EL MONTE CIRCEO
Aunque el panorama desde lo alto era espléndido, Néstor pensó que aún sería mucho mejor si aquel maldito viento dejara de soplar y enturbiar el cielo con la calima que traía de los desiertos líbicos. Hacia el sudeste se abría una amplia bahía, interrumpida por una estribación montañosa que descendía casi hasta el mar. Podrían haber recalado en aquel lugar, pero Hermolao había preferido avanzar más y poner como reparo contra el viento el Circeo, el mismo promontorio sobre cuya cresta se encontraba ahora mismo Néstor. Al norte había una llanura que se perdía hasta fundirse con la sombra sucia de las montañas, los omnipresentes Apeninos que recorrían toda Italia como la columna vertebral de una gran bestia. Buena parte del llano estaba sembrada de lagunas naturales que al levantarse el sol brillaban como espejos blancos. Aquellos reflejos tan llamativos eran en realidad trampas mortales, pues se encontraban al borde de un paraje insano y traicionero conocido como las Ciénagas Pontinas.
El viento trataba de llevarse el sombrero de Néstor, que volvió a ajustarse el barbuquejo bajo el mentón, y también hacía flamear con fuerza el banderín de señales. Sófocles había enviado a un pelotón de soldados con Néstor, no para que disfrutaran de las vistas, sino para que dieran la alarma si divisaban enemigos. Se hallaban a bastante altura sobre el mar, tal vez mil codos. Hermolao aseguraba que esa roca solitaria, separada de las montañas por más de cien estadios de llanura, había sido en el pasado la isla de Eea, donde moraba la hechicera Circe, la misma que se dedicaba a convertir a los hombres en cerdos hasta que se prendó del astuto Ulises. Desde sus crestas era evidente que aquel monte no era una isla; pero se lo podía parecer a quienes, como ellos, llegaban desde el mar. Para Hermolao, la explicación era que los vientos habían arrastrado Eea hasta hacerla chocar contra la costa de Italia. ¿No le había ocurrido lo mismo a Delos, la isla que viajaba a la deriva sobre las olas hasta que Apolo la rijo en el centro de las Cícladas? Pero a Néstor no le convencía esa hipótesis. Era evidente que aquel peñasco calcáreo no estaba apoyado en la costa como un pecio a la deriva, sino clavado en el terreno por profundos raigones de roca.
Se volvió hacia el noroeste, por donde había subido. Bajo la ladera más escarpada del monte se extendía una larga playa, separada de los pantanos por una línea de dunas. Una costa aparentemente inofensiva, pero hostil. Alceo, el tercer piloto, le había explicado la diferencia entre las tierras «blandas» y las «duras». En las primeras, las olas creaban interminables playas rectas con bancos de arena que levantaban una barrera e impedían que los ríos, a no ser que fuesen muy caudalosos, desaguasen en el mar, lo que a su vez originaba zonas pantanosas, estancadas e insalubres y hacía difícil a los navegantes encontrar agua dulce. En cambio, en las tierras duras se formaban entrantes y ensenadas que ofrecían buenos abrigos para los barcos y se encontraba abundante agua potable en las desembocaduras de los ríos.
No, aquél no era un buen sitio. Pero no habían tenido más remedio que atracar allí. Néstor bajó la vista al mismo pie del Circeo; a poca distancia de la playa estaba anclada la Anfítrite. Tras correr la tormenta toda la noche habían dejado atrás al resto de la flota, e ignoraban si los demás barcos se habían perdido o habían conseguido ganar la costa. Los que tenían experiencia calculaban, por la fuerza del temporal, que de los sesenta barcos podían haberse salvado tal vez la mitad. En ese momento, Néstor vio a los romanos.
El día anterior, al advertir que el cielo clareaba tras los cristales de mica, Néstor se había librado por fin del abrazo de Clea. La muchacha se había quedado dormida de puro miedo y agotamiento. Néstor salió al pasillo, entró en su propio camarote y usó la letrina, pues le daba pudor utilizar los lujosos baños del aposento de Clea. La puerta de Boeto se había abierto con los vaivenes de la nave. Se asomó; su criado estaba tirado en el suelo, con la cabeza entre las manos y quejándose con una especie de rítmico ulular.
Al comprobar que los movimientos del barco eran menos bruscos, Néstor se animó a subir a cubierta. En la popa encontró a Alceo, con cara de agotamiento, atado con correas a la caña que manejaba los remos maestros de estribor. Junto a él estaba Hermolao, oteando el horizonte este. Era obvio que el capitán tampoco había dormido, pero se le veía más entero. Sólo llevaban la vela de antemón, con la verga bajada hacia la mitad del palo. Mostraba algunos desgarrones, pero había aguantado bien y seguía henchida por el viento. El amanecer era gris y las olas altas, aunque más de mar de fondo que de temporal, y ya no rompían con tanta fuerza en las crestas. Néstor se asomó sobre la aleta de popa; siguiendo la estela de la nave se veían dos sogas largas tendidas sobre las olas. Aquellas estachas servían de freno al barco y le ayudaban a mantener el rumbo.
—Tienes buen aspecto, señor médico —le dijo Alceo con una sonrisa irónica.
—No hay nada como dormir acunado.
Poco después apareció Sófocles. Por el color de sus mejillas y el cerco oscuro de sus ojos, era evidente que había vomitado hasta el primer rancho que comió al ingresar en el ejército, pero en cuanto les vio puso la espalda recta y enderezó los hombros. El tío de Clea aún no había dado señales de vida.
—Ha bebido vino como para vaciar el barril de Diógenes —les explicó el comandante—. ¿Hacia dónde nos dirigimos?
Hermolao señaló hacia una masa oscura que se destacaba de la línea de la costa.
—Es el Circeo —dijo Hermolao. Tras explayarse unos minutos en la explicación mitológica de su nombre, añadió—: Cuando lo sobrepasemos, encontraremos una pequeña ensenada en el lado norte que nos resguardará del viento.
—No me gusta —dijo Sófocles—. Eso ya es territorio romano.
—¿Tan lejos estamos de Posidonia? ¿Cuánta distancia nos hemos pasado? —preguntó Néstor.
—Cerca de mil estadios. Estamos más cerca de Roma que de Posidonia —respondió Hermolao. Néstor silbó entre dientes.
—Mal asunto. ¿Cómo vamos a regresar?
—Malamente —dijo Hermolao—. Aunque ya ha pasado lo peor de la tormenta, si no cambia el viento tendremos que volver dando bordadas muy largas. Pero aunque empezara a soplar el etesio, la Anfítrite ha sufrido daños. Hay que reparar velas y jarcias.
—Eso se puede hacer rápido —comentó Sófocles.
—También ha entrado agua en los dos cascos —repuso Hermolao—. Sobre todo en el de babor. Néstor observó entonces que, pese a que la posición de la vela y de los remos maestros debería inclinar ligeramente el barco a estribor, estaba más bien vencido a babor.
