PIEDRA, FUERA Y PAPIRO
Fuera de las murallas de Roma, entre un largo meandro del río Tíber y las laderas del monte Pincio, se extendía el campo de Marte. Había en él un par de bosquecillos y algunos santuarios desperdigados, como el altar de las divinidades infernales erigido junto a las fuentes sulfurosas del rincón noroeste; pero la mayor parte del terreno era una vasta explanada donde pacían los caballos del ejército y se reunían y adiestraban las legiones. Aquel día les había tocado el turno a la Tercera y la Cuarta, que practicaban cambios de filas y manípulos entre astados y príncipes. También habían acudido los triarios; los veteranos disfrutaban de muchos privilegios, como el de saltarse la instrucción en días ordinarios, pero la amenaza de Alejandro a menos de doscientas millas de Roma había hecho que la disciplina se reforzara.
Al mismo tiempo, en la zona norte del campo, largas colas de ciudadanos formaban ante las mesas de alistamiento. El dictador había decidido que la amenaza de Alejandro exigía medidas extremas y había ordenado reclutar cuatro legiones más. Por primera vez en su historia, Roma pondría en el campo de batalla ocho legiones, y había exigido a los aliados que contribuyeran al esfuerzo bélico con otras ocho. Mientras, las herrerías de la ciudad y de los alrededores humeaban día y noche, y los martillos repicaban sin cesar desvelando el sueño de los vecinos y recordándoles que se acercaba una batalla como Roma no había presenciado hasta entonces.
Allí, en el campo de Marte, se presentó Gayo Julio con su uniforme de tribuno y su vistoso paludamento blanco. El dictador les había convocado a él y a Escipión en la Villa Pública, cerca de la muralla. Los sirvientes de la villa estaban atareados barriendo y fregando el suelo y dando una capa de pintura nueva a las paredes. Se había anunciado que en breves días llegarían los embajadores de Alejandro, y había que causarles buena impresión para que no creyesen que Roma era un vulgar villorrio como las ciudades de los samnitas.
Mientras esperaban en uno de los atrios, Escipión palmeó la espalda de Gayo.
—Alegra esa cara, Gayo. Has hecho algo grande. —Y añadió bajando la voz—: Ni siquiera ese oso gruñón de Papirio puede objetarte nada. Es posible que recibas una condecoración.
—Llevo ocho días en Roma, Gneo, y no se ha dignado recibirme hasta ahora.
—El dictador es un hombre muy ocupado. Verás cómo todo va bien.
Gayo meneó la cabeza. Tenía un nudo en el estómago, y no por temor. Sabía de antiguos cónsules que habían mandado ejércitos enteros y a los que, sin embargo, les temblequeaban las piernas al presentarse ante Papirio. Pero a él no le daba miedo el dictador, por formidable que fuese. Su angustia se debía a una convicción que había ido creciendo en él durante la nundina que llevaba en su casa sin hacer nada. Tenía el presentimiento de que el destino iba a hacerle una jugarreta. Cierto, había vencido a los macedonios y en los cenáculos se empezaba a hablar de él como el héroe del momento. Pero precisamente ahora, cuando vislumbraba la posibilidad de medrar entre la jauría de depredadores purpurados que dominaban las filas del Senado y del ejército, temía más que nunca que Fortuna, Marte y Belona le fuesen esquivos.
—El dictador os recibirá ahora —les avisó un lictor.
Papirio estaba sentado en su silla plegable de marfil, en un pórtico asomado a poniente desde el que podía contemplar a sus anchas el prado donde entrenaban la Tercera y la Cuarta bajo los estandartes del jabalí y el minotauro. Lo rodeaban varios de sus lictores, los escoltas de los magistrados superiores, una institución heredada de los antiguos reyes. Como dictador, Papirio tenía derecho a veinticuatro, tantos como ambos cónsules juntos. Los lictores eran plebeyos y libertos escogidos por su altura y sus músculos, hombres duros y de gesto hierático que llevaban al hombro las fasces, unos gruesos manojos de ramas de abedul atados con cintas de cuero rojo. Dentro del pomerio las utilizaban para azotar a los que se oponían a la autoridad de los magistrados; al salir de él introducían un hacha entre las varas, pues fuera del recinto sagrado los magistrados podían pronunciar sentencias de muerte.
