EN CASA DE LOS JULIOS

Había poco más de veinte millas desde el lago de Diana hasta Roma, y Gayo Julio espoleó a sus hombres y a sus prisioneros para recorrerlas a toda velocidad. Inquieto por la suerte de su hermana Julila, quería llegar cuanto antes, y consiguió que entraran por la Puerta Capena antes de que el sol alcanzara su cenit.

Como se temía, tuvo que perder varias horas con formalidades diversas. Primero él y sus hombres se desarmaron para cruzar el recinto del pomerio, que sólo se correspondía en algunas zonas con el trazado de la muralla. Entrar con armas a la vista no era cuestión baladí. Rómulo había matado a su hermano Remo por violar aquel perímetro sagrado.

Después se presentó ante su amigo y cuñado Gneo Cornelio Escipión, pretor de la ciudad, quien lo recibió ante la Curia escoltado por sus dos lictores.

—Bárbula ha nombrado dictador a Papirio —le informó Escipión—. Hace sólo dos días. No era una noticia inesperada. Siete años antes Lucio Papirio Cursor ya había sido nombrado dictador para dirigir la campaña contra los aborrecidos samnitas. Papirio se había comportado con la brutalidad habitual en él, recurriendo al flagelo y a sus enormes puños ante la menor indisciplina, e incluso había estado a punto de ejecutar a su lugarteniente Quinto Fabio, el magister equitum. En descargo suyo, había que decir que a la hora de la verdad Papirio había barrido a los samnitas del campo de batalla. La victoria podría haber sido definitiva, pero los soldados estaban enojados con él por culpa de su pelea con Fabio, que era muy popular, y a la hora de perseguir y aplastar a los samnitas se mostraron tan remolones que dejaron al enemigo huir y reorganizarse para futuras campañas. Incluyendo la humillación a la que habían sometido a una legión entera en las Horcas Caudinas.

Pero no eran los soldados quienes elegían al dictador, sino el Senado quien lo proponía y los magistrados con imperium quienes lo nombraban. En esta ocasión había sido Bárbula, el cónsul que más votos había conseguido ese año y, además, secuaz y amigo personal de Papirio.

Si bien el nombramiento no sorprendía a Gayo Julio, tampoco le alegraba. Su familia nunca se había llevado bien con la gens Papiria y, para ser más concretos, el dictador y su difunto padre habían sido enemigos personales. Que Papirio se convirtiera en el amo casi absoluto de la milicia y la política romanas no auguraba ningún puesto destacado para Gayo en la inminente guerra contra Alejandro.

—Son sólo seis meses —le consoló Escipión—. Estoy seguro de que la guerra durará más y tú y yo tendremos nuestra oportunidad. En cualquier caso —añadió, apretándole el hombro—, nadie podrá arrebatarte la primera victoria sobre los macedonios.

El pretor envió a los soldados macedonios a la prisión del Tuliano con la promesa de que se les trataría con humanidad; pero, en cuanto a la esposa de Alejandro, albergaba algunas dudas.

—Tal vez no deberías haber entrado con ella en el pomerio. Al fin y al cabo es una reina.

Cuando los romanos expulsaron a Tarquinio el Soberbio y fundaron la República casi doscientos años atrás se decretó que ningún soberano volvería a entrar en el recinto sagrado de la ciudad. Ahora, Gayo se volvió y miró de reojo a la joven Agatoclea, que esperaba muy digna junto al médico.

—No es lo mismo ser reina que una de las esposas de un rey, así que creo que a esa joven no se le puede aplicar la norma. A ella y al hombre que está con ella los alojaré en mi propia casa. Yo respondo de ellos.

—Ahora que lo dices, ¿quién es ese tipo alto con aspecto de celta?

—Es Néstor, el médico personal de Alejandro. Un rehén muy interesante. Escipión le miró a los ojos. Gayo había tratado de impregnar sus palabras de un tono cínico, como si quisiera implicar que lo único que le importaba era el rescate, pero su cuñado le conocía bien.

