LA BATALLA DEL VESUBIO
14 de septiembre,
12 de hiperbereteo
El ejército de Alejandro había acampado a las afueras de Pompeya. Al igual que Posidonia, aquella ciudad había sido fundada por colonos griegos y luego conquistada por samnitas que habían terminado sufriendo un proceso de helenización similar al de sus vecinos del sur. No era tan próspera, pues apenas llegaba a los cuatro mil habitantes, pero disponía de un buen puerto en la desembocadura del río Sarno, y fue allí donde atracó la flota macedonia tras doblar el promontorio de las Pitecusas, mientras el grueso del ejército atravesaba a pie el angosto sendero que conducía del valle de Posidonia a Campania.
El día siguiente a su llegada, por la mañana, Alejandro ordenó formar a todo el ejército en orden de batalla y lo desplegó en la llanura que se extendía entre el Vesubio y el monte al que había decidido llamar Encelado. Todas las unidades ocuparon los puestos que se esperaban, y a los Agriopaides les correspondió el ala izquierda, como fuerza de reserva. El pelotón de Gorgo formó en la quinta fila a partir de la derecha. Era la primera vez que Demetrio la veía armada con el escudo, la coraza de cuero y placas de bronce, el yelmo de jabalí y una bolsita de piel colgada del cuello en cuyo contenido prefería no pensar. Quien no conociera la verdad tendría que haberse acercado bastante a ella para saber que era una mujer.
Gorgo había premiado la generosidad de Euctemón situándolo en el segundo puesto de la fila y, por no separar a los hermanos, a Demetrio lo había colocado el tercero. Estaban muy cerca de la zona de matanza, un honor al que Demetrio habría renunciado gustoso, pero que Euctemón se había tomado muy en serio. Desde que le había dicho a Alejandro que quería combatir con sus camaradas, se había vuelto de pronto todo ardor guerrero, para disgusto de Demetrio, quien habría preferido estar más cerca de las últimas filas por si las cosas se ponían realmente feas.
Al menos, desde allí esperaba divisar algo del campo de batalla, pero si torcía el cuello para asomarse por encima del hombro de su hermano lo único que veía más allá eran las espaldas del sexto batallón de sarisas. Demetrio preguntó a Cíclope, el hombre que tenía a la derecha, si esperaba que se librase la batalla ese mismo día.
—No, seguro que no —respondió él, aunque después de su comentario sobre la enfermedad de Alejandro y la facilidad con que se había desdicho, Demetrio no se acababa de fiar de su tono asertivo—. Me ha soplado el tío del escudo que los romanos llegaron muy tarde a la zona donde han acampado, así que querrán echarse una buena cabezada antes de batallar.
Aún así, Demetrio estaba inquieto. Por delante de ellos se oían gritos y trompetazos, y los relinchos de los caballos eran constantes. Pero frente a él seguía viendo lo mismo. Espaldas, sarisas, soldados de infantería ligera y jinetes que pasaban entre la falange y los Agriopaides corriendo de un lado a otro, no se sabía bien si para reforzar a una unidad en apuros, para llevar recados o simplemente porque se aburrían. Desde dentro de una formación, con las cimeras y las lanzas de sus compañeros entorpeciéndole la visión, se dio cuenta de que nada parecía tener sentido. Entonces estalló un gran griterío y se oyó el estrépito de armas que chocaban entre sí.
—Ya ha empezado —dijo, dando un respingo.
—Eso no es nada —repuso Cíclope.
Pirro, el soldado que estaba a la izquierda de Demetrio, asintió.
—Son los de delante, que están golpeando los escudos contra las lanzas. Será que ha pasado por delante Alejandro y quieren impresionarle. Cuando empiecen a atizarse de verdad, sonará distinto.
Es verdad, pensó Demetrio. Aquel sonido era demasiado rítmico.
Entre falsas alarmas que le ponían el corazón en un puño, fue pasando la mañana. Hubo un momento en que comprendió por qué los Agriopaides habían cargado contra el enemigo sin que se lo ordenaran. Estar ahí parado, cociéndose al sol debajo de tantas capas de lino y metal, sin saber no sólo qué iba a pasar, sino ni tan siquiera qué estaba pasando ahora, era enloquecedor.
—No te preocupes —le dijo Cíclope al verlo nervioso. Aquel macedonio tuerto podía resultar un poco pesado y sentencioso, pero también sabía ser un camarada comprensivo—. Aunque los romanos acepten la batalla, con un poco de suerte, nosotros no entraremos en combate.
—¿Un poco de suerte, dices? ¿Sólo un poco? —preguntó Demetrio.
