REY DE REYES

Hacía sólo dos días que Neo, hijo de Cleopatra y del difunto Alejandro de Epiro, conocía a Alejandro Ego, pero ya había extraído algunas conclusiones sobre su primo. Para empezar, Ego era mucho más listo que él, aunque tenía sólo seis años y Neoptólemo nueve. Sólo había que oírle hablar. Con su madre lo hacía en persa, un idioma que sonaba exótico y musical y del que Neo no captaba ni media palabra. En cambio, cuando se dirigía a Cleopatra o a sus primos usaba el griego común con un acento perfecto y sin equivocarse en un solo verbo, lo que ya habría tenido bastante mérito incluso para un adulto. Pero lo más mortificante para Neo era que, aunque se suponía que no se trataba de su lengua materna, Ego empleaba palabras que él no entendía, y hasta se permitía el lujo de aderezar sus frases con algunas palabrotas y juramentos en dialecto macedonio.

La segunda conclusión sobre su primo era que le producía escalofríos. Ego estaba convencido de que iba a ser rey y trazaba planes en consecuencia. Cada vez que alguien le llevaba la contraria, fingía escribir en la palma de su mano una sentencia de muerte con todos los detalles, y había que reconocer que su inventiva para la tortura era inagotable. Cadmia, la hermana de Neo, se tapaba los oídos para no oír los espeluznantes pormenores de los tormentos que inventaba Ego; mas el propio Neo, que experimentaba una ambigua y morbosa atracción por todo lo relacionado con la muerte, le escuchaba hipnotizado.

Se suponía que el propio Neo también sería rey cuando alcanzara la mayoría de edad, pero tan sólo del Epiro, el agreste y pobre país en el que había nacido y al que estaba deseando volver. Las ambiciones de Ego iban mucho más lejos: como hijo de Alejandro y Roxana, estaba convencido de que iba a convertirse en rey de reyes o, como decía él, xshayathiya xshayathiyanam, que sonaba mucho más impresionante.

Neo no estaba tan seguro. Que Ego fuese el primogénito de Alejandro no le garantizaba nada. Era la asamblea macedonia, el pueblo en armas, quien escogía a su rey.

—Tienen que elegirme a mí —respondía Ego—. Los súbditos del imperio de Asia sólo aceptarán a alguien que tenga sangre real persa como yo.

Al argumento se le podía dar la vuelta. Los súbditos europeos de Alejandro no aceptarían nunca a alguien por cuyas venas corría sangre asiática. Porque Ego no era griego, de eso Neo estaba seguro. Todo el mundo afirmaba que se parecía mucho a Alejandro, pero para cualquiera que tuviese ojos en la cara resultaba evidente que era el vivo retrato de su madre. Un bárbaro, en suma. De lo que no estaba tan seguro Neoptólemo era de si él mismo y su familia eran griegos. Escuchando a su madre, a su padrastro Perdicas, a su tío Alejandro y a otros parientes, Neo había observado que a veces se llamaban a sí mismos griegos y se jactaban de serlo, mientras que otras veces se decían macedonios y reservaban el término «griegos» para otras personas, acompañándolo además de epítetos como «cobardes», «codiciosos», «afeminados», «decadentes» o «mentirosos».

—¿Nosotros somos griegos? —le había preguntado a su madre en una ocasión.

—Qué preguntas haces. Es evidente que lo somos.

—¿Y por qué es tan evidente?

—Por muchas razones. —Su madre las enumeró con los dedos, como una lección bien aprendida—. Hablamos griego, adoramos a los dioses que habitan en el monte Olimpo, consultamos al oráculo de Delfos, participamos en los Juegos Olímpicos, los fundadores de nuestra casa real proceden de la ciudad de Argos y somos nosotros quienes hemos vengado la invasión de Grecia y el incendio de los templos de Atenas. ¿Te parecen argumentos suficientes?

Neo se había quedado un poco apabullado, pero insistió.

—Entonces, ¿por qué a veces hablamos de los griegos como si nosotros no lo fuéramos?

—Porque, aunque seamos griegos, también somos especiales.

—¿Eso quiere decir mejores?

