EL MITO DE ER
Aristóteles siempre le había tenido miedo a la locura. En su familia materna se habían dado muchos antecedentes. Su bisabuelo había acabado sus días deambulando desnudo por las calles de Estagira, provisto tan sólo de un bastón con el que la emprendía a golpes contra cualquiera al que se le ocurriera mirarle fijamente, y un día que se había quedado dormido en un muladar las ratas le devoraron la cara, los brazos y las piernas. A Jenocles, hermano mayor de su madre, habían tenido que encadenarlo en una habitación cuando tenía treinta años, ya que, preso de una extraña rabia, quería morder a todo el que se le acercaba y le había arrancado una oreja de cuajo a un esclavo. Terminó sus días víctima de una infección provocada por él mismo al roerse la pierna derecha, que no reconocía como suya. Cleandra, tía de Aristóteles, se había ahorcado de una higuera un año después sin dar cuentas a nadie. Y la abuela, devastada por las desgracias de sus hijos y por una naturaleza en la que primaba la bilis negra, había decidido un buen día encerrarse en su habitación y no volver a lavarse ni a probar bocado. Por suerte, el hambre había ganado la carrera a la suciedad y, cuando la anciana murió, la pestilencia no había llegado a salir de su alcoba.
Según Platón, existían cuatro tipos de locura: la ritual, la poética, la erótica y la profética. Cuando le oyó clasificarlos así, Aristóteles pensó que ninguna de aquellas clases se correspondía con las muestras de vesania que había visto en su familia, y que debía haber una locura distinta, a la que él llamó locura-locura, que no servía a ningún fin y que se debía tan sólo a las fuerzas de la sinrazón y el caos que pugnaban por enturbiar el orden y la lógica del universo.
Su madre, Festias, parecía salvarse de aquella demencia, y mientras vivió su marido Nicómaco, médico del rey Filipo, se comportó en todo momento como una griega ejemplar, cumpliendo la máxima de Pericles de que lo mejor para una mujer era que no se hablara de sus acciones, buenas o malas.
Nicómaco falleció cuando Aristóteles tenía catorce años. Ese mismo verano, que fue especialmente caluroso e insalubre, se trasladaron a una casa que la familia tenía en Acrotoos. Aquella ciudad estaba en la cumbre del monte Atos, a tanta altura que en pleno verano había que salir a la calle con manto. De hecho, Acrotoos estaba tan alta que el sol salía allí varias horas antes que en la costa, y los lugareños comentaban que, cuando en Estagira cantaba el gallo, ellos ya estaban cansados de trabajar.
Un día, cuando aún no llevaban allí medio mes, Aristóteles observó algo extraño a la hora de cenar. Su madre le mezcló el agua con una quinta parte de vino, como siempre, aunque los manantiales del monte Atos eran mucho más puros que los de la llanura y no había por qué tomar esa precaución. Pero además le añadió una cocción de hierbas que, según ella, le había recomendado el difunto Nicómaco, pues eran excelentes para atemperar los humores de la pubertad. El caso fue que Aristóteles se quedó dormido nada más cerrar los ojos y en el siguiente parpadeo descubrió que ya era de día. Se levantó con una extraña pesadez en la cabeza y sin recordar lo que había soñado. A la segunda noche, cuando su madre le mezcló la misma pócima con el vino, estuvo a punto de protestar, pero una mirada severa de Festias le convenció de que era mejor callarse. Tras levantarse con el mismo torpor al día siguiente, decidió que no volvería a beber aquello, y que además tenía que descubrir por qué su madre tenía tanto interés en que durmiera como un leño.
Esa tercera noche se las ingenió para derramar el líquido sin que su madre lo viera, y luego se retiró a su alcoba fingiendo tener mucho sueño. Después, cuando se suponía que ya debía haber caído en brazos de Hipnos y Morfeo, oyó voces en el piso de abajo, talones de pies descalzos percutiendo sobre las baldosas y, por último, el rechinar de los goznes de la puerta que daba a la calle.
Aristóteles se descolgó por la ventana, algo que a su edad no era ninguna proeza, y una vez en la calle vio una procesión de antorchas que se dirigía hacia el norte, en dirección al bosque. A la luz de la luna llena, siguió a las antorchas a cierta distancia. Poco después empezó a escuchar cánticos acompañados de flautas y crótalos, y sospechó que iba a presenciar algún ritual. Recordó entonces que eran las fechas en que se celebraban las fiestas en honor de Támiris, un bardo tracio que había hecho una arriesgada apuesta con las Musas: si las vencía en un certamen poético, se acostaría con las nueve, y si perdía, ellas le arrebatarían su talento.
Como ocurría siempre en tales casos, el audaz mortal fue derrotado. Pero a los participantes de la fiesta, que se habían reunido alrededor de una hoguera encendida en un claro, no parecía importarles que Támiris se hubiese visto frustrado en su deseo de yacer a la vez con las nueve Musas. Aristóteles, que se encaramó a las ramas de un abeto, vio con ojos atónitos cómo su madre fornicaba con hombres y mujeres en todas las posturas y combinaciones posibles, mientras los celebrantes sacrificaban animales, se bañaban en su sangre aún humeante y se comían sus vísceras crudas, todo ello sin dejar de copular entre gritos y cantos guturales. Y, aunque a Néstor no se lo confesaría, comprobó con horror que Festias no sólo fornicaba con humanos, así como tampoco se limitaba a devorar carne de bestias.
