LA RAMA DORADA

¿Quieres ver algo interesante? Embebido en sus notas, Néstor no había oído ni sentido nada hasta que Gayo Julio le puso la mano en el hombro.

—¿Ahora? Debe de ser muy tarde —respondió, volviendo la mirada hacia atrás. La luna llena se acercaba a su cenit, pero su faz aparecía manchada por la cabellera del cometa, que se había cruzado en su sendero.

—Es casi medianoche. El momento preciso —dijo Gayo Julio.

A Néstor se le habían pasado las horas sin darse cuenta. Pensó que después de caminar todo el día debería notar sueño, pero tenía los ojos tan abiertos como un búho. Aunque el firmamento seguía claro como cristal de roca y apenas soplaba el viento, en el aire flotaba algo electrizante, una especie de presencia extraña que le alteraba los nervios y le hacía rascarse la nuca cada pocos segundos.

Gayo volvió a observar la menuda y compacta caligrafía de Néstor. Por un momento, al ver que los ojos del tribuno bailaban de un lado a otro en pequeños saltos, el médico se temió que pudiera leer lo que había escrito. Mientras hablaba para distraerle y no dar la impresión de que le quería hurtar de la vista las notas, se levantó, cerró las tapas de cuero del cuaderno y anudó la cinta verde que las rodeaba.

—¿Hasta qué punto es interesante? —preguntó—. ¿Merece la pena una caminata nocturna?

—Estoy seguro de que en cuanto volvamos querrás anotarlo en tu libro.

Néstor se calzó las botas, se apretó el cinturón y buscó el sombrero entre sus cosas, pero Gayo le aseguró que regresarían antes de que saliera el sol. Para entonces ya se habían reunido a su alrededor tres équites de la decuria de caballería, uno de los centuriones y cinco jóvenes legionarios. Los miembros de la pequeña comitiva salieron del campamento por la puerta de la empalizada, recorrieron unos quinientos pasos por la calzada y después la abandonaron para desviarse hacia la derecha.

—Conozco bien esta zona —le dijo Gayo a Néstor—. Poseo una finca más al norte, en Túsculo. Pero es la primera vez que tengo ocasión de presenciar lo que vamos a ver hoy.

—¿Qué va a pasar?

—Vamos a asistir a una coronación. Laureatio regis nemorensis —añadió en latín.

A la luz de la luna y de Ícaro recorrieron un sendero de tierra apisonada entre las tapias de dos predios, y un par de perros se acercaron ladrando, aunque no se atrevieron a saltar el bardal. En aquella zona era difícil encontrar territorio silvestre. Conforme se acercaban a la ciudad, Néstor había observado que los campos se veían cada vez más poblados y cuidados. Apenas había una parcela sin desaprovechar, y aunque la recolección del grano había terminado hacía casi un mes, los campesinos seguían con otras tareas. Le había llamado la atención en particular ver a muchos de ellos excavando el terreno para descubrir amplios túneles abovedados que corrían por debajo del suelo. En Persia había encontrado algo parecido, los qanats subterráneos que bajaban de las montañas para llevar agua a las sedientas llanuras. Pero en los alrededores de Roma, según le había explicado Gayo, aquellos túneles no servían para traer agua sino para llevársela, y cada pocos años había que limpiarlos de barro, piedras y ramas para que no se atrancaran. En el pasado todos aquellos parajes, incluidos los valles que corrían entre las siete colinas de la ciudad, eran tan húmedos e insalubres como las Ciénagas Pontinas. Sólo a fuerza de mucho trabajo y de constantes obras de mantenimiento habían conseguido drenarlos. La tierra allí no era tan fértil como Alejandro había hecho creer a sus hombres; según él, casi bastaba clavar una azada en el suelo para que manara un torrente de leche o miel. Pero el secreto de que esa comarca mantuviera a tantos habitantes residía más bien en la tozudez y organización de los romanos y en su habilidad casi innata como ingenieros.

Poco después tomaron otro desvío y el camino empezó a ascender en una suave pendiente. Frente a ellos se levantaba la oscura masa de un monte de cima aplanada. Gayo le dijo que aquél era el monte Albano, donde se encontraba la ciudad de la que procedían sus ancestros. Pero ahora nadie conocía a ciencia cierta el emplazamiento de Alba, pues Tulo Hostilio, el tercer rey de Roma, la había hecho arrasar hasta los cimientos.

—A los reyes les encanta arrasar ciudades —comentó como de pasada. Néstor comprendió que se refería a Alejandro—. Tebas, Tiro, Persépolis, Damasco… Pero tu señor puede estar seguro de que no hará lo mismo con Roma.

Ahora no había muros a los lados, pues caminaban por praderas comunales. A lo lejos se oían voces, cánticos confusos. Poco después el sendero descrestó una loma y el panorama se abrió ante ellos. A sus pies se extendía un lago de aguas oscuras cuya forma casi circular revelaba que en algún momento del pasado había sido el cráter de un volcán; Néstor comprendió ahora la forma achatada del monte Albano, que se elevaba algo más al norte. El lago estaba rodeado por laderas escarpadas y cubiertas de robles, castaños y avellanos. Resguardado por ellas, los vientos casi no lo alcanzaban, y su superficie reflejaba la faz de la luna y la larga cola de Ícaro con la quietud casi sobrenatural de un espejo.

