JUEGOS FÚNEBRES
El certamen de esgrima empezó el 7 de hiperbereteo. Aunque no estaba previsto, fue acompañado de más pruebas: lucha, pugilato y pancracio, carreras pedestres y de carros, e incluso concursos de heraldos y trompeteros, pues los últimos acontecimientos habían convertido la competición en una ceremonia funeraria. Alejandro no recayó esta vez en las extravagancias del duelo por Hefestión. No hubo pirámides en llamas, el rey no ordenó pintar de negro las paredes de Babilonia, ni tampoco guardó ayuno ni se revolcó en cenizas. Estaban en guerra. El enemigo no iba a tener la delicadeza de esperar más tiempo por respetar su dolor.
La muerte de Crátero había provocado conmoción y temor en el ejército. Sí, tenían a Alejandro; pero aunque ahora lo veían pasear por el campamento, aparentemente sano, a los soldados no había quien les quitara de la cabeza que su rey estaba enfermo.
—Mal asunto —decían los más veteranos, moviendo la barbilla con aire de entendidos—. Con Alejandro enfermo y Crátero muerto, las cañas se pueden volver lanzas y las lanzas cañas.
Alejandro había decretado que los juegos se celebrasen también por Cleopatra. Si bien era desusado conceder tanto honor a una mujer, resultaba difícil encontrar a una que lo mereciese más que ella: hija, esposa y hermana de reyes, y regente ella misma del Epiro durante muchos años. El discurso del famoso orador ateniense Dinarco arrancó lágrimas a todos los presentes durante la ceremonia fúnebre, y fueron lágrimas sinceras, pues Cleopatra era muy querida, mucho más que su madre, la intrigante Olimpia.
Esa noche, en el terrado de la mansión, Alejandro preguntó a Perdicas:
—¿Qué voy a hacer contigo?
El jefe de los Compañeros comparecía ante él descalzo, desarmado y vestido tan sólo con una túnica sin cíngulo. Alejandro había insistido en que no le ataran las manos, una orden que había hecho fruncir el ceño a Lisanias. Incluso cuando Perdicas se quedó inconsciente, los pajes habían tenido que abrirle los dedos a viva fuerza para conseguir que soltara la garganta de Roxana.
El embalsamador había sufrido muchos problemas para arreglar el semblante de la bactria. Tan hermosa en vida, en la muerte su rostro se había descompuesto en un gesto de miedo y de odio que agarrotaba sus rasgos como si hubieran quedado fundidos en bronce. De todos modos, Alejandro sólo le había dedicado una mirada y luego había ordenado que cerraran el catafalco.
El día de la muerte de Roxana, Oxibaces había irrumpido en la tienda de Alejandro. Cuando supo que el asesino había sido Perdicas, el bactrio se había empeñado en que él mismo debía vengar a su hermana, aduciendo el derecho de sangre.
—Ese derecho de sangre me pertenece ahora a mí, Oxibaces. Recuerda que tu padre me entregó a Roxana. Yo soy ahora su padre y sus hermanos —le contestó Alejandro con frialdad.
—¡Si hubieras sido su padre y sus hermanos habrías sabido protegerla mejor!
A Lisanias le pareció una acusación mezquina e injusta. En el momento en que Perdicas estrangulaba a Roxana, Alejandro aún estaba en la cama, enfermo. ¿Y quién podría haber previsto que el jefe de los Compañeros asesinara a su propia cuñada? Pero Alejandro no se alteró por las palabras del joven bactrio.
—El rey de reyes no da explicación de sus actos a nadie, Oxibaces. No obstante, si quieres venir a mi casa, mañana escucharemos a Perdicas.
—¿Qué hay que escuchar? ¡Es un monstruo! ¿Qué motivo tenía para matar a mi hermana?
—Eso es lo que quiero averiguar, mi querido Oxibaces.
De modo que ahora estaban allí reunidos Alejandro, Peucestas, Lisanias, Néstor, Eumenes y Oxibaces. También el almirante Nearco, que acababa de llegar de Sicilia, y el inquietante Mirmidón, que se mantenía apartado de los demás y sin pronunciar palabra.
—¿Y bien? ¿Qué hago contigo? —repitió Alejandro.
