DE REY A REY

En Posidonia hacía días que cundía la impaciencia. Todo el mundo sentía o creía saber que los preparativos ya estaban listos. Se acercaba el mes de hiperbereteo y con él el equinoccio. Las lluvias de otoño podían llegar en cualquier momento, y si algo molestaba más a los soldados que luchar y marchar, era hacerlo por barrizales y con los pies mojados.

Aún quedaba por celebrar el cacareado certamen de espada. Para acicatear a los hombres, los heraldos habían recorrido todo el campamento llevando en andas la armadura ofrecida como premio. La coraza de electro estaba repujada con ataujías de oro puro y piedras preciosas que representaban a Alejandro y al difunto Bucéfalo en una cacería de leones; las grebas eran también de oro labrado, y el yelmo era una rara pieza de cuero lacado con incrustaciones de oro y perlas. Según el tío del escudo, lo habían traído de un país al este de la India, aunque muchos soldados ponían gesto escéptico, pues todo el mundo sabía que la India estaba en los confines de la Tierra y más allá no había nada salvo el gran río Océano.

Al ver el trofeo, uno de los Agriopaides propuso que, si alguien de la compañía conseguía el premio, le entregara a Euctemón una de las grebas de oro. En cuanto oyó el comentario, el ateniense se empeñó en que le prometieran también el caballo. No hubo forma de que siguiera entrenando a sus compañeros hasta que todos juraron solemnemente, por escrito y con testigos, que lo harían. Era tan sólo el segundo día de adiestramiento, y como Euctemón lo hacía todo por orden estricto y sin saltarse ni un solo paso, no habían avanzado demasiado. Insistía en que cada hombre debía imaginarse rodeado de un círculo, o más bien de una esfera invisible, y en que para ir de un punto a otro trazaran en su mente rectas y curvas que unían los puntos de la superficie de dicha esfera. Como nadie lo entendía, Gorgo y Demetrio traducían sus palabras para los demás e imitaban sus movimientos prescindiendo de la verborrea.

Casi todos progresaban, pero Euctemón seguía venciéndolos. Aquello no dejaba de sorprender a Demetrio: el torpe de su hermano, convertido en el mejor espadachín de los Agriopaides. Gorgo tenía una explicación.

—La mayoría de las personas piensa en demasiadas cosas a la vez. Si encima sois hombres, se añade que vuestras pelotas son las que piensan por vosotros y os dicen: «Fornicar, fornicar, fornicar». En cambio tu hermano sólo ve y oye una cosa cada vez. Ahora le ha dado por la espada. No es que le esté dedicando unas horas al día; es que no hace otra cosa salvo cuando duerme y cuando caga, y no diría yo que no se lleve la espada también para limpiarse el culo. Y mírale ahora —añadió, mientras Euctemón entraba en una estocada a fondo—. No tiene dudas. No ve personas delante. Sólo cuadrados y círculos llenos de puntos que tiene que pinchar.

Eso era cierto. Si Euctemón tenía que sacarle un ojo a un compañero en un entrenamiento, lo hacía. No era broma. A Filolao le había clavado una estocada en la cuenca del ojo. Por suerte, había sido en la derecha, la que tenía vacía desde la campaña del Hircanio; por eso le llamaban Cíclope.

—Ahora bien —continuó Gorgo—, cuando llegue la batalla eso mismo puede ser un peligro. En el momento de la verdad hay que recordar que frente a ti tienes a un hombre.

—¿Un toque de filantropía? —se extrañó Demetrio.

—Ni lo sueñes, boquerón. Si le tengo que sacar las tripas o arrancar las pelotas a alguien, no lo dudo, y espero que tú tampoco lo hagas. Pero me refiero a prever lo imprevisible, y no sé si tu hermano sabrá hacerlo. Además —añadió pensativa—, ¿qué hacemos con un zurdo? Bueno, mientras no combata en la primera fila no será mucho problema —dijo, mientras observaba atentamente cómo Euctemón hacía una demostración de parada lateral.