De este modo, Aristóteles presenció desatadas a la vez la locura ritual y la erótica, junto con un salvajismo sanguinario que hasta entonces había creído perteneciente a relatos de un pasado mítico. Mientras su madre seguía entregada a aquel frenesí dionisíaco, el muchacho huyó del claro, volvió a trepar a su alcoba, recogió unas cuantas cosas y en plena noche bajó del monte Atos a riesgo de despeñarse.
Desde entonces vivió con su tío Próxeno, y su madre debió sospechar lo que había visto, pues nunca le pidió que volviera con ella. Un par de años después Festias desapareció, y Aristóteles prefirió no pensar qué destino habría sufrido, dónde podían estar sus restos o en qué se habían convertido. Huyendo de la maldición familiar, el joven decidió viajar a Atenas, donde había oído que funcionaba un templo de la razón.
Así, a los dieciséis años, Aristóteles ingresó en la escuela de sabiduría de Platón. A las afueras de Atenas, en un bosquecillo de olivos consagrado a Atenea y a las Musas, había un gimnasio conocido como Academia en honor de Hecademo, un antiguo héroe de la ciudad. Junto al gimnasio se extendía un agradable paseo rodeado por una columnata y sombreado por árboles, y allí, desde hacía años, Platón se reunía con su círculo de discípulos. Con el tiempo, el filósofo ateniense había comprado un terreno aledaño para edificar una pequeña propiedad. En ella vivía y en ella alojaba a sus estudiantes predilectos, incluidos sus amantes. En cuanto a Aristóteles, aunque Platón no llegó nunca a sentir atracción física por él, le bastó entrevistarlo media mañana para comprender que nunca había conocido a un discípulo con tanto talento, ni probablemente llegaría a conocerlo. De modo que el estagirita fue uno de los pocos afortunados que se instaló en la morada del sabio y pasó a pertenecer a su círculo interno.
Casi sin pretenderlo Platón, lo que había empezado como una especie de thíasos, una cofradía semirreligiosa, se había convertido en una institución más especializada donde se estudiaba no sólo filosofía, sino también dialéctica, geometría, aritmética, astronomía y armonía. Mientras Aristóteles estuvo allí, llegó a haber más de veinte estudiantes fijos, entre ellos dos mujeres, Lastenia y Axiotea. Una de las estancias de la casa en la que empezaron a guardar unos cuantos papiros se convirtió en una biblioteca que crecía día a día y que pronto hubo que ampliar. El propio Platón confiaba más en la memoria, la conversación y la inspiración que en la lectura, pero Aristóteles pasaba horas allí dejándose la vista entre las apretadas líneas de los libros.
En aquel tiempo, Platón acababa de cumplir los sesenta años, pero aún conservaba el cabello oscuro, el andar erguido y los anchos hombros que de joven lo habían hecho temible en la palestra. Era un hombre en su plenitud, lleno de energía, que había compuesto ya grandes diálogos como Protágoras, El banquete o Fedón. Cuando Aristóteles llegó, estaba escribiendo la más ambiciosa de sus obras, La república.
Era una época de convulsiones. Epaminondas acababa de denotar en campo abierto a los espartanos, algo impensable hasta entonces, y Grecia no tenía un dueño claro. Tebas, Atenas y Esparta pugnaban por la hegemonía, y en los volátiles cambios de alianzas sólo conseguían debilitarse mutuamente; una situación de la que a la larga se aprovecharía Filipo.
Platón se sentía inquieto ante tantas mudanzas y revoluciones. Siempre había llevado muy mal los cambios. Habría preferido vivir en un pasado que ni siquiera él había conocido, en una Edad de Oro que tal vez nunca existió, en que los nobles no lo eran sólo de linaje sino también de mente y de cuerpo, y nadie les disputaba el derecho a mandar. Anhelaba descubrir la fórmula para fundar un estado que fuese eterno, perfecto, inmutable, un reflejo de los cielos en la tierra. Sociedades tan arcaicas y cenadas como Creta y, sobre todo, Esparta se acercaban a ese ideal, pero Platón necesitaba algo más. Pensaba que la razón por sí sola no podía llegar a la verdad, y que en ocasiones había que dar un salto en el vacío para recibir una revelación. De ahí que hubiese decidido recurrir a las visiones místicas.
Aquellas prácticas sólo las conocían los discípulos más íntimos, los que pertenecían al círculo interior. Platón no quería acabar como su maestro Sócrates, que había sido condenado a muerte por un tribunal de quinientos un atenienses por introducir nuevos dioses en la ciudad y corromper a la juventud. Aunque Platón era un hombre profundamente religioso, temía que alguien pudiera confundir sus prácticas con la brujería. Gracias a sus viajes, a sus contactos con pitagóricos y miembros de otras sectas, a sus ejercicios ascéticos y a sus propios experimentos con diversas drogas, se había convertido en lo que Néstor había denominado «chamán».
