. Por culpa de las Historias de Heródoto, los griegos estaban convencidos de que el emperador Jerjes había invadido la Hélade con casi dos millones de hombres. Alejandro le había explicado a Lisanias que eso era imposible desde cualquier punto de vista. Por los archivos que había consultado en la corte persa y por sus propios cálculos el rey macedonio pensaba que bien podían haber sido doscientos mil combatientes, y casi el doble de personas si se contaba a los sirvientes, las mujeres y toda la multitud que habitualmente se adhería a esas expediciones. Aun siendo una cifra mucho más reducida que la de Heródoto, las dificultades de abastecer a un ejército tan numeroso habían sido formidables. En la invasión de Grecia, exceptuando a los Inmortales y otras tropas de élite, los persas tuvieron que valerse por su cuenta forrajeando sobre el terreno y saqueando las tierras no sólo de los enemigos, sino también de pueblos aliados como los tebanos, y aún así habían sufrido estrecheces y privaciones. Alejandro no podía malquistarse de esa manera con los griegos que los acogían como anfitriones en Italia. Todas las provisiones que consumía su ejército se compraban y se pagaban religiosamente, lo que hacía bajar con rapidez los fondos de la tesorería, como señalaba Eumenes con su voz plana e insistente.

Después de la larga reunión con su secretario, Alejandro había recorrido el campamento para inspeccionar las instalaciones sanitarias, había visitado el hospital de campaña, había ido a los establos para comprobar que Amauro estaba bien atendido y, entre tanto ajetreo, se había olvidado de almorzar, lo que suponía que Lisanias tampoco probara bocado.

Por la tarde se había reunido con las delegaciones griegas de Italia, incluyendo a los embajadores de Neápolis, la ciudad más rica y poblada de Campania. Los romanos les estaban apretando las clavijas, insistiéndoles en que les abrieran las puertas para introducir una guarnición de mil quinientos hombres. Los neapolitanos no querían tropas extranjeras en su ciudad, pero si se resistían a las presiones de los romanos querían que a cambio Alejandro les ofreciera ciertas garantías. Deseaban mantener sin cambios el régimen político de la ciudad, quedar exentos de contribuciones al esfuerzo bélico y además convertirse en cabecillas de una futura Liga de Campania.

El jefe de la embajada de Neápolis era un orador que hablaba sin parar y hacía grandes aspavientos con esa forma tan vehemente de gesticular de los italianos. Alejandro le dijo luego a Lisanias que aquel hombre le recordaba a Demóstenes, y recordando cuánto odiaba al difunto orador ateniense, el joven oficial comprendió cuánta paciencia había tenido para no echar con cajas destempladas a toda la legación.

Luego, a media tarde, habían llegado los catafractos persas. Alejandro se alegraba de tener allí a su cuñado Oxibaces, por quien sentía un gran afecto, y además el espectáculo de aquellos gallardos jinetes con sus brillantes armaduras había contribuido a subir la moral de todo el ejército. Pero el saludo entre Alejandro y Roxana fue tan trío que habría congelado las aguas del río Piriflegetón. Más tarde, cuando ella se retiró y Alejandro se quedó a solas con Oxibaces y Lisanias, le comentó:

—Te dije que no quería ver a tu hermana aquí.

—¿Qué querías que hiciera, Alejandro? —respondió el príncipe bactrio mostrándole las palmas abiertas—. Sabes que Roxana es incontrolable. Ni mi padre es capaz de obligarla a que haga su voluntad. Para colmo, después de aquello había aparecido Meleagro sin que nadie lo invitara. Lisanias seguía maravillándose del control del rey; de haber sido por él, lo habría echado a patadas de allí. Parecía mentira que el Alejandro que él conocía fuera el mismo hombre que en una riña de borrachos había matado a su camarada Clito el Negro. De hecho, Lisanias habría llegado a pensar que aquella historia no era más que una calumnia si el propio Alejandro no le hubiese confirmado su veracidad.

Cuando Meleagro se fue por fin, Lisanias se quedó contemplando a Alejandro, que seguía masajeándose la sien con gesto fatigado. Como solía hacer, el joven macedonio se preguntó en qué remotos parajes vagaba la mente del rey y cuántos Alejandros se escondían debajo de aquel rostro. Lo había conocido en retratos antes que en persona, pero poco quedaba ya de aquellos rasgos adolescentes, casi femeninos de las estatuas. Aunque conservaba su piel rosada y suave, las privaciones le habían chupado la carne de las mejillas, tallando en ellas dos arrugas rectas como cuchilladas que le bajaban desde los pómulos. Sus cabellos rubios no habían encanecido, pero el sol los había decolorado y ahora parecían de heno ahumado.

No era extraño que ahora pareciera cansado. Cuando Lisanias lo conoció, el rey seguramente había viajado más que ningún otro hombre antes que él. Pero en los seis años que llevaba a su lado, primero como paje y después como oficial de la guardia y asistente personal, Alejandro había viajado al menos otros doscientos mil estadios. No para conquistar, sino para que los súbditos de todo el imperio le vieran y supieran que Alejandro viajaba como el viento y podía plantarse en cualquier lugar en cuestión de semanas.

Los ojos de Alejandro, uno verdoso y otro azulado, se veían algo más hundidos, pero aún resplandecían con ese brillo húmedo y febril que le llevaba siempre más allá, condenado a estar eternamente insatisfecho. En aquel momento, a Lisanias se le antojó que tal vez la única forma de que el hijo de Filipo encontrara la paz sería dar por fin con un enemigo que lo derrotase con honor y que le regalase el descanso que merecen los héroes.