—Haz lo que te parezca. Ya me da igual —respondió Perdicas. Tenía los brazos pegados a los costados, los hombros gachos y hasta las mejillas caídas, como si la edad le hubiera vencido de repente. Lisanias recordó que aquel hombre le sacaba veinte años.
—Seguro que si lo empalas y lo dejas agonizar al sol no le da igual —sugirió Oxibaces.
—Sé que amabas a mi hermana —dijo Alejandro, sin hacer caso al bactrio—. También sé que su muerte te ha afectado mucho, pero no puedo concebir que te haya hecho perder la cordura hasta tal punto. ¿Qué tiene que ver la muerte de Cleopatra con el crimen que has cometido? ¡Un macedonio, un Compañero estrangulando a una mujer!
—¿Seguro que quieres oír la verdad? —preguntó Perdicas, mirando a los ojos a Alejandro. Lisanias contuvo la respiración. El tono de Perdicas era tan ominoso como todas las señales en aquellos últimos tiempos. Se decía que dos días antes un buey sacrificado había sacado la lengua para lamer su propia sangre después de que le cortaran la cabeza, y después de los prodigios y desgracias acaecidos, Lisanias estaba dispuesto a creerlo.
—Seguro —dijo Alejandro—. Habla.
Perdicas se explayó. Ante el gesto de estupor de los presentes, algunos de los cuales lo conocían desde niño, confesó que había traicionado al rey acostándose con su esposa y que los remordimientos le habían llevado a conspirar para envenenarlo. Mientras escuchaba los pormenores de la trama, Lisanias rememoró el banquete de Babilonia como si se hubiese celebrado la noche anterior. Sí, se acordaba de que Perdicas apenas había hablado ni probado bocado, y no hacía más que mirar al suelo con gesto culpable. Incluso aquel gesto de catar la copa de Heracles antes para fabricarse una coartada cobraba nuevo sentido.
¡Y qué empeño tenía por que Lisanias atrapara a la muchacha de la malla de plata y se la entregara en persona! ¿Quién de los ahora presentes había estado en el interrogatorio donde murió Nina? Sólo Perdicas. La verdad sobre la conjura de Babilonia había muerto con ella.
—Todo cuadra.
Alejandro volvió la mirada hacia él, y Lisanias se dio cuenta de que había pensado en voz alta.
—Claro que cuadra, porque es la verdad —dijo Perdicas—. Me estoy condenando a mí mismo. ¿Qué interés tendría en mentir?
Alejandro, sentado en un sitial, había ladeado la cabeza y se acariciaba la barbilla. Por un momento Lisanias temió que hubiera perdido la vista de nuevo, pero sólo era un gesto ausente.
—Vuelvo a repetirte, Perdicas. ¿Qué hago contigo? Y tú, ¿aún quieres empalarlo, Oxibaces? —preguntó volviéndose hacia el bactrio. Éste se hallaba tan avergonzado de su hermana que había clavado la vista en el suelo y sólo salmodiaba algo inaudible.
—Está muy claro lo que debes hacer conmigo, Alejandro —dijo el propio Perdicas—. Puedes matarme aquí mismo, o puedes hacer que me juzgue el ejército en armas y me ejecuten a lanzazos.
—Lo segundo es inaceptable. A estas alturas, es mejor que no se sepa la verdad. Si Casandro y Antípatro eran inocentes de ese crimen, en cambio eran culpables de otros. Lo hecho, hecho está. —El rey se levantó de su asiento—. La historia del veneno no debe salir de aquí. Os conmino a todos a que lo juréis por Zeus, Deméter y Poseidón.
Todos ellos, salvo Perdicas, juraron por las divinidades del cielo, la tierra y el mar.
—Tú también —le ordenó Alejandro a Perdicas.
—¿Qué más da a estas alturas?
—¡Jura ahora mismo, o querrás jurar luego cuando ya sea demasiado tarde! —gritó el rey, tirándole de la barbilla para que le mirara a la cara.
—¡Está bien! Pongo por testigos a Zeus, Deméter y Poseidón de que ninguna palabra sobre este asunto saldrá de mi boca.
Alejandro le soltó y se volvió hacia la balaustrada de la azotea. La luna en cuarto creciente se acercaba a su cenit, bañando de color gris acero unos jirones de nubes que flotaban bajo ella. Ícaro aún tardaría en aparecer en el cielo cinco noches más.