Que supiera Demetrio, Gorgo aún no se había acostado con su hermano. Pero cuando hablaba con él lo hacía casi en susurros, se acercaba mucho a él, se colocaba el pelo para enseñarle el cuello y los lóbulos de las orejas, y le miraba a la boca más que a los ojos. Euctemón se ponía nervioso, era evidente, pero en vez de retroceder como hacía cada vez que alguien se acercaba a menos de un codo de él, se lo permitía, y hasta aguantaba que ella le tocara el codo, la mano o el hombro con cualquier pretexto, algo que ni a Demetrio le había consentido nunca.

Los Agriopaides ignoraban que el propio Alejandro había presenciado sus entrenamientos en un par de ocasiones. Venía vestido con una clámide de lana parda y una capucha que le tapaba prácticamente el rostro, y Lisanias le acompañaba ataviado de la misma guisa, de modo que pasaban desapercibidos. Después de observar durante un rato las evoluciones de Euctemón como instructor, Alejandro le dijo a Lisanias:

—El elegido de Urania guarda más sorpresas que el cofre de Pandora. Espera aquí, que quiero hablar con el capitán.

De lejos, Lisanias vio cómo Leónato, que vestía su habitual taparrabos, se enderezaba como el tensor de una catapulta al darse cuenta de con quién estaba hablando. Pero Alejandro le agarró por el brazo, le hizo sentarse y se acomodó a su lado. Tras una conversación que a Lisanias se le antojó demasiado larga, pues empezaba a notar miradas curiosas y algo hostiles sobre él, Alejandro se levantó y ambos salieron de la zona de los Agriopaides.

—Te veo un poco incómodo, Lisanias.

—No me gusta juntarme con esta gentuza.

Alejandro puso una sonrisa burlona, pero no dijo nada. No hablaron mucho más mientras seguían su recorrido por el campamento, ya de vuelta a la ciudad. Como Lisanias tenía sus propias fuentes de información entre los pajes que servían al rey y los criados que servían a los pajes, no necesitaba esa inspección secreta para saber cómo estaban los ánimos. Todo eran quejas. Los habitantes de Posidonia se quejaban de la glotonería y las ganas de camorra de los soldados. Los soldados se quejaban de que los posidonios no hacían más que estafarlos. Los oficiales se quejaban de que los soldados estaban aburridos y era muy difícil controlarlos. Y los generales se quejaban a la vez de los posidonios, los soldados, los oficiales y las madres de todos, y de paso de Alejandro, que estaba dando tiempo a los romanos para organizarse.

—Deberíamos entrar ya en Campania —le decía Meleagro—. Así podríamos hacernos fuertes tras los muros de Capua o Neápolis y esperar allí a los romanos.

—Yo no me escondo tras murallas. Yo las derribo —respondió Alejandro, contundente.

Lisanias había visto cómo, uno por uno, todos los generales se presentaban ante Alejandro y le repetían la misma cantinela. «Te respeto, oh Alejandro, y siempre te he respetado como respeté a tu padre. Pero creo que ahora, por primera vez, te equivocas. Deberías actuar ya con decisión y hacer esto», y aquí cada uno añadía sus propios consejos. Alejandro los escuchaba a todos con paciencia, incluso a Meleagro, y cuando terminaban les echaba la mano por el hombro y, en tono íntimo, como si hablara con su más apreciado consejero, les decía que aguantaran un poco más y siguieran confiando en él.

Los rumores del tío del escudo eran cada vez más fantasiosos. Ahora decían que Alejandro estaba fabricando armas secretas en una factoría al norte del río Silaris. Enormes fuelles lanzallamas cuyo fuego no se extinguía ni debajo del agua, catapultas múltiples que disparaban veinte flechas a la vez y a diez estadios de distancia, escudos tan bruñidos que no sólo cegaban a los enemigos sino que prendían fuego con sus reflejos. Ésa era la razón de tanta demora: había que esperar a que los ingenieros ultimaran tales prodigios. Lisanias se lo contó a Alejandro y le sorprendió que no se riera.