Lacus Nemoris —le informó Gayo—. También lo llaman el Espejo de Diana.

Por la orilla este del lago, a su derecha, corría una larga riada de antorchas que se dirigían a una terraza situada bajo un escarpe más pronunciado en la vertiente este, a unos seis o siete estadios de ellos. También había hileras de luces bajando por las laderas del norte y del oeste, y todas ellas confluían hacia el mismo sitio.

Bajaron la cuesta tan sólo con la luz que les brindaba el cielo, como buenos soldados, y llegaron a la orilla del lago. Había cientos de personas caminando al borde del agua. Como el sendero era estrecho, se detenían cada pocos pasos y esperaban con paciencia a que la cola se pusiera de nuevo en marcha. Gémino, el centurión que había azotado a los tres legionarios libertinos, abrió los brazos para despejar un camino entre la gente. Cuando alguno se hacía el remolón, le animaba golpeándole como al descuido con el astil del pilum mientras decía:

—¡Paso al noble tribuno de Roma Gayo Julio César!

Adelantaban a campesinos con sus mujeres y sus hijos, a pastores, a cazadores que llevaban al hombro cervatillos aún vivos con las piernas atadas para ofrecérselos a la diosa del santuario.

—Este lugar está consagrado a Diana —explicó Gayo—. Es vuestra Ártemis, la diosa cazadora.

—Entiendo.

—Hoy es el plenilunio central del verano, el día en que va a cambiar el Rey del Bosque. El actual lleva demasiado tiempo en el santuario y la gente del lugar opina que les trae mala suerte.

Gayo señaló hacia el cielo.

—Dicen que este rey llegó a la vez que Tinia, así que si se libran de él creen que el cometa desaparecerá. Según ellos, el cometa emponzoña las aguas y las cosechas, agria la leche en las ubres de las vacas y cada vez nacen más terneros y cabritos deformes.

—¿Y es verdad? —preguntó Néstor, escéptico. Gayo se encogió de hombros.

—En el campo siempre hay cosas que salen mal y algunas, menos, que salen bien. Todo es cuestión de en qué quieran fijarse los campesinos. Cuando ahora cambien al rey del bosque, volverán a su casa, beberán vino picado, comerán queso agrio y pan lleno de gorgojos como si fueran manjares y dirán: «¡Ah, cómo se nota que ahora los dioses nos sonríen!».

Néstor percibió cierto desdén en sus palabras. Gayo Julio no parecía un romano demasiado apegado a las tradiciones rurales, y de hecho se lo habría imaginado mejor caminando por los populosos bulevares de Alejandría que por aquellos senderos silvestres.

Llegaron al pie del risco. Bajo él habían levantado un muro, en cuyos nichos ardían luces votivas. Al lado crecía un bosquecillo de robles, uno de los cuales, el más imponente y altivo, se erguía en solitario apartado de los demás y rodeado por un anillo de antorchas clavadas en el suelo. Más a la izquierda estaba el templo de Diana, un modesto edificio de madera con tejas de terracota, levantado sobre un zócalo que a la vez hacía de malecón sobre la orilla del lago.

Los lugareños se agolpaban en corro desde la entrada sur del santuario hasta la parte norte, allí donde se precipitaba al lago la fuente Egeria, un manantial que según Gayo pertenecía a una ninfa muy querida por los romanos. Nadie se atrevía a pasar más allá del círculo de fuego que circundaba el roble. Gayo se abrió paso como un escalpelo hasta situarse en la primera fila. Era difícil saber cuánta gente se había congregado allí. Néstor calculó que podían ser más de cuatrocientas personas, aunque era muy posible que las luces de las teas y los hachones le confundieran y dieran más impresión de multitud de la que realmente había.

—Ese roble es más antiguo que la propia Roma —le dijo Gayo. Reinaba un silencio sobrecogido en el que podía escucharse el rumor de la fuente al precipitarse ladera abajo hasta el lago.

Sin cruzar en ningún momento el círculo, los lugareños empujaron adelante a siete hombres que venían con las manos atadas a la espalda y las caras cubiertas con sacos de lona. Cuando les quitaron las capuchas, Néstor pensó que tenían cara de bestias acosadas. Los hombres que les habían traído venían armados y habían formado un cordón tras ellos, pero aún así Gayo desplegó a sus soldados para ayudarles a controlar a los prisioneros.

—Son ladrones de ganado, o esclavos fugitivos, o siervos que han golpeado o matado a sus amos —le explicó a Néstor.

—¿Para qué los han traído?

—Para que uno de ellos se convierta en el nuevo sacerdote de este santuario.

Uno de los congregados, un viejo alto y fornido que por la seguridad con que se movía entre los demás también debía de ser patricio, saludó a Gayo y le consultó algo en voz baja. El tribuno contestó en susurros, y el viejo asintió. Después pasó revista a los siete candidatos y se decidió por el más alto de ellos, un hombretón rubio con una espesa barba. Le cortaron las ataduras, le pusieron en la mano una espada herrumbrosa y le dijeron algo en un latín tan cerrado o tan arcaico que Néstor no lo entendió.

