LOS CABALLEROS DE AHURA MAZDA

He oído decir que si se moja una rama con agua de este río se convierte en piedra —dijo Gavanes, señalando al Sílaris, que corría a la izquierda de los jinetes. Perdicas soltó la carcajada.

—¡Bah! Seguramente alguien empezó diciendo que sus aguas eran buenas para curar la impotencia, y de ahí se inventaron lo de que el palo se convierte en piedra. Gavanes, sobrino de Perdicas, frunció el ceño con cara de no entender. Ligio, el oficial macedonio que cabalgaba a su lado, se lo explicó. Gavanes enrojeció un poco, no por la alusión sexual, ya que se había criado en Orestis escuchando todo tipo de comentarios soeces, sino avergonzado de no haber caído en la cuenta. Perdicas sonrió. De joven le ocurría igual cuando estaba con los veteranos como Parmenión, Leónidas o el propio Filipo: tenía tanto afán de serles simpático y mostrarse digno de su compañía que se ponía nervioso, se aturullaba y acababa tartamudeando sinsentidos.

Tras ellos cabalgaban doscientos jinetes que Perdicas había traído de Macedonia, jóvenes recién ascendidos a la caballería de los Compañeros que estaban deseando entrar en acción, más trescientos soldados de infantería que venían montados a lomos de otros tantos caballos de remonta. De ellos, la mitad eran griegos de Italia que les habían servido de guías e intérpretes en su viaje desde Brentesio, en el tacón de la península, hasta Posidonia. Por el camino habían dado más de un rodeo, pues Alejandro les había encomendado la misión de buscar pactos y alianzas con las tribus de la zona. Entre la costa oriental y la occidental se extendía una región agreste que, por no despear a los caballos, habían tenido que recorrer a pie en su mayor parte, siempre atentos a las emboscadas. Los lucanos, brutios y samnitas que habitaban aquellos montes eran guerreros duros, desconfiados y traicioneros por naturaleza; no muy distintos de los propios macedonios antes de Filipo, cuando eran poco más que unos bárbaros acosados por los vecinos y arrinconados en sus montañas y sus estrechas torrenteras.

Algunos de esos pueblos, al saber que pretendían hacer la guerra contra Roma, les habían brindado hospitalidad e incluso les habían prometido tropas. Perdicas les había pedido que esperaran. De momento, Alejandro no quería en su ejército tropas italianas que no hablaran griego. En la fortaleza samnita de Venusia, el magistrado local, un anciano llamado Lamponio, les había dicho:

—Tened mucho cuidado con los romanos. Son mezquinos y avaros, y no tienen muchas luces, pero son muy testarudos y acaban consiguiendo todo lo que se proponen. Si tienen que horadar un monte para vaciar un lago, lo hacen aunque tengan que cavar veinte estadios de roca dura. Ni las montañas se les resisten.

—Tampoco se le resisten a nuestro señor Alejandro —había respondido Gavanes con orgullo. El samnita meneó la cabeza.

—Aún así decidle que no se confíe. Las legiones romanas son un hueso duro de roer y no sería vuestro rey el primero que se queda sin dientes al morderlo.

—Los derrotará.

—Derrotarlos no sirve de nada, porque se niegan a rendirse, e incluso a reconocer la derrota. Lo único que podéis hacer con ellos es aniquilarlos, derribar sus casas y sus murallas y echar sal en la tierra para que no vuelva a crecer nada allí. De lo contrario, se levantarán y volverán contra vosotros.

Ahora, tras dejar por fin las montañas, agradecían cabalgar de nuevo a la vista del mar. Perdicas clavó la rodilla en su caballo, que giró hacia la izquierda, alejándose del río, y los demás le siguieron.

El campamento macedonio no tardó en aparecer a la vista, una ciudad sembrada de tiendas y gallardetes de todos los colores que se extendía a lo largo de la costa. En vez de entrar en él, siguieron cabalgando hacia el sur, donde se divisaban ya las murallas de Posidonia. Se cruzaron con varias patrullas de exploradores, mensajeros y forrajeadores que les gritaban alegremente al pasar e intercambiaban chanzas con ellos. Al levantar en alto su lanza de cornejo para saludarles, Perdicas sintió que se le erizaba el vello del antebrazo. ¡De nuevo en una guerra de conquista! Como la mayor parte del ejército, estaba harto de combatir una y otra vez contra los mismos enemigos para evitar que se volvieran a rebelar.

—Espero que esos romanos sean al menos la mitad de duros de lo que nos han dicho —comentó Ligio, como si le hubiera leído la mente.