En la parte norte del jardín de la finca, escondida tras unos espesos setos y sombreada por unos sauces, se levantaba una caseta circular donde Platón se retiraba para sus experimentos místicos. En primavera del mismo año en que llegó Aristóteles, el primer día de targelión, con la luna nueva, se encerró allí tras decir a todos que partía de viaje al norte. Sólo les confió su secreto a su sobrino Espeusipo, que luego heredaría la Academia, y al propio Aristóteles, pues había comprendido que el joven estagirita sabía guardar silencio, virtud poco frecuente en un griego.
Tras pasar un día entero en ayunas, el maestro emprendió el viaje. Acababa de recibir de Persia una vasija con haoma, la bebida ritual que utilizaban los seguidores de Zoroastro, y la mezcló con otra pócima que había preparado él mismo. Después, ante la expectante mirada de Aristóteles, lo bebió todo sin apenas respirar, se tendió en el suelo y le pidió que cerrara los postigos.
Al cabo de un rato, el maestro pareció quedarse dormido. Aristóteles entreabrió una ventana y comprobó que la luz no lo despertaba. Al acercarse más a él, observó que su pecho no se movía. Pasado un rato se asustó y le acercó a la nariz y a la boca un espejo plateado, pero el metal no se empañó.
Aristóteles se quedó allí, vigilando el trance de su maestro. El único que entraba en la caseta era Espeusipo, que traía agua y comida para el joven. Los dos eran de la opinión de que Platón había llevado demasiado lejos el experimento y estaba muerto; porque, aparte de no respirar, la temperatura de su cuerpo había bajado. Pero pasaron los días y el supuesto cadáver no dio señal alguna de corromperse. Aristóteles, que siempre había sido muy observador, reparó en que las uñas le crecían de forma apenas perceptible y las mejillas le adelgazaban un poco. Pero el cambio más espectacular se produjo el duodécimo día, cuando su cabello, que hasta entonces apenas tenía canas, se agrisó y se volvió blanco ante los ojos del joven discípulo.
Fue entonces cuando, tras proferir una especie de ronco estertor, el maestro abrió los ojos, y había en ellos una mirada de asombro y pavor que Aristóteles jamás olvidaría. Con voz sobrecogida, Platón exclamó:
—¡Recuerdo! ¡Recuerdo!
Aristóteles pensó que, tras aquel prolongado letargo, Platón querría comer o al menos beber, pero el único empeño de su maestro era contarle todo lo que había visto antes de que alguien o algo se lo borrara de la cabeza. Al principio mezclaba en su narración una especie de extraño idioma que en realidad no era tal, sino griego deslavazado, como un mosaico formado por teselas esparcidas al azar. Poco a poco, sus ojos recobraron cierta cordura y empezaron a enfocarse en lo que tenía delante, fue colocando las palabras en su sitio y ordenando las frases, y su discurso cobró lógica. Por fin, cuando terminó de contarle a Aristóteles un relato que poseía cierto sentido, le hizo jurar por Horco que jamás lo revelaría.
Pero ahora, treinta años después de su muerte, el sabio se había aparecido al más brillante de sus discípulos, el que más se había apartado de su pensamiento, para susurrarle: «Cuéntalo, Aristóteles». Liberado por fin de su voto, el filósofo de Estagira le narró a Néstor el verdadero mito de Er.
Otras veces Platón había tenido la sensación de que se alejaba de su cuerpo, y contemplaba visiones brumosas de sitios desconocidos y remotos. Pero en aquella ocasión lo primero que pensó fue que se había excedido al mezclar el haoma con la mixtura de belladona, adormidera y beleño. Pues de pronto se vio fuera de su propio cuerpo, tendido en el suelo, y a su lado estaba Aristóteles, arrodillado. Allí se quedó, flotando dentro de la caseta, y tuvo tiempo de ver cómo su discípulo se levantaba para entornar una ventana y hasta le acercaba un espejo a la boca. Y cuando vio que el muchacho meneaba la cabeza con desaprobación, comprendió que había muerto.
Fue entonces cuando un viento inmaterial lo arrastró. Podía verse a sí mismo como una forma cristalina, una medusa aérea flotando bajo los rayos del sol, y detrás de él colgaba un hilo de luz tenue y sutil, un finísimo cordón umbilical que lo unía con su cuerpo. Concibió entonces la esperanza de seguir vivo, no porque tuviera un gran temor a la muerte, que en su Fedón había descrito como una liberación, sino porque aún le quedaba un ingente trabajo por terminar.