—El tío del escudo no va tan descaminado como otras veces.

—¿Estás fabricando armas secretas?

—¿Qué te parecerían sarisas de madera de pino?

—¿Para qué las quieres? Con esa longitud, se romperían a la primera.

—Sí, pero pesarían casi la mitad, ¿te das cuenta? Si un soldado puede sujetar una sarisa con una mano, le podemos poner un escudo casi el doble de grande.

Lisanias no sabía qué opinar. A ratos a Alejandro se le iba la cabeza y concebía ideas absurdas que, por el hecho de ser suyas, le parecían automáticamente geniales. Y si Lisanias ponía alguna objeción, le decía: «Yo no tengo nada que demostrar». El joven macedonio llevaba la cuenta de los días que habían transcurrido desde la partida de Crátero y Perdicas, y se preguntaba cuándo volverían, y si traerían consigo a Néstor. Tal vez con el médico cambiarían las cosas.

El último día del mes de gorpieo, Alejandro celebró una cena para festejar a los espartanos y a su rey Areo. Era la segunda en cinco días, y a Lisanias le extrañaba tanto afán por ganarse su favor.

Los espartanos poseían una peculiaridad tal vez única en el mundo. No eran una monarquía, ni una democracia, ni siquiera una tiranía. No, Esparta era una diarquía, un gobierno de dos reyes que pertenecían a dos dinastías diferentes, los Agíadas y los Euripóntidas; y por si los actos y decisiones de un rey no bastaran para estorbar los del otro, ambos estaban controlados por cinco magistrados conocidos como éforos, por un consejo de ancianos y por una asamblea de guerreros.

Areo se había convertido en rey de la dinastía Agíada cuando su abuelo, el vigoroso y anciano Cleómenes, murió en la batalla de Tegea luchando contra Crátero tras cincuenta años de reinado. El hijo de Cleómenes, Acrótato, había fallecido tiempo antes (según algunos, de aburrimiento por ver que su padre no se moría), de modo que Areo se había convertido en rey con tan sólo veinticuatro años. Alejandro le había invitado a venir a Italia y unirse a él en su campaña de conquista, aunque todo el mundo sabía que aquella invitación encubría una orden y que los cuatrocientos espartanos que acompañaban a su rey eran en realidad rehenes.

Los espartanos de pura cepa se hacían llamar «los Iguales», ya que en teoría todos tenían los mismos derechos y poseían predios equivalentes, recibidos del Estado, de los que obtenían los alimentos necesarios para contribuir a los banquetes comunales. Pero a lo largo de los siglos algunas familias habían burlado las prohibiciones de la ley y habían acumulado tierras y riquezas, mientras que otras se arruinaban y sus descendientes se convertían en espartanos de segunda clase, muchos de los cuales servían como mercenarios ahora en el ejército macedonio. Alejandro había escogido a cuatrocientos jóvenes de las familias más privilegiadas, y además había tenido buen cuidado de que todos fuesen solteros, sin hijos y sin hermanos varones. Así, en caso de morir, sus linajes se extinguirían. Era la mejor forma de garantizarse el buen comportamiento de una ciudad cuyo principal problema era la escasez de auténticos espartanos.

Obviando el hecho de que era un rehén, el joven Areo parecía contento de estar en Posidonia. Por su temperamento y su edad, era más proclive a las aventuras militares que Eudámidas, el rey que se había quedado en Esparta. Y Alejandro estaba trabajando a conciencia para seducirlo. De momento, si la primera cena había sido en la mansión de Posidonia, la segunda se celebraba en el gran pabellón de Darío, y Alejandro había hecho traer a la sala donde cenaban el mobiliario más exquisito. Lisanias había oído que a los espartanos, acostumbrados a una vida tan sobria y a un régimen tan cerrado que periódicamente decretaba expulsiones de extranjeros, se les abrían los ojos como platos cuando salían de su patria y veían los lujos ajenos. Ahora podía comprobarlo, sobre todo en el caso de Areo.