—En una batalla campal, y yo ya he estado en… Déjame que piense. Seis. No, siete, vamos a contar la de Trípoli, aunque estaba tan borracho que no me acuerdo. Pues eso, en una batalla campal la mayoría de los soldados no llegan a tocar a un enemigo, ni siquiera a verle la cara.
—Sólo el culo de los compañeros —intervino Pirro.
—Eso es lo que te gusta a ti —dice Cíclope—. Pero son los jefes de fila los que se llevan toda la diversión… y paga doble, claro. Aunque esta vez, como me han puesto tan adelante, es posible que vea un poco de acción.
—Entonces, ¿cómo te pasó eso? —preguntó Demetrio señalándole al ojo.
—Una flecha perdida. Mala suerte. La muy cabrona tenía unas puntas retorcidas al final, y al tirar de ella me saqué el ojo entero. Demetrio puso cara de asco, pero quería saber más.
—¿No habéis matado a nadie en batalla? Pensé que todos los veteranos tendrían en su cuenta muchos muertos.
Pirro y Cíclope se miraron por delante de Demetrio y se encogieron de hombros.
—Mira —le explicó Cíclope—: si en una batalla entre cien macedonios y cien romanos mueren veinte romanos, que ya sería una derrota desastrosa para ellos, los cien macedonios dirán que todos han mojado sangre. Ahora dime, ¿a cuántos asesinos toca cada pobre romano? A cinco nada menos.
En ese momento, por la vanguardia sonó un toque de trompeta que se repitió en todas las unidades. Leónato, que llevaba un rato delante de la formación charlando con Grilo y con un tracio que debía estar haciendo de correo, se volvió y les dijo que dieran media vuelta y regresaran al campamento por pelotones. Fue un anticlímax para los Agriopaides, y Demetrio percibió entre quienes lo rodeaban más frustración que alivio. Él, por su parte, se sentía como si le hubieran dado un día más de vida; aunque también experimentaba una extraña decepción, mezclada con la desazón de que al día siguiente volvería a ocurrir lo mismo. Mientras regresaban, le preguntó a Filo si había matado a alguien en una batalla campal. El macedonio le contestó que no estaba seguro, que sabía que había herido a varios enemigos, pero no les había visto morir delante de él.
—Entonces, ¿no has matado a nadie?
—Yo no he dicho eso —respondió él, sin dejar de mascar almáciga—. No todas las muertes son en batallas. Por Alejandro hemos tenido que hacer cosas muy duras a veces.
Demetrio prefirió no insistir.
Al llegar al campamento, tras un frugal almuerzo, les obligaron a hacer instrucción. Los soldados se quejaron y mentaron a las madres de todo el escalafón del ejército, desde Gorgo hasta Alejandro, sin perdonar, por supuesto, a Leónato. Pero estaban contentos de tener algo que hacer y de sudar por ejercitar los miembros, y no por estar parados al sol. Dos pajes habían traído órdenes escritas a Leónato, y luego el propio Peucestas había acudido a hablar con él.
—¡Formad de a cuatro, boquerones! —les dijo el capitán—. Hoy toca practicar la maniobra de retroceso.
—¡Eso es muy fácil, capitán! —saltó Cérdidas—. ¡Ponme una pompeyana desnuda detrás y verás qué bien retrocedo!
Hubo que esperar a que los graciosos del batallón hicieran sus chistes, en los que incluyeron referencias a todo tipo de movimientos hacia atrás o desde atrás. Pero después practicaron a conciencia. «Es por si acaso», les dijo el capitán, y muchos, como Cíclope, pensaron que Alejandro veía la situación mucho más negra de lo que sus mandos querían confesarles. Pero la maniobra en sí era útil, pues una formación cerrada de hoplitas nunca sufría un porcentaje abrumador de bajas mientras mantuviera compactas las filas; los auténticos desastres se producían sólo cuando había una huida en desbandada o el enemigo conseguía el sueño de todo general, una maniobra envolvente, como había ocurrido en Maratón casi por azar cuando los atenienses aplastaron a los invasores persas.
Resultaba extraño practicar en filas de cuatro, pues normalmente se desplegaban con filas de ocho o dieciséis en fondo. Pero así era mucho más sencillo recular. Para ayudarles, un tambor les marcaba los pasos. Un rápido redoble, ratatatá, indicaba que estuvieran atentos, y luego dos sonoros golpes, DUMM, DUMM, marcaban un paso atrás con la pierna derecha y otro con la izquierda. Descubrieron que lo más práctico era que el hombre de la cuarta fila se diera la vuelta y fuera avisando a los compañeros de los baches y obstáculos del camino.
—¿Qué perrería nos estarán preparando ahora? —se quejó Cérdidas en un descanso.
—Cállate, que nunca has combatido con nosotros y no sabes lo que son perrerías de verdad —dijo Filo—. No me extrañaría que nos hicieran enfrentarnos contra la caballería romana.