—¡Por supuesto! —contestó su madre con pasión—. Con los demás griegos compartimos la inteligencia, el refinamiento y el amor por la belleza. Pero a cambio no hemos perdido las virtudes de nuestros antepasados. Somos los únicos que seguimos respetando el valor, el honor y la verdad, y también los únicos que aún obedecemos a nuestros reyes y no nos dejamos guiar como ovejas por los demagogos de las asambleas.

Ahora, mientras los tres niños jugaban en el jardín de la casa que les había prestado la viuda vieja de Posidonia, Cadmia, que se sabía de memoria las relaciones y vericuetos de la familia de los Argéadas, le dijo a Ego:

—No es verdad. No te van a elegir rey a ti. Tú tendrás sangre de la familia real de Macedonia, pero de la de Persia no. Tu madre sólo es hija de un gobernador. El único que tiene a la vez sangre real de Macedonia y de Persia es Ciro Amintas —añadió refiriéndose al hijo de Alejandro y Estatira, un primo al que ella y Neo sólo conocían de oídas.

—Retira eso ahora mismo —dijo Ego.

—¿Por qué voy a retirarlo si es verdad?

—Que lo retires.

—¡No me da la gana!

Por respuesta, Ego le propinó una patada en la espinilla con todas sus fuerzas. Cadmia se puso a saltar a la pata coja agarrándose la pierna dolorida y rompió a llorar. Neo, a quien su madre había enseñado que el honor y la integridad de su hermana valían más que el oro y la ambrosía juntos, se abalanzó sobre Ego y le dio un empujón. El futuro rey de reyes cayó de espaldas en la hierba, pero se levantó enseguida y miró a su alrededor. A su lado había un arriate delimitado por piedras negras de textura porosa. Ego cogió la primera que encontró a mano y se la tiró a Neoptólemo. Éste se apartó en el último instante y la piedra le pasó rozando la cabeza. Pero detrás de ella llegó el propio Ego enarbolando una rama con la que le golpeó en la boca. Neo retrocedió y se llevó la mano al labio inferior. Estaba sangrando y le dolía mucho. En un segundo había aprendido una dura lección. Su primo era una de esas personas que responden ante una agresión con otra aún más violenta y que no se detienen ante nada. Mientras que él, Neo, era de los que se acobardan.

—No me vuelvas a poner la mano encima —dijo Ego—. El rey de Persia es intocable.

—Tú no eres rey de nada —respondió Neo, pero con la barbilla gacha y reculando ante su primo.

—Si se te ocurre volver a tocarme, cuando sea xshayathiya haré que te claven las manos y los pies al suelo, y yo mismo te arrancaré la piel, te rajaré la barriga y te mearé dentro para que te escueza más.

Una animalada así dicha por un crío macedonio habría hecho soltar la carcajada a Neo, pero oírla en boca de su primo le puso la carne de gallina.

—No vas a ser rey nunca —dijo Cadmia. Ya había dejado de cojear, pero también se mantenía a una distancia prudencial—. El tío Alejandro es un dios y no se va a morir nunca.

—Yo voy a ser rey dentro de seis años.

—No, no lo vas a ser.

—Voy a hacer con Eskandar —siempre llamaba así a su padre— lo que él hizo con Filipo. Lo voy a matar yo mismo.

—¡Alejandro no mató al abuelo!

—Sí que lo mató.

—No es verdad. —Neo apoyó a su hermana—. A Filipo lo asesinó Pausanias.

—¿Y quién os creéis que le encargó a Pausanias que cometiera ese asesinato? Fue Eskandar, idiotas. —El gesto de suficiencia de Ego era tan odioso que Neo le habría aplastado la nariz, pero no tenía agallas. Quién sabía cómo podría responder su primo esta vez.

—¿Y tú cómo te has enterado? ¿Te lo ha contado tu padre?

—No. Ha sido mi madre. ¿Sabéis qué estaba planeando Filipo cuando lo asesinaron? ¡La conquista de Asia! Eskandar decía que su padre no le iba a dejar nada para cuando él fuese rey. Por eso lo mató.

—No lo entiendo —dijo Cadmia.

Era lógico que su hermana no lo entendiera, pensó Neo, porque era una niña y las niñas no saben nada de guerras ni conquistas ni de la gloria de un general. Pero a él le parecía razonable lo que decía Ego, y también inquietante. ¿Su tío, un parricida? Aunque no quería creerlo, su primo había sembrado en él la duda.

