GEOMETRÍA Y ARTE DE LA ESPADA

El día siguiente a la partida de Perdicas, su madre castigó a Neo con tanta severidad como nunca antes lo había hecho.

Él quería pensar que no se arrepentía y que volvería a actuar de la misma manera; lo cierto era que no estaba tan seguro de haber obrado bien y, sobre todo, tenía mucho miedo. Por la mañana, en vista de que Berenice no dejaba de llorar, le habían traído otro cachorro, una perrita que se parecía a Argo y a la que ella se empeñó en llamar Medea, por más que su madre le dijo que no era un nombre de buen agüero. Más tarde llegó la visita cotidiana de Roxana y su hijo. Las dos cuñadas se sentaron a charlar en el atrio, mientras Berenice jugaba con Medea y con Cadmia, muy responsable en su papel de hermana mayor que debía ayudar a la pequeña a superar el disgusto. Ego se acercó a Neo con unas tabas de cordero y le propuso una partida.

—Has sido tú —dijo Neo.

—No he sido yo —respondió Ego—. Argo era un cachorro precioso. Me da mucha pena lo que le han hecho —añadió, haciendo un puchero.

Neo prefirió creerle y se sentó a jugar a las tabas con él sobre un caminito de guijarros que cruzaba el jardín. Pero, pasado un rato, a Ego le pudo más la maldad que el instinto de conservación.

—Espero que Medea no sea tan llorona.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Neo, apretando el puño sobre las tabas.

—Tenías que haber oído cómo chillaba Argo cuando lo clavaron al suelo. ¡Y cuando le mearon en la tripa, qué aullidos! ¡Por Hécate, fue espantoso! —Neo fingió cara de horror y añadió—: ¡No quiero volver a ver algo así en mi vida!

Para un niño de nueve años, ver a otro de seis utilizando a la vez el cinismo y el sarcasmo era algo a la vez incomprensible y aterrador. Por debajo de la sangrienta ironía de Ego, Neo sólo se quedó con su confesión. Preso de ira, le tiró las tabas a la cara y se abalanzó sobre él. Forcejearon unos instantes, pero Neo era más grande y pesado y consiguió derribarlo. Después le abrió los brazos y lo inmovilizó plantándole las rodillas encima.

Neo jugaba a veces así con Cadmia y, aprovechando que ella no podía mover los brazos, se dedicaba a darle bofetadas más molestas que dolorosas. Pero ahora le propinó un puñetazo en la mandíbula a Ego, controlando sólo a medias su fuerza, y el niño rompió a llorar. Sus lágrimas y su gesto de miedo espolearon a Neo, que se descubrió descargando los puños sobre su rostro con más y más violencia. La sangre brotó de la nariz de Ego, y también de la ceja. Después le partió el labio superior, y al pegar contra el colmillo él mismo se cortó en el nudillo, pero ni siquiera eso le detuvo. Sólo paró cuando unos brazos lo levantaron en vilo y su último puñetazo golpeó el aire.

Después de la actuación de Hermes cuando, en su primer día de vida, robó las vacas de Apolo y volvió a su cuna fingiendo ser un bebé inocente, la de Ego debió ser la más convincente de la historia. Delante de Cleopatra y de Roxana, lloró a moco tendido y balbuceó entre hipidos, ahogándose a ratos y utilizando frases como «Neo me ha dicido», como si de verdad fuese un niño de seis años y no un monstruo prematuro que sabía amenazar de muerte en dos o tres idiomas sin equivocar un solo verbo. Cleopatra, indignada, le colmó de besos y abrazos como si fuera su propio hijo.

—¡Pobrecito mío! Neo, ¿cómo has podido hacerle algo así a tu primo?

Por supuesto, nadie le creyó cuando dijo que Ego había torturado y matado a Argo, pues los gemidos del hijo de Alejandro se volvieron aún más lastimeros.

—¡Noooo! —lloriqueó, soltando lágrimas y mocos como un manantial. A Neo le consoló, al menos, ver que se le estaba hinchando la cara y que a pesar de las compresas de agua fría no dejaba de sangrar—. ¡No digas eso, Neo! ¡A mí me gustaba mucho jugar con el perrito! —añadió compungido.

Cleopatra levantó la mano para pegar a Neo por acusar a su primo; pero Roxana, más serena que la propia Cleopatra, le dijo:

—No seas demasiado severa con él. Son peleas de niños.