—Entiendo. Ojalá Fortuna sonría a Lila. Mi mujer ya está en tu casa.

No tardaron en llegar a la domus de Gayo Julio, que estaba al principio de la cuesta del Argileto, a unos doscientos pasos del foro. El tribuno insistió en que Néstor se refrescara, tomara un refrigerio y descansara, pero el médico aseguró que antes quería ver a su paciente.

—Mi deber como patricio romano es ofrecer…

—Yo tengo mi propio deber como médico —le interrumpió Néstor.

—No has dormido esta noche.

—Por favor, Gayo Julio. Ahora.

Gayo, que sabía reconocer una determinación como la suya cuando la veía en los ojos de otra persona, accedió. A Agatoclea (o Clea, como insistía en que la llamara) la dejó en manos de su hermana Julia, la esposa de Escipión, para que las instalara a ella y a sus cuatro sirvientas.

—¿Y mi mujer? —preguntó a Pandemo cuando vino a recibirle. El liberto, un griego nacido en Tarento, era su secretario y casi su mano derecha.

—Está indispuesta, domine. Esta mañana ha vomitado.

—Qué raro —rezongó Gayo.

Desde que Valeria estaba encinta no se podía contar con ella para nada. Ya había pasado lo mismo con su primer embarazo: vómitos, malas caras, manías y caprichos, días y días sin moverse de la cama. Para colmo, había terminado en aborto. Aquel matrimonio daba muy pocas satisfacciones a Gayo; estaba pensando en divorciarse de ella si esa segunda gestación tampoco llegaba a buen término. Nunca le había convencido su prometida, por mucho que su familia tuviese tanto lustre que sólo a los Valerios se les permitía abrir la puerta de su casa hacia la calle. Por eso no se había casado con ella por el ritual sagrado de la confarreación, lo que le habría supuesto cargar con Valeria el resto de su vida.

Su madre tampoco salió a recibirlo. Le mortificó, pero tampoco le extrañó. Desde que su padre muriera con la pierna engangrenada por una flecha samnita, cuatro años atrás, Cornelia se había ido encerrando cada vez más en sus recuerdos, su mente se había deteriorado poco a poco y ya hacía tiempo que había dejado de cumplir con sus deberes de matrona. La única mujer de su familia que se comportaba como una romana era Julia, y ya no pertenecía a su casa, sino a la de Escipión.

Cruzaron el atrio y giraron a la izquierda hasta el cubículo de Lila. Gayo hubiera llegado a ciegas, guiado por la quejumbrosa cantinela que entonaba su madre. Nada más entrar en la habitación, el médico arrugó la nariz y frunció el ceño. Pese a estar en lo más cálido del mes de sextil, dos grandes pebeteros quemaban hierbas, y las paredes, el arcón y el armario estaban festoneados de ramas de laurel e hinojo, aunque también había otras plantas que, por desgracia, no olían tan bien. Había incluso ristras de ajos colgadas del techo, como si aquello fuera una despensa.

—Que retiren todo esto —dijo Néstor. Después levantó la mirada hacia una pequeña ventana cerca del techo. Mientras la servidumbre despejaba aquel jardín botánico, él mismo se puso de puntillas y abrió el postigo. Con la puerta y la ventana abiertas, se formó algo de corriente y Gayo Julio respiró aliviado.

El patricio se inclinó para besar a su madre, sentada sobre un arcón con el manto pardo echado sobre la cabeza como si ya guardara luto. Ella, absorta en su letanía a Domiduca, Angitia, Orbona, Libitina y un sinfín de diosas ancestrales, ni siquiera le contestó.

—No ruegues aún a Libitina, madre —susurró Gayo Julio—. Aún no está muerta. He traído a un hombre que la curará.

Cornelia le miró a los ojos, y por un instante brilló en ellos esa severidad acerada que tanto temor le imponía de niño.

—No se puede confiar en los hombres. Sexto ha estado aquí al amanecer y la ha asperjado con agua lustral. Dice que Julila puede estar poseída por una larva.