—¡Vuelta a la formación, boquerones! —rugió Leónato, y siguieron entrenando hasta que el sol empezó a caer.
Perdicas oía discutir a los oficiales como si escuchara los zumbidos de una nube de moscas sobre un cadáver. Estaban en la tienda de Alejandro; no la de Darío, sino otra mucho más pequeña, la misma en la que se había reunido con ellos la víspera de Gaugamela. Habían pasado catorce años desde entonces, casi una eternidad. En aquel tiempo Perdicas lo veía todo en el futuro, como un rayo de luz en el horizonte oriental. Ahora todo estaba en su pasado, y el sol se ponía en su vida igual que estaba a punto de hacerlo ahora en las aguas del Tirreno. Se sentía como si tuviera una especie de trapo mojado en el interior de su cabeza que le presionaba contra los ojos y los oídos y embotaba sus pensamientos. El único de ellos que se repetía con claridad era que Cleopatra había muerto por su culpa. La lujuria que lo había empujado a meterse en el lecho de Roxana y a atentar contra el rey se había cobrado la víctima más inocente, cuando él ya se creía libre de la mirada cruel de las Erinias. Pero Alejandro ni siquiera le había castigado. Delante de otras personas hablaba con él como siempre, como si tan sólo fuera el general de los Compañeros, sin más. Como si el propio Alejandro hubiera olvidado el dolor por su hermana. Y probablemente lo había olvidado. Para el rey sólo existía ya la batalla inminente.
Los oficiales seguían discutiendo. Había más gente en la tienda que otras veces, formando corrillos que se acercaban a la mesa central para coger comida y servirse vino. Aparte de los generales macedonios, habían acudido los jefes de los contingentes extranjeros. Allí estaba Oxibaces, que se había cortado su larga barba en señal de duelo por su hermana. Medoc, el jefe de los tracios, que no se quitaba su picudo gorro de piel ni cuando estaba bajo cubierto. Como buen tracio, tenía las mejillas grabadas con bárbaros tatuajes y estaba compitiendo con Meleagro para ver quién se emborrachaba más. Bastareo, jefe de los agrianos; considerando que sus hombres eran los más feroces del ejército, era un hombre casi pacífico, un hombretón de cabellos rojos y piel quemada por el sol. También había venido Ombrión, jefe de los arqueros cretenses, veterano de Asia; un hombre menudo y casi esmirriado, muy popular entre las cortesanas merced a un miembro digno de Príapo. Hablando de cretenses, había aparecido hasta Nearco, que llevaba tiempo perdido en no se sabía qué misiones para Alejandro y que seguramente no participaría en la batalla. Areo, el rey espartano, vestido con su capa roja y rodeado por sus guardias, se mantenía un poco apartado de los demás, como si no quisiera mancharse de sangre no doria.
El sol empezaba a teñir de carmesí los faldones de la tienda. Los oficiales estaban nerviosos y cada vez más ebrios. La batalla inminente centraba todas las conversaciones, pero Perdicas sólo era capaz de captar retazos. Alguien decía que los romanos tenían miedo. Otro lo negaba y aseguraba que eran los propios soldados macedonios quienes estaban asustados. Mañana los romanos también rehusarían dar batalla. No, mañana la aceptarían, seguro. Alejandro debería haber aprovechado que el día anterior los romanos aún no habían llegado para situarse más al norte, cosa que, ahora que los romanos habían acampado entre Capua y Nola ya no podía hacer. No, Alejandro había hecho bien.
En ese momento se abrieron las cortinas de la puerta y entró Alejandro, escoltado por Lisanias y Mirmidón, el siniestro personaje que se había convertido en su inseparable escolta. Por supuesto, no faltaba Néstor. Entre las pocas diversiones que le quedaban a Perdicas estaba ver la cara de pavor que se le ponía al médico cada vez que ambos cruzaban la mirada. Pensó que tal vez le acabaría contando a Alejandro lo que había pasado entre él y la siracusana. Así comprobaría que no era Perdicas el único que le había fallado.
En efecto, Néstor procuró rehuir la mirada de Perdicas durante toda la reunión. El jefe de los Compañeros tenía la mirada vacía, el gesto de un hombre a quien ya no le quedaba nada que perder, y alguien así era peligroso.
Alejandro habló en tono confiado, tratando de infundir ánimo a sus generales. Néstor notó que su presencia los aliviaba, pues el rey había recobrado esa aura de seguridad que la enfermedad le había hecho perder en el último mes, y aunque no expuso grandes planes consiguió dar la impresión de que lo tenía todo bajo control. La reunión fue breve. Alejandro insistió en que cada general y oficial volviera con su unidad. Tenían que estar descansados para el día siguiente, y quería que los soldados los vieran cerca de ellos.