Se habían reunido allí diez espartanos y quince macedonios, entre ellos Peucestas y Glaucias (Alejandro había tenido buen cuidado de dejar fuera a Meleagro). Después de los brindis, llegó el primer plato.

—Es un detalle para mis invitados —dijo Alejandro.

Lisanias, que estaba de pie detrás del rey, probó de su cuenco, como siempre, pero incluso antes de llevárselo a los labios frunció el ceño por el olor tan fuerte a sangre y vinagre. Sólo podía decir que aquello era repugnante, y se preguntó si era otra de las ideas geniales de Alejandro. Pero luego vio que el rey Areo y su compañero de la derecha, Brásidas, asentían con la barbilla y bebían de sus cuencos muy serios.

—¿Sabe igual que el de vuestra casa? —preguntó Alejandro.

—Exactamente igual —respondió Areo. Luego empezó a ponerse colorado y escupió con un ataque de risa—. ¡Es la misma basura!

Los demás espartanos rompieron a reír, y los macedonios siguieron su ejemplo. Lisanias se dio cuenta, con alivio, de que era una broma. Alejandro había hecho preparar el célebre plato espartano conocido como «caldo negro» del que un ateniense había dicho: «No me extraña que vayan dichosos a la muerte con tal de no volver a probarlo».

Tras retirar el caldo negro, llegaron los platos de verdad, y el vino corrió en abundancia. Después los invitados se retiraron a otra sección de la gran tienda, donde los pajes habían colocado triclinios y veladores con vino y golosinas diversas. Allí les esperaban las flautistas y cortesanas. Alejandro se había esmerado. Para Areo había hecho traer a la mujer más bella del sur de Italia, una joven que se hacía llamar Nerea en recuerdo de una célebre cortesana que había vivido en Atenas en la época de Alcibíades y a la que, por lo exquisito de sus dones, llamaban «la amada de los dioses». Su cabello, de natural rubio, se veía aún más claro por la manzanilla que usaba para aclarárselo; tenía dos enormes ojos azules, la boca carnosa, un cuerpo digno de Afrodita bien ceñido por una túnica casi transparente y, aunque no tocaba demasiado bien la lira, lo hacía con mucha elegancia para lucir sus largos y finísimos dedos. Y, por supuesto, durante toda la velada no tuvo ojos ni oídos más que para Areo.

Con el vino y los bailes de las muchachas, los ánimos se fueron enardeciendo y la fiesta se convirtió en lo que era de esperar. Cuando las escenas de los divanes empezaban a recordar a las pinturas de ciertas piezas de cerámica que no se debían enseñar a mujeres decentes, Alejandro se levantó y le hizo una seña a Lisanias para que le siguiera.

Tras atravesar un pequeño laberinto de cortinas, llegaron a la estancia privada de Alejandro. Los gemidos y jadeos de la fiesta seguían llegando a través de las paredes de tela. Lisanias, que había bebido algo más de lo que tenía por costumbre, se dio cuenta de que estaba excitado. Alejandro se había sentado ante su escritorio para consultar unos documentos. El joven se puso detrás de él y le masajeó el cuello y los hombros.

—Gracias, Lisanias —dijo él con voz distraída—. Es muy relajante.

Al cabo de un rato, desesperado de conseguir algo más, Lisanias se asomó sobre la cabeza de Alejandro para ver qué hacía. Tenía desplegado en la mesa un mapa sobre el que movía pequeñas cuentas de colores para representar las unidades del ejército.