Siguieron cabalgando en paralelo al mar. Entre ellos y el campamento macedonio se extendían unos trigales que, ya segados, servían ahora como terreno de maniobras. Varias compañías de sarisas, que por los estandartes debían de pertenecer al batallón de Elimiótide, practicaban variaciones, avances en cuadro, rombo y rectángulo y despliegues en ocho y en dieciséis filas, todo ello al son de las trompetas y las flautas dobles. Un poco más allá, los arqueros cretenses disparaban sus flechas contra dianas de paja y espantapájaros de mimbre, y los honderos rodios destrozaban vasijas viejas puestas sobre los bardales de las tapias.

La formación de Compañeros giró a la izquierda y entró en el campamento entre saludos y aclamaciones de aquellos que reconocían a Perdicas. El general se volvió hacia Ligio.

—Encárgate tú de repartir a los hombres. Y que mi sobrino no se pierda al menos antes de anochecer —añadió, palmeando la espalda de Gavanes.

—¿Vas a presentarte ante Alejandro? —le preguntó el joven, con los ojos brillantes de emoción.

—¿Lleno de polvo y apestando a sudor de yegua? Ni lo sueñes, sobrino. ¡Nos veremos mañana!

Perdicas, seguido tan sólo por un asistente, se dirigió hacia la puerta norte de la ciudad. Allí el oficial de guardia, un paisano de Orestis, le informó de que el barco de su esposa había llegado la víspera. Estaba alojada en casa de una viuda rica llamada Timandra, no muy lejos del ágora y el edificio del buleuterión.

Guiado por un recadero, Perdicas atravesó la calle principal de la ciudad sin desmontar del caballo. Él mismo se sorprendió al darse cuenta de que el corazón le palpitaba de alegría ante la expectativa de ver a su esposa. Las cosas habían cambiado mucho desde Babilonia. Al principio, cuando su intento de envenenar al rey fracasó, Perdicas pensó que las culpas y el miedo de ser descubierto iban a matarlo. Pero Alejandro sentía tal aborrecimiento por Casandro y desconfiaba tanto de Antípatro que había aceptado gustoso la historia confesada por Nina bajo los garfios de tortura, salvo en la parte en que implicaba a Aristóteles. Las sospechas no habían llegado a rozar tan siquiera a Perdicas ni a Roxana. Además, durante el primer mes Perdicas apenas había visto a Alejandro, que pasaba la mayor parte de su tiempo con Néstor.

Que se lo llevaran Empusa y Lamia, pero había que reconocer que el médico había hecho un buen trabajo con Alejandro. En un mes había conseguido que abandonara el vino, hasta el punto de que ya no lo cataba ni en los sacrificios a Dionisio. Conforme se desintoxicaba, Alejandro fue recuperando ciertas dosis de sentido común y dejó de ser un peligro para sus propios amigos. Sin renunciar a sus planes de conquistar todo el orbe conocido, decidió al menos que debía sentarse a programar sus movimientos con la misma previsión y meticulosidad de antaño. Cuando la flota partió hacia Arabia, ya no se trataba de aquella locura megalómana que había concebido al entrar en Babilonia, mil barcos y cien mil hombres que no habrían encontrado alimentos ni agua potable en ninguna parte, sino una expedición de tamaño razonable. Además, abandonó la idea de viajar personalmente con la flota exploradora, pues comprendía que no podía ausentarse más de un año del corazón del imperio, y menos cuando aún tenía que arreglar cuentas con Casandro y Antípatro en la propia Macedonia.

Al saber que Alejandro no iba, Perdicas vio que las puertas del Olimpo se abrían ante él y se presentó voluntario a la expedición. Era la mejor manera de alejarse durante un tiempo del rey, de otros generales que habrían podido sospechar de él y, sobre todo, de Roxana, que no hacía más que enviarle mensajes amenazantes para apremiarle a que volviera a verla. La expedición de Arabia había sido un viaje de mil demonios, quince meses en los que sufrieron penalidades sin cuento, perdieron la tercera parte de los hombres y los barcos y recorrieron las costas más desiertas y agrestes que Perdicas había visto en su vida, aunque Nearco le aseguró que las costas de Gedrosia y Carmania eran aún peores. También habían encontrado parajes de una belleza increíble y como compensación habían traído miles de talentos de plantas aromáticas que valían casi su precio en oro.