—Ese hombre tiene que llegar al roble y arrancar de él una rama dorada de muérdago —explicó Gayo—. Si lo consigue, se convertirá en el Rey del Bosque.

Néstor asintió. Como tantas otras cosas que veía en lugares en los que se suponía que no había estado nunca, todo aquello despertaba en él una sensación de vaga e incómoda familiaridad que se le escapaba entre los dedos.

El hombre empuñó la espada y miró a su alrededor frunciendo el entrecejo, como si sopesara la posibilidad de abrirse paso a tajos entre la gente y escapar en la noche. Aunque no parecía gozar de muchas luces, debió darse cuenta de que era mejor afrontar la prueba. Tras escupir a un lado y hacer un gesto apotropaico con la mano izquierda, atravesó el círculo de antorchas y echó a trotar hacia el gran roble.

Debía de haber unos treinta pasos hasta el árbol. Al ver que el prisionero ya casi estaba bajo su copa, empezaron a oírse entre la gente susurros e incluso algunos gritos de ánimo.

En ese momento, de entre los árboles que crecían bajo la ladera surgió una sombra. Alguien gritó: «¡Mirmidón!». Se oyeron gemidos ahogados y más voces de aliento para el esclavo, que miró a su derecha y aceleró el paso. Cuando estaba a punto de alcanzar el tronco del roble, la sombra se deslizó por detrás de él y pasó de largo. No se oyó nada, pero el prisionero cayó al suelo soltando la espada, extendió el brazo para rozar la base del árbol y ya no se movió más.

La sombra se adelantó hacia el círculo de las antorchas. Era un hombre delgado, de estatura mediana y trenzas que le caían sobre los hombros. Vestía una túnica de lana hasta las rodillas e iba descalzo. Néstor pensó que tenía los andares silenciosos y amenazantes de un león. Se detuvo a unos diez pasos de ellos, con los brazos caídos y la espada apuntando al suelo.

—¿Éste es el Rey del Bosque? —preguntó Néstor, agachando un poco la cabeza para hablarle al oído a Gayo.

—Sí. Para convertirse en Rey del Bosque y sacerdote de este santuario hay que asesinar al anterior. Pero el que lo hace sabe que, tarde o temprano, llegará otro hombre que arrancará la rama de muérdago del roble y le matará en duelo.

—¿Así que ese hombre mató a alguien para ocupar ese puesto?

—Hace seis años. Desde entonces nadie ha logrado desbancarlo.

—¿Quién quiere ser Rey del Bosque sabiendo que tarde o temprano lo han de matar?

—Ya te lo he dicho: asesinos, bandidos, esclavos fugitivos… A veces el que se presenta para Rey del Bosque es un loco, o alguien que lo hace sólo por devoción a Diana. Lo habitual es que sólo viva un año, pero no es tan malo. Las gentes del lugar le traen comida, miel y vino. Y creo que las muchachas de los alrededores suelen venir a visitarlo —añadió con una sonrisa muy peculiar. Este tipo es un mujeriego, pensó Néstor, y le irritó sin saber por qué.

Claro que lo sabía. Era por Clea. Gayo Julio era el típico seductor que engatusaba a adolescentes soñadoras como la siracusana.

—¿No se supone que Diana es una diosa virgen?

No llegó a escuchar la respuesta de Gayo, porque los susurros de los asistentes habían ido subiendo de volumen hasta convertirse en un coro discordante de insultos dirigidos a Mirmidón, que les observaba sin mover un dedo. El viejo patricio dio una orden, y esta vez Néstor sí la entendió.

—¡Omnes sex!

Los lugareños desataron a los seis cautivos y les entregaron armas variadas: tres espadas, un machete, un hacha de bronce y hasta un bieldo con cuatro largas púas. El centurión se acercó a Gayo y le comentó en tono preocupado:

—Diana no va a permitir esto. Tienen que ir de uno en uno. Debemos impedirlo.

Gayo esbozó una sonrisa malévola.

—Deja que la diosa demuestre quién es su favorito, Gémino.

Los seis hombres, tipos jóvenes, nervudos y de mirada torva, se reunieron en corrillo y empezaron a cuchichear, envalentonados al verse juntos. Néstor se apartó un poco, temiendo que ahora sí decidieran huir abriéndose paso por la fuerza en vez de afrontar el riesgo y el dudoso honor de que alguno de ellos se convirtiera en Rey del Bosque.

—¡Entrad ahora mismo al círculo!

Como si hubieran oído el chasquido de un látigo, los prisioneros abrieron el corro y se enderezaron. Néstor no había oído a Gayo Julio utilizar aquel tono hasta entonces, pero incluso él sintió una corriente eléctrica que le atravesaba la espalda y le obligaba a enderezarse como un centinela sorprendido en plena siesta. El tribuno parecía de pronto más alto y más grande, como un caballo que hinchara el cuerpo para impresionar a otros sementales. Todo el mundo se calló por un instante, y los seis candidatos al sacerdocio de Diana atravesaron a regañadientes el anillo de antorchas.