El mapa era una maravilla. Estaba basado en los informes de exploradores, espías y cartógrafos a los que Alejandro había enviado al norte. Gracias a sus datos, Dicearco había trazado un primer boceto ajustando al máximo las coordenadas y las proporciones. Después, el rey le había entregado ese bosquejo al pintor Etión para que lo completara. El resultado era un gran lienzo de cuatro codos de ancho por tres de alto que representaba la región de Campania en vivos colores.

Allí se veía la península que formaba el alargado espolón de las Sirenusas, y también, marcado en azul, el sendero que debían recorrer desde Irna a Nuceria para atravesar las montañas y llegar a Campania. Ésta era una llanura que se extendía entre los Apeninos y el mar, salpicada de ciudades que aparecían dibujadas con sus murallas y sus templos: Nola, Neápolis, Capua. Cumas, donde residía la Sibila más famosa de Italia, estaba situada en un promontorio que, junto con las Sirenusas, formaba un golfo marcado como el Cráter. Alrededor de Cumas había una comarca llamada Negra sembrada de círculos de distintos tamaños; algunos eran lagos, como el denominado Averno, y otros eran cuencas pobladas de bosques.

—Dicen que estos círculos son las señales que dejó el fuego de Zeus cuando destruyó a los gigantes con sus rayos —le explicó Alejandro, señalando con el dedo—. Toda esa zona está llena de aguas termales y pozos sulfurosos. No es extraño que digan que aquí debajo —añadió, posando el dedo sobre la isla de Pitecusa— fue donde enterró Zeus a Tifón después de derrotarlo.

—¿Y esa otra montaña? —Lisanias señaló un monte de cima achatada que se alzaba solitario en la llanura y dominaba la bahía del Cráter.

—Es el Vesubio. Su cima está llena de cenizas y rocas porosas de color negro. Seguramente sea una montaña de fuego. Eso explicaría que Campania sea tan fértil como las tierras que rodean al Etna. Sólo espero que el Vesubio no decida vomitar sus llamas mientras estemos bajo su ladera. —El dedo de Alejandro se deslizó desde el Vesubio hacia la derecha—. No sé cómo llaman los lugareños a este monte, pero nosotros lo denominaremos Encelado, por uno de los gigantes que dicen que está enterrado en esta zona.

Lisanias observó que el dedo de Alejandro se había quedado corto en su movimiento, a mitad del valle, sin llegar al monte que había mencionado. Le había vuelto a pasar. Sus ataques de ceguera eran cada vez más frecuentes, y el joven macedonio temía que en uno de ellos ya no recobrara la visión. Pero no se atrevió a preguntarle qué tal estaba y en su lugar le dijo:

—¿Quieres ofrecerles la batalla allí?

—Así es —respondió Alejandro, retrepándose en el asiento como si ya hubiera terminado con el mapa—. La ladera este del Vesubio es boscosa y los árboles invaden parte del valle. Pero según los exploradores luego hay una llanura de campos de cereales hasta Encelado, de entre veinte y veinticinco estadios de ancho. Espacio suficiente para desplegarnos.

—Pero ¿subiendo al norte no hay más espacio? —dijo Lisanias, señalando con el dedo en dirección a Nola—. No será por falta de llanura.

—Prefiero no dejar las ciudades griegas detrás de mí. Cuando caigan los romanos, nos abrirán los brazos. Pero mientras no se sepa quién va a ser el amo de Campania, son capaces de apuñalarnos por la espalda.

—¿Y los romanos aceptarán la batalla?

—Eso creo. Es un lugar de buen agüero para ellos. Allí derrotaron a los latinos en una batalla en la que uno de sus cónsules hizo ejecutar a su hijo por incumplir sus órdenes. El otro cónsul sacrificó su vida arrojándose a caballo contra la infantería enemiga para cumplir un oráculo que les auguraba la victoria sólo si uno de los dos cónsules caía en la batalla.

—Suena como en las Termópilas, cuando se dijo que nuestra ciudad se salvaría sólo si uno de los dos reyes se sacrificaba.