—Tenemos algunos heridos abajo —dijo Sófocles—. Ya sé que no eres un cirujano de campaña, pero ¿te importaría atenderlos?
—Deja que recoja mis instrumentos y te acompaño.
La Anfítrite era tan grande que los habitantes del lugar debían haberla divisado a muchos estadios de distancia. Cuando llegaron a la playa les esperaba una tropa más bien desorganizada y anárquica: debían de ser unos doscientos hombres, de los cuales algunos portaban escudos y yelmos, pero la mayoría venían armados tan sólo con arcos, hondas o jabalinas. Mientras los marineros echaban las anclas a medio estadio de la orilla, Sófocles ordenó montar las piezas de las catapultas, que habían desmantelado para protegerlas de la tormenta. Tras cuatro andanadas de piedras y flechas, los nativos huyeron despavoridos.
Los hoplitas fueron los primeros en desembarcar en las lanchas para establecer un cordón en la playa. Una vez en la orilla, comprobaron que las máquinas de guerra habían matado a ocho hombres. Tres de ellos habían quedado ensartados por la misma flecha, lo que dio pie a varios chistes zafios. Sófocles envió una partida de exploración. A poca distancia de la orilla encontraron una albufera separada del Circeo por una estrecha lengua de tierra, y más allá una pequeña aldea. En ella sólo quedaban unas cuantas cabras, de las que se incautaron, y una anciana que se había negado a huir con los demás y a la que dejaron en paz.
—Alertarán a los romanos —dijo Hermolao—. Vendrán, más temprano que tarde. Esos cabrones son rápidos, los conozco.
Sófocles envió nuevas patrullas por si no quedaba otro remedio que volver a pie hacia el sur y Hermolao se dedicó a inspeccionar la nave. Las noticias no fueron buenas. Los exploradores volvieron contando que al alejarse del promontorio se llegaba a un vasto pantano plagado de mosquitos; los juncos y carrizos eran tan altos que tapaban la vista, y convertían aquello en un laberinto de marismas y cañaverales. Por otra parte, la Anfítrite tenía cuadernas desplazadas en ambos cascos, sobre todo en el de babor, cuya quilla, para colmo, se había torcido.
—Es el problema de construir la quilla en varias piezas —dijo Hermolao, meneando la cabeza. Con los desperfectos sufridos por el velamen y el cordaje se podía navegar, pero no así con los del casco: tal como estaba el mar, la nave se iría a pique mucho antes de llegar a Posidonia. Si querían carenarla y reparar la quilla, las cuadernas y los baos tendrían que arreglárselas para construir un dique seco, dado que su tamaño impedía vararla en la playa. Por la noche improvisaron un campamento sin encender hogueras, pues no querían llamar aún más la atención. Mientras Sófocles hablaba con los capitanes y los jefes de fila de sus dos compañías, Hermolao deliberaba con gesto grave con sus oficiales. Néstor, que había terminado de atender a los heridos y había limpiado y recogido su instrumental con la ayuda de Boeto, se quedó un rato sentado en la arena, observando a los demás. Clea y sus esclavas se habían encerrado en una tienda de campaña, la más espaciosa de las cinco que llevaban a bordo. La joven debía sentirse avergonzada por la debilidad mostrada la noche anterior. Al entrar en la tienda había mirado a Néstor de reojo sin decirle nada, y no había vuelto a solicitar su presencia. Mejor, se dijo él. Sabía reconocer el peligro cuando lo veía; y por magnánimo que fuese Alejandro, su generosidad no llegaba a tanto.
Al día siguiente, apenas amaneció, Néstor había decidido hacer su excursión al Circeo. A nadie le hacía mucha gracia que se apartara del campamento, mas por otra parte no se ponían de acuerdo en quién tenía la máxima autoridad para prohibírselo: Calias insistía en que era el jefe de la expedición, Hermolao aseguraba que como capitán de la nave mandaba él y Sófocles, por su parte, sostenía que se hallaban en territorio enemigo y por tanto en situación de guerra, con lo que él debía estar al mando. Mientras debatían, Néstor había tomado su bastón de caminante y su sombrero de paja y había emprendido la subida por un estrecho sendero que recorría en zigzag la frondosa y escarpada ladera norte. Entonces Sófocles había caído en la cuenta de que les convenía tener vigías sobre el promontorio y había enviado tras él a ocho soldados de la primera compañía. Iras barrer con la vista todo el panorama que se le ofrecía desde la cima, Néstor volvió a fijarse en unas piedras alineadas en la falda este, que era menos abrupta y descendía en un suave declive hacia el mar. Tal vez se tratara de un simple cercado, pero por su situación habría apostado que se trataba de los restos de una acrópolis. Calculó que podía tardar media ampolleta del reloj de arena en llegar hasta allí, pero cuando se estaba dando la vuelta para comentárselo al jefe de fila que mandaba la patrulla, descubrió con el rabillo del ojo algo que brillaba en los pantanos. No era un reflejo en el agua: aquel destello se movía.
—Yo también lo veo. Hay más allí a la izquierda, mira —dijo el soldado con su tosco acento de montañés.
Casi toda la infantería de sarisas que habían traído provenía de Almopia, una de las regiones más agrestes de Macedonia. Eran tipos duros, unidos no sólo por lazos de sangre sino de camaradería. Aunque algunos sólo habían combatido en las campañas de Grecia y Escitia, más de la mitad eran veteranos de Asia que, luchando como asthétaroi en Sangala bajo el mando de Perdicas, habían ganado para sus compañías el rango de pezétaroi, «Compañeros de a pie», el máximo honor al que podían aspirar los soldados de infantería.
—¿Qué crees que puede ser? —preguntó Néstor, aunque sospechaba la respuesta.
—Puntas de lanza. ¿Te juegas algo, médico?
—No suelo apostar contra soldados en cuestiones militares.
El jefe de filas levantó el banderín y lo agitó en el aire, mientras dos hombres bajaban corriendo a dar la alarma. Néstor les siguió con paso más cauteloso, pues el camino tenía tramos vertiginosos que se asomaban directamente sobre farallones verticales. Conforme descendía, su horizonte se iba reduciendo, pero ahora que sabía por dónde se movían aquellos destellos no los perdió de vista. No tardaron en tomar cuerpo y convertirse en figuras diminutas que salían del pantano en varias hileras y empezaban a reorganizarse en una zona más elevada y seca, a unos veinte estadios de la playa. Por la forma en que se movían y formaban filas, no se trataba de una horda desvencijada como la que les había recibido al desembarcar, sino de tropas regulares. A fuerza de viajar con Alejandro, Néstor había aprendido a calcular los contingentes militares desde lejos. Allí podía haber tantos hombres como los que llevaban ellos, unos seiscientos, pero además les acompañaba una pequeña tropa de caballería. A pesar de que el viento soplaba hacia el interior, le llegaron los armónicos más graves de las tubas de guerra. Considerando que estaban en territorio romano, aunque fuera en un margen casi deshabitado, no dudó en ningún momento que se trataba de legionarios.