—Pero yo no voy a esperar a los veinte años —prosiguió Ego—. Con doce años ya podré cabalgar y mandar ejércitos, así que entonces mataré a Eskandar. Y después me casaré contigo —añadió señalando a Cadmia.

—¡Yo no me quiero casar contigo!

—Como yo voy a ser el rey, tendrás que obedecerme. Te encerraré en el harén y no volverás a ver a tu madre ni a tu hermano nunca más.

Cadmia apretó los puños. Neo comprendió que se avecinaba un nuevo estallido de violencia y que tendría que ayudar a su hermana, pero el vientre se le encogió de miedo. En ese momento Argo, el cachorro de Berenice, que estaba jugando en un arenal al otro lado del jardín, llegó corriendo a saltos, pues el césped era demasiado alto para sus patitas. La propia Berenice le seguía correteando casi con la misma torpeza que el perro. Ego se olvidó por un momento de sus sueños de conquista y asesinato y se agachó para acariciarle la panza a Argo. Neo suspiró. En el fondo, tal vez el hijo de Roxana y Alejandro tenía algo parecido a un corazón.

Perdicas y su sobrino se lavaron en unos baños improvisados en un pabellón de campaña. Podrían haberse acercado a la ciudad para hacerlo en la casa, pero eso les habría hecho perder tiempo, y a Perdicas le habían convocado a una reunión con Alejandro y otros generales. Aunque lo que le había disuadido no era eso, sino la presencia de Roxana.

Dos días antes, la esposa de Alejandro, con la excusa de conocer a su cuñada Cleopatra, se había presentado de visita en la mansión que ocupaba el matrimonio. Para Perdicas había sido una pesadilla. Con veintiocho años, la belleza de la bactriana no se había marchitado un ápice, e incluso se notaba más asentada y madura, como si sus rasgos hubieran terminado de encajarse en el sitio perfecto y definitivo. Pero Perdicas no era capaz de apreciar aquella hermosura ideal que habría complacido al propio Platón. Sólo veía sus miradas de reojo y el gesto frío de su boca cuando creía que nadie la observaba, y sólo escuchaba los comentarios aparentemente inocentes en los que para cualquier metáfora negativa deslizaba la palabra «veneno». Así, por ejemplo:

—Los romanos y los cartagineses son el veneno de Europa. Pero con la ayuda de tu esposo —añadía, dedicando una sonrisa a Perdicas—, Alejandro conseguirá no intoxicarse con él.

Por desgracia, Cleopatra había quedado prendada de Roxana. La bactriana sabía ser encantadora. Perdicas comprendía que, sin conocerla mejor, nadie sospechara que detrás de su radiante sonrisa y sus enormes ojos negros se ocultaban designios más fríos e inhumanos que las cumbres heladas del Paropamiso. Y, además, Roxana le contaba a Cleopatra los relatos sobre países exóticos que su propio hermano Alejandro, siempre ocupado, le escatimaba.

Ya en la cama, Cleopatra le dijo a Perdicas:

—¡Qué lugares tan maravillosos debéis haber visto!

—Gedrosia no era ninguna maravilla, te lo aseguro.

—Cuando termine esta campaña, tienes que llevarme a Asia —dijo ella con mirada soñadora—. Quiero ver contigo los jardines colgantes de Babilonia, y las pirámides de Egipto, y los lagos termales de Hierápolis, y los palacios de oro y azurita de Samarcanda, y…

—Te llevaré, Cleopatra —dijo Perdicas, callándola con un beso—. Te prometo que recorreremos juntos el Camino Real de Sardes a Susa.

Después de eso le había hecho el amor a su esposa con tanto ardor que ella, entre risas, tuvo que pedirle que se calmara si no quería que el parto se adelantara más de seis meses. Al final ambos habían quedado exhaustos, pero ni aun así consiguió Perdicas sacarse de la cabeza a Roxana.

Para colmo, la bactriana había vuelto al día siguiente y había manifestado que tenía la intención de visitar a su cuñada a diario. Sólo de pensarlo, a Perdicas se le llenaba la boca de ácido.

—¿Por qué pones esa cara, tío? —le preguntó Gavanes mientras le rascaba la espalda con la estrígile—. ¿Hay algo que hayamos hecho mal hoy?