Areo pasó a través de la cortina, ajustándose el cíngulo de la túnica. Lisanias le puso la mano en el hombro a Alejandro y apretó con los dedos para girarle hacia el rey espartano.

—¿Te has cansado de la fiesta?

—Puede que la siga más tarde con Nerea. Es una muchacha muy hermosa, Alejandro. Y te lo dice un espartano, con la fama que tienen nuestras mujeres. Pero quería saber el porqué de tanta amabilidad.

—Somos reyes los dos, Areo. Es lógico que nos tratemos con cortesía. Lisanias le acercó un taburete al espartano y le ofreció vino.

—Gracias, sólo agua. Creo que ya he bebido más que suficiente. —Y añadió dirigiéndose a Alejandro—: ¿De veras es sólo hospitalidad?

Lisanias, con el pretexto de enrollar el mapa, apartó los candelabros para que el rostro de Alejandro quedara en la sombra y Areo no pudiera verle los ojos.

—Mentiría si te dijera que es un favor gratis —dijo el rey macedonio.

—¿Qué quieres de mí, Alejandro?

—Sé que los espartanos no combatís de buen grado en mi ejército.

—Debes disculparnos. Llevamos siglos mandando a los aliados y dirigiendo las campañas. Dejarnos gobernar por otros es una sensación nueva a la que aún debemos acostumbrarnos.

—Lo sé. Pero corren tiempos turbulentos.

—Perdona que te corrija, Alejandro, pero eso es lo mismo que se ha dicho siempre. También se dijo cuando Darío y Jerjes pidieron sumisión a mi patria.

Alejandro se frotó los ojos.

—Éstos son más turbulentos de lo que crees, Areo. Voy a contarte algo, y confío en que no lo compartas con nadie. Ni siquiera con tu almohada.

—¿Almohada? ¿Qué es eso? Recuerda que soy espartano.

Alejandro se inclinó hacia adelante y miró fijamente a Areo. Lisanias ya no sabía si veía o no veía; no le parecía oportuno ponerse entre ambos y agacharse para examinarle las pupilas.

—Dime, Areo, de rey a rey, ¿puedo confiar en ti? —insistió Alejandro, con ese tono de voz que usaba cuando quería hacer sentir a su interlocutor que era la persona más importante del mundo.

—Por supuesto —contestó Areo, repentinamente serio.

Alejandro le contó casi en susurros la historia del cometa Ícaro. Y supo hacerlo con tal convicción que Areo, miembro de la raza impasible de los lacedemonios, apenas respiró mientras le escuchaba. El propio Lisanias, que durante días se había olvidado de la amenaza, volvió a sentir aquel temor que se le aferraba a los intestinos.

Cuando Alejandro terminó de explicar que el cometa iba a chocar contra Gea el próximo invierno, y en concreto el día 12 del mes de peritio, Aseo respiró hondo, con las manos entrelazadas sobre las rodillas. Era un hombre joven e impulsivo, pero inteligente, y había comprendido los razonamientos del macedonio, una versión simplificada de los del propio Euctemón.

—Ahora que te he contado esto, te diré lo siguiente —dijo Alejandro—. Eres libre de tomar a tus cuatrocientos hombres y marcharte de aquí. Te daré los barcos para volver a Grecia mañana mismo, si quieres. Pero si no quieres, sólo si no quieres, si prefieres librar la última batalla de esta era con tus hombres en lugar de sentarte en tu hogar junto al fuego a esperar que el invierno nos traiga la destrucción, entonces…

Alejandro se interrumpió, se puso de pie y se giró hacia la mesa. Aprovechando que estaba de espaldas a Areo, Lisanias le acercó la copa de vino a la mano.

—Entonces, ¿qué, Alejandro? —preguntó Areo, levantándose él también.