Sobrevoló la Academia y la ciudad de Atenas. Era ya de noche, y él veía las estrellas de colores diáfanos, como si le hubieran retirado un velo del interior de los ojos; o más bien, comprendió, porque las estaba contemplando con los ojos del alma. El viento lo arrastró cada vez a mayor velocidad, primero hacia poniente y luego hacia el norte. Debajo, la tierra era negra como la pez y se confundía con las aguas. Empezó a oír gemidos y susurros a su alrededor, y vio que junto a él viajaban otros espíritus como el suyo, cada vez más numerosos. Sobre todos ellos volaba una sombra mayor, oscura y poderosa, con mirada de hielo, y cuando algún espíritu trataba de abandonar el sendero lo devolvía al redil con su negro bastón. Platón pensó que aquel debía ser el propio Hermes Psicopompo, escolta de las almas de los difuntos.
Llegaron a una vasta pradera rodeada de oscuridad por todas partes, donde los abandonó el Psicopompo. Allí podía verse la tenebrosa boca de una caverna que parecía taladrar el suelo; pero, al acercarse más, Platón se dio cuenta de que estaba suspendida en el aire, como una puerta hacia la nada. Sobre ella flotaba una gran luz, una puerta superior que conducía hacia las alturas celestiales.
Delante de ambas puertas se erguían los jueces del infierno, gigantes con cabezas de bestia, voces como aullidos retumbantes y miradas como espadas de hielo. Eran los antiguos dioses, terribles e incomprensibles para los mortales, quienes habían querido modelarlos como seres antropomorfos para pretender que podían manejarlos y de ese modo no sentir ante ellos el sobrecogido pavor que ahora experimentaba Platón. Tal vez los egipcios, con sus visiones aterradoras del mundo de más allá de la muerte, se acercaban más a representarlos como eran, aunque ante los ojos del espíritu aquellos jueces resultaban infinitamente más aterradores que la más brutal de las fieras.
Los muertos formaron en hileras ante los jueces, y Platón se puso en la suya. Sólo entonces se dio cuenta de que los espíritus presentaban colores más claros o más oscuros, y de que las almas más luminosas estaban construidas con lazos más cerrados y perfectos, mientras que las oscuras eran como engendros, diseños sin acabar, nudos con cabos al aire o senderos que no conducían a ninguna parte. El juez que les había correspondido, una especie de toro celestial con ojos como brasas de hielo y cuernos de geometría cóncava en cuyo interior brillaban las estrellas, separaba a un lado a unas y a otras. Las almas más perfectas ascendían hacia la luz, pero a las otras las precipitaba a la puerta de las tinieblas con un mugido implacable.
Platón se encontró desnudo ante el dios-toro. Había olvidado el hilo finísimo de oro que lo unía con su cuerpo, pero ahora el juez lo atrapó entre sus zarpas, tiró de él y lo acercó a sus ojos inexorables.
—Has intentado engañar a la muerte —dijo con una voz que hizo que el aire crepitara y se arrugara como un lienzo quemado—. Cuando llegue tu momento se te castigará a tormento eterno como a Sísifo. Ahora apártate, que luego irás al Río del Olvido con las almas retornadas.
El dios-toro soltó el hilo del alma de Platón, que entre sus garras se había convertido primero en plata y luego en plomo, y mientras el filósofo veía cómo aquella hebra recobraba su color dorado comprendió que le había faltado poco para quedar descolgado de su cuerpo. Se apartó de la hilera, y vio que más allá de los jueces había otras dos aberturas flotando en el aire. Pero éstas no eran un lugar de partida, sino un punto de llegada. Por la abertura celeste de su izquierda bajaban almas de cristal convertidas en figuras geométricas, retículas brillantes de dimensiones cegadoras, como tejidos que hubieran quedado empapados en la inefable luz de las visiones que habían contemplado en mundos más allá de la imaginación. Esas almas que debían haber pasado mil años en los cielos intentaban contar sus experiencias, pero no existían palabras para ellas en ningún idioma humano y tenían que inventarlas; y aunque su murmullo de plata era incomprensible y alienígena para Platón, la belleza de sus voces hacía vibrar su alma con una armonía que durante el resto de su vida le haría llorar cuando intentara recordarla.
Pero por el pozo oscuro asomaban almas sucias, deformes. Parecían cuerpos vueltos del revés, con las vísceras colgadas en ángulos imposibles. Eran espíritus que habían sufrido en lugares inhóspitos donde la luz estaba compuesta de agujas que taladraban los ojos, los sonidos eran esquirlas de metal y arena fundida, el aire era una masa pesada y nauseabunda de vapores amarillos que abrasaban al respirar. Esas almas también intentaban expresar las torturas sin cuento que habían sufrido durante mil años, y sus voces eran un coro de grillos de hierro rayando con sus patas una inmensa pizarra.
Platón quería creer que las almas que descendían de la luz inefable habían sido recompensadas por sus buenas acciones en vida, por su heroísmo defendiendo a su polis o por su nobleza persiguiendo la sabiduría. También quiso pensar que los torturados eran los tiranos, los cobardes, los perjuros y los corruptos. Pero aunque los espíritus de los recién llegados intentaron hablar con él durante siete días, ni en setenta veces setenta años habrían encontrado palabras para narrar sus experiencias, y no llegó a saber quiénes eran aquellos personajes. Pasados esos siete días, los jueces hicieron retemblar el suelo con sus bastones y dijeron:
—¡Marchaos de aquí! Ahora vuestro destino ya no está en nuestras manos, sino en las de las Moiras inflexibles.