—Los romanos aceptarán la batalla mañana, estoy seguro —les dijo, mientras los pajes encendían candelabros y pebeteros, pues la noche estaba cayendo ya—. Eso si no la ofrecen ellos antes. Son agresivos, y han movilizado a un ejército muy numeroso. No pueden mantenerlo en pie de guerra demasiado tiempo. Pero, en cualquier caso, nosotros nos desplegaremos antes.
Les avisó de que tal vez habría algunos cambios en la formación, y diciéndoles que unas horas antes del amanecer recibirían las instrucciones pertinentes, los despidió.
Cuando se retiraron todos, Alejandro le hizo una seña a Néstor para que se quedara con él. Después levantó la voz para avisar a Eumenes, que ya estaba en la puerta.
—Por favor, Eumenes, espera.
El secretario real se volvió, y le hizo una seña a sus ayudantes para que lo esperaran fuera de la tienda.
—¿Tenías mucha prisa, Eumenes? —preguntó Alejandro—. No quiero interrumpirte en nada. Néstor se dio cuenta de que pasaba algo. El tono del rey era raro, y el secretario había desviado la mirada y se había rascado bajo la nariz, un gesto nervioso poco habitual en él.
—Claro que no, Alejandro. He creído que no me necesitabas.
—Pues te necesito. Quiero dictarte un despacho. Es importante. Eumenes se sentó a una mesa. El propio rey desenrolló un papiro y le entregó un cálamo y un tintero.
—¿Estás listo, Eumenes?
—Sí.
—Empieza: «Informe del agente Sinón para Heracles-Melqart». Néstor frunció el ceño y se quedó mirando a Lisanias. Éste asintió con un gesto casi imperceptible de la barbilla.
—¿Qué significa esto, Alejandro? —preguntó Eumenes—. No lo entiendo.
—Ya lo entenderás, mi fiel amigo —dijo Alejandro, situándose a la espalda del secretario real y apoyándole ambas manos en los hombros—. Sigue copiando:
«En el anterior despacho se detallaba la formación previsible de las tropas de Alejandro para la inminente batalla contra los romanos. Se informa ahora de sus últimas disposiciones al hablar con sus generales en la tienda de mando.
»El rey ha decidido que el despliegue de las tropas macedonias va a ser similar al que se desglosaba en el anterior informe. Ello, pese a la oposición de algunos de sus generales, que le han recomendado introducir cambios para adaptarse a las tácticas de los romanos. Pero el rey, ensoberbecido —Alejandro recalcó la palabra— por sus pasados éxitos, ha insistido en que los generales deben confiar en su autoridad. Considera que si el oficial Sófocles perdió a dos compañías en el Circeo fue porque tuvo que desplegarlas con un fondo de ocho, debido a lo cual todas las falanges del centro formarán con dieciséis filas. El rey ha dado órdenes de que los batallones de sarisas no retrocedan un solo paso, ya que quiere mantener el centro del campo estático y bajo su control mientras él asesta su golpe definitivo con la caballería».
Alejandro se interrumpió un momento, con su propia mano enjugó el sudor de la frente de Eumenes y luego se limpió la palma en el ribete púrpura de la túnica del secretario.
—No te pongas nervioso, Eumenes. No quiero que se corra la tinta. Prosigo: «Queda en manos del receptor de este despacho informar o no a los romanos para que tomen medidas. En su opinión, después de la desidia con que han formado los macedonios hoy en el campo de batalla, mañana sería un día excelente para atacarlos». Bien, Eumenes, ahora puedes enrollarla, lacrarla y sellarla con ese anillo que sé que guardas en alguna parte.
—No sé de qué me hablas, Alejandro.
El rey se apartó un paso. Mirmidón sacó una daga aparentemente de la nada y, en un movimiento imposible de seguir, clavó la mano izquierda del secretario a la mesa. Eumenes dio un grito de dolor y trató de arrancarse el cuchillo, pero Mirmidón lo hizo girar y se lo dejó enganchado en los huesos. Alejandro retiró el papiro de la mesa para que no se manchara de sangre y dijo:
—Necesito ese sello, Eumenes. Ahora. Por la amistad que te tuvo mi padre, por la que te he tenido yo, te juro que no sufrirás más dolor si colaboras conmigo. Pero esto es importante —añadió, inclinándose sobre él para mirarle a los ojos—. Mucho más de lo que crees. Haz lo que te digo o te arrancaré las uñas.