El último tramo lo bajó corriendo, y a sus espaldas oyó las pisadas de los soldados macedonios que le seguían. El jefe de la patrulla debía haber decidido que, una vez avistado el enemigo, sus hombres eran más necesarios abajo con el resto de los compañeros. Cuando llegaron a la playa todo eran preparativos apresurados. Mientras los capitanes de las dos compañías de hoplitas organizaban a sus hombres, Sófocles, Hermolao y Callas discutían en un rápido conciliábulo.
—No da tiempo a desmontar las catapultas, traerlas hasta la orilla y volverlas a montar —argüía Sófocles, ante la insistencia de Calias—. Lucharemos a la vieja usanza.
—Me parece muy bien que tú luches a la vieja usanza, pero mientras, nosotros nos alejaremos de la orilla con la Anfítrite —dijo Callas, y dirigiéndose a una esclava de Clea gritó—: ¡Tú, dile a mi sobrina que salga de la tienda de una vez! ¡Volvemos al barco!
—Ya te he dicho que la nave no está en condiciones de navegar —le dijo Hermolao—. Es más seguro que os quedéis aquí.
—¡No me vengas ahora con patrañas! ¿Es que tienes miedo?
—¿Y es que tú no lo entiendes? —Hermolao señaló hacia el mar. En la zona de playa guarecida por la masa del promontorio las olas no rompían con tanta fuerza, pero más allá se veían grandes vellones de espuma en las crestas, y el cielo seguía cubierto por un velo sucio y gris—. El libico aún sopla con fuerza. Con este oleaje la nave se hundirá. Tengo órdenes estrictas de Alejandro y de tu cuñado. Mi primera misión es proteger la Anfítrite.
—Esas órdenes no cuentan ahora —masculló Calias—. Ahora yo soy el que da…
—Tú ahora no eres nadie —le cortó Sófocles—. Si sigues haciéndonos perder el tiempo, ordenaré a mis hombres que te encadenen.
El dorio siciliano que mandaba la guardia de Calias se adelantó un par de pasos.
—Eso será por encima de mi cadáver, make.
Sófocles le miró de reojo.
—¿Tu cadáver? No me tientes, amigo. Lo mejor será que tú y tus hombres os quedéis en retaguardia protegiendo a vuestro señor. Dejad que a la guerra juguemos nosotros.
Sófocles se volvió, sin prestar más atención al dorio. Éste se llevó la mano al pomo de la espada, pero no le dio tiempo a hacer nada más. Con una rapidez fulgurante, Sófocles desenvainó su alfanje y, aprovechando el impulso del movimiento, se dio la vuelta y le dio un tajo en el cuello que le seccionó a la vez ambas carótidas. El mercenario retrocedió un par de pasos, cayó de espaldas sobre la arena y dio un par de patadas mientras la sangre le manaba en borbotones espasmódicos. Algunos de los guardias hicieron ademán de sacar sus espadas, pero su segundo oficial, un tipo flaco con barba de chivo, les dio una orden seca. Sófocles se acercó a él y ambos hombres se miraron unos segundos. El mercenario acabó asintiendo con la barbilla y mandó a sus hombres que arrastraran lejos el cadáver. Después se volvió hacia Sófocles.
—¿Cuáles son tus órdenes?
—¿Cómo que cuáles son tus órdenes? —estalló Calias—. ¡Ese hombre acaba de…!
—¡Cállate de una vez, tío! —restalló Clea.
Todos se volvieron hacia la joven, que acababa de salir del pabellón vestida como una auténtica reina. Llevaba una túnica verde de seda, una capa con ribetes de armiño cerrada con broches de oro y rubíes, una rutilante diadema, brazaletes hasta el codo, los tres collares que se había puesto cuando temió que la Anfítrite naufragara, gruesos anillos en todos los dedos, ajorcas en los tobillos y una cadena de oro ciñéndole la túnica. Néstor pensó que aquella ostentación era más propia de una reina bárbara, como la legendaria Semíramis, que de una noble griega. Pero si la joven pretendía impresionar con aquella imagen de majestad, lo consiguió. El propio Calias se había quedado boquiabierto.
Fue Sófocles el primero en reaccionar.
—Vosotros —le dijo al oficial de los mercenarios— os quedaréis protegiendo el campamento y a la mujer del rey hasta que acabemos con los intrusos.
—¿Puedes prescindir de esos treinta hombres? —preguntó Clea.
—No te preocupes, señora. Tenemos tantos hombres como ellos, o quizá más, y somos pezétaroi. Aunque ellos fuesen el doble que nosotros, los ejércitos de Alejandro hemos vencido la mayoría de nuestras batallas en inferioridad numérica. Ahora, si me disculpáis todos, tengo una batalla que ganar.
Dicho esto, Sófocles se alejó dando zancadas para reunirse con sus compañías. El nuevo jefe de la guardia se quedó mirando a Calias, dudó unos segundos y por fin se dirigió a Clea:
—¿Qué hacemos, señora?
—Lo que os ha dicho el comandante.
A regañadientes, los guardias se desplegaron para formar un círculo defensivo: eran mercenarios, pero tenían su orgullo y como guerreros habrían querido participar en el combate que se avecinaba. En el interior del perímetro se guarecieron Calias, su pequeño séquito, Clea y sus esclavas, unos veinte civiles en total.
Néstor se acercó a Clea y observó con admiración su atavío.
—¿Es que estás pensando otra vez en tu entierro? —le preguntó. Ella se ruborizó al recordar la noche de la tormenta y contestó:
—No. Estoy pensando en lo que puede pasar si derrotan a nuestros soldados.
—¿Por eso te has engalanado así? Para eso podrías haber ido directamente al campo de batalla y gritar: «¡Venid, romanos! ¡Soy una rica dama! ¡Quiero que me violéis y me despojéis!». Ella le miró con una chispa de furia en los ojos.
—Si esos romanos son inteligentes, cuando me vean se darán cuenta que alguien que lleva encima tantas joyas puede valer mucho más dinero como rehén. Y cuando les diga que soy la esposa de Alejandro, no se atreverán a tocarme. Pero necesito que se lo crean.
—Esperemos que al menos entiendan la palabra «Alejandro». —Néstor le tomó la mano un instante—. Siento haberte dicho eso. Lo que has pensado está bien. De todas formas, los romanos no conseguirán atravesar la muralla de sarisas. Puedes estar tranquila.
—¿Adónde vas?
Sin responder, Néstor se abrió paso entre los guardias que cerraban el círculo. Tenía comprobado que cuando alguien entra en un sitio o sale de él con decisión, no le suelen hacer preguntas. Además, sabía lo que estaba pensando cada uno de los hombres de Calias. Por mí, que le partan la crisma a ese chalado.