Por Apolo, ¿qué estoy pensando?, se dijo, escandalizado de sí mismo. Alejandro se dio cuenta de que se estaba frotando de nuevo la cabeza y de que Lisanias y los demás pajes eran testigos de su momento de debilidad. Al instante se enderezó y dijo al joven guardia:

—Acompáñame. Se acerca la hora.

Lisanias siguió a su señor escaleras arriba. Las casas de Posidonia solían tener techos de tejas a dos aguas, pero la mansión que la ciudad le había regalado a Alejandro era una excepción y disponía de un terrado por encima del segundo piso. Desde allí se disfrutaba de una buena vista, pues el edificio se alzaba sobre uno de los puntos más altos de la ciudad. Al este y al sur se divisaban los montes desde los que bajaban lucanos y samnitas para saquear los campos de los posidonios. Al oeste, el mar seguía con olas de fondo después de varios días de vientos muy fuertes, aunque ahora el aire se había calmado y el cielo estaba despejado y limpio. Pero los ojos de Lisanias se fueron al norte. Allí, a ciento cincuenta estadios de la ciudad, se extendía un alargado espolón de los Apeninos que se extendía hasta penetrar en el mar más de doscientos estadios formando el escarpado promontorio de las Sirenusas. Al otro lado, oculta de la vista por aquellos picos, se encontraba Campania, la presa en disputa entre macedonios y romanos.

En el terrado ardían ya varias antorchas, pues la noche empezaba a caer. Cerca de la balaustrada que se asomaba al este habían dispuesto una gran mesa de madera a la que estaba sentado Dicearco. El jefe de cartografía de Alejandro era un hombre menudo y delgado de unos cuarenta años, calvo y con una barba muy negra cruzada por dos mechones blancos. Al ver al rey se levantó de su asiento, pero Alejandro le hizo una seña para que siguiera con sus mapas.

—Ha habido suerte —dijo el cartógrafo—. Va a ser una noche inmejorable para la observación. Así se demostrará que ese lunático está equivocado.

Sentado en un rincón de la azotea, Peucestas, el hercúleo general de los hipaspistas, hablaba con un hombre cubierto con manto y capucha a pesar del calor. Aunque no se le veía el rostro, Lisanias lo reconoció por la ropa. Era Kalba, el astrólogo caldeo que había venido de Babilonia enviado por el gran sacerdote Belumasar. A escondidas, Lisanias hizo un gesto para ahuyentar el mal, pues Kalba le producía escalofríos.

Poco después llegó Perdicas. Alejandro y él se abrazaron y se besaron en las mejillas. El general era más alto que el rey, pero éste no tuvo siquiera que estirar el cuello; todos los que rodeaban a Alejandro tenían la costumbre inconsciente de flexionar un poco las rodillas al acercarse a él para que la diferencia de estatura no se notara. Después Perdicas se volvió hacia Lisanias y le saludó inclinando la barbilla, a lo que el joven correspondió del mismo modo. Existía cierto respeto entre ellos, pero no amistad. Lisanias había sido ascendido a Guardia del Rey el año anterior y todo el mundo sospechaba que ocupaba un lugar similar al de Hefestión en la intimidad de Alejandro, aunque en rango militar aún estuviera muy por debajo. El joven sabía que los celos que antaño despertara Hefestión recaían ahora sobre él.

—¿Tan aburrido estás de verme que no has venido a saludarme hasta ahora? —preguntó Alejandro a su cuñado en tono suave—. No quería molestarte. Sé que has tenido muchas visitas hoy.

—No pasa nada. —Alejandro le dio una sonora palmada en el coselete de cuero—. Entiendo que primero está tu esposa. Quien trata bien a mi hermana me trata bien a mí.

—Procuro hacerlo, Alejandro.

—¿Eres feliz con ella?

—Mucho.

Alejandro meneó la cabeza.

—Ojalá pudiera decir lo mismo yo de Roxana. Menos mal que, como decía Filipo —Alejandro nunca se refería a él como «mi padre»—, cuando un rey no se lleva bien con su esposa puede permitirse el lujo de casarse seis o siete veces más.

Lisanias observó que, al oír el nombre de Roxana, Perdicas apartaba la vista de Alejandro y miraba hacia el mar. Una rápida sospecha se le pasó por la cabeza, pero le pareció tan descabellada que la desechó al instante.

—He oído en la ciudad que aún no se sabe aún nada del barco que traía a Agatoclea —comentó Perdicas.

Alejandro asintió sin decir nada. Lisanias sabía que estaba muy preocupado. No tanto por la joven pelirroja de Siracusa, ya que su muerte no supondría un percance irremediable. Su padre estaba más que dispuesto a mantener la alianza con Alejandro a cambio de tener las manos libres en Sicilia y un aliado poderoso en su enfrentamiento contra Cartago. Si Agatocles no tenía más hijas, seguro que encontraría alguna prima o sobrina para emparentarse con Alejandro.