El Rey del Bosque retrocedió lentamente, caminando de espaldas y sin mirar atrás hasta detenerse a diez pasos de su roble. Los prisioneros se separaron, formaron un círculo a su alrededor y después empezaron a cerrarlo. Ninguno de ellos intentó correr hacia el árbol para arrancar la rama de muérdago; al parecer habían acordado que les convenía acabar primero con el viejo rey y sólo entonces decidir por las armas quién de ellos habría de ser el nuevo sacerdote del templo.

Tras el silencio anterior, los murmullos empezaron a subir otra vez de volumen y se escucharon nuevos gritos de ánimo e insultos contra Mirmidón. Algunos imitaban el aullido del lobo y otros el balido del chivo. También se oían gritos histéricos, y había gente que empezaba a dar brincos en el suelo o a agitar las antorchas en el aire.

Los seis candidatos habían cerrado ya el círculo y estaban a poco más de dos pasos de Mirmidón, que seguía con los brazos pegados a los costados como una estatua egipcia.

—Allá va —susurró Gayo, que lo observaba todo sin pestañear.

Fuera porque había leído la mente de Gayo, o porque Gayo se la hubiera leído a él, el hombre que empuñaba el bieldo se lanzó al ataque y los demás lo secundaron.

Néstor tuvo la sensación extraña de que algo de lo que estaba viendo no cuadraba, de que sus sentidos le estaban engañando como sucede con la vista cuando se introduce un palo en el agua. Cuando la horca se acercó a su cara, Mirmidón movió apenas la cintura, en un movimiento que ni siquiera pareció rápido, y estiró el brazo derecho. Las púas del bieldo rozaron los cabellos del Rey del Bosque mientras que la espada de éste se hundía en la axila del atacante. El hombre se desplomó, y si gritó, su voz quedó ahogada por los rugidos de los asistentes al salvaje ritual.

Mirmidón sacó la espada, se volvió a su izquierda y dobló la rodilla en tierra, de tal modo que el hachazo destinado a decapitarle silbó por encima de su cabeza. Al mismo tiempo volvió a extender el brazo, pero a Néstor se le antojó que no lo hacía con la furia de un guerrero que tira una estocada a matar, sino con la fría concentración con la que él mismo clavaba el bisturí para reventar una ampolla o un forúnculo. Cuando la espada de Mirmidón se hundió en la ingle de su atacante, éste cayó de espaldas y empezó revolcarse entre alaridos.

Con la fluidez casi apática de un instructor explicando los movimientos de esgrima a sus soldados, Mirmidón volvió a extraer la espada, se incorporó y con la mano izquierda detuvo en el aire la muñeca de un nuevo atacante, el tercero. Pero en vez de herirle a él golpeó hacia atrás como si tuviera ojos en la coronilla. La punta de su espada se clavó bajo el mentón del cuarto adversario y le asomó por la nuca. De nuevo, con aquella engañosa lentitud, la espada giró en el aire y bloqueó el tajo del quinto atacante. Fue la única vez que se oyó el repicar del metal. Mirmidón flexionó su brazo izquierdo para tirar del tercer atacante y lo lanzó contra el quinto. Durante el instante en que ambos prisioneros tropezaron y trataron de apartarse, el Rey del Bosque se volvió y traspasó el pecho del sexto con su hoja; fue un movimiento tan breve, entrar y salir, que ni la misma víctima debió darse cuenta de por qué estaba muerto.

Cuando los dos enemigos que quedaban se desenredaron a trompicones de su abrazo y vieron la escabechina que había organizado Mirmidón en cuestión de segundos, el valor que habían acopiado en su breve conciliábulo les abandonó y salieron corriendo. Uno de ellos decidió huir hacia el roble. Mirmidón se agachó para recoger el bieldo caído en el suelo y lo lanzó con la mano izquierda como una jabalina. El bieldo trazó una breve parábola en el aire, cayó sobre el fugitivo y le atravesó los riñones.

El último superviviente llegó hasta el círculo de antorchas, pero allí se encontró con una muralla de antorchas, cuchillos y horcas puntiagudas que le impedían salir. Retrocedió con los ojos muy abiertos y los brazos extendidos, como si no entendiera por qué sus congéneres le rechazaban. Mirmidón siseó a su espalda. El hombre se volvió, cayó de rodillas, dejó caer el machete al suelo y acercó ambas manos a la altura de su pecho para juntar las palmas implorando piedad. Pero algo le debió convencer de que su gesto era inútil y dejó caer los brazos. Mirmidón le agarró del pelo con la mano izquierda, tiró de su cabeza hacia arriba y cortó hacia un lado con la espada como si estuviera seccionando el cuello de un gorrino.

Mientras su víctima se desangraba entre pataleos convulsivos, Mirmidón arrancó una antorcha del círculo que ardía en el suelo y se adelantó hacia los congregados. Se hizo un silencio tan espeso que podía oírse el gorgoteo del último candidato a sacerdote ahogándose con su propia sangre.