Y el dictador podía hacerlo incluso dentro del pomerio, se recordó Gayo Julio. Más le valía andarse con pies de plomo al tratar con Papirio, pues durante seis meses disfrutaría de un poder casi absoluto. Nadie podía apelar las decisiones del dictador.
Papirio despidió a sus hombres con un gesto y se quedó a solas en el pórtico con Gayo Julio y Escipión. Después se retrepó sobre la silla y se ahuecó la túnica para disimular la tripa. Era un hombre más alto incluso que Gayo y en su juventud había sido un atleta. Con casi sesenta años aún resistía las marchas como el que más; algún centurión que había sufrido su mando decía que era la mala bilis la que le impulsaba cuando había que subir una cuesta. Tenía manos de labrador, con dedos grandes y espatulados, y le gustaba usarlas para aporrear las cabezas de los díscolos sin necesidad de recurrir a los lictores. Su rostro rubicundo y las venillas de su nariz delataban lo poco que le gustaba rebajar el vino con agua. En aquel momento, aunque aún no era ni la hora tercia, tenía a su lado una mesita con una jarra de vino fresco y una copa de barro.
—Se presenta el tribuno Gayo Julio César, señor.
Papirio dio un trago y se limpió los labios con el dorso de la mano. Después agachó la barbilla y evaluó al joven tribuno a través de sus hirsutas cejas. Era la primera vez que ambos hablaban.
—Conocí a tu padre.
—Lo sé —dijo Gayo, mirándole sin pestañear.
—Numerio era un buen soldado y un buen romano, aunque aquí tu pariente Escipión sabe que tuvimos discusiones muy fuertes en el Senado.
Gayo miró de reojo a su cuñado, pero éste no dijo nada. Como pretor también estaba bajo la autoridad de Papirio, aunque al no haber tanta diferencia de rango entre ellos su postura era más relajada.
—Sin duda los dos teníais vuestras razones, señor —dijo Gayo—. Como noble patricio, el único deseo de mi padre era la grandeza de nuestra república.
Papirio se puso en pie y se estiró la túnica. Era poco más alto que César, pero le doblaba en corpulencia. Se acercó a la balaustrada de madera que rodeaba el pórtico y apoyó las manos en ella, haciéndola crujir bajo su peso.
—Bien, tribuno —dijo sin mirarle—. No tengo toda la mañana. Preséntame tu informe.
—Dos días antes de los idus de sextil me encontraba con un destacamento de la Segunda Legión Quirinal vigilando las obras de la Vía Junia en las Ciénagas Pontinas. A eso de la hora nona un grupo de lugareños despavoridos se presentó ante mí. Venían del monte Circeo y me informaron de que un barco enorme, más grande que su propia aldea, había arribado a sus playas.
—¡Gente fantasiosa e ignorante!
—Es lo mismo que pensé yo, Lucio Papirio. Pero al describirme el armamento de los hombres que viajaban a bordo, incluyendo máquinas que disparaban piedras y flechas del tamaño de lanzas, deduje que se trataba de soldados griegos o macedonios que se habían extraviado al norte de su ruta.
—¿Qué te hizo deducir tantas cosas, tribuno? —preguntó Papirio con sorna, volviéndose hacia él.
—Durante el día anterior el Líbico había soplado con mucha fuerza, y por la noche se había desatado una tormenta. Cualquier barco que hubiese estado en el mar se habría visto arrastrado hacia el norte.
—Muy inteligente, tribuno. Prosigue.