—¡Neo le saca tres años a Ego! Un macedonio puede ser muchas cosas —añadió, dirigiéndose a su hijo—, pero nunca un cobarde.

Ella misma se llevó a Neo a su habitación y le azotó el trasero con una verdasca de olivo. Neo se mordió los labios y juró que no lloraría. El dolor era insoportable, porque Cleopatra le estaba pegando con saña; pero lo que le atormentaba de verdad era que su madre le considerara un vil cobarde y al mismo tiempo creyera que Ego era una criatura tierna y cándida.

—¡Reza por que le quede bien la cara! —dijo Cleopatra, jadeando por el esfuerzo—. ¡Por cada cicatriz que le dejes, yo te voy a hacer dos!

De pronto, se detuvo y se apretó el vientre con ambas manos. Neo pensó que iba a vomitar como otras veces, pero al torcer el cuello vio que no estaba pálida ni tenía arcadas, sino que contraía la frente en gesto de dolor. Una esclava la sujetó por los hombros para ayudarla a salir.

—No es bueno hacer esos esfuerzos en tu estado, señora.

Neo se quedó un rato así, apoyado en la cama con la túnica remangada sobre la espalda y las nalgas al aire mientras lloraba en silencio. Después oyó a alguien en la puerta y se apresuró a bajarse la ropa, aunque las heridas le escocían con el roce del lino. Había reconocido la voz de Cadmia y no quería que lo viera en una posición tan humillante.

—¿Por qué no les has dicho nada? —le preguntó a su hermana, sorbiéndose las lágrimas—. Tú sabes que es verdad. Lo hizo él.

Ella le miró con sus enormes ojos azules muy abiertos, sin pestañear. Estaba temblando.

—Me da mucho miedo. No tenías que haberle pegado así.

—¿Cómo que no? ¿Después de lo que le hizo a Argo? ¡Se lo tenía bien merecido!

—¿Y si ahora se venga de nosotros? ¿O de Berenice? Neo intentó sentarse, pero al apoyar el trasero en el escabel dio un respingo.

—Deberíamos matarlo. Así ya no podría hacernos nada —masculló, aunque sabía que era incapaz de hacerlo.

—¡No digas eso! —exclamó Cadmia, pero enseguida bajó la voz—. Que no se entere ni siquiera de que lo piensas. Me alegro de que mamá te haya castigado a estar encerrado en la habitación. Así no tienes que verle.

—¿Y quién os va a defender a vosotras?

—Me da más miedo que te haga algo a ti, Neo.

Él agachó la mirada. No quiso contarle a su hermana lo que le había dicho Ego cuando Roxana les obligó a estrecharse la mano y darse un abrazo.

—No te preocupes —le había susurrado al oído—. No te mataré por esto.

—Claro que no. Ya has visto que te puedo.

—Cuando sea rey —continuó Ego, sin hacerle caso—, mataré a muchos, pero a ti no. Me divierto mucho contigo. Verás qué bien lo pasaremos juntos.

Primero fueron los rumores del «tío del escudo» y luego lo comunicó el asistente de Leónato de forma oficial. Los Agriopaides también podían participar en el torneo de espada que se celebraría el día 7 de hiperbereteo. Si el premio de la armadura de cuatro talentos más un corcel de guerra era suculento para todos, con más razón para quienes cobraban la mitad del sueldo que les correspondía, y eso los meses que la pagaduría no se lo retenía o confiscaba con cualquier pretexto, que eran los más.

A partir de ese momento, la esgrima se convirtió en la nueva afición de Euctemón, sustituyendo a la más reciente, la geodesia, y a la astronomía. Del cometa no había vuelto a hablar. Su silencio, en principio, aliviaba a Demetrio, aunque éste no podía creer que su hermano estuviera tan tranquilo después de predecir que una roca gigantesca iba a caer sobre sus cabezas en cinco meses. Por eso, aprovechando un momento en que estaban cortando leña y no había nadie cerca para oírlos, le preguntó si no tenía miedo.

—No —contestó él, mientras alineaba el tronco en el sitio y la posición exactos y lo giraba para no ver un nudo de la corteza que rompía su simetría.

—¿Por qué no? ¿No te das cuenta de que si morimos todos, tú también morirás?

Euctemón le miró a los ojos un instante, aparentemente perplejo. Demetrio pensó que tal vez a su hermano no se le había ocurrido llevar a cabo el siguiente razonamiento lógico: si un cometa tan grande como media Creta chocaba contra la Tierra, seguramente mataría a todos los humanos; Euctemón era un ser humano, luego seguramente Euctemón moriría.