Sófocles había enviado a los arqueros hacia una estrecha lengua de tierra que se extendía entre la albufera y la cara norte del promontorio, con órdenes de vigilar a los romanos. De momento, éstos no se habían acercado más. Tan sólo un par de jinetes se habían aventurado a inspeccionar la zona, pero habían vuelto grupas al primer silbido de las flechas. Siendo tan pocos como parecían, no las debían de tener todas consigo.
Los macedonios ultimaban sus preparativos con la rapidez que les daba la práctica, entre resoplidos, chasquidos de metal y crujidos de cuero doblado. Los que iban a combatir en las primeras filas se abrocharon las corazas de placas o los coseletes de cuero hervido reforzados con pectorales de metal; en cuanto a los que luchaban al final de la formación, la mayoría usaban petos blancos de capas de lino prensado, con escamas de blindaje adicional cosidas a la derecha, en el lado que el escudo dejaba desprotegido. Después se colgaron en el costado izquierdo las espadas cortas que usaban como armas secundarias; muchos de ellos llevaban cópides, alfanjes de hoja curva y un solo filo, más apropiados para tajar que para estoquear. Una vez cerradas las grebas de bronce o de hierro en las espinillas, se ajustaron en la cabeza las cofias acolchadas y sobre éstas se calaron los yelmos frigios o tracios que dejaban el rostro al descubierto. Desde hacía tiempo, los macedonios habían abandonado el viejo casco corintio que protegía toda la cara al precio de convertir al hoplita en un autómata prácticamente ciego y sordo durante la batalla. Mientras los pezétaroi sacaban los escudos de sus fundas de piel y los embrazaban, los artilleros terminaban de ensamblar las sarisas. Una vez encajadas las dos mitades y bien apretadas las abrazaderas de hierro, se las pasaban a los hoplitas, que las recogían fila por fila, las levantaban en el aire y las colgaban de la cuja de cuero que llevaban cruzada del hombro a la cadera. Aunque ya las había visto muchas veces, Néstor volvió a pensar que eran impresionantes: doce codos de madera de cornejo, dura y flexible, con puntas de acero de dos palmos. Eran tan largas que al agitarse en el aire silbaban con un ulular que ponía los pelos de punta, como un pinar en una noche de viento.
Para blandir en combate esa arma que pesaba casi un cuarto de talento, el hoplita debía aferrarla con ambas manos, la derecha a dos codos de la contera y la izquierda otros dos codos por delante. Eso dejaba ocho codos de arma proyectándose hacia delante. Cuando Filipo, el padre de Alejandro, hizo que sus hombres adoptaran aquella larguísima pica, tuvo que sustituir el escudo que hasta entonces llevaban por otro broquel más ligero y pequeño. Ahora, cuando el soldado se lo colgaba del cuello con la correa que llevaba en bandolera, pasaba el brazo izquierdo por los asideros de la cara interior y agarraba la sarisa en posición de combate, el escudo quedaba atravesado delante de su cuerpo y le cubría el tórax, pero a cambio dejaba las piernas y las ingles desprotegidas. En cualquier caso, la mejor defensa de los pezétaroi eran sus sarisas, que mantenían al enemigo a distancia: hacían falta redaños para colarse entre las puntas de la primera fila, pues antes de llegar al cuerpo a cuerpo el adversario aún tenía que enfrentarse a las puntas de la segunda fila de infantes, y después a las de la tercera y la cuarta. La falange de sarisas era un enorme erizo acorazado, lento pero imparable.
Sófocles despachó a los artilleros para que ayudaran a los mercenarios en la defensa del campamento y después ordenó a las dos compañías de hoplitas que se desplegaran en sendos rectángulos de treinta y dos de frente por ocho de fondo. Normalmente cada unidad formaba un cuadrado de dieciséis por dieciséis, pero con tan pocas tropas prefería cubrir un frente más amplio a cambio de perder profundidad.
—¡DEEEE… FRENTE!
Sin necesidad de flautas ni timbales, los macedonios caminaron marcando el paso; sus pies producían un ruido curioso al hundirse en la arena, un crujido áspero y amortiguado que en el silencio con que avanzaba la falange sonaba aún más amenazador. Pronto llegaron al campo de batalla elegido, una explanada de algo menos de un estadio de ancho que se abría entre la laguna y los escarpes del propio Circeo.
Mientras los soldados se armaban, Sófocles había sacrificado un cabrito. Tras examinar los lóbulos del hígado, el experto en aruspicina le había dicho que los dioses aconsejaban una táctica defensiva. A Sófocles le pareció que aquella lengua de tierra era el mejor sitio para mantener su posición, pues el promontorio protegía su flanco derecho y el agua, aunque fuese más bien somera, el izquierdo; de esa forma cerraban el paso a la playa donde habían dejado a los civiles con el equipaje.
—¡AAAAAL…TO!
Néstor se encaramó a unas rocas pegadas a la ladera, unos cincuenta pasos por detrás de la falange. Allí disponía de un punto de vista muy ventajoso, y ataviado con su sombrero de viaje y su báculo se sentía como uno de aquellos heraldos que contemplaban las batallas en tiempos más ceremoniosos y civilizados que los actuales. Entonces oyó el sonido de unos pies resbalando entre cascajos y se volvió alarmado. Era Boeto, que trepaba hacia él a gatas.
—¿Qué haces aquí? Te he dicho que te quedaras.
—Tú siempre tienes suerte —respondió el focio, acalorado tras la carrera—. Donde estés tú, es el lugar menos peligroso. Eso seguro.
—Me esperaba un encendido discurso sobre la lealtad, pero vale igual. Vaya, has traído la bota de vino. Pásamela. ¡Siempre estás en todo!
Mientras ellos observaban, Sófocles desplegó a sus dos compañías juntas para ofrecer a los enemigos un frente de sesenta y cuatro escudos. Después repartió a los arqueros en los flancos en dos grupos de veinte. Por delante de ellos se extendía una zona de tierra arenosa y matojos con arbolillos dispersos, y unos tres estadios más allá se encontraban ya los enemigos, organizando sus filas sin avanzar más, como los macedonios. Aunque no parecían más que ellos, contaban con una pequeña ventaja: un escuadrón de caballería de veinte o treinta jinetes. Ninguno de los dos bandos parecía tener prisa. A Néstor no le extrañaba. Pese a las escuetas líneas con que Eumenes despachaba las batallas en sus Efemérides Reales («Nuestros hombres se enfrentan con los tracios, desbaratan su formación, les ponen en fuga y los aniquilan»), lo cierto es que eran largas, sucias, ruidosas, sangrientas, frías. Sí, la sensación que más recordaban los soldados heridos era la del frío del acero penetrando en sus cuerpos. Tenías que armarte de mucho valor para embestir contra las armas aguzadas de los enemigos sabiendo que ellos estaban calculando la forma de clavártelas mejor entre los ojos o en los testículos. Por eso la mayoría de los soldados se hartaban de vino antes de combatir; no por cobardía, sino a sabiendas de que tenían que cumplir con su trabajo y el vino les ayudaba a ello. El vino hace desdeñar las consecuencias de los actos, o más bien embota la imaginación de lo que puede pasar en el futuro, sea inmediato o lejano. Y lo que menos debe poseer un soldado es imaginación, porque le paraliza, y lo peor que puede hacer es pensar en el futuro, porque no tiene.