Tampoco se trataba de la posible pérdida de la Anfítrite, aunque era el primer barco de su clase y le había costado una fortuna. No, la razón de la ansiedad que el rey trataba de disimular ante todos era otra que Lisanias conocía, y que también le dolía. Él, que adoraba a Alejandro y en algunos momentos se sentía amado por él, le podía entregar su lealtad, su compañía, sus oídos, el don de su belleza, incluso a veces sus caricias; pocas, pues la proverbial continencia de Alejandro se había acentuado con los años. Pero el verdadero báculo de Alejandro, la persona a quien recurría en busca de sentido común y en quien encontraba su fuerza interior era Néstor, del que no se había separado desde Babilonia.

Hasta ahora. Por generosidad, el rey había dejado a Néstor en Alejandría, ya que el embarazo de su cuarta esposa se presentaba complicado. Hacía pocos días les había llegado la noticia de que el médico había tenido que abrir el vientre de Nebet para sacar de él a dos mellizos. Tanto la madre como los hijos habían salvado la vida, lo que demostraba que Alejandro había acertado. Pero Néstor no estaba con su amigo y señor por primera vez en casi seis años, y fuera por casualidad o por el destino, era ése el momento en que Alejandro había empezado a encontrarse mal.

—Seguro que están reparando sus desperfectos en algún lugar de la costa —dijo Alejandro por fin—. La Anfítrite es un titán del mar. Es imposible que se haya hundido.

Pero Lisanias sabía que el rey estaba perdiendo las esperanzas. Cuatro días antes habían llegado las primeras naves de la pequeña flota que escoltaba a la Anfitrite, y desde entonces habían ido arribando desperdigadas, ya fuera en solitario o en grupos de dos o tres barcos. La víspera, al atardecer, había aparecido la última superviviente, una quinquerreme que venía en un estado lastimoso. Después de eso, ninguna más.

—Néstor es un hombre con suerte —insistió Alejandro—. Seguro que le ha contagiado su buena fortuna a la Anfitrite. Volverá. Ahora hablemos de otras cosas —añadió, tomando a Perdicas del codo—. Ven, quédate a cenar con nosotros.

El rey llevó a su cuñado junto a una mesa en la que los sirvientes habían colocado bandejas con frutas, tajadas de asado frío, quesos de cabra y de oveja y aceitunas y boquerones en vinagre.

—¿Una cena informal? —preguntó Perdicas.

—En realidad, una noche de observación astronómica —respondió Alejandro, llenándole la copa de vino. Después hizo lo mismo con la suya. Su cuñado se le quedó mirando, pero no dijo nada.

Lisanias sabía lo que estaba pensando Perdicas. Alejandro ha vuelto a beber. El vino de la cratera tenía tres cuartas partes de agua y el rey lo bebía con moderación, pero a todos les preocupaba que pudiera volver a las andadas. Sólo Lisanias sabía que tenía sus razones, pues el vino le ayudaba a vencer el insomnio, y si Alejandro no dormía un poco los dolores de cabeza que lo aquejaban desde hacía unos meses se volvían insoportables.

Era mal momento para perder a su médico en un naufragio.

Demetrio y su hermano llevaban cuatro días encerrados en una tienda de campaña de oficiales. Era espaciosa, y no les faltaba comida ni nada que pidieran, incluyendo la tinta y el papiro que el rey le había prometido a Euctemón, pero a cambio no les permitían salir. De vez en cuando un hombre calvo de ojos gélidos y labios apretados entraba en la tienda, echaba un vistazo a lo que escribía Euctemón y se iba sin decir nada.

Ya había anochecido y aún no les habían traído la cena. Euctemón, que tenía una especie de clepsidra interior y se inquietaba mucho cuando algo rompía su rutina, le preguntaba a cada momento:

—¿Cuándo viene la cena? Es la hora y no la han traído.

—Yo qué sé, Euctemón. Soy tan prisionero como tú.

Cuando su hermano le había preguntado por la cena al menos treinta veces, la cortina de la entrada se abrió y aparecieron varios miembros de la Guardia Real armados con espadas. Demetrio reculó asustado, convencido de que su destino ya se había decidido y de que los iban a ajusticiar allí mismo; pero Euctemón dijo:

—Es por la conjunción de la Luna y el cometa.

Demetrio quería tranquilizarse y creer que su hermano tenía razón. Aunque Alejandro había mostrado aparente interés por los cálculos de Euctemón, Demetrio sentía una gran desconfianza hacia los poderosos y sabía que para el rey de Macedonia ellos dos eran como insectos a los que podía dejar que revolotearan o aplastar de un sopapo.

Escoltados por dos hileras de guardias se dirigieron hacia la ciudad. Una vez intramuros, los condujeron a una mansión de piedra que se alzaba a poca distancia del templo de Atenea. El ala oeste estaba rodeada de andamios, y aunque ya se había puesto el sol los obreros seguían trabajando a la luz de lámparas y antorchas. Entraron en la casa. Mientras caminaban hacia el patio interior, Demetrio echó un vistazo a los frescos que decoraban las paredes. Aunque la técnica no tenía la maestría de las pinturas de la Pecile, el pórtico del ágora de Atenas, las imágenes resultaban más alegres y espontáneas. Era evidente que los nobles helenizados de la ciudad estaban muy orgullosos de sus caballos, pues aparecían en casi todas las escenas, ya fueran de guerra, de caza o de carreras de cuadrigas.

En el patio reinaba mucho ajetreo. Alguien importante debía haber llegado, porque los sirvientes se afanaban trajinando baúles y muebles de un lado a otro.

—La esposa del rey —les dijo uno de los guardias. Demetrio pensó que era una buena señal. Si compartían información con ellos, no debían tener la orden de clavarles una espada en los riñones al doblar una esquina.