Cuando Perdicas volvió a encontrarse con el rey en Alejandría, casi un año y medio después, se sorprendió al descubrir en sí mismo una alegría sincera, y aún más al saber que había dejado a Roxana en Susa. Por su abnegación al ofrecerse voluntario a circunnavegar Arabia, Alejandro le ofreció la mano de su propia hermana Cleopatra, una recompensa que Perdicas había deseado desde que era joven y a la que ya había renunciado.

El guía le señaló que habían llegado ya a la casa. Perdicas desmontó y entró al vestíbulo. Allí estaba su esposa, supervisando las tareas de los criados que colocaban tapices, candelabros y trípodes de bronce.

—¡Cleopatra! —exclamó Perdicas.

La hermana de Alejandro se volvió al oír su voz, abrió sus enormes ojos turquesa y olvidándose por un momento de todo protocolo acudió corriendo a su encuentro.

—¡Has venido a verme a mí primero! —le dijo, abrazándole con fuerza—. Alejandro te va a echar un buen rapapolvo.

Perdicas la apartó con gentileza.

—Estoy muy sucio. No quiero que te manches ese vestido tan bonito. Detrás de Cleopatra venía una mujer de unos sesenta años, regordeta y de cabellos grises, que se presentó como Timandra. Perdicas le agradeció su hospitalidad, aunque sabía que sólo en parte era voluntaria. Toda Posidonia era una ciudad tomada por los generales y oficiales macedonios, y por lo que le habían contado buena parte de la aristocracia local les había cedido sus casas y se había trasladado más al sur, a Velia.

Cleopatra misma lo llevó de la mano al baño, y cuando las esclavas terminaron de llenar la gran tina con agua caliente las despidió. Mientras le ayudaba a quitarse la ropa, ambos se pusieron al corriente sobre lo que había ocurrido durante su separación, casi dos meses atrás. Perdicas se metió en el agua y suspiró de placer mientras ella le frotaba la espalda.

—Debería regañarte por haber venido —dijo, con los ojos cerrados—. Sería mejor que te hubieses quedado en Pela. Éste es un campamento militar.

—Ya perdí a un marido en estas tierras. No estoy dispuesta a que me vuelva a pasar. Cleopatra había estado casada con Alejandro de Epiro, su propio tío, el primer rey griego que había plantado el pie en Italia para morir poco después en el campo de batalla.

—Además —añadió ella—, si mi hermano está aquí es porque piensa convertir este país en una segunda Macedonia. Y quiero que Neoptólemo esté cerca de él y aprenda a comportarse como un futuro rey.

—¿Te has traído a los niños?

—No pretenderías que los dejara en Macedonia con la intrigante de su abuela. Quiero que reciban ejemplos mejores que los de mi madre.

Perdicas abrió los ojos y torció el cuello hacia atrás.

—¿Olimpia está en Pela? Yo la dejé en el Epiro. ¿Qué demonios hace en…?

Cleopatra le tapó la boca con una mano, y con la otra se soltó los broches de la túnica. Un segundo después estaba dentro de la bañera.

Después de hacer el amor, ella se quedó un rato sentada sobre su regazo, chapoteando en el agua como una niña. Al verla sonreír, Perdicas la abrazó y se apretó contra ella.

—¿Eres feliz? —le dijo Cleopatra.

—Qué preguntas haces —respondió él, separándose de su cuerpo lo justo para poder hablar—. Claro que lo soy. Gracias a ti.

—Sabes a qué me refiero. Tú nunca estás satisfecho del todo, Perdicas.

—¿Debería estarlo? Un hombre que se precie ha de ser ambicioso.

—Pero no tanto. Deberías conformarte más con lo que tienes. Pertenecemos a la clase que gobierna Macedonia y disfrutamos de privilegios que no están al alcance de los demás. Mientras otros andan bajo el sol enrollando balas de heno para las vacas, tú estás aquí, bañándote desnudo con tu esposa. No necesitas doblar el espinazo para vivir.

—¡Faltaría más!

—No me entiendes. Estamos muy por encima de las miserias del pueblo y somos el espejo en el que ellos se miran. Somos bienaventurados, Perdicas. Sólo los dioses viven mejor que nosotros. Tenemos que aprovechar nuestra felicidad ahora que aún nos queda juventud. Deja que sea mi hermano Alejandro quien anhele y ambicione más por todos nosotros.

—¿Juventud? Habla por ti. Yo ya tengo cuarenta y tres años. Ella le pellizcó el vientre, que seguía plano, y después le acarició más abajo.

—Yo diría que estoy tocando a un hombre joven. ¿Por qué crees que no dejo que te bañen ni te vistan las esclavas?