—Roxana murió asfixiada —dijo Alejandro, sin volverse. Los demás se miraron sin comprender: claro que había muerto asfixiada. Pero el rey prosiguió—: La conmoción que sufrió al enterarse de la muerte de su cuñada y amiga Cleopatra fue tal que se atragantó con un trozo de carne que estaba comiendo. Néstor —añadió volviéndose hacia el médico— llegó tarde para salvarla porque me estaba atendiendo a mí.
—¿Y eso es todo? ¿Qué pasará con él? —preguntó Oxibaces, señalando a Perdicas.
—De momento nada. Todo queda en suspenso hasta que nos enfrentemos a los romanos. La moral del ejército es quebradiza. Mi hermana y Roxana eran muy populares. Pero temo sobre todo su reacción por la pérdida de Crátero. No puedo prescindir de un general como Perdicas. Seguirá siendo el jefe de los Compañeros.
—No lo merezco, Alejandro —dijo Perdicas con voz débil.
—¡Por supuesto que no lo mereces! Pero lo vas a hacer, y me vas a ayudar a ganar esa batalla. —Se volvió hacia los demás con ojos febriles—. Todos me vais a ayudar a ganar esa batalla. ¿Estás conmigo, Oxibaces?
—Sí —asintió él.
—Mejor. Eres tú quien me debe algo. Tu hermana intentó asesinarme.
—Tienes razón. Es un baldón sobre mi familia —dijo el bactrio, bajando la cabeza—. Si estuviera viva, yo misma la mataría. Pero ya no puedo hacer nada.
—Todos podéis hacer algo. Tú, amigo —dijo acercándose a Oxibaces y apretándole el hombro—, me ayudarás a subir la moral del ejército.
—No me puedo creer que haya llegado hasta aquí —dijo Demetrio—. Es la quinta vez que dices eso —respondió Gorgo.
Estaban al borde de la arena, en el sector este de la instalación de madera que se había construido para el certamen de esgrima y, de paso, sospechaba Demetrio, para mantener atareados a los carpinteros y soldados de infantería ligera que la habían montado. A duras penas habían conseguido sitio allí abajo, apoyados en la valla de madera que delimitaba la gran palestra; de lo cual se alegraba Demetrio, pues los cinco pisos de gradas crujían demasiado para su tranquilidad. Posidonia y sus alrededores eran tan llanos que no había forma de encontrar laderas naturales como las del teatro de Epidauro o la Pnix donde se reunía la asamblea de Atenas, y finalmente habían tenido que levantar aquel teatro circular para los juegos.
Demetrio se puso la mano a modo de visera, pues el sol empezaba a caer. Gorgo tenía razón, era la quinta vez que decía lo mismo hoy. Podía creer, a regañadientes, que su hermano se hubiera clasificado en las rondas de eliminación de la víspera. Hasta era concebible que hoy hubiese empezado el día entre los treinta y dos mejores espadachines del ejército de Alejandro. Pero a partir de ahí lo ocurrido entraba en el terreno de lo milagroso, como el prodigio del buey que había lamido su propia sangre después de decapitado. Demetrio no había presenciado ese portento, pero aún así estaba más dispuesto a creerlo que a aceptar lo que veían sus ojos. En el día de hoy Euctemón había vencido, por este orden, a un macedonio de la falange, a un mercenario de Arcadia y a un espartano. Después, en el penúltimo combate, había doblegado por cinco puntos a tres a un hondero rodio hábil y escurridizo como una lagartija.
Y ahora estaba ahí de nuevo, con su escudo y su larga espada de madera, caminando entre los dos surcos marcados con sangre de jabalí que delimitaban el terreno de combate. Las victorias no le habían dado más garbo, y andaba como siempre, como si buscara una dracma caída en el suelo.
—Pero ¿es que no quieres que gane? —le preguntó Filo.
—Claro que quiero —respondió él—. Lo que pasa es que lo veo tan cerca…
—Que me temo una jugarreta del destino, añadió para sí.
El finalista que avanzaba hacia Euctemón no era un rival cualquiera, sino Peucestas, jefe de los hipaspistas, Compañero y Guardia del Rey, el hombre que había cubierto con su escudo a Alejandro. Un guerrero de porte homérico, una masa de músculos.