A no ser que él mismo diera por sentado que no era un ser humano. A veces, cierto es, no lo parecía.

—¡Más rápido, boquerones! —les gritó un oficial de pelotón. Si la adaptación a cualquier unidad militar nueva resultaba siempre difícil, el caso de los hermanos era aún peor. Estaban rodeados de macedonios, y ellos eran no sólo griegos de pura cepa, sino además atenienses. En el pasado, las relaciones entre Atenas y Macedonia no habían sido malas, al menos teóricamente. Para una ciudad que sustentaba su poder en los trirremes de su flota de guerra y que apenas tenía bosques, era crucial cultivar la amistad de los reyes Argéadas para disponer de acceso a los vastos pinares que crecían en las tierras altas de Macedonia. Pero de puertas adentro, los atenienses miraban por encima del hombro a sus aliados norteños, y se chanceaban de ellos diciendo que después de invitarlos a cenar había que sacudir los triclinios para limpiar las briznas de paja y las cagarrutas de cabra. Luego llegó un momento en que Filipo decidió que los recursos de Macedonia debían ser para los macedonios, y no cejó hasta arrancar las minas de oro del Pangeo de las garras de los atenienses. Desde entonces, Macedonia y Atenas habían sido más veces enemigas que aliadas.

Luego venían los problemas derivados de la forma de ser de Euctemón. Su semblante extraño, su forma de hablar pedante y monótona y sus ademanes desgarbados le acarreaban burlas constantes. Pero como apenas expresaba emociones y resultaba difícil saber si su mirada era vacía como la de un idiota o gélida como la de un asesino, procuraban pincharle con cierta sutileza. A Euctemón le daba igual; atormentarle con indirectas era como querer atravesar la piel de un elefante a alfilerazos. Era incapaz de captar la ironía, y las metáforas y comparaciones lo desconcertaban. Cuando de niños estudiaban los poemas de Homero, fragmentos como «Y cubriendo con una rama frondosa sus vergüenzas, Ulises avanzó como un león montaraz» le sacaban de quicio.

—¿Cómo puede andar Ulises como un león montaraz que es un animal cuadrúpedo cuando tiene que usar al menos una de sus dos manos para sujetar la rama frondosa que le cubre sus vergüenzas? —le decía al maestro de letras que, lógicamente, le daba por imposible. Como miembros de la segunda escuadra del quinto pelotón, Demetrio y Euctemón dormían en una tienda con otros seis soldados. Los habían mandado al fondo, el típico sitio que se asignaba a los bisoños en verano, porque allí hacía más calor y se acumulaba el olor a pies sudados y otros efluvios corporales. Cuando llegara el invierno, Demetrio sospechaba que les tocaría mudarse junto a la puerta para sufrir el frío y las corrientes, porque no había forma de que los cierres de la tienda ajustaran bien.

Aparte de eso, les habían encargado de cuidar a la mula que transportaba los bagajes del pelotón, de moler la harina en los molinillos de mano y de cocer el pan; pues los Agriopaides, como cobraban menos que los demás soldados, compraban sacos de trigo, que les salían más baratos que el pan horneado. También les tocaba arrastrar fuera las tarimas enrejadas para orear mantas y colchonetas, tensar los vientos de las tiendas todos los días y limpiar letrinas. Otras compañías tenían sirvientes que se ocupaban de tales menesteres, pero no así los Agriopaides, que habían encontrado una mina de oro en la llegada de los novatos.

Los demás pronto descubrieron la manía por el orden de Euctemón, pues cuando volvía a meter las tarimas en las tiendas no descansaba hasta dejar las esteras extendidas en paralelo, equidistantes entre sí y con las mantas perfectamente dobladas en la cabecera. Así que empezaron a gastarle bromas tan tontas como descolocarle las botas, poniendo una con la puntera mirando al este y la otra hacia el oeste, o dejarle el yelmo boca arriba como un orinal.