Perdicas pensó en lo sensata que era su esposa. Viéndola así, delgada, más bien baja y con una mirada tan dulce y serena, nadie sospecharía que había gobernado el reino del Epiro durante diez años y que había sofocado con mano de acero todos los intentos de sublevación de los levantiscos barones de las montañas. De uno de esos barones se contaba que había ido a cazar ciervos con Cleopatra con la intención de que sufriera un accidente, un recurso antiguo y muy eficaz para solucionar problemas políticos y dinásticos. Misteriosamente, fue él quien volvió boca abajo, arrastrado en unas angarillas y con una flecha asomándole por la nuca. Perdicas nunca había conseguido que su esposa le contara la verdad de aquella historia, pero conociendo su puntería con el arco no necesitaba hacer demasiadas conjeturas.

Volvió a apretarse contra ella, y entonces reparó en algo. Los pechos de Cleopatra, pequeños y duros, estaban más hinchados que de costumbre. Le palpó la cintura y el vientre y le dijo:

—No estarás embarazada…

Ella asintió.

—¿Cómo ha podido ser?

Cleopatra se rió y le revolvió el pelo.

—Ay, ¿y me lo preguntas tú, Cabeza de Plata? —le dijo, utilizando un apodo que sabía que le molestaba. Desde Babilonia, el cabello de Perdicas había encanecido de golpe. Si ése era todo el castigo que debía pagar para saldar su culpa, lo daba por bueno.

—No me refiero a eso. Sabes que ya no…

—Chssss. No te preocupes. No pasará nada. En cuanto llegue Néstor atenderá mi gestación.

¿Sabes que le abrió el vientre a la egipcia y le sacó dos niños? Y los tres están bien.

—No tenía ni idea.

Aún así, Perdicas estaba preocupado. Aunque parecía más joven, Cleopatra ya tenía treinta y seis años. Había sido madre tres veces, dos de Alejandro y una de él mismo, y los tres niños estaban vivos. Demasiado tentar al destino y a Ilitía. Perdicas no tenía hijos varones, pero había adoptado a Neoptólemo, de modo que legalmente ya tenía un primogénito, y con la pequeña Berenice le bastaba para satisfacer sus instintos paternales.

Se quedó mirando a Cleopatra, sin decir nada. No era tan arrebatadora como Roxana, ni poseía la inquietante belleza de su madre Olimpia, que con casi sesenta años seguía siendo atractiva y peligrosa a partes iguales. Pero a él se le antojaba acogedora y familiar como una cabaña cálida en la montañosa Orestis, como un fuego encendido en una noche de invierno mientras alrededor aúllan los lobos que bajan hambrientos de las cumbres.

—Se te están arrugando las yemas de los dedos —le dijo ella—. Si te presentas así ante mi hermano, sabrá que te has estado entregando a la molicie.

Tras salir del baño, Perdicas se puso una túnica blanca y sobre ella un faldar y una coraza de cuero repujado. De vuelta al atrio, la criada que cuidaba a los niños los trajo para que saludaran al general. Primero se acercó Neoptólemo, un muchacho que a sus nueve años sonreía pocas veces, lo contemplaba todo con la mirada grave de un filósofo y estaba obsesionado con la muerte. Perdicas esperaba que tal preocupación no significara futura cobardía en el campo de batalla; para un príncipe macedonio no podía haber mayor pecado.

—¿Has cuidado bien de tu madre? —le preguntó Perdicas, apretándole ambos hombros.

—Sí, padre —respondió él muy serio.

Al casarse con Cleopatra, Perdicas había adoptado legalmente a los dos hijos de su difunto marido. Ahora se acercó Cadmia, que tenía ocho años y había nacido ya después de la muerte de su padre, una preciosidad de cabellos rubios como su tío Alejandro y ojos azules como su madre, que llevaba de la mano a su hermanastra Berenice. Perdicas le dio un beso a Cadmia y luego cogió en brazos a Berenice. Todo el mundo decía que era su viva imagen, aunque Perdicas no era bueno sacando parecidos entre una niña de tres años y un hombre ya adulto como él.

—¿Has visto a Argo, papá? —le dijo la niña con su media lengua. Un cachorro de perro que no debía tener más de un mes vino correteando torpemente hacia ellos. Perdicas se agachó y acarició el lomo de aquella bolita de pelo pardo con el hocico negro.

—Es muy bonito, Berenice.