—¿Alguno de vosotros quiere ser el Rey del Bosque? —preguntó, con la voz áspera de quien lleva mucho tiempo sin hablar.

El hombre extendió la espada y todos pudieron ver que de ella colgaba un trozo de intestino. Los lugareños empezaron a recular, y cuando el primero dio la vuelta y arrancó a correr los demás le siguieron. Los legionarios y los caballeros que acompañaban a Gayo también retrocedieron, aunque manteniendo algo de decoro. Pero el tribuno no movió los pies del suelo, ni siquiera cuando Mirmidón le acercó la punta de la espada al cuello y la tripa eviscerada le cayó sobre el pie izquierdo chorreando negra sangre.

—¿Quieres ser el Rey del Bosque, soldado? Es muy sencillo. Sólo tienes que matarme.

—Lo sé.

—Así podrás reinar un tiempo. ¿No es lo que quieres? Convertirte en el nuevo rey. Pero cuando lo hagas, no tendrás mucho tiempo para reinar. Alguien vendrá y te matará. Siempre ocurre así.

—También lo sé.

Mirmidón bajó la espada y encorvó los hombros. Después miró a Néstor, que sintió un escalofrío. La luz de la antorcha bailaba en los ojos de aquel hombre, pero por algún extraño efecto parecía que el resplandor, en vez de ser un reflejo, brotaba de ellos. Y cada uno era de un color, como los ojos de Alejandro.

—Tú no quieres ser Rey del Bosque —dijo—. Tú sólo quieres observarlo todo sin alterar nada, pasar por la vida sin manchar lo que tocas. Pero eso es imposible.

—Lo sé.

—No, no lo sabes. Lo has olvidado.

Néstor se estremeció de nuevo. Mirmidón le tendió la antorcha y él la cogió. Durante unos segundos se quedó mirando su brazo desnudo, surcado de venas, tendones y músculos fibroso que bajo las llamas resaltaban como surcos en la corteza de un árbol. No tenía ninguna cicatriz, y ahora tampoco había recibido ninguna herida. Ni siquiera la sangre de sus víctimas le había salpicado.

Más tarde, en el campamento, los que habían presenciado el fallido intento de derrocar al Rey del Bosque se sentaron alrededor de una hoguera, hablando en susurros para no despertar a los demás. El poco sueño que pudiera tener Néstor lo había perdido del todo. Sabía que al día siguiente se arrepentiría cuando las piernas empezaran a flaquearle a mitad de la jornada, pero no iba a dar a esos romanos el placer de demostrar que era más débil que ellos.

A la luz de la luna y del cometa, que ya bajaban hacia el oeste, los soldados y el médico contaron sucesos como el que acababan de presenciar, experiencias extrañas que ellos mismos habían vivido o escuchado de otros. Aunque Néstor entendía buena parte de lo que estaba escuchando, Gayo se lo iba traduciendo. Se habló de prodigios de todo tipo: vacas que parían cerdos y cerdas que parían terneros, niños que nacían con escamas de peces, lluvias de ranas, de piedras y de sangre, estatuas que hablaban, lloraban o incluso se bajaban del pedestal y pasaban una noche entera deambulando fuera de su templo, apariciones de faunos y ninfas, conjuros, brujerías y aojos diversos. Néstor se tomaba aquellas historias con bastante escepticismo, aunque tenía que reconocer que si alguien le hubiese contado lo que acababa de presenciar bajo el gran roble del lago, él mismo no lo habría creído.

—¿Qué has visto tú, médico? —le preguntó uno de los équites, un joven que llevaba las mejillas afeitadas como Gayo Julio y chapurreaba el griego—. Tienes que haber viajado mucho, ¿no?

Néstor calculó las decenas de miles de estadios que había recorrido acompañando a Alejandro, desde el Indo y el Punjab a las inhóspitas estepas de la Sogdiana, las orillas del mar Hircanio, las arenas de Arabia, las montañas al norte del Istro, buena parte de Grecia y Macedonia, Egipto, Sicilia, ahora Italia. Todo eso en seis años. ¿Qué otros países había visitado antes y no recordaba?

—Sí, he viajado un poco.

—¿Es verdad que en Babilonia todas las mujeres tienen que prostituirse al menos una vez en su vida?

Cuando les tradujeron la pregunta, los demás legionarios se acercaron aún más al fuego con miradas de interés. Néstor sonrió.

—Es la primera pregunta que me suele hacer todo el mundo. Los jóvenes siempre estáis pensando en lo mismo.

Los soldados se rieron, y el centurión le pasó un odre de vino. Gayo Julio estaba sentado un poco aparte de los demás, en su silla plegable y no en el suelo, manteniendo un equilibrio entre la camaradería y la distancia que en él resultaba tan natural como todo lo que hacía.

Néstor respondió que no era cierto, pero a cambio les habló de la prostitución sagrada en el templo de Ishtar, adornando algunos detalles para deleite de su auditorio. Mientras lo hacía pensó que aquellos romanos no eran tan distintos de los macedonios con los que llevaba años compartiendo fuegos de campamento. Tenían los mismos intereses: los buenos relatos, las mujeres, un trago de vino al caer la noche para olvidar las miserias del día.