Melantio, un soldado de otro pelotón, se atrevió a ir más lejos y le escondió el papiro y los tinteros. Para su desgracia, al hacerlo derramó tinta sobre unas proyecciones de dodecaedros que había estado dibujando para un estudio de esgrima. Euctemón montó en cólera y, cuando se enteró de que el culpable era Melantio, fue a buscarlo a su tienda y lo sacó de ella arrastrándolo de los pelos. Ante el asombro de los demás, le juntó ambas muñecas haciendo tenaza con los dedos de su mano derecha y, una vez inmovilizado, le machacó a conciencia con la zurda. Cuando acudieron a separarlos, Melantio tenía la oreja rajada como una alcachofa. Desde entonces, a nadie se le ocurrió volver a tocar los bártulos de Euctemón.

Cuando Melantio se quejó a Gorgo (la mujer) y le pidió que castigara al ateniense, ella se rió en su cara.

—La culpa es tuya, por imbécil. Tienes suerte de haber dado con ese boquerón. Si se te llega a ocurrir revolver mis cosas, te corto las pelotas.

Demetrio había observado que la combinación de cortar pelotas con los pronombres te/os era una de las favoritas de Gorgo. Bien lo sabía Cérdidas, que después de aquella patada seguía juntando las rodillas cada vez que se cruzaba con ella.

—¿Alguna vez ha cumplido su amenaza? —le preguntó Demetrio a Filo, el soldado aficionado a mascar almáciga que los había recibido en la tienda el primer día.

—¡Vaya que sí!

Filo les contó lo sucedido en una batalla en la que los Agriopaides tuvieron que luchar como caballería improvisada sobre unas monturas que le habían robado al enemigo, equinos con poca más alzada que burros domésticos. En la refriega, dos guerreros isedones descubrieron que Gorgo era una mujer y tuvieron la malhadada ocurrencia de llevársela tras unos espinos para violarla y luego matarla. Su error fue no actuar en el orden inverso. Mientras uno de ellos la agarraba por el pelo y le ponía un cuchillo en la garganta, el otro le levantó el faldar, le separó las piernas y se bajó los pantalones. Gorgo se las arregló para quitarle al primero el puñal y clavárselo en un ojo; después inmovilizó al otro apretando los muslos, se revolvió hasta quedar sentada sobre él, lo castró de un solo tajo y lo dejó desangrarse. Desde entonces guardaba los genitales del nómada como talismán.

—¿Los suele llevar encima? —preguntó Demetrio.

—Sólo cuando se pone la armadura.

Euctemón emitió un ruido que sonó como el rechinar de una puerta desengrasada.

—Eso es su risa —explicó Demetrio, al ver el gesto de perplejidad de Filo.

Fue Filo quien les explicó que Gorgo era el nombre que usaban a la vez el hombre lisiado y su concubina. En realidad, el de ella era Mirtile, pero les recomendó que no lo utilizaran delante de ella, y les contó la historia.

Después de la batalla del lago Meotis, cuando Gorgo quedó paralítico, sus hombres pensaron que no tardaría en morir, convertido en una masa de llagas y escaras y comido por las moscas. Pero Mirtile se empeñó en lo contrario. Todos los días lo lavaba dos veces y lo trasladaba del asiento a la cama y de la cama al asiento. También lo sacaba de la tienda para que tomara el aire; pero sólo de noche, pues al antiguo capitán no le gustaba que los demás lo vieran en aquel estado.

—Dos meses después de la batalla, en pleno invierno, sufrimos un ataque nocturno —les contó Filo. Varios soldados ociosos se acercaron a escuchar, pues por consabida que fuese aquella historia siempre les interesaba—. Salimos zumbando de las tiendas, armándonos a toda prisa y poniéndonos las botas a la pata coja mientras nubes de flechas incendiarias volaban sobre nuestras cabezas.

Brásidas, el más veterano del pelotón, soltó un gruñido de aprobación. Filo sabía sazonar con detalles interesantes los relatos, aunque Demetrio se preguntaba cuáles eran ciertos y cuáles se inventaba sobre la marcha.

Filo siguió su narración. La caballería hizo una salida para ahuyentar a los atacantes. En ese momento, por la parte sur del campamento, que bordeaba con unas marismas, apareció una horda de escitas a pie, como fantasmas surgidos del pantano. Los Agriopaides tuvieron que formar a toda prisa para afrontar la amenaza, pues los bárbaros arremetieron directamente contra su sector. Leónato, que se había convertido en jefe de las tres compañías, se desgañitaba para hacer oír sus órdenes cuando, ante el asombro de todos, apareció Gorgo, con su peto de cuero y placas doradas y su inconfundible yelmo de cabeza de jabalí. Los hombres creyeron que era un milagro y formaron junto a él. Gorgo combatió con la misma fiereza de siempre y, al ver que un gigantesco escita estaba sembrando el pavor con una maza plagada de pinchos, dio un paso adelante y lo ensartó con su lanza. Aquello desanimó a los bárbaros, que se retiraron hacia el pantano en desorden, y los Agriopaides abatieron en la persecución a más de cien.