—¿Algo? ¡Cientos de cosas! —respondió Perdicas—. Pero no era eso, no te preocupes. Además, tú lo has hecho muy bien. Estoy orgulloso de ti.

A su sobrino se le iluminó el rostro. Habían estado haciendo instrucción con los Compañeros casi desde el amanecer. Primero habían practicado maniobras por pelotones, luego por escuadrones de doscientos, y al final de la mañana habían cabalgado y realizado variaciones, conversiones y vueltas en dos grandes grupos de cuatro y de cinco escuadrones. Era la primera vez que Gavanes veía tantos soldados de caballería juntos. Todo un espectáculo, pensó Perdicas, pero también una actividad aparatosa y caótica. Mil ochocientos caballos ocupaban tanto terreno que un observador poco avezado podría juzgar que eran tres o cuatro veces más, y mientras maniobraban no dejaban de sudar, relinchar, piafar y llenarlo todo de excrementos.

Mandar una unidad de infantería era complicado, pues un batallón de hoplitas no consistía en una masa cuadrada de mil quinientos escudos y mil quinientas sarisas, como podría pensar quien leyera las crónicas de las batallas. Detrás de cada escudo había un soldado, y cada soldado era un individuo con sus propios temores y esperanzas, con sus ambiciones y manías, con sus grandezas y mezquindades. Y, lo peor, con ideas propias sobre táctica y estrategia que no solían estar de acuerdo con las del general. Para manejarlos, éste debía aprender el arte del halago y la amenaza y manejar a la vez el látigo y el guante de seda.

Pero todas esas dificultades se multiplicaban al mandar tropas de caballería. En primer lugar, casi todos los jinetes eran miembros de la aristocracia macedonia, guerreros que tenían como modelo a campeones homéricos orgullosos y salvajes como Aquiles o Diomedes, y someter a la disciplina militar a gente tan altiva no era tarea fácil. Y en segundo lugar estaban los caballos, esas bestias a las que llamaban «nobles», pero que también tenían sus miedos y bajezas, recurrían a sus triquiñuelas, mordían, coceaban y eran tan caprichosos y antojadizos como mujeres embarazadas. Perdicas se quejaba a menudo de que no había forma de manejar a toda la caballería como una sola unidad, y Alejandro se reía.

—¿Te das cuenta ahora? Ay, Perdicas, eres más difícil de contentar que mi madre.

Tal vez fuera cierto, pensaba Perdicas. Quizá lo que él quería era inalcanzable. Levantar un dedo y que todo el ejército guardara silencio al instante. Pedir a sus hombres que siguieran ensayando las formaciones cuando el sol del mediodía hacía que los yelmos ardieran como parrillas al fuego. Sí, quizá lo que él quería era ser el propio Alejandro…

—Esos jinetes persas son espléndidos —comentó Gavanes. Ya limpios, ungidos con aceites aromáticos y ataviados con ropas limpias y corazas ligeras se dirigían hacia la tienda de Alejandro. A su izquierda se levantaban los pabellones de los catafractos. Por la mañana habían visto a los hombres de Oxibaces justar de dos en dos; ése parecía ser el único entrenamiento al que se sometían.

—¿Preferirías cabalgar con ellos antes que ser un Compañero? —preguntó Perdicas.

—¡Claro que no! Pero Alejandro podría formar una unidad de catafractos macedonia. Sería magnífico, ¿no crees?

—Ha sopesado la idea, pero le ha parecido cara y poco eficaz. De momento se conforma con el batallón de refuerzo que le ha traído su cuñado.

—Es una lástima. ¡Me encantaría tener una armadura como la de esos caballeros!

—Yo me probé una y te puedo asegurar que resulta muy incómoda. Cuando galopas, la cota de malla se levanta entera y luego cae de golpe sobre los hombros. Si uno no está acostumbrado, acaba lleno de llagas y rozaduras. Personalmente, para cabalgar prefiero una coraza de lino o un peto de cuero bien ajustados.