Su madre, la única en la casa que llamaba a la niña Julila y no Lila, agachó la cabeza y siguió con sus preces. Gayo Julio se apartó de ella y rindió un rápido saludo a la capilla de los dioses domésticos, un larario en forma de pequeño templete en el que aparecía el genio de la familia escoltado por dos lares y una serpiente, ya descoloridos.

Su hermana estaba tendida en la cama, castañeteando los dientes entre escalofríos que no podía controlar, mientras la fiel Martina, la esclava que los había criado a todos, le agarraba la mano y le secaba la frente con un paño. Gayo Julio le dio un beso y notó en los labios que tenía fiebre. Lila abrió los ojos y le sonrió. A la pobre, para colmo, se le había caído un diente.

A Gayo no le extrañó que su primo Sexto, sacerdote encargado del culto a Volturno, achacara el mal de la niña a un genio maligno. Lila había adelgazado tanto que no parecía ella: era todo ojos febriles y húmedos en una carita afilada como la de un ratón. Y las palabrotas y juramentos que soltaba en los peores momentos de sus convulsiones no podían salir de la boca de una niña de seis años.

Néstor se sentó en cuclillas junto a la cama y examinó a la niña, que había vuelto a cerrar los párpados y respiraba con un áspero estertor, mientras abría y cerraba los dedos de la mano derecha en movimientos espasmódicos.

—Dices que se cayó de un árbol del patio.

—Sí —respondió Gayo—. Estaba jugando con sus primas, se subió a por una pelota y la rama se tronchó. Yo lo vi y salí corriendo, pero llegué tarde. Cayó sobre el hombro, y de rebote se golpeó la sien contra el suelo. Al principio sólo se quejó del brazo, pero se le pasó en un par de días.

—Entiendo. Y cuando lo teníais olvidado, de repente…

—Ocurrió dos semanas después. Yo estaba cenando en casa de Flavio, un amigo, cuando vinieron a avisarme. Lila estaba jugando con Pulcra —dijo Gayo, señalando a una muñeca de madera con cabellos de lana que estaba tumbada al lado de Lila como si fuera su hermana pequeña— cuando Martina se dio cuenta de que empezaba a hablar de una forma muy rara. La mujer asintió, sin dejar de mirar a Lila.

—Era como si quisiera buscar las palabras y no las encontrara. ¡Mi pobre niña, qué cara de miedo se le puso! Boqueaba como un pececillo —dijo la esclava. Gayo tradujo sus palabras, absteniéndose del último comentario.

—¿Recuperó el habla? —preguntó Néstor.

Gayo volvió a mirar a Martina. Ella había estado más tiempo con Lila, así que le tradujo la pregunta y siguió haciendo de intérprete entre ella y el médico.

—Después de aquello, sí —explicó la esclava—. Pero a menudo le vuelve a pasar lo mismo y se queda sin saber qué decir. También se inventa palabras que no existen, o suelta obscenidades que no son propias de una niña.

—¿Alguna otra señal?

—Se queja de que se le duerme una pierna, y también un brazo, y a veces casi no puede ni moverlos. Eso cuando no le dan convulsiones.

—¿La pierna y el brazo del lado derecho?

Ella miró sorprendida al médico y asintió. Gayo Julio sonrió. El médico sólo tenía una posibilidad entre dos de equivocarse. Aquella pregunta tenía que ser una fanfarronada para impresionarles, seguro.

—¿Tiene problemas para comer?

—Mira cómo está la pobre —dijo la mujer, levantando el brazo de la niña. Se veía tan flaco como el de la muñeca de madera—. Apenas puede tragar, y después lo vomita casi todo.

Ahora la niña se había dormido y su respiración era lenta y profunda. Néstor le descubrió el brazo. Tenía unas marcas en el hombro derecho.

—Le han aplicado una sanguijuela. Qué manía de sangrar a la gente. Pregúntale quién ha sido, por favor.