Así pues, las almas partieron de nuevo navegando en dos corrientes, la de los espíritus de luz pura que tintineaban como un arroyo de aguas transparentes y la de las almas torturadas que fluían como un río de lava enfangada que cruje y se resquebraja al avanzar. Entre ambas corrientes viajaba Platón.
Tras cuatro días de camino, llegaron a un lugar desde el que contemplaron una inmensa columna de luz, más pura y brillante que la del arco iris, que se levantaba desde la tierra hasta perderse en las alturas del cielo. Allí, los dos ríos de almas fluyeron hacia las alturas, uno a cada lado del pilar luminoso. Comprendió entonces Platón que esa columna era el mismísimo eje del firmamento que perforaba la Tierra de parte a parte y se prolongaba por arriba y por abajo, atravesando las esferas de cristal de los cuerpos celestes, y que ese eje mantenía en su sitio todas las partes del Cosmos así como el cable maestro mantiene bien unida la tablazón de una nave de guerra.
Una por una, Platón cruzó con las almas las ocho esferas cristalinas que componen el Cosmos. Primero atravesó la esfera lunar, y al hacerlo sintió un momentáneo vacío, como si alguien le hubiera extraído la esencia de su alma y se la hubiera devuelto al instante. Miró hacia abajo y vio a sus pies la Tierra, tan lejos que se veía perfectamente todo su contorno. Distinguió mares, tierras e islas, pero no pudo ver a los hombres ni sus ciudades, y se dio cuenta de lo insignificantes que son las obras humanas.
Llegado a la región del éter inmortal, atravesó después la esfera en la que estaba encastrado el Sol. Pero Helios se hallaba en el cinturón del zodiaco, casi a un cuadrante de circunferencia de ellos, tan lejos que su luz no alcanzaba a cegarlos. Platón volvió a notar esa extraña sensación; podía traspasar las esferas porque éstas eran como la membrana de una pompa en el aire, o tal vez porque la materia de las almas era lo bastante sutil para atravesar aquel cristal perfecto.
A continuación cruzaron las esferas de los cuerpos errantes, Hermes, Afrodita, Ares, Zeus y Cronos, y cada una de ellas estaba rodeada por otras esferas de ejes excéntricos que causaban sus movimientos aparentemente azarosos. Tras dejar atrás Cronos surcaron un vacío inmenso, una infinitud de frío y nada, volando cada vez más veloces hasta llegar por fin a la gran bóveda, la inmensa esfera negra que giraba majestuosa arrastrando en su revolución todas las estrellas del firmamento.
Su viaje estaba a punto de terminar. Al acercarse a la cúpula sidérea, el eje del Cosmos se ensanchaba hasta unirse en tangente con ella. En aquel lugar, que no estaba ni dentro ni fuera de la gran esfera, se detuvo el fluir de las almas, y todas juntas, las de luz y las de fango, se mezclaron y giraron en un alborotado remolino alrededor del centro. Platón quedó suspendido sobre aquel vórtice en el que se revolvían la belleza y la fealdad, la virtud más excelsa y la depravación más monstruosa, el valor del guerrero que moría por su patria y la cobardía abyecta del que arrojaba el escudo y traicionaba a sus compañeros.
Pero los ojos de su mente ya no miraban al torrente de las almas. Allí, en el capitel de la gran columna del Cosmos, formando los vértices de un triángulo equilátero, había tres criaturas de luz y vapor, seres de formas fluctuantes, nubes plagadas de apéndices sinuosos que se volvían de dentro afuera y de fuera adentro.
De la boca de una de aquellas criaturas, parecida a un gusano, brotaba una trenza formada por millones de esférulas de colores que se retorcía en el aire. La segunda criatura usaba sus miles de patas para girar aquella trenza, retorcerla y dibujar con ella lazos y formas geométricas. Y de pronto la tercera se condensaba en la forma de un cangrejo monstruoso y con su pinza gigante la cortaba. Platón comprendió que estaba ante Cloto, Láquesis y Atropo, las tres Moiras, y que aquel lugar era el Templo del Destino.
Mientras sus manos infinitas se dedicaban a trenzar, medir y cortar, los ojos de las Moiras, globos blancos e inexpresivos, barrían con haces de luz el río de los muertos. Debajo de su luz gélida, el vórtice iba perdiendo sus colores, tanto los brillos inefables de las almas bienaventuradas como la oscuridad y la mugre de los torturados. Platón comprendió que aquella corriente formada por los propios espíritus era el Leteo, el Río del Olvido, y que era la mirada de las diosas del destino la que arrebataba a las almas la memoria de sus vidas pasadas, de sus recompensas y de sus castigos.
Ahora volved a la vida libres de recuerdos, cantaban las Moiras en turbadores intervalos de quinta, pues nadie debe revelar lo que ha visto en dimensiones que no le pertenecen. Vais a comenzar una nueva carrera mortal en un cuerpo portador de la muerte. No seremos nosotras ni ningún dios quien elija vuestro futuro, sino vuestra elección y el azar. La responsabilidad es vuestra.