—Ya, pero cuando embisten con ese blindaje deben de ser imparables. Perdicas chasqueó la lengua, escéptico. Los catafractos, le explicó a su sobrino, tenían una manera muy distinta de combatir. En vez de formar una cuña como los macedonios o un rombo como los tesalios, se desplegaban todos juntos en línea y cabalgaban de esa guisa contra el adversario, esperando quebrantar su moral. Cierto, había que tener mucho temple y mucha disciplina para no flaquear ante el avance majestuoso de aquella marea de metal que hacía retemblar el suelo bajo sus cascos. Pero si se mantenían prietas las filas, ni siquiera los catafractos podían abrirse paso entre una barrera de hoplitas.

—¿Es mejor atacar en línea, o en cuña como nosotros?

—Es distinto. Cuando se embiste en línea hay que hacerlo al trote, porque si los caballos se arrancan al galope, los más fogosos y rápidos se adelantan enseguida. A cambio, los lentos y tímidos se quedan atrás y sus jinetes, que suelen tener una personalidad parecida a la de sus caballos, aprovechan para echarse poco a poco a los lados y dejar que lo más duro del choque lo aguanten otros. Eso hace que la formación se disperse.

—Entiendo.

—Nuestro despliegue en cuña evita esa dispersión. Para empezar, los jinetes y caballos que forman en el vértice son los más valientes y en la punta de la cuña va el jefe de la formación.

Ésa era la clave. La areté del jefe, fuera Alejandro montado en Amauro o el propio Perdicas a lomos de su yegua Aicmé, daba ejemplo a sus hombres, que se avergonzaban de quedarse atrás y, al mismo tiempo, veían que era otro guerrero quien iba a chocar primero con las filas enemigas, lo cual les tranquilizaba. Algo parecido les ocurría a los caballos, al fin y al cabo animales de manada. Para ellos, embestir contra el enemigo no era muy distinto de huir en estampida de una amenaza. Sólo se precisaba que los corceles que encabezaban la carga fueran especialmente dominantes y fogosos y, sobre todo, que obedecieran a sus amos.

—Aun así, una carga de caballería no es coser y cantar como tú crees.

—No soy tan novato, tío. En Tracia participé en una batalla.

—Lo sé. Me contaron que mataste a un bárbaro con tu lanza —dijo Perdicas, rodeándole los hombros con el brazo—. Pero ¿a que los hombres a los que pusisteis en fuga no formaban una pared de escudos y picas como hacen los nuestros?

—No —reconoció Gavanes.

—Así es mucho más fácil ahuyentar a los enemigos. Pero no es lo mismo cuando ellos se plantan hombro contra hombro, clavan las conteras de sus lanzas en el suelo y dirigen sus puntas hacia el hocico de tu caballo.

—Los romanos no son macedonios. En cuanto nos vean cargar contra ellos, seguro que huyen con el rabo entre las piernas.

Perdicas comprendía que hoy su sobrino estaba eufórico. Era la primera vez que cabalgaba en una unidad tan numerosa, pues al final del entrenamiento Perdicas había reunido cinco escuadrones que al galopar habían dibujado en la llanura los aguzados colmillos de una bestia gigante. Era humano que alguien que formaba parte de esa marea de músculos, hierro y bronce llegara a creerse invencible.

—Yo mismo he tenido que aguantar a pie firme las embestidas de la caballería enemiga —dijo Perdicas—. Es cierto que cuando ves cómo se acercan esos centauros blindados te tiemblan las piernas. Montado a caballo, la cabeza de un jinete está a más de un codo por encima de la tuya, y a ti te parece un gigante. Además, un corcel de caballería pesada con su jinete y sus armas pesa cerca de treinta talentos, casi diez veces más que un soldado de infantería.

»Pero el caballo tiene aún más miedo que el soldado que le espera a pie firme, porque no es una fiera sanguinaria sino un herbívoro al que adiestramos y forzamos para que en vez de huir, que es su impulso natural, galope contra los mismos enemigos que quieren matarlo. Y por mucho que le obliguemos, hay algo que un caballo no hará nunca por propia voluntad, y es lanzarse de cabeza contra una pared, sea de sillares de piedra o de escudos de roble.

—Entonces, ¿qué pasó en Tegea? ¿Cómo rompisteis la línea de los espartanos?