—Mi deber era investigar, señor. Organicé a cuatro manípulos, dejando otros dos vigilando la vía, nos pusimos en marcha durante la noche y a la mañana del día siguiente llegamos a las faldas del monte Circeo.
—¿Por qué no enviaste exploradores por delante en vez de arriesgar tantas tropas?
—Habríamos perdido un tiempo precioso, señor. Al tratarse de un solo barco, pensé que incluso en el peor de los casos superaríamos a esos extranjeros en una proporción de cuatro a uno y podríamos reducirlos sin ningún problema.
—Pues te equivocaste, tribuno. Has sufrido casi treinta bajas.
—Al acercarnos al mar —prosiguió Gayo, haciendo caso omiso del reproche—, descubrimos que el barco era tan grande como se nos había dicho. En vez de tres o cuatro pelotones, como me esperaba, nos encontramos con que había dos unidades enteras de hoplitas armados con sarisas, y que también tenían refuerzos de arqueros.
—¿Cuántos hombres tienen esas unidades?
—Unos doscientos cincuenta, señor.
—De modo que ya no los superabas en esa proporción de cuatro a uno.
—Los arqueros no eran demasiado numerosos, pero es cierto que ellos eran más que nosotros.
—Entonces, ¿por qué no enviaste a pedir refuerzos? ¿Tantas ganas tenías de convertirte en general por un día, aunque fuera a costa de las vidas de tus hombres?
Gayo pensó que era una desfachatez que alguien conocido por su brutalidad con los soldados le reprochara eso.
—No, señor. Luego supimos que su barco estaba muy dañado por la tormenta, pero en aquel momento temí que los macedonios pudieran escaparse. La nave era cuatro veces más larga que cualquier barco de guerra que haya visto en mi vida. Sólo por capturarla merecía la pena correr el riesgo.
—¿Con qué autoridad te permitiste decidir si merecía la pena o no?
Gayo Julio miró a los ojos a Papirio, que le observaba con los brazos en jarras. El dictador estaba acostumbrado a intimidar a los demás con su estatura, pero con Gayo, que era casi tan alto como él, aquella táctica no funcionó.
—Con la que me otorgó el pueblo de Roma al elegirme tribuno militar, señor. En aquel momento yo era la máxima autoridad presente y tenía que tomar una decisión. Observé la situación, juzgué las circunstancias y actué en consecuencia.
—Qué casualidad que actuaras justo en el último día de tu mando. Al día siguiente tenías que darle el relevo al tribuno Apio Claudio. Es evidente que preferías apresurarte y correr el riesgo con tal de llevarte tú la gloria.
—¿Desde cuándo buscar la gloria es un defecto para un romano, señor?
Contestar al dictador con una interpelación como ésa le habría costado la vida a un soldado o incluso a un centurión. Pero cuando Gayo Julio pronunciaba la palabra «romano», por su boca hablaban más de setecientos años de historia de la gens Julia, primero en Alba y luego en Roma. En cambio, la Papiria era una de las gentes minores, clanes patricios de alcurnia inferior. El dictador soltó un bufido y apretó los puños como si fuera a aporrearle la cabeza con sus enormes nudillos, y sin duda sopesó la posibilidad de hacerlo; pero en lugar de golpearle se apartó un poco para coger su copa de vino de la mesa y vaciarla de un trago. Mientras volvía a llenarla sin mirar a Gayo, le dijo:
—Dime qué pasó luego, tribuno.
—Lo que me decidió a actuar fue que ellos no tenían caballería para cubrir sus flancos, y sabía que sin ella su formación sería lenta y pesada. Primero hablé con mis centuriones y luego convencí a mis soldados de que podíamos derrotarlos.
No había sido tan sencillo como lo contaba. Los legionarios, incluyendo los veteranos, habían oído historias aterradoras sobre los hoplitas de Alejandro y cuando vieron a los macedonios abatir sus larguísimas picas no se mostraron muy dispuestos a cargar contra ellos. Gayo tuvo que recurrir primero a la retórica, después a unos cuantos insultos cuarteleros y por fin a quitarse la capa, bajarse del caballo, embrazar escudo y pilum y ponerse en primera fila con los astados. Avergonzados por el ejemplo de su tribuno, los hombres se decidieron a atacar.