Cuando los ojos terribles de las Moiras terminaron de borrarlo todo, luces y sombras, el río se convirtió en una corriente formada por innumerables hilos de cristal transparente. Sólo entonces se detuvo en su giro, y enseguida empezó a fluir en sentido contrario y se hundió en un veloz remolino, como agua tragada por un sumidero. Pero el espíritu de Platón se quedó allí, flotando unos instantes más en la cima del Cosmos. Entonces los ojos de Atropo se posaron en él con su luz lancinante. Bajo su mirada, Platón sintió un frío que ningún cuerpo mortal podría haber experimentado, y una desnudez terrible, porque no tenía manos para cubrirse las vergüenzas. Los ojos de la Moira veían su interior y a través de ellos también lo contemplaba Platón. De repente, todas las grandezas y virtudes de su alma se le aparecieron pequeñas y miserables, pues detrás de cada una de ellas se escondía un motivo mezquino, egoísta o simplemente grotesco.
Has contemplado lo que no debías ver, mortal. Vive recordando y temiendo. Cuando se cumpla un gran ciclo, volverás ante los jueces y recibirás la justicia que te corresponde.
Platón sintió un instante de terror indescriptible, y fue entonces cuando, según comprendió Aristóteles al escuchar su relato, su cabello encaneció de repente. Su alma gritó, con un aullido que arrancó ecos a la bóveda del cielo. En ese momento el hilo de oro que aún unía su cuerpo y su espíritu tiró de él, y se precipitó de vuelta hacia la Tierra sin dejar de gritar, y un segundo después estaba despierto en la caseta de los jardines de la Academia.
—Después de aquel día, no quiso volver a hablarme de su viaje espiritual, y jamás se atrevió a entrar en trance de nuevo. Aún así, terminó la República y reflejó su experiencia, aunque en la obra el viaje no lo hacía él, sino un guerrero panfilio llamado Er, y sustituía el pavor que había sentido por un mensaje de esperanza. Pero después, ya fuera por miedo o por evolución natural de su pensamiento, se apartó del misticismo, su filosofía se hizo más fría y analítica, y su carácter más retraído y pesimista. Por fin, casi veinte años después, cuando se cumplió el ciclo metónico predicho por la Moira, mi maestro murió. Y eso es todo.
Néstor dejó el cálamo a un lado. Había copiado lo más rápido posible, y le dolía la muñeca. Dejó el papiro sobre una bandeja y se frotó las manos contra las rodillas para secarse el sudor.
—Debes llevarle lo que has escrito a Alejandro. Él sabrá qué hacer.
—No lo entiendo —confesó Néstor—. ¿Por qué?
—Mi maestro me habló en el sueño con palabras parecidas a las que escribió al final de la República, pero sutilmente distintas. En su libro eran: «De este modo, Glaucón, se salvó y no se perdió el mito de Er. Y también nos salvará a nosotros si obedecemos sus enseñanzas, para que atravesemos con bien el río del Olvido y nuestra alma no se contamine». Pero en el sueño me advirtió: «Cuéntalo y salva a todos», sin mencionar el alma. Lo que me hace pensar que no se refería a una salvación espiritual.
—¿A cuál si no?
Aristóteles respiraba cada vez con más dificultad. Había hablado casi dos horas seguidas. En aquel momentáneo silencio, Néstor volvió a oír la música de la fiesta; o tal vez, absorto en el relato, había dejado de captarla. Alguien llamó a la puerta de la casa, con golpes secos e impacientes. ¿Algún invitado borracho que se apuntaba a última hora, como el Alcibíades del Banquete?
—Mis ojos ya apenas ven, y desde que empezó el verano no he salido de esta alcoba. Pero hasta ese día había seguido con atención los movimientos de Ícaro. El cometa tarda cada vez menos días en girar alrededor de la Tierra. ¿Sabes lo que significa eso?
Néstor no lo había pensado nunca. Ahora comprendió que tal vez había preferido no pensarlo, porque antes de que Aristóteles hablara supo cuáles iban a ser sus palabras.
—No está orbitando en círculos como los demás astros —dijo el anciano—. Ícaro está girando en espiral. Y toda espiral acaba cerrándose en un centro.
—Así que el cometa va a estrellarse contra la Tierra…
—Los dioses han decidido destruir de nuevo a la humanidad, como ya hicieron varias veces en el pasado. Yo no lo veré, Néstor. —Un acceso de tos le interrumpió. Cuando recobró el aliento, dijo—: Pero si el sueño que he tenido proviene de la puerta de cuerno y es verdadero, la única salvación posible para todos vosotros se encuentra en el mito de Er.
—¿Y por qué he de entregarle esto a Alejandro?
Aristóteles cerró los ojos y suspiró. Pasado un rato, contestó haciendo un gran esfuerzo: —Una vez se empeñó en consultar al oráculo de Delfos fuera de la fecha lícita. La Pitia acabó rindiéndose y le dijo: «Alejandro, eres irresistible». Sólo alguien tan soberbio que se cree un dios puede tener la audacia de escalar el cielo para enfrentarse al destino.