—¡Mirad! —dijo Cíclope, señalando a la tribuna de la zona oeste. Allí se sentaban todos los generales y los familiares de los difuntos, incluyendo a los tres hijos de Cleopatra. Pero el sitial de Alejandro estaba vacío. En algún momento, tal vez aprovechando el revuelo causado por la entrada de los finalistas a la arena, se había ido.
—¿Por qué no se ha quedado a ver esto? —se preguntó Demetrio.
—A nadie le interesa decir la verdad —sentenció Cíclope—, pero Alejandro está enfermo. Muy enfermo.
—Cállate o te saco el otro ojo —le amenazó Gorgo.
Los heraldos sacaron a la arena un espléndido corcel castaño y una mula sobre cuyo lomo habían cargado la armadura destinada al vencedor. Los dos mil hipaspistas aclamaron el nombre de Peucestas, y el resto del público les coreó, pues habían estado en contra de Euctemón desde el primer momento, y en cada combate habían inventado motes alusivos a la poca gracia de sus movimientos. Leónato, que se había adecentado para la ocasión con una coraza y un faldar limpios, se volvió hacia los suyos.
—¿Qué pasa, soldados? —preguntó el capitán—. ¿Vamos a dejar que esos relamidos de los hipaspistas nos ganen con sus voces? ¿A nosotros?
Al momento los quinientos miembros del batallón de castigo empezaron a aclamar a su campeón al grito de «Eute, Eute», haciendo resonar con poderío la u final de la primera sílaba, como tubas de metal. Los espartanos, situados en la zona aledaña, se contagiaron y animaron a Euctemón, que había vencido a su propio esgrimista. Acostumbrados a que en su asamblea se votaba a gritos y no a mano alzada, tenían unos buenos pulmones y no se dejaban acallar por nadie, así que el combate empezó con una pequeña ventaja moral para el ateniense.
Esa ventaja se acabó rápido. En cuestión de unos instantes, Peucestas había conseguido tocar dos veces a Euctemón, la primera en una cadera y la segunda en un brazo. Demetrio observaba que Peucestas luchaba con una violencia apabullante, usando golpes tan fuertes y profundos que intimidaban al rival; el tajo que había alcanzado a su hermano le había hecho soltar la espada, y Euctemón se había retirado unos pasos agarrándose el codo.
—Nos lo ha lisiado —dijo Filo.
El nombre de Peucestas dominaba ahora todo el anfiteatro, aunque los Agriopaides seguían animando a Euctemón. Éste se había puesto de rodillas, vuelto de espaldas a Peucestas, quien hacía gestos significativos tocándose la cabeza, entre carcajadas del público.
—No lo ha lisiado —respondió Demetrio—. Ya está como siempre.
Euctemón debía haber pensado que su geometría de la espada tenía un fallo y estaba trazando figuras en la arena con el dedo. En opinión de Demetrio, el fallo era que ninguna fórmula podía servir cuando uno se enfrentaba a un Heracles redivivo como Peucestas.
—Como empiece con eso —dijo Gorgo— podemos estar aquí esperando hasta que lleguen los romanos.
Por una vez, Euctemón debió quedarse contento con el resultado a la primera, y se volvió a levantar. El árbitro reanudó el combate. Demetrio se dio cuenta de que Euctemón había cambiado de postura y ahora estaba casi de lado y con las piernas algo flexionadas, como si quisiera desaparecer detrás de su escudo. Cuando Peucestas le lanzó un tajo vertical, Euctemón se adelantó a él, avanzando e interponiendo el broquel de tal manera que los dedos del macedonio chocaron con el borde de madera y el golpe murió antes de tomar suficiente impulso. Al mismo tiempo descargó con la zurda un tajo que la longitud de su brazo y la fuerza de su muñeca convirtieron en un latigazo fulgurante, y alcanzó a Peucestas en el interior del tobillo derecho.
El macedonio retrocedió cojeando. El grito de «Eute, Eute» volvió a resonar entre los Agriopaides y los espartanos, e incluso algunos espectadores de otras zonas se animaron a unirse a ellos.
—Ánimo, Demetrio —le dijo Gorgo, apretándole el brazo—. El premio aún puede ser vuestro.
—Prefiero no soñar —contestó él, apretando tanto los puños que los nudillos se le pusieron blancos.