Siguieron hablando un buen rato. Néstor era cada vez más quien llevaba la voz cantante. Aunque sus recuerdos fueran tan breves, había visto sitios maravillosos y había sido testigo de costumbres y rituales tan llamativos como los extravagantes funerales de los jinetes escitas, los sangrientos rituales de Cibeles en Frigia o la celebración del Año Nuevo en Babilonia.

Poco a poco los soldados más jóvenes, vencidos por el sueño, se fueron quedando dormidos junto al fuego. Cuando ya sólo quedaban despiertos Gayo Julio y el centurión, que aunque daba cabezadas se había empeñado en demostrar que él aguantaba tanto como su tribuno, los derroteros de la conversación habían vuelto precisamente a Babilonia. A Néstor el vino le había soltado la lengua, o tal vez era por la sensación de compañerismo momentáneo que estaba disfrutando en aquel país extraño y con los enemigos de su rey. Les habló de sus excursiones con Alejandro por Babilonia en las primeras semanas después de su curación. A cambio omitió contar el motivo de tantas andanzas, pues ni siquiera la locuacidad de aquel instante podía hacerle traicionar la confianza de su paciente y amigo. La verdad era que Alejandro había dejado de beber y por eso, como no podía conciliar el sueño y el enorme palacio de Nabucodonosor se le antojaba una estrecha jaula, tenían que salir todas las noches a recorrer las calles de la gran urbe del Éufrates.

Después de curarle el envenenamiento, Néstor comprendió que, aunque nadie hubiese vertido un tóxico en ella, la copa de Heracles habría acabado destruyendo a Alejandro. Era de esos hombres que lo hacen todo de forma desmedida, y para él no había más alternativa que ser abstemio o beber tanto como tres soldados juntos. Para convencerle de que se olvidara del vino, Néstor empezó diciéndole que se estaba matando él solo. Pronto se dio cuenta de que así no iba a conseguir nada, pues Alejandro se comportaba como si creyese que nunca iba a morir, y por otra parte cuando se acordaba de Hefestión caía en un estado de negra tristeza y se lamentaba que la vida ya no tenía sentido para él.

De modo que Néstor había decidido recurrir a otros argumentos. Le habló al apuesto y vanidoso Alejandro de la inexorable decadencia física que, de seguir así, iba a sufrir como mucho en el plazo de tres o cuatro años: tobillos hinchados por la hidropesía, párpados hinchados, venillas rotas en la nariz, bolsas colgando bajo los ojos, piel áspera y cuarteada, un aliento apestoso en lugar del fresco aroma que todo el mundo alababa. Al decirle todo eso Néstor, sin darse cuenta, le estaba hablando a Alejandro de su propio padre. Al recordar la imagen de Filipo tal como era cuando lo asesinaron, un hombre abotargado, afeado y envejecido a sus cuarenta y seis años, estrelló contra la pared la copa de cristal de Sidón y juró que no volvería a probar el vino.

Era una decisión difícil. Néstor sabía que a cualquier borracho le cuesta dejar de beber. Pero al estudiar el comportamiento de Alejandro y conocerlo un poco más, comprendió que para él el vino suponía algo más. Su mente era demasiado rápida, demasiado ambiciosa, y sus pensamientos saltaban de país en país y de mar en mar y sobrevolaban ríos y montañas. Su visión interior contemplaba el mundo desde tanta altura como si viajase a lomos del cometa Ícaro. Pero allí, en esa atalaya tan elevada sobre el resto de los humanos, Alejandro se sentía muy solo. El vino era una forma de embotar, de lentificar una inteligencia que por propia iniciativa nunca descansaba, ni en sueños. Gracias a él podía olvidarse de todo al ponerse el sol y sentirse más amigo de sus amigos. Con el vino, las bromas de los Compañeros le parecían más divertidas, incluso las torpes chanzas del metepatas de Meleagro, veía más hermosas y apetecibles a las cortesanas que banqueteaban con ellos y, en general, el mundo le parecía un lugar más sencillo en el que bastaba con recordar las glorias de Gaugamela y no había por qué preocuparse de organizar un imperio al día siguiente.

Por eso Alejandro había recurrido a Néstor, para que sus noches no fueran eternas. El médico sabía escuchar, aunque sólo fuera porque recién «despertado» en Delfos tenía poco que contar. En cambio Alejandro había vivido tanto en sus treinta y tres años como para rellenar siete vidas. Sin embargo, no solía hablar del pasado, salvo alguna referencia ocasional a su amigo y amante muerto. «A Hefestión le habría gustado esto», señalaba al ver cómo la luz del ocaso se filtraba por una callejuela de Babilonia tiñendo de rojo las ropas tendidas de una pared a otra, o «A Hefestión no le habría gustado esto otro» al ver cómo un mercader apaleaba con una estaca a un pobre caballo. Pero casi siempre hablaba para hacer planes sobre visitar nuevos países, escalar montañas más altas, navegar el mar Hircanio, costear Arabia, recorrer el Nilo y remontar todas sus cataratas. Y, sobre todo, trazaba proyectos para viajar al Oeste, atravesar las Columnas de Heracles y ver con sus propios ojos el Océano que circundaba el mundo.