—Fue idea del barbero, domine —contestó Martina—. Dijo que a la niña le sobraba sangre, que si había perdido la palabra era por un exceso de sangre y que la sanguijuela le podía absorber el mal.

Néstor meneó la cabeza, contrariado. Después chasqueó los dedos un par de veces junto a la oreja derecha de la niña. Ella abrió los ojos un poco, pero despistada, como si en realidad no le viera. El médico se agachó sobre ella y le examinó los ojos de cerca.

—Necesito algo que me dé más luz.

Miró a su alrededor, y al ver las lamparillas de cerámica encendidas ante el larario se levantó y cogió una. Cornelia hizo ademán de protestar.

—Madre, déjale —dijo Gayo en tono severo.

Con mucho cuidado, Néstor acercó la llama al rostro de la niña. Después sacó de una de las varias bolsas que llevaba al cinto un fragmento de cristal de roca pulido y lo colocó sobre el ojo de Lila. Gayo Julio se acercó para curiosear y se sorprendió al ver que el iris de su hermana había crecido al doble de tamaño. Durante un segundo creyó que el médico había realizado algún hechizo maligno que dejaría deforme para siempre a Lila, pero cuando Néstor aplicó el cuarzo al otro ojo descubrió que el aumento era sólo un artificio producido por el cristal.

—Observa bien y dime qué ves —dijo Néstor, cambiando de nuevo el cristal de un ojo a otro.

Gayo se inclinó sobre Lila. De cerca, su aliento se notaba seco y febril, y eso le recordó una ocasión en que, con dos o tres años, se puso enferma de la garganta y él la tuvo en brazos toda la noche. Entonces también olió la fiebre en su aliento y pensó que se podía morir, pero aquella infección parecía una minucia comparada con el mal que sufría ahora. Entonces se dio cuenta de lo que quería decirle el médico.

—Tiene la pupila izquierda más grande que la derecha.

—Quería que me lo confirmara alguien con la vista más joven que yo. Lila —añadió dirigiéndose a la niña.

—Qué… —respondió ella con voz débil.

—¿Ten hellenikén glossan gignoskeis?

—Sí, sabe algo de griego —contestó Gayo por ella. Él mismo había empezado a darle lecciones el año pasado.

—Me gusta tu muñeca —dijo Néstor, vocalizando muy despacio—. ¿Cómo se llama?

—Pulcra.

El médico cogió a Pulcra, le colocó bien la cabellera de lana y se la puso a Lila en los brazos. Después se levantó y le hizo una seña a Gayo. Ambos salieron de la habitación.

—¿Puedes hacer algo por ella? —preguntó el patricio.

—Aunque sé que después de lo que he dicho parece una paradoja, tengo que sangrarla. Pero no en un brazo ni en una pierna. En la cabeza.

—Haz lo que sea menester.

—No me he explicado bien. —Néstor le miró a los ojos—. No consiste en abrirle una rajita sin más y esperar a que gotee la sangre. Tengo que perforarle el hueso del cráneo y sacar el líquido que se le ha acumulado debajo.

—¿El hueso… del cráneo? —Gayo sintió que se le encogía el estómago. Había visto más de una cabeza abierta en el ejército, y pocas de ellas pertenecían a gente que aún siguiera con vida—. ¿Eres capaz de hacer eso?

—Es una operación delicada. Hasta ahora he practicado diez trepanaciones. Cinco pacientes murieron y otros cinco vivieron, o al menos seguían vivos cuando me despedí de ellos. Tu hermana supondrá el desempate.

El médico insistió en actuar cuanto antes. Le parecía milagroso que la niña hubiera podido aguantar así desde mayo, pero creía que en su estado de consunción podía morir en cualquier momento. Lo primero que hizo fue buscar un sitio adecuado para la operación. Necesitaba una mesa sólida, lo bastante grande para tender a la niña en ella y, sobre todo, bien alta para no desriñonarse él. La única que encontraron con esas características era la del tablino, el despacho donde Gayo recibía a sus clientes y visitantes.