Después, cuando el combate iba tres a tres, empezó a apretar los dientes y a rechinarlos, y cuando ambos contendientes empataron cuatro a cuatro, cerró directamente los ojos. Peucestas había alcanzado todas las veces a Euctemón en el cuerpo, mientras que Euctemón le había castigado constantemente las piernas, e incluso le había abierto una herida en la rodilla, lo que hacía que el jefe de los macedonios se moviera con más torpeza.
—No puede, no puede con las piernas —decía Gorgo, mientras Demetrio rezaba a todos los dioses del Olimpo con la frente apretada contra la barandilla de madera—. No puede… ¡Ay, no!
¡Ay! ¡Santa Deméter!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Demetrio, abriendo los ojos.
—¡Qué hemos ganado! ¡Hemos ganado! —le dijo Gorgo, abrazándole. Cuando consiguió zafarse de Gorgo y ver algo, su hermano estaba recibiendo los aplausos de todo el ejército con un brazo en alto. No porque lo hubiera alzado él, sino porque el propio Peucestas le había levantado la muñeca para que recibiera el homenaje.
—Es increíble, increíble —decían todos a su alrededor. El propio Leónato vino a felicitar a Demetrio, e incluso se acercó a darle la enhorabuena Cérdidas, la primera víctima de la esgrima de su hermano.
Entre lágrimas, Demetrio vio cómo Euctemón se acercaba arrastrando los pies hasta la tribuna, al otro lado de la arena, donde Perdicas bajó a estrecharle la mano y le enseñó el premio. Cuatro talentos más lo que valga el corcel, pensó Demetrio. ¿Cuánto podía ser? En Atenas había visto vender un caballo por setecientas dracmas, y no tenía ni de lejos tan buena estampa como aquél, ni tanta alzada. Quizá podrían conseguir hasta dos mil dracmas.
Perdicas escuchó algo que le decía Euctemón y luego pidió al heraldo que se acercara. El heraldo, que aunque se llamaba Menipo era conocido como Esténtor por la potencia de su voz, anunció:
—¡El muy noble Perdicas me comunica que os diga lo siguiente, oh macedonios y griegos todos!
¡El vencedor del certamen de espada, Euctemón el ateniense, hijo de Demócares, ha decidido graciosamente entregar a otra persona la armadura y el corcel que le corresponden!
Todas las voces se acallaron, esperando conocer a quién le cedía el galardón. Demetrio, que ya había conseguido enjugarse las lágrimas, sintió que se le hacía un nudo en la garganta cuando vio que el heraldo se acercaba llevando de la brida al hermoso caballo tordo, mientras un espolique guiaba a la mula del ronzal. Euctemón venía detrás de ellos, mirando al suelo.
—Esto lo compensa todo —susurró Demetrio, recordando tantos sinsabores por defender a su hermano.
Cuando Esténtor estaba a poco más de tres pasos, Demetrio se agachó para pasar por debajo de la valla y abrazar a su hermano. Entonces el heraldo preguntó:
—¿Quién de vosotros es Gorgo?
Demetrio se quedó congelado, con la coronilla rozando en el poste de madera. Lentamente se enderezó y se quedó mirando a Gorgo, que a su vez le miró a él boquiabierta, como si quisiera pedirle perdón. La comprensión de lo que ocurría debió abrirse paso en su mente poco a poco, porque su gesto cambió a una enorme sonrisa y levantó los brazos con un grito salvaje de alegría. Los demás Agriopaides la pasaron por encima de la valla, y Gorgo corrió hacia Euctemón. Un atronador griterío sacudió el anfiteatro, mezclado con carcajadas al ver que el vencedor de la prueba se dejaba abrazar por una mujer sin hacer amago siquiera de rodearla a su vez con los brazos. Euctemón se había convertido en el héroe de la multitud por dos motivos que Demetrio jamás habría creído, aunque se los contara la propia Aletia, diosa de la verdad: por vencer en un ejercicio físico y por renunciar a algo que era suyo.
—No me lo puedo creer —musitaba Demetrio—. Esto no es justo. No puede hacerme esto.
El pasmo le había secado los ojos y a cambio había hecho que afluyera la sangre a sus orejas. Volvió a su puesto y apoyó la barbilla en la valla con gesto melancólico. Bien había sabido él que Tique le tenía que gastar una broma. Era como Edipo, que se había creído el más feliz de los hombres justo antes de descubrir que se había casado con su madre tras haber asesinado a su padre. Para colmo, Gorgo se acercó y le susurró al oído:
—Después de esto, creo que tendré que darle una alegría a tu hermano, ¿no te parece?