—¿Cuál de ellas? —preguntó.

El guardia, que no era mucho mayor que Demetrio, hizo un gesto en el aire para contornear una sinuosa silueta femenina.

—La mejor de todas. No la conocía, pero te aseguro que no había visto una hembra como ésa en mi vida.

Subieron por una escalera de madera y llegaron a un amplio terrado iluminado por antorchas de resina aromática. Allí estaba el propio Alejandro, acompañado por su inseparable Lisanias. De los otros dos personajes que hablaban con él, Demetrio reconoció a Peucestas, comandante de los hipaspistas. Tras despedir a los guardias, el rey les presentó al otro como Perdicas. Demetrio se sentía cada vez más cohibido. Aquellos dos generales eran leyendas vivas, casi dioses para el vulgo, por no hablar del propio Alejandro; era como si de repente las estatuas del Partenón hubieran bajado de los frontones para conversar con él. Por otra parte, no se comportaban de la forma rústica con que los caricaturizaba Demóstenes, quien prácticamente afirmaba de ellos que se hurgaban las narices y ventoseaban en público. Al contrario, Alejandro y aquellos dos generales actuaban con suma elegancia y usaban un griego común tan correcto o más que el que se escuchaba en el Ágora. Mientras hablaban, apareció en la azotea el misterioso personaje que se había dedicado a entrar a verlos a la tienda sin decir nada. Alejandro se lo presentó como Eumenes de Cardia, y Demetrio recordó que se trataba del secretario del rey; si Alejandro era el corazón del ejército acampado en Posidonia, todo el mundo sabía que Eumenes era su cerebro.

Tras recordarles a todos que podían tomar lo que quisieran de la mesa donde estaba servida la cena, Alejandro se volvió hacia Euctemón y le dijo:

—Zeus nos ha sido benévolo y ha limpiado el cielo para que podamos contemplar a Urano. Mira allí —añadió señalando hacia el este, donde la luna llena empezaba a levantarse sobre la línea quebrada de los montes. Euctemón le miró a los ojos con un esfuerzo, pero enseguida apartó la vista. Entonces reparó en que, además de la mesa de la cena, había otra más pequeña alumbrada por dos candelabros de bronce. En ella, un hombre calvo y enjuto tomaba notas mientras su joven ayudante se dedicaba a enrollar y desenrollar mapas, acercarle tinteros, plumas y compases y lastrar las esquinas de los papiros con pesos de plomo para que no se volaran. Euctemón se acercó atraído por los mapas.

—Eute, no —susurró Demetrio, tratando de detenerlo. Pero Alejandro le puso una mano en el hombro.

—Déjalo. Los que están tocados por los dioses pueden hacer lo que quieran. ¿Sabes?, tu hermano me recuerda un poco a Diógenes.

Demetrio se volvió hacia Alejandro, y por encima del hombro de éste captó la mirada hostil de Lisanias. Sabía lo que significaba, porque también sabía lo que significaba la sonrisa del rey. Desde que era niño y entrenaba en el gimnasio a las órdenes del paipaiotribes le habían salido muchos pretendientes entre los adultos, y en el campamento de la efebía un oficial había amenazado con suicidarse si no le daba al menos un beso. Pero Lisanias podía estar tranquilo, porque a Demetrio, por muy apuesto que le pareciera el rey, no le atraían los hombres.

—Ese hombre es Dicearco, mi jefe de topografía —prosiguió Alejandro—. Un gran matemático. También escribe sobre filosofia y es un estudioso de los regímenes políticos, aunque en ese aspecto ha resultado algo proespartano para mi gusto.

—¿Qué miras tanto? —le preguntó Dicearco a Euctemón.

—También es un poco cascarrabias —susurró Alejandro—. Me pregunto qué dejará para cuando sea viejo.

—Tu mapa —respondió Euctemón, estirando la mano para tocarlo. Dicearco le golpeó en el dorso con una regla de madera.

—¡Más despacio, que vas a emborronar la tinta! A ver —añadió, señalando con la punta del compás dos ciudades—. Estamos aquí en Posidonia, y esta ciudad del sur es Regio. ¿Me sigues?

Euctemón asintió sin levantar la vista del mapa.

—¡Pues entonces mírame a la cara, maldita sea!

Euctemón lo hizo, pero no aguantó mucho rato, y sus ojos se dedicaron a saltar del mapa a Dicearco y viceversa.

—La distancia por mar en línea recta entre Posidonia y Regio es de mil doscientos cincuenta estadios —recitó el cartógrafo—. La distancia angular que separa ambas ciudades es 1/144 de circunferencia. ¿Y bien?

Eso mismo se preguntó Demetrio. ¿Y bien? ¿Adónde quería ir a parar Dicearco? Pero su hermano miró un instante a la izquierda, sus pupilas giraron un par de veces mientras calculaba y respondió:

—Eso significa que la circunferencia de Gea es de ciento ochenta mil estadios.

—Excelente —le alabó Eumenes con voz lisa como un espejo.

—Siempre que las mediciones sean correctas y sea cierto que ambas están sobre el mismo meridiano —añadió Euctemón.

—¿Pero qué te has creído, mocoso? —exclamó Dicearco—. ¿Pones en duda mis mediciones? He utilizado los mejores métodos geodésicos. ¡Yo mismo los he inventado!

Euctemón se encogió de hombros, un gesto que resultaba aparatoso y desmañado en alguien con brazos tan largos y que además siempre los llevaba caídos.