A menudo no hablaban y se limitaban a caminar, recorriendo la ciudad sin descanso. Fue un mes después de la llegada de Euctemón a Babilonia, el 14 de loyo según el calendario macedonio y el 15 de duzu según el babilonio, cuando vieron los secretos que guardaba el Esagila, el templo de Marduk. Por aquel entonces Icaro ya había aparecido en el cielo y la canícula empezaba a apretar en el país de los dos ríos.

—Alejandro estaba costeando la reparación de Etemenanki. El día en que terminaron de forrar la última terraza con placas de oro, los sacerdotes de Marduk, que es como llaman al Zeus babilonio, se lo agradecieron enseñándole los sótanos del templo, unos subterráneos cuya existencia ni siquiera sospechaba.

»Allí vimos tesoros muy valiosos. Había coronas, cetros, collares y pectorales de todos los tamaños, tronos forrados de metales preciosos, cofres de maderas exóticas rellenos de daricos, de perlas, de gemas, y también de discos y barrotes de oro y electro de la época en que los babilonios aún no usaban moneda acuñada. La pieza más valiosa era un dragón de oro macizo que pesaba al menos mil talentos.

Néstor estaba convencido de que en realidad sólo era de oro la capa exterior del dragón, pero le complació observar la cara de asombro y un punto de codicia de Gayo Julio. El centurión ya tenía la barbilla caída sobre el pecho y había empezado a roncar, así que Néstor siguió contando lo que había visto en los subterráneos del Esagila sólo para los oídos del tribuno. Aparte de miles de tablillas, por alguna extraña razón los sacerdotes babilonios habían recopilado a lo largo de los siglos todo tipo de artículos sin ningún valor material, algunos de los cuales eran escalofriantes, como una colección de momias de criaturas deformes, a medias humanos y a medias animales.

Pero el objeto que más les llamó la atención a ambos, el único que Alejandro se llevó de los sótanos, se guardaba en una estancia aparte, tras una puerta de madera desvencijada. Cuando Néstor quiso abrirla, Belumasar, el jefe de los sacerdotes, se interpuso en su camino. Pero bastó con que Alejandro le mirara sin decir nada para que se quitara de en medio.

—Eso es tener imperio —asintió Gayo Julio—. Por Belona que me gustaría conocer a ese hombre. ¿Qué había allí dentro?

—Una simple hoz.

—¿Qué tenía de especial?

—El mango era negro, de una madera tan dura y vieja que parecía piedra, pero la hoja brillaba como azogue. Cuando acerqué la mano para tocarla sentí cómo el vello se me erizaba —dijo Néstor, acariciándose el dorso de la mano—. Entonces me di cuenta de que me estaba adelantando a Alejandro y me aparté.

Cuando el rey empuñó la hoz y la levantó en el aire, se le escapó un chillido que se convirtió en una carcajada casi histérica, algo muy raro en una persona que se controlaba tanto como él. Dejó la hoz sobre aquel mostrador y le dijo a Néstor:

—Cógela tú.

Él lo hizo con cierta desconfianza. Al cerrar la mano alrededor del mango notó una sensación extraña y molesta, pero aún así apretó los dedos. Al levantar la hoz y mirarla más de cerca, vio que su mano estaba rodeando la empuñadura, pero no llegaba a entrar en contacto con ella, como si la rodeara un aura invisible, fría y resbaladiza como el hielo. Néstor se apresuró a soltar la hoz y le preguntó a Belumasar:

—¿Qué es esto?

El sacerdote les había contado una historia que llenó de desasosiego a Néstor. Aún era un recién nacido en su nueva vida y no se había acostumbrado a la sensación de desconcertante familiaridad que provocaban en él muchas de las cosas que escuchaba o veía. Aquel relato de Belumasar había despertado en su cabeza un eco mental, aún más inquietante porque, a diferencia de lo que ocurría con el eco físico, las palabras parecían repetirse en sus oídos antes de que el sacerdote las pronunciara. Con el tiempo se acostumbraría a esa sensación de paramnesia de la que ahora no dijo nada a Gayo Julio.

—No es una historia demasiado larga —dijo ahora Néstor, al ver que el tribuno ahogaba un bostezo—. ¿Quieres escucharla?

Gayo Julio volvió la mirada hacia el este. Allí el negro del cielo empezaba a teñirse de un turquesa profundo, anticipando el amanecer.

—Cuéntala, Néstor. Cuando termines, avisaré a los centinelas para que despierten a todo el mundo y levantaremos el campamento. Quiero llegar a Roma hoy mismo.

Según Belumasar, se trataba de una historia que le había llegado del Norte, de las tierras que se asomaban al Ponto Euxino. Los dioses de los que hablaba aquel mito tenían nombres extraños, pero el sacerdote caldeo les había traducido casi todos al lenguaje de Babilonia.