El espectáculo aún no había terminado. Mientras los soldados que rodeaban a Demetrio le palmeaban la espalda y le daban el pésame, tratando de contener las risas burlonas, Esténtor anunció que para terminar, y como homenaje al gran Crátero y a la virtuosa Cleopatra, los nobles catafractos de Persia librarían un torneo entre dos cuadrillas de caballeros.
—Ha estado bien. ¿Verdad que sí?
Demetrio levantó la cabeza. Su hermano le estaba mirando a la cara, aunque enseguida le apartó los ojos. Pero no por culpabilidad, pues estaba sonriendo, o algo parecido. Demetrio se dio cuenta de que su hermano era tan sólo vagamente consciente de lo que había sucedido y de lo que significaban su triunfo y su gesto.
—Sí, Eute —le dijo—. Ha estado muy bien. Tu geometría funciona.
Los catafractos salieron a la arena, recién bruñidas sus armaduras y las de sus enormes monturas. Se dividieron en dos filas de seis caballeros. La primera formó en la parte norte del anfiteatro, a la derecha de Demetrio, haciendo ondear en sus lanzas los estandartes solares de Ahura Mazda. La segunda, en la parte sur, lucía pendones rojos con la estrella de los Argéadas. En realidad, Demetrio sabía bien que todos eran persas. O medos, o bactrios. Él, que nunca había pisado Asia, no era experto en tales distingos.
—Son partos —dijo Cíclope, a su derecha.
—No todos —repuso Filo—. Algunos proceden de Carmania.
Como fuere, era imposible saberlo, porque los cascos empenachados eran más cerrados incluso que los yelmos corintios y no dejaban ver sus rostros. A una señal de trompeta, los doce se embistieron. Pese a que la distancia era corta, los corceles adquirieron una velocidad considerable; pero en vez de chocar de frente, las dos líneas se cruzaron, y los caballeros buscaron el cuerpo de sus rivales con las lanzas. Eran tan largas como las de los Compañeros, pero aún más gruesas, y al no necesitar escudos las empuñaban con ambas manos: usaban la derecha para sujetar el asta y la izquierda para guiar la punta cruzándola sobre el lomo o pasándola sobre las orejas del caballo. Aunque las cuchillas estaban embotadas y tapadas con fundas de cuero, al chocar entre sí y con la armadura del adversario resonaban con un clangor metálico, como el tañer de una campana.
Cuando el primer combatiente cayó de espaldas con una sonora costalada, el público prorrumpió en aplausos. El caballo, adiestrado, volvió a recoger a su jinete, que se aferró a las riendas, se puso en pie con cierto esfuerzo y se retiró de la liza.
Los demás se apartaron tras intercambiar unos cuantos golpes más, trotaron hasta los extremos del anfiteatro, volvieron grupas y se embistieron de nuevo, esta vez seis contra cinco. Hubo tres caídas más en la primera arremetida. Después, los supervivientes se quedaron trabados en la lucha, tratando de estoquear a sus adversarios o derribarlos con tajos y molinetes. Demetrio sospechaba que en todas aquellas evoluciones había más coreografía de lo que parecía; pero aunque los movimientos estuvieran ensayados, los golpes resonaban como martillazos y, por muy acolchadas, que fueran las túnicas interiores las caídas tenían por fuerza que ser dolorosas.
Pronto el público eligió a dos favoritos, un Argéada que montaba un enorme caballo negro y un caballero de Ahura Mazda a lomos de un corcel blanco. Ambos fueron derribando a sus rivales, y por fin, como los gemelos Eteocles y Polinices en Los Siete contra Tebas, se quedaron solos frente a frente.
Astilladas ya las lanzas, ambos desenvainaron espadas de dos codos de largo que refulgían al sol de la tarde. Era de suponer que los filos estaban embotados, pero cualquiera habría creído que se trataba de un duelo a muerte por la saña con que se atacaban. Los golpes hacían saltar chispas, y los propios caballos se habían trabado el uno contra el otro y se empujaban con la cabeza y el cuello como dos moruecos en celo. Por fin, el Argéada empuñó su acero con ambas manos y descargó un tremendo mandoble en el yelmo de su adversario. Éste dejó caer la espada y después, aturdido, resbaló por el costado del caballo y dio con sus huesos y sus placas de hierro y bronce en el suelo. La gente se puso en pie y aclamó al caballero que lucía la estrella de Macedonia.