Dicearco se calmó un poco y siguió haciéndole preguntas de matemáticas que Euctemón respondía a una velocidad inverosímil, a veces incluso antes de que Dicearco terminara de enunciar el problema. Era evidente que el topógrafo estaba desconcertado y un punto envidioso. Dejó a Euctemón un diagrama sobre esferas celestes para que le echara un vistazo, se puso en pie y tomó a Demetrio del brazo para hacer un aparte con él.

—¿Siempre ha sido así?

—Desde que yo puedo recordar, sí. De niño se dedicaba a contarlo todo y a inventar relaciones extrañas entre los números. Una vez que estábamos jugando en el jardín se me ocurrió preguntarle cuántos ladrillos tenía la tapia que daba a la calle de las Teas. La miró un segundo y me dijo que eran cuatro mil trescientos setenta y ocho.

—¿Y lo eran?

—Sí. Me acuerdo porque tuve la paciencia de contarlos. Dicearco se volvió hacia Alejandro.

—A veces hay locos como él —le dijo—. Los dioses les privan de la razón, pero una sola de las Musas les insufla su don, y salvo en eso son unos perfectos idiotas en todo. Se ve que este muchacho es un protegido de Urania.

—Mi hermano no es ningún idiota —le defendió Demetrio—. Está obsesionado por los números, sí, pero también sabe leer y escribir perfectamente, y entiende todo lo que se le dice mejor que mucha gente. Él no tiene la culpa de ser raro.

—Desde luego, parece raro —intervino Eumenes.

Volvieron a acercarse a la mesa. Euctemón examinaba un papiro desplegado en el que se representaba un modelo planetario parecido al que él mismo había dibujado en el suelo. Pero aquí el centro no lo ocupaba Gea, sino un fuego central representado con tinta roja y amarilla. La propia Tierra giraba en la segunda órbita, por debajo de la Luna, el Sol y los planetas, mientras que la primera órbita la ocupaba otro cuerpo señalado con un símbolo que Demetrio no había visto nunca.

—Es un modelo pitagórico que no sirve —dijo Euctemón, sin mirar a nadie. Poniendo el índice sobre el cuerpo desconocido situado en la primera órbita añadió—: Ésta es la Antitierra que los pitagóricos necesitan para equilibrar la disposición de los elementos en el Cosmos porque han desplazado a la Tierra del centro. También la necesitan para que haya diez cuerpos siderales porque diez es un número perfecto según ellos.

—¿Por qué no vemos ni la Antitierra ni ese fuego central? —preguntó Alejandro. Dicearco hizo amago de contestarle, pero el rey le silenció llevándose el índice a los labios. Euctemón, que no había visto su gesto, prosiguió.

—La Tierra gira sobre sí misma a la vez que orbita alrededor del fuego central de manera que la superficie en que habitan los humanos siempre mira hacia el exterior y nunca hacia el centro. Del mismo modo la Luna al orbitar alrededor de Gea sufre una rotación sobre sí misma y por eso desde la Tierra siempre se ve la misma cara lunar. Esa cara lunar es la que tiene manchas porque al estar en el lado inferior de su esfera de cristal tiene contacto con la región de la esfera terrestre y participa de su imperfección.

Se había levantado una brisa que era de agradecer después del calor asfixiante del día. La luna se alzaba amarilla sobre las montañas y, rozando su borde, Ícaro empezaba su ascensión en el cielo. Demetrio echó un vistazo hacia la mesa donde estaba la cena. Allí estaban Perdicas y Peucestas, comiendo y charlando, sin ningún interés en la conversación sobre astronomía. Lo que le sorprendía era que Alejandro aún lo mantuviese. Demetrio tenía hambre, pero no se atrevía a acercarse por comida mientras el rey siguiese hablando con Dicearco y Euctemón.

—Los pitagóricos —proseguía Euctemón— fueron los primeros en propugnar que Gea es esférica porque para ellos la forma más perfecta es la esfera y los cuerpos celestes tienen que ser perfectos.

—¿Por qué la esfera? —preguntó Alejandro.

—Porque en una esfera todos los puntos de la superficie equidistan del centro. Demetrio nunca había comprendido qué tenía eso de perfecto, pero a Dicearco le debía gustar la idea, porque asintió con la barbilla.

—Pero —añadió enseguida Euctemón— ésa no puede ser la verdadera razón por la que Gea es una esfera puesto que tiene montañas y valles. Y si tiene montañas y valles su superficie no es lisa y si no es lisa tampoco es perfecta.

—Es perfecta dentro de un margen —dijo Dicearco—. No existe ninguna montaña en el mundo que mida más de diez estadios de altura, y teniendo en cuenta que el diámetro de Gea es de más de cincuenta y siete mil estadios, se trata de una desviación aceptable.

—Si tiene una desviación ya no es una esfera perfecta —se empecinó Euctemón. Dicearco resopló y Alejandro sonrió de nuevo, divertido.

—Mi querido Dicearco —intervino Eumenes—, las montañas del Paropamiso y las del Cáucaso miden mucho más de diez estadios. Lo sé porque he tenido el placer de escalarlas con nuestro rey —añadió sin el menor asomo de ironía.

—Ésa es una falsa impresión causada por el frío y el enrarecimiento del aire en circunstancias locales —respondió Dicearco—. Por definición, es imposible que una montaña pueda superar la altura que he dicho.