—Érase un dios malvado que en el pasado se había sublevado contra An, el dios del cielo, pero que a su vez había sido derrotado por Marduk —repitió ahora Néstor—. Ese dios no se resignaba a la pérdida del poder y, lleno de un venenoso rencor, quería recuperarlo como fuese, aunque eso supusiera la destrucción del mundo. Se acostó, pues, con una mujer-montaña y hasta quince veces penetró su semilla en ella. Cuando la montaña dio a luz, el dios malvado tomó en sus brazos al niño de piedra y le cantó una nana, pero el bebé era sordo y ciego. Su padre lo depositó sobre los hombros del dios del sueño, que carga con todo el peso del mundo sin llegar a despertar de su letargo. El niño de piedra, al que su padre llamó Ulikumi, no tenía otra virtud que la de crecer, pero empezó a hacerlo con empeño, y creció y creció hasta convertirse en una altísima columna de basalto del color de la obsidiana que ascendió sobre el aire que recorren los pájaros, llegó al aire que recorren las águilas y traspasó las nubes y el arco iris, hasta que su cabeza empezó a embestir como un ariete los cimientos del palacio de los dioses y de Shamu, la bóveda del cielo.

»El ataque de Ulikumi amenazaba con romper la separación de bronce entre el cielo y la tierra. Si eso ocurría, ¿quién podría evitar que todo retornase al caos inicial, cuando aguas dulces y saladas se mezclaban y cielo y tierra eran una sola amalgama? El gigante de basalto llegaba ya a las nueve mil leguas de altura, y su cabeza negra como un yunque tapaba la luz del sol. El gran Marduk atacó al monstruo con sus armas divinas desde su carro alado, pero no consiguió arrancarle más que unas esquirlas de roca negra. Recurrió entonces a su hermana Ishtar, la Afrodita babilonia, y ésta dejó sus vestidos en tierra y, al son del pandero y el arpa, bailó desnuda ante el gigante; pero él tenía el corazón y los ojos de piedra y no le prestó atención.

»Desesperados porque los suelos de su vasta mansión se abrían, vientos demoníacos se colaban por todas las rendijas y las columnas que sustentaban sus techos se estremecían y se venían abajo, los dioses decidieron recurrir a Ea, el anciano y sabio dios de las aguas que vivía retirado lejos del cielo. Ea consultó las Tablillas del Destino para buscar consejo.

—Así que los babilonios tienen sus propios Libros Sibilinos… —comentó Gayo, que seguía el relato muy atento—. Sigue, por favor.

—Gracias a esas tablillas, Ea descubrió que debía abrir la cámara del tiempo, el vetusto almacén donde se guardaban los objetos y tesoros de las divinidades más antiguas, cuando el cielo y la tierra eran un único ser. Allí encontró la hoz primigenia que en el principio de los tiempos había servido para separarlos y abrir el espacio en el que moran los hombres, los animales y las plantas. Armado con la segur, Ea viajó hacia el lugar donde el gigante de basalto hundía los tobillos en el mar y se apoyaba en los hombros del dios durmiente, y se los rebanó con dos golpes, uno por cada pierna. La ingente columna de roca se precipitó sobre la tierra en una caída que duró tres días, y cuando chocó con el suelo destruyó siete ciudades, y cuando su cabeza se hundió en el mar levantó una ola gigante que sepultó otras siete ciudades bajo las aguas. Pero el gigante pereció, y Ea consiguió evitar que cielo y tierra se unieran de nuevo. Pues lo que está separado, separado debe seguir por siempre.

—Me gusta cómo cuentas las historias, Néstor —dijo Gayo Julio, frotándose los ojos—. ¿Qué pasó con esa hoz?

—Alejandro decidió quedarse con ella. Era evidente que tenía un poder mágico, pues cuando la clavó en la mesa de ladrillo se hundió en ella como si fuera de mantequilla.

—¿Eso lo viste con tus propios ojos? —preguntó el tribuno, escéptico.

—Puedes creerme. Alejandro la guardó en un cofre de madera y me dijo: «Ahora esta hoz quedará en mi poder. Cuando se me acaben las tierras y los países que conquistar, nadie podrá venir con ella a cortar el puente que construiré entre cielo y tierra».

Gayo silbó entre dientes y se llevó una mano a la cabeza.

—¡Insanus sed magnificus! Te ruego que no le hables a nadie más de esa hoz. —«Te lo ordeno», decía su tono—. Cuando le derrotemos haré todo lo posible para que caiga en mis manos. Será un magnífico trofeo.

Néstor se arrepintió de haber hablado de la hoz. No sabía muy bien qué le había movido a contar, entre todas las historias y anécdotas que conocía, precisamente aquélla. Pero, de haber previsto entonces las consecuencias que a la larga iban a acarrear sus palabras, habría pensado que eran las propias Moiras las que habían movido sus labios. Pues, mientras oculto y silencioso entre las sombras, Mirmidón, el Rey del Bosque, lo escuchaba todo, las diosas del destino empezaron a tejer una trama que al final supondría el corte de sus propios hilos.