Sófocles paseó por delante de las tropas, que aún mantenían las sarisas en alto y encajadas en sus bolsas de cuero, una novedad ideada por el general Crátero durante la última campaña de Grecia: con las cujas, los brazos de los soldados no se cansaban en balde antes de entrar en combate, y de paso las picas parecían aún más altas e imponentes. «¡Honor…!, ¡… salvación…!, ¡… bárbaros…!». A Néstor le llegaban palabras sueltas de la soflama. «¡…proteger a la esposa de Alejandro…!». Era buena idea mencionarla. Alejandro no estaba presente, pero su nombre infundía aún más valor que el vino, y de paso se recordaba a los soldados que, si luchaban por Agatoclea y evitaban que cayese en poder de los enemigos, el rey sabría recompensarlos.
Los romanos también habían formado su frente, aunque las lanzas que sobresalían de sus escudos no eran ni mucho menos tan largas. Un jinete con una cimera roja pasaba delante de ellos sobre un caballo blanco; sin duda les estaba arengando a su vez. Néstor se preguntó qué les estaría diciendo para animarles a que corrieran a ensartarse en las sarisas macedonias que habían conquistado la mitad del orbe conocido.
Ahora lo habitual era que ambos ejércitos avanzaran lentamente al encuentro hasta encontrarse más o menos a un estadio, donde se hacía otra parada. Pero Sófocles, que estaba a la defensiva y tenía los flancos cubiertos, lo que de momento hacía inútil la caballería del enemigo, no se movió.
—Esos cabrones tampoco dan un paso —dijo Boeto.
—A lo mejor están esperando refuerzos.
—Si es eso, entonces habría que atacarles ahora mismo.
Como buen griego, Boeto era aficionado a la estrategia de salón. Aún así tenía razón: puesto que las circunstancias favorecían de momento a los macedonios, había que aprovecharlas. Pero en ese preciso momento, sonaron las tubas y los romanos enarbolaron sobre sus cabezas unos estandartes amarillos y púrpuras. De sus filas se adelantaron varios grupos de infantería ligera, cincuenta o sesenta hombres. Iban atinados con pequeños escudos redondos y con venablos, y se acercaron corriendo a la falange entre gritos y aullidos lobunos. De hecho, Néstor habría jurado que las pieles que les cubrían hasta la cabeza eran de lobo, aunque de lejos no podía asegurarlo. Sin llegar a acercarse mucho, aquellos escaramuceros lanzaban sus jabalinas y se daban la vuelta. Los hoplitas, que aún tenían las sarisas en alto, se cubrieron con sus escudos, pero no les hubiera hecho mucha falta, ya que la mayoría de los venablos cayeron en tierra de nadie: los hombres-lobo no se atrevían a aproximarse más por miedo a los arqueros, así que disparaban cuanto antes y luego huían corriendo en zigzag para esquivar las flechas. Aun así, unos cuantos quedaron tendidos en el suelo; sus compañeros los recogieron y los arrastraron tras las filas de los legionarios. El hombre del penacho rojo desmontó de su caballo y se puso delante, junto con sus hombres. Era evidente que se disponían a avanzar, y Sófocles decidió que había llegado el momento.
—¡SARISAAAAS… AL FRENTE!
Los hoplitas de la primera fila se pusieron casi de costado para reducir su perfil, bajaron las sarisas hasta la horizontal y gritaron ¡«Aléxandros!». A continuación lo hizo la segunda, y las puntas de sus picas se proyectaron casi pegadas a las de sus compañeros mientras exclamaban ¡«Nike!».[4] La tercera fila volvió a cantar ¡«Aléxandros!», a lo que la cuarta respondió ¡«Nike!». Por fin, cuando los hombres de la quinta colaron sus sarisas por el escaso hueco que les quedaba y cantaron ¡«Aléxandros!», toda la falange al unísono rugió ¡«NIKEEEE!».
Néstor se miró el antebrazo. Por muy pueril que pudiera parecerle aquel alarde, siempre le ponía el vello de punta. Al presenciar aquel espectáculo, los guerreros que no eran griegos solían reaccionar de dos maneras: o bien rompían filas y huían como conejos o, si eran bárbaros que anteponía el coraje a todo lo demás y de paso se habían atiborrado de vino, cerveza o leche fermentada, cargaban a título individual entre alaridos y, también a título individual, se ensartaban en las puntas de acero.
Pero los romanos no hicieron ni lo uno ni lo otro. Las tubas volvieron a sonar y ellos se pusieron en marcha, marcando el paso al compás. Conforme se acercaban, Néstor pudo apreciar mejor las armas de los legionarios. Llevaban escudos ovalados y pintados de rojo que les cubrían desde la nariz hasta más abajo de las rodillas; por encima de ellos sobresalían las puntas de sus lanzas y sobre sus cabezas ondeaban largas plumas de colores.
—Es increíble —comentó Boeto—. Han dejado detrás tropas de reserva. Caminando a casi cien pasos por detrás de los otros iba otra unidad de infantería de línea, tal vez cincuenta o sesenta hombres. Néstor veía lógico que reservaran a los escaramuceros, y también a la caballería, ya que de momento ésta no tenía flancos abiertos por los que atacar. Pero ¿por qué apartar también a esos otros legionarios, cuando estaban en inferioridad numérica? Ahora que los romanos avanzaban en formación, era evidente que su frente no superaba en anchura al macedonio, y sólo tenían cinco filas de fondo por las ocho de la falange de Sófocles.
—Qué huevos —resumió Boeto.
Los arqueros de las alas griegas se adelantaron un poco y dispararon un par de andanadas; los romanos se encorvaron tras sus escudos y apenas sufrieron bajas. Cuando estaban a menos de un estadio de distancia, se decidieron a cargar, aunque no como Néstor se esperaba. La línea del frente se quebró, no de forma irregular, sino siguiendo un esquema entrenado a conciencia. Tres formaciones se desgajaron de las demás en damero, empezando por el ala derecha, y se lanzaron al paso ligero mientras que las otras tres se quedaban un poco rezagadas. Los romanos lanzaron su grito de guerra, y su alarido no fue menos sonoro que el de los griegos:
—¡MARS ET QUIRINE! ¡ROMA VICTRIX!
Esto me da mala espina, pensó Néstor. Una acción tan contraria a la lógica militar debía tener algún motivo. Las formaciones de infantería de línea intentaban no ofrecer huecos, pues los costados eran su punto más vulnerable y resultaba preferible protegerlos con los cuerpos y los escudos de los compañeros que dejarlos al descubierto. Pero era evidente que a los romanos no les importaba romper su propia falange. Corrieron con los escudos en alto, cubriéndose de las flechas que les disparaban los arqueros griegos, y sólo tres o cuatro de ellos cayeron al suelo. Después, cuando llegaron a unos treinta pasos de las sarisas, se oyó una orden seca.