—Parece mentira que hayas estudiado con Aristóteles —dijo Alejandro—. Él no estaba dispuesto a mantener una teoría si veía que los hechos reales la contradecían.

—Discúlpame, ¡oh rey!, pero deberías confiar en mí para las matemáticas y la medición de la Tierra. Yo no te discuto cómo debes disponer tus falanges en el campo de batalla.

Alejandro soltó una carcajada. A Demetrio le sorprendió que un simple científico se atreviera a contradecir así al rey más poderoso de la ecúmene. Desde luego, Alejandro no parecía el tirano despótico y sanguinario que Demóstenes les había vendido a los atenienses. De hecho, a Demetrio le recordaba más lo que sabía del estadista Pericles, que había gobernado Atenas durante muchos años recurriendo a la persuasión y no a la fuerza. Curiosamente, Pericles también frecuentaba la compañía de científicos como Anaxágoras, un jonio de quien su hermano le había hablado en términos casi elogiosos, algo raro en él.

—De todas formas el modelo pitagórico no sirve porque la Tierra está inmóvil en el centro del Cosmos —dijo Euctemón.

—En eso estoy de acuerdo, pero ¿por qué no se mueve? —preguntó Dicearco.

—Es evidente que Gea no se mueve porque si girara alrededor de ese fuego central a tanta velocidad soplarían vientos tan fuertes que lo devastarían todo y en el mar se levantarían olas tan grandes que se desbordaría de sus orillas.

Dicearco asintió.

—¿Y qué me dices de la paralaje?

—La falta de paralaje también demuestra que Gea está inmóvil y que no gira alrededor del Sol.

—¿Qué es la paralaje? —preguntó Alejandro.

—La paralaje es la diferencia entre las…

En ese momento sonó la áspera voz del caldeo:

—¡Shallummu!

Todos se volvieron hacia el este. La cabeza rojiza del cometa estaba rozando la curva inferior de la luna llena. Alejandro ordenó que apagaran las antorchas. Aunque en la calle aún había luces, la noche era clara y el aire tan diáfano que ya se veían todas las constelaciones.

—Hasta ahora has pasado el examen, muchacho —dijo Dicearco—. Ahora veremos qué pasa con tu teoría sobre el cometa.

—Ícaro va a pasar por delante de la Luna durante media hora.

Sobre la mesa había una clepsidra. Dicearco la abrió para que el agua empezara a gotear hacia el recipiente inferior.

—Yo mismo pensaba que los cometas eran fenómenos atmosféricos como las estrellas fugaces —admitió el topógrafo—. Sin embargo cuando apareció Ícaro y lo vi pasar por detrás de la sombra de la Luna comprendí que no se trataba de un cometa normal. Pero tampoco puede chocar contra nosotros ni suponer ningún peligro, porque es imposible que lo que está al otro lado de la esfera lunar, en el reino del éter, entre en contacto con lo que está en la esfera terrestre, gobernada por los cuatro elementos.

—Ícaro es un cometa y va a pasar por delante de la Luna durante media hora —dijo Euctemón—. Volverá a hacerlo una vez más antes de que se estrelle y entonces tardará la sexta parte de una hora.

—Vais a ver enseguida cómo desaparece tras la Luna —dijo Dicearco.

—Ícaro va a pasar por delante de la Luna durante media hora —insistió Euctemón. Todos contenían la respiración. Incluso Perdicas y Peucestas se habían reunido con ellos y miraban hacia el cielo en silencio. El cometa siguió su avance, un movimiento demasiado lento para ser perceptible, pero con resultados que poco a poco se hacían visibles. Al principio, cuando la mancha roja se superpuso sobre el borde de la Luna pudo antojarse que era una ilusión óptica creada por una especie de halo. Pero el cometa siguió avanzando sin desaparecer de la vista y pronto fue obvio que estaba pasando por delante de la blanca faz de la Luna, seguido por su brillante cabellera. Demetrio suspiró. Hubiera deseado que su hermano no tuviese razón, pero estaba convencido desde el principio de que sus matemáticas eran tan infalibles y seguras como el propio curso de las estrellas.

—¿Qué dices ahora, Dicearco? —pregunta Alejandro—. Podría tratarse de una ilusión atmosférica, de un fenómeno creado por…

—No conozco ningún fenómeno que haga que se pueda ver a alguien que está detrás de una pared. A no ser que la pared sea de cristal —dijo Alejandro, con cierta impaciencia—. ¿Acaso la Luna es de cristal, Dicearco?

—La Luna no puede ser de cristal porque tapa las estrellas e incluso oscurece el Sol en los eclipses lo que quiere decir que es un cuerpo opaco —intervino Euctemón. Curiosamente, en vez de estar mirando el tránsito de Ícaro sobre la Luna tenía la mirada clavada en la clepsidra y observaba cómo el pico de la diminuta grulla de madera que flotaba en el recipiente inferior iba subiendo por la escala graduada que indicaba las fracciones de hora.

—Tiene razón —reconoció Dicearco. El topógrafo estaba contemplando el cometa a través de los tubos de una dioptra doble apoyada sobre la balaustrada—. ¿Cuál es la declinación de Ícaro ahora mismo, muchacho?