—Es una mesa muy cara —dijo Pandemo, que sabía que en la casa no sobraba el dinero.

—Me da igual que haya que tirarla a un vertedero después. Vamos.

Los esclavos de la casa la sacaron a duras penas, pues era de mármol y tenía unas pesadas patas de bronce que representaban caballos rampantes. Néstor hizo que la colocaran en un lado del atrio, donde el compluvio dejaba entrar luz natural; además, así estaba cerca de la cocina. Los fogones ya funcionaban a plena llama, pues el médico quería agua hervida en abundancia. En un caldero limpió sus instrumentos, en otro más grande hizo que las criadas lavaran un montón de gasas pese a que ya estaban limpias, y en una tercera cacerola más pequeña metió una esponja.

—Vigila que ésta no hierva —le dijo a su sirviente.

Gayo pensó que la esponja debía de ser muy importante cuando no quería confiársela a las esclavas de la cocina. Por otra parte, era extraño el celo que ponía Néstor en pasarlo todo por agua en ebullición y en lavarse las manos y los antebrazos como si quisiera arrancarse de la piel el miasma de un antiguo crimen.

—¿Por qué lo hierves todo? —preguntó.

—Los instrumentos, nuestras manos y hasta el aire que respiramos están plagados de espíritus invisibles. Esos pequeños dáimones son malévolos, y están tan hambrientos que en cuanto ven una herida abierta se precipitan sobre ella para beber la sangre y devorar la carne fresca. Pero tienen una debilidad: el agua hirviendo los mata.

Cuando todo estuvo dispuesto, Néstor hizo que llevaran varias mesitas más y las dispusieran alrededor de la grande. Sólo entonces ordenó que trajeran a la niña de su cubículo. Martina fue a cogerla en brazos, pero el propio Gayo la apartó y levantó a su hermana de la cama. Lila se le agarró al cuello con el brazo izquierdo; su mano derecha se cerró torpemente en el aire y quedó colgando como un tallo mustio. Por Cástor, pensó Gayo, las plumas de mi yelmo pesan más.

—¿Qué vais a hacer con Julila? —preguntó Cornelia.

—Tranquila, madre. Quédate aquí y sigue rezando por ella.

Gayo sacó a la niña al atrio, apretándola contra su pecho para que no viera los instrumentos de metal meticulosamente distribuidos sobre las mesillas: los que no acababan en punta tenían garfios retorcidos o dientes de sierra, y parecían herramientas de tortura más que de curación. Con mucho cuidado, depositó a su hermana sobre la sábana que habían extendido encima de la mesa de mármol.

—Está fría —protestó débilmente Lila.

—¿Te molesta mucho? ¿Quieres que la calentemos un poco? Ella pareció a punto de decir algo, pero no encontró las palabras y se limitó a mover un poco la barbilla a un lado.

—Vamos a hacerlo ya —dijo Néstor—. Hay que aprovechar que está tranquila. Prefiero dormirla ahora que no tiene convulsiones.

El esclavo le trajo la cazuela con la esponja caliente. El médico la cogió, la escurrió un poco sobre el agua y después se la acercó a la niña.

—Huele mal… —se quejó ella.

Néstor le agarró la cabeza con una mano y con otra le apretó la esponja contra la nariz y la boca. Lila lloriqueó un poco, pero enseguida sus gemidos se hicieron más débiles y no tardó en cerrar los ojos.

—¿Qué es eso? —preguntó Gayo.

—Una esponja somnífera. Se prepara sumergiéndola en una mezcla de adormidera, beleño y mandrágora puesta al fuego. Cuando la cocción hierve y termina de evaporarse, se deja secar la esponja y se guarda. Después, sólo hay que meterla en agua caliente para que los fármacos recuperen su poder.

—Los médicos griegos poseéis una magia asombrosa.

—Esto sólo lo utilizo yo —dijo Néstor, dejando la esponja de nuevo en la cazuela—. Tiene su peligro, y más con una niña tan pequeña. Pero no podemos correr riesgos. Si el escalpelo se me escapa el grosor de una uña, puedo matarla.