Alejandro había pronunciado la última amenaza con una ira gélida que Néstor había presenciado pocas veces. Pero cuando hablaba así, a menudo acababa exterminando una aldea o una ciudad entera. Eumenes, que lo sabía bien, rebuscó bajo su túnica y le entregó un anillo de oro con un sello verde. Mirmidón dio un tirón y recuperó su daga, mientras el secretario se guardaba la mano bajo la axila y se mordía los labios para no gritar de dolor.
—Ahora no tengo tiempo de averiguar el porqué de tu traición, Eumenes, pero tendrás tiempo de contármelo más adelante.
Alejandro encargó a Lisanias que se llevara a Eumenes y lo pusiera a buen recaudo, atado y amordazado de tal manera que no pudiese hablar con nadie. Después se sentó a la misma mesa donde Mirmidón había clavado la mano del secretario y se quedó mirando a la mancha de sangre.
—¿Desde cuándo sabías que Eumenes era un espía? —le preguntó Néstor.
—Desde que llegamos a Italia —respondió Alejandro.
—Pero no se lo habías dicho a nadie…
—No. Ya que me había traicionado, me venían bien sus informes. Quería que los romanos supieran exactamente qué fuerzas tengo para que se decidieran a salir de su ciudad y plantarme batalla. Ellos están convencidos de que si sus tropas derrotaron a las mías en el Circeo, ahora, con superioridad numérica, pueden aplastarme. Comprobarán que esto no es el Circeo.
—Entonces, ¿por qué le has descubierto justo ahora?
—Esta noche yo mismo pasaré por cada batallón a dar instrucciones personales a cada general, y tengo a bastantes hombres haciendo preparativos en el campo. Quiero controlar la información que les llega a los romanos —dijo Alejandro. Después tomó el papiro lacrado de la mesa y añadió, dirigiéndose a Mirmidón—: ¿Puedo pedirte que hagas llegar este despacho a quienes debe llegar?
El Rey del Bosque tomó el papiro y se lo enganchó bajo el cinturón con una sonrisa irónica.
—Si me lo pides con tanta amabilidad, tus deseos son órdenes, Alejandro.
Sin decir más, Mirmidón salió de la tienda. Alejandro pidió a los pajes que también esperaran fuera. Cuando se quedaron a solas, Néstor preguntó al rey:
—Siempre has sido cortés, pero ¿tanta deferencia con Mirmidón? Me resulta curiosa.
—Aunque lo veas vestido con un humilde sayo, es un hombre orgulloso. A su manera es un rey, aunque nunca haya llevado corona. Y he llegado a un acuerdo con él.
—Conozco esa mirada, Alejandro. ¿Qué estás tramando?
En vez de responderle, el rey se acercó a un velador, tomó una jarra de vino y le sirvió una copa a Néstor. Después hizo ademán de llenarse otra para él, pero el médico le chistó.
—Lo siento. Había vuelto a coger la costumbre. —Alejandro se volvió, se cruzó de brazos y dijo—: Sé que no me has curado, y que ni siquiera me estás curando. Yo también conozco tu mirada cuando derrotas a una enfermedad. Ahora no te la he visto. Dime la verdad. ¿Cuánto tiempo me queda?
—No lo sé —confesó Néstor—. Si la batalla es mañana, puedo asegurarte que llegarás a ella en buenas condiciones.
—Tener un mañana al menos es algo. ¿Y después?
—Después… tal vez meses, quizá un año. A veces males como el tuyo se curan solos, pero es muy raro.
—Gracias por tu sinceridad —dijo Alejandro sin la menor ironía.
—Es mi obligación. ¿Me permites que te pregunte algo a cambio?
—Cómo no —respondió Alejandro, abriendo los brazos y mostrándole las palmas de las manos abiertas.
—Aristóteles me dijo que los dioses han decidido destruir a la humanidad. Tú mismo me has contado que un astrónomo en el que confías te ha predicho la fecha exacta. Tienes una enfermedad probablemente mortal. Si todo va a acabar, ¿es necesaria esta batalla?
—¿Y conociéndome, me lo preguntas? —respondió el rey frunciendo el ceño.
—He visto cómo son los romanos —insistió Néstor—. Te conozco a ti. Gane quien gane, va a ser un baño de sangre. Te lo repito: ¿es necesario?
—Invierte tu argumento, Néstor. Si todo va a acabar, como tú has dicho, da igual que haya un baño de sangre. —Alejandro se acercó al médico y le miró a los ojos—. Te conozco bien, amigo. Eres la persona más noble de las que me rodean.
Puedo ser el más miserable, se dijo Néstor, pensando en Clea, pero le aguantó la mirada.
—Sin embargo, no entiendes ni el arte ni la moral de la guerra —prosiguió Alejandro—. Romanos y macedonios van a luchar para demostrar que son hombres de verdad y que pueden vencer no a su enemigo, sino al miedo mismo. Y en cuanto a mí… Alejandro y Roma deben librar un duelo porque están destinados a ello, porque, Europa, al igual que Asia, no puede tener dos soles. Debe haber un solo rey bajo el cielo. Es el orden natural.