Euctemón apartó los ojos de la clepsidra, miró hacia el cometa, dobló el cuello hacia atrás hasta encontrar la zona donde se hallaba la Osa Menor y por fin dijo:

—Está una novena fracción de cuadrante por debajo del ecuador celeste. Dicho esto, volvió a concentrarse en la clepsidra, como si fuera la fuerza de su mirada y no la caída del agua lo que la hiciera moverse. Dicearco se apartó de la dioptra y preguntó a Demetrio en voz baja:

—¿Lo sabía ya o es que puede calcularlo a simple vista? —Las dos cosas— respondió Demetrio.

—En verdad es un hijo de Urania —dijo el topógrafo, y Demetrio comprendió que por fin se había rendido al talento casi sobrenatural de su hermano.

Los demás seguían observando el paso de Ícaro con desasosiego, como si estuvieran ante un mal augurio. Contemplar aquella mancha roja atravesando la faz de la Luna no era como ver el astro tapado por la sombra de las nubes. No llegaba a ser un eclipse, pero de alguna manera resultaba más inquietante, como si Ícaro estuviese profanando y manchando de sangre a la blanca Selene. Alejandro le hizo un gesto a Euctemón para que se acercara. El joven vaciló un instante mirando la clepsidra, pero por fin se levantó del taburete y acudió, caminando sin mover los brazos. A Demetrio le sorprendía que su hermano hubiese comprendido que con Alejandro no valía hacerse el sordo como con los demás.

—¿El resto de tus cálculos están bien? —preguntó Alejandro.

—Son cálculos muy sencillos cuando se comprenden —respondió Euctemón—. Ícaro gira cada vez más rápido alrededor de Gea porque está más cerca y por eso ahora tarda sólo siete días en desaparecer del cielo y está otros siete días escondido bajo el hemisferio austral. Tardará cada vez menos hasta que gire tan rápido que se vea a simple vista su movimiento y entonces se estrellará contra Gea.

—¿Por qué no cae directamente en vez de dar vueltas? —preguntó Eumenes.

—Ícaro no cae hacia la Tierra en movimiento rectilíneo porque debe estar compuesto de éter fuego y tierra y el éter hace que…

—Más despacio, Euctemón —le dijo Alejandro—. Más despacio, por favor. Demetrio observó que el rey se llevaba la mano a la cabeza y se apretaba las sienes, pero sólo fue un instante. Enseguida levantó la mirada de nuevo y sus ojos buscaron el rostro de Euctemón. Pero, curiosamente, se quedaron fijos en un punto que estaba a casi un palmo a la izquierda de su rostro. Demetrio se preguntó si a Alejandro no se le estaría contagiando la extraña conducta de su hermano.

Por su parte, Euctemón tragó saliva y ralentizó sus palabras, pero a cambio aceleró el movimiento de sus dedos, que se cruzaban y descruzaban a toda velocidad como si estuvieran animados de vida propia. Demetrio sabía cuánto le angustiaba aquella conversación y, sobre todo, ser el centro de atención de tantas personas a la vez.

—El éter es el elemento más ligero y hace que el cometa tienda a ascender y a mantenerse por encima de la Luna. El fuego y sobre todo la tierra lo hacen más pesado y hacen que tienda a caer. Ese conflicto hace que se mueva en espiral. Pero el fuego y la tierra son dos elementos y están venciendo al éter. O el éter del cometa se está extinguiendo y por eso se precipita hacia la Tierra.

—El éter es inextinguible por su propia naturaleza. Eso es como decir que los dioses son mortales —exclamó Dicearco.

—Anaxágoras decía que los astros son en realidad piedras —dijo Alejandro, apoyando una mano en el hombro de Lisanias. Demetrio pensó que tal vez se había mareado, porque seguía teniendo la mirada algo desenfocada—. Yo mismo he visto la que cayó del cielo en Egospótamos. ¿Qué tamaño puede tener esa piedra, Euctemón? La que yo vi era como un carromato, y según me contaron los lugareños había abierto un gran cráter en el suelo.

Euctemón volvió a mirar hacia el cometa, y sus pupilas giraron en rápidos círculos. Demetrio esperaba una respuesta rápida, pero su hermano tardó en contestar.

—Ícaro está tapando un doceavo de luna. Un doceavo de luna, un doceavo de luna… Falta geometría —añadió consternado.

Demetrio comprendió que le fallaba alguna fórmula básica para hacer sus cálculos. Entonces su hermano se dio la vuelta y corrió hacia la mesa de Dicearco. Allí se puso a revolver entre los rollos de papiro, las reglas, los compases y los tinteros, tirando al suelo todo lo que le estorbaba. El topógrafo dio un grito y se quiso abalanzar sobre él, pero Peucestas lo retuvo agarrándole por ambos codos.

—¡Me va a estropear los mapas! —se lamentó Dicearco.

Por fin Euctemón debió encontrar lo que buscaba, un dibujo topográfico que representaba relaciones entre ángulos. Leyó a toda prisa las fórmulas que lo acompañaban, volvió a mirar hacia el cielo y, casi por primera vez en su vida, sonrió.

—El cometa Ícaro mide quinientos estadios de diámetro con un décimo de aproximación. Demetrio sintió que el estómago se le encogía.

—¿A cuánto equivale esa distancia?

—El cometa Ícaro mide casi la mitad de la isla de Creta.

Todos se quedaron callados durante un rato. Por fin, Peucestas dijo:

—¿Seguro que quieres conquistar Roma, Alejandro? ¿No crees que deberíamos pasar los meses de vida que le quedan al mundo fornicando y bebiendo como locos?