—¿Qué más dará, si también es un asiático? —dijo Gorgo, con las manos puestas sobre el montón de armas que acababa de ganar sin despeinarse.
—La gente es así —respondió otro veterano en tono filosófico, sin especificar demasiado en qué consistía ser «así».
El catafracto caído se levantó con la ayuda de sus compañeros, se quitó el yelmo y saludó con el brazo en alto.
—Es el príncipe Oxibaces. Pero ¿quién es el otro? —preguntó Filo. Los demás catafractos se descubrieron también y mostraron sus barbas rizadas; algunas eran doradas, y las más, negras. Todos ellos señalaron al vencedor, que enarboló la espada sobre la cabeza.
—Lo vamos a saber ahora —dijo Demetrio, que tuvo un presentimiento al ver que el jinete envainaba la espada, se llevaba ambas manos al yelmo y lo levantaba sobre su cabeza.
Hubo un instante de silencio en el que se hubiera podido escuchar la caída de un óbolo. Después, cuando todos reconocieron el cabello rubio y el rostro afeitado de su rey, la multitud estalló en un rugido unánime que dejó pequeñas todas las ovaciones que se habían escuchado durante la tarde. Tanto soldados como civiles, hombres, mujeres, griegos, macedonios y bárbaros aplaudían, chillaban y golpeaban cualquier cosa que tuvieran a mano y que pudiera hacer ruido.
—¡ALÉXANDROS! ¡ALÉXANDROS! ¡ALÉXANDROS!
El rey hizo dar una corveta a su enorme corcel, que no era otro que Amauro, y después dio una vuelta al anfiteatro para recibir los vítores del ejército. A su paso caían ramos y coronas de flores, y conforme se acercaba a cualquier zona de las gradas el clamor crecía más aún, como el bramido de un temporal rompiendo en los acantilados.
—¿Veis cómo no está enfermo? —dijo Cíclope, olvidando que un rato antes había dicho justo lo contrario.
El rey se acercó a ellos. A lomos de Amauro parecía un gigante, un híbrido de Apolo y Ares bajado del Olimpo.
—Enhorabuena, Euctemón, por tu victoria y tu gesto. Lo primero es propio de un buen soldado. Lo segundo es digno de un rey.
—Gracias, Alejandro —respondió Euctemón, sosteniéndole la mirada todo el tiempo que pudo.
—Venid a mi tienda después. Vuestro tiempo de castigo ha terminado.
—No entiendo —dijo Demetrio.
—Meleagro ya no se atreverá a hacer nada contra vosotros —respondió Alejandro, mirando a Demetrio—. Tu hermano es demasiado valioso para arriesgarlo. Os instalaré con los demás científicos de la expedición. —Y volviéndose de nuevo a Euctemón añadió—: Tan sólo tendrás que aguantar a Dicearco.
—Yo soy de los Agriopaides —respondió Euctemón, mirando al suelo. Pero enseguida levantó los ojos y los fijó en el rostro del rey el tiempo suficiente para decir—: Quiero luchar al lado de mis camaradas.
No, no, por favor, otra de las suyas no, suplicó Demetrio a cualquier deidad que le quisiera escuchar.
—¡Bravo por el Loco! —gritó un oficial de fila.
Los demás Agriopaides aclamaron a Euctemón, le rodearon, le palmearon la espalda y le revolvieron el pelo. Él lo aguantó todo con los ojos clavados en el suelo, salvo por alguna mirada fugaz a Gorgo.
El rey se quedó pensativo un instante y después asintió.
—No sé qué extraños impulsos te han poseído hoy, hijo de Urania, pero tal vez sean un buen presagio para el futuro de todos. Lucha con tus camaradas, ya que así lo deseas. Y tu también, Demetrio.
Dicho esto con aire magnánimo, Alejandro volvió grupas y regresó al centro de la arena.
—Yo no le he pedido que me deje luchar con mis camaradas —dijo Demetrio para sí. Pero nadie le oyó. Todos, hasta los marginados Agriopaides, aclamaban a su rey, y el grito ahora era unánime:
—¡A ROMA! ¡A ROMA! ¡A ROMA!