—El orden natural va a ser destruido, Alejandro. ¿Por qué no vuelves a Macedonia y disfrutas del tiempo que te quede con tu familia y tus amigos?
Alejandro se quedó pensativo un rato antes de contestar.
—Voy a decirte algo, Néstor. Es posible que haya una opción, una remota opción de evitar lo inevitable. Tú me has traído esa opción, pero lo primero que debo hacer es quitar todos los obstáculos de mi camino. Roma es el primer obstáculo.
—¿Y cuál es esa opción?
—Lo sabrás todo en su momento, Néstor, te lo prometo. Ahora sólo quiero que entiendas que debo someter a Roma.
—No se rendirán. No está en su naturaleza.
—Yo no puedo perder meses sitiándola —dijo Alejandro, y su mirada hizo estremecerse a Néstor—. He hecho cosas terribles, amigo mío. Y volveré a hacerlas si es necesario.
La tienda de Papirio estaba en el centro del campamento romano, donde se cruzaban las dos calles principales. Allí, tras una reunión con los dos cónsules y el magister equitum que se había prolongado hasta el anochecer, convocó a los demás mandos de las siete legiones que había traído desde Roma, y también a los jefes de las legiones aliadas. El dictador estaba sentado en su silla curul, delante de una larga mesa donde había desplegado un tosco mapa con piezas de madera rojas que representaban a las legiones romanas y amarillas para las unidades macedonias. Delante de él, formando un semicírculo como en un teatro griego, estaban de pie los generales, tras éstos los tribunos y, por último, los centuriones primipilos.
Gayo estaba en la segunda fila, pero su estatura le permitía ver por encima del hombro del cónsul de Bubulco, su mando directo en la Segunda Legión. Como era de esperar después de todo lo sucedido, Papirio había impedido que ascendieran a Gayo. De hecho, si hubiese sido por él, lo habría despojado de su poder tribunicio y lo habría arrojado al Tuliano para sustituir a los prisioneros.
—Tú estás detrás de esto —le había acusado Papirio, el día siguiente a la fuga.
—No sé a qué te refieres —contestó Gayo, que se había apresurado a volver a Roma tras esconder los quince talentos de oro en una cueva recóndita del monte Albano.
—Si intentas burlarte de mí, haré que te decapiten aquí mismo. Hablo de la muerte de ocho lictores y doce ciudadanos romanos a las puertas del Tuliano. Hablo de la fuga de los dos prisioneros que iban a ser sacrificados a los dioses por instrucción de los Libros Sibilinos.
Los dioses no podían quedarse sin su ofrenda, de modo que ese mismo día habían enterrado a un esclavo celta y una esclava griega en el Foro Boario. En opinión de los decenviros, con eso bastaba para cumplir el ritual prescrito por los Libros Sibilinos, y Papirio dio su bendición. Pero en privado echaba fuego por los ollares.
—Todo el mundo sabe que en ese momento yo estaba acompañando a los embajadores macedonios que salieron de la Villa Pública —se había defendido Gayo, disfrutando de aquello, aunque sabía que pagaría las consecuencias—. Tus propios clientes lo pueden atestiguar, ya que tuviste la amabilidad de enviarlos para que los despidieran.
—Nada impide que, mientras tú te dedicabas a hacer amistad con los bárbaros, tus esbirros cometieran esa tropelía.
—Ya quisiera yo tener la centésima parte de clientes que tú, Papirio, para poder enviarlos en la noche a que me hicieran el trabajo sucio. ¡Veinte muertos! Para algo así se necesita un pequeño ejército.
Lo cierto era que Papirio no estaba seguro de lo que había pasado, y Gayo lo sabía. ¿Cómo podían haber asesinado a veinte hombres sin que nadie en los alrededores del Tuliano se hubiera enterado? Los cadáveres tendidos en la cárcel y en las Gemonías hablaban de una sangrienta batalla, pero nadie había oído nada. Obviamente, Papirio no podía saber que Gayo había enviado un ejército de una sola persona.
Papirio había dejado correr el asunto, con el consuelo, al menos, de creer que Gayo Julio había perdido la pequeña fortuna en oro que le habían ofrecido los macedonios. Luego, cuando llegó el reparto de las legiones, hizo caso omiso a la recomendación de Escipión y otros senadores y dejó a Gayo con las manos vacías.