—¡PILA!
Los que corrían en cabeza se frenaron y arrojaron sus armas. Lo que Néstor había creído lanzas eran en realidad jabalinas que silbaron girando en el aire. Tras aquella andanada llegó otra, y otra más. Los romanos debían nacer ensayando esa maniobra tan complicada: cada vez que un soldado arrojaba su proyectil, aprovechaba el impulso para desplazarse un paso a la izquierda y dejar hueco al siguiente hombre, quien, tras disparar a su vez, también se apartaba ofreciendo un pasillo al próximo. Las jabalinas cayeron sobre los macedonios, algunas en altas parábolas y otras en trayectorias más rectas y dañinas. Por fin se desataron los ruidos del combate: el impacto sordo y contundente del acero contra la madera, el rechinar más agudo del metal sobre el metal, los pies crujiendo en la arena, las voces de mando, los insultos, los aullidos. Néstor vio cómo en las primeras filas caían más hombres de los que se esperaba, y le inquietó observar que las puntas de las sarisas se movían a los lados y se trababan entre sí, y que se oían más gritos de perplejidad y consternación que de dolor. Para su asombro, muchos hoplitas se desprendían de los escudos y los dejaban caer al suelo entre maldiciones.
Las tres unidades romanas que habían quedado rezagadas arrancaron a correr y lanzaron sus venablos de la misma forma. Todo se desarrollaba a una velocidad vertiginosa: cuando las tres formaciones del segundo escalón no habían agotado aún sus proyectiles, las tres primeras, espada en mano, ya se estaban arrojando como suicidas contra las sarisas. No, como suicidas no, se corrigió Néstor. Porque ahora el enorme erizo de la falange presentaba calvas y tenía muchas púas torcidas. Los romanos, agazapados tras sus amplios escudos, los movían de un lado a otro para apartar las puntas de las picas y aprovechaban los huecos para llegar al cuerpo a cuerpo, o de lo contrario esperaban con paciencia. Durante un rato fue difícil apreciar lo que estaba pasando. Había un frente de choque confuso, zigzagueante, y las sarisas de las últimas filas ondulaban como mieses al viento sin llegar a bajar del todo, porque no tenían espacio para hacerlo. Mientras los macedonios y romanos que estaban en contacto hacían chocar los escudos y trataban de acuchillarse por encima y por debajo de ellos, los soldados que se encontraban detrás empujaban y jaleaban a los suyos e intentaban aprovechar el menor hueco para pinchar a un enemigo en los muslos o en las ingles.
—Ahí van los nuestros —dijo Boeto, señalando hacia la zona derecha del campo. Por allí un grupo de arqueros estaba moviéndose entre los árboles que crecían en el arranque de la ladera, con la evidente intención de sorprender a los romanos por la espalda. Pero los jinetes vieron de lejos la maniobra y cargaron contra ellos, seguidos por veinte o treinta de sus escaramuceros. Cayeron dos romanos de caballería, pero a cambio dieron cuenta de ocho arqueros.
Uno de los jinetes levantó su lanza en el aire mostrando como trofeo los intestinos de un enemigo ensartados en su moharra, y aquello terminó de desbaratar a los griegos, que se retiraron tras la espesura.
Volvieron a sonar las tubas de metal, y Néstor y Boeto devolvieron su atención al campo de batalla principal. Los legionarios estaban retrocediendo. Lo hacían en buen orden, sin dar la espalda a los enemigos. Entre insultos y baladronadas, se retiraron a unos treinta pasos de distancia arrastrando con ellos a sus heridos. Los macedonios también recularon unos pasos para dejar los cuerpos de los caídos en la parte de terreno que debían recorrer los romanos si querían volver a atacar. Néstor trató de calcular las bajas. Aunque no era fácil diferenciar los cuerpos de unos y otros, cubiertos de polvo y entremezclados en postreros abrazos, le pareció que los romanos muertos no llegaban a diez, mientras que los macedonios triplicaban esa cifra. Consultó la ampolleta del reloj, al que había dado la vuelta al empezar los primeros escarceos de la infantería ligera. Había pasado poco más de un cuarto de hora. Los choques directos no solían durar más, pues por mucho que Homero celebrase las inacabables matanzas de Aquiles junto a las aguas del río Escamandro, el esfuerzo de sostener el escudo en alto y golpear una y otra vez con las armas no se podía mantener mucho tiempo.
Sófocles volvió a ponerse delante de sus hombres y les arengó de nuevo, ahora con más palabrotas y menos retórica. Los macedonios recompusieron su formación; a cambio de ofrecer un frente recto al enemigo, las últimas filas presentaban algunos huecos. Entre los romanos se adelantaron algunos hombres, seguramente capitanes, y exhortaron a sus hombres a la vez que insultaban a los griegos. Uno de ellos se permitió el lujo de orinar mirando hacia la falange como si fuera un perro marcando su territorio. Mientras, los soldados de la reserva y los de la infantería ligera pasaban más jabalinas a los legionarios que habían gastado las suyas en la liza. Antes de lo que Néstor se esperaba, los romanos volvieron a la carga y lanzaron de nuevo los venablos. Esta vez el resultado de su andanada fue aún más letal, porque muchos macedonios habían arrojado sus escudos. Al ver unos cuantos tirados en tierra de nadie Néstor comprendió el motivo: los proyectiles enemigos los habían atravesado de parte a parte y ahora, con una punta de dos palmos asomando por la cara interior, era imposible manejar los escudos sin que el dueño se hiriera con el hierro del venablo. En la primera y en la segunda fila cayeron muchos macedonios, y los romanos aprovecharon ese momento para arremeter de nuevo con las espadas desenvainadas.
—Qué valientes son esos bastardos —mascullo Boeto.
El combate volvió a trabarse entre gritos y gruñidos. El muro de sarisas mostraba ya tantos huecos que los romanos se colaban sin dificultad por ellos. Los macedonios empezaron a perder posiciones palmo a palmo. Los hombres de las últimas filas apenas tenían sitio para bajar las picas; si querían hacerlo, tenían que retroceder, pero cuando intentaban afianzar su posición sus propios compañeros volvían a recular y les hacían tropezar, hasta que llegó el momento en que muchos decidieron tirar las sarisas y desenvainar las espadas.
—Ares no nos sonríe —dijo Boeto.
—Tú lo has dicho.
La formación en bloque de los macedonios se estaba desgajando: los romanos habían penetrado igual que el agua en las grietas de una roca y ahora se expandían como el hielo que acaba resquebrajándola y rompiéndola. Las sarisas caían como espigas cortadas en un trigal. Muchos de los arqueros se habían retirado, pero otros se arrojaron con valor a la refriega para ayudar a sus compañeros. Ahora era difícil distinguir a los combatientes, mezclados como estaban, pues las plumas de los yelmos romanos volaban o caían en la refriega.