Alejandro le hizo un gesto para que se acercara, y cuando lo tuvo al lado le echó la mano sobre el hombro. Lisanias se tapó la boca para que no vieran su sonrisa irónica al ser testigo una vez más de cómo su rey manipulaba a otros; mas por otra parte se le erizó el vello de la nuca al comprobar cómo su magia seguía funcionando.

—Dime primero si combatirás a mi lado, amigo. El rey de Esparta junto al rey de Macedonia. Dos hijos de Heracles hombro con hombro.

—Lo haré, Alejandro —respondió Areo con fervor.

—Entonces te diré lo que quiero de ti y de tus guerreros. Cuando llegue el momento de formar en la batalla, os pediré algo que vuestra ley os ha prohibido siempre.

—No te entiendo.

—Cuando lleguen los romanos, daréis un paso atrás. Y luego otro, y otro, y otro más, hasta donde yo os diga. Tendréis que retroceder, pero no por cobardía, sino por disciplina. Retroceder en buen orden, sin romper las filas. Como sólo los lacedemonios son capaces de hacer.

—¿Retroceder? ¿Estás planeando algún engaño? Tenía entendido que eras enemigo de las artimañas y que antes de Gaugamela dijiste: «Alejandro no roba la victoria».

—Ya que me citas a mí, yo citaré a uno de vuestros grandes generales, Lisandro. Fue él quien dijo: «Donde no llega la piel de león, ha de coserse un poco de piel de zorro». —Areo soltó una carcajada. Alejandro le apretó con más fuerza y le habló casi al oído—. Vuelvo a preguntarte: ¿Harás lo que te pido, Areo, nieto de Cleómenes?

—Si tú me lo pides, mis espartanos retrocederán. Pero una cosa te digo: no les pidas que le den la espalda a los enemigos, ni arrojen el escudo, porque jamás lo harán.

—Eso no os lo pediré, amigo mío. Al final seréis vosotros quienes les veáis la espalda a ellos, te lo prometo.

Cuando Areo se fue, Alejandro se acercó a la mesa y trató de apoyarse en ella. Pero la mano le resbaló y cayó al suelo. Cuando Lisanias acudió a ayudarle, tenía las pupilas tan dilatadas que parecían devorar los iris, y estaba temblando.

—Mi cabeza…

—¿Durante todo este rato no has podido ver nada?

Alejandro asintió y trató de levantarse. Un paje entró, alarmado por el ruido, y Lisanias le dijo que le ayudara a llevar al rey a la cama. Aún se oían la música y los ruidos de la fiesta, y el paje preguntó a Lisanias si echaba a los invitados.

—No. Nadie debe enterarse. Y tú, si le tienes aprecio a tu vida, no dirás nada de esto —dijo Lisanias con gesto fiero. Cuando se trataba de Alejandro, era como una leona defendiendo a sus cachorros.

—¿Tampoco quieres que avise a un médico? —preguntó el paje con ojos desorbitados de miedo.

—No, a un médico no —protestó Alejandro.

—Ya has oído —dijo Lisanias—. Quédate en la puerta y que no entre nadie. El paje asintió y salió de la estancia.

—Lisanias, tráeme a Néstor —musitó Alejandro.

—Crátero debe estar al llegar, Alejandro.

—Necesito a Néstor ahora, Lisanias. Mi cabeza… Me hundo, Lisanias. Siento cómo la negrura me está devorando por dentro…

—Es sólo una crisis, Alejandro. Pronto recuperarás la vista —dijo Lisanias, apretándole las manos.

—No, Lisanias, no. Esta vez no. Tráeme a Néstor. Tráemelo.

—Te lo traeré, Alejandro. Te lo prometo —dijo Lisanias, y dándole un beso en los labios salió de la tienda.

Aún quedaban horas para el amanecer; lo justo para hacer los preparativos, reunir a unos cuantos jinetes y buscar al médico. Si tenía que llegar hasta Roma para encontrarlo, lo haría. Pero no le fallaría a Alejandro.