Por su parte, el consuelo de Gayo era que ningún otro tribuno había recibido tal mando. Papirio había optado por la veteranía y había entregado el mando de las legiones a ex cónsules. Para asombro de todos, regocijo de muchos y alarma de los más sensatos, incluso había puesto al frente de la Sexta a Torcuato Imperioso, quien a sus ochenta años había sacado brillo a su yelmo y a la coraza de anillos de hierro que había conquistado con su propia mano en las guerras contra los celtas. Y allí estaba el viejo ahora, tieso como una vara, con la barbilla levantada y observando a Papirio con sus ojillos miopes, en la primera fila junto con los siete jefes de las legiones romanas y los seis generales de las aliadas.
Sobre la mesa, el magister equitum había desplegado los tacos cuadrados y rectangulares que representaban el ejército de Alejandro, con la misma formación que había desplegado esa mañana al ofrecer batalla. La falange en el centro, tropas griegas detrás como reserva y caballería a ambos lados, con los Compañeros en el ala derecha.
Llevaban un largo rato discutiendo de cuestiones diversas, entre ellas problemas logísticos que, en opinión de Gayo, no deberían tratarse en una reunión de tanto rango, pues para eso ya estaban los tribunos y los centuriones. Por fin, un oficial de la Primera Legión se acercó al dictador y le entregó un papiro enrollado y lacrado. Gayo pensó que Papirio debía estar esperando aquello, probablemente un informe de última hora de los exploradores.
—Esto nos lo acaba de entregar nuestro aliado Eshmunazar —dijo el dictador.
Condenado cartaginés, pensó Gayo. Había venido como una mosca, pegado al ejército romano con la excusa de ejercer de intermediario e intérprete con la caballería númida. El dictador rasgó el lacre, pasó los ojos por el papiro y frunció el ceño.
—Está en griego —dijo en tono molesto.
—Si te parece bien, noble Papirio —intervino Gayo antes de que algún otro se le adelantara—, puedo traducirlo en voz alta para todos.
Bubulco se hizo a un lado para dejar pasar a Gayo, y el dictador le tendió el papiro sin mirarle a la cara. Gayo comprobó que la caligrafía era la misma de otros informes del agente Sinón, y empezó a traducir:
—«En el anterior mensaje se detallaba la previsible formación del ejército de Alejandro para la batalla que va a librar contra los romanos. Se informa aquí de las últimas disposiciones que ha tomado al hablar con sus generales en la tienda de mando…».
Cuando terminó, le entregó la nota a Papirio.
—Espero haber sido preciso al interpretarla —le dijo—, pero si quieres cotejar mi traducción con la de otro oficial que…
—No es necesario, tribuno. Vuelve a tu puesto. —Papirio volvió a su asiento y se quedó mirando los tacos de madera amarillos. A la izquierda estaban los rojos que representaban a las tropas romanas, pero aún no los había colocado. Tras pensar un rato, dijo—. Está claro que Alejandro lo fía todo en que el centro de su ejército aguante a nuestras legiones.
—En ese caso sería una buena ocasión para atacar sus flancos y envolverlo —dijo Fabio Máximo, que había conseguido que lo nombraran tribuno de la Quinta. Todo el mundo sabía que era quien ejercía el mando efectivo de esa legión a través de su general, Quinto Aulio Cerretano.
—¡No! —contestó Papirio—. Los informes de nuestros exploradores y este último despacho sólo me confirman en lo que ya había decidido.
El dictador se levantó. Mientras hablaba, fue colocando los rectángulos rojos frente a los amarillos; pero, en vez de hacerlo ofreciendo al enemigo el lado más largo, eligió el corto. Gayo pensó que se había equivocado, pero aunque tenía el rostro colorado no parecía estar borracho. De ese modo colocó ocho tacos, entrelazando los cuatro que representaban a las legiones romanas y los cuatro marcados con tachuelas de bronce para indicar las legiones auxiliares. Su frente ocupaba la misma extensión que el centro de Alejandro, aunque con mucha más profundidad. Después puso dos legiones más en cada ala y dejó la última aparte. Ya se había decidido que la Séptima se quedaría vigilando el campamento.
—¡No les golpearemos en los brazos ni en las piernas, sino en el corazón! —dijo Papirio, en un tono retórico que sorprendió a Gayo—. Si Alejandro espera retener la batalla en el centro para clavarnos su caballería como un puñal, va a llevarse una sorpresa cuando descubra que su centro se ha desplomado.
Papirio miró a Gayo y añadió con una sonrisa sarcástica:
—El tribuno Gayo Julio nos mostró el camino para vencer a los macedonios en el monte Circeo. Ahora gozamos de una ventaja que entonces no se tenía: superioridad numérica. Aprovechándola, formaremos las ocho legiones del centro con el doble de la profundidad habitual. Eso nos dará un empuje que ni sus famosas sarisas podrán resistir.