La batalla se descompuso en centenares de duelos individuales, y aquí los macedonios estaban en desventaja. Poco a poco iban quedando aislados en pequeños grupos, y algunos se retiraron hacia la ladera, no muy lejos de donde se hallaban Néstor y Boeto. Ahora que los tenía a poco más de treinta pasos, el médico comprendió los problemas de los hoplitas. Seguían luchando con las sarisas rotas, y también con las espadas y las cópides; pero muchos habían perdido los broqueles, y aunque otros aún los conservaban, eran más pequeños que los romanos y tenían que moverlos sin cesar arriba, abajo y a los lados para protegerse. En cambio, los legionarios se agazapaban detrás de sus grandes escudos, avanzaban paso a paso sobre la pierna izquierda y sólo salían de su protección para atacar, hasta que por fin alcanzaban el blanco. Además, sólo lanzaban estocadas, mientras que los griegos intentaban tirar tajos, y al hacerlo levantaban los brazos y los hombros y ofrecían más blanco. Resultaba evidente que para los macedonios la espada era un arma secundaria, mientras que los romanos la esgrimían con maestría y además sabían combatir fuera de formación. Cada vez había menos macedonios, y los romanos aprovechaban para atacar de dos en dos a sus rivales con mortífera eficacia: uno amagaba a la cabeza de un hoplita, el otro le acuchillaba el muslo por detrás y entonces el primero aprovechaba el momento de desconcierto y dolor del rival para seccionarle la yugular.
Los gritos de agonía sonaban cada vez más cerca.
—Estamos en peligro —dijo Boeto.
Néstor se le quedó mirando como si le acabara de despertar de un sueño. Entonces comprendió que no podía seguir siendo observador.
—Tienes razón. ¡Corre!
Saltaron de las piedras y corrieron entre los árboles, dejando atrás el griterío del combate, hasta llegar a una pequeña vereda que bajaba hasta la playa. Néstor pensó que, por malo que fuera el estado de la Anfítrite, mejor sería aventurarse en las olas que esperar a ser masacrados por aquellas máquinas de matar. Aunque con su bastón y su sombrero de paja no tenía mucho aspecto de guerrero, sabía que en el último estadio de una batalla los soldados vencedores, llevados por la ceguera de la matanza y la sed de sangre, no distinguían a civiles de militares y acuchillaban a todo lo que tuviera dos piernas.
Allí en la playa todo el mundo estaba mirando hacia el mar. La Anfitrite había zarpado y se dirigía mar adentro impulsada por sus remos y con todas las velas desplegadas.
—¡Perro traidor! —rugía Calias, mientras los soldados de su guardia enarbolaban los brazos y proferían insultos en todas las lenguas de Sicilia.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Néstor.
—¡Ese malnacido! Al ver que la batalla iba mal, me ha dicho que yo tenía razón, y que era preferible que todos huyéramos en la nave. —A Calias le temblaba la voz de ira y de miedo.
—No entiendo…
—Ha cogido la única lancha que había en la orilla y se ha ido al barco.
—¿Cómo le habéis dejado?
—Porque el muy bastardo ha dicho que iba a volver con los demás botes y… En ese momento se oyó un grito de batalla, y al levantar la cabeza vieron que entre las dunas aparecían los jinetes romanos blandiendo las lanzas sobre sus cabezas. Mientras observaban la jugada de Hermolao y le maldecían, los guardias de Calias se habían dispersado y ahora ya no tenían tiempo para reagruparse y oponer a la caballería una pared compacta de escudos y lanzas. Algunos salieron al encuentro de los romanos y otros huyeron playa abajo. El escuadrón de caballería se dividió automáticamente en tres pelotones. Uno de ellos se dedicó a perseguir a los fugitivos, a los que alancearon por la espalda sin misericordia como si cazaran liebres. El segundo arrolló a los soldados que pretendieron salirles al paso, y el tercero cabalgó contra el grupo de civiles. Callas salió corriendo hacia el agua, como si pensase encontrar una vía de escape milagrosa en brazos de alguna nereida. Un venablo silbó por el aire y se clavó en sus riñones con un impacto sordo. El cuñado de Agatocles se retorció, cayó de espaldas, partió el astil con su peso y ya no se movió más.
—¡Haced lo mismo que yo! —gritó Néstor.
Quitándose el sombrero para que le vieran bien la cara, se tiró de rodillas al suelo y se puso las manos tras la nuca. Los demás siguieron su ejemplo, pero el secretario de Callas levantó los brazos en cruz.
—¡Bájalos! —le dijo Néstor—. No hagáis ningún movimiento que pueda tentarles. Miradles a la cara, pero con la cabeza gacha.
Los jinetes les rodearon, y algunos empezaron a tocarles con las conteras de las lanzas para hacerles levantar la cabeza, sobre todo a las esclavas. Néstor les observó de reojo. No llevaban armamento pesado, salvo uno de ellos que por la cimera debía ser el jefe del pelotón y llevaba una loriga de cota de malla hasta los muslos.
Si hubiéramos tenido aquí a un escuadrón de Compañeros…, se lamentó. Los soldados de infantería ligera llegaron poco después. Como le había parecido ver, llevaban pieles de lobo cuyas fauces les cubrían la frente, y algunos de ellos tenían pinturas de guerra en el rostro y los brazos. Jóvenes, ágiles e impacientes, empezaron a atar las manos de los prisioneros y a despojarles de todos los objetos de valor que tenían. Mientras, el jefe de los jinetes desmontó y se acercó a Clea, que en contra de las instrucciones de Néstor se había quedado de pie. «Arrodíllate, insensata», susurró el médico entre dientes, pero no dejó de sentirse admirado por el valor de la muchacha.
—¡Me felicem, quam uoloptariam puellulam habemos! —dijo el romano, acariciando la barbilla de Clea—. ¿Quod nomen tibei, pailex?
El romano dio un lirón del broche de la capa y se lo arrancó.
La capa cayó a los pies de Clea, descubriendo la túnica de seda pegada a su cuerpo. A Néstor se le nublaron los ojos, y antes de saber muy bien lo que estaba haciendo se levantó, arremetió contra el romano y lo derribó de un empujón. Entonces notó como si algo le estallara en la cabeza y cayó al suelo de bruces. Pensando que le habían herido se llevó la mano a la sien, pero no encontró sangre. Al levantar la mirada vio a través de una miríada de puntos brillantes que el jinete que le había golpeado con la contera le estaba dando la vuelta a la lanza para usar esta vez la punta de hierro.
—¡Noli im tangere! [5] > —restalló una voz.
Cuando el jinete tiró de las riendas e hizo retroceder a su montura con una corveta, Néstor comprendió que había estado en un tris de morir. Había cometido una estupidez al revolverse así contra el oficial. Pero entonces se dio cuenta de algo asombroso. Entendía lo que decían los romanos.