Gayo omitió mencionar esa primera renuencia. Una vez entraron en liza, sus legionarios se habían batido con tal bravura que, si Júpiter hubiera querido fulminarle aquel mismo día con uno de sus rayos, él habría muerto siendo el más feliz de los hombres.
Papirio escuchó los detalles del combate absteniéndose de hacer más comentarios mordaces. Como militar nato, sentía gran curiosidad por conocer todos los pormenores sobre la organización y el modo de combatir del enemigo.
—Así que sus sarisas no sirven de nada contra una formación más flexible —comentó al final—. Lo sospechaba. Por eso abandonamos el despliegue en falange cerrada hace mucho tiempo. Eso sólo sirve para soldados cobardes que necesitan tener a un tipo pegado a cada hombro y a otro más tocándoles el culo para reunir algo de valor.
—No creo que esos macedonios fueran cobardes, señor. Lucharon con bravura. Aunque, por supuesto, no eran romanos.
—Tú los derrotaste. ¿Por qué demonios los defiendes ahora?
Porque para vencer y aniquilar al enemigo hay que conocerlo y apreciarlo tanto como a tus propios hombres, tarugo, pensó Gayo.
—Creo que de la batalla del monte Circeo no debiéramos extraer más consecuencias de las debidas —respondió—. Alejandro no lucha sólo con infantería pesada, sino también con honderos, arqueros, infantería ligera y, sobre todo, caballería.
—No necesito lecciones de táctica militar, tribuno. Cuando aún aprendías a dar pasos pegado a tu andador yo ya mandaba legiones —dijo Papirio, señalándole con el dedo—. Ahora quiero saber qué hacen esos prisioneros en tu casa.
Escipión se adelantó un paso, casi interponiéndose entre ambos.
—Yo le di la autorización, Lucio Papirio. No me pareció apropiado encerrar a la esposa de Alejandro junto con la soldadesca en el Tuliano.
—¿Y el médico? ¿Qué me dices de ese médico?
—Es uno de los Compañeros del Rey, señor —respondió Gayo—. Su rango entre los macedonios es parecido al de un patricio condecorado con la corona cívica. Está vigilado en todo momento, pero no creo que sea digno de Roma tratar a un médico tan distinguido como si fuera un vulgar plebeyo.
—Piensas demasiado por tu cuenta, tribuno. No es la imaginación la que ha llevado a Roma a conquistar el Lacio, sino la disciplina y la obediencia a las órdenes.
—También fui yo quien le autorizó, Lucio Papirio. La responsabilidad es mía —volvió a terciar Escipión.
Papirio enrojeció y agachó la barbilla como un carnero a punto de embestir. En ese momento debió de pensar que no convenía echarle una reprimenda a un pretor delante de un oficial inferior, y se volvió hacia Gayo.
—Sal de aquí, tribuno. Tengo que hablar con el pretor.
Gayo se cuadró ante él y, sin mirar atrás, bajó por la escalinata que llevaba al Campo de Marte. Papirio no esperó demasiado para empezar a echarle el rapapolvo a Escipión, pero Gayo prefirió alejarse y no oírlo. Siguió caminando por el prado hasta que los gritos de un centurión que instruía a los astados a cien pasos de allí acallaron los del dictador.
—¡Inútiles! —bramaba con una voz digna del mítico Esténtor—. ¡Se supone que tenéis que usar el pilo para matar al enemigo, no para sacarle los ojos al compañero que tenéis detrás!