Tras la confusión del combate, Gorgo desapareció. Cuando fueron a buscarlo a su tienda, estaba tendido en la cama, mirándolos con una débil sonrisa y tan paralítico como antes. Los demás pensaron que algún héroe muerto o incluso uno de los grandes dioses debía haber ocupado su puesto esa noche, y se dijeron que era un buen augurio.

Poco después, al norte del mar Hircanio, Alejandro se empeñó en tomar una fortaleza que servía de base de operaciones para una alianza de tribus escitas y masagetas. En la parte oeste había una escarpada ladera, una rampa donde apenas se hallaba abrigo donde protegerse, y por ese lado mandó Alejandro a los Agriopaides mientras las demás unidades atacaban el resto de los lienzos. Los escitas los recibieron con andanadas de flechas, y también de piedras y cascotes que les reventaban las cabezas dentro de los yelmos como calabazas maduras. No había manera de seguir adelante, y los Agriopaides se habían quedado atascados tras unas rocas a treinta pasos del muro pese a los gritos e improperios de Leónato.

Fue entonces cuando volvió a aparecer Gorgo. Los soldados, que bajo aquel chaparrón de proyectiles apenas se atrevían a asomar los ojos por encima del ribete del escudo, vieron cómo su oficial subía por la seca ladera, desafiando los dardos enemigos con la cabeza alta, sin tomarse la molestia de correr en zigzag para esquivarlos. Los hombres de su pelotón se pusieron detrás de él, y los demás formaron a ambos lados. Subieron a paso ligero la rampa, dejando tras de sí un reguero de cadáveres, sus propios cadáveres. Cuando llegaron al pie de las almenas, tendieron las escalas, treparon por ellas, se adueñaron de aquella parte de la muralla y abrieron la puerta oeste. El resto fue tarea fácil para los hombres de Alejandro. En el asalto habían muerto cincuenta y dos Agriopaides, una proporción escalofriante. Pero ni siquiera ese sacrificio sirvió para que el rey perdonara a la unidad rebelde.

Aquella vez fue imposible disimular. Lo que nadie había visto durante el ataque nocturno se comprobó ahora, pues a la luz del día el yelmo beocio no podía ocultar los rasgos de Mirtile. Los Agriopaides encontraron una solución de compromiso: fingir que no era una mujer. Durante las batallas, decidieron, el espíritu de Gorgo se levantaba de su cuerpo lisiado como una sombra del Hades, ocupaba el cuerpo de la concubina y le infundía un ardor guerrero que mientras duraba la batalla la metamorfoseaba en varón.

—Así que, técnicamente —concluyó Filo—, con nosotros no combate una mujer, sino un cuerpo de mujer poseído por el alma de un hombre.

—¿Y vosotros os creéis eso? —preguntó Demetrio.

Filo se encogió de hombros y bajó la voz.

—Yo creo que ese espíritu debió entrar en ella cuando nació. Por si acaso, no se lo preguntes.

—¿Sabe Alejandro que hay una mujer en esta compañía?

—Creo que sí, pero nunca ha dicho nada.

Luego descubriría Demetrio que el repentino interés de Euctemón por la esgrima tenía que ver con impresionar a Gorgo/Mirtile, pero al principio creyó que era puro empecinamiento, otra obsesión de las suyas. El mismo día que supieron que se subía el premio, muchos de los Agriopaides, a falta de algo mejor que hacer, empezaron a batirse con espadas de madera de cornejo y escudos, tal como establecían las normas del concurso.

—Es una lástima —comentó Demetrio, después de probar un rato y cerciorarse de que él nunca sería campeón de espada.

—¿Por qué? —le preguntó su hermano.

—Con ese premio saldríamos de la ruina y nos largaríamos de aquí. No tengo alma de soldado, Euctemón. Pero precisamente por eso no puedo ganar y no me queda más remedio que seguir siendo soldado.

—No es tan difícil —respondió Euctemón, sin apartar la vista de Cérdidas y el hoplita con el que se batía.

—¿Qué no?