Perdicas sonrió de medio lado. Aquella batalla tan reciente (poco más de un año había pasado) le traía recuerdos agridulces. Los griegos se habían sublevado, él no había conseguido dominar la rebelión con las tropas de que disponía en Macedonia y además había sufrido un par de reveses en Tanagra y el cabo Artemisio. En vista de lo apurado de la situación, Crátero había acudido desde Babilonia con refuerzos, y también con una orden escrita y sellada por Alejandro en la que lo nombraba general en jefe para esa campaña. Teniendo en cuenta que Perdicas era regente de Macedonia y que, en teoría, le correspondía a él encargarse de los asuntos griegos, aquello podía considerarse un menosprecio, pero no había tenido más remedio que aguantarlo por culpa de sus dos descalabros anteriores.

Crátero había dirigido el combate como a él le gustaba, desplazándose a caballo por todo el frente. De este modo se mostraba siempre a la vista de los soldados para infundirles valor, podía dar instrucciones a los capitanes y a los generales y de paso vigilar las evoluciones del enemigo. Pero nunca se ponía en primera línea de ninguna formación. Perdicas sabía que no era por miedo, pues entre los muchos defectos de Crátero (prepotencia, soberbia, desaliño, incultura) no se hallaba el de la cobardía, sino porque le gustaba controlar en lo posible todos los factores de la batalla y no perder la visión de conjunto. El caso era que había dejado a Perdicas al mando de los ocho escuadrones de Compañeros que participaron en la batalla y, por azar, eso le había brindado la oportunidad de asestar el golpe definitivo.

Mientras se acercaban al pabellón de Alejandro, que ya estaba a la vista, Perdicas relató a su sobrino cómo había sucedido todo. Era la segunda carga que dirigían contra la muralla de escudos espartanos. La primera había seguido el desarrollo habitual: los Compañeros habían pasado del trote al galope a unos cuarenta pasos de la línea enemiga, entre toques de trompetas y gritos de eleleleleléu. Al ver que los espartanos no se inmutaban, los macedonios habían frenado a sus monturas para evitar un choque frontal que habría sido tan desastroso para atacantes como para defensores. A dos pasos de la línea enemiga, habían combatido contra la primera fila espartana desde sus caballos. Al comprobar que, pese a la mayor longitud de sus lanzas, no obtenían grandes resultados, se habían retirado.

Pero en la segunda carga, cuando Perdicas ordenó conversión izquierda a diez pasos de la pared de escudos, un venablo atravesó el cuello del corcel que montaba Pítaco, el oficial que cabalgaba a su derecha. El caballo, muerto o agonizante, continuó con su carga sin hacer caso a las órdenes de su jinete y se precipitó derecho contra los espartanos. Era un animal muy grande, no el más alto pero sí el más pesado del escuadrón, y su enorme masa chocó sin ningún control contra dos hoplitas de la primera línea. El caballo los aplastó bajo su mole y de paso derribó a los cuatro siguientes, mientras Pítaco volaba por los aires y se ensartaba en las lanzas de la cuarta fila.

Los jinetes que seguían a Pítaco por la parte exterior de la cuña vieron la confusión creada por el tremendo choque y, en vez de girar como los demás, penetraron en la grieta y aprovecharon el peso de sus monturas para seguir empujando y abrir hueco a lanzazos. Perdicas, que había visto de reojo lo sucedido, hizo que toda la formación girara sobre sí misma como una peonza y lanzó al escuadrón contra las líneas espartanas.

El resto era historia. La legendaria infantería espartana había sido derrotada por los Compañeros y la rebelión de los griegos, aplastada.

—Pero eso fue un lance del combate, una casualidad —concluyó Perdicas—. No cuentes con que vuelva a ocurrir. Por lo que sabemos, los romanos tienen una infantería muy disciplinada y me temo que no les impresionaremos ni aunque les lancemos una carga de amazonas desnudas.

—Sería una buena idea —dijo el joven, con los ojos iluminados ante aquella perspectiva.

Perdicas le dejó pensando en ello y entró al pabellón real. Sospechaba que Alejandro les había convocado para confirmarles lo que todo el mundo rumoreaba en el campamento: que en el mismo revés había perdido a más de seiscientos soldados junto con una nave de guerra que valía como una flota entera y a su esposa siciliana. Y de paso, sospechaba Perdicas, a Néstor. Que se dedique a curarle los achaques a Nereo, se dijo sin la menor compasión.