A su derecha, cerca de un bosquecillo, unos cuantos jinetes practicaban ejercicios de doma con sus corceles. El propio Gayo había servido en la caballería antes de que lo nombraran tribuno. Si bien la escasez de su patrimonio le impedía estar entre el puñado de familias que dominaban la república desde hacía cerca de cien años, sí que pertenecía a las dieciocho centurias que votaban primero en todas las elecciones y cuyos miembros tenían derecho a recibir un caballo público del Estado. Pero, en su opinión, la mejor forma de aprender y sentir la milicia era en la infantería, con los pies en el suelo, viendo lo mismo que veían los soldados de línea y tragando el mismo polvo que ellos.
—No tenéis mala caballería —dijo una voz con fuerte acento extranjero—. Para vencer a los samnitas, tal vez os baste. A los macedonios, lo dudo.
Gayo se volvió. Su interlocutor era un hombre delgado y menudo, calvo y de mejillas chupadas. Vestía ropas lujosas con abundantes bordados de oro y franjas de púrpura de Tiro, y tenía la nariz aguileña y los ojos oscuros y astutos. Gayo recordó que lo había visto un año antes en el Senado.
—Tú eres Eshmunazar, el embajador de Cartago, ¿verdad? —le preguntó en griego. El cartaginés sonrió e inclinó la cabeza.
—Veo que gozas de una memoria excelente —respondió en el mismo idioma—. Por lo que sé, tú debes de ser el tribuno Gayo Julio César, vencedor de Alejandro —añadió con cierta zumba, aunque su sonrisa amistosa demostraba que su comentario sólo pretendía ser divertido.
—¿Tan pronto ha llegado mi fama a Cartago?
—Lo cierto es que aunque el rumor es un espíritu alado, ni siquiera él puede ir y venir tan rápido —reconoció el embajador—. Son comentarios que me han llegado en la propia Roma. Pero tengo entendido que sólo te enfrentaste a fuerzas de infantería.
—Así es.
—Lo sospechaba. Oh, qué falta de cortesía la mía. Permite que te presente a estos dos jóvenes que me acompañan.
Con el cartaginés venían dos hombres de piel aún más oscura que la suya y cabello crespo y negro. Eran bajos, delgados y fibrosos, y vestían sencillas túnicas pardas. Eshmunazar le explicó que eran númidas, nativos de la región que se extendía al oeste de Cartago, y se los presentó como Sifax y Mulusa, sobrinos del rey de Numidia. Ellos inclinaron la cabeza, se llevaron la mano al pecho y añadieron algo en un idioma que a Gayo le resultó ininteligible.
—La verdad es que los númidas son unos bárbaros atrasados que huelen a boñiga de cabra y están plagados de piojos, pero como jinetes no tienen parangón —añadió Eshmunazar.
—Deben de sentirse muy halagados por tus palabras.
—Si te refieres a la primera parte de mi comentario, no te preocupes, noble tribuno: no hablan una palabra de griego ni de latín. Pero para entenderse con los caballos no les hace ninguna falta.
¿Quieres comprobarlo?
—Me encantaría.
Se dirigieron hacia uno de los muchos cercados que había en el campo de Marte. En él pacían varias decenas de caballos, atendidos por jóvenes rorarios de las legiones, que se dedicaban a retirar los excrementos con palas para mantener limpia la pradera y de paso usarlos como abono. Allí estaban los dos caballos que llevaba Gayo cuando iba de campaña. Su preferido era Pegaso, un espléndido macho blanco que procedía de la finca de Túsculo, una de las últimas que le quedaban. El otro, el caballo público que le había entregado el Estado, era un bayo de hocico oscuro al que había bautizado como Demóstenes porque cuando relinchaba parecía tartajear, lo mismo que, según contaban, le sucedía al famoso orador ateniense cuando perdía los nervios.
Demóstenes estaba mordisqueando en el cuello a Pegaso, pero el caballo blanco, en vez de corresponderle, se dejaba rascar y acicalar con aire majestuoso, como un patrono homenajeado por su cliente. Gayo se llevó los dedos a la boca y silbó. Pegaso levantó las orejas y acudió a su llamada, no sin antes detenerse junto a la pila de excrementos que acababa de depositar otro macho y defecar encima de ella. Mientras se acercaba a la valla, los demás caballos le abrieron paso y una yegua agachó la cabeza y le rozó en el costado para saludarle. Sifax comentó algo señalando a Pegaso y Eshmunazar se lo tradujo a Gayo.