El jefe del pelotón se había felicitado por su suerte al encontrar a una muchacha tan deliciosa, y luego le había preguntado su nombre utilizando un término que no era nada apropiado para ella y que había provocado la ira de Néstor. Y luego alguien más había ordenado al otro jinete que no le tocara.
Que nadie se entere de momento, se dijo.
Los escaramuceros que los rodeaban abrieron un pasillo para dejar pasar al hombre de la cimera roja que había dirigido el ataque de los romanos.
—Levántate —le dijo en griego—. ¿Quiénes sois y qué hacéis aquí?
Néstor pensó si merecía la pena inventarse algo y un segundo después decidió que no.
—Hemos llegado aquí arrastrados por los vientos. No pretendíamos hollar vuestro territorio. Sólo escoltábamos a la noble Agatoclea, hija de Agatocles, que es esta dama a la que tu compañero ha arrancado la capa. Ella es la esposa de Alejandro.
El hombre se acercó a Clea y la contempló con atención, agachando un poco la cabeza y entrelazando las manos a la espalda. Era más alto que la mayoría de sus hombres, aunque no tanto como Néstor, y de rasgos agraciados: labios carnosos, nariz larga y recta, pómulos altos y ojos oscuros, vivos y curiosos. Pese a que no parecía tener más de treinta años, el pelo le clareaba por la coronilla, y era obvio por la forma de peinarse que aquella calvicie incipiente le molestaba.
—¿Es cierto eso?
—Lo es —contestó Clea, mirándole a la cara, ya sin agachar los ojos.
El romano se agachó para recoger la capa de Clea y él mismo se la colocó sobre los hombres.
—Te ruego que disculpes la torpeza de mi subordinado. —Su griego era perfecto, con unas aspiraciones que no habrían desentonado en el ágora de Atenas—. Los romanos —añadió, mirando al jefe del pelotón, que debía entender algo de griego porque se había sonrojado— sabemos ser feroces en la batalla, pero caballerosos en la victoria. Como tribuno de la Segunda Legión, a partir de este momento estáis a mi cargo. Por favor, considérame tu anfitrión a partir de este momento, noble Agatoclea.
—¿Y cómo debo llamar a mi anfitrión? —respondió la joven en tono ligero, como si se encontrara en el palacio de su padre en Siracusa y no en los aledaños de un campo de batalla. El tribuno abrió los brazos para que un subordinado volviera a ponerle la vistosa capa blanca que se había quitado para el combate. Tras abrochársela y echársela sobre el hombro izquierdo con gesto elegante, contestó:
—Mi nombre es Gayo, y pertenezco a la familia Julia y a la rama de los Césares. Néstor había oído que los romanos eran tan puntillosos con sus linajes y sus árboles genealógicos como los hebreos. Ciertamente, el tribuno había recitado sus nombres con tanto orgullo como si sus ancestros descendieran del propio Zeus.
—¿Cuál de esos nombres he de usar? —preguntó Clea.
—Gayo Julio sonará perfecto en tus labios, mi señora —contestó él con una leve reverencia, no desprovista de cierta ironía que en él no resultaba molesta. Después se volvió hacia Néstor y le miró con curiosidad y un levísimo fruncimiento del ceño—. Tú no tienes estatura ni ojos de griego.
¿Cómo te llamas?
—Néstor, noble tribuno.
—Néstor, ¿qué más?
—Sólo Néstor.
Gayo Julio se frotó la barbilla pensativo, como si tratara de recordar algo.
—Hay un Néstor casi tan famoso como el sabio anciano que aconsejaba a Agamenón durante la guerra de Troya. El Néstor del que yo hablo es el médico personal de Alejandro.
—Soy yo, tribuno.
El gesto del romano cambió. Sin añadir nada, se volvió hacia sus hombres y dio una serie de órdenes en su idioma para llevarse a los prisioneros junto con el botín. Cuando un soldado hizo ademán de echarse al hombro el baúl de Néstor, éste dijo:
—¡Noble tribuno! Ese arcón es delicado. En él van mis instrumentos de médico. Gayo Julio chasqueó los dedos para indicar al soldado que volviera a dejar el baúl sobre la arena. Después se acercó a Néstor, le cogió por encima del codo y se lo llevó un poco aparte, mientras sus hombres reunían a los prisioneros en una especie de recua.
—¿Es verdad que le salvaste la vida a Alejandro cuando lo envenenaron?
—En realidad…
—No finjas modestia. Dime la verdad. ¿Lo hiciste?
—Habría muerto si yo no llego a tiempo a Babilonia.
—¿Y también es verdad que abriste el vientre de su esposa egipcia para alumbrar a sus dos hijos, y que tanto ella como los mellizos sobrevivieron?
Néstor enarcó las cejas, sorprendido. Las noticias habían llegado de Alejandría incluso antes que él. Aquello había sido tan sólo un mes antes. El espionaje de los romanos no tenía mucho que envidiarle al de los cartagineses.
—¿Es verdad? —insistió el tribuno.
—Sí.
Gayo se le acercó aún más. A Néstor no le gustaba oler el aliento de la gente, pero el tribuno tenía los dientes limpios y espiraba un hálito fresco que le recordaba al de Alejandro.
—Cuando salí de Roma, mi hermana pequeña estaba muy enferma. Ayer recibí una carta en la que me dicen que ya la dan por muerta. ¿Tú podrías hacer algo por ella?
—No te lo puedo decir. Desconozco su mal.
—Se cayó de un árbol y se golpeó en la cabeza. Al principio no pasó nada, pero luego empezó a tener convulsiones, fiebres… Vomita mucho y está cada vez más delgada.
—¿Cuántos años tiene?
—Seis.
—Hmm. —Néstor ya se hacía idea de qué podía tratarse—. Si estuviera en Roma…
—Estarás en Roma. Sabes bien que sois mis prisioneros.
—No puedo prometer nada. Pero tal vez no sea imposible salvarla. Gayo Julio le palmeó el hombro.
—Eso es todo lo que quiero oír. No te pediré milagros, médico. —Volvió a entrecerrar los ojos, pero esta vez miró hacia el mar y dijo—: He oído decir que en la lejana Thule queman a los grandes guerreros dentro de sus barcos. Ese monstruo marino que os ha traído podría haber sido una pira funeraria digna del propio Alejandro.
Néstor se volvió. La Anfitrite se hallaba ya casi en el horizonte. Las velas de sus tres palos estaban ardiendo, y también brotaban llamas de la cubierta. Ahora comprendió qué había querido decir Hermolao. «Mi primera misión es proteger la Anfitrite». El secreto de aquella nave no podía caer en manos de los romanos. Su huida no había sido ninguna traición, sino un sacrificio; y si había insistido en dejarles en tierra era para evitar que murieran. ¿Cuántos tripulantes tenía la nave, entre marineros y remeros? ¿Mil?
La guerra de Alejandro contra Roma empezaba a cobrarse sus primeras víctimas.