Por una rara vez, los ojos de Euctemón no bailaban inquietos, sino que estaban clavados, sin apenas pestañear, en el duelo. Cuando el soldado que ejercía de árbitro decretó que Cérdidas había tocado tres veces a su rival en puntos vitales y, por tanto, había vencido, Euctemón se acercó al grupo arrastrando los pies y extendió la mano izquierda para pedir una espada. Filo se la prestó, y también el escudo.

—¿Quieres pelear? —preguntó Euctemón, señalando a Cérdidas.

Para entonces, los demás ya empezaban a conocerle lo bastante para saber que no intentaba provocar a nadie, sino que era su manera de pedir las cosas.

—Claro —respondió Cérdidas, luciendo sus dientes alineados y blancos, y golpeó con la espada en el escudo para intimidar a su nuevo rival.

Demetrio se cruzó de brazos y aguardó. No era la primera vez que su hermano le sorprendía.

¿Por qué habría dicho ahora que no era tan difícil batirse con la espada?

Cérdidas empezó a girar alrededor de su rival, mientras que Euctemón se mantenía en el sitio, desplazándose tan sólo con los talones. En el duelo entre Filo y el tarentino, ambos habían entrechocado las espadas muchas veces. Ahora, sin embargo, lo único que hacía Euctemón era extender la punta de su arma para mantener a raya a Cérdidas y aguardar. Al verlo en esa postura, Demetrio se dio cuenta de que los brazos de su hermano eran aún más largos de lo que creía. Su envergadura podía ser una ventaja. Por fin, Cérdidas se aburrió y se arriesgó a atacar. Euctemón intentó bloquear su estocada, pero lo hizo con la falta de coordinación de un bebé que aprende a caminar, y el tarentino no tuvo problema en golpearle en el cuello y marcarle con un buen rasponazo. Se había reunido un corrillo alrededor, y todos prorrumpieron en carcajadas. Demetrio se sonrojó de vergüenza ajena, pensando que su hermano parecía un espantapájaros.

Cérdidas se divirtió un rato a costa de Euctemón, amagando con atacarle, retirándose y luego girando para ponerse detrás de él y propinarle cintarazos en el cogote o en el trasero. Por fin, entre la hilaridad general, el árbitro dio por perdedor a Euctemón, que tuvo que entregar a otro la espada y el escudo. Demetrio, rojo como la púrpura, cogió a su hermano del brazo y trató de alejarlo de allí. Pero Euctemón se lo quitó de encima y se sentó en una piedra a pocos pasos para observar el siguiente duelo.

—¿Vas a seguir haciendo el ridículo? —preguntó Demetrio.

—No es tan difícil —insistió su hermano.

Euctemón se quedó contemplando los combates el resto del día, pero se abstuvo de participar. Después, al atardecer, sacó de su petate un políptico de cera que le había regalado Alejandro y, con un punzón de marfil, empezó a dibujar figuras humanas. Lo hacía con soltura y de forma muy esquemática, usando óvalos para el cuerpo y la cabeza, líneas quebradas para las piernas y los brazos, un círculo para el escudo y una recta para la espada, y rodeando las figuras con una especie de rosa de los vientos.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Demetrio.

—Todo en el mundo es geometría y la espada es una cosa del mundo así que también es geometría —contestó él.

Siguió así unos cuantos días, como cuando se había dedicado a calcular la órbita del cometa. La diferencia era que ahora conjugaba los cálculos y dibujos con el ejercicio. De vez en cuando se levantaba y, con una espada tallada por él mismo, cinco dedos más larga que las demás, adoptaba las posiciones de defensa que había dibujado y después trazaba en el aire los movimientos una y otra vez. Al principio lo hacía con su desmaña habitual, pero poco a poco su mente obsesiva consiguió disciplinar a su cuerpo. No podía decirse que se moviera con gracia, pero al menos lo hacía con rapidez y contundencia, y ya no parecía que fuera a desmadejarse de un momento a otro.

El problema era que, llevado por su nuevo empeño, había abandonado todas las demás tareas. Para evitar que tomaran represalias contra él, Demetrio hacía su trabajo y el de Euctemón, y por la noche acababa tan derrengado que alguna vez se durmió sin quitarse siquiera las botas.

Una noche en que Demetrio se estaba resistiendo al sueño, sentado junto a los rescoldos de una hoguera, Gorgo se le acercó. Euctemón seguía en pie, hendiendo el aire con sus estocadas y deteniendo ataques imaginarios con el escudo. Los demás soldados o bien se habían acostado o bien conversaban entre ellos y bebían vino sin hacerle caso, acostumbrados ya a su última extravagancia.