—Dice que se nota que tu caballo es el jefe del cercado.
A Gayo le llenó de orgullo que fuera tan evidente. Un rorario acudió corriendo y abrió una puerta para que Pegaso y Demóstenes pudieran salir.
—¿Quieres que traiga bridas y manta para montar, tribuno? —preguntó el joven. Gayo se volvió hacia Eshmunazar.
—No es necesario —contestó el cartaginés.
Los númidas se acercaron a los dos caballos, Sifax a Pegaso y Mulusa, el más joven de los dos hermanos, a Demóstenes. Ambos les acariciaron el cuello, les acercaron la cabeza y les hablaron en voz baja. Demóstenes era más pacífico y sosegado, pero a Pegaso no le hacían mucha gracia los extraños. Al principio echó las orejas hacia atrás y pegó la cola a los cuartos traseros, pero sólo hasta la mitad, dibujando una especie de «L» con ella. Gayo sonrió de medio lado. Más de un auxiliar de su legión se había llevado un mordisco por no hacer caso a esas muestras de desagrado.
Pero era obvio que el númida entendía de caballos. Poco a poco, el macho blanco relajó los ollares y la boca y enderezó las orejas. Cuando lo vio relajado, Sifax le apoyó la mano derecha en el lomo, aferró sus crines con la izquierda y se encaramó a su lomo de un brinco.
Una vez montados, ambos númidas hicieron arrancar a los caballos en un trote que enseguida se convirtió en un galope suelto. Después se dedicaron a maniobrar con giros en seco, casi en ángulo recto. Se embistieron de frente y, cuando parecía que iban a chocar, se apartaron de golpe y chocaron las palmas en el aire entre alegres gritos. Gayo observó que lo hacían todo con las piernas. Él mismo recurría a los muslos y los talones para transmitir las órdenes, pues en combate necesitaba ambos brazos para empuñar las armas, pero siempre llevaba las riendas agarradas con la mano que sostenía el escudo.
—No son malos jinetes —reconoció.
—Sus caballos tienen menos alzada que éstos, pero son muy rápidos y resistentes —le explicó Eshmunazar—. Aunque los númidas no sirven como fuerza de choque, ya que no llevan armas pesadas, son muy valiosos como exploradores y para hostigar a las fuerzas enemigas.
Gayo observaba las evoluciones de Sifax con cierta envidia, casi como un amante celoso. Aunque conocía a Pegaso desde que era un potrillo, no se veía capaz de cabalgarlo con esa soltura. Númida y corcel parecían un único ser, como los centauros de la mitología griega.
—Tú mismo has demostrado que los romanos no tenéis que envidiar en nada a la infantería de Alejandro…
Gayo agradeció el halago inclinando la barbilla y le animó a proseguir.
—… pero me temo que vuestra caballería tal vez no esté a la altura de los célebres Compañeros. Gayo frunció el ceño, picado en su espíritu de cuerpo.
—Hasta ahora nuestra caballería ha derrotado a la de los etruscos, y nuestros jinetes han puesto más veces en fuga a los samnitas que ellos a nosotros.
—No lo dudo. Pero sospecho que nunca os habéis enfrentado con una caballería con armas pesadas como la de Alejandro. No sólo ha traído a los Compañeros y a los jinetes tesalios, sino que tiene un batallón de novecientos ochenta y dos catafractos.
Gayo enarcó una ceja. Cuando Eshmunazar le explicó quiénes eran los catafractos, preguntó:
—¿Se pueden mover cargados con ese peso?
—Los corceles de los catafractos son de raza niseana, mucho más grandes y fuertes que éstos —dijo Eshmunazar, señalando todo el cercado con un amplio gesto—. Se dice que algunos miden veinte manos hasta la cruz.