Néstor agachó la cabeza. Por desgracia, sospechaba que Alejandro, aquel dios entre los hombres, no viviría mucho tiempo.
Néstor dio a Aristóteles una buena dosis de jugo de amapola y lo dejó dormido. Pese a la droga, la respiración del anciano era entrecortada. Su pecho descarnado subía un poco y se quedaba quieto, como reacio a desprenderse de aquel aire tan precioso que tal vez no sería capaz de volver a introducir en su cuerpo; después lo soltaba con un silbido y volvía a empezar. Néstor se preguntó si el sabio de Estagira vería otro amanecer y salió de la estancia.
La música había cesado, y las voces que se escuchaban eran destempladas; quizá entre los asistentes había surgido alguna discusión desagradable y el vino les había terminado de caldear los ánimos. Pero cuando Néstor entró en el patio, vio que muchos de los invitados se habían ido ya, y otros se apresuraban a recoger sus estolas y sus mantos de verano para marcharse. Habían quitado las mesas, y al lado de la alberca, Gayo Julio le gritaba a un hombre de pelo gris, tan alto como él y mucho más corpulento, vestido con una toga purpurada. El tribuno señalaba con el dedo a su interlocutor y por un momento pareció a punto de agredirle, pero Escipión y otro invitado lo contuvieron.
Sólo entonces reparó Néstor en que el peristilo estaba plagado de lictores. Cuando trató de acercarse a Gayo Julio para comprobar qué pasaba, dos de ellos le salieron al paso y le aferraron por los codos. Intentó zafarse de ellos, pero un tercero se acercó y levantó sus fasces en gesto amenazante; entre las varas de abedul asomaba la cabeza negra de un hacha afilada, y Néstor comprendió que el hombretón con el que estaba discutiendo Gayo Julio era el dictador de Roma.
También tenían apresada a Clea; ella debía haber forcejeado con más empeño que Néstor, porque se le había caído el fino manto amarillo y se le había soltado el moño sobre un hombro. Uno de los lictores, un tipo casi tan alto como el dictador y que no tendría menos de sesenta años, golpeó el suelo con sus fasces y exigió silencio. Otro hombre vestido con toga y con la cabeza cubierta se adelantó y declamó con voz solemne:
—Yo, Publio Sempronio Tuditano, en nombre de los decenviros para las cosas sagradas, declaro que hemos abierto los sótanos del templo de Júpiter Óptimo Máximo y el arca de piedra que contiene los Libros Sibilinos. Siguiendo el procedimiento de las sortes, hemos abierto al azar los libros y la respuesta de los dioses es la siguiente: Roma sólo se purificará cuando se entierre vivos en un campo regado con sangre a dos extranjeros recién llegados que son una mancilla para la ciudad, una mujer griega y un hombre celta.
—¿Y los habéis abierto al azar? —dijo Gayo Julio—. ¡Qué casualidad tan oportuna! —Y añadió dirigiéndose a los lictores que tenían inmovilizado a Néstor—: Ese hombre no es ningún celta. ¡Soltadlo!
—No blasfemes, tribuno, si no quieres que tu cabeza ruede aquí mismo —respondió el dictador. Por su voz, Néstor se dio cuenta de que estaba borracho; lo cual no mejoraba precisamente la situación—. Si ese hombre no es celta, entonces es que yo soy persa. ¡Llevaos a los prisioneros al Tuliano! La sentencia se ejecutará mañana mismo.
Clea dirigió a Néstor una mirada de desesperación. Él trató de reconfortarla con algún comentario, pero no se le ocurrió ninguno. Demasiadas emociones para una noche. Aristóteles le había cargado con la responsabilidad de salvar a la humanidad, y ahora no era capaz de salvarse a sí mismo.
Cuando se llevaron a Agatoclea y a Néstor, Perdicas suspiró, extrañamente aliviado. Ni siquiera él sabía muy bien por qué, pero no quería que el médico regresara a Posidonia. Y, al fin y al cabo, ¿no era Crátero quien estaba al mando de la embajada? Que recayera en él su fracaso.
Crátero se acercó al dictador con las manos levantadas, para que quedara claro que no iba a intentar agredirle. Papirio hizo un gesto a sus escoltas, que se apartaron.
—¿Qué quieres decirme? —preguntó, y el intérprete que le acompañaba tradujo sus palabras—. No me pidas que te devuelva ya a los prisioneros. Ni siquiera el derecho de gentes tiene prioridad sobre los libros sagrados.
—Creo que vuestra ciudad posee la semilla de la grandeza —respondió Crátero—. La mayoría de los romanos me han parecido gente noble y de honor. Es una lástima, porque si enterráis vivos a la esposa de Alejandro y a ese hombre, que no es celta, os vaticino algo para lo que no necesito consultar ni los Libros Sibilinos ni el oráculo de Delfos. Roma va a sufrir un destino aún peor que el de Tiro y Tebas. Cuando arrasemos vuestras murallas y destruyamos vuestros templos, sembraremos esta tierra de sal, quemaremos todos los libros y borraremos todas las inscripciones en que se hable de vuestra ciudad. ¡Eso te lo juro yo, Crátero, general de Alejandro!