—¿Por qué haces todo eso? —preguntó la mujer, sentándose en cuclillas al lado de Demetrio.

—¿A qué te refieres?

—Lo sabes bien. Euctemón lleva días escaqueándose y tú le estás cubriendo las espaldas. ¿Por qué?

—Es mi hermano.

—Eso ya lo sé. No me convence. Yo odio a mis hermanos.

Demetrio se volvió hacia ella. La luz mortecina de la hoguera suavizaba sus rasgos y hacía más carnosos sus labios. Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que era una guerrera tan temible como Atalanta y Pentesilea juntas.

—Tú deberías entenderlo mejor que nadie.

—¿Por qué?

—Tú le cuidas a él —dijo Demetrio, señalando con la barbilla hacia la tienda que compartían Gorgo varón y Gorgo hembra.

—Es mi hombre. Es mi responsabilidad.

—La mía es Euctemón.

Ella le pasó una bota de vino, y Demetrio dio un buen trago. El mes de gorpieo se acercaba a su fin, y las noches eran cada vez más largas y más frescas. Por primera vez en muchos días, el joven ateniense pensó que no se estaba tan mal en aquel lugar. Durante un rato ambos guardaron silencio, viendo cómo Euctemón repetía sus movimientos: estocada, parada, estocada, finta con el escudo, estocada, finta, parada…

—Es así con todo —dijo Demetrio por fin—. Aunque es la primera vez que le veo obsesionarse con algo que implique actividad física.

Siguieron bebiendo y charlando, cada vez más relajados por el vino, mientras Euctemón seguía inagotable con su espada. Poco a poco las luces de las lámparas y las hogueras se apagaron, y el campamento se quedó en silencio. El cometa seguía su viaje por el hemisferio sur del firmamento y la luna menguante aún tardaría horas en salir. Las constelaciones reinaban a su placer en un cielo límpido en el que la Vía Láctea destacaba como un cinturón de plata. Un bólido cruzó sobre Casiopea y durante unos segundos dejó una larga estela, como un barco solitario surcando el mar de estrellas.

Demetrio, a quien se le había soltado la lengua, le contó a Gorgo la historia de Nicerato; cómo su hermano lo había defendido de niño y por qué desde entonces él hacía todo lo posible por protegerlo. Empezaba a notarse el relente. Gorgo se arrimó a él buscando su calor. La tibieza de su pierna pegada a la de Demetrio era agradable, y el joven no rehuyó el contacto. Pasado otro rato de silencio, ella le puso la mano sobre la rodilla y le miró a los ojos.

—Supongo que te dirán a menudo que eres un chico muy guapo —le dijo con la voz algo pastosa. Demetrio soltó una carcajada—. Muchos hombres —respondió.

—¿Te gusta que te lo digan?

—Me gusta más que me lo digas tú.

—Puedo decírtelo a solas.

—¿Y él?

—A él no le importa. Le amo y le respeto, pero…

—Me refiero a él.

Gorgo se volvió hacia Euctemón, que había abandonado su esgrima por un momento para acercarse a ellos. La mujer soltó una risita, pero se apartó. Aunque la noche era oscura y apenas distinguía los rasgos de su hermano, Demetrio sabía que tenía los ojos clavados en ellos.

—¿Pasa algo, Eute?

—El nombre es Euctemón —respondió él. Demetrio comprendió que no le había hecho gracia que utilizara el diminutivo delante de Gorgo.

—Me voy a acostar —dijo, poniéndose de pie.

—Es tarde ya y es buena hora para acostarse —repuso su hermano.

Gorgo se acercó a Demetrio y le susurró:

—Por Príapo, ¿tienes que hacer lo que te diga él?

—Está claro que no se acostará hasta que lo haga yo. —Porque le gustas y no me quiere dejar a solas contigo, añadió para sí. Sólo entonces se dio cuenta de cuánto había bebido y se agarró al brazo de Gorgo para no caerse. Su piel era tan suave, su carne tan tibia, hacía tanto tiempo que no sentía un contacto tan placentero…

—Es buena hora para acostarse —repitió Euctemón, metiendo la cabeza entre los rostros de ambos como un ariete. Gorgo soltó a Demetrio con un bufido de desesperación.