—Y seguro que también tienen alas de águila y cuernos de cabra —respondió Gayo. El cartaginés se encogió de hombros.
—Los informadores tienden a exagerar, pues creen que cuanto más abulten sus informes más pesará la bolsa de monedas que reciben. Pero aunque no haya entre ellos ningún corcel de veinte manos, no cabe duda de que los niseanos son los caballos más grandes del mundo.
—Cuando nuestros legionarios les presenten una muralla de escudos, comprobarás cómo esas bestias clavan los cascos en el suelo.
—Sin duda alguna. Aunque opino que para mantener esa muralla de escudos, no os vendría mal una fuerza de caballería rápida y maniobrable que proteja vuestros flancos y evite que la infantería ligera y los arqueros y honderos de Alejandro se acerquen a hostigaros. Gayo ya veía por dónde iba el embajador.
—¿Cuántos númidas puede prestarnos Cartago?
Eshumanazar soltó una carcajada. Sifax y Mulusa volvían ya al cercado con los caballos de Gayo, pero el púnico les hizo una seña para que siguieran trotando un rato.
—Los romanos sois tan directos como las estocadas de vuestras espadas —dijo después—. Es un damus utei detis, como decís vosotros. Mil de nuestros jinetes a cambio de mil legionarios con sus centuriones para que instruyan a nuestra infantería y nos ayuden a proteger la ciudad en caso de que Alejandro se decida a atacarnos.
—No dudo que esos númidas sean valiosos, pero por lo que cuentas su equipo es bastante barato. Si queréis que el dictador os preste mil legionarios, calcula que tendrás que ofrecerle al menos mil quinientos jinetes.
El cartaginés se encogió de hombros.
—Regatear se nos da mejor que a vosotros. Si me lo propongo, conseguiré incluso mil doscientos legionarios a cambio de mis mil númidas.
Gayo asintió distraído. Se le acababa de ocurrir otra cosa.
—Me has hablado de novecientos ochenta y dos catafractos.
—Así es.
—¿Tienes cifras tan exactas del resto de las tropas de Alejandro?
—Eso depende.
—¿De qué?
—Puedo hablar de cifras si a cambio oigo hablar de cifras.
¿Dinero? No, sin duda Eshmunazar no se refería a eso. Gayo lo suponía lo bastante bien informado para saber que él no era precisamente de los patricios más acaudalados de la ciudad, y en cualquier caso lo que menos podía necesitar un cartaginés de un romano era dinero. Cartago era la ciudad más rica del Mar Interior y, según algunos, tal vez del mundo entero.
—¿Qué cifras quieres conocer?
—¿Por cuáles no te ha preguntado el dictador?
—¿Es que has escuchado nuestra conversación?
—¿Acaso hace falta tener las orejas muy finas para oír las voces de Papirio Cursor?
Gayo tomó aliento. Seguir al púnico en aquel juego de contestar preguntas con más preguntas era demasiado fatigoso para él.
—No ha mostrado la más mínima curiosidad sobre ese barco gigante —reconoció.
—Ah, los romanos vivís a sólo quince millas del mar, pero obráis como si no existiera. En el mar está el secreto del poder.
Gayo no estaba del todo de acuerdo con la afirmación del púnico, pero no tenía el menor interés en rebatirla. En ese preciso instante estaba pensando más bien en el extraño diario que llevaba Néstor. Mientras el médico pasaba las páginas, le había parecido ver un boceto del barco trazado con mano firme y meticulosa.
—Podría darte los números de esa nave de guerra, y tal vez algo más. ¿Hasta qué punto son fiables tus datos?
—No sé qué decirte. ¿Hasta el punto de hacer que un patricio ambicioso pero sin posibles gane reputación ante el Senado de Roma y consiga al menos el mando de una legión?