Dos de los guardaespaldas del dictador levantaron sus hachas, y Perdicas temió que Crátero hubiera ido demasiado lejos con sus amenazas. Pero Papirio ordenó a sus hombres que se apartaran. Después se adelantó hacia Crátero recogiéndose los bajos de la toga para no tropezar y le respondió:
—¡Cuándo nuestras legiones aplasten a vuestras falanges, macedonio, llevaremos la guerra a vuestro país y seremos nosotros quienes lo arrasaremos! ¡Pero tú, insolente bárbaro, tú no vivirás para ver ese día! ¡Ya me encargaré yo de ensartarte los hígados con mi propia lanza y arrastrar tu cadáver hasta el Foro Boario para rajarlo en canal y colgarlo junto con las demás reses!
Crátero soltó una carcajada al oír la traducción de aquella bravata. El dictador enrojeció aún más y, temblando de ira, le clavó un dedo en el pecho. El general de Alejandro ni siquiera parpadeó, aunque Papirio le debía estar echando el aliento en la cara.
—¡Ahora, marchaos de aquí! ¡Volved con vuestro amo y decidle cómo nos las gastamos los romanos! Os doy un día de ventaja. Después os daré caza como a alimañas. ¡Fuera!
Los macedonios, el dictador y su séquito ya se habían ido, al igual que todos los invitados. Escipión, como pretor, salió también para verificar que los lictores llevaban a Néstor y a Agatoclea hasta el Tuliano sin maltratarlos o perderlos misteriosamente en algún callejón.
Gayo Julio se dejó caer en un banco del peristilo. Las piernas le temblaban tanto de ira y frustración que apenas le sostenían. Su hermana se sentó a su lado y le cogió las manos.
—Ese miserable… —masculló Gayo—. Con tal de salirse con la suya, no tiene reparo en manipular a su antojo lo más sagrado.
—Le llegará su momento, Gayo. Cuando uno fuerza la voluntad de los dioses, ellos se vengan.
—¡Claro que le llegará su momento! Yo mismo me aseguraré de ello. Alguien que había permanecido entre las sombras durante todo el incidente se acercó a ellos. Era Eshmunazar.
—Por favor, Julia, déjanos solos.
Su hermana salió del patio con una mirada indescifrable. El embajador de Cartago hizo amago de sentarse al lado de Gayo, pero éste se incorporó.
—¿Qué quieres tú ahora?
—¿Hace falta ser tan brusco, noble tribuno?
—No estoy de humor para regateos, Eshmunazar.
—¿Alguna vez lo has estado? Los romanos sois malos mercaderes, Gayo Julio, y no se os da bien el arte de especular y negociar. Me has entregado tu información estos días con cicatería, como el goteo de una clepsidra. Te has reservado a tu prisionero para esperar el momento en que sacarías más ganancia por él. Ahora lo has perdido todo, tus quince talentos de oro y esto. —Le mostró un papiro cerrado con lacre sin sello.
—¿Qué es eso?
—El último informe de Sinón. Podrías haber ganado prestigio presentándoselo tú al dictador. Ahora lo hará otro, tal vez yo mismo. —El cartaginés se guardó de nuevo la carta y, antes de alejarse, dijo—: Adiós, Gayo Julio. Esperaba más de ti.
Yo también esperaba más de mí, se dijo él, retorciéndose los dedos a solas en el patio. Cuando enterraran a Néstor y Agatoclea, con ellos enterrarían también los restos de su honor. No había sabido proteger a sus propios rehenes, y todo el mundo se burlaría de su desprendido gesto en el Senado cuando los embajadores se marcharan de Roma con los quince talentos de oro. Eso, si Papirio no decidía robárselo a los enviados macedonios y confiscarlo para el erario o para su propia bolsa.
Algo le hizo levantar la mirada al cielo. El resplandor del cometa se adivinaba sobre el peristilo, pero su cabeza aún no había asomado. Entonces apareció una sombra humana encima del tejado, que se movió con la agilidad de un gato, saltó al patio y desapareció tras unos arbustos. Gayo Julio se puso en pie y buscó bajo su ropa el puñal que siempre llevaba escondido. Acababa de sacarlo cuando oyó una voz a su espalda.
—No te muevas. Estarías muerto antes de darte la vuelta.
A Gayo se le erizó el vello de la nuca. El miedo físico no era una sensación familiar para él, pero ahora lo sintió en las tripas, y tuvo que apretar los músculos del abdomen.
—Conozco tu voz —dijo.
—Es halagador. No cruzamos tantas palabras.
—¿A qué has venido? ¿Por qué has abandonado tu puesto?
—Hace mucho que no doy cuentas a nadie de mis actos, Gayo Julio. Vuelve a sentarte. Necesito que me des instrucciones para orientarme por las calles de Roma.