—Sí que lo es, boquerones. Hasta mañana. Y levantaos cuando canten los pájaros si no queréis limpiar más letrinas —añadió, con una última mirada a Demetrio en la que a éste le pareció captar una insinuación.

Pensó que, en cuanto Euctemón se durmiera, saldría de la tienda. Pero cuando se acostaron, su hermano se empeñó en dejarle el sitio del fondo, junto a la pared de lienzo, aunque normalmente era él quien elegía aquel escondrijo. Para colmo, en vez de caer dormido al instante como tenía por costumbre, pues hasta para conciliar el sueño era metódico, se quedó despierto. Aunque Demetrio no podía verle la cara, su respiración lo delataba, y sabía que tenía los ojos abiertos como un mochuelo. Era increíble, pero su hermano le estaba vigilando; nunca había hecho algo así.

Era desesperante pensar que allí fuera había una mujer espléndida deseando estrecharle entre sus brazos y sus muslos, y que entre la puerta de la tienda y él se interponía un vigía que no parpadeaba. Pensó que lo mejor era dormirse y cerró los ojos, pero el sueño se negaba a acudir; la tienda se empeñaba en dar vueltas, y por dentro Demetrio hervía de rabia y frustración. Ya era bastante malo estar en el ejército, y además en una unidad de castigo por culpa de su hermano. Pero ¿es que ni siquiera le iba a dejar darse un revolcón?

Le sobresaltó un silbido que sonó junto a su cabeza, fuera de la tienda. Se había quedado adormilado, pero en estado de alerta, como en la víspera de una batalla. Se giró hacia su hermano y escuchó. Su respiración era profunda, y como dormía boca arriba se le escapaba algún ronquido ocasional. Demetrio se levantó muy despacio. Aún seguía mareado, así que gateó con mucho cuidado por el estrecho pasillo que quedaba entre los pies de sus compañeros de tienda.

Salió descalzo al exterior. Al mirar hacia el este vio que el estrecho gajo de la luna menguante se estaba levantando sobre la oscura silueta de los montes. Era muy tarde. ¿Qué estaba haciendo ahí a esas horas? Cuando volvió a sonar aquel silbido y comprobó que, efectivamente, era un pájaro, se dijo a sí mismo: El ridículo. No tenía otro nombre. Lo único sensato era volver a entrar a la tienda.

Y eso fue lo que hizo, sólo que, por increíble que le pareciera a él mismo, no se dirigió a la suya, sino al pabellón del oficial del pelotón. Al menos, tras apartar la cortina, recordó que tenía que pasar a la derecha de la mampara de mimbre, pues a la izquierda dormía el auténtico Gorgo. ¿Compartirían aún el lecho?

Al cerrarse la cortina tras él, se encontró en medio de una oscuridad total. Bajo sus pies notaba el tacto aterciopelado de una alfombra, pero no se atrevió a seguir más adelante; bastante locura había cometido entrando allí para hacerlo además como una vaca suelta en una alfarería.

Oyó una respiración a su espalda, y antes de que pudiera reaccionar sintió algo frío que se apoyaba en su garganta. Era el filo de un cuchillo. Demetrio tragó saliva, mientras una mano le palpaba el cuerpo y bajaba por su vientre hasta cerrarse sobre su miembro.

—¿Quieres que te las corte? —susurró la voz de Gorgo en su oído.

—No —respondió él, aterrorizado.

—Sería un trofeo más…

Ella le dio la vuelta sin contemplaciones, y ambos se quedaron de frente, sintiendo la cercanía del otro en la oscuridad. El aliento de Gorgo era tibio y olia a vino especiado, pero el puñal, ahora en su nuca, seguía siendo gélido. Se oyó el frufrú de algo que caía al suelo. La mujer se pegó aún más a Demetrio. Eran las horas más frías de la noche, y a través del lino de su túnica el joven notó el temblor del cuerpo desnudo de Gorgo. Sin dejar de estremecerse, ella le besó con codicia. Pero aún tardó un rato en apartar el cuchillo de su cuello.

Luego, mientras se abrazaban y anudaban sobre el tapiz del suelo, Demetrio pensó que al otro lado del biombo estaba Gorgo, tullido de cuerpo, y que a unos pasos, separado de ellos tan sólo por dos paredes de tela, dormía su hermano Euctemón, lisiado de alma. Lo que estaban haciendo ahora era un crimen, una traición contra ambos, y pensar en ello hizo que aquellas horas de amor robado le supieran más dulces que ningún placer vivido hasta entonces.