Aquello escoció a Gayo en su amor propio. Una cosa era que él reconociera las dificultades de su situación pecuniaria y otra que un extranjero se lo restregara por la cara.
—Tendrías que darme una información muy precisa. Ya poseemos bastantes datos sobre Alejandro. Sabemos que está acantonado en Posidonia y que tiene entre treinta y cinco y cuarenta y cinco mil hombres de guerra.
Eshumanazar soltó una carcajada.
—Desde luego, mi información es más precisa que eso. Puedo darte cifras concretas por unidades. Prácticamente hasta puedo dibujarte el despliegue de las tropas de Alejandro sobre el terreno. ¿Conoces el juego de piedra, tijera y papiro?
—No.
—Es un juego que se practica en un país muy lejano, más allá de la India. Los dos contendientes esconden sus manos detrás de la espalda, y al contar hasta tres las enseñan a la vez para mostrar el arma que han elegido. El puño cerrado representa la piedra, dura y contundente, que con sus golpes embota las puntas de las tijeras. Los dedos índice y corazón abiertos son las tijeras afiladas que rasgan el papiro. Y la palma extendida representa el papiro que, aun pareciendo la más débil de las tres armas, envuelve a la piedra. Piedra vence a tijera, tijera vence a papiro y papiro vence a piedra.
—Lo que significa que en ese juego nadie es invencible.
—Así es. Se trata de saber elegir el arma apropiada en cada momento.
—En realidad no. Si ambos jugadores esconden la mano y luego enseñan su arma a la vez, es pura cuestión de azar quién gana.
—¡Cierto! Pero ¿qué pasa si uno se entera con antelación del arma que va a desplegar su contrincante?
Gayo bajó la vista y pensó.
—La caballería es buena contra los arqueros, pero sufre contra los piqueros…
—… que a su vez son vulnerables ante los arqueros. Veo que entiendes el juego, Gayo Julio. Alejandro tiene a la vez piedra, tijera y papiro. Todo es cuestión de saber dónde va a colocar esas armas para contrarrestarlas con su complementario.
—¿Quién es tu informante?
—¡Ah, otra vez la impaciencia romana! Eres cortante como las tijeras, Gayo Julio.
—Me alegro, porque tu retórica pretende envolverme como el papiro. Yo te daré datos sobre ese barco y tú me los darás sobre Alejandro, pero quiero saber quién es tu espía.
—Por el momento basta con que sepas que se hace llamar Sinón.
El presunto desertor griego que había convencido a los troyanos para que introdujeran el caballo de madera en la ciudad. Un nombre muy apropiado, se dijo Gayo.
—¿Es alguien cercano a Alejandro?
—Muy cercano. Pero no añadiré nada más. —El cartaginés sonrió—. Alguien podría tratar de ponerse en contacto con él puenteando a este humilde intermediario. Gayo soltó una carcajada.
—Reconozco que no me gusta jugar con intermediarios.
—A mí tampoco —dijo el cartaginés, y por primera vez fue directo al grano—. Podemos intercambiar información… o algo más. Sé de quién vas a obtener los datos sobre ese barco. Entrégamelo directamente.
—¿Cómo?
—Sé que me has entendido. Tú entrégame al médico de Alejandro y yo te pondré en contacto con el espía que le traiciona.
Gayo apartó la mirada a la izquierda y calculó. ¿Cómo se portarían con Néstor? Los púnicos tenían fama de ser artistas del tormento y el suplicio. Por otra parte, el médico era un personaje valioso en muchos sentidos. Lo más lógico era que en Cartago lo trataran bien y que le extrajeran la información sin forzar su voluntad.
Pero ¿y si Néstor se negaba a colaborar con ellos? Las palabras con que le había dado las gracias al médico le volvieron a la memoria. Has hecho más de lo que podría haber hecho nadie. Nunca lo olvidaré.
Gayo Julio se preguntó si sería capaz de entregar a los cartagineses al hombre que había salvado a su hermana, y le preocupó no escandalizarse de su propia pregunta.