El dictador arrastró los rectángulos rojos contra los amarillos y los dispersó. Mientras, Gayo Julio realizó unos rápidos cálculos. Si quería doblar la profundidad de las legiones, lo más lógico sería hacerlo colocando las dos centurias de cada manípulo una detrás de otra, y no en paralelo. Eso supondría cincuenta y ocho hombres de profundidad por sesenta de frente. El taco rectangular no era una mala imagen, puesto que los sesenta hombres del frente guardaban menos separación lateral entre ellos que con los de atrás y ocupaban por tanto menos espacio. En cuanto a los mil quinientos rorarios de cada legión, tendrían que aglomerarse en sendas nubes por delante y por detrás, y colarse por entre las filas mucho antes de que las masas de ambos ejércitos colisionaran, pues apenas les iba a quedar espacio.
Entre los generales hubo comentarios de aprobación y otros de cautela. Escipión, que finalmente no se había quedado en Roma, dijo:
—Ésa no es la forma acostumbrada de luchar de nuestras legiones, Papirio. ¿Por qué cambiar algo que siempre nos ha funcionado?
Papirio le miró con enojo.
—Eso mismo piensa Alejandro, y le vamos a demostrar que se equivoca.
—Lo deseo tanto como tú —respondió Escipión—. Pero me gustaría saber qué ventajas le encuentras a ese despliegue.
—Pienso situar en el centro a la Tercera, la Cuarta, la Quinta y la Sexta. Son las que menos tiempo han tenido para entrenarse. Con una formación menos ancha les será más fácil mantener rectas las líneas.
No sólo eso, pensó Gayo. Aunque Papirio no lo dijera, una formación más profunda también reforzaba la moral de los soldados bisoños y hacía más difícil que alguno sucumbiera a la tentación de arrojar el escudo y salir huyendo. A cambio, se reducía la zona efectiva de matanza, pues sólo los hombres de la primera fila podían utilizar sus espadas. Pero era cierto que los romanos tenían veinticinco mil hombres más que los macedonios.
Y había otra cosa que Papirio también se callaba. Seguramente no se atrevía a desplegar del todo a las legiones, pues eso habría supuesto un frente de más de dos millas, sin contar con la caballería de las alas. El dictador que presumía de su puño férreo no se sentía capaz de controlar una distancia tan amplia.
—De ese modo —prosiguió el dictador—, en los flancos tendremos a la Primera y la Segunda, las más veteranas, con veintinueve hombres de profundidad. Suficientes para derrotar a todo lo que nos pueda oponer Alejandro por ese sector.
»Cuando su infantería de línea se desplome, las alas de su ejército perderán contacto y cundirá el pánico entre ellos. Es posible que su caballería sea superior a la nuestra. Sólo le pido a mi magister equitum que aguante el terreno el mayor tiempo posible.
—No sólo aguantaremos —dijo Espurio Postumio—. Nuestros équites aniquilarán a los Compañeros.
Lo que significaba, pensó Gayo, que el dictador iba a desplegar a la caballería romana en el ala izquierda y a la aliada en la derecha, a la inversa de lo habitual. No le parecía mal. Tal vez los équites no serían capaces de aplastar a los Compañeros, como alardeaba Postumio, pero seguro que le darían a Alejandro algún quebradero de cabeza, más de lo que podrían haber conseguido los aliados.
—Alejandro pretende golpearnos en el corazón, como hizo con ese afeminado rey persa —dijo Papirio—. Pero se va a sorprender cuando se lo arranquemos crudo a él. Está tan ensoberbecido que no puede creer que nosotros los romanos, a los que sus lacayos se atrevieron a llamar bárbaros en pleno Senado, conocemos mucho más de él que él de nosotros. De hecho, nos sabemos a Alejandro de memoria. ¡Va a pagar caro habernos subestimado! Yo os digo que su destino será el mismo que el del otro Alejandro: un sepulcro en Italia.
»Él no sabe que el poder de la República no reside en ningún rey ni tirano. A lo mejor piensa que si me mata a mí, al dictador, todo el ejército romano se hundirá y se batirá en fuga como hizo el persa. Pero el poder de la República hunde sus raíces en el corazón de cada ciudadano. Si quiere vencer a Roma, ¡antes tendrá que aniquilarnos a todos los romanos!
La reunión se disolvió entre aclamaciones al dictador. Gayo Julio se acercó a la mesa para observar el despliegue. El taco de madera marcado con las dos barras de la Segunda estaba en el ala izquierda del ejército. No era precisamente el puesto de honor, pero por eso mismo se hallarían frente al flanco derecho de Alejandro. Eso significaba que no se aburrirían durante el combate. Infantería de hipaspistas, tal vez una carga de los Compañeros. Aún tendría oportunidades de conseguir prestigio y dignidad.