Para entonces todos los habitantes de la casa se habían congregado en el patio, y también algunos de las casas vecinas. Entre patricios, clientes, libertos y esclavos había más de treinta personas apiñadas en el atrio, murmurando y empujándose para ver más de cerca qué iba a hacer aquel curandero foráneo. Néstor ordenó que se retiraran al menos a seis pasos y que guardaran silencio. Los soldados que habían acompañado a Gayo para custodiar a los dos prisioneros formaron un cordón y apartaron a la concurrencia.

—Sólo necesito a cuatro personas cerca de mí. Boeto, Gayo Julio… —La mirada de Néstor saltó de Martina a Julia—. Quien me ayude debe tener estómago y pulso firme.

—Yo lo haré —respondió Julia en griego.

—Yo también puedo ayudar —dijo Agatoclea, que acababa de salir de la habitación que le habían asignado. Los legionarios que escoltaban a la joven pelirroja miraron interrogantes a Gayo. Él asintió.

—No deberías haberte cambiado de vestido —respondió el médico, mirándola de reojo—. Puede que te manches de sangre.

—Hay cosas más importantes —respondió ella, haciendo a un lado a Martina para acercarse a la niña.

Néstor le sonrió y volvió a su trabajo. Mientras el médico inmovilizaba la cabeza de Lila con un complicado sistema de correas, Gayo observó los ojos de Agatoclea. Por Venus Púdica, se dijo, cómo mira a Néstor. ¿Ella, la esposa del gran Alejandro, encaprichada de un hombre a sueldo de su marido? La joven se dio cuenta de que la estaban observando y volvió la mirada hacia Gayo. Como una niña sorprendida en una travesura, su rostro se arreboló y bajó los ojos sonriendo con timidez. Gayo, a quien le encantaban las mujeres salvo, por desgracia, su propia esposa, pensó que esa muchacha de nariz respingona y ojos de esmeralda no era exactamente bella, pero escondía un hechizo tan ardiente como el fuego de sus cabellos.

Gayo meneó la cabeza para ahuyentar aquellos pensamientos y, obedeciendo las instrucciones de Néstor, sujetó con trapos y jirones de túnicas viejas las piernas de su hermana, mientras Julia le cortaba el pelo con unas tijeras.

—Qué pena —dijo Julia—. Nació pelona como una calabaza. ¡Con lo que le costó que le salieran estos rizos!

—Venga —la apremió Néstor—. Sólo el lado izquierdo. Tenemos prisa. Cuando Julia terminó, el propio médico rasuró la sien de la niña con una cuchilla de cobre. A Gayo le dio pena ver a su hermana con casi media cabeza calva, pero sabía que en breve presenciaría cosas peores. Entonces recordó cuál era su misión, terminó de atarle las piernas y se quedó esperando por si le solicitaban cualquier cosa. Néstor se volvió hacia la mesa donde tenía los escalpelos, eligió el más fino de todos e hizo una incisión vertical en la sien, no muy lejos de la ceja izquierda. De la herida empezó a manar sangre de un rojo escandaloso. Boeto, que ya debía tener costumbre de ayudar a su señor, la limpió con una gasa empapada en vino. Lo habían traído de casa de Julia y Cornelio, pues Néstor había insistido en que el mejor para esos menesteres era el de diez años y Gayo no lo tenía. Las esclavas no hacían más que traer trapos limpios, mientras Néstor aplicaba el vino puro con una generosidad digna de un banquete macedonio.

Como la hemorragia no se detenía, el médico aplicó un cauterio al rojo sobre los bordes de la herida. Lila se removió un poco y gimió en sueños, mientras el olor a carne quemada se extendía por el atrio. Boeto le pasó la esponja somnífera y Néstor la aplicó unos segundos hasta que la niña volvió a tranquilizarse. Después practicó otra cisura a unos dos dedos de la anterior, casi encima de la oreja.

—Tenéis que mantenerlas abiertas —les dijo a Agatoclea y Julia, que estaban pálidas como la cera.

Él mismo aplicó unas finas pinzas en ambas heridas para retirar la piel y dejar el hueso al descubierto, y después dejó que sus ayudantes las sujetaran. Gayo Julio se había encontrado con muchos muertos en el campo de batalla, había presenciado terribles mutilaciones y en una ocasión había visto dos de sus propias costillas al aire; pero era muy distinto contemplar el cráneo abierto de su hermana de seis años.

Agatoclea y Julia, hombro con hombro y conteniendo el aliento, aguantaron las pinzas mientras Néstor escogía una extraña herramienta en forma de T con el extremo provisto de dientes. Cuando lo aplicó al cráneo de Lila y empezó a dar vueltas, el chirrido de la sierra taladrando el hueso hizo que todo el mundo rechinara las mandíbulas y cerrara los ojos.

Tras practicar ambos orificios salió más sangre y Néstor volvió a limpiar. A continuación utilizó otro instrumento exótico, una vejiga de animal rellena de agua hervida con sal y unida a un fino tubo de cobre. Aunque Gayo no lo veía bien porque el propio cuerpo del médico le estorbaba, tuvo la impresión de que estaba introduciendo el tubo por uno de los pequeños orificios que había practicado en el cráneo y luego apretaba la vejiga. Por el otro agujero fluyó una mezcla de agua y sangre oscura, lo que provocó un gruñido de satisfacción en el médico.

El tiempo parecía haberse congelado. Néstor no hacía más que limpiar con aquella especie de siringa, aplicar el cauterio una fracción de segundo y volver a limpiar. Después le pidió a Boeto una cánula, y el sirviente le entregó un tubo finísimo y flexible. Néstor se agachó sobre la herida y Gayo dejó de ver lo que hacía.

—Aguja —pidió el médico por fin.

La mirada de Gayo se cruzó con la de Agatoclea. La joven estaba aguantando bien, aunque ya le empezaban a temblar las manos de mantenerlas en alto para sujetar las pinzas, y por el color de su rostro Gayo sospechaba que el sudor que le chorreaba por la frente era tan frío y viscoso como el que a él le empapaba la espalda. Julia, por su parte, estaba inmóvil como un lar en su hornacina y observaba sin parpadear lo que hacía el médico. Una auténtica romana, se dijo Gayo, orgulloso de ella.

—Ya está —dijo Néstor.

Gayo Julio respiró hondo. Sólo entonces se dio cuenta de cuánto le dolían el pecho de contener el aliento y la espalda de encorvarse tenso sobre las piernecillas de su hermana. Estiró los hombros y se acercó a la cabecera de la mesa para ver el resultado. Néstor había cosido las dos heridas con la pulcritud de un sastre, pero no las había cerrado del todo, pues en el centro de cada una de ellas sobresalía un extremo de la cánula.

—Hay que vigilarla para que no se apoye en esta sien y se haga daño —dijo Néstor.

—¿Para qué sirve ese tubo? —pregunta Gayo.

—Es un drenaje para que siga saliendo la sangre. Cuando tu hermana se cayó del árbol debió provocarse una hemorragia dentro de la cabeza. Minúscula, sin duda; pero la sangre se fue acumulando debajo del hueso y llegó un momento en que ese hematoma empezó a presionarle el cerebro. Una herida invisible, pero mortal. Ahora la hemos curado.

—¿De verdad? ¿Se pondrá bien? —preguntó Julia mientras se frotaba los antebrazos, seguramente para aliviarse un calambre ahora que todo había pasado.

—Todo depende de los dáimones. Si se apoderan de la herida y la infectan… He tenido todo el cuidado posible, pero habrá que esperar tres días para saberlo.

—Estoy en deuda contigo, Néstor —dijo Gayo, apretándole el hombro.

—Como ya he dicho, creo que deberías esperar tres días para decirlo.

—Da igual. Has hecho más de lo que podría hacer cualquier hombre. Nunca lo olvidaré.