Nadie se rió, ni siquiera el propio Peucestas. La cabeza del cometa abandonó por fin el disco de la Luna, pero su larga cabellera seguía atravesándola como una flecha. Euctemón volvió a inclinarse sobre la mesa, miró la clepsidra y dijo:

—El cometa Ícaro ha hecho su tránsito sobre la Luna en media hora.

Al despedirlos, Alejandro insistió en que no dijeran nada.

—Si es verdad que las estrellas son divinas, tal vez el dios que guía al cometa Ícaro decida cambiar su curso para que se pierda de nuevo en el cielo —dijo.

—Eso es im…

—¡Cállate, Euctemón! —rugió su hermano.

Lisanias comprendió el temor del ateniense. Si Euctemón amenazaba con divulgar lo que se había hablado allí aquella noche, el rey podía hacerlos matar a ambos. Pero Alejandro, que se había recuperado de su breve crisis, agarró a Euctemón por los hombros y le miró a los ojos. Era obvio que el ateniense se sentía muy incómodo en esa situación, pues movía la barbilla hacia los lados en tirones nerviosos, como si una fuerza superior le obligara a rehuir la mirada de Alejandro. Pero la voluntad de éste era más fuerte y le retuvo.

—Eres uno de mis soldados, Euctemón. Me has jurado obediencia.

—Sí.

—Mi orden para ti es que no hables de esto con nadie. Ni siquiera puedes comentarlo con tu hermano. Dime que lo has entendido.

—Lo he entendido.

—Dime: «Lo he entendido, Alejandro».

Euctemón tragó saliva.

—Lo he entendido, Alejandro.

El rey le soltó por fin. Por un instante su mano se acercó a la mejilla de Euctemón como si fuera a darle un cachete cariñoso, pero se arrepintió. Lisanias asintió aprobador. Era obvio que aquel lunático lo pasaba mal cuando alguien le tocaba.

Alejandro y Lisanias se quedaron solos con Perdicas y el caldeo, que apenas había pronunciado palabra. Alejandro se volvió hacia él.

—¿Qué opinas, Kalba?

El babilonio le respondió en un griego cargado de aspiraciones guturales.

—¿Has visto cómo entrelazaba las manos todo el rato, señor? Es la postura sagrada del dios Nabu. Y Nabu es el señor de los cielos, así que es natural que ese hombre comprenda sus secretos.

—¿Qué va a ocurrir? ¿Ícaro va a caer sobre nosotros?

—He trazado tu horóscopo, señor —dijo Kalba hurtándole la mirada, como solían hacer los babilonios—. Me habla de muerte cercana. Y tú eres el soberano del mundo, así que los cielos simbolizan en ti el…

—Entiendo —le interrumpió Alejandro. Después se volvió a Perdicas y le apretó el hombro—. Parece que nuestra aventura se va a acabar.

—Eso parece —respondió Perdicas. Lisanias no sabía cómo interpretar su expresión. Más que asustado parecía casi aliviado.

—Antes de que Ícaro nos aplaste, tengo el deseo de cabalgar contra los romanos al frente de los Compañeros, como hice contra Darío. ¿Me acompañarás, hermano?

—Por supuesto, Alejandro.

—¿Vendrás conmigo en mi última carga a lomos de Amauro? Perdicas tragó saliva. A la luz de la luna, a Lisanias le pareció ver que los ojos se le humedecían.

—Estoy seguro de que no será la última, Alejandro.

Perdicas y Kalba también se fueron, y Alejandro se quedó a solas con Lisanias. Sólo entonces se desplomó sobre la silla que había ocupado Dicearco y se tapó los ojos con las manos.

—Te ha vuelto a pasar —dijo Lisanias.

—¿Se ha notado mucho?

—Creo que Demetrio sospechó que no veías.

—Ese joven es perspicaz.

—Y muy guapo —añadió Lisanias.

Alejandro soltó una carcajada desprovista de alegría.

—Lisanias, Lisanias, no deberías sentirte… —Se interrumpió y a duras penas contuvo un gemido.

—¿Qué te pasa? ¿Es el dolor?

Las uñas de Alejandro rechinaron sobre el tablero de la mesa, pero sólo fue un segundo y enseguida recobró el control.

—Acércame el vino.

Lisanias le puso la copa delante. Alejandro la apuró de un trago y le pidió que se la volviera a llenar. Tras vaciarla de nuevo, le pidió: —Ayúdame a bajar. Se me nubla la vista.

Cuando llegaron al aposento real, Alejandro le despidió sin tan siquiera dejar que le ayudara a quitarse la ropa. Tras cerrar la puerta de la alcoba a sus espaldas, Lisanias no pudo aguantar más el nudo que tenía en la garganta y empezó a llorar. Había visto en los rostros de los demás el temor por la destrucción del mundo, pero él sólo podía sentir dolor por Alejandro. En sus ojos había una sombra de desesperación, como si las tinieblas del Hades hubieran penetrado en ellos. Su tristeza, bien lo sabía Lisanias, no era sólo porque presintiera su propia muerte. Se avecinaba el fin de todo y Alejandro, como rey de los hombres e intermediario entre ellos y los dioses, se sentía responsable de su suerte y a la vez impotente para evitarla.

Lisanias salió al patio. Mientras se lavaba la cara en el aljibe, pensó que tal vez Alejandro también estaba llorando y que por eso había rechazado su compañía. Después se preguntó si con Hefestión habría hecho lo mismo. Sospechaba que sí. Los dioses deben llorar solos.