En ese momento sonaron unos trompetazos en el exterior, acompañados por aplausos y aclamaciones. Aún con su hija en brazos, Perdicas salió a la puerta de la casa, seguido por Cleopatra, los otros dos niños y varios esclavos que querían curiosear. Por la amplia avenida que venía desde el templo de Atenea bajaba una espectacular cabalgata. Formados de cuatro en fondo, varios cientos de caballeros desfilaban cubiertos con pesados blindajes. Muchos cubrían sus cuerpos con cotas de malla, otros con corazas de placas de hierro o de bronce, o con ambas piezas a la vez, y bajo los yelmos empenachados llevaban alpartaces de anillos metálicos entretejidos. En los brazos y las piernas llevaban laureas segmentadas y unidas de tal forma que pudieran doblar las articulaciones, e incluso sus manos y sus pies iban protegidos por guanteletes y botas de metal. Puesto que con tal armadura no necesitaban cargar con un escudo, su arma ofensiva era una pesada lanza que empuñaban con ambas manos, y de sus cintos colgaban espadas largas, mazas o hachas por si la lanza se rompía.

Pero lo que más llamaba la atención de aquellos jinetes eran los caballos, unos animales de gran alzada y muy robustos. Tenían que serlo, pues no sólo cargaban con el peso de sus jinetes, sino también con el de sus propios blindajes. Estaban provistos de gruesos petos de fieltro recubiertos con lamas de bronce que les llegaban hasta los corvejones y se unían con las testeras de placas que les protegían la cabeza.

—¿Quiénes son? —preguntó Cleopatra, agarrando de la mano a su esposo.

—Catafractos —respondió él—. Son nobles partos y bactrianos. Los caballos que montan son niseos y turanios, los más grandes del mundo.

—Pero no son más grandes que Amauro —dijo Neoptólemo, refiriéndose al corcel negro de Alejandro.

Perdicas le miró de reojo. No le gustaba la adoración con la que el niño hablaba de su tío.

Amauro también es un caballo niseano —le explicó—. Se lo regaló su suegro Oxiartes. Los jinetes seguían desfilando entre comentarios de admiración de la gente que se alineaba a ambos lados de la calle. Habían pulido a conciencia sus armaduras, y las lamas de los petos de los caballos refulgían como oro. Aunque marchaban en silencio, el estrépito de miles de piezas de metal al entrechocar recordaba al repicar de una herrería. Sobre sus largas lanzas ondeaban estandartes con la estrella de Alejandro, pero también con el disco solar alado de Ahura Mazda y otros blasones orientales.

—¿Los catafractos pueden a los Compañeros? —preguntó Neoptólemo.

—De ninguna manera —respondió Perdicas—. Esos caballeros son más vistosos que eficaces. Sus corceles son muy fuertes, pero ten en cuenta que cargan casi con diez talentos de peso entre el jinete y su propia armadura. Ponlos a correr más de cuatro estadios y verás qué pronto se caen de bruces con la lengua fuera.

Con todo, Perdicas debía reconocer que el espectáculo que brindaban aquellos guerreros del Este era impresionante. Ignoraba que Alejandro había decidido recurrir a aquel refuerzo, pero sospechaba que se lo reservaba para asestar un golpe psicológico a la infantería enemiga cuando llegara el momento.

Los vítores se reduplicaron. En el centro de la formación venían cuatro caballeros montados en corceles gigantescos cuyas testeras estaban rematadas con cuernos de metal que los hacían parecer bestias mitológicas, y las armaduras de sus jinetes brillaban aún más espléndidas que las de los demás catafractos. Entre ellos, a cabeza descubierta y saludando a la multitud que se había congregado en la avenida, venía Oxibaces, hijo del sátrapa Oxiartes, a quien Perdicas no veía desde hacía muchos años.

Pero las mayores aclamaciones se las llevó una mujer que cabalgaba a lomos de un hermoso caballo blanco con las crines trenzadas. Su capa, recamada con millares de lentejuelas de oro, caía sobre las ancas del corcel, pero no era aquella ostentosa prenda lo que atraía las miradas de los vecinos de Posidonia, sino la espectacular belleza de la propia mujer.

—¿Quién es? —preguntó Cleopatra.

Perdicas, sintiendo que un reguero de sudor frío le resbalaba por la espalda, contestó:

—Roxana.

Aunque había hablado casi en susurros, la bactriana se volvió hacia él como si hubiera oído sus palabras. Subido a los escalones de la entrada, los ojos de Perdicas quedaban casi a la altura de los de Roxana. Ella le sonrió y sus dientes blanquísimos brillaron fugazmente contra su rostro moreno. Perdicas comprendió entonces que el encanecimiento de sus cabellos no había bastado para aplacar a las Erinias. Su pasado había vuelto a